Luci Fer vive arriba - Carmela Trujillo - E-Book
SONDERANGEBOT

Luci Fer vive arriba E-Book

Carmela Trujillo

0,0
2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Harper F, Historias en Femenino Luci Fernández vive en el 3ºB Luci no quiere saber nada del amor. En lugar de eso, prefiere experimentar con lo platónico y tener un piso propio, ahora que ha sido contratada en una peluquería de lujo. Emma, que es contable y mujer trans, desea fervientemente encontrar a un hombre que la respete y con el que conecte al cien por cien. Y Susana, la única casada del grupo, acaba de reencontrarse con un antiguo amor de juventud en el colegio en el que trabaja como limpiadora. La soledad buscada, la idealización del otro, el encanto de lo japonés, las casualidades, la maternidad, los rituales, los baños espumosos, las recetas culinarias… Una novela realista ambientada en una capital de provincia, con situaciones cotidianas y escenas llenas de humor y encanto en la que las tres protagonistas nos muestran la fuerza de la amistad, el amor y la búsqueda de un lugar en el que sentirse acogidas y libres. «Emotiva y con un toque de humor, Luci Fer vive arriba se adentra con maestría en las ilusiones e inquietudes femeninas».

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 403

Veröffentlichungsjahr: 2021

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice

PORTADA

CRÉDITOS

CASI VERANO. PRIMERA PARTE

LA ATRACCIÓN

LA PASIÓN

OTOÑO. SEGUNDA PARTE

LA BODA

NOTA DE LA AUTORA

PLAYLIST

AGRADECIMIENTOS

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

Luci Fer vive arriba

2021 Carmela Trujillo

© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Poema Ya es invierno: autoría de Carmela Trujillo. Publicado en el poemario El estrés de las libélulas, Editorial Libros del Aire.

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

ISBN: 978-84-18976-10-0

Para mi madre, Adita Trujillo. Quince años sin ella.

CASI VERANO

PRIMERA PARTE

ACUARIO

(…) podrías recibir apoyo y buena voluntad por parte de tus amistades y clientes. En fin, será un día de algunos logros a pesar de tu caos interno.

Como cada mañana durante su desayuno, Luci consulta Instagram y Facebook en su móvil. También lee alguna noticia entre sorbo y sorbo de café con leche y cucharadas de cereales. Y, cuando acaba, mira su horóscopo. Es Acuario. Le gusta saber lo que el día le deparará. A veces, le hace gracia el vaticinio. Otras, lo ve improbable.

Total, para qué, piensa, si luego no recordará nada de lo que ha leído porque no le interesa. Pero le da igual, ella sigue ese ritual desde hace tres meses, desde que comenzó a trabajar en la nueva peluquería, un selecto salón con una clientela exquisita. El día de la entrevista comenzó por primera vez a leer el horóscopo en un diario digital y le predijo algo así como que ese día obtendría, por fin, lo que tanto tiempo había deseado gracias a su nueva imagen. Entre paréntesis, el horóscopo señalaba que podía ser un trabajo largamente ambicionado, una relación amorosa o…

Bueno, Luci ya no se acuerda de qué decía exactamente, pero sí de que acertó en eso del nuevo trabajo y también en que su cambio de look le abriría una puerta que creía cerrada (ella lo relacionó al tinte bicolor de su flequillo rubio). Así pues, desde hace tres meses, intenta mantenerse fiel a esas dos cosas: su flequillo azul y verde y la lectura del horóscopo.

Oye un ladrido de Chuzo, el perro labrador de Luis y Merche, sus compañeros de piso. Piensa que seguramente estará mirando por la ventana y habrá visto pasar a otro perro por la calle. Tiene un vozarrón digno de los cuarenta kilos que pesa. En ocasiones, los vecinos se han quejado de sus ladridos, sobre todo cuando se encuentra solo. Pero, pronto, Luci dejará de oírlos. Y dejará de oírlos para siempre. Eso piensa, con cierta satisfacción por su parte. Sí, pronto encontrará un piso de alquiler para ella sola. Es hora de lanzarse a conseguir su sueño (piso propio, vivir sola) ahora que la vida la está tratando muy bien.

Se despeina enérgicamente su flequillo mitad azul y mitad verde para que salgan disparados los mechones y surja un color como el de las olas del mar (eso dice ella). Cuando llegue al salón de peluquería ya se colocará la amplia diadema turbante, con un nudo inmenso, que tanto le favorece —eso le dice su jefa—, a pesar de que Luci sabe que es para no asustar a la clientela.

—Es un salón distinguido —le dijo la dueña cuando la contrató— y tu cabello no va acorde con nuestro estilo, pero respeto tus gustos. ¿Qué tal si pruebas a llevar algo así?

Y entonces le ofreció una diadema ancha, estampada con flores. Bueno, por qué no, se dijo Luci. Había tenido mucha suerte cuando esa mujer, tan valorada profesionalmente, con un premio nacional en corte y coloración capilar, había accedido a entrevistarla. No solo eso, sino que luego la contrató porque había visto en ella grandes cualidades (eso le dijo) y le ofreció un lugar en su paraíso. Solo lavaría, peinaría y secaría, como el resto de sus compañeras, porque de los cortes ya se encargaba ella, la jefa. ¿Y qué? Luci habría firmado solo por barrer las toneladas de cabellos dispersos por el suelo.

No se lo podía creer.

Una clientela tan distinguida.

Seis compañeras.

Horario continuo de 9.30 a 18 horas.

Pausa para comer en el mismo establecimiento.

Los lunes, libres.

Los sábados por la tarde, también.

Luci sale de la cocina dejando la taza y el plato en el fregadero, no dentro del lavaplatos, como siempre le sugirieren Luis y Merche. La caja de cereales, abierta sobre la mesa. Sus dos cepillos, el dental y el capilar, abandonados en el lavamanos del baño junto a una decena de cabellos y que no recoge (no se da cuenta, ya).

Al cerrar la puerta del cuarto de baño, oye cómo se cae uno de los albornoces que cuelgan detrás, pero no muestra ningún interés por volver a colocarlo en su sitio y se dirige a buscar su bolso y las llaves.

Chuzo, el dorado labrador, la sigue moviendo la cola. Luci mira su cuenco de agua y le pone más, por si acaso. Luego, le da un par de galletitas perrunas, le acaricia detrás de las orejas y le dice que le echará de menos cuando se vaya.

—No a tus putos ladridos —le sonríe—. Ni a tus asquerosos pelos. Pero a ti, sí.

Suena la canción Oye cómo va, de Santana

Nananá… mi ritmo… nananá… mulata. Emma se quita los auriculares antes de abrir la puerta. Firma el recibo que la transportista le presenta. Se despiden (adiós/gracias) y corre a abrir el pequeño paquete. Es una compra que realizó por eBay semanas atrás. El envío viene de Italia. Al abrirlo, ve el bolso de Chanel que tanto le gustó. De color rojo. Redondo. Pequeño. ¡Ideal!

—¡Qué maravilla! —murmura mientras lo acaricia y se imagina cuándo lo utilizará, dónde, con quién. En una gran fiesta invitada por unos anfitriones que algún día conocerá. En el teatro porque alguien le enviará una entrada. En una cena elegante con un apuesto admirador. En…

Suspira. Cae en la cuenta de que tal vez no lo usará nunca. Ella ni va a fiestas ni la invitan a ninguna parte. Ya no. Años atrás sí, cuando quedaba con Luci en los merenderos o en las fincas de sus amigos y pasaban horas y horas hablando y riendo. O se escapaban, ella y Luci, a Bilbao para bailar y ligar en la discoteca Fever (recordarán, siempre, el concierto de Fangoria y de Nancys Rubias en noviembre de 2006). Allá, en Bilbao, Emma podía ser ella misma. Vestir como siempre quería vestir. Ir sin que la reconocieran. Vivir la vida que quería vivir. En Logroño eso no pasaba, claro.

A Emma le gusta comprar bolsos y zapatos. Espera ocasiones que nunca llegan. En su imaginación, sí. Porque en su imaginación tiene libertad absoluta y puede elegir con quién estar y a dónde ir.

Sí, tiene una portentosa imaginación.

Del bolso Chanel recién llegado de Italia cuelgan una estrella y una esfera. Ambas son doradas, como la trenzada cadena con piel roja para llevarlo colgado. O cruzado. El alegre pompón en la cremallera le hace sonreír. Observa el pequeño bolso por arriba, por abajo. Todo está en perfecto estado. Sí, es el adecuado para conjuntar con el vestido negro que le acaba de confeccionar su madre. Un vestido que es la copia perfecta de un Roberto Verino de hace un par de temporadas que ambas habían visto por internet.

Tras valorar su estado exterior, Emma mira el interior, buscando que el forro de color negro esté en buenas condiciones. Nunca se sabe con las compras de segunda mano, piensa, y sonríe al comprobar que sí, que todo está bien. Pero… ¿qué hay dentro del bolsillo interno? Es una nota doblada. ¿Una pequeña carta? La lista de… ¿qué? ¿De qué se trata? Lee:

Le cinque caratteristiche del mio uomo ideale: Alto, coltivato, attraente, con un censo dell’umorismo e giapponese.

«¿Giapponese?», se extraña. ¿Un japonés como hombre ideal? «Ummm, qué buena idea».

¿Y qué es eso de un censo dell’umorismo?

—¿Quién ha llamado? —pregunta su madre, a lo lejos.

—¡Una transportista, mamá!

—¿Y a santo de qué ha venido una alpinista?

Emma suelta un enorme suspiro de resignación. Su madre cada día está más sorda. Y mayor. No, no dice «vieja». Ni se le pasa por la cabeza.

Susana cierra las ventanas de todo el piso. El suelo ya está seco. Mira la hora. Las doce. Tiene el tiempo justo para bajar a la carnicería a buscar el pollo troceado. ¿Qué decía la receta? ¿Muslos? Pues muslos. Añadirá algo de arroz. O verduras. Ya verá. Siempre se acaba inventando las recetas. Luego, se lo contará a Pedro, el profesor de Matemáticas, cuando le vea por la tarde en la sala de profesores. No le había vuelto a ver desde la adolescencia, cuando ambos frecuentaban el mismo grupo de amigos y quedaban en la plaza de la concatedral y luego bajaban hasta el río para dar una vuelta. O se tumbaban en el césped de la ribera para continuar hablando, riendo y fumando.

A ella le gustaba Pedro en aquella época en la que todos eran hermosos, libres y alegres. Vivaces. Valientes. Estaba segura de que Pedro también estaba interesado en ella. Sin embargo, salvo miradas cómplices y pequeños empujones que anticipaban una risa, nunca traspasaron esa barrera.

Luego, ella conoció a Juan y se casaron rápido por eso del embarazo. Y perdió el contacto con los amigos. Con casi todos. También con Pedro, claro. Un día le contaron que él también se había casado. En otra ocasión supo que había aprobado las oposiciones a Magisterio. Que tuvo una hija. Un hijo, más tarde. Que su mujer había abierto una perfumería. Que… Pequeñas noticias llegadas con cuentagotas. Ay, Pedro, Pedro, Pe.

Hacía años que no pensaba en él, pero meses atrás, la empresa de limpieza en la que trabaja envió a Susana a un centro de primaria al que nunca había ido. A veces pasa eso, hay alguna baja, algún problema con otras limpiadoras, y la encargada siempre se lo comunica a Susana. Porque ella siempre dice que sí. Siempre. Ya lleva diez años en la empresa y está muy contenta, la verdad. Así que fue al nuevo colegio y allí se encontró con su querido Pedro.

La sonrisa sincera cuando se encontraron, en un pasillo, la primera tarde.

Los dos besos al saludarse.

Los saludos y las charlas de cada día desde entonces.

La receta del pollo al horno con patatas y cebolla se la dio él, precisamente. Siempre le está dando ideas. Nunca se hubiera imaginado que a Pedro le gustara cocinar. A ella le encantaría que Juan, su marido, fuera así, que fuera el que cocinara en casa, que hiciera todo tipo de platos, que ella solo tuviera que sentarse a la mesa y ya está, a comer….

Ay (suspira), cómo le gustaría algo así.

Y, desde hace unos meses, su mente le machaca preguntándole qué hubiera sido de su vida si ella, en un alarde de valentía, le hubiera dicho a Pedro, cuando eran adolescentes, que estaba enamorada de él. ¿Qué habría pasado si él hubiera dejado a un lado su propia cobardía y le hubiera dicho a ella que era el amor de su vida? ¿Qué habría sucedido entonces, eh?

Eso se pregunta Susana.

Cada día, nada más y nada menos.

Y las posibles respuestas forman abismos que le provocan vértigos.

A veces, ella busca posibles encuentros con su querido matemático y pasa la mopa por las baldosas que él pisará minutos después. Se ha convertido en una experta geolocalizadora y sabe perfectamente dónde se encuentra él tras las clases y antes de que se vaya a su casa. En esos encuentros, Susana se hace la despistada y Pedro la llama por su nombre.

—¡Susan! —grita (porque así la llamaba en la otra vida, en la vida adolescente) y añade una gran sonrisa a su rostro moreno.

Entonces, ella también sonríe mientras se coloca un mechón de su cabello detrás de la oreja. Luego, baja los ojos y mueve el carrito de limpieza a otro lado, solo para no alargar mucho ese encuentro. Su nombre pronunciado por otra persona. Pronunciado por él.

Desde que eso ocurre, opina que todo el mundo debería ser llamado por alguien de vez en cuando.

Ser llamado en voz alta y con respeto, añade.

En otras ocasiones, Pedro quiere saber cómo está ella. Cómo está ese lunes, ese viernes, o qué tal le fue el fin de semana. Y pasan los días y esa amabilidad sustenta a Susana. Se ha hecho adicta a él y a las breves conversaciones que mantienen, que son únicamente culinarias. De tiempos de cocción, de menús más o menos fáciles. Y es que a él le gusta invitar a la familia y a los amigos a su casa, eso le cuenta en ocasiones. Y a Susana le encantaría poder estar allí, en esas reuniones en las que ella se imagina alegría y felicidad, todos hablando y riendo a la vez, quitándose la palabra unos a otros, degustando la paella o los canelones o el bizcocho de su querido Pedro.

¿Cómo que querido Pedro?

¡Pero qué descarada se ha vuelto su imaginación!

LA ATRACCIÓN

1

Héctor está a punto de salir cuando suena su teléfono móvil. Es Carlitos, Charlie, Carlos, uno de los transportistas más veteranos de su empresa.

—Dime, Charlie.

Silencio.

—Dime, dime —contesta con el teléfono apoyado entre la oreja y el hombro. Mientras, se pone los loafers. Héctor los llama así, pero no son otra cosa que mocasines. Los que lleva ese día son de ante marrón tabaco, con borlas, y los hacen a mano en Almansa, el municipio albaceteño. Si alguien estuviera interesado, Héctor le podría contar, por ejemplo, que la palabra loafer significa holgazán, por lo fáciles que son de poner y quitar, y le diría, también, que se inventaron en Noruega a principios del siglo XVIII. Pero, salvo por lo llamativo que suele vestir siempre, a nadie le interesa la historia de su vestuario o dónde lo compra.

En verdad, es un hombre bastante solitario del que sus conocidos o empleados saben poco, salvo que se dedica a su empresa de transportes y a sus ejercicios en el gimnasio o en el Parque del Ebro. También saben que sus orígenes son peruanos, de ahí su piel morena y su oscuro y lacio cabello que le llega a media espalda y que lleva recogido en una coleta baja. Y es que Héctor, al igual que muchos pueblos indígenas, considera que los cabellos son como unas antenas que recogen y canalizan la energía del sol. Él cree en ello y siente mucho respeto por su cuerpo. Y por todo su entorno, ya sea humano, animal o vegetal.

Sus conocidos opinan que es un hombre muy correcto, amable, callado, y que irradia fuerza, tal vez por su mirada oscura, tal vez por su cuerpo musculado y su ancha espalda. En la piscina, dicen que es un abonado madrugador y constante. En los comercios de alrededor, que le gustan los productos de calidad y de la propia comunidad. Sus vecinos (bueno, las ancianas vecinas) hablan de su cortesía y respeto. Incluso añaden que es el mejor vecino que han tenido nunca.

¿En su empresa de transportes?, pues todos sus trabajadores opinan que es un jefe exigente y considerado y que no lo cambiarían por otro.

No, a su pareja no podemos preguntarle nada porque no tiene. Y nunca la ha tenido ni considera tenerla en un futuro, porque Héctor no cree que su destino sea completarse con otra persona. Ni siquiera se plantea tener hijos con los que perpetuarse.

Es un hombre al que le gusta la soledad y su mundo bien estructurado. El orden. La limpieza física y mental. El silencio. La calma.

Héctor es un nikkei de tercera generación, un descendiente de aquellos japoneses que llegaron a Perú a principios del siglo pasado como mano de obra para trabajar en haciendas. Su abuelo fue uno de los primeros que montaron un pequeño negocio en la capital, Lima, y luego todos sus hijos y los hijos de sus hijos continuaron la senda de ese abuelo inmigrante y fueron abriendo otros establecimientos hasta conseguir el estatus solvente en el que se encuentran desde hace décadas. Él y un primo que vive en Madrid son los únicos que han llevado al apellido familiar, Koizumi, a ocupar un puesto importante dentro de la mensajería y la paquetería en España.

—Disculpa, Charlie —carraspea Héctor—. ¿Qué me decías?

—Que… que pido permiso, si no le importa, para llegar más tarde —siempre le llama de usted, porque Carlos sigue y obedece las jerarquías. Y un jefe, es un jefe, piensa, a pesar de que sea casi treinta años menor que él.

Héctor se endereza, mira la hora. Las 7.35. «Joder, con la de repartos que hay hoy en la empresa».

—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? —estira el cuello a un lado y a otro. Mueve los hombros. Las manos las abre y las cierra.

Silencio, de nuevo.

—¡Venga, Charlie, espabila! Dime, ¿qué? ¿Estás mal?

—No, yo no. Es… Perla.

—¿Perla? —Héctor piensa unos segundos. Recuerda. Ah, sí, Perla, la perra de Charlie. La recogió de la carretera hace siglos, cuando iba con un reparto a Irún. Sí, Héctor se acuerda bien. Fue todo un acontecimiento en la empresa. Y un flechazo, parece ser. El animal, enorme, pero desnutrido y con ojos suplicantes, no se movió del arcén. Tenía una cadena oxidada al cuello, a modo de collar, y arrastraba una cuerda, así que se debió escapar del lugar donde la tenían atada (a saber desde cuándo, tal vez toda su vida). La perra estaba llena de garrapatas y deshidratada. Y con infección de oídos, le diagnosticó la veterinaria horas más tarde, tras comprobar que no tenía chip identificatorio. Así que, cuando Carlitos abrió la puerta del copiloto para bajar y ver qué le ocurría, la perra se subió al asiento de un salto. Tal cual, como si solo hubiera bajado a mear. Y se la llevó—. ¿Perla? ¿Ha empeorado?

—Sí, jefe —Carlos suspira—. Voy a llevarla al veterinario. Abren a las nueve.

—Bueno, pues que no sea nada, hombre. ¿Qué necesitas, un par de horas?

—Es que…

Un largo silencio. Héctor comienza a impacientarse. Ya se ha puesto la cazadora. Abre la puerta de su piso, la cierra. Comienza a bajar por las escaleras, sin apenas hacer ruido. Sus zapatos son buenos incluso para eso y no rompen ningún tipo de silencio. Las llaves de su Mercedes, sí, esas sí son unas ruidosas, tintineando en su mano abierta. Llaves risueñas que quieren abrir cuanto antes el magnífico cupé de clase E que espera a Héctor en el garaje de enfrente.

—¿Qué, qué pasa, Carlitos?

—Es que no solo es una visita. Creo que la van a dormir, jefe. Es muy viejecita —se le quiebra la voz—. Esta mañana ya no podía levantarse para bajar a hacer sus necesidades. La he llevado en brazos hasta la calle y… —otra rotura en su voz—. No se tenía en pie. Pobrecita mía…

—Joder, Charlie, no sabía que estuviera tan mal —Héctor se queda parado en el vestíbulo del edificio. Oye una puerta que se abre y el chirrido de unos goznes Mira hacia arriba: doña Patricia se asoma al hueco de la escalera. Es una auténtica chismosa y su moño deshecho le da un aspecto de loca. Héctor le ofrece una sonrisa y levanta la mano para saludarla, pero se gira al instante para no darle pie a preguntar nada—. Mira, Charlie, tómate el día libre.

—¿Todo el día? —su voz suena gangosa.

—Claro, tío. Yo haré tu ruta. No te preocupes por nada. Tú, despídete de Perla, sin prisas. El tiempo que necesites, de verdad.

A ver, piensa Héctor, Perla solo es una perra, vale, pero le consta que Charlie la tiene en alta estima. No solo eso, sino que siempre ha considerado a ese enorme saco lanudo como parte de su familia. Es el único ser vivo que se alegraba de verle, le contó Charlie tiempo atrás. El único ser vivo que le demostraba sincero afecto.

De nuevo, el silencio.

—Venga, Carlitos, ánimo. Me gustaría ir contigo —se pone la mano en el corazón—, pero ya sabes que los repartos tienen que salir sí o sí. Y ya llego tarde —mira su enorme reloj, un precioso Tissot con la esfera en azul eléctrico y la correa en piel marrón.

—Gracias —contesta con un hilo de voz.

—Y dime, ¿no puede acompañarte nadie? ¿Alguien de tu familia?

—No —susurra—, nadie.

—Joder, qué marrón…

—No pasa nada.

—Sí, sí pasa —suspira—. Te llamo luego, ¿vale? Y hoy no vengas a la empresa, en serio.

Carlitos, Charlie, cuelga al momento. No quiere que su jefe le oiga llorar. Y Héctor se lo agradece.

ACUARIO

Tienes una luz interior muy buena y llamas la atención de muchas personas, pero tú sabes bien lo que quieres y, cuando lo quieres, lo consigues. Presta atención al número 7, te traerá suerte.

Luci se dirige a ver un piso de alquiler, un dúplex, en plena Gran Vía. En las fotos de la agencia inmobiliaria parecía precioso, recién reformado (eso decía el anuncio), con suelos de parqué, una cocina mínima y un cuarto de baño moderno. También vio en las imágenes que tenía dos balcones, uno que daba a la fachada principal y otro a un patio de manzana. Y Luci se imaginó que en esos dos balcones podría poner plantas, sacar una silla, una mesa, tomarse un vinito mientras descansaba de tantas horas de pie.

La agente inmobiliaria espera en la puerta del edificio, el número 7, y Luci se acerca a ella repleta de esperanza. Tal vez se trate del piso definitivo. ¿No le había dicho su horóscopo que prestara atención a ese número? Cruza los dedos cuando traspasa el portal que, con sus buzones y sus macizas puertas, sigue anclado en los años setenta. El ascensor, también, pues traquetea. Incluso tiene en el espejo una placa con un dibujo en el que aparece un niño con pantalón corto que da la mano a su madre. La madre no solo viste una minifalda, sino que va peinada al estilo pin-up y con diadema.

Cuando ambas salen del ascensor en la quinta planta, comienzan a recorrer un kilométrico pasillo repleto de puertas, a un lado y a otro (hay tantas que parece un hotel).

5 A, 5 B, 5 C, 5 D...

La mínima luz le provoca a Luci un escalofrío, una mala sensación. Es el miedo a llegar de madrugada, por ejemplo, y confundirse de puerta o ¡no encontrarla! O que, tras una de ellas, salga un asaltador. Un atracador. Un acosador. O alguien que quiera golpearla con una escoba, como si fuera el tren de la bruja. Y también está ese olor que lo impregna todo, ese tufo a comida, sudor, humo. Olor a hogares mal ventilados.

Al entrar en el piso, Luci se maravilla y no lo oculta, porque realmente se puede entrar a vivir en él. Aún huele a pintura. Aún no han retirado la caja del embalaje del microondas y la de una lámpara. Sin embargo, a medida que recorre las dos plantas, no se ve habitándolo. Por ejemplo, no existe ninguna protección, ninguna barandilla en la escalera que sube al piso superior. Le recorre la duda de si acabará cayéndose por ella cuando le entre una sed nocturna tras una indigesta cena. O tal vez también acabará cayéndose cuando regrese, agotada, tras una fiesta. ¿Y si se cae su gato? Sí, el gato que adoptará en cuanto tenga (por fin) un piso propio. Teme que el pobre acabe precipitándose al vacío como si fuera la hoja de un árbol. En su imaginación, el gato sobrevive. Menos mal.

La cocina es bonita para una foto. O para quedarse en medio, sin moverse. Pero resulta tan pequeña que, si Luci abre dos cajones a la vez, se queda atrapada en una sutil trampa. Y qué decir si mantiene abiertos la alacena y el microondas. O un cajón y la nevera enana… Cree que será imposible cocinar y ensuciar utensilios, de manera que estará obligada a pedir constantemente pizzas a domicilio. Comida japonesa. O china. Pedir lo que sea para cenar. Calorías vacías. Hidratos de carbono. Adiós a la comida mediterránea. Y si ella, que está delgada, no cabe en esa cocina, no quiere ni imaginarse a Emma allá, cuando vaya a visitarla.

¡Y qué decepción, los balcones! En uno de ellos, el que da a la ruidosa Gran Vía, solo puede mantenerse en vertical o apoyada en la barandilla. Nada de poner una silla abierta (si está plegada, cabe). Y desde el otro balcón, el que tiene vistas a un inmenso patio de manzana, podría saltar, cómodamente, a los balcones de sus respectivos vecinos, a la derecha y a la izquierda, para pedirles, por ejemplo, un poco de hielo o una tacita de arroz. Y, bueno, es evidente que, si ella puede hacer eso, sus vecinos también lo harán (saltarlo y tal) y, ya que están, llevarse sus pertenencias. Incluso le podrían robar el gato. ¡Otra vez la dichosa imaginación!

Suspira. El horóscopo se ha equivocado. Además, ¿a quién se le ocurre dar credibilidad a cuatro líneas generales para todos los que llevan el mismo signo zodiacal?

—No, no me lo quedo —le dice a la agente inmobiliaria.

Y esta decide no enseñarle el garaje. Menos mal, piensa, porque no sabe cómo bajar hasta él. Es la primera vez que enseña ese piso y hay tres ascensores que llevan a plantas diferentes. Un lío.

2

Pepa, la madre de Emma, ve la cola de coches que se está formando más allá, en la rotonda. Lo normal es que las rotondas se congestionen a esa hora de salidas de los colegios. Viene del Alcampo, acaba de hacer la compra de la semana. Aún se está preguntando cómo se le ha podido olvidar en casa la bolsa para los congelados. Qué mala memoria, se dice, molesta.

Comienza a frenar poco a poco.

Espera llegar pronto a casa.

Que no se derrita nada, pide mentalmente.

Que el aire acondicionado siga funcionando en esta tartana, ruega al dios vehicular, si es que existe un dios así. Vehicular. Se ríe de su propio chiste. ¿Y por qué no?, se pregunta. Un dios para cada cosa. ¿No había una novela que se llamaba El dios de las pequeñas cosas?, piensa. La leyó hace siglos, eso recuerda. Era de la India, ¿no?

Y, de repente, el golpe.

—¡Ay, Dios mío! —exclama, sin saber qué ha pasado.

Ha sido el típico golpe en cadena. El coche de atrás ha chocado contra el suyo. Ella choca con el que tiene delante. Seguro que el de delante ha hecho lo propio, también, con el que le precede.

Solo piensa en los congelados y en que ahora tendrá que hacer el parte para la aseguradora. Ruega que no digan que es siniestro total. Porque ¿qué le darán por esta antigualla? Nada. Ni la entrada para uno nuevo.

—Que ya le vale a mi hija, ya, seguir con el viejo coche del padre, que en paz descanse —murmura.

Pero, cuando tuvieron la oportunidad de comprar uno nuevo, años atrás, Emma le dijo que en su carné aún figuraba el nombre antiguo, también la foto antigua, y que ella ya ni se llamaba así ni se parecía al chico de la pequeña fotografía. Así que cómo iba a mostrarlo en ningún sitio, ni para pedir un crédito ni para comprar un coche. Que no, que no. Que mejor esperaran a que ya hubieran pasado los dos años de tratamiento y así podría ir al registro a hacer el cambio de nombre y…

Pero luego vinieron los gastos de las operaciones.

El gasto de otras cosas relacionadas con el mismo tema.

Y la desgana, también llegó la desgana. Y el temor al futuro.

Total, que seguían con el mismo coche y con menos dinero.

Pepa piensa en que no llegará a tiempo a hacer la comida; en que Emma no tendrá el plato en la mesa a las dos, cuando salga de la oficina; en que no sabrá cómo hacer el papeleo; en que…

Alguien golpea el vidrio de su ventanilla.

Pepa brinca en el asiento. Qué susto se ha dado. Baja la ventanilla.

—¿Se encuentra bien? —le pregunta un hombre que lleva una gorra visera del Athletic.

Va sin afeitar. Los ojos, de color ámbar, están rodeados de numerosas arrugas y transmiten una inmensa pena. Tal vez por sus párpados caídos, piensa Pepa, aunque rectifica al instante: no, no, ese desconocido tiene que ser una persona alegre, alguien que se ríe mucho. En otros momentos, claro. No ahora. Pero le delatan precisamente esas arrugas en los ojos y las que tiene en las comisuras de los labios. Arrugas de la risa, seguro que se llaman así, piensa mientras cierra un momento los ojos. Está tan, pero tan cansada…

—Dígame, ¿se encuentra bien? —repite el desconocido, que ya ha abierto la puerta del conductor. Le toca el hombro. Se le ve realmente preocupado.

—Sí, claro, no estoy muerta.

Y se ríen. Ambos se ríen a la vez. Como si todo eso fuera una fiesta. El accidente. Los congelados derritiéndose en la parte de atrás (las croquetas, la ensaladilla rusa, las empanadillas, el arroz tres delicias…). A ella le ha entrado el hambre de repente y sus tripas lo confirman con su sonido característico. Sonríen de nuevo.

Desde su asiento, Pepa observa que hay mucho trajín alrededor. La gente ha bajado de sus vehículos para comprobar los daños. Se quejan en voz alta. Algún insulto se escapa. Hablan por los móviles o con sus acompañantes. Se oye algún claxon a lo lejos. Incluso una sirena. La policía, seguramente.

El desconocido, el de la gorra del Athletic y los ojos bonitos, le dice:

—Deme la mano, que la ayudo a salir del coche.

—Espero que se haya roto de una puñetera vez —y se refiere al Chrysler—. Mi hija dice que, mientras ande, no piensa comprar otro. A ver si ahora…

—Nunca hay mal que por bien no venga —le contesta él.

—Me lo ha quitado de la punta de la lengua.

Se sonríen y Pepa, aún agarrada a la mano del desconocido, se deja guiar a la sombra de un castaño del parque que hay al lado. Él le pide que se siente en el césped. Y ella duda. Se lo dice abiertamente mientras mira el suelo:

—Ay, es que llevo esta falda blanca que en mala hora me he puesto y… —él ya ha sacado un paquete de pañuelos de papel y los está colocando en el césped— que en mala hora me la he puesto esta mañana. ¡Pero, bueno, muchísimas gracias! —le sonríe, encantada—. Es usted todo un caballero.

Él la toma del brazo y la ayuda a sentarse en el césped, aún fresco a esa hora.

—¿De verdad que no le duele nada? ¿La cabeza? ¿El cuello?

—De verdad —y le indica que se siente a su lado—. Siéntese, joven.

Ja, ja, ja.

—Joven —repite él mientras se quita la gorra. Más risas—. Usted sí que es joven.

—¿Sabe si tenemos que esperar a la grúa? —quiere saber Pepa. Mira hacia atrás, hacia su coche—. No sé qué hay que hacer en estos casos, nunca me ha pasado algo así.

—Yo ya estoy acostumbrado a ver estas cosas —le sonríe—. Llevo cuarenta años siendo transportista. Me llamo Carlos —y le tiende su mano—. También me llaman Carlitos. O Charlie.

—¡Oh, pues me gusta mucho más Carlos! Es más, más… —no se atreve a decirle que suena más a hombre hecho y derecho. Le estrecha la mano—. Y yo, Pepa.

Hay un breve silencio, pero no molesto. Y deciden romperlo a la vez. Ella dice:

—Se me va a derretir la compra.

Y él:

—Acaba de morir mi perra.

—¡Cuánto lo siento! —y Pepa deja su mano en el hombro de Carlos. Treinta segundos. Luego, la retira, porque cree que son demasiadas confianzas con ese desconocido. Con cualquier desconocido. Qué dirá la gente si la ve.

—La han dormido. Pobrecita mía —calla unos segundos—. Acabo de dejarla en el veterinario. Ellos se encargarán de incinerarla y… y ya está. Hace una hora la tenía en mis brazos y ahora…

Pepa vuelve a dejar su mano en el hombro de ese desconocido llamado Carlos que ahora está llorando, sin intentar ocultarlo. Qué caramba, se dice, y alarga el brazo para llegar al otro hombro, en un casto abrazo.

—Era todo lo que tenía —las lágrimas ya se deslizan por todos los surcos de su rostro—. Bueno, tengo una hija en Alemania, pero…

—Lo siento mucho —repite Pepa. No sabe qué más decirle. Le da un par de palmaditas en el hombro. No, no retira su mano.

Un policía se acerca a ellos.

—¿Se encuentra mal su marido, señora?

Pepa se asombra, quiere sacarle de dudas, pero el policía no deja de hablar:

— Acaba de llegar una ambulancia. Acompáñenme —y agarra a Carlos por el codo para ayudarle a incorporarse. ¿Y usted, señora? ¿Se encuentra bien?

—¡Yo estoy perfectamente y me voy ya a mi casa, que se hace tarde! —y Pepa se levanta de un salto para demostrar que es cierto, que está como una rosa. Pero un leve mareo hace que se agarre al brazo de Carlos—. Oh, lo siento, creo que no debería haberme levantado tan deprisa.

El policía considera que ambos tienen que subir a la ambulancia que los llevará al hospital. Allí pasan un par de horas, primero sentados en una silla en la sala de espera. Luego, esperándose tras las respectivas revisiones. Tiempo suficiente para sentir que el otro es un regalo de la providencia.

En el taxi compartido, a la vuelta, se intercambian los números de teléfono. Quedan en volver a verse. Claro, por qué no.

Hoy Susana tiene el día bueno. Juan, su marido, se despidió de ella cuando se fue al trabajo, bien temprano. No solo le dijo adiós, sino que le dio un beso en la cabeza mientras ella estaba desayunando. No en la mejilla, no en los labios, sino en la coronilla. Bueno, algo es algo. Se ve que en esa muestra de afecto ha tenido algo que ver el subidón de amor y sexo que anoche tuvieron, mientras dormían (bueno, ella dormía al principio, luego, no).

Y Nancy, su hija, justo ahora acaba de hacer lo mismo: la ha buscado por la casa y le ha dicho adiós sin gritárselo, sin arrojarle a la cara la despedida, como suele hacer. Pero, antes, se ha dignado a darle un beso en la mejilla, cuando ese gesto ya no prevalece en sus rutinas filiales.

Solo por esas dos rarezas, Susana ya considera que tiene el día bueno y le resulta muy fácil contemplar la radiante primavera mientras fuma asomada a la ventana del comedor. Contempla la calle, algún coche que pasa, algún vecino… Incluso oye el cántico de los pájaros, una sirena a lo lejos y el sonido de la escoba rígida del barrendero mientras despeja de hojas la acera.

Sí, hoy puede ser un gran día, se dice mientras apaga el cigarrillo en el alféizar y luego lo tira en el cubo de la basura. Además, en el colegio ya hacen jornada intensiva, por eso de que ya es junio, y así podrá limpiar las aulas sin incordios de ningún tipo. Le gusta sentirse a sus anchas. Sin nadie. Nadie en su casa, nadie en el colegio. Limpiando. Le gusta el orden y la paz que transmiten las estancias cuando todo está bien recogido y fregado. El olor que desprenden esos lugares tras pasar la fregona y la lejía. En su casa no permite los malos olores, ni tan siquiera el del café recién hecho. Lástima lo del tabaco. Es su único vicio. Bueno, también lo es el profe de mates, claro. Pedro. Pronuncia su nombre en voz alta, para ver cómo suena:

—Pedro. Pedro, Pedro, Pe, el mejor de toda Santa Fe.

Sonríe al recordar esa canción de Raffaella Carrà que su madre ponía en el tocadiscos cuando ella era una cría. Una madre que la llama justo en ese momento, cuando ya tiene la puerta abierta para salir hacia el mercado.

Suele llamarla cada mañana. Le habla del tiempo, del calor que va a hacer. O del frío. De sus piernas hinchadas. De las veces que se ha despertado esa noche. Le cuenta cosas para llenar el silencio que Susana suele dejar, entre pregunta y pregunta.

Asume que son cosas de madres, eso de querer saber, eso de llamar por teléfono. Pero no se imagina haciendo eso con su hija, con Nancy. Como mucho, se imagina que, si en un futuro ella se comporta como ahora hace su madre, Nancy la mandará a hacer puñetas. Pero, antes, le gritaría algo así como «no me rayes» y colgaría el teléfono sin pizca de remordimiento. Mala pécora.

—¿Sabes algo de Luci? —le pregunta su madre—. ¿Sabes si ya ha encontrado piso? No me coge el teléfono ni me responde a los mensajes.

Y Susana se imagina a su hermana silenciando el número de su madre y quitando la doble marca azul del wasap. Vale, reconoce que su madre, a veces, es muy pesada. Mucho. Pero lo de su hermana no tiene nombre.

En alguna ocasión, Susana ha mirado a su hija Nancy y ha descubierto en ella algunos rasgos de Luci. Algunos gestos, como poner los ojos en blanco o el bufido de la ira incipiente. El modo de sonreír. La ironía en dos de cada tres frases. El estilo decadente de su ropa. Lo descarada que es, a veces. Las palabrotas que comienzan a salpicar sus frases.

No sale de su asombro.

Qué cruz, eso se dice ante semejante conclusión, masajeándose las sienes.

Pero no se lo comenta a su madre. A nadie. Tampoco a Juan. Si se lo contara a Juan, él le quitaría importancia. Y ella no quiere eso. Ella quiere que la escuchen, con atención, y no que le suelten esa frase tan típica de «qué cosas se te ocurren».

—No, no sé nada de Luci —le responde mientras se mira en el espejo del vestíbulo. Se sorprende de que las raíces negras en su cabeza se hayan alargado cuatro o cinco centímetros. El resto del cabello sigue teniendo un color dorado. Bueno, color amarillo. Pajizo. Uf. Pero ¿cuándo le han salido esas raíces? Es como si le hubieran nacido mientras dormía—. Mira, intento quedar con ella para unas cervezas y te cuento.

—Eso, unas cervezas —se la oye suspirar—. A mí no viene a verme, pero para unas cervezas sí que tiene tiempo. Hale, hasta mañana, hija.

—Hasta mañana, mama.

Y ahora, cuando cuelga, Susana cae en la cuenta de que su madre no le pregunta nunca cómo está ella. Si necesita algo. Si van bien las cosas en casa, con Juan. En el trabajo, con esas limpiadoras que llegan de prueba y a las que hay que enseñarles cómo se hace todo. Algunas ni tan siquiera hablan español y se entienden por señas.

Su madre siempre da por hecho que a ella le va todo va bien. Da por hecho que ella no necesita nada, porque es una mujer fuerte, de esas que pueden con todo. ¡Ja!

Su madre incluso da por hecho que Juan sigue siendo el hombre divertido y cariñoso con el que se casó cuando solo contaba veintidós años. Nancy nació poco después. Tal vez, si no hubiese sido por ella, por esa hija que decidió nacer cuando le dio la gana…

Tal vez…

De repente, el mal humor vuelve a visitarla. Ya no nota ni el día primaveral ni oye los pajarillos.

Su vida es una mierda, eso es lo que piensa.

Baja a la compra tal cual, con el chándal que lleva puesto en esos momentos y sin quitarse las pantuflas. Ni siquiera se peina. «¿Para qué?, si vas ahí al lado», le dice su voz interior.

ACUARIO

Tienes la forma de ser perfecta para conocer a alguien que te ha estado observando hace tiempo. Le has deslumbrado por tu personalidad única, por lo que no es extraño que sienta que congeniará contigo perfectamente.

Esta tarde, Luci tiene una nueva cita para ver una vivienda. Nada ms entrar en el vestíbulo, se fija en los buzones austeros, de madera ya desgastada por el sol. Y se imagina su nombre allí, bien visible: Luci Fernández, Tercero B.

Sonríe, visualizándolo.

Entonces es cuando tiene esa sensación que le llega en contadas ocasiones. No se trata de un déjà vu normal y corriente, esa impresión de haber vivido lo que está ocurriendo por primera vez, sino que se trata de todo lo contrario y ella no sabe qué nombre darle, porque ¿realmente existe un nombre para eso? ¿Existe algo que etiquete esa sensación que también dura unos segundos y que le muestra su vida en el futuro? Un rayo fulminante y ¡zas!, lo sabe, sabe lo que sucederá. Luego, llega el desvanecimiento de esa emoción tan auténtica. Y lo olvida.

Sube las escaleras tras el chico de la inmobiliaria. Al llegar al primer piso, una vecina vieja, con un moño enmarañado, abre su puerta de golpe.

—¿Qué buscan? —pregunta, con voz cavernosa y sacando la cabeza como una tortuga. Hebras blancas y deslucidas caen a un lado y a otro de su cabeza. Tiene un aspecto de loca. O de diva que ha hecho en su vida lo que le ha dado la gana y, ahora, también.

—Nada, no buscamos nada —contesta el agente inmobiliario con desgana, sin pararse ni girarse para hablar con ella—. Vamos al Tercero B.

—¿Al piso de don Anselmo, que en paz descanse? —la vecina sale al rellano, mirándolos mientras suben.

—Usted ya sabe a dónde vamos, señora. No hace más que preguntarme lo mismo cada vez que me ve.

—¡Impertinente! —exclama la anciana, arrastrando sus pies de camino a su casa.

—Vieja bruja —masculla el de la inmobiliaria mientras abre la puerta del tercero B—. Cada vez que vengo a enseñar el piso me hace lo mismo.

—¿Es verdad que acaba de morir el dueño del piso? —susurra Luci. Un escalofrío le recorre el cuerpo.

—Bueno, no es tan reciente. Su hija ya lo ha vaciado y está en alquiler. Es lo único que importa.

—¿Murió por coronavirus?

—No… —duda—. Creo que murió de viejo.

Cuando entran en el domicilio, Luci arruga la nariz. Huele a humedad, a lugar cerrado. El piso tiene una ubicación perfecta, en una calle peatonal no muy lejos del centro histórico, cercana a la peluquería (¡solo a diez minutos a pie! ¡Dejaría de ir y volver en autobús!) y a un tiro de piedra de la zona de ocio y copeteo. Piensa que podrá comprar, en esa misma calle, las cuatro cosas que necesite. Que podrá pedir, de vez en cuando, una tortilla de patatas en el bar de la esquina. Que…

Es la séptima vivienda que ve en ese mes. Está harta, la verdad. La mitad de las veces, las viviendas mostradas no solo no le habían gustado, sino que, aunque se las hubieran dejado a mitad de precio, ella no las habría aceptado. Vamos, ni regaladas. Y lo decía en serio.

Hubo un piso que sí le gustó en las fotos y fue a verlo a pesar de que no podría pagarlo ni aunque trabajara en dos sitios a la vez. Estaba bien situado y era enorme, luminoso, totalmente amueblado (pero amueblado con gusto y con calidad, no con los cachivaches cochambrosos que a veces encontraba en los pisos que iba a visitar). El día que fue a verlo lo hizo para sentirse otra persona y para contemplar la vida de los otros, esos que vivían en lugares confortables y limpios, con grandes alfombras, muebles roperos con borlas en los pomos y paredes decoradas con papel pintado y altos zócalos de madera.

El piso de ahora, el de la calle peatonal, del que Luci solo había visto tres fotografías en la web, tiene un par de habitaciones, cocina con una pequeña mesa olvidada, cuarto de baño con ventana (eso le da puntos) y un comedor con un amplio y precioso balcón mirador.