Compromiso navideño - Liz Fielding - E-Book

Compromiso navideño E-Book

Liz Fielding

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Beschreibung

En sólo una semana pasó de no tener casa y odiar a los hombres a vivir con el hombre más guapo que había visto en su vida La atrevida Sophie Harrington no esperaba que el empleo que tanto necesitaba le permitiría además conocer a alguien como el guapísimo Gabriel York. Y aunque ella no era precisamente un animalillo abandonado, Gabriel acabó por ofrecerle alojamiento en su exclusivo hogar londinense. ¿Cuánto tiempo tardaría en darse cuenta de que Sophie no estaría en su vida por Navidad, sino para siempre?

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Seitenzahl: 179

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2004 Liz Fielding

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Compromiso navideño , Jazmín 1911 - noviembre 2024

Título original: A Surprise Christmas Proposal

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410747128

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 1

 

 

 

 

 

—¿Qué tipo de trabajo está buscando, señorita Harrington?

—Por favor, llámame Sophie. Peter siempre me llama así.

¿Dónde se había metido Peter cuando lo necesitaba? Yo había aportado mi inmenso potencial a esa agencia de colocación durante los últimos cinco años. Había aparecido por allí cuando me aburría o cuando algún jefe decidía que yo no era exactamente lo que buscaba o me animaba a ampliar mis horizontes, lo más lejos posible de él. O cuando decidía que yo era exactamente lo que estaba buscando y no aceptaba una negativa…

La verdad era que esa vez me había dado cuenta de que yo nunca sería lo que mi jefe estaba buscando y, aunque no era un buen momento para dejar de trabajar, le había ahorrado el mal trago. En ese momento, sentada delante de aquella mujer de expresión gélida, empezaba a preguntarme si no me habría precipitado un poco.

—Lo que sea —dije cediendo ante su silenciosa negativa a aceptar mi oferta de confianza—. No soy exigente. Siempre que no implique mucha mecanografía ni informática. Estoy hasta aquí de los ordenadores.

Me toqué la coronilla con la punta de los dedos y sonreí para demostrar que, ordenadores aparte, yo no iba a resultar una complicación. No podía permitirme ser una complicación. Fue en vano, como mi carísima manicura.

—Es una pena. Su paso por Mallory es su baza principal. ¿Qué referencias darían de usted?

Me había metido en un lío. Me había limitado a coquetear en una fiesta con un genio de la informática que, al parecer, buscaba una secretaria. Yo no había sido nunca secretaria y se lo dije, pero estaba preparada para intentarlo con toda mi alma. Él, que era un encanto, quiso darme esa oportunidad; era un hombre que sabía apreciar una laca de uñas bien puesta…

Por desgracia, unas uñas perfectamente arregladas y una caída de párpados más que aceptable, además del don de hacer un café extraordinario, no compensaban del todo mi incapacidad para escribir en el ordenador con más de dos dedos. Sobre todo cuando no estaba dispuesta a pasar del simple coqueteo, por muy atractivo que fuera.

Para ser sincera, había durado tanto en ese trabajo porque su jefe, Richard Mallory, estaba a punto de casarse con mi mejor amiga. Los había emparejado gracias a una maniobra perfecta y Richard no había sido capaz de proponerme que empleara mi talento en algún otro sitio. Por eso, yo había hecho que todo el mundo guardara en secreto mi dimisión hasta que él se fuera de luna de miel. Se enteró de alguna forma, pero no me crucé en su camino durante la última semana antes de la boda. En ese momento necesitaba un trabajo, lo necesitaba de verdad, pero no tanto como para hacer que un hombre ya mayor pasara un mal rato intentando convencerme para que me quedara, y no iba a pedirle unas referencias por ese mismo motivo.

Yo lo había intentado y había fracasado rotundamente. Nunca tendría madera de secretaria.

—Suelo rendir más en los trabajos que exigen relaciones sociales —reconocí para evitar una respuesta directa—. He trabajado de recepcionista —le recordé mientras señalaba el historial que ella tenía delante.

—Supongo que tendría que ser una recepción que no exija el uso de ordenadores —replicó sin dejarse impresionar—. Desgraciadamente, hay pocas hoy en día.

Intenté sonreír, pero no me resultaba fácil ante su falta de estímulo. Todo habría sido mucho más sencillo si hubiera estado hablando con un hombre. Los hombres, almas cándidas, me echaban una ojeada y solían olvidarse de las tonterías como los ordenadores o las pulsaciones al escribir. Yo no era sexista. Si ella me dejaba, estaba dispuesta a colaborar.

—También trabajé una vez en una galería de arte. Me gustó mucho.

Era verdad, hasta que el dueño de la galería me arrinconó en la diminuta cocina y tuve que elegir entre el paro o llevarme el trabajo a casa. La verdad era que me sorprendió, porque yo había creído que su afición por los pantalones de terciopelo y los abrigos de satén me garantizaban inmunidad.

—Naturalmente, es muy fácil encontrar ricos coleccionistas de arte… Esto no es una agencia de contactos, señorita Harrington.

Si ella supiera lo equivocada que estaba…

—No necesito una agencia de contactos —aseguré un poco más bruscamente de lo que era recomendable en esas circunstancias.

Empezaba a no querer tratar con aquella mujer. Yo no tenía ningún problema en atraer a los hombres. El problema era convencerlos de que no me dedicaba a conseguir que sus sueños se hicieran realidad. Los que lo entendían y aun así querían conocerme se convertían en mis amigos. Los demás, pasaban a la historia. Necesitaba un trabajo, las citas me las organizaba yo solita.

—Suelo tratar con Peter —le dije como escapatoria para ella—. ¿No está? Él sabe lo que puedo hacer.

Su mirada me dejó muy claro que ella también lo sabía.

—Peter está de vacaciones. Si quiere hablar con él, tendrá que volver el mes que viene, pero me extrañaría que él pudiera ayudarla. Hoy en día, las empresas buscan empleados que rindan, no que adornen —la mujer señaló el historial que tenía delante—. Ha tenido muchos trabajos, señorita Harrington, pero me parece que no está preparada para nada en concreto. ¿Alguna vez… ha planificado su… porvenir laboral?

—¿Planificar mi porvenir laboral?

¿Acaso pensaba aquella mujer que era tonta de remate? Claro que había planificado mi porvenir laboral. En él entraba mucho encaje blanco, un par de anillos y una carpa en el jardín de la casa de mis padres. Empecé a planificarlo cuando clavé los ojos en Perry Fotheringay embutido en unos pantalones de montar.

Me comprometería cuando tuviera diecinueve años y me casaría a los veinte. Tendría cuatro hijos preciosos y una niñera que se ocupara del trabajo sucio. También tendría unos setters irlandeses y viviría en una casa de estilo isabelino en Berkshire.

Todo estaba calculado.

Por desgracia, el tal Perry Fotheringay, un hombre arrebatador y heredero de la susodicha casa, también había planificado su porvenir y yo no entraba en esa planificación. Al menos en lo que se refería al encaje blanco, los anillos y la carpa.

Cuando ese plan falló, no tuve ganas de volver a empezar de cero. Había entregado mi corazón y estaría acumulando polvo, junto a la planificación de mi porvenir, en algún rincón de la sala de trofeos de Perry Fotheringay.

Mi gran error había sido creer que el matrimonio era cosa hecha cuando él me dijo que me amaba. Un error aún mayor había sido enamorarme de él perdida y absolutamente. Descubrí, demasiado tarde, que los hombres como él no se casan por amor, sino por interés, y después de aprovecharse todo lo que quiso de mi estupidez, con mi inestimable y devota colaboración, se casó con la heredera de una fortuna lo suficientemente grande como para financiar el mantenimiento de la casa isabelina y mantenerle a él entre los lujos que creía merecerse. Tal y como, al parecer, había hecho su padre en su momento.

Perry me lo explicó muy claramente cuando le enseñé el periódico que daba la noticia de su matrimonio: los hombres de la familia Fotheringay no trabajaban para ganar dinero; se casaban con él.

La heredera no hizo un buen negocio; a cambio de esa fortuna, debería haberse llevado un título también.

En cualquier caso, allí estaba yo en mi vigesimoquinto cumpleaños. Estaba en una agencia de colocación, cuando tendría que haber estado preparando una celebración por todo lo alto para mis amigos. ¿Pero acaso había algo que celebrar? Eran veinticinco años, un cuarto de siglo, y para empeorar las cosas, mi padre había convencido a los administradores del fondo fiduciario que me había dejado mi abuela para que dejaran de pasarme la asignación mensual y tuviera que buscarme un trabajo serio que me mantuviera por mí misma.

Eso me enseñaría a no decir mentirijillas piadosas.

Tres meses atrás me inventé la historia de que tenía que aguantar en el trabajo porque mi padre me había amenazado con retirarme la asignación, algo que hacía con bastante frecuencia, pero que los dos sabíamos que no pasaba de ser un farol.

Si embargo, esa vez lo había hecho. Él aseguraba que lo hacía por mi bien.

Quizá yo no fuera tan lista como mi hermana Kate, pero tampoco era tonta. Me daba cuenta de lo que se proponía. Creía que si tenía poco dinero, volvería al nido familiar para ocuparme de él. Una perspectiva muy poco atractiva que reunía todos los aspectos negativos del matrimonio y ninguno de los positivos. Seguramente por eso mi madre salió corriendo con el primer hombre que le dijo un halago desde que se convirtió en la señora Harrington.

—¿Y bien? —doña Carámbano estaba poniéndose nerviosa

—No es una planificación propiamente dicha —estaba claro que no iba a impresionarla con lo que en realidad era una fantasía—. No puede decirse que mi fuerte sean los conocimientos académicos, se me da mejor lo que mi madre llamaba talentos domésticos.

—¿Talentos domésticos…? —no llegó a sonreír, pero se le iluminó la cara—. ¿Qué tipo de talentos?

—Ya sabe… Arreglos florales y esas cosas. Puedo hacer maravillas con unas cuantas rosas y cuatro hierbas.

—Entiendo —se hizo un silencio muy significativo—. ¿Tiene algún título? ¿Algo que pueda presentar como prueba de su preparación?

Tuve que reconocer que no lo tenía.

—Pero la Asociación de Damas se quedó impresionada cuando representé a mi madre en el festival de flores de la parroquia con tan poco tiempo para prepararme.

Habían sido muy educadas. Ninguna mencionó la palabra hierbajos, un gesto muy generoso, ya que esperaban las mejores flores del jardín de mi madre.

Por desgracia, cuando ella decidió que estaba harta de perros y rastrillos y se fue a Sudáfrica con el musculoso monitor del club de golf, mi padre arrasó todos los arriates con el tractor.

Fue una tontería, porque ella no estaba allí para que se le desgarrara el corazón con la destrucción de su trabajo de tantos años y, además, fue él quien se quedó viviendo en medio de aquel solar.

—¿Algo más?

—¿Cómo? Ah…

Esa mujer empezaba a ponerme nerviosa. No iba a quedarme muda solo porque no podía mecanografiar un millón de palabras por minuto. Yo podía hacer muchas cosas.

—Tengo dotes organizativas.

Podía organizar unas fiestas fantásticas, y eso era un don. Sin embargo, una mirada a doña Carámbano me dijo que organizar fiestas no se cotizaba mucho en el mercado laboral. La frivolidad en el trabajo era, rotundamente, algo del pasado.

—También puedo organizar una recaudación de fondos para los boy scouts o un té en el club de cricket o un campeonato de cinquillo en la parroquia.

En teoría. Nunca lo había hecho sola pero, al revés que la listilla de mi hermana mayor, que había estado demasiado ocupada estudiando, yo sí había ayudado a mi madre a hacer esas cosas. Había sido mucho más divertido que repasar para hacer unos exámenes espantosos y, además, yo no tenía ninguna intención de ir a la universidad.

Naturalmente, Kate no había tenido ningún problema para encontrar un trabajo, y en esos momentos tenía un maravilloso marido que era abogado y la adoraba.

—Puedo hacer montones de pasteles —no los había hecho desde que me fui de casa a los dieciocho años para no toparme con Perry en su Ferrari, pero esas cosas no se olvidaban—. También sé francés —añadí un poco lanzada.

—Bien…

Cuando estaba dispuesta a dar una versión más realista de mis conocimientos de idiomas, ella soltó una parrafada en francés. Lo dijo muy deprisa, pero por la entonación llegué a saber que era una pregunta y era fácil adivinar lo que estaba preguntando.

—También toco el piano y sé el tratamiento de cualquiera, desde un duque a un arzobispo… —añadí antes de que me preguntara la diferencia entre una corchea y un trémolo.

—Entonces, parece ser que ha confundido su vocación —dijo ella cortándome antes de que hiciera un ridículo absoluto—. Estaba destinada a casarse con alguien de la familia real.

Empecé a reírme, aunque a ella no le hacía ninguna gracia. Aquella mujer, al revés que el añorado Peter, no tenía sentido del humor y tampoco se tomaba la falta de titulaciones como un reto para su creatividad. Se limitaba a pensar que yo era una princesita malcriada que tenía al valor de ocupar su precioso tiempo.

Pensé, con un poco de retraso, que ella podía tener algo de razón y que yo quizá debiera replantearme mi vida por completo. Lo haría en cuanto consiguiera un trabajo remunerado.

—Mire, no necesito un trabajo donde paguen una fortuna. Me basta con poder pagar las facturas.

Además de comprarme una barra de labios de vez en cuando. No necesitaba una fortuna, pero tampoco cuatro perras. Por lo menos, tenía el lujo de vivir sin tener que pagar alquiler gracias a tía Cora, que prefería la calidez del sur de Francia a su piso de Londres.

—De verdad, tendré en cuenta cualquier cosa.

—Entiendo. Muy bien, señorita Harrington, dado que parece dotada para los trabajos domésticos, quizá pueda hacer algo. En este momento no me piden floristas, pero ¿qué tal se le da la limpieza?

—¿Limpieza? ¿Limpieza de qué?

—De cualquier cosa por la que la gente pague dinero. Sobre todo de cocinas, pero también hay bastante demanda de suelos y cuartos de baños.

¡Estaba de broma! El único líquido limpiador que había tocado últimamente venía en un frasquito carísimo que vendían en Claibourne & Farraday.

—No tengo mucha experiencia en ese terreno —reconocí.

El piso de tía Cora incluía a una mujer que iba tres veces por semana. Cobraba un dineral por hora, pero yo había pensado alquilar el cuarto de mi hermana para pagarla. Eso cuando quedara libre. Tía Cora había aprovechado la marcha de Kate para dejar su habitación a unos amigos queridísimos que estaba buscando un piso en Londres. Llevaban meses sin encontrarlo y, al fin y al cabo, ¿por qué iban a tener prisa si no pagaban alquiler y, al revés que yo, tampoco pagaban ningún gasto?

—Vaya, es una pena, siempre puedo encontrar un trabajo a alguien que sepa barrer —hizo un leve gesto despectivo—, pero está claro que ese no es su concepto de cualquier cosa —se levantó—. Si me piden algún trabajo que encaje con su perfil concreto, la llamaré —remachó con algo más que ironía.

Consiguió que esa posibilidad sonara tan remota como una nevada en el infierno, y la sonrisa torcida que no pudo disimular me hizo actuar irreflexivamente.

—He dicho que no tenía mucha experiencia, no que no pudiera intentarlo.

En cuanto dije las palabras, supe que iba a arrepentirme, pero por lo menos me había dado el placer de borrar ese aire de superioridad de la cara de doña Carámbano.

—Esa sí es una buena disposición —esbozó una sonrisa de satisfacción, como si estuviera deseando ponerse a buscar en el archivo de demandas de limpiadoras—. Tengo su número de teléfono. La llamaré muy pronto.

—Muy bien —repliqué si dejar de mirarla a los ojos.

Entretanto, me compraría los mejores guantes de goma que pudiera permitirme. Al fin y al cabo, era mi cumpleaños.

 

 

No pasaría nada, me dije en cuanto llegué a la calle y, automáticamente, levanté el brazo para parar un taxi. Luego, lo pensé mejor y me aparté para que otra persona se quedara con él.

No pasaría nada, Peter volvería pronto, me encontraría algo y la vida volvería a ser la de siempre, más o menos. Mis gastos se habían doblado y mis ingresos habían dejado de existir.

Tendría que empezar a mimar el dinero. Me compraría el periódico para ver las ofertas de empleo. La única posibilidad de no aceptar el repugnante empleo que me ofreciera doña Carámbano era que ya tuviera trabajo. La idea de darle en las narices me entusiasmaba. Yo no era vaga ni imposible de contratar. Había tenido muchos trabajos. Sin embargo, tenía que tener presente la espantosa perspectiva de llegar a ser el ama de llaves, sin sueldo, de mi malhumorado padre. También estaba dispuesta a demostrárselo a él.

De acuerdo, durante los últimos años me había dedicado a divertirme, pero ¿qué tenía que tomarme en serio? Sin embargo, había puesto los pies en la tierra y había comprendido que no podía llevar esa vida indefinidamente. Tendría que tomarme las cosas en serio y planificar mi porvenir laboral cuando acababa de cumplir veinticinco años.

Pensé que si no tenía cuidado, otros veinticinco años se me irían entre los dedos de las manos y no me habría enterado. Efectivamente, era el momento de ponerse seria.

Entré en la tienda de la esquina y compré comida para gatos y un periódico. Lo ojeé mientras esperaba a que la cajera dejara de coquetear con un hombre que había comprado una revista de motos y comprobé encantada que podía buscar trabajo en Internet, lo que me ahorraba el trago de parecer una inútil en una entrevista personal.

También compré un cuaderno y un bolígrafo. Los necesitaría para planificarme. Señalé todos los trabajos posibles en el periódico mientras iba en el autobús y me bajé en mi parada rebosante de entusiasmo.

Tendría que mimar el dinero, pero no estaba sin casa como el hombre de la esquina que vendía revistas.

—Hola, Paul. ¿Qué tal? ¿Has encontrado algún sitio para vivir?

—A lo mejor para después de Navidad.

—Estupendo —le di el dinero de la revista y me agaché para acariciar al chucho que estaba a su lado—. Hola, amiguito —le dejé una libra, lo que venía a ser el precio del taxi—. Cómprate un hueso de mi parte.

Entré por la puerta trasera del edificio para encontrarme a la gata rayada que vivía allí. Encantada de que mis «huéspedes» se hubieran ido durante una semana, fui hacia el vestíbulo dispuesta a tomarme muy en serio la búsqueda de un trabajo.

Quizá estuviera queriendo pasar por alto mi cumpleaños, pero era la única. El portero tenía un montón de tarjetas para mí, así como un paquete de mi hermana, que estaba visitando a su familia política, y unas flores impresionantes.

Ginny y Richard me mandaban un ramo de girasoles, mis flores favoritas, que vaya usted a saber de dónde había sacado la floristería a esas alturas del año. Se me hizo un nudo en la garganta. Yo estaba segura de que en la luna de miel te olvidabas del resto del mundo. Ginny no. También había una orquídea de Philly. Hacía años que no veía a mi vecina itinerante. Ella y Cal se pasaban la vida filmando la fauna exótica de cualquier rincón del mundo. Todo habría sido perfecto si las rosas no hubieran sido de mi madre.

Resoplé. Me negaba a llorar. No lloré, había gastado todas mis lágrimas con Perry Fotheringay, pero estuve a punto. Todas las personas que quería estaban casadas, viajando u ocupadas en ganarse la vida. Yo no iba a negarles la felicidad o el éxito, pero estaba cansada de ser la amiga que siempre evita agarrar el ramo de flores que le lanza la novia antes de marcharse rumbo a su nueva vida.

Abrí el paquete de mi hermana. Entre los papeles de seda encontré un frasco de crema antiarrugas, unas medias contra las varices y unas bragas gigantes. En el sobre de la tarjeta también había un bono para pasar un día con todos los gastos pagados en un centro de belleza de lujo.

Era exactamente lo que necesitaba: risas y un poco de lujo.

Todavía tenía la sonrisa en los labios cuando sonó el teléfono. Descolgué, convencida de que sería alguien de la pandilla.

—Sophie Harrington: soltera, sexy y en plena celebración.

—¿Señorita Harrington? —la voz de doña Carámbano me congeló la sonrisa—. ¿Que tal se le dan los perros?

—¿Los perros?

¿Pretendía que limpiara perros?

—Un cliente necesita alguien que le pasee los perros y he pensado que a lo mejor usted podría hacerlo.

Me aclaré la garganta dispuesta a decirle lo que ella podía hacer con los perros, pero por algún motivo me contuve.

Yo había dicho cualquier cosa. Si aquello era una prueba, no iba a permitir que mi orgullo me impidiera superarla. Sobre todo, cuando habría paseado gratis a los perros si me lo hubieran pedido amablemente. Es más, me habría ofrecido voluntariamente, me encantaban los perros. Eran francos, no tenían dobleces ni secretos. Nunca te dejaban en la estacada.

—¿Cuánto la hora?

Como no me lo habían pedido amablemente, yo también podía darle un aire profesional.