Cisma - Marcela Bastías Alarcón - E-Book
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Beschreibung

"Antes de dormir, llevó las manos a la cabeza para percibir la sensación de su nuevo corte de cabello. El padre Pedro se había llevado su largo pelo, y Ema esperaba algún día robárselo para jugar a ser mujer nuevamente. Guardó debajo de la cama los zapatos de cuero que su padre había fabricado y se acostó". ¿Qué pasaría si en la parroquia de algún pueblo cercano, detrás de la figura del párroco, estuviese escondida la identidad de una mujer? Desde temprana edad, Ema se introduce en un monasterio y logra desarrollar un potencial inédito a pesar de las circunstancias y obstáculos que se le presentan. Una ingenua y vivaz niña se transforma en un agente de cambio, en una sociedad patriarcal sostenida en antiguas tradiciones. La fuerza de esta niña, que se convierte en mujer de una manera poco común, supera los privilegios y rompe la rigidez de las estructuras, a través de pequeñas acciones que van, de manera paulatina, cambiando los destinos de Pueblo Oscuro. Una historia de transformación, desde lo interior a lo colectivo, donde en el proceso se nos van develando conceptos claves como el propósito, la bondad, la trascendencia, la evolución y la equidad.

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Cisma.Historia de una transformación Autora: Marcela Bastías Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: agosto, 2022. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N°2022-A-4541 ISBN: Nº 9789563385854 eISBN: Nº 9789563385861

Dedicado a todas las personas que creen en su lugar en el universo y que luchan por conseguirlo.

En lugar de juguetes o libros de cuentos

Encontraron a su hija Ema leyendo la Biblia. No jugando con su muñeca de loza, las figuras que su abuelo Juan le había tallado o su pelota de carey. Leía el libro con los ojos muy abiertos, entonando graciosa e intensamente cada pasaje. Se quedaron un rato mirándola, mientras narraba las historias con tanto énfasis, que parecía predicar, haciendo interesante, con sus variados tonos de voz, el relato. Sus ojos de intenso color negro brillaban constantemente, y su pelo oscuro le caía sobre los hombros como formando dos largas cortinas de suave felpa en un armónico y simétrico escenario.

El matrimonio había construido hacía cinco años una humilde casa de madera en Pueblo Oscuro y así habían dejado atrás una vida dependiente de sus padres. La familia que habían formado los tres con Ema era unida y sencilla, y vivían de forma tranquila, como se vive en los pueblos pequeños.

Aislados de la gran ciudad, padre e hija esperaban a Carlota, quien iba al centro del pueblo una vez a la semana para comprar lo necesario en los almacenes, pero la asaltaban al llegar y le sacaban de los cambuchos las golosinas frescas que duraban solo ese día.

–La próxima vez voy a esconder todo esto, porque no alcanza a durar nada. Hasta el perro se aguanta más que ustedes para comer –reclamaba Carlota, pero Ema sabía que detrás de esas amenazas se escondía en su madre una instintiva satisfacción al ver a su familia disfrutando del alimento que ella conseguía. Entonces, la situación se repetía la siguiente semana, y Carlota volvía a reclamar, aunque nadie la escuchaba, y otra vez se zampaban las golosinas.

Desde pequeña Ema soñaba con cuatro seres a los que llamaba “maestros”. Eran seres luminosos, cuyas facciones no lograba distinguir, excepto en uno de ellos, el más alto, de pelo cano y ojos negros. Los otros irradiaban una luz tan fuerte que impedía ver sus rasgos con claridad. Cuando soñaba con ellos, despertaba con una gran sensación de tranquilidad y bienestar, y comentaba con sus padres lo que había aprendido. Sus maestros le hablaban desde un mundo que parecía muy lejano y le daban sabios consejos que ella repetía frente a sus progenitores durante el desayuno. Al comienzo sus padres se quedaban perplejos. Después, Carlota y su esposo se acostumbraron a que su hija fuera inteligente y distinta, pero no dimensionaban la profundidad de sus palabras.

–La vida tiene sentido solo si se vive la propia y no la de otro –mencionó a los tres años, una mañana, casi atragantándose con el pan.

Carlota la miró fijamente, sonrió y siguió tomando té, porque para ella y su marido ya era común escuchar este tipo de comentarios. Los padres de Ema no habían culminado la enseñanza escolar y no tenían el hábito de la lectura, por lo que no comprendían bien sus mensajes, y solo se limitaban a comentar:

–Sí, Emita, solo se debe vivir la vida de uno, no la de otra persona, pero cómase el pan como corresponde… Ay, esta niñita, siempre con sus cosas –decía Carlota con una risa burlesca que simulaba ternura.

–No sirve de nada que hable tanto de la vida si no sabe comer –declaró el padre.

Con el tiempo se dieron cuenta de que Ema leía cada vez más, todas las noches. Partió leyendo de a veinte páginas a los siete años, y cada día leía veinte más. Se veía siempre entretenida, como si estuviera permanentemente intentando darle vida al libro, actuando las historias que iba leyendo. A su corta edad, tenía la viveza, la energía y la decisión de una mujer.

Sus padres, personas sencillas de gran esfuerzo, no comprendían su afición. Tenían la Biblia en una pequeña mesita de arrimo, pero solo la usaban cuando algún familiar o conocido fallecía, y hacían como que se disponían a leer y orar para darle eterno descanso a su alma, pero en realidad lo que querían era descansar ellos para tomar té al lado del brasero y después comenzar la lectura desde cualquier episodio, durante horas, para asegurarse que esa alma descansara en paz. Mientras, pensaban en otra cosa, pero igualmente lo hacían porque sus padres les habían enseñado que eso era bueno.

–Carlota, ya hemos leído harto, yo creo que el alma de la tía Inés ya está en el cielo –refunfuñó el padre de Ema. Inés era una tía del abuelo de Ema: Juan, artesano muy conocido en el pueblo. Al morir, la tía les había dejado sus animales, por lo que sentían la responsabilidad de ayudarla en su ascenso al cielo.

Carlota, que no quería aún pararse de la silla para disponerse a preparar algo dulce que acompañara el té, insistía:

–Ay, viejo, si falta todavía, sigamos. No vaya a ser cosa que la tía no se vaya al cielo por culpa nuestra y nos venga a penar.

En Pueblo Oscuro las tradiciones cristianas estaban muy afianzadas, pero la mayoría actuaba más por repetición que por convencimiento, y llevaban a la práctica las enseñanzas mezclando leyendas populares con religión. Por ejemplo, afirmaban que en la Biblia decía que pasar debajo de una escalera atraería al demonio, o que en la mesa no podías pasarle la sal en la mano a alguien porque generaría guerras y peleas, lo que habría ocurrido en Israel.

–¿En qué página de la Biblia sale eso de las guerras en Israel, mamá? Yo lo he buscado y no lo puedo encontrar –preguntó Ema al cuestionarse un día la veracidad de aquel dicho.

–No sé, Ema, siga buscando, en alguna parte sale. La Biblia es muy larga –respondió Carlota sin mirarla, mientras desgranaba porotos para el almuerzo del día siguiente.

Ema salió de la pequeña cocina, decepcionada, al intuir que su madre le estaba mintiendo, y que por flojera o ignorancia no la ayudaba a resolver sus dudas; en realidad, no la incentivaba en nada. Su padre pasaba gran parte del día fuera de la casa en su taller, fabricando y reparando zapatos, por lo que tampoco tenía tiempo para dedicarle a su hija, y aunque lo hubiese tenido, le importaba más que se comportara adecuadamente en la escuela y cuando venían visitas a la casa, que su gran curiosidad y los profundos deseos de aprender.

La niña no usaba juguetes, leía la mayor parte del tiempo, y parecía entender mejor que los adultos las metáforas y mensajes escritos en el libro sagrado. Y junto con ello, era capaz de extraer ideas y conceptos que en la escuela del pueblo eran enseñados de manera literal.

Desde pequeña su delgada silueta parecía pulular entre los árboles del bosque, como lo llamaba, aunque podría decirse que eran solo unos cuantos árboles que cercaban naturalmente un pedazo de tierra. Coincidentemente eran de baja altura en la parte delantera de la fachada y formaban un antejardín que adornaba la humilde casita de color café oscuro, y altos y espigados pinos en la parte trasera, de modo que generaban un muro impenetrable que Ema sabía que no debía jamás traspasar. Además de deambular entre los árboles, solía correr sobre el barro, descalza, jugando sola bajo la ocasional supervisión de su madre, que la reprendía cuando la veía echarse a la boca grandes terrones de barro que nunca le caían mal. Su pequeño estómago soportaba todas las variedades de comida o lo que se le antojase probar, cualidad que mantuvo hasta adulta, como ocurrió cuando se comió las tres opciones de platos para degustar en la cena que se celebró en su honor junto a los hermanos de la congregación.

Se apropió de la Biblia y la dejó al lado de su cama, donde había un cajón con una vela. Declaró que era su libro favorito.

Cuando la lluvia lo permitía, Ema podía ir a la escuela, realizando una caminata de un par de kilómetros con los bototos de cuero que su padre fabricaba, los que le permitían llegar al colegio con los pies secos. Pero, por lo general, se aburría en su pupitre, porque se quedaba pensando en el trasfondo y el porqué de las cosas mientras los demás anotaban las materias y memorizaban los contenidos. Ema siempre esperó que se produjera algún momento que la desafiara como estudiante, que le mostrara algo nuevo o que le permitiera proponer algo interesante.

En octubre, la fecha en la que se conmemoraba un importante hito en la Historia, la señorita Stone dijo:

–La clase de hoy corresponde a la llegada de Cristóbal Colón a América. ¿Qué día ocurre eso?

Abrió los ojos en espera de la respuesta.

–El 12 de octubre de 1492 –respondieron a coro los niños.

–¡Muy bien! –dijo la profesora, demostrando su satisfacción con una amplia sonrisa.

La señorita Stone, una mujer de mediana edad, delgada, muy alta, de ojos grandes y fina nariz, tenía cinco trajes grises, que combinaba de una misteriosa forma: nunca se sabía si las prendas se repetían o las cambiaba. Ema se distraía pensando en las combinaciones que hacía día a día con su vestuario, y le costaba seguir el hilo de su suave voz. Intentaba escucharla con interés, pero se le hacía difícil concentrarse, porque al cabo de un rato solo percibía una vibración continua, imposible de descifrar.

La señorita sabía que Ema era una gran lectora, por lo que no dudó en pedirle que iniciara la lectura de la unidad. Al escuchar que se le designaba un papel importante en la actividad de la clase, se motivó inmediatamente.

–Ema, ¿puedes tomar el libro y leer las palabras del vigía? Claudio, lea usted las de Cristóbal Colón.

Ema leyó rápidamente en su mente la frase del libro, se levantó de un salto del pupitre y se subió a la mesa usando la silla como escalera. Los tablones de la mesa y el pupitre se transformaron rápidamente en una enorme estructura que avanzaba con decisión al compás de las olas hacia tierra firme. Gritó “¡Tierra a la vista!”. Fijó su mirada en la ventana mientras apuntaba con el dedo hacia los árboles, tras los cuales se encontraban las tierras y los nativos del nuevo mundo. Claudio, ante tanto entusiasmo y realismo, no supo reaccionar y permaneció callado. Ema, al ver a Colón impávido ante el colosal descubrimiento, le insistió:

–¡Mi capitán, hemos llegado a Tierra… Mi capitán…!

Claudio buscó en su libro, pero ni esa frase de Rodrigo de Triana ni la respuesta estaban escritas, por lo que permaneció en silencio ante la impaciencia de Ema por correr hacia tierra firme, y poder continuar con la gran empresa.

Ema insistió:

–Mi capitán, marineros: ¡Hemos llegado a las nuevas tierras! Debemos ir en busca del oro. ¡Vamos!

Se generó un alegre desorden, que terminó con los niños emitiendo gritos de emoción y corriendo hacia el patio, en una estampida que dejó una maraña de sillas y pupitres en el suelo.

Ema saltó de la mesa y corrió detrás de ellos, sorteando los obstáculos, para unirse a la tripulación que, emocionada, saltaba de alegría y buscaba el oro bajo la tierra sin que la profesora pudiera hacer algo para frenar el ímpetu de los marineros. El barro saltaba bajo las pisadas de los eufóricos invasores, a quienes no les importó ensuciar sus trajes. El alboroto dejó la sala y el patio embarrados, y los muebles de la sala desordenados en el piso.

La señorita Stone llamó al orden a sus alumnos apenas pudo calmarlos e intentó traerlos de vuelta a la realidad. Cuando logró tenerlos a todos nuevamente sentados, le pidió a Ema pararse delante de la sala y le llamó firmemente la atención, frente a sus compañeros. Describió su actuar como impropio y trató de explicarle que las materias debían ser estudiadas y leídas, que esa no era la forma adecuada de aprender. Les dijo a todos sus alumnos que el desorden y la algarabía que se había provocado era un actuar primitivo y poco académico, y les llamó a todos la atención duramente por haber ensuciado sus ropas. La mujer, al final, destacó la actitud respetuosa de Claudio, quien no había gritado ni generado desorden en la sala.

Después de eso, los hizo limpiar y ordenar a todos, pero dejó a Ema de pie en un rincón de la sala, con la cabeza hacia la pared, hasta el término de la jornada.

–Esta es la última vez que te portas mal. ¿Me entiendes? –le gritó y, dirigiéndose al resto del curso, agregó–: ¡Qué niña más desordenada!

Ema no entendió nunca la reprimenda, porque sentía que lo había hecho muy bien, ya que había logrado transmitir su emoción a toda la tripulación, en cambio Colón, con esa actitud, no podría haber descubierto las nuevas tierras, comentario que hizo después con sus compañeros, quienes estaban plenamente de acuerdo.

A sus siete años, la niña se hizo conocida entre los profesores de la escuela como una alumna disruptiva y cuestionadora, lo que era un problema en un lugar donde lo primordial era instruir. Sin embargo, sus compañeros la seguían en secreto durante los recreos, cuando las profesoras tomaban el café de la mañana y no los vigilaban; momentos en los que se generaban mayores aprendizajes que los obtenidos durante la clase y mediante la lectura de las materias.