Chicas en la luna - Janet McNally - E-Book

Chicas en la luna E-Book

Janet McNally

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Beschreibung

Todo el mundo en la vida de Phoebe Ferris cuenta una versión diferente de la verdad. Su madre, Meg, exestrella de rock y evasora profesional de preguntas, comparte sólo el final de la historia: la calma después de la fama que Phoebe siempre ha conocido. Su hermana, Luna, estrella emergente de rock alternativo, predica una verdad tormentosa de su propia creación, ignorando selectivamente los hechos que no le placen. Y su padre, Kieran, el cofundador de la venerada banda de Meg, no ha dicho palabra desde que dejó de llamarla hace tres años. Pero Phoebe, poeta en ciernes en busca de una identidad propia, está cansada de medias verdades y explicaciones vagas. Cuando viaja a Nueva York a visitar a Luna, decide averiguar cómo encaja ella en esta familia de contadores de historias, y cómo logrará ser capaz de escribir la suya.

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Para mis chicas en la luna, y para Jesse, quien ha grabado tantas cintas de música para mí.

Sing me a lullaby. Sing me the alphabet.

Sing me a story I haven’t heard yet.

“My Favorite Chords”,

The Weakerthans

uno

Los secretos, mamá me dijo una vez, son sólo historias volteadas hacia dentro.

Estábamos sentadas en el jardín una noche despejada y oscura y, como podía ver el apacible zigzag de Casiopea en el cielo sobre mí, imaginé una estrella envolviéndose en sí misma hasta colapsar. Sabía que dejaría un espacio negro y parpadeante sobre la atmósfera, abierto y hambriento y lleno de palabras. Sería insaciable.

Pero no le dije eso a mamá. En cambio, le dije que sonaba sospechosamente como la letra de una de las canciones de papá. Yo sabía que ella sabría cuál: Dentro de este secreto están todas las historias que solías contar, hace años y meses y días, cuando yo te conocía tan bien.

Mamá sonrió y se encogió de hombros.

—Sí, porque yo escribí ese verso —levantó la vista hacia el cielo negro azabache salpicado de estrellas y, como siempre, no dijo nada más. Esta historia permaneció al revés y escondida, siempre.

Así que esa noche decidí buscar una prueba por mi cuenta, como lo había hecho tantas veces antes. Bajé las escaleras a escondidas después de que mamá se fue a la cama. Fui hasta su gabinete de discos compactos y me paré en el círculo de luz ámbar proveniente de la calle que brillaba a través de la ventana. Pasé mi dedo sobre el plástico duro de los lomos de los discos hasta que vi su nombre, Kieran Ferris, y el título de su primera grabación como solista, Haven, que se publicó cuando yo tenía tres años. Deslicé el cuadernillo de notas en papel brillante fuera de la caja y encontré el espacio de la canción titulada “Secret Story”. Sus nombres —K. Ferris, M. Ferris— encerrados entre paréntesis después del título, un año después de que terminaron. En una docena de canciones, en pequeños lugares esparcidos como éste, ellos estarían juntos por siempre.

En tres horas estaré en un avión hacia Nueva York para ver a mi hermana, Luna, pero justo ahora estoy en la cocina intentando cerrar mi maleta. Es agosto y la habitación se siente como una fiebre. Me recuesto sobre la maleta y jalo el cierre lo más fuerte que puedo, pero los bordes no se tocan. Descanso mi mejilla sobre el nailon y respiro profundo. Hace tanto calor que casi creo que toda el agua de mi cuerpo se evapora lentamente. Mi cabello se desliza empapado a través de mi frente y cae sobre el piso de duela.

Recostada ahí, saco mi teléfono y envío un mensaje de texto, la letra de una canción que flotó dentro de mi cabeza. Rayo de sol en la dirección incorrecta, resplandor entreverado en el cielo. Observo las palabras en la pantalla por un segundo, y luego presiono enviar.

Justo en ese momento, el rostro de mamá aparece en la ventana más cercana a mí y me sobresalto.

—¿Ya casi estás lista? —pregunta. A través del mosquitero su rostro luce borroso, un óvalo pálido con una masa de cabello oscuro sobre él. Ha estado un poco nerviosa desde que compré mi boleto de avión, aunque sé que no lo admitirá. En cambio, ha limpiado cada centímetro de la casa y esta mañana le declaró la guerra al césped. Ha estado en el jardín durante horas, arrancando la hierba salvaje y decapitando dientes de león. Detrás de ella puedo ver a los combatientes del enemigo marchitándose en un triste montón junto a la entrada de los coches. Claro que, para mamá, no es suficiente sólo hacerlo. También tiene que narrarlo a través de la ventana mientras desayuno. El discurso esencial es Yo soy mujer, escúchame hierba, etcétera, etcétera, a través de todo mi tazón de avena.

—Mmm, sí, ya casi —me siento y me balanceo suavemente sobre la maleta, y al fin logro cerrar el cierre. Es una maleta vieja de Luna: pequeña, verde oscuro, un poco sucia en las esquinas. Está llena a reventar. Me fue difícil decidir qué llevar porque no puedo estar segura de cuál Luna encontraré cuando llegue. ¿Será Luna Dulce y Adorable, exhalando amor y gentileza en cada respiración? ¿O será Luna el Volcán Durmiente, con toda la energía y los restos de enojo canalizados en alguna parte debajo de la superficie? Ella siempre está cambiando, moviéndose, y quiero estar preparada.

La última vez que vino fue en abril para sus vacaciones de primavera, y fue entonces que le dijo a mamá que no volvería a Columbia para estudiar el segundo año de la universidad. Ahora no, dijo, pero eventualmente volvería. Este invierno viajaría por la Costa Oeste con su banda a partir de septiembre.

—Me dieron autorización para faltar —dijo—. Fui con la secretaria de admisiones y todo eso —miraba por la ventana en vez de mirar a mamá. El árbol de magnolia florecía furiosamente al otro lado de la ventana, presionando sus largos y cremosos pétalos contra el vidrio—. Voy a conservar la beca —dijo Luna.

Mamá guardó silencio. Tenía la frente arrugada y los labios apretados.

Luna respiró profundo.

—Pensé que tú me comprenderías —le dijo a nuestra mamá—. Tú también dejaste la escuela antes de terminar. Y volviste. Eventualmente.

Desde mi lugar en el sofá, frente a ella, no veía cómo Luna podía esperar que la comprendiera. Nuestra mamá ni siquiera hablaba acerca del tiempo que formó parte de Shelter. ¿Cómo alguien podría pensar que ella estaría bien si Luna dejaba la escuela para seguir más o menos el mismo camino?

—Tengo que hacer esto ahora —dijo mi hermana—. No voy a tener otra oportunidad.

Esperé a que mamá le dijera que no, pero ella se limitó a respirar profundo, y luego exhaló.

—De acuerdo —dijo. Después salió a la cochera y comenzó a trabajar en una escultura puntiaguda de tres metros de alto que vendió un mes después a uno de los jugadores de los Sables de Búfalo. Él la instaló frente a su enorme mansión en las afueras de Spaulding Lake, donde brillaba peligrosamente en toda esa luz del sol de vecindario de ricos. Más tarde bromeé con Ben acerca de que la escultura básicamente había sido forjada por la ira. Él asintió.

—Los jugadores de hockey necesitan esa energía —dijo él—. Siempre están golpeando cabezas.

—Entonces lo que me estás diciendo —le dije— es que debería estar contenta porque mamá hace arte con su furia, en vez de otra cosa, cualquiera que sea.

Él asintió.

—Sólo quería confirmarlo —dije.

Mamá todavía está en la ventana, mirándome. Sus antebrazos descansan en el alféizar y puedo ver que exhibe su gesto de mamá preocupada.

—No hay nada que ver aquí —digo—. Sólo tuve algunas dificultades técnicas. Está bajo control.

Entonces se vuelve a agachar, sin duda buscando a esa canalla hierba de ambrosía debajo de las hortensias. Podría seguir haciéndolo todo el día. Lo que es seguro es que esa mujer no siente calor. Es una artista que esculpe con metal, y es la más feliz con un soplete en la mano, con su arco de flama azul tan concentrada como si le fuera a disparar a una estrella. Su amigo Jake del departamento de arte la llama Diosa de la Fundición, y en gran medida es por su mal genio —como el de Luna, un incendio lento que deriva en una erupción en alguna parte más allá del límite—, así como la escultura de metal. Ella trabaja en un taller que construyó en nuestra cochera, y yo trato de mantenerme fuera de todo eso por temor a ser golpeada (¿aniquilada?) por ella.

Mi perra, Dusty, (springfield, obviamente) bebe agua de su plato cromado y camino hacia allá para rellenarlo. Cuando vuelvo a poner el plato en el piso miro por la ventana, que está abierta poco más de la mitad por la humedad. Los ejes internos están cubiertos con cien años de pintura y la ventana nunca se abre más en el verano, lo cual es uno de los muchos encantos de una casa victoriana. Luna y yo nacimos en Nueva York, donde vivían mis padres en un departamento de West Village, repleto de discos y amplificadores y guitarras. Yo tenía casi dos años cuando rompieron, y mamá nos trajo de vuelta a Búfalo, donde vivían mis abuelos y donde ella misma había crecido. Compró nuestra casa en ruinas. La arregló. Mis abuelos ayudaron tanto como ella se los permitió, pero prácticamente hizo todo el trabajo sola. Eso explica esta ventana.

Al verla ahora en el jardín —arrancando la hierba con un ligero vestido morado, y el cabello envuelto en un moño enmarañado, con los pies descalzos y un poco sucios— uno nunca sabría su secreto, la persona que solía ser. Uno nunca sabría que hace veinte años mamá fue la primera chica en la luna.

Ya sé que suena como una locura. Pero no es lo que creen. No había un traje espacial blanco e inflado, no había un cielo lleno de estrellas hasta que pareciera una geoda abierta en la oscuridad. No se paró a la orilla de un mar lunar vacío, con los tobillos hundidos en el polvo, ni miró la joya de nuestro planeta dando vueltas. Era algo más simple que eso, más terrenal y simbólico. En todo caso, como ya lo dije antes, ella no hablará al respecto: la luna, la música y todas las demás cosas que sucedieron antes de que naciera mi hermana.

Ahora arrastro mi maleta por el umbral, y al mismo tiempo intento mantener la puerta abierta con el pie. Dusty también se apresura a salir, y sufrimos un pequeño embotellamiento hasta que brinca sobre mi espinilla y se libera. Afuera, considero la posibilidad de arrojar mi maleta por el borde del cobertizo para no tener que bajarla por las escaleras, pero lo pienso dos veces. Mamá me observa.

—Se ve muy pesada —dice. Está recargada en el coche, y sus guantes de jardinería color rosa oscuro están sobre la hierba.

—Mmm, no tanto —continuó jalando, y trato de no quejarme en voz alta. Mantengo la mirada sobre la suya conforme doy tumbos con la maleta al bajar cada escalón, con una pequeña (y falsa) sonrisa congelada en mi rostro. Al llegar abajo inhalo profundo y saco la manija para usar las ruedas.

—El lado positivo —digo al levantar la maleta para meterla en la cajuela abierta— es que estoy trabajando mucho los músculos —flexiono un bíceps como demostración.

—Me doy muy buena cuenta —dice secamente. Dusty baila alrededor de sus pies haciendo leves sonidos mientras la olfatea, e intentando convencerla de que la lleve a alguna parte en coche.

—Pronto, Dusty —dice, y al escucharla Dusty se recuesta sobre la hierba, con la barbilla sobre sus patas.

Puedo oler las magníficas rosas, dulces e intensas como un perfume antiguo, liberando su aroma bajo la ventana como si fueran animales asustados por el violento ataque de mamá. Me inclino hacia ellas.

—No se preocupen —digo en un murmullo teatral—, no les hará daño a ustedes.

Mamá sonríe.

—Hey —dice—, soy muy eficiente para quitar la hierba. Se ve muy bien aquí afuera.

—La Reina del Jardín —digo. Ella asiente.

—Bueno, hay otra cosa que debes guardar en tu maleta —dice y levanta su dedo índice—. Está en el estudio. ¿Por qué no llevas a Dusty afuera?, yo estaré lista cuando vuelvan.

Ésta es una estrategia que mamá ha usado desde que yo era una niña pequeña: distraer y ocupar. Abro la boca, lista para protestar, pero ya desapareció en el interior de la cochera. Así que sigo a Dusty hacia la calle y tatareo una canción que intenté olvidar hace mucho tiempo.

El sol es un aro blanco brillante en el cielo y la acera está caliente bajo mis pies descalzos. Calle abajo, una podadora zumba como abeja somnolienta. En unos minutos habré partido, y en unas horas estaré lejos de la ciudad. Mi verano termina en una semana. Así que éste es el momento —cuando estoy a punto de partir, de irme finalmente— en que Tessa al fin aparece.

dos

Mi mejor amiga surge de la nada, navegando frente a su casa sobre su vieja bicicleta azul. Su cabello brilla dorado bajo el sol. Dusty voltea y mira hacia el otro lado de la calle, sus suaves orejas giran como antenas parabólicas. Alarga la nariz y olfatea el aire, buscando el olor de Tessa en el viento. Mueve la cola.

—Traidora —murmuro, y Dusty voltea a verme, todavía moviendo la cola. Me pregunto por qué no escuché la chirriante llanta trasera de la bicicleta de Tessa, scriii, scriii, como advertencia, pero la brisa alborota las hojas de los árboles. Estuve aquí afuera todos los días de este verano, y ella no apareció ni una sola vez.

Pero veo la ventana de su habitación desde la mía, justo arriba de la enredadera de madreselva que usábamos para escaparnos de su habitación en la noche. Han pasado meses, pero estoy segura de que podría hacerlo con los ojos vendados y descalza si fuera necesario, y sabría dónde tirar mis zapatos para que no acabaran en medio de los arbustos de rosas. Cuando teníamos doce nos escapábamos para platicar y mecernos en los columpios que estaban en nuestra calle, felices sólo con nuestras sombras a la luz de los faroles. Después comenzamos a ir a fiestas, y una vez fuimos a un bar sombrío en la calle Allen donde no nos pidieron identificación. En las raras noches en que ella se escapaba sola, Tessa me enviaba un mensaje de texto en cuanto llegaba a casa y luego hacía la señal de OK en código Morse con su linterna: tres destellos largos, luego uno largo, uno corto y uno largo. Todavía tengo el hábito de mirar su ventana todas las noches, pero nunca la veo mirando la mía.

Incluso ahora, lanza su cabello de mechas teñidas como un poni, pero no voltea a verme. La puerta de la cochera ya está abierta, un catálogo de objetos de los veranos del pasado y el presente de la familia Whiting: alberquitas de plástico decolorado apiladas como conchas marinas sobre un arenero en forma de tortuga, una bolsa de malla de balones de futbol bajo tres redes de tenis fijadas a la pared. Junto a la puerta hay un cochecito Radio Flyer destartalado que usábamos para pasear a nuestras muñecas por la calle.

Hace dos meses, o durante años antes de eso, yo ya estaría del otro lado de la calle para cuando Tessa llegara a la cochera. Podría incluso haber sabido que vendría antes de que llegara, pero ahora las cosas son diferentes. Así que no sé si correr hacia mi jardín o si darme la vuelta despacio, rodear el árbol hasta estar frente a mi casa y fingir que no la he visto.

Algo me hace quedarme.

Tessa salta de su bicicleta y la detiene justo dentro de la cochera. Yo espero que use la puerta secreta hacia el jardín y desaparezca de nuevo por unos cuantos meses más, por un año, para siempre. Pero entonces se da la vuelta y me mira.

Se me corta el aliento cuando intento respirar, y siento mi corazón revoloteando detrás de mis costillas. Tessa camina en mi dirección. Se ve delgada, sonrojada, y su cabello vuela alrededor de su cabeza como listones al viento. Da un golpe suave a una caléndula con su sandalia. Espera. Dusty jala la correa y luego voltea a verme.

Antes de que pueda detenerme, comienzo a caminar hacia el lado de Ashland donde está Tessa, y siento el calor del asfalto bajo mis pies. Al borde de la acera me detengo y la miro, en pie a medio camino entre la cochera y yo.

—Hey —digo. Suelto la correa y Dusty va hacia ella. Olfatea sus rodillas.

Tessa trae puestos unos lentes de sol, así que no puedo ver sus ojos. Pero no importa, porque se agacha en ese momento. Pone las manos en la cabeza de Dusty.

—Hey —dice, pero no es claro si me habla a mí o a la perra.

Conocí a Tessa en el verano en que yo tenía cinco años. Luna tenía siete, y estaba molesta porque la niña que se había mudado a la casa de enfrente tenía mi edad, y no la suya. Aun así, las tres jugamos todo el verano en nuestros jardines, y cuando Luna entró a segundo grado y encontró a su propia mejor amiga, Pilar, nuestro grupo se volvió de cuatro.

Tessa me agradó de inmediato porque era divertida y valiente, incluso cuando la valentía no significaba otra cosa que quedarse quieta mientras una abeja zumbaba alrededor de su cabeza, o brincar entre dos bancas del parque que estaban casi demasiado separadas para lograrlo. Sus papás discutían mucho, y a veces, sentadas y recargadas contra la pared de la casa de Tessa y escuchando sus murmullos furiosos, yo agradecía que mis padres se hubieran divorciado desde que tenía memoria.

Doy unos cuantos pasos hacia la entrada de los coches en dirección a Tessa, mi primera incursión en la propiedad de los Whiting en todo el verano. Luego abro la boca. Estoy tan acostumbraba a contarle lo que me pasa que no puedo evitarlo, incluso después de dos meses de total silencio.

—Hoy me voy a Nueva York —digo—. Luna y mamá apenas se hablan. Creo que me envían como emisario de la paz o algo así —dibujo un arco en la acera con la punta de mi pie—. Como embajadora —de pronto aparece un mar de sinónimos en mi cabeza: diplomática, enviada, mensajera. Mi cerebro se ha convertido en un programa enloquecido de vocabulario.

Tessa guarda silencio, todavía agachada en el pavimento, y me quedo ahí parada, esperando que hable. Finalmente, lo hace.

—Luna estaba en Pitchfork —dice, todavía hablándole a Dusty o quizás a la calle detrás de ella—. En julio.

—Lo sé —digo. Hace como un mes el sitio de música publicó una fotografía en su página principal, junto con una pequeña historia acerca de la gira de invierno de los Moons. “Luna y los Moons ascienden en Estados Unidos”, decía el pie de foto, y debajo un subtítulo: “La hija de Meg Ferris sigue la órbita de su madre”. En la foto Luna está sentada en una banca con los chicos en pie detrás. Ella se está riendo, con las manos posadas sobre la madera rojiza a cada lado. Un perfecto rayo de luz del sol atraviesa la ventana y cae sobre su regazo. Han pasado cuatro meses desde la última vez que vi a mi hermana, y a veces se me dificulta creer que ella es real. Las fotos como ésa, donde aparece luminosa y mirando más allá de la cámara, no ayudan.

Tessa se pone en pie, y de pronto temo que se irá antes de que pueda decirle algo importante.

—Voy a ver a papá —digo—. Lo he decidido. Aunque Luna no quiera.

—Buena suerte —dice Tessa, su voz en neutral. No me pregunta cuál es mi plan, ni por qué finalmente decidí hacerlo después de pensarlo por tanto tiempo. Luego sacude la cabeza—. Ayer, mientras estaba en el trabajo, programaron “Summerlong” al menos tres veces.

Ésta es otra de las canciones de papá, y no me sorprende que suene donde trabaja Tessa: una tienda para patinadores y esquiadores de tablas para nieve. La música ahí es implacablemente dinámica y energética, intentando que la gente compre guantes y sombreros y dos chamarras para esquiar cuando sólo necesitan una. O, cuando ya hace calor, dos tablas o dos pares de rodilleras de plástico. “Summerlong” encajaría bien ahí porque suena a una canción feliz, aunque la mayoría de la gente no percibe que su mensaje es triste.

La canción se incluyó en el mismo primer disco de solista que “Secret Story”, un año después de que Shelter se separó, pero todavía se escucha en 92.9 FM, Hot Mixx Radio (¡Calienta el día con tus canciones favoritas!) de mayo a septiembre. El mes pasado la escuché en el supermercado. Estaba en la zona de los cereales, y mamá estaba en la sección de congelados, y como resultado tenemos más cajas de Rice Krispies y de paletas heladas de frambuesa de lo que puede consumir en un año una familia de dos personas. Ambas seguimos la misma estrategia: continuar tomando productos, despacio y de forma deliberada. Leer los ingredientes, montar un espectáculo como si intentáramos tomar la decisión correcta, y luego elegir ambos. Fue un excelente teatro de compras, pero nadie estaba mirando. El punto esencial fue evadirnos la una a la otra hasta que la canción terminara para que no tuviéramos que hablar al respecto. Ella llevaba el carrito, así que yo era la rara que iba cargando media docena de cajas de cereales General Mills. Tenía los brazos tan llenos que apenas podía ver por encima de ellos. Cuando la encontré sonaba la canción “Cruel Summer” de Bananarama, y mamá sólo miró mi torre de cajas y asintió, como diciendo Es perfectamente normal que hayas elegido seis cajas de cereal. Las puse en el carrito.

Pienso contarle esta historia a Tessa, pero no lo hago.

—Lo siento —digo en una voz entre burlona y seria—, de parte de toda mi familia.

Por un momento, veo la sombra de una sonrisa cruzar el rostro de Tessa y pienso que quizá todo estará bien. Luego ella sacude la cabeza.

—Ya he aprendido a entonarla —dice. Cruza los brazos, su postura es como una especie de cerca, una frontera que la protege de mí. Una de las cosas que siempre me han agradado de Tessa es que está dispuesta a sentirse indecisa. No siempre está segura de todo, como lo están mamá y mi hermana. O al menos, antes no lo estaba. Ahora parece bastante segura.

No debería ser así. Tessa debería comprender. Ella fue la primera en idear la Teoría del Horizonte.

Papá salió de mi vida hace tres años de la misma forma en que el sol se desliza detrás de la línea del horizonte: sabes que todavía existe, pero no estás seguro de dónde exactamente. Flota de regreso a la vista de cuando en cuando; en su caso, en las páginas de la revista Rolling Stone o en un programa de media noche en la televisión. Y fue Tessa quien googleó el mapa del estudio de papá en Williamsburg y me ayudó a encontrar la revista —la revista que le mostraré a Luna— en eBay. Ella me dejó usar su tarjeta de crédito. Creo que nunca le pagué.

Ahora Tessa mira por encima de su hombro hacia su casa, pero no veo a nadie ahí.

—La revista llegó —le digo—, eh, hace tiempo. ¿Quieres verla? Puedo ir por ella.

—No, así está bien —dice.

—Creo que todavía te debo ocho dólares.

—Lo añadiré a tu cuenta —dice y retrocede un paso, pero no se va. Sigue parada ahí, aunque ahora mira tan intensamente hacia la copa del roble arriba de nosotros, que casi volteo a mirar también.

Una sensación repentina de desesperación me atraviesa como un escalofrío. Todo el verano quise una oportunidad para hablar con Tessa, pero ahora estoy aquí y ella parece que está escuchándome y no puedo recordar qué es aquello que quería decirle. Todo este lío sucedió por un secreto, un secreto que guardé con la esperanza de protegerla, pero ahora sé que no puedes guardar un secreto a salvo. Puedes intentar tratarlo con cuidado, como una cáscara de huevo o un capullo diminuto. Pero los secretos no están huecos. Tienen materia y pesan. Nos orbitan como pequeñas lunas, y se mantienen cerca por nuestra gravedad mientras que nos atraen hacia la suya.

Quiero decirle eso, pero no logro que mi boca forme las palabras.

—Tessa, lo lamento —siento que mi voz comienza a temblar—. Yo… pensé que estaba haciendo lo correcto.

Ella mira hacia alguna parte a mi izquierda, así que le digo esto a un costado de su rostro.

—Ya lo sé —dice. Su voz es suave—. Pero no fue así. En verdad él me gustaba, Phoebe —dice.

—Lo sé —digo, y entonces una especie de demonio de honestidad entra en mi boca—. Y a mí también.

Entonces aguza un poco la mirada, y se muerde el labio inferior. Asiente, no como que si estuviera respondiendo una pregunta, sino como que ya tomó una decisión.

—Buena suerte en Nueva York —dice—. Diviértete con tu familia de celebridades.

Esta última parte no suena tan mal, sino casi sincera. ¿Es posible decir algo como eso y no ser sarcástica?

Se da la vuelta y camina hacia su casa, con sus sandalias haciendo ruido al golpear el concreto. Desaparece en la cueva oscura de su cochera y permanezco en pie, observando, mientras la puerta automática baja despacio hasta besar el piso.

Dusty me mira, con la cabeza inclinada como si escuchara todo con mucho cuidado, como si me preguntara ¿Qué demonios le sucede? Toco su cabeza y ella presiona la oreja en mi muslo. En un segundo entraré, pero parece que no puedo mover mis pies todavía. Y justo entonces, cuando he bajado la guardia, la letra de “Summerlong” vuelve marchando a mi cabeza. La luz te atrapará, la luz te acogerá, pero el verano no es largo. Largo verano.

Nunca he comprendido qué significa eso. ¿Él está diciendo que es largo o que no lo es? Tal vez es una forma especial de largo. Como si no fuera muy largo, ¡largo verano!

Como sea.

Estoy segura de que papá lo usó como metáfora del final de su banda o de su matrimonio o de alguna otra cosa que arruinó, pero justo ahora se me dificulta no tomarlo literal. En unas cuantas semanas esta luz ardiente se va a desvanecer en luz ámbar y el verano se deslizará hacia el otoño. Tendré que volver a la escuela y enfrentar todo lo que he estado evitando desde junio. Pero aún huelga una semana entre ahora y entonces, y planeo conseguir algunas respuestas. Lo bueno es que tengo mucha ayuda audiovisual, y estoy dispuesta a comenzar desde aquí y buscar hacia atrás.

tres

MEG

JUNIO DE 2001

La llave estaba atascada en la cerradura. Intenté no interpretar esto como una señal.

—¿Está todo bien? —preguntó mi hermana detrás de mí, y respondí sin dame la vuelta.

—Perfecto —dije. Inhalé profundo, cerré los ojos y moví la llave hacia la izquierda. Cuando la giré otra vez, hizo clic. La puerta se abrió.

Pero la dejé cerrada y bajé las escaleras dando saltos hasta llegar al césped. Kit estaba ahí con las niñas, parada junto al pequeño huerto que bordeaba un lado del jardín. Phoebe recogía dientes de león y Luna le hablaba a los rosales, pensé. Sobre nosotros, un árbol de maple plateado se arqueaba hacia el cielo. Ésta fue una de las cosas que me más gustaron de la casa la primera vez que la vi: el alto árbol en el césped de enfrente, los grandes arbustos junto a la acera. Era una vieja casa de granja en medio de la ciudad; era como una cabaña de cuento de hadas. Apenas podía verse desde la calle.

Luna se había quitado los zapatos en la hierba suave, y contaba los pasos que había entre los dos rosales: uno-dos-tres-cuatro. Había tomado clases de ballet medio año y lo hacía de manera natural; saltaba a través de su salón de baile lleno de espejos, y a través de la sala de nuestro departamento. Que ya no era nuestro departamento: era el departamento que habíamos vendido una semana antes a un banquero y su rubia esposa embarazada. Pensé en eso —en el lugar que había sido nuestro hogar hasta hacía muy poco— y se me cortó el aliento en los pulmones. Entonces Phoebe se echó sobre mis piernas con un puñado de dientes de león, riendo, y pude respirar otra vez. Me miró, sonriendo y entornando los ojos al sol, y casi estuve segura de la decisión que había tomado. Casi.

—Muy bien, chicas —dije, y tomé la mano de Phoebe y le di vueltas sobre la hierba una vez más. Ella rio y se dejó caer con fuerza sobre un montón de tréboles. Levanté una caja de cartón de la entrada para los coches, lo único que había llevado en el auto además de nuestras maletas. Los señores de la mudanza llevarían las cosas hasta el día siguiente, y yo tenía que recordar qué cosas había traído conmigo y qué cosas había dejado atrás.

—Vamos adentro para ver nuestra casa nueva —dije.

—¡Casa nueva! —repitió Phoebe. Cumpliría dos años en un par de meses y apenas comenzaba a formar oraciones completas, pero yo sabía que entendía casi todo.

Luna dejó de contar y volteó hacia mí.

—¿Puedo ver mi habitación? —preguntó.

Asentí.

—Claro que sí.

Extendió la mano y tomó la mía, y Kit columpió a Phoebe hasta cargarla apoyada en su cadera. Subimos los cinco escalones del estrecho cobertizo. Y de nuevo me detuve frente a la pesada puerta de madera.

—¿Y si hay invasores ahí? —dijo Kit, y me lanzó una sonrisa torcida. Se había cortado el pelo hacía un mes en una habitación de hotel en Chicago, durante la última semana de nuestra última gira. El corte hacía que sus ojos se vieran enormes, pero le sentaba bien.

—No hay ningún invasor —dije. Abrí la puerta y pateé la caja a través del umbral.

—Mapaches, entonces —Kit tocó la madera húmeda del marco de la puerta. Un gran rasguño recorría el borde a lo largo, y me pregunté en qué momento de los últimos cien años habría sucedido eso.

—¿Qué es un invasor? —preguntó Luna. Me miró, parpadeando y batiendo sus largas pestañas.

—Es difícil de explicar, preciosa —dije—, pero en nuestra casa no hay.

El interior era sombrío, las cortinas estaban cerradas en todas las ventanas del frente, pero un rayo de sol caía directo desde la ventana del comedor hasta el piso. Formaba un cuadro dorado perfecto en la duela, y justo en ese momento lo único que quise fue sentarme en ese espacio, para siempre si era necesario, o hasta descubrir qué era lo siguiente que debía hacer.

En cambio, jalé a Luna al interior, y Kit y Phoebe nos siguieron. Nos paramos por un momento en el silencio fresco y oscuro. Las ventanas estaban cerradas pero aun así escuché el canto de un pájaro.

—No es exactamente el Ritz, ¿verdad? —dijo Kit.

—No lo es —dije. Luna soltó mi mano y caminó hacia la cocina—. Pero el Ritz no es tan maravilloso después de todo.

Kit rio.

—Yo pensaba que era fantástico —se encogió de hombros al decirlo, pero estaba sonriendo y me sentí agradecida porque mi hermana no pensaba que yo estaba loca. Y si lo pensaba, no me lo había dicho.

—Dímelo otra vez —dijo Kit, y puso a Phoebe en el suelo—. ¿Por qué no les dices a mamá y papá que estamos aquí? —cruzó la sala y abrió la ventana que estaba a mi izquierda.

Deslicé la mano por el barandal. La madera estaba polvorienta, pero bajo el polvo era suave y brillante.

—Porque papá intentará arreglar las cosas —dije. Nuestros padres vivían a unos quince minutos de distancia, todavía en la casa donde crecimos. Eran amables y tranquilos, y yo los amaba, pero necesitaba pasar un día en esta casa antes de invitarlos a visitarnos.

Kit forcejeó para abrir la ventana, pero no lo consiguió.

—Mmm, no creo que eso sea algo malo —dijo—. Además, mamá tiene todos los suministros de limpieza que se han inventado.

—Tenemos una botella de limpiador Comet —dije—, en alguna parte de esa caja.

Kit deslizó la punta del pie a través de la duela. Dejó un rastro en el polvo.

—Creo que vamos a necesitar algo más que eso.

—Podemos llamarlos en la mañana —dije—. El teléfono ya debería estar conectado, hay que encontrar la caja de conexión —me agaché para hurgar en la caja. Estaba buscando un teléfono de disco color verde olivo de los sesenta que había tenido toda mi vida, o al menos desde que lo saqué del ático de mi abuela antes de irme a Nueva York años atrás.

—De todas formas quizá debería llamar a Kieran —dije.

Kit me miró.

—¿En verdad?

—Sí —dije, asintiendo, aunque no estaba del todo segura. Todavía no había descifrado las nuevas reglas—. Seguro él quiere saber que llegamos bien a Búfalo. Es decir, que las niñas llegaron bien.

Lo había visto por última vez dos días atrás, cuando los señores de la mudanza estaban empacando nuestras últimas cosas del departamento. Kit ya se había llevado a las niñas a su departamento en Brooklyn, donde planeábamos pasar la noche. Kieran y yo caminamos por el departamento incómodos, supuestamente supervisando la repartición de nuestras cosas. Finalmente me senté en el alféizar de la ventana de la sala para quitarme de en medio. Kieran se acercó y recargó la cadera en el alféizar. Me bajé de un salto, con los pies descalzos sobre el piso.

—¿Estás segura? —dijo Kieran en voz baja—. Todavía podríamos arreglar esto.

¿Arreglar qué?, quería decirle. ¿Nuestra familia? ¿La banda? Miré por encima de su hombro y por accidente crucé miradas con uno de los señores de la mudanza que estaba del otro lado de la sala, un tipo de cabello oscuro con una bandana y una camiseta blanca, que cargaba un librero. Me sonrió y me pregunté cómo nos veríamos a sus ojos, aquí en nuestro departamento, separándonos. Miré otra vez a Kieran.

—¿Cómo? —pregunté.

—Encontraríamos la manera —dijo, y me miró sin parpadear. Me acarició la mejilla y delineó mis labios con su pulgar—. Podrías quedarte.

Por un segundo sentí que me congelaba, con mis pies inmovilizados en ese espacio en el piso. Quería creerle. Puedo admitirlo. Sentí que me inclinaba hacia él un poco. Tal vez milímetros. Luego escuché el raspón de un mueble sobre el piso detrás de mí. Volví a poner el peso sobre mis talones.

—No puedo —dije—. No quiero esta vida para ellas. Ni para mí.

Kieran negó con la cabeza, y yo no supe qué significaba su gesto, que estaba en desacuerdo o que no comenzaría de nuevo esta conversación. Entonces sonrió, y antes de que él pudiera decir nada más, me di la vuelta y caminé hacia el pasillo. Hacia las escaleras, hacia la calle, hacia el metro.

Encontré una entrada para teléfono en la cocina, en una pared sobre la repisa. Conecté el cable del teléfono de mi abuela y levanté el pesado auricular. Nada. No había tono, y sentí el calor de las lágrimas en mis mejillas. Cerré muy fuerte los ojos sin voltear hacia mi hermana, pero supe que ella me miraba.

—Hay teléfonos públicos en Elmwood —dijo Kit, con voz suave—. O buscaremos a los vecinos después de la cena. Llamaré a mamá cuando nos despertemos mañana, y hoy por la noche llamaré a Kieran y le diré que llegamos bien. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dije. Una vez más, mi hermana me salvaba.

—Ahora —dijo Kit mientras caminaba hacia la ventana que estaba junto a la escalera—, sigamos buscando a esos invasores —jaló la cortina hacia un lado y se recargó en el barandal—. Tal vez están ocultos en el segundo piso.

Phoebe se paró frente a mí y levantó los brazos tratando de alcanzar el techo.

—Arriba —dijo—. Arriba.

Me agaché y la apreté entre mis brazos.

Luna caminó hacia Kit y puso sus manos sobre las rodillas de su tía. El cabello se le estaba saliendo de la coleta, y los mechones caían sobre su cuello. Se veía tan seria y tan adulta.

—¿Podemos ver mi habitación? —preguntó. Kit me miró, pidiendo mi aprobación.

—Claro —dije—. Es la que está a la derecha, subiendo las escaleras. Ahora es azul, pero podemos pintarla del color que elijas.

—Morado —dijo Luna sin pensarlo.

—De acuerdo —dije—. Entonces morado será —miré a Phoebe—. ¿Y tú, nena?

—Morado —dijo Phoebe.

—¡No! —dijo Luna. Giró hacia su hermana—. No puedes pintar la tuya de morado —y luego, con más gentileza, añadió—: ¿De acuerdo?

Phoebe frunció el ceño y miró a Luna, con las cejas juntas.

Kit alborotó el cabello de Luna.

—Phoebe puede elegir el color que ella desee, pequeña mandona —dijo—. Vamos.

Subieron las escaleras tomadas de la mano, y yo miré de nuevo mi caja de cartón. Esa noche dormiríamos en el colchón inflable, las cuatro, y vería a mis hijas respirar a la luz de los faroles de la calle. Luego, al día siguiente, mamá vendría con su caja llena de líquido desinfectante y cloro, y papá traería su caja metálica verde de herramientas, la que tiene su nombre impreso en una etiqueta. Intentarían arreglar mi vida a su manera discreta estilo Foster, sin admitir que mi vida estaba rota. Y entonces, en el invierno Kit iría a la facultad de Derecho en Washington y toda esta vida de estrella de rock comenzaría a parecer un sueño.

—¿Quieres ver tu habitación, Phoebe? —pregunté—. Puedes ver el jardín desde tu ventana. Todos los árboles y las flores.

Phoebe asintió con una expresión seria, y la levanté en mis brazos. Se sentía tan ligera, esta diminuta personita, y una vez más me maravilló que Kieran y yo la hubiéramos creado. Y me sentí tan contenta por tenerla, aunque no hubiera esperado tener dos hijas, y no a Kieran, a los veintisiete años.

Antes de subir las escaleras me detuve y me di la vuelta para que las dos pudiéramos mirar por la ventana. Phoebe puso una palma contra el vidrio. Vi nuestro reflejo vagamente, y me di cuenta de que Phoebe sonreía.

—¿Te gusta la casa? —pregunté. Phoebe asintió.

—Nueva casa nuestra casa —dijo, como si todo fuera una sola palabra. En cuanto lo escuché sentí una canción formándose en mi mente, construyendo su particular arquitectura, llenando sus habitaciones. Y entonces la apagué. Detuve la construcción antes de que comenzara.

Ya no tenía que escribir canciones, pero algún día tendría que explicarles todo eso —todo lo que había sucedido— a las niñas. Podía guardar las palabras para entonces. Tal vez comenzaría la historia con el final, y la contaría como un cuento de hadas: Había una vez… cuatro chicas en una casa casi vacía, y yo no tenía miedo.

Bueno, quizás un poco.

cuatro

Cuando Dusty y yo regresamos al jardín, mamá aún no llegaba. Había dejado mi bolsa en el cobertizo trasero hace rato, y la recojo. Ahora se siente ligera, comparada con mi maleta, pero cuando deslizo mi mano al bolsillo interior palpo la revista, escondida. Saco mi teléfono y mando un mensaje de texto con otra letra de canción: Secretos tan pesados como pisapapeles de vidrio en nuestros bolsillos. La respuesta vibra de inmediato: ¿Estás escribiendo acerca de nosotras? (Ja.)

Entonces mamá sale cargando una pequeña escultura parecida a una flor, si las flores fueran picudas y futuristas y estuvieran hechas de acero. Me la entrega.

—Es una flor robot —digo—. Qué considerada. Tal vez pueda guardar ahí dentro mi pasta de dientes —volteo a ver la parte de abajo.

—Calla, hija. Flores y escultura. Estoy tratando de mezclar mis intereses —hace un gesto que asumo que debe significar mezclar, pero parece más como si estirara goma de mascar con particular entusiasmo—. Además, es para Luna —dice—. No para ti.

Claro. Luna, que me abandonó todo el verano por irse de gira con su banda después de decirle a nuestra mamá que no regresaría a la escuela. Convenientemente se saltó el viaje a Búfalo y se fue directo de Pittsburgh a Cleveland sin parar. Supongo que fue porque le resultaba más fácil decirle que no a mamá si no tenía que estar en la misma habitación con ella.

—Así que no vas a hablar con ella —digo—, ¿pero le vas a enviar una escultura?

—Yo hablo con ella —mamá ve los arbustos de frambuesa en lugar de mirarme a mí, y se detiene para acomodar una red protectora contra pájaros que se cayó. Jala un poco más fuerte de lo que debería, y observo cómo unas frambuesas verdes se desprenden y se deslizan hacia la cerca.

—¿Cuándo? —todavía sostengo la escultura con ambas manos. No hay dónde ponerla, y no sé qué hacer con ella.

—Le envié un mensaje de texto hace unos días —se arrodilla y jala una hierba con hojas puntiagudas de la tierra suelta bajo las frambuesas.

—Sólo decía que no puedo arreglar las cosas entre ustedes. Estás enviándome a hacerlo, pero no puedo.

Mamá me mira y me sonríe de una forma que significa que está bastante segura de que sí puedo hacerlo. De lado. A. Lado. Estoy decidida a llevar el mensaje.

—No estoy “enviándote” —dice. Su voz hace que las comillas prácticamente sean visibles en el aire. Se pone en pie y se sacude la hierba de las rodillas—. Vas de visita.

—Sí, claro —deslizo el pie por la hierba y mi dedo gordo se enreda en unos tréboles.

—Y si la oportunidad para hablar se presenta, nada te detiene si quieres intentarlo —mamá abre la puerta de su coche y comienza a hurgar en el asiento trasero—. Te escuchará —con la cabeza dentro del auto, su voz se escucha ahogada, así que me inclino hacia ella—. Sólo pídele que considere volver a la escuela en el otoño.

Respiro, y de pronto las cosas se sienten un poco torcidas. Todo lo que he deseado a lo largo del verano es irme, pero ahora no estoy segura de hacerlo.

—Tengo bastantes cosas que me preocupan, como para además preocuparme por Luna —digo.

Mamá se da la vuelta, estira la mano y me acomoda un mechón de cabello detrás de la oreja. Siento que unas lágrimas inesperadas amenazan con brotar de mis ojos.

—Ya sé que ha sido un verano difícil —dice—. Pero las cosas van a mejorar cuando vuelvas a la escuela.

—No lo creo —digo—. Me encontré a Tessa. No salió nada bien.

Mamá sólo conoce parte de la historia, que yo estaba guardando un secreto que podría lastimar a Tessa, algo que pensé que yo podría hacer que desapareciera. Ella no sabe lo que realmente sucedió. No sabe acerca de Ben, ni del hecho de que mis amigas Evie y Willa tampoco me han llamado en todo el verano.

Le extiendo la escultura a mamá. Se siente pesada como plomo, literalmente.

—¿Puedes tomar esto?

Hurga de nuevo en el asiento trasero y saca dos trozos de plástico de burbujas. Me entrega el primero.

—Para liberar el estrés —dice. Me recargo en el coche y comienzo a reventar las burbujas, tan rápido y fuerte que Dusty se acerca para ver qué estoy haciendo, y si se lo puede comer.

Mamá corta una larga tira de cinta plateada.

—¿Cargas cinta plateada en tu coche? —pregunto—. Estoy segura de que ésa es una práctica de un secuestrador. Si fueras un sospechoso en La ley y el orden, la evidencia de la cinta plateada sería suficiente para atraparte.

Se encoge de hombros y pega la envoltura con la cinta plateada.

—Nunca sabes cuándo la vas a necesitar.

Siento el calor del coche a través de mi vestido. Acomodo mi postura.

—Bueno, lo intentaré. Pero no te prometo nada.

—Ésa es mi chica —me entrega el paquete, que se siente esponjoso por el plástico de burbujas pero también pesado, como si tuviera un centro denso. Como un cometa.

—Esto va a provocar que me bajen del avión, mamá —lo extiendo hacia ella—. Va a pasar por los rayos X y pensarán que es un arma, un arma envuelta con mucho cuidado. Un arma que es una reliquia de la familia.

Me sonríe ampliamente, una sonrisa que es idéntica a la de Luna.

—Vas a tener que registrar tu maleta, parece que pesa mil kilos. Y de todas formas, en la circunstancia apropiada cualquier objeto puede ser usado como arma.

—Lo dice la mujer que pasa sus días haciendo cosas puntiagudas de metal —sacudo la cabeza—. Serías sin duda la sospechosa número uno en La ley y el orden.

Abro el cierre de mi maleta un poco y trato de meter el paquete. Cuando levanto la vista, mamá me está observando con una mirada que Luna llama de mamá triste. Supongo que llegó el momento de la Gran Despedida. Creo que es mejor aquí que en el aeropuerto.

—No sé qué haría sin ti —dice mamá. Se acomoda un mechón de cabello y su anillo brilla con el sol, un aro de plata salpicado de agujeros.

—Es sólo una semana —digo. Una gloriosa semana en la que no tendré que llegar a casa de mi trabajo en Queen City Coffee oliendo a mezcla sudamericana y mantequilla de panqué. En la que no tendré que estar en la caja escuchando a otro tipo de cuarenta con traje de abogado y anillo de casado decirme que tengo ojos bonitos. Una semana en la que no tendré que mirar hacia la ventana de Tessa y ver un cuadrado vacío. Y además, a pesar de los ojos tristes de mamá, no debería ser tan difícil para ella dejarme partir. Ella sabe que, a diferencia de Luna, yo sí volveré.

—Lo sé. Ay, casi lo olvido —dice mamá—. Hice ésta para ti.

Se quita un brazalete de plata de la muñeca y lo pone en la mía. Todavía guarda el calor de su piel, y puedo ver que lo ha martillado para darle un acabado ondulado. Parece la superficie de un estanque en un día ventoso.

Luna y yo solíamos bromear con que sólo es cuestión de tiempo para que nuestra mamá nos forje un par de placas para perro y así nunca olvidemos a quién pertenecemos. Durante años, nos ha dado collares y aretes, brazaletes que nos pone en las muñecas y en nuestros tobillos. De alguna forma, para Luna es más fácil partir, incluso con todas esas cosas pesadas de metal que tiran de ella hacia abajo. Quizá sólo se las quita. Y lo que me pregunto es: ¿por qué yo no puedo hacer lo mismo?

Mamá cierra la cajuela y se sienta sobre el borde del auto. Parece que va a hablar en serio.

—Debemos hablar sobre las reglas.

—¿Reglas?

—Sólo unas cuantas.

—Me muero de ganas de escucharlas —me recargo sobre un costado del coche.

—Muy bien —dice—. Número uno: ten cuidado.

—De acuerdo.

—No debes beber —dice—. O no mucho.

—Sin problema —hasta ahora el alcohol y yo no nos llevamos bien, y no tengo prisa por cambiar eso.

—No músicos.

Lo dice y en mi mente se enciende una especie de letrero que dice: NO MÚSICOS, NO PERROS, NO ZAPATOS, NO HAY SERVICIO.

—Estoy muy segura de que habrá músicos —digo—. Como tu hija, por ejemplo.

Sacude la cabeza.

—No me refiero a eso.

—Bueno —digo—. ¿Entonces a qué te refieres? —tengo una idea bastante clara de qué quiere decir, pero prefiero escucharlo de su boca.

—Me refiero a que debes cuidarte.

—No todos son como papá —digo—. Al menos, eso creo. James es genial. Ah, Luna está saliendo con un músico, ¿verdad? —una vez más, Luna tiene un conjunto de reglas diferente. ¿O será que Luna no sigue las reglas de nadie más que las suyas?

Mamá asiente de mala gana.

—James me cae bien, aunque no me guste que esté alentando a Luna a dejar la escuela.

—Ya sabes que Luna sólo hace lo que ella quiere hacer —digo—. Puedes alentarla hasta que las vacas regresen a casa, pero eso no importa.

—¿Vacas? —mamá alza las cejas.

—Ya sabes a qué me refiero —observo las nubes blancas y esponjosas viajando en el cielo como globos que escaparon de un desfile—. De todas formas, creo que me alejaré de los chicos por un rato. Ya tuve suficientes problemas.

—Eso es inteligente —dice mamá—. Porque los chicos son problemas.

Sonríe al decirlo, con sus dientes blancos brillando como perlas, pero sé que habla en serio. Es una de sus filosofías esenciales: Las niñas son lo mejor, los chicos son problemas. Algún día va a imprimir una camiseta con la primera parte de la frase al frente, y la segunda en la espalda. La verdadera pregunta es, cuando las cosas se pusieron mal con papá, ¿por qué mamá no armó una banda como The Bangles o Sleater-Kinney, o se lanzó de solista como Liz Phair? Podría haber terminado de una vez con los hombres. Podría haberlo tenido todo.

Y honestamente, después de los últimos meses, yo sería la primera en formarme para comprar esa estúpida camiseta. La compraría en todos los colores y me la pondría todos los días de la semana.

Mamá se agacha y recoge mi bolsa, que dejé en el césped junto a las escaleras. La abre y echa un vistazo al interior.

—¿Tienes algo de comer?

Prácticamente atravieso el jardín de un brinco para arrebatarle la bolsa. Gracias a Dios por esos diez años de clases de ballet que tomé sin nada de ganas. Aterrizo cerca del borde de la entrada de los coches y pesco la bolsa con un movimiento fluido.

—¡Sí! —y entonces, como pienso que mi brinco necesita un poco de contexto, le digo—: Y no te los voy a dar —abrazo la bolsa contra mi pecho.

Mamá me lanza una mirada, bastante segura de que estoy loca, pero está dispuesta a olvidarlo porque ya casi me voy.

Y sonrío inocente, sin mostrar los dientes, porque no quiero que vea lo que escondo: una copia de la revista SPIN de febrero de 1994, la que Tessa y yo compramos con su tarjeta de crédito.

La revista está un poco deteriorada, pero en buenas condiciones para tratarse de un montón de papel con dos décadas de antigüedad. La chica que aparece en la portada lleva puesto un vestido negro de mangas largas, los labios pintados de morado y los ojos con delineador negro. También mallas grises rotas y unas botas casi hasta la rodilla. No está sonriendo del todo, pero parece como si estuviera dispuesta a sonreír si le contaras una buena broma. Así qué, si me disculpan hablaré con una letra de Maddona: ¿Quién es esa chica?

¡Bingo! Lo adivinaron.

La chica de la portada es mamá, y en tinta morada, a la altura de sus rodillas, están impresas las palabras: “Meg Ferris, Primera Chica en la Luna”. Detrás de ella hay una pálida luna plateada, justo como la que aparece en la portada del disco de Shelter Sea of Tranquility, cuando la revista se publicó por primera vez. Y a su izquierda se ve el resto de la banda: el bajista y el baterista, Carter y Dan, que todavía visitan a mamá a veces, cuando pasan por Búfalo. Son como tíos: traen discos y carteles de conciertos para Luna y para mí, y nos llevan a comer pizza.

El último de la portada es el guitarrista, guapo y desgarbado, con una camiseta negra y jeans: papá. Kieran Ferris. Padre desobligado y escritor de canciones ambiguas e incomprensibles acerca del verano.

En el jardín, unos lirios color rosa oscuro florecen entre arbustos verdes, y unas margaritas de centro amarillo resplandecen como estrellas. Partiré y mamá seguirá aquí, decapitando rosas y quitando babosas de las dalias. Hará unas tres o cuatro esculturas la semana que me vaya, cada una destinada a terminar en la sala de algún rico. Y esperará a escuchar lo que Luna hará cuando la vea, cuando lleve este mensaje que mamá quiere que entregue.

Me dirijo hacia el coche. Mamá ya está sentada en el asiento del conductor y los Smiths retumban en las bocinas. Dusty está en el asiento trasero, con la nariz pegada a la ventana de mi lado, su cola es como un rehilete.

—Debes cuidar de mamá —le digo a través del vidrio, como si fuera la perrita que hacía de niñera en Peter Pan. Pero sé que Dusty no puede hacer mucho más que ladrarle a las motocicletas que pasan por nuestra calle o mantener el jardín libre de conejos. No hay manera en que tenga a Meg Ferris bajo control. Camino hacia la ventanilla de mamá.