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La escritora Martina Peña Grande acepta ser maestra rural en un pequeño pueblo del Pirineo aragonés. Ella, que desde siempre ha tenido una peculiaridad nada común (ve espíritus y tiene sueños que luego se cumplen), ha tocado fondo en su vida porque su ex, siempre que le dice "ven", ella lo deja todo, como en la canción. Ha tocado fondo porque sus citas no acaban –ni empiezan– bien, porque las liquidaciones de sus libros son mínimas… Necesita una nueva vida, como los testigos protegidos de las películas. Cuando conoce a Ricardo, con sus aires de montañero, ni se le pasa por la cabeza que se establecería un vínculo especial entre ellos ni que encontraría su hogar junto a él. Y es que comprende que lo que le pedimos a la vida no solo puede tardar veinte años en llegar, sino que puede aparecer de la mano de la persona más insospechada. Martina tiene una estética rompedora donde se funden personajes sólidos y bien perfilados, un excelente dominio del lenguaje y una trama muy atractiva. Una novela original y magnífica. Una novela donde lo cotidiano es casi poético, con pinceladas brillantes para los detalles y una esencia poderosamente romántica. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 359
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Carmela Trujillo
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Martina, n.º 227 - abril 2019
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1307-811-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Si te ha gustado este libro…
A mis padres
Hay una frase que me gusta mucho y que parece ser que la dijo Oscar Wilde: «Como si no fuera suficiente su desgracia, se enamoró». Pues eso me pasó cuando Martina llegó al pueblo. Fue verla y, antes de saber que sería la nueva maestra, antes de que supiera su nombre, antes de que ella me mirara fijamente durante más de un minuto, yo ya me había enamorado. Perdidamente enamorado.
Aún no eran las diez y yo llevaba el rebaño a pastorear, como cada día, porque tengo que salir con las ovejas sí o sí. Cada día, haga sol o llueva. No tengo ni vacaciones. Pues eso, yo estaba llamando a los perros, que comenzaban a ladrar, y vi llegar la polvareda que levantaba un coche desconocido que fue frenando poco a poco hasta ponerse casi a mi lado en el camino. «Se habrá perdido», eso pensé mientras me quitaba los auriculares. Y es que por esa vereda no se va al pueblo ni a ningún lado desde hace cincuenta años, eso lo sabe todo el mundo, desde que cayeron aquellas rocas que partieron el camino en dos y allí se quedaron, como gigantes descansando. Hoy en día solo van por allí los enamorados, y de noche. Bueno, ya pocos enamorados van allí (risas). El pueblo se está quedando sin jóvenes.
Desde el asiento del copiloto del coche de Martina me miraba un chaval muy delgado, con enormes ojeras, con la cara muy triste. Pensé que sería su hijo. Un hijo muerto. Me dio pena por ella. Por él. Pensé que tal vez ella no lo sabía, no sabía que llevaba un espíritu a su lado, porque nadie sabe nunca cuándo va acompañado de un muerto, pero me callé. En verdad, a nadie le gusta saber esas cosas. Por mucho que luego te den la lata para que les cuentes más, en verdad no quieren saber que los muertos nos observan. Que quieren algo de nosotros. O no, que no quieren nada y piden que les dejemos en paz.
Recuerdo que en ese momento mandé a los perros a vigilar a las ovejas, que continuaban andando, rumbo al río, a beber su primera agua del día. Entonces, Martina abrió la puerta del Ibiza y vi salir de él su melena pelirroja, suelta, ondulada, apartándosela de la cara porque hacía viento; su cara blanquísima repleta de pecas, como su escote, como sus brazos. Y me dije «escocesa. Una escocesa en este monte». Me saludó y ya está, ya me enamoré. Tal cual lo cuento.
Parece ser que me preguntó cómo llegar al pueblo, parece ser que yo le indiqué que diera la vuelta y que entrara por el sitio correcto. Sí, eso fue lo que pasó, pero yo no me acuerdo de nada más, es como si algo en mí hubiera dado un chispazo y borrara todo lo demás: el día, si era luminoso o había nubes; si volaban por allí los verdecillos; si la temperatura comenzó a subir entonces o tardó algunas horas más… Pero de lo que sí me acuerdo es de su sonrisa abierta, su acento suave, su amabilidad. La mirada. Cómo miraba de verdad, fijándose en mí, no llevando sus ojos a todas partes, como hacen muchos. Me acuerdo, sobre todo, de su cabello de fuego y de que me preguntó mi nombre para pronunciarlo después, cuando se despidió. Dijo «gracias, Ricardo». O «hasta luego, Ricardo». O «ya nos veremos, Ricardo».Sí, mi nombre pronunciado por ella… (Suspiro). Pero ya digo: enamorarme, lo que se dice enamorarme, lo hice nada más verla salir del Ibizablanco con el parabrisas repleto de mosquitos aplastados.
Y luego, cuando vi alejarse el coche y la polvareda que levantaron sus ruedas, caí en la cuenta de que me había dicho que se quedaría a vivir en Atalaya de don Pelayo y que era la nueva maestra. Me pasé todo el día en Babia, en serio, escuchando y cantando a pleno grito, una y otra vez, la canción de Ed Sheeran, Thinking Out Loud, y repitiendo su nombre, Martina, cada dos por tres, saboreándolo. Hasta los perros me llamaban la atención para que dejara de hacer el ganso. (Risas, de nuevo).
¿De Ricardo? De Ricardo me llamaron la atención sus gafas polarizadas estilo aviador de los años ochenta. En verde, parpadeaban cuando el sol le daba de pleno. Qué se le va a hacer, pero me caen mal los que llevan estas gafas. Ellos o ellas, da igual, pero a muy pocos les sienta bien llevarlas. Las vi, las gafas, brillando a lo lejos, mientras me acercaba con el coche por ese camino polvoriento a preguntarle cómo llegar al pueblo. Yo no me explicaba cómo pude saltarme la indicación en la carretera, pero sucedió, y ni tan siquiera la tía del GPS me alertó de la posible salida. O entrada.
Ricardo me pareció el único ser vivo de esos parajes, por ese campo llano, repleto de matorrales (en aquel entonces yo no distinguía la retama del tomillo, por ejemplo, ni las malas hierbas de la lavanda o el lino). Él me esperó, expectante, con sus gafas, esas gafas que me dan repelús; su indumentaria de montañero (las botas marrones, las bermudas de mil bolsillos, una camiseta negra de los Rolling, con la enorme boca y la lengua fuera); los auriculares en las orejas; su gorra de color rojo con un canguro blanco en el frontal; su barba larga, recortada; la mochila a la espalda… En ningún momento deduje que era el pastor de todas las ovejas que había mucho más allá, acercándose al río. Un excursionista, es lo que pensé al verle, y lo único que recuerdo de ese primer encuentro con Ricardo fueron esas dos cosas: sus gafas, brillando al sol, y ese aire de policía de Nueva York vestido de paisano (o chulito de playa, daba igual). Lejos de sentirme rendida a sus pies por una visión semejante, sentí rechazo hacia él. Fue visceral. Instintivo. Por la supuesta prepotencia. Supuesta. Solo supuesta.
Sin embargo, cuando se quitó la gorra y las gafas de sol para responder a mi pregunta, solo por ese gesto (no soporto a los que hablan con ellas puestas, porque no se les ven los ojos. Es una falta de respeto, eso creo), cuando se las quitó, me pareció un chico interesante. Bueno, puedo decir interesante lo mismo que encantador o fascinante. Un ser atípico, eso pensé. Y más joven que yo, de eso también me di cuenta. Diez años más joven, me imaginé. Le calculé unos treinta y pocos. Y luego estaba esa especie de tranquilidad que no solo le envolvía de la cabeza a los pies, sino que irradiaba a todo lo que le rodeaba. A mí me rodeó, sin más, y a los dos perros pastores, que vinieron a ver qué ocurría y que se quedaron a observarme, moviendo la cola, dejando a todas las ovejas a su rollo, a lo lejos. Menudos ayudantes, me dije.
Le pregunté su nombre cuando le di las gracias y le dije que iba a ser la nueva maestra del pueblo. Fue la primera persona que conocí en Atalaya de don Pelayo, pero jamás se me pasó por la cabeza que se establecería un vínculo especial entre nosotros. Fue un ejemplo más de que, lo que pides a la vida, no solo puede tardar veinte años en llegar, después de haber pasado mil y una pruebas, sino que puede aparecer en el lugar más insospechado, a cientos de kilómetros de Zaragoza, casi en la montaña. Puede aparecer en un lugar casi rodeado de invisibilidad y de la mano de alguien que está fuera de cualquier círculo en los que nos solemos mover.
Pero eso nunca se sabe.
¿Quién puede saberlo?
Nadie.
El amor de su vida. Eso decía Martina de Felipe. Se conocieron trece años atrás y siempre, siempre, incluso cuando Felipe ya la abandonó (porque fue un abandono, porque fue por pura cobardía, eso también decía Martina), ella continuó diciendo y creyendo (creyéndose) que era el amor de su vida. Le gustaba todo de él. ¡Todo! Era muy, muy atractivo y la hacía reír. Tal vez por su acento argentino, tal vez porque sabía contar los chistes y todo tipo de anécdotas, a saber por qué. Pero nunca, jamás había sentido por otro hombre lo que sentía por Felipe.
Durante un breve período de tiempo convivieron en un apartamento de Londres, adonde él fue para cubrir una vacante como corresponsal de la cadena televisiva en la que trabajaba. La primera de sus rupturas comenzó allí, por una conversación sobre las listas, sobre hacer listas de cosas. Felipe era partidario de hacerlas. Ella, no. Martina era más dada a la improvisación, lo cual exasperaba a Felipe. Por eso él le regaló una Moleskine negra, clásica, para que apuntara cosas en ella.
Un día, mientras Felipe preparaba algo de cena, Martina miraba las estanterías del piso, abría cajones, observaba su contenido desde arriba y luego los cerraba. O no, los abría, metía una mano, removía ese contenido y sacaba algún objeto al que daba vueltas, examinándolo; alguna libreta que decidía hojear; algún papel suelto… Felipe la observaba desde la obertura que unía el salón y la cocina. No soportaba eso de ella. Que fisgara. Que hiciera de detective, como si fuera su mujer. Eso le dijo, intentando simular una broma:
–¡Hey, que pareces mi mujer! –Se oyó su frase entre el chisporroteo del aceite de la sartén.
Martina alzó los ojos y le enseñó su descubrimiento:
–Al dueño del piso le encanta hacer listas. Mira. –Y se fue hacia Felipe con varios folios en una mano, moviéndolos como si en verdad fuera la mujer de Felipe (bueno, la exmujer de Felipe) y hubiera encontrado la prueba que le incriminaba de algo.
–¡Son mías! –Y sin mirar esas hojas de todos los tamaños, Felipe se las quitó de la mano, las dobló y las guardó en el cajón de los cubiertos.
–¿Son tuyas? –Martina no se lo podía creer–. ¿Haces listas? ¿Listas de cosas?
–¡Claro! –Felipe sacó el huevo frito de la sartén. Cascó otro y lo echó al aceite para que se friera.
–¿Listas de «Las diez mujeres que valen la pena», «Los diez libros que hay que leer antes de los treinta, de los cuarenta, de los cincuenta», «Los diez capullos de los que hay que alejarse», «Los diez hoteles en los que se folla mejor», «Las diez playas a las que no hay que ir»?
–Pero, ¿qué te pasa? –Él sacó el otro huevo de la sartén y lo colocó en un plato. Apagó el fuego, se limpió las manos. Se cruzó de brazos y se quedó frente a ella, muy serio–. Esas listas son personales. Oye, princesa, ¿a ti tu madre no te enseñó que no hay que hacer eso de mirar las cosas ajenas? –Intentó que sonara a chiste. Lo hacía muy bien, eso de ser gracioso, sobre todo por su acento argentino.
A Martina le gustaba, precisamente, por ese acento y por esos chistes que le hacían reír. Le gustaba, también, que la llamara princesa. A sus treinta años, nunca nadie, salvo él, la había llamado así.
–¡Pero, Felipe, es que no me lo puedo creer! ¿Los diez capullos de los que hay que apartarse? –Soltó mientras se sentaba a la mesa, no queriendo darse cuenta de que Felipe estaba molesto, y mucho. Su primera pelea como pareja, eso pensó ella.
–¿Esa es la única lista que te ha llamado la atención? –Él aliñó una ensalada y la puso encima de la mesa, junto con los huevos fritos y una bolsa de pan de molde, dos vasos, el agua embotellada y un plato con queso francés. No era la primera vez que caía en la cuenta de que Martina se escaqueaba, siempre, de toda tarea doméstica–. ¿No la lista de «Las cinco óperas más bellas», «Los diez inventos que han mejorado mi vida como ser humano», «Los quince mejores álbumes de la historia», «Los…»?
–Pero, cariño, ¿los diez capullos?
Felipe se sentía herido. Miraba a Martina como a un monstruo. Un monstruo de cabello rojo y de piel blanquísima plagada de pecas. La incluiría en una nueva lista: «Las diez mujeres que me amargaron la vida». Martina sería la número 7.
–Eso solo significa –continuaba ella, mientras se llenaba la boca con un poco de pan untado en la yema de huevo frito– que hay rencor en tu vida, cielo. ¿Cómo puedes hacer una lista así? ¿No te das cuenta de que nunca borrarás a esas personas de tu vida? ¿No ves que ese rencor no desaparecerá nunca y que lo volverás a revivir todo, una y otra vez, cada vez que leas esa lista?
–Ah, ¿ahora eres psicóloga? –Y antes de que Martina contestara, le preguntó–: ¿Acaso tú no haces listas?
–Sí, hago listas –contestó Martina e hizo ver que no estaba dolida. No iba a comportarse como la bruja de su mujer, claro. Pinchó con el tenedor varias hojas de lechuga–. Hago la del súper y siempre se me olvidan cosas.
Ambos sonrieron. La tensión disminuía.
–¿No apuntas nada en la libreta que llevas en el bolso?
–¿Y para eso me la regalaste? –Levantó las cejas de color naranja–. ¿Para que hiciera listas?
–¡No, claro que no! Me dijiste que habías soñado que serías escritora y pensé, ¡coño!, todo escritor debería llevar una Moleskine en su bolsillo. ¡Que eres periodista, princesa! ¡No es normal que tomes notas en cualquier cosa, en lo primero que pillas, joder!
Martina le miraba con los ojos como platos. Ojos de color marrón, sorprendidos.
–Recuerda que eres una mujer que aún no sabe que en el futuro será una escritora de éxito –le guiñó un ojo–. Y todo porque lo ha soñado y sus sueños son sagrados…
En el aire quedaron flotando un par de dudas: ¿se estaba burlando de ella? (se preguntaba Martina) ¿La cabeza le funcionaba bien? (quería saber Felipe).
–Vale, a veces apunto algo en la libreta que me regalaste.
Martina no quiso captar la ironía con la que había hablado Felipe. Era algo que no le gustaba de la gente, en general: consideraba que, tras la ironía, se escondía una gran falta de respeto. Como los que terminan una parrafada ofensiva con la exclamación «¡es broma!», pero en el fondo han buscado herir al otro, claro. Que el otro se entere, si tiene oídos para oír. Martina siempre pensaba de ellos, de los irónicos, que eran unos cobardes que se escondían tras esas supuestas bromas o sarcasmos. Su madre era de esas personas. Una gran bromista, irónica, sarcástica. La odiaba.
–Apunto algo que me ha llamado la atención –continuó Martina tras romper el tenso silencio–, un anuncio en la prensa, por ejemplo, o un comentario oído en el Tube, pero nada más.
Y apuntaría, dos horas más tarde, esa conversación.
–James Joyce –continuó Felipe–, en uno de los últimos capítulos de Ulises, utiliza una gran lista, la de todas las cosas que se podían encontrar en el cajón de la cocina de… de… ¿cómo se llamaba ese personaje? –Se frotó la frente, tenía el nombre ahí mismo, casi podía tocarlo–. ¡Leopold! ¡Leopold Bloom! Los utensilios que había en el cajón de la cocina de Leopold Bloom.
–¿Y? –Martina sabía que llegaba alguna de las erudiciones y saberes de Felipe. Eso es lo que más le atraía de él, pero justo en ese momento comenzó a crecer en ella la bacteria del hartazgo. Pero no lo sabía, claro, quién puede saber cuándo comienza el primer paso que aboca al fracaso.
–Que uno de los grandes, un escritor de los grandes, utiliza las listas para su creación –al observar la cara inexpresiva de Martina, se atreve a preguntar–: ¿No has leído Ulises?
–No. –Martina se limpia la boca y bebe agua. Se pregunta si por esa razón, por imitar a Joyce, a él le da por hacer esas listas. Al fin y al cabo, ese también era su sueño: ser escritor. Le avalaban los pequeños premios literarios que había ganado hasta la fecha–. Me resultó inaguantable el primer capítulo y lo dejé. Hablaba de un hígado, ¿no? Ya no me acuerdo. En verdad, me extraña mucho que este autor esté dentro de alguna lista como… no sé… la lista de Los diez libros imprescindibles.
–¡Pero qué dices! ¡Es Joyce!
–¿Y qué? Me parece que la gran mayoría de los que afirman que se han leído su famoso libro mienten. Tú, no. Pero eres la excepción, cariño. –Y puso su mano encima de la de él.
Ardía. La mano de Felipe quemaba. Retiró la suya, por si acaso.
–¿Y la Ilíada de Homero? –tanteó Felipe.
–¿Qué pasa con ella?
–¿Tampoco te la has leído?
–A trozos.
Él alzó sus cejas y se levantó a buscar el postre, un par de yogures. Cuando cerró la nevera, le preguntó:
–¿A trozos? ¿Qué significa eso?
–Sí, párrafos, escenas… vamos, sé de qué va la historia, por ejemplo, sé quién es Penélope, una tía bastante pava, por cierto, espera que te espera a su marido mientras él se lo pasa bomba con las putas sirenas. Ah, y también sale un crío, Telémaco…
A Felipe le gustaba Martina, sí. Le hacía sonreír, sobre todo cuando no sabía si hablaba en serio o en broma.
–¡Viste la serie de dibujos animados! –exclamó divertido–. Vale, pues Homero enumera en la Ilíada todas las naves griegas que combaten con los troyanos. Es uno de los inventarios más célebres de la literatura. Y si tú –aquí la señaló con la cucharilla del yogur– quieres ser escritora, deberías leer más literatura clásica.
Martina le miró a los ojos, desconcertada. «Deberías leer», le había dicho, y ella se lo tomó como una exigencia. Porque, vamos a ver, ¿quién era él para exigirle nada a ella?
Durante el fin de semana, allá en Londres, Felipe mostraba un aspecto desaliñado: despeinado, sin afeitar, con una camisa vieja o un jersey raído o repleto de bolitas. Nadie diría que era la misma persona que, de lunes a viernes, se movía por el despacho y las calles londinenses con un buen traje y con camisas de Armari que valían 160 euros cada una. Martina se preguntaba de dónde sacaba esa ropa ajada. ¿Tal vez del mercadillo de Portobello? ¿Y por qué dejaba de mostrarse impecable cuando se encontraba con ella en casa? Por comodidad, claro, le respondía su voz interior, pero la otra, la otra voz, le preguntaba a su vez si ella formaba parte de esa comodidad y si esa era la razón de que no mereciera más que esa ropa de falso indigente.
–Tú también quieres ser escritor. ¿Por eso haces listas?
–Por eso. –Felipe comenzó a tamborilear los dedos encima del mantel.
–Pero, ¿una lista de los diez capullos de los que hay que apartarse?
Estallaron en risas. Auténticas las de Martina. Fingidas las de Felipe (definitivamente, pensó él, había sido un error dejar que ella se quedara a vivir en ese piso. Tendría que abrir una nueva lista: «Las diez personas con las que no hay que convivir». Martina sería el número dos. La primera, su mujer. Bueno, ex).
Dentro de doce años, Martina ya tendrá nueve libros publicados, la mayoría en importantes editoriales españolas. Felipe, dos, en la misma editorial independiente. Pero eso será dentro de doce años. Cuántas cosas pueden ocurrir en ese paréntesis de vida.
La primera noche que pasé en el pueblo no solo llovió, y mucho (una de esas tormentas que rompen el cielo con los cañonazos del trueno), sino que, cuando conseguí dormirme, soñé con Felipe. Mis sueños son proféticos, eso me aseguró un día un amigo, uno de esos amigos especiales. Por especial me refiero a que tenía sexo con él. Nos llevábamos bien. Mucho. Qué gran complicidad había entre nosotros. Y lo del sexo era esporádico y consentido: yo pasaba temporadas en su piso de Cádiz y por las noches dormíamos juntos. Ya está. Ese amigo fue una de mis muchas relaciones fallidas y por fallidas me refiero a que normalmente, en mis relaciones amorosas, uno de los dos nunca está enamorado. Pocas veces, por no decir ninguna, hemos coincidido los dos (los dos miembros de la relación amorosa) en eso de estar mutuamente enamorados, en eso de sentir admiración por el otro, o gustarnos… Por lo general o se enamoran locamente de mí, pero en mí no surge esa locura, o es al revés y la loca soy yo y acabo perdiendo los papeles.
Pues este amigo me dijo lo de mis sueños proféticos. Me habló de mi don. Surgió el tema cuando le conté que la noche anterior había soñado con él, que estaba cocinando y que se quemaba el brazo, que yo buscaba hielo en la nevera y no lo encontraba. Unas horas después ocurrió tal cual: me llamó desde la cocina cuando le había salpicado el aceite al freír unas croquetas y yo vacié el congelador buscando hielo, que no había, y acabé poniéndole un táper repleto de albóndigas. No dejó de repetirme lo asombrado que estaba por lo que había ocurrido. Se asombraba de que, si yo ya se lo había contado, si él había tomado precauciones para que no ocurriera el accidente por mí soñado, cómo es que acabó sucediendo. El caso es que fue este amigo el que me dijo que yo tenía sueños proféticos. Y lo dijo con una admiración genuina, casi infantil. Como si acabara de descubrir algo grande.
Como si yo no lo supiera.
Pero me gustó que otra persona lo corroborara. Que otra persona lo descubriera por sí misma.
Lo más gracioso, y por graciosome refiero a solo una forma de hablar, porque a mí no me hizo ni pizca de gracia, es que en uno de esos sueños proféticos me enteré de que nuestra relación dejaba de ser especial porque llegaba una nueva amiga a su vida, la cual me destronó y se lo quedó para ella solita. Pero bueno, son cosas que solían ocurrirme.
Que otra se quedara con mi chico.
Que ese chico, nunca, jamás, quisiera quedarse conmigo para siempre.
La primera noche en la casa cueva del pueblo, soñé con Felipe. Estábamos en la cama y había alguien más, alguien que estaba leyendo, ajeno a todo. Eso me extrañó, no que hubiera alguien más (deduje que podía tratarse de nuestro hijo, de Marcos), sino que estuviéramos allí juntos Felipe y yo, riéndonos, como si nuestra vida continuara siendo la de antes, la que ya no existía. Felipe me dijo, en el sueño, que los amigos hacían eso, que cogían un avión y se presentaban en otra ciudad solo para ver a alguien. Que eso era la auténtica amistad, me recordaba. Y yo le daba la razón, porque muchas veces había hecho eso de ir a ver a amigos a cientos de kilómetros solo para celebrar su cumpleaños o para tomar unas copas. O para visitar a alguien en el hospital, por ejemplo. Y no me importaba coger el coche, un tren o un avión para poder hacerlo. Porque a mí me hubiera gustado que un amigo, o cualquiera de mis amigas, hiciera lo mismo por mí. Venir a verme. Darme esa sorpresa. Quedarse en mi cama, acompañándome, como estaba sucediendo en ese sueño.
Y en ese sueño, al otro lado de la pared, estaba Ricardo, el pastor. Sentado, esperando, con la espalda vencida. Yo diría que estaba triste. Evitaba mirarle. No quería que me preguntara si sentía aún algo por Felipe, porque no podría mentirle. Justo ahí me desperté, sin entender qué pintaba ese pastor en mi sueño, si yo no le conocía de nada, si solo le había visto unas horas antes y apenas habíamos hablado de nada.
Eran las dos de la madrugada. Los truenos continuaban fuera y el agua golpeaba la fachada de la casa. Regueros de agua se oían por todas partes, como si estuviera dentro de un barco o tal vez oculta tras una cascada. Me levanté a prepararme una infusión, pero antes abrí todas las cajas que había traído como equipaje, buscando mi bata afelpada, la que me ponía en pleno invierno. Qué frío hacía en la casa. Y fue entonces, al notar el incipiente dolor de cabeza, cuando me di cuenta de que un espíritu andaba cerca, revoloteando alrededor. Di un gran suspiro, de derrota, porque hacía años que ninguno había vuelto a molestarme. Ni tan siquiera el espíritu de mi hijo Marcos, y eso que yo lo deseaba con todas mis fuerzas.
Me puse la bata y me dirigí al comedor. Al entrar lo vi, sentado en el butacón floreado. Allí estaba una imagen nebulosa de colores azulados y verdosos que cada vez se volvía más definida. Una imagen que me mostró a un hombre delgado, de cabello lacio y moreno, de grandes cejas, de labios carnosos. Solo me atreví a cruzarme de brazos y a preguntarle, con cierto fastidio:
–¿Vivías aquí?
Y él solo acertó a preguntarme si realmente estaba muerto. Si yo sabía si estaba muerto o qué. Que le dijera algo, lo que fuera.
Jesús, ningún espíritu está al corriente sobre ese tema. Es algo que nunca he entendido: lo colgados que pueden quedarse tras la muerte. Me esperaba una larga noche de conversaciones y puesta al día.
Hace una docena de años, Felipe alquiló el piso de un amigo cuando aceptó un trabajo de corresponsal en Londres. En verdad, en la redacción se corrió la voz de que necesitaban corresponsal urgentemente y justo entonces Felipe recibió un correo electrónico de ese amigo que le contaba que alquilaba su apartamento, por si sabía de alguien que estuviera interesado. Y unió, por sí mismo, esos dos puntos, porque así funcionaba la mente de Martina (ella hilvanaba las señales o las lucecitas que creía ver en la cotidianidad), y Felipe se sorprendió de estar actuando tal y como lo haría ella, presentándose, sin más, en el despacho del director y ofreciéndose, tal cual, para el puesto.
Llamó a Martina en cuanto salió del despacho para darle la buena noticia. No, a su mujer no la llamó, porque entonces estaban ya en el absurdo y odioso proceso de separación. Llamó a Martina, la primera persona que le vino a la cabeza. Eran amigos de correos electrónicos y de llamadas telefónicas. Amigos de noches de hotel cuando él iba a Zaragoza, cuando ella venía a Madrid. Le gustaba hablar con esa chica. En verdad le gustaba ella, en general: su trabajo perfeccionista, su desparpajo, su inteligencia, su dulzura, su cabello anaranjado… oh, sí, eso le volvía loco. Sus ojos de color avellana y una mirada atenta, captando todo el interés, sintiendo auténtico interés por lo que él le contaba, frente a frente, cuando hablaban en persona. Una mirada que él imaginaba igual de profunda cuando hablaban por teléfono. Le gustaba su altura, sus largas piernas, su cintura estrecha. Doce años atrás, Martina era perfecta para él. El tipo de mujer con la que podía tontear a gusto y no liarse demasiado. Eso decía a sus amigos. Llegó a creérselo, incluso.
Martina era, también, una mujer con una intuición prodigiosa, uniendo coordenadas, señales, como si en realidad existiera un mapa o una representación de lo que cada uno venía a experimentar en la tierra. Eso decía ella. ¡Y se lo creía a pies juntillas! Estaba bien loca, eso pensaba Felipe. Una loca con el cabello a lo Geena Davis.
Por esa razón, cuando le aceptaron como corresponsal en Londres, la llamó por teléfono para darle la buena noticia y hablarle de sus dudas sobre si había sido una buena o mala elección. Fue ella la que le dijo que sí, que había sido una elección perfecta, que no le diera más vueltas, porque casualmente esa noche había soñado que alguien la llamaba por teléfono y que le preguntaba algo así: que si aceptaba o no un trabajo. Y que ella, en ese sueño, se lo aconsejaba porque sabía que su vida iba a dar un cambio bien grande. Un cambio positivo. Enormemente positivo.
Felipe creía que podía parecer inadmisible tomar una decisión tan importante solo haciendo esa llamada a Martina y aceptando esa explicación, pero con ella las cosas funcionaban así. Quizá su magnetismo, su seguridad, su… no sabía qué, pero no era la primera vez que se dejaba guiar por su explicación sobre el destino, las señales y todas esas cosas que parecían un sinsentido si las contaba él, pero no si las contaba ella. En verdad, Felipe iba a aceptar ese trabajo sí o sí: necesitaba alejarse de su matrimonio, ya en vías de extinción.
Tres meses después de que Felipe se trasladara a Londres, Martina se presentó en esa ciudad diciendo que había sentido una corazonada. Justo ahí, Felipe pensó que ella estaba como una cabra, que nadie en su sano juicio dejaría un trabajo para irse a otro país, sin más, como quien sale a comprar el pan. No sabía cómo, pero Martina llegó como si eso fuera lo que debería hacer, sin pedirle permiso ni nada. ¡Ni le preguntó si salía con otras mujeres allá en Londres, capital de su nueva soltería! Solo le llamó por teléfono en cuanto bajó del avión y le preguntó si tenía una habitación libre. O que no necesitaba una habitación, que en su cama estaría la mar de bien.
–¡Eso me dijo! –le contó al dueño del piso, poco después, para que supiera que a partir de entonces serían dos los hospedados–. La tía ha dado por supuesto que ella es la mejor opción para mi vida y a mí no me ha hecho ni puta gracia, para qué voy a mentirte, porque yo creí, en todo momento, que era una broma, que solo era una visita sorpresa, no un quedarse conmigo para lo bueno y lo malo. ¡Joder!
Así pues, Martina se instaló en su apartamento y lo hizo suyo. Ahí comenzó su relación de pareja y, a la vez, se terminó. Felipe descubriría a los pocos días que había una parcela en la personalidad de ella que incluía ser absorbente y mandona.
–Dios, que absorbente y mandona llega a ser… –le contó a su amigo–. Como su madre. ¿Sabes quién es Carmen Grande, no? Sí, hombre, la radiofónica. Pues esa es su madre. Y son igualitas. Las dos.
En aquellos meses que vivieron juntos, Felipe amó y odió a Martina a partes iguales. Cortaron su relación, ella volvió a España y se reencontraron tres meses después en Zaragoza, porque a él le habían ofrecido un puesto en el Heraldo de Aragón. Qué casualidad, pensó él. También lo pensó ella, aunque ya sabía que eso iba a ocurrir. Cosas de sus sueños.
Fue entonces, en ese reencuentro que parecía hecho adrede por el azar y una cohorte celestial, cuando ella le dijo que estaba embarazada, a pesar de que Felipe, siempre, siempre, le había dicho que no quería tener hijos. Nunca. Jamás. Eso le repitió, de malos modos, en la cafetería del reencuentro. Y ella se tragó su indignación, porque si le hubiera preguntado por el tema, si Felipe se hubiera interesado por su opinión al respecto, le hubiera dicho que ese embarazo, a ella, le suponía un portazo a todo lo que tenía abierto en ese momento: la libertad de la que disfrutaba, los viajes que quería realizar, la gente que iba a conocer, los proyectos locos que se le pasaban por esa mente tan creativa que siempre iba a su rollo, exaltada con miles de conexiones… Pero parece ser que su útero también iba a su rollo, exaltado precisamente con aquello que había entrado cuando dejó abiertas las puertas del sexo. Y lo que entró pertenecía a Felipe.
Así pues, Martina fue una de esa mujeres de cada cien que se queda embarazada a pesar de que toma la píldora cada día. Incluso llegó a pensar que, de haber tenido las trompas ligadas, también hubiera formado parte de ese uno por ciento al que no le hace efecto ese sistema anticonceptivo que consiste en hacer un nudo o cortar para que no pase lo que no debería pasar. Incluso antes de nacer, ya en la misma génesis, su hijo Marcos demostraba lo especial que era. A esa conclusión llegó Martina años más tarde.
Así pues, tras esa noticia embarazosa, Felipe y Martina volvieron a intentar la convivencia. Esta vez en Zaragoza, en un piso de las afueras, en una urbanización con piscina, pista de pádel, parque infantil… Y en esos meses de embarazo, Martina escribió una novela basada en Londres cuyos protagonistas eran un par de jóvenes muy enamorados. El libro, que rezumaba almíbar, buen humor y algo de ñoñería (quizá porque por las venas de ella corrían, alegres, las hormonas que se activan con la concepción), consiguió uno de esos premios de novela romántica que por entonces estaban muy bien pagados y permitió que Martina estuviera un par de años viviendo de esos ingresos y de todo lo que se generó alrededor (charlas, entrevistas y un contrato con derechos de autor anticipado que no estaba nada mal).
Recuerdo que era viernes por la tarde y que podía decir, con satisfacción, que la primera semana como maestra de primaria en Atalaya de don Pelayo no solo había sido positiva, sino que había trascurrido placenteramente. A un ritmo mínimo, casi de gotero. Sí, era algo así, como si la vida en el pueblo se me administrara como una medicación intravenosa: cayendo gota a gota a través de un catéter venoso central y un puerto (así se llama, «puerto»), porque ya se sabe que los catéteres se utilizan cuando se necesita tratamiento médico durante un largo periodo de tiempo. Y yo necesitaba una curación a todos los niveles y con un tratamiento largo, que no indefinido, pues estaría en Atalaya de don Pelayo solo lo que durara el curso escolar.
Era viernes por la tarde y estaba acabando de arreglar la casa cueva excesivamente fresca que había alquilado a Berta, la del bar. Me daban ganas de encender la chimenea, pero aún era septiembre y no me parecía lo más adecuado. Además, no sabía cómo se hacía eso de colocar la leña, si había que poner mucha o poca, si se necesitaban unas hojas de periódico debajo, por ejemplo, para que prendiera, o bien carbón de las barbacoas o qué, qué porras se requería para encender la maldita chimenea. Si tenía que limpiarla antes, eso tampoco lo sabía. Ni por qué estaba tan llena de ceniza y de troncos a medio quemar si, teóricamente, Berta me había ofrecido la casa ya limpia, para entrar a vivir, me dijo. Con esa acumulación de ceniza parecía una chimenea vintage. Lo que yo sí sabía era que no tenía que preguntárselo a ella porque estaba excesivamente atenta a mi bienestar («¿te falta algo», «te llevo algo», «te…»?) y me resultaba cargante, siempre tan solícita.
Solícita y aprovechada, porque gracias a esa cercanía, no dejaba de contarme su vida, la buena vida que llevó con su marido en esta casa adentrada en la montaña, las obras que realizaron, lo maravilloso que era ese marido que solo le duró unos años. Un marido que no es el padre de su hijo, pues este nació muchos años después de su muerte (¡quince, quince años después!). Lo único que ella me ha contado, sin que yo le haya preguntado nada, es que sus ganas de ser madre se truncaron (eso me dijo, «se truncaron», como si fuera la protagonista de una telenovela) cuando murió su marido. Pero cuatro años atrás conoció a alguien que estaba dispuesto a hacerle un hijo (eso dijo, «hacerme un hijo», como si los hijos se hicieran como las magdalenas, amasando y tal).
El caso es que Berta la del bar gestó y tuvo el niño de ojos azules, rubito y risueño que ahora es alumno mío y fue entonces, tras el nacimiento de su hijo, cuando Berta decidió teñirse el cabello de rubio para que hubiera entre ella y él un vínculo físico, porque su difunto marido era totalmente opuesto (y yo lo sé, sé que era moreno y circunspecto, sin que tenga que enseñarme ninguna foto, porque su espíritu no deja de darme sustos y enormes dolores de cabeza cada vez que se aparece en la casa. Y como yo no le hago ni puñetero caso, se queda sentado en la butaca de al lado de la ventana, resignado. Eso sí, da unos suspiros enormes que me recuerdan a los de mi abuela. Nunca me gustó eso de ella).
Estaba contando que estaba ordenando mis cosas en la casa cueva. Tenía frío y por esa razón llevaba puesta, sobre la ropa veraniega, mi bata afelpada y mullida, recién encontrada en una de las cajas que me había traído de Zaragoza. Me la puse con manos ateridas, a pesar de que afuera, en la calle, los veinticinco grados aún seguían correteando como si tal cosa. Y ya, abrigada, me dispuse a colocar mi arsenal de lectura. Libros aún por leer (novedades y recomendaciones que había ido a buscar a mi librería favorita, la París, para hacer buen acopio en mis días solitarios de montaña), novelas y libros de autores que no había leído aún (Félix de Azúa, Mario Levrero, Samanta Schweblin, Toni Morrison) y novelas que estaban en mi piso y que ya había leído dos y tres veces, todas pertenecientes a Anne Tyler, Anna Gavalda, Elvira Lindo o Lorrie Moore, mis favoritas. Solo mujeres. Solo escritoras. Qué curioso. No había caído hasta ese momento.
El caso es que, enseguida, llené las pocas baldas disponibles en la estantería del comedor y no supe dónde colocar el resto. Fue en esos momentos cuando comencé a notar cómo me sacaba de quicio tanta decoración superflua en esta casa que me alquiló su dueña como si me hiciera entrega de las llaves de la suite presidencial de un hotel de cinco estrellas. Era odio lo que sentí en esos momentos, odio a tantas figuras y mesitas de cristal (me imaginaba que, si me daba un mareo y me caía encima de ellas, se romperían en mil cuchillos que me rasgarían la piel, la carne, y sus puntas afiladas irían penetrando en cualquiera de mis órganos vitales, por los que saldría toda mi sangre. Eso me imaginaba).
Suspiré mirando al techo y me encontré con la lámpara de metacrilato que colgaba de él. Oh, sí, también odiaba todas y cada una de las lámparas de metacrilato que había en todas las estancias. El metacrilato de las mesitas, también había metacrilato ahí. Había metacrilato por un tubo. Además, la animadversión de esos momentos abrazó también a todo lo dorado que recubría esas lámparas y esas mesitas y también a los grifos del baño de losetas rosadas y sanitarios del mismo color y los pomos de todas las puertas, los barrotes de la cama, los marcos de los espejos, los cuadros que colgaban en las paredes. Todo parecía de oro, como si Berta o su marido se hubieran convertido, un buen día, en el rey Midas.
Como iba diciendo, era viernes, y notaba que la ira me iba a estallar de un momento a otro, porque no tenía espacio para guardar mis libros y porque notaba la casa como un campo minado (te movías mal o apoyabas mal un pie y te podía explotar una figurita de cristal o una de cerámica, porque también había todo un regimiento de figuritas de cerámica, apostadas en todo tipo de lugares estratégicos. Figuritas con formas humana, animal o vegetal, cubiertas de polvo, esperando que alguien les prestara algo de atención). Justo cuando decidí coger una de mis cajas vacías para llenarla con esa decoración pasada de moda, oí mi nombre mientras se abría la puerta de la calle:
–¡Martina! ¡Es viernes por la tarde!
Me quedé con la estatua de un cisne en una mano y en la otra, una hoja de papel de periódico para envolverla. La boca, abierta.
–Soy Ricardo, el pastor –se presentó poniéndose una mano abierta a la altura de su corazón. Quizá para protegérselo–. ¡El pastor de ovejas! ¿Te acuerdas de que me preguntaste, allá en el campo, por dónde se iba al pueblo?
Continué callada. Me resultaba imposible reaccionar a esa intromisión. Me repitió que era viernes, que todo el mundo ya estaba en el bar de Berta porque era día de karaoke, que me diera prisa, que…
–¿Y tú entras siempre sin llamar? –le pregunté fría, disparándole con mis ojos, con mi ceño fruncido, con mi respiración agitada. Las sienes a punto de estallarme, que a mí las jaquecas me llegan cada vez que aparece un fantasma y esta vez lo tenía sentadito en la butaca de al lado de la ventana, no perdiéndose detalle–. ¿Abres una puerta y ya está?
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