1,99 €
"El día que te conocí lo tengo guardado en un estuche especial… como el amor" Eduardo y María no se conocen, aunque viven en la misma ciudad. María es una limpiadora a punto de cumplir los cuarenta años, que continúa viviendo con sus padres y que pide a la vida una serie de cambios que incluyan un nuevo trabajo y unas nuevas relaciones personales. Para fomentar dichos cambios, cuelga un anuncio por todo el barrio ofreciéndose como cuidadora de personas mayores. A ese anuncio solo responde Eduardo, un fotógrafo recién separado que justo en ese momento necesita ayuda para vigilar a su padre enfermo de Alzheimer. "Llévame a cenar por mi cumpleaños, por favor", se atreve a pedirle María tras un tiempo trabajando en su casa. Ella tiene fe en esa relación y disfrutan de una romántica y sorpresiva velada. Pero ¿será suficiente para abrir una nueva puerta a la vida de ambos? Ganadora del Certamen de Novela Corta "Ciudad de Algeciras" 2005 de la FMC "José Luis Cano". - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 116
Veröffentlichungsjahr: 2022
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Carmela Trujillo
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Clic-foto, n.º 327 - mayo 2022
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1105-762-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Para mi madre, Adita Trujillo. De nuevo.
A veces, de repente, pasan cosas inesperadas, sorpresivas, increíbles. Cosas que, si las pronuncias, se rompen, como el silencio. Cosas sin nombre que no se pueden etiquetar, porque desaparece el hechizo. Cosas que resbalan dentro del propio ser y que no se puede recoger ni con las manos ni con un cubo, como ocurre con la alegría.
El día que conocí a Eduardo lo tengo guardado en un estuche especial, forrado de raso de color rojo, como el amor.
—¡Feliz cumpleaños, Daniela!
Y tras darle el ramo de flores, pasé dentro de su oficina sin hacer caso a sus ojos sorprendidos, ni a su compañera boquiabierta, ni a la fotografía enmarcada de su nuevo novio que tenía en una mesa repleta de fotocopias, bolígrafos y documentos desperdigados sin orden ni concierto. El ordenador, encendido.
—Muchas gracias, Edu —me dijo ella.
—De nada —le respondí con una gran sonrisa.
Y a continuación mi mirada volvió a saltar hacia sus ojos sorprendidos, a su compañera boquiabierta, a la foto del nuevo novio, al desorden de los documentos desparramados encima de su mesa. Entonces, me rescató su voz:
—¿Qué haces por aquí? —quiso saber.
O lo dijo por decir, por llenar ese silencio que entró también conmigo, a mi lado, utilizando la puerta que ella acababa de abrir. No le importaba, seguramente, lo que yo hiciera allí. Pero le gustaron las flores, eso se notaba. No porque le gustaran las flores a ella, sino porque me había acordado de su cumpleaños. ¿Y por qué no iba a acordarme después de seis años juntos? Media docena de años para recordar que cada 9 de junio lo sería. A ella se le olvidó felicitarme el año pasado y yo no intuí con ese olvido que ya estaba tramando su huida. La separación. El olvido.
Me olvidé de comprarte algo y me dio vergüenza felicitarte así, sin más. Eso me dijo Daniela el año pasado.
Pero es que así, sin más, a mí me hubiera gustado que lo recordara. Aún estábamos casados. Aún yo seguía cuidando a su hijo, Luisito. Por eso me hubiera gustado que lo hubiera recordado. Que hubiera recordado que era mi cumpleaños, claro. Y que aún estábamos casados, también.
Un año después, ya huida, separada y no olvidada por mí, tampoco quiso felicitarme. Pero no por eso iba a borrarla del disco duro de mis sentimientos, ¿no? Por eso estoy aquí, en su oficina, no dejando que la venganza me inunde el corazón, que solo tengo uno y no puedo llenarlo con semejante suciedad.
—Quería felicitarte y saber cómo estás —le contesté, con timidez.
Que podía ser tristeza, claro. Eso me dijo ella antes de separarnos, que yo era un hombre triste. Nunca me hubiera puesto a mí mismo semejante adjetivo.
Y me di cuenta, justo en ese momento, justo cuando le contestaba «quería felicitarte y saber cómo estás», que tal vez no debería haber dado ese paso.
No, no debía haber ido a verla a su oficina.
Caí, demasiado tarde, en que ya era hora de alejarme de Daniela y que debía hacerlo de una vez por todas.
Cómo no darme cuenta de que la sonrisa de ella era una sonrisa condescendiente, o tal vez amable, pero no sincera.
Pero yo estaba hipnotizado ante ese gesto tan suyo que consiste en ladear su largo cuello y pasarse un mechón de su negrísimo cabello por detrás de una oreja y así mostrar al mundo los llamativos pendientes que suele llevar. Los de ese día, de plata envejecida, eran tan largos y tan ligeros que se movían solo con que ella parpadeara. Solo con el imperceptible movimiento de sus pestañas. Me hubiera gustado fotografiarla en ese momento, tal y como antes hacía a cualquier hora. Daniela fue mi musa en el pasado.
—Hace mucho que no sabía nada de ti —reaccioné, ya ahogándose en el ridículo, rozando la desesperación, queriendo que alguien me echara una mano. Miré a la compañera de Daniela. Nada, no miraba, y me encontraba completamente solo, asfixiándome—. ¿Y Luisito, cómo está? ¿Me echa de menos? ¿Cuándo podré verle?
Daniela se bloqueó ante tantas preguntas.
Que el niño estaba bien y que no siguiera llamándole Luisito, como si aún tuviera cinco años.
Que no, que no notaba que me echara de menos, porque él tenía su vida y yo debería tener la mía.
Y que no sabía cuándo podría verle, puesto que yo no era su padre y era con su padre con el que tenía que verse, no conmigo.
Claro. Menudo iluso fui pretendiendo… Queriendo….
Así que ni me atreví a preguntarle por los libros que aún estaban en su casa. Ni siquiera cuándo ella podría encontrar, por fin, un momento para devolvérmelos. Cientos de libros que aún ocupaban las estanterías del que fue nuestro hogar compartido. Aparte de a Luisito, al que había acompañado en toda su infancia, al que había llevado al pediatra, al que había cuidado como si fuera propio, yo echaba de menos los libros que durante años me habían acompañado. Historias que a veces había leído una y otra vez. Mis libros… Oh, mis queridos libros. Solo pude llevarme los fotográficos y Daniela y yo quedamos, cuando nos separamos, en que ya pasaría a recoger el resto. Al fin y al cabo, yo solo tenía que cruzar la calle, pues su piso y el mío están frente a frente, solo les separa la avenida. Pero Daniela no encontró nunca el momento idóneo para permitirme volver al hogar que ya no me pertenecía porque siempre había sido el suyo. Su piso. Su vida. Su hijo.
—Pero solo nos separa una calle —añadí como tantas veces y me callé que no estábamos a tanta distancia como para no encontrar el momento para llevar a cabo esa devolución—. Y no me costaría nada acercarme de vez en cuando a decir hola a Luisito. Bueno, a Luis.
Ya te diré. Eso contestó, como siempre. Y al final, acabamos preguntándonos las mismas preguntas y respondiéndonos las mismas respuestas:
El tiempo, aún frío en pleno mes de junio.
Mis fotos, aún sin exponer.
Ella, todavía sin tiempo libre.
Su madre, de animadora eclesiástica, como siempre.
Mi padre, con el diagnóstico del Alzheimer.
Yo continuaba sin entender cómo la supuesta amistad que Daniela dijo que quedaría de nuestra relación, quedamos como amigos, Edu, llámame cuando quieras, para tomar un café, para ir al cine, no sé, cosas de esas…, cómo ese simulacro de amistad había quedado en ese tipo de preguntas y de respuestas tan insulsas, tan desgastadas y tan penosas como esas que ella me hacía o respondía siempre. Que estaba respondiéndome de nuevo en la puerta del despacho.
¿Cómo había llegado yo a esa puerta que Daniela me abrió de repente, si en verdad yo estaba junto a su mesa, al lado de la foto de su nuevo novio, junto a su ordenador y a las fotocopias, los bolígrafos y los documentos desparramados?
—Hasta pronto, Eduardo —me dijo cuando crucé el umbral.
Y mi hasta pronto ella no pudo oírlo porque ya me había cerrado la puerta maciza con doble cerradura.
Así pues, me encontré, sin más, en el largo pasillo enmoquetado que se llevaría mis pasos hacia el ascensor, situado al fondo a mano derecha, como los aseos de los bares.
Yo nunca me doy cuenta hasta que ya es demasiado tarde. En mis relaciones, siempre me entero de la ruptura cuando él ha dejado de hablarme, o se ha ido con otra, o cuando esa otra ya ha ocupado mi lugar de una manera sutil al principio y descarada al final.
Nunca me he enterado de esas cosas, supongo que porque lo de «piensa mal y acertarás» nunca ha ido conmigo. Tonta, más que tonta, me dicen después mis hermanos, cuando les cuento lo que me ha pasado. Y no me dejan continuar hablando porque siempre tienen consejos que darme, siempre tienen algo que añadir, algo más interesante que lo que yo pueda aportar. Así, acabo mirándolos desde una distancia infinita, porque mi tristeza solo necesita ser recogida amorosamente, solo eso, no catapultada a mil kilómetros de distancia.
Qué pena, María, qué pena, si parecía el definitivo, me dicen luego las amigas que recogen el desparrame de detalles que suelto cuando voy atando cabos, cuando esos cabos han atado mis manos y mi corazón con un doble lazo imposible de romper. Bueno, en honor a la verdad, ese doble lazo lo suele romper una nueva relación. Y no sé por qué pienso siempre eso, lo de empezar una nueva relación, si el hombre supuestamente definitivo nunca es tal.
No, nunca me entero hasta que ya es demasiado tarde, y con Alberto, el viudo Alberto, no iba a ser diferente. Juntos, lo que se dice juntos, no estábamos, pero la relación era de las buenas. Y eso no era una invención mía, ya que él me lo decía de vez en cuando. Él decía que le gustaba estar conmigo porque podía hablarme de todo tipo de temas, que conmigo él dejaba de fingir, que le agradaba mi manera de escuchar, de ver la vida, de… No sé, detalles de esos.
Detalles de los otros, de los no tan buenos, también había, porque igualmente hablaba de estos temas con otros amigos y amigas con los que quedaba para cenar en su casa. Y a veces le oía decir por teléfono las mismas palabras cálidas que dejaba caer cuando me llamaba a mí. Bueno, cuando YO le llamaba. Resulta que era yo la que siempre le llamaba para preguntarle qué tal estaba, qué hacía, qué…
En fin, detalles, ya lo he dicho.
«Tonta, más que tonta», oí en mi cabeza una y otra vez cuando me presenté en casa de Alberto porque pasaba por allí un sábado al mediodía y me encontré que el sofá lo ocupaba una amiga que iba a quedarse a comer cualquier cosa, le dijo ella, aunque me miraba a mí mientras alzaba sus bonitas cejas.
Quédate tú también, me dijo Alberto. Y para qué, me contesté yo misma, si ni siquiera sus hijos, a los que tantas veces les había preparado la merienda y el baño vespertino, salieron de sus habitaciones para saludarme. No corrieron por el pasillo. No gritaron mi nombre cuando yo grité los suyos.
No, que me voy al cine, me excusé, y para no ser una mentirosa me vi media hora después delante del vidrio de una taquilla pidiendo una entrada para la primera sesión, la que más rabia te dé, le dije a la empleada.
Me enteré demasiado tarde de que Alberto sería por los siglos de los siglos un buen amigo, pero nada más. Demasiado tarde para comprender que él nunca diría no a todos aquellos que se le presentaban en su casa a tomar café, a cenar, a pasar unos días, unas semanas. A mí sí me lo diría, porque conmigo no fingía, porque me tenía infinita confianza, porque le gustaba mi comprensión. Así que otros se bebían el buen vino que yo dejaba en su casa para las ocasiones especiales que nunca compartimos, otros se comían las croquetas caseras que le guardaba en el congelador, otros ensuciaban y desordenaban lo que yo limpiaba y ordenaba un par de veces a la semana a doce euros la hora.
No me gustan las risas tontas que sueltan algunos cuando lo que dicen no tiene gracia, sobre todo cuando primero dicen algo negativo de una persona y luego pasan la plancha de la risa para alisar todas las arrugas que han dejado con esa falta de respeto.
Mi hermana Raquel es una de esas personas. De esas personas que sueltan risitas tontas. De esas que lanzan cualquier opinión dolorosa parapeteada con la supuesta sinceridad. No, perdona, no eres sincera, eres una maleducada,