Chantaje en la cama - Carol Marinelli - E-Book

Chantaje en la cama E-Book

Carol Marinelli

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Beschreibung

Bianca 2013 Una inocente inglesa… seducida por un magnate griego. Karin, una heredera que trabaja de bibliotecaria, ha fracasado en su primer acto de rebeldía. Ha intentado recuperar el símbolo de todo lo que valora en su vida, pero el despiadado multimillonario Xante Tatsis la ha pillado con las manos en la masa. ¿Por qué le roba esa mujer? Xante siente curiosidad. Él pone sus condiciones para salvarla del escándalo y llegar a la verdad. Si Karin quiere recuperar la preciosa joya familiar, tendrá que ganársela en el dormitorio.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Harlequin Enterprises Ulc

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Chantaje en la cama, n.º 2013 - noviembre 2022

Título original: Blackmailed into the Greek Tycoon’s Bed

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-309-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LA ASUNCIÓN de ella, más que su arrogancia, fue lo primero que atrajo la atención de Xante.

El fuerte viento y la torrencial lluvia habían espantado a mucha gente de las calles de Londres. Aunque era pleno día, los coches que llegaban a la puerta del hotel llevaban los faros encendidos y los limpiaparabrisas se movían a toda velocidad. Unos pocos se atrevían a desafiar al temporal. Con la gabardina por encima de la cabeza, corrían desde el almuerzo al despacho o a la próxima reunión, mientras los londinenses más organizados o experimentados abrían los paraguas y seguían charlando por el móvil. Sólo unos pocos se refugiaban en el patio delantero del hotel Twickenham de Xante Tatsis.

Xante poseía varios hoteles, eran parte de sus propiedades, pero raramente estaba él en alguno de los vestíbulos comprobando que todo se encontrara en orden. Tenía empleados que se ocupaban de esos detalles. Sin embargo, ese día era diferente. Xante sentía debilidad por aquel establecimiento en particular, que le permitía disfrutar de su pasión por el rugby. Ese día llegaba el equipo de rugby de Inglaterra para participar en una función oficial con el objetivo de recaudar fondos. Muchos fondos. La crema de la crema de la alta sociedad asistiría esa noche a la subasta benéfica que tendría lugar al acabar la cena y ofrecería una oportunidad a los ricos de hacer gala de su riqueza con la excusa de que lo hacían por una buena causa.

A Xante le gustaban todos los deportes, pero, cosa curiosa en un griego, el rugby era su pasión. Amaba ese juego noble; la sangre, el sudor y el esfuerzo que lo convertían en un gran juego. Philotimia era un sentido del honor tan vital para su gente que estaba escrito en el código legal griego, y para Xante, el gran juego del rugby representaba la philotimia perfectamente.

Cuando los jugadores estuvieran en su hotel, entrenarían y viajarían en equipo, pero por el momento iban llegando de todo el país y Xante había saludado ya a varios, incluido el capitán. Era natural que quisiera estar allí para recibir personalmente al equipo, y era natural, aunque por razones completamente diferentes, que se fijara en la rubia esbelta que había entrado en el vestíbulo. Alta y delgada, habría llamado la atención de cualquier hombre y él no era una excepción.

El modo en que se quitó el abrigo, no con arrogancia, sino asumiendo que alguien se haría cargo de él, le dijo que era adinerada.

Xante había elegido bien a sus empleados. Albert, el conserje principal, se movió con rapidez, al darse cuenta de que el botones no había captado el aura de riqueza de la joven, y atrapó el abrigo. La mujer se adentró en el vestíbulo sin mirar atrás.

Pero entonces vaciló.

Miró a su alrededor, pareció perdida por un segundo y Xante comprendió que no era una huésped.

El hotel estaba completo y Xante había llevado empleados extra para procurar que se respetara la intimidad de los importantes huéspedes. Los forofos permanecerían fuera y los periodistas, por mucho que se disfrazaran, eran rechazados con cortesía en la puerta. Pero esa mujer había pasado la seguridad y se había introducido allí como si fuera la dueña del lugar.

Xante sabía que había personas que no necesitaban pasaporte y aquella mujer parecía ser una de ellas.

Caminaba por el vestíbulo, mirando los cuadros colgados, presumiblemente esperando a alguien.

–Esa mujer –preguntó Xante al conserje–. ¿Quién es?

Albert hablaba con una pareja sobre los espectáculos que había en ese momento en el West End. Cuando se acercó a su escritorio para ver si había entradas disponibles, aprovechó para satisfacer la curiosidad de su jefe.

–Karin Wallis –dijo en voz baja.

Xante frunció el ceño. El nombre le resultaba familiar.

–¿Es famosa?

–Es de una de las familias más famosas de Inglaterra –murmuró Albert–. Salen a menudo en las revistas de sociedad.

–¿Y? –insistió Xante, porque Albert nunca ofrecía voluntariamente un cotilleo; siempre quería que le preguntaran.

–Los padres murieron hace un par de años. El hermano es un poco sinvergüenza pero encantador; la hermana pequeña estudia en un internado.

–¿Y Karin? –Xante empezaba a cansarse de sacar así la información–. ¿Qué sabes de ella?

–La prensa la llama «la reina de hielo» –sonrió Albert–. Algunos dicen que es por los numerosos viajes que hace a esquiar; creo que acaba de regresar de uno por Suiza. Sin embargo… –Albert tosió un poco para demostrar que le incomodaba hablar de aquellas cosas.

–Continúa.

–Francamente, señor, perdería el tiempo con ella. Nadie consigue acercarse a Karin Wallis –el conserje dio por terminada la conversación cuando la pareja se acercó a su mesa–. Ya no tardará mucho, señores –aunque Xante fuera su jefe, los huéspedes siempre eran lo primero. Después de todo, lo habían contratado para eso.

Xante asintió con la cabeza y se dirigió a Recepción, donde les recordó que quería que le avisaran siempre que llegara un jugador del equipo.

La reina de hielo.

Le habría gustado tener tiempo de poner a prueba las palabras de Albert. Increíblemente atractivo y asquerosamente rico, a Xante Tatsis no le costaba mucho atraer a las mujeres. Educado en una isla griega por su madre viuda, había luchado duro para sobrevivir, hasta el extremo de buscar comida en los cubos de basura de los restaurantes donde comían los turistas ricos y explorar redes de pesca en busca de restos podridos. La muerte de su padre lo había destrozado, pero aquel día maldito había ocurrido también algo que había asustado al Xante de nueve años.

Él estaba en la playa esperando noticias con sus tíos, primos y amigos y su madre se había quedado en casa a rezar pidiendo un milagro. Hasta que llegó el bote con su triste carga.

Un tío que había estado pescando con el padre de Xante le había dado la noticia. Lo dejó llorar un rato y luego le dijo que ahora tenía que ser fuerte. El sacerdote había ido a darle la noticia a su madre.

Xante no podía recordar el recorrido hasta su casa. Quizá habían ido en coche; no se acordaba de nada.

Lo que sí recordaba era la sorpresa de entrar en su casa y ver a su madre vestida de negro de los pies a la cabeza.

Ella tenía menos de treinta años, pero aquel día, a Xante le pareció que había envejecido dos décadas.

Los colores y su viveza desaparecieron para siempre. Aquel trágico día no sólo perdió a su padre, sino también la risa de su madre. ¡Y cómo había deseado recuperarla! Había querido verla vestir de nuevo faldas estampadas y camisas blancas de algodón. Había querido ver los rizos de su pelo en lugar de que ella lo escondiera debajo de un pañuelo negro; había querido que se pintara el rostro y poder oler su perfume.

Pero esos días, como su padre, se habían ido para siempre.

Su madre y la casa estaban inmersos en la pena.

Pero a los catorce años, Xante había encontrado una diversión.

Era alto para su edad, guapo, y las turistas lo encontraban atractivo. Los muchachos kamaki algo mayores le habían dicho que, después de haber dominado el arte de besar, era ya hora de pasar a las montañas. Montado en su scooter con una chica guapa que llevaba colores vibrantes y maquillaje, que se reía de sus bromas y se agarraba fuerte a su cintura, Xante había encontrado por fin libertad de los confines tristes de su casa.

Por supuesto, lo habían descubierto. Habían escrito a su madre desde el colegio para comentarle que faltaba mucho y ella había llamado a su tío, quien lo había encontrado en la montaña en una posición bastante comprometida. A Xante lo habían arrastrado a su casa y le habían dado una paliza de muerte mientras su madre gritaba que había llevado la vergüenza al apellido de la familia.

Aquello había acabado temporalmente con sus travesuras.

Xante se había concentrado en los estudios y mejorado las notas, pero las montañas seguían llamándolo.

Y tantos años después recordaba todavía la sensación de triunfo que se apoderaba de él en sus días de kamaki cuando provocaba una respuesta deliciosa en un cuerpo virgen o ayudaba a un ama de casa solitaria a escapar de la monotonía del lecho marital y volver a descubrir sus secretos más íntimos.

Reina de hielo. Xante sonrió para sí. Eso no existía.

Pero ese día estaba demasiado ocupado para distracciones. Tomó asiento en la sala de huéspedes, donde lo esperaba su ordenador. Le sirvieron café automáticamente, pero no pudo evitar observar a la mujer en cuestión cuando entró en la habitación.

El jefe de camareros inmediatamente la acompañó a una silla y Xante se dio cuenta por primera vez de que estaba nerviosa. Entendía bien a las mujeres; había crecido estudiando ese arte. Y aunque a muchas personas les habría pasado desapercibido, Karin Wallis estaba nerviosa. Sus ojos recorrieron la habitación al entrar.

Las cabezas se volvían a su paso.

Deportistas de elite, que tenían mujeres hermosas al lado, se fijaban en ella igual que Xante. No había nada sórdido en eso; las mujeres también miraban. Simplemente había algo en ella que merecía más de una mirada pasajera.

Sus finos rasgos de porcelana, el modo elegante en que se sentaba, con las piernas levemente a un lado y cruzadas en los tobillos, nada de eso pasó desapercibido a Xante.

No era huésped del hotel, de eso ya estaba seguro. Tampoco había un ordenador portátil a su lado ni miraba el reloj como si tuviera que encontrarse con alguien. De hecho, tomó la carta y, cuando Xante oyó su voz bien educada pedir té y un sándwich, comprendió que tenía intención de comer sola.

Sonó su teléfono. La llamada era importante, como siempre en esos tiempos, así que contestó y se puso a hablar en griego con su agente de Bolsa. Al instante se olvidó de la rubia para pensar sólo en los negocios… hasta que ella se levantó. Fue un movimiento que costó una gran cantidad de dinero a Xante y éste dijo a su agente que se ocuparía personalmente del desastre, finalizó la llamada y apagó el móvil.

Ella caminaba por la habitación mirando la pared de enfrente. Xante asumió que había perdido peso recientemente, pues llevaba un traje de chaqueta negro y la falda colgaba un poco demasiado baja en las esbeltas caderas y la chaqueta resultaba demasiado ancha para los hombros. Aun así, tenía curvas generosas en los lugares importantes. Tenía un buen trasero respingón y, al abrirse la chaqueta, mostró un suéter de cachemira. Había algo en ella que resultaba casi puritano. Llevaba poco maquillaje y el cabello rubio iba recogido en un moño bajo en el cuello. El suéter de cachemira era de cuello alto y los zapatos eran demasiado planos y pesados para lucir bien las piernas. Pero de todos modos resultaba espectacular y Xante tuvo que apartar la vista y fingir leer el periódico cinco minutos antes de que considerara decente ponerse en pie.

Ocupado o no, decidió que siempre había tiempo para una mujer hermosa.

 

 

Karin no sabía lo que hacía allí ni lo que iba a hacer ahora que estaba allí.

Habían pasado cuatro semanas desde que se diera cuenta de que la rosa había desaparecido. Había hablado con su hermano y Matthew le había dicho que la había vendido. Ella había accedido a vender otro cuadro más, una cómoda elaborada y los pendientes favoritos de su difunta madre para pagar el último año de colegio de su hermana, sin darse cuenta de que, al firmar los documentos, su hermano la había engañado incluyendo también la joya de la rosa.

La rosa incrustada de rubíes que habían entregado a su abuelo el año en que el equipo de rugby de Inglaterra había ganado todos los partidos era mucho más que una joya. Había sido la posesión preciada de su abuelo… y también la de Karin, que había escapado muchas veces del caos de su casa para pasar tiempo con su abuelo viudo en Omberley Manor, el hogar donde vivían ahora Matthew y ella. Había pasado muchas tardes escuchando las historias maravillosas de los días de gloria de su abuelo y recordaba cada una de ellas con amor.

Cuando Karin tenía quince años, su abuelo hacía tiempo que se había desentendido de los caprichos de su hijo y de su nuera y había dicho a Karin que, a su muerte, la rosa sería de ella. Para Karin, la rosa era el último vínculo con su abuelo y el gran hombre que había sido. Representaba también todo lo que su familia podía haber sido. Y, si conseguía proteger a su hermana de la verdad un poco más, quizá sería también un símbolo de todo lo que Emily podía llegar a ser un día.

Karin había buscado frenéticamente la rosa durante semanas. A la semana siguiente tenía que asistir a una reunión en Twickenham para celebrar los logros de su abuelo y se suponía que llevaría la rosa consigo, pero todos sus intentos por encontrarla habían sido inútiles. Sólo sabía que la rosa la había comprado un pujador anónimo, pues al parecer el comprador había insistido en el anonimato, y Karin ni siquiera sabía si era un hombre o una mujer.

Hasta aquella mañana.

Tomaba un café en la biblioteca y leía un artículo del periódico sobre el comienzo del torneo de rugby de las Seis Naciones que empezaría en el mes de febrero, cuando le había llamado la atención una información sobre el lujoso hotel de Twickenham donde el equipo de rugby de Inglaterra asistiría a una función benéfica. Al parecer, el dueño, un naviero griego, tenía una colección impresionante de recuerdos deportivos y su última adquisición había sido la rosa de rubíes.

Karin llevaba una vida rígida y ordenada. Lo hacía por elección; era mejor que sucumbir al gen temerario y avaricioso que había acabado por matar a sus padres y estaba destrozando a su hermano. Ella raramente actuaba por impulso.

Pero una hora antes lo había hecho.

Había alegado una jaqueca, se había puesto el abrigo y había tomado un taxi hasta allí, un lugar en el que apenas podía pagarse un sándwich. Las apariencias lo eran todo para los Wallis, así que había pedido un té y se había sentado a descansar e intentar forjar un plan. Y entonces la había visto, encerrada en una vitrina, a pocos metros de donde se sentaba ella.

La habían limpiado.

Cuando se acercó a examinarla, se preguntó por un momento si era su rosa, pero claro que lo era. De hecho, resplandeciente era tal y como la recordaba de su infancia. De los días lejanos en los que apretaba la cara al cristal y pedía sostener la «varita mágica de las hadas» como la llamaba entonces. Con las rodillas levemente dobladas y mirando la vitrina con atención, se dio cuenta de que eso era prácticamente lo que hacía ahora.

–Mi rosa es muy hermosa, sí –una voz con mucho acento le recordó dónde estaba y se enderezó rápidamente.

–Mucho –repuso apretando los dientes.

El hombre se presentó como Xante Tatsis y ella giró la cabeza con hostilidad.

–En realidad… –cuando por fin lo miró, no fue capaz de decir nada más, tan fuerte fue su reacción ante aquel hombre.

Los ojos negros de él se posaron en los suyos y tuvo la sensación de que caía en un remolino peligroso. Quería desesperadamente pisar los frenos, girar, hacer algo, pero sólo pudo permanecer un momento atónita, sin reaccionar.

Normalmente llevaba bien su escudo de hielo, pero había estado tan concentrada en la rosa que había bajado la guardia. Le ardía el rostro cuando observó el pelo negro y la nariz romana recta. Los ojos de él siguieron fijos en los suyos un segundo más de lo que resultaba decente y su boca, de labios gruesos y sensuales, se curvó en una sonrisa al calibrar la intensidad de la reacción de ella.

–Mire.

Él abrió la vitrina. Xante no necesitaba presumir para impresionarla, pero quería impresionarla. Estaba complacido con su última adquisición, la rosa de rubíes que suponía un accesorio perfecto para su hotel de primera clase. Su posesión no le producía un verdadero placer, como no se lo producían el resto de los recuerdos. Más bien disfrutaba de la ambición que lo había llevado a triunfar. Pero la rosa era excepcionalmente hermosa y representaba a los hombres de corazón de león de Inglaterra. Abrió la vitrina y sacó la joya.

–Se merece verla de más cerca; puede sostenerla.

Karin parpadeó y miró las manos morenas abrir la vitrina. Debajo del puño blanco de la camisa de él apareció un reloj caro y pesado y su traje de corte inmaculado se movió para acomodar sus hombros amplios cuando se inclinó a retirar la joya. Hasta la parte de atrás de su cabeza resultaba sexy. Pelo negro, sin una sola cana, bien cortado. Cuando se incorporó, Karin, algo recobrada ya, no lo miró.

–Disculpe, señor –el director del hotel se acercó a ellos–. Acaba de llegar otro jugador.

–Gracias.

Xante tenía que irse. Era apropiado que se fuera, pero también quería volver. Sería una grosería quitarle ahora la joya y encerrarla; ella la miraba disfrutando de su belleza igual que Xante disfrutaba de la de ella. Tenía unos ojos exquisitos, la única nota de color en su rostro, de un turquesa verdoso que recordaba a Xante el mar Egeo.

–Disfrútela –sonrió–. Volveré en un momento.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LA HABÍA dejado con la rosa.

Cuando Xante se alejó, Karin no supo qué pensar. Había entrado allí sin nociones ni planes y el dueño acababa de tenderle la rosa y dejarla con ella.

Era una señal de que seguramente era suya para hacer con ella lo que quisiera.

Karin nunca había robado nada. Ni una sola vez se le había pasado la idea por la cabeza. Pero entonces sí se le pasó. Había ido allí siguiendo un impulso a suplicarle al comprador que le dejara verla o… No sabía qué. No tenía dinero para comprarla a su vez; su hermano Matthew se lo había gastado antes de que ella supiera que la rosa había desaparecido.

Y ahora estaba en sus manos y aquel hombre no sabía quién era ella.

El corazón le latió con fuerza.

La joya pertenecía a su familia. Había sido la posesión más preciada de su abuelo y aquel multimillonario griego no había hecho más que pagar dinero por ella. Había asumido que su dinero le daba derecho a poseerla, a exhibirla… Pues bien, no era así.

Había una puerta de emergencia a su derecha, pero su abrigo estaba en Recepción.

Después de todo, sólo era un abrigo. Se acercó lentamente a la puerta, sudando, segura de que todo el mundo sabía lo que se proponía. Miró a su alrededor y vio que el mundo parecía seguir como de costumbre; la gente reía, las parejas charlaban, se oía el sonido de las tazas de porcelana en las que tomaban el té. Echó una última mirada furtiva al vestíbulo y por segunda vez ese día, cedió a un impulso.

Empujó la puerta y salió al exterior. El aire frío le pareció delicioso en las mejillas ardientes y echó a correr. La vergüenza y los remordimientos la empujaban la lluvia le salpicaba la cara; tenía la sensación de que le iban a explotar los pulmones. De pronto se encontró con una enorme pared humana que le cortaba el paso. Unos brazos la agarraron por detrás y la hicieron caer al suelo.

–¿Tiene prisa por llegar a alguna parte? –preguntó el hombre que la había tirado.

Karin reconoció al capitán del equipo de rugby de Inglaterra y rezó para que no la reconociera. Guardó silencio con las medias rotas, la rodilla arañada y la cara sucia. Él la ayudó a levantarse y Karin estuvo segura de que su abuelo debía estar revolviéndose en su tumba al ver a la nieta a la que tanto había adorado devuelta al hotel por un miembro de su adorado equipo de Inglaterra.

Fue el paseo más humillante de su vida, pero como era un hotel de Xante Tatsis, al menos el incidente se trataba con discreción; hasta un vulgar ladrón era tratado con dignidad en un establecimiento de Xante.

Le ahorraron la vergüenza de lidiar con ella en el vestíbulo; en lugar de eso, el capitán y ella se dirigieron al despacho del director. Karin oyó sirenas de policía en la distancia cuando cerraban la puerta. El director la miró con aire sombrío y el capitán con disgusto evidente.

–No es lo que parece –musitó ella, agarrando todavía la rosa, sosteniendo en sus manos aquella prueba irrefutable.

–Yo diría que es exactamente lo que parece –fue la respuesta del capitán.

–Vamos a esperar a la policía –dijo el director con cortesía.

Para Xante, todo aquello había pasado desapercibido. Mientras charlaba con empleados y huéspedes, apenas si había notado un asomo de actividad en la sala. Miró hacia allí y frunció el ceño al ver que ella no estaba. Su mente no estaba en la joya, sino en la mujer.

Y entonces Albert le contó con discreción lo que había ocurrido.

Se sintió indignado.

No sólo por la joya, no sólo con ella, sino también consigo mismo.

Él entendía a las mujeres. Aparte de ganar cantidades obscenas de dinero, eso era lo que mejor se le daba. Había crecido con ello y, después de su amarga ruptura con Athena, había perfeccionado ese don, decidido a no dejarse engañar nunca más. Y Karin Wallis acababa de engañarlo.

¡La denunciaría! La cara de Xante expresaba furia cuando entró sin anunciarse en el despacho del director. Haría que la procesaran y ya vería lo elegante que estaría sentada en un coche patrulla.

Hasta que le vio la cara.

Pálida, manchada de barro, con los ojos verdes suplicándole. Las piernas le temblaban cuando se sentó y él observó la rodilla que sangraba. Entonces recordó de qué le sonaba su nombre.

Wallis.

La rosa que él había comprado se la habían dado al difunto Henry Wallis, y ahora, ante él, tenía a la vendedora avariciosa. Hasta Xante se había quedado sorprendido por la suma pedida por la joya, pero la había pagado. Y ahora, al parecer, la arpía había decidido que quería recuperarla.

Aquella mujer lo ponía enfermo.

–La he visto salir con ella –explicó el capitán–. Y he salido detrás.

–¿En qué estabas pensando, Karin?