Confesiones íntimas - Joanne Rock - E-Book

Confesiones íntimas E-Book

Joanne Rock

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Beschreibung

Tenía que averiguar si su interés por ella era sólo en relación al caso… o se trataba de algo más personal Wes Shaw creía haberlo visto todo en su carrera de detective… hasta que conoció a la atractiva Tempest Boucher. Aquella mujer era práctica y sensual, una mezcla a la que no podía resistirse. Lástima que se sospechara que una de sus empresas servía como tapadera a ciertas actividades ilegales… entre las que quizá se incluyera el asesinato. Tempest había vivido siempre de acuerdo a las normas. Por eso cuando de repente se sintió el centro de atención de aquel sexy detective, su cuerpo reaccionó de la manera más desinhibida. Y los interrogatorios de Wes no tardaron en convertirse en confesiones entre las sábanas…

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Seitenzahl: 237

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

© 2006 Joanne Rock

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Confesiones íntimas, Elit nº 449 - marzo 2025

Título original: Silk Confessions

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. N ombres, c aracteres, l u g ares, y s i t u aciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410745810

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

Índice

 

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Tempest Boucher tenía que dirigir una compañía multimillonaria, asistir a una clase de kickboxing, lidiar con una junta de ejecutivos alterados y escribir su intervención para el seminario de finanzas que se había comprometido a impartir en la Universidad de Nueva York. No obstante, todo aquello tendría que esperar, porque faltaban cinco minutos para que empezara Los días de nuestras vidas.

—¡Eloise!

Tempest llamó a su pastor alemán de dos años, mientras hacía malabarismos con la bicicleta y la correa de la perra, y buscaba las llaves del portal. Eloise parecía ignorar el porqué de tanta prisa y no dejaba de mirar con cara famélica a un vendedor de galletas de la esquina. Gracias a la construcción de tres edificios nuevos, la Dieciocho Oeste del barrio de Chelsea, en pleno Manhattan, se había convertido en un emplazamiento ideal para cualquiera que se dedicara a la venta ambulante de comida.

Ajeno a la inquieta dueña de Eloise, el vendedor le dio una galleta al animal. Sólo entonces Eloise se dignó obedecer y a entrar en la casa.

Tempest refunfuñó mientras subía los tres tramos de la escalera con la bicicleta al hombro. El viernes era el único día en que podía permitirse el lujo de ver las telenovelas que le gustaban para llorar a rienda suelta, y se preguntaba si Eloise no podía escoger otro día para hacer gala de su tendencia a la mendicidad.

Decidida a encontrar algo de diversión, y una mínima sensación de normalidad fuera de la vida de responsabilidades, en Nochevieja había decidido que en el nuevo año empezaría a vivir su propia vida. Claro que no todos los días serían suyos. Tras la inesperada muerte de su padre ocho meses antes había tenido que asumir el control de Boucher Enterprises, y las tareas de directora ejecutiva provisional demandaban la mayor parte de su tiempo.

Pero un día a la semana, el viernes, podía ser suyo. Hacía dos meses que pasaba los fines de semana en su nuevo estudio de Chelsea, un barrio decadente y maravillosamente normal donde ninguno de sus vecinos sabía que la nueva inquilina era la hija del excéntrico empresario Ray Boucher.

Y Tempest quería que fuera así.

Estaba orgullosa de haber encontrado un espacio propio y de poder pagarlo con sus escasos ingresos como escultora. De hecho, para sobrevivir en Manhattan con unos ingresos tan bajos hacía falta tanta habilidad para las finanzas como para dirigir Boucher Enterprises. Probablemente más, dado que las empresas de su familia tenían un ejército de contables y analistas financieros a los que recurrir cuando necesitaba asesoramiento comercial, mientras que ella tenía que administrar sus finanzas personales sin ninguna ayuda. A menos que la mendicidad callejera de Eloise pudiera considerarse ayuda.

Mientras apuraba los últimos escalones hasta la puerta de su piso, Tempest ya oía en su cabeza los primeros acordes de la sintonía de la telenovela.

—Como un reloj de arena… —cantó.

Los días de nuestras vidas le recordaba que debía relajarse y disfrutar de su vida. La sintonía se había convertido en el momento de transición personal en que dejaba atrás a la Tempest heredera, la que tenía una agenda tan apretada que necesitaba un secretario. Aquél era el momento de ser Tempest, la mujer a la que la apasionaba esculpir, ver culebrones y ahorrar dinero para un futuro que no incluía dirigir la empresa familiar.

Pero cuando iba a meter la llave en la cerradura se dio cuenta de que la puerta estaba entreabierta. Pensó que era posible que el portero se hubiera dignado por fin reparar la ducha. Aunque estaba casi segura de que debía de ser aquello, por las dudas dejó la bicicleta en el pasillo y dejó que Eloise entrara primero.

Satisfecha tras su ración de comida extra, la perra empujó la puerta con el hocico y reveló que el pequeño refugio de Tempest estaba tan revuelto que resultaba irreconocible.

 

 

El inspector de la policía de Nueva York Wesley Shaw no solía prestar atención a las llamadas que atendían los otros agentes de su comisaría de la Veinte Oeste, pero mientras deambulaba entre las mesas antes de empezar su día de trabajo oyó a un novato mencionar un nombre que lo hizo pararse en seco.

—¿Has dicho Tempest Boucher? —preguntó, acercándose a Carl Espósito.

Carl no le hizo caso y siguió apuntando la información que le pasaban por teléfono. Wes se estiró para mirar lo que escribía el novato y notó la comezón que sentía siempre que el instinto le decía que estaba ante una buena pista; una cualidad profesional para la investigación, que no experimentaba desde que su primer compañero había desaparecido dos años atrás. Llevaba tanto tiempo funcionando en piloto automático que aquella comezón había sido tan inesperada como bienvenida.

Se había pasado una semana investigando un caso de asesinato sin dar con ninguna pista válida, hasta que dos días antes había establecido una relación entre la víctima y una agencia de contactos por Internet. Y aunque no había podido dar con nadie de MatingGame.com, había descubierto que era una de tantas empresas de Boucher Enterprises, el grupo financiero afincado en Manhattan.

Que saliera el nombre de Tempest Boucher apenas cuarenta y ocho horas después de su descubrimiento no podía ser una coincidencia.

—Me haré cargo de esto —dijo, en cuanto Carl cortó la comunicación.

Acto seguido, Wes tomó las notas del novato, decidido a seguir cualquier pista que le generara la sensación que Steve, su antiguo compañero, llamaba «la droga de los policías»: algo que sacudía el sistema nervioso más que ningún otro estimulante, por la adrenalina que surgía al resolver un caso o atrapar a los delincuentes.

Era extremadamente adictivo. Wes había sufrido la falta de aquella sensación durante veinticuatro patéticos meses, como un adicto con síndrome de abstinencia. Y, desde luego, no dejaría pasar la oportunidad de volver a sentirla.

—¿Estás seguro? —preguntó Carl—. Vivo a dos calles de allí. Puedo preguntar a los vecinos si han visto algo.

—Ocúpate de que un coche-patrulla se reúna conmigo en el lugar —contestó Wes desde la puerta—. De todas maneras, necesitaba hablar con esta mujer.

Al salir a la penumbra de la tarde, Wes recordó que tenía que informar a su nueva compañera. A Vanessa le habría hecho gracia oír que la seguía llamando «nueva»; llevaban un año y medio trabajando juntos, y siempre andaba detrás de él como una hermana mandona, tratando de que recuperara el espíritu.

—Hazme un favor —le gritó a Carl, asomando la cabeza por la puerta—. Cuando llegue Vanessa, dile dónde estoy.

Diez minutos después, Wes llegó a un edificio que no se parecía en nada a las construcciones de élite que cabía esperar para la heredera de una fortuna multimillonaria. El coche-patrulla ya estaba frente a la entrada y atraía la atención de algunos vecinos. Aunque los neoyorquinos tenían fama de no meterse en asuntos ajenos, no era la primera vez en sus nueve años como policía que Wes se topaba con curiosos.

Subió corriendo las escaleras y llegó al tercer piso en cuestión de segundos. Había una bicicleta abandonada en mitad del pasillo, mientras que un pastor alemán con aspecto afligido custodiaba la puerta entreabierta del piso treinta y cinco. Una anciana delgada vestida con una bata de flores azules y amarillas espiaba desde otro piso, pero al margen de aquello, la tercera planta estaba en calma.

Wes se detuvo un momento para acariciarle la cabeza al perro y ganarse su confianza antes de dirigirse al interior del piso, desde donde procedía un rumor de voces. La luz que entraba por los enormes ventanales iluminaba el desastre de ropa desgarrada, plantas arrancadas de los tiestos y esculturas destrozadas. Había dos agentes uniformados en el lugar; uno estaba de rodillas entre los escombros, recogiendo huellas dactilares de los cristales rotos, y el otro estaba de pie junto a las ventanas, tomando notas mientras hablaba con una morena delgada.

Wes reconoció a Tempest Boucher; la había visto en los periódicos. Se la veía nerviosa, alterada, y no dejaba de balancearse sobre los talones, como si fuera su truco para mantener el control. Tenía unas curvas de ensueño, la piel clara y una melena corta, castaña y rizada. Llevaba puestas unas zapatillas de deporte y un elegante traje de chaqueta rojo que parecía hecho a la medida de su cuerpo de sirena. Entre las curvas voluptuosas y los labios carnosos tenía un lejano parecido a Betty Boop, pero carecía de la ingenuidad de los enormes ojos del personaje de historieta. Bien al contrario, la mirada de sus ojos marrones era astuta y calculadora.

—¿Señorita Boucher? —preguntó él mientras recogía lo que había quedado de una escultura.

Wes notó que la mujer no apartaba la vista de la pieza. Miró de reojo el objeto y supuso que era un dedo de arcilla, pero al mirarlo mejor se dio cuenta de que en realidad se trataba de un pene.

Impulsado por su instinto masculino, se apresuró a dejarlo de nuevo en el sofá. Por muy desesperado que estuviera por resolver el caso, tenía sus límites.

—Por favor —contestó ella—, llámeme Tempest.

Se le habían iluminado los ojos, pero no dejaba de temblar.

—Soy el inspector Wesley Shaw.

Wes se estiró para estrecharle la mano y se dio cuenta de que estaba ansioso por tocarla. Era una sensación inquietante, dado que aquella mujer podía estar implicada en algo peligroso y hasta mortal.

Le hizo un seña con la cabeza al agente que estaba tomando notas para advertirle que desde aquel instante se haría cargo del interrogatorio. Aunque la mujer le caía bien y de momento parecía inocente, no podía permitir que engatusara a uno de los novatos con su cara famosa y su evidente sensualidad. Paris Hilton no era nadie en comparación con la esquiva y deliciosamente curvilínea Tempest Boucher.

—¿Y si nos sentamos? —preguntó él, mirando el sofá lleno de manos, pies, brazos y, cómo no, más penes de arcilla.

Aunque Wes sabía que no tenía derecho a juzgarla por el contenido de su piso, el policía que había en él no podía evitar preguntarse si la heredera utilizaba aquel estudio como nido de amor, o como reducto de actividades sórdidas.

La conexión entre Tempest y el asesinato que investigaba Wes la relacionaba con algunos personajes muy desagradables.

—Sí, claro —contestó ella, apartando los restos de las esculturas y de los dibujos de anatomía masculina—. Siéntese.

Él se estremeció al verla rozar el dibujo de un pene. Una reacción inapropiada que indicaba que llevaba demasiado tiempo sin compartir la cama con una mujer, porque empezaba a excitarse en el trabajo.

Habría tomado nota de que debía llamar a su amante del mes de no haber sido porque aquél era uno de los muchos meses en los que no tenía ninguna. De hecho, si no le fallaba la memoria, durante el último año y medio sólo había tenido dos amantes ocasionales. Un récord de pena.

Lamentaba haberle dicho a su nueva compañera que las relaciones afectivas lo asfixiaban, porque Vanessa no dejaba de fastidiarle diciendo que era incapaz de mantener a una mujer en su vida más de un mes. Y en parte tenía razón. Había preferido no contarle que alguna vez había tenido una relación duradera, antes de que su primer compañero empezara a trabajar como agente encubierto y desapareciera. Desde entonces, el trabajo y la vida personal de Wes se habían convertido en un desastre; y más después de que en otoño encontraran el cadáver de Steve flotando en el río East.

Con los pensamientos eróticos sobre la sensual Tempest bajo control, Wes se sentó en el sofá, a pocos centímetros de ella. Entonces notó que no había ninguna cama en el lugar, lo que significaba que debía de dormir precisamente allí, en el sofá en que estaba sentado.

Desesperado por mantener la atención en el caso, preguntó:

—¿El perro que está fuera es suyo?

—¿Eloise?

Tempest echó una ojeada a su alrededor, como si acabara de recordar que tenía perro. Se puso dos dedos entre los labios y emitió un silbido.

La perra se abrió paso entre los escombros. La sola presencia del animal parecía relajar a la dueña.

—Sí, es mía —continuó—. Nunca habría traído a un pastor alemán a la ciudad, porque les gusta mucho correr, pero la encontré en un contenedor, de camino al trabajo, y… ¿qué otra cosa podía hacer? Supuse que vivir conmigo, aunque no tenga un terreno para que pueda correr, sería mejor que el destino que la esperaba.

Wes la observó acariciar el lomo de la perra, hundir las impecables uñas pintadas de rojo en el pelaje del animal. No le cabía duda de que tenía un buen porvenir.

—Se la ve muy adaptada —dijo.

Y sin mencionar que en su diminuto piso de Roosevelt Island tenía una san bernardo que era el doble de grande que Eloise, añadió:

—¿Sabe qué ha pasado aquí?

—Al volver de una reunión vi que la puerta estaba sin llave. Eloise entró primero, porque yo estaba algo inquieta. Le aseguro que desde pequeña me tomo muy en serio la seguridad, y jamás olvidaría cerrar con llave.

—¿Falta algo?

—He llamado a la policía en cuanto he visto el desastre, y aún no he mirado bien —contestó ella contemplando los escombros—. No sé si sabría por dónde empezar para ver si se han llevado algo.

Wes miró en la misma dirección y no pudo evitar ver el montón de ropa interior revuelta fuera del armario. Encaje negro mezclado con tirantes rosas, satén azul y gasa transparente. Tendría que haber estado muerto para no observar aquella ropa interior femenina, pero se negaba a imaginar a Tempest con alguno de aquellos conjuntos. Aunque lo tentaba la idea, y mucho.

Se prometió que no sólo se ocuparía de buscarse otra amante pronto, sino que además se buscaría alguna a la que le gustase la lencería erótica. Su libido había reaparecido después de meses y meses de apatía.

—El grado de destrucción de sus cosas indica que quien haya sido buscaba algo concreto —dijo, volviendo al interrogatorio—, o que le tiene una inquina particular. Piense si tenía algo que alguien pudiera querer. ¿Algo de valor? ¿Algo que pudiera importarle particularmente a alguien?

Wes la miró con detenimiento para ver si mostraba algún signo de culpa o falsedad, pero sólo vio a una mujer pensando concienzudamente. Pensó en la vecina que había estado espiando. ¿Lo habría hecho por alguna razón especial o sólo para cotillear?

Tempest se llevó la mano al colgante de cristal que llevaba en el cuello. Wes observó cómo le latía el pulso y trató de imaginar qué se sentiría al acelerarle el corazón a aquella mujer.

—Es obvio que el intruso no ha pensado que mis esculturas tuvieran valor —dijo ella.

—¿Colecciona esculturas? —preguntó.

Aunque sentía la tentación, se abstuvo de mencionar las figuras de hombres desnudos. Tal vez la vecina curiosa de Tempest fuera una anciana pudorosa que rechazaba a cualquiera que mostrara un interés tan evidente por la desnudez masculina.

—Las he hecho yo —contestó ella, levantando la cabeza como si la hubiera ofendido—. Esperaba convencer a una galería de la zona para montar una exposición cuando tuviera material suficiente, pero ahora…

Cabía suponer que una heredera famosa podría conseguir un espacio para exponer en la galería que quisiera. A Wes no lo preocupaba el asunto. Necesitaba respuestas de Tempest Boucher, y todo indicaba que no las obtendría con sutileza. Había llegado el momento de pasar a las preguntas directas.

—¿Tenía objetos de valor aquí? ¿Joyas? ¿Otras obras de arte, además de las suyas?

 

 

Tempest se quedó mirando al cruel inspector Shaw y se dijo que no debía de tener ni una pizca de creatividad en el cuerpo. De lo contrario, no le habría preguntado si poseía obras de arte que tuvieran valor real con tanta desfachatez.

—A decir verdad, mis esculturas eran lo más valioso que había aquí —declaró—. No tengo mucho más que herramientas para esculpir en este estudio.

Tempest evitó mencionar las fotografías que utilizaba como fuente de inspiración, aunque eran indispensables, dado que le gustaba moldear cuerpos masculinos. Y a juzgar por las obras que había vendido, no era la única mujer a la que le gustaba tener el torso desnudo de un hombre en la casa.

De hecho, de no ser por aquellos modales tan toscos, el propio inspector Shaw le habría servido de inspiración. Entre el pelo corto y oscuro y las facciones romanas, poseía un atractivo clásico que las mujeres de cualquier época habrían encontrado irresistible; aunque los ojos grises y el tatuaje de la muñeca le conferían un encanto masculino singular. Llevaba un traje de buena confección que probablemente le había costado una fortuna, pero estaba descuidado y se le hacían arrugas en los hombros. Unos hombros muy interesantes que a cualquier mujer le habría gustado moldear. En arcilla, desde luego.

Él echó un vistazo al estudio, como si tratara de comprobar que decía la verdad al afirmar que era un lugar de trabajo. Tempest lo maldijo en silencio por ser tan desconsiderado. Se suponía que ella era la víctima, y la molestaba que no hubiera hecho el menor esfuerzo por preguntarle si estaba bien. Nunca había sido paranoica, pero hasta un hombre duro se habría alterado al ver sus objetos personales destrozados y desparramados por el suelo.

—En cuanto terminemos de recopilar pruebas, necesitaremos hacer una revisión exhaustiva para ver si falta algo —dijo él—. Mientras tanto, me gustaría hacerle unas cuantas preguntas sobre Boucher Enterprises.

Wes la miró directamente con una franqueza inquietante, y Tempest creyó notar un asomo de interés masculino en aquellos ojos grises. Una vez más se estaba dejando llevar por la atracción que sentía por Wesley Shaw en lugar de concentrarse en el acto delictivo que algún cerdo había cometido contra ella.

—¿Ha reconocido el apellido? —preguntó.

Tempest había albergado la absurda esperanza de que no quisiera hablar sobre su relación con la famosa familia, aunque suponía que, de todos modos, tendría encima a la prensa en cuanto se diera a conocer el informe policial. Los periódicos contarían lo que le había ocurrido, lo que impacientaría a su madre, que la llamaría para insistir en la necesidad de que volviera a la seguridad de la casa familiar en Park Avenue. Tan pronto como la prensa descubriera su refugio de fin de semana, su vida en Chelsea sería imposible. Y por si fuera poco, tendría que soportar las protestas de la junta directiva de Boucher Enterprises, que no había entendido nunca su deseo de tener una vida diferente y al margen de sus compromisos con la empresa.

—¿Quién no lo habría reconocido en Nueva York? —dijo Wes—. The Post publicó un reportaje sobre usted hace dos semanas…

—Lo recuerdo.

Era difícil olvidar un artículo que daba entender que estaba obsesionada con los jovencitos, y todo porque había ido al cine con el joven encargado del bar de la esquina.

Tempest adoptó su mejor actitud de ejecutiva agresiva y dejó el asunto a un lado, porque no le apetecía pensar con qué hombre habría preferido salir en lugar de con el chico del café. Que no disfrutara de su papel como directora de Boucher Enterprises no significaba que no pudiera interpretarlo cuando era necesario. Después de encontrar su estudio patas arriba y de haberse perdido su telenovela favorita, no estaba de humor para lidiar con indirectas y, desde luego, no quería volver a descubrirse fantaseando con los hombros del inspector.

—Por favor —añadió—, ¿podríamos ir directamente a las preguntas?

Antes de que Wes pudiera decir nada, un agente lo llamó desde la otra esquina de la sala.

—Parece que tenemos un mensaje del intruso, Shaw.

De pie junto al ordenador, el policía tenía en la mano la ropa interior que habían desparramado encima del monitor. Al apartar la montaña de seda y encaje, las enormes letras escritas en la pantalla se vieron desde todas partes.

Tempest se puso en pie y, mientras se acercaba al ordenador, leyó el mensaje en voz alta:

—«Te has metido donde no debías, zorra».

Cualquier frustración que pudiera haber sentido respecto al inspector Shaw quedó anulada por la repentina oleada de miedo. El mensaje de la pantalla lo había escrito alguien que la conocía. No había sido un robo fortuito, sino parte de un plan trazado contra ella.

La idea la dejó paralizada. Había luchado mucho por tener un poco de independencia en una vida llena de compromisos con los negocios familiares. La escultura y el humilde piso en el centro la hacían sentir que tenía una vida normal, en la que no estaba sometida a la constante vigilancia de las cámaras de seguridad y los guardaespaldas de la familia. Pero si su refugio de fin de semana no era seguro, dudosamente podría evitar el tener que volver con los Boucher, a una casa que era tan segura y casi tan hogareña como un fortín.

Wes se acercó a ella.

—¿Señorita Boucher? —dijo, con un tono más suave, pero sin dejar de mirarla con recelo—. Creo que ha llegado el momento de que hablemos con franqueza de su trabajo.

Ella se mordió el labio, mientras trataba de dilucidar qué pretendía aquel hombre y por qué sospechaba tanto de ella. Pero independientemente de lo que pensara de los modales toscos y del atractivo innegable del inspector, sentía que Shaw era su mejor baza para mantener el estudio a salvo.

Encontraría la forma de hacer caso omiso a la atracción que sentía por él y haría cuanto estuviera en su mano para ayudarlo a resolver el caso.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Tempest se rodeó con los brazos, impresionada por el mensaje de la pantalla del ordenador.

—Como directora ejecutiva provisional de Boucher Enterprises tengo que supervisar muchas pequeñas empresas de una gran variedad de industrias —explicó—. Además tengo este estudio de escultura, cosa que también considero un trabajo.

A Wes le caía bien. Tantos años en la policía habían potenciado su talento para evaluar las reacciones de la gente, y o Tempest era una actriz impresionante o estaba realmente sorprendida y asustada por haber encontrado su casa revuelta.

Desde luego, aquello no la convertía en inocente; podía seguir relacionada con el caso de asesinato, o estar involucrada en MatingGame.com, que, según había asegurado el informador de Wes, era la tapadera de una red de prostitución. De ser así, el miedo y la sorpresa podían ser mera consternación ante la prueba de que alguien iba tras ella.

Tal vez la repentina necesidad de confirmar que era la heredera del imperio Boucher hubiera tenido más que ver con que le apetecía conocerla mejor. Por mucho que intentara reprimirse, Wes no dejaba de imaginarla con la lencería que estaba desparramada por el suelo, ni de preguntarse si llevaría ropa interior de encaje debajo del traje de chaqueta.

Se obligó a apartar la idea de su mente y a concentrarse en el caso.

—¿Tiene motivos para creer que alguno de sus negocios podría estar implicado en actividades ilegales? —preguntó.

Aquélla era la pregunta fundamental, la que podía revelar si tenía una relación oculta con una red de prostitutas de alto standing. No cabía duda de que tenía los contactos necesarios para ofrecer acompañantes a los millonarios de la ciudad. Wes detestaba aquella posibilidad, pero las montañas de lencería desparramadas por el estudio cobraban una importancia siniestra.

—Inspector Shaw, le aseguro que si sospechara que una de mis empresas está involucrada en actividades ilegales, ya la habría cerrado —afirmó Tempest mirándolo con frialdad—. Si tiene motivos para sospechar que alguno de mis negocios está relacionado con algo ilegal, le ruego que me informe de inmediato para que pueda cortar cabezas o lo que sea.

Por extraño que pareciera, la amenaza sonaba más convincente a la luz de los penes de arcilla. Wes no había esperado tanto ímpetu en una mujer a la que pensaba mantener en la lista de sospechosos. Se preguntaba si era un sádico por pensar que Tempest Boucher y su promesa de venganza se habían convertido en el caso más interesante que había tenido en dos años.

A medida que se ampliaba la red de intriga que rodeaba aquel misterio, Wes sentía por primera vez en mucho tiempo que disfrutaba de su trabajo.

—¿Así trata Boucher Enterprises a los empleados que no acatan las normas de la empresa? —preguntó.

—No hace mucho que estoy al mando. Los ocho últimos meses han sido terribles para mi familia, y no quiero imaginar la histeria mediática que generaría un asunto turbio.

—¿Tiene archivos del trabajo en este ordenador?

Wes miró el equipo que el agente acababa de inspeccionar en busca de huellas. Estaba ansioso por meterse con él para ver qué secretos podía revelarle.

Además, era mejor pensar en enredarse con un ordenador que pensar en acariciar a la mujer que tenía delante, con quien tenía que mantener las distancias mientras fuera sospechosa.

—Nada relacionado con Boucher Enterprises, pero sí tengo las cuentas de mi trabajo como escultora —contestó ella—. Eso es todo. No se puede decir que sean cifras que me permitan mantener un nivel de vida alto. Y ahora que han destrozado mi colección…

Tempest no pudo seguir hablando, y Wes se sorprendió ante la inesperada muestra de vulnerabilidad. La mujer era famosa, dirigía una empresa que debía de valer una fortuna inimaginable y podía comprarse todo lo que quisiera; y aun así parecía sinceramente apenada por la pérdida de sus esculturas.

—Si le sirve de consuelo, el seguro debería cubrir el valor de sus obras —afirmó él.

Tal vez no fuera lo que necesitaba oír, pero Wes era un hombre práctico y no había podido evitar puntualizar que no sufriría pérdidas económicas. Pero por la expresión y los sollozos contenidos de Tempest, supo que no la había consolado en absoluto.

—Supongo que tiene razón —dijo ella—. ¿Cree que quien haya hecho esto buscaba información confidencial?

Tempest liberó al otro agente de un puñado de lencería y dejó las prendas en una silla.

Wes no estaba seguro de cuánto tiempo se había quedado mirando el montón de ropa interior, pero sabía que le había costado un esfuerzo hercúleo dejar de imaginarla semidesnuda y volver a concentrarse en la realidad.

—Posiblemente —contestó.

Consciente de que era absurdo esperar que se incriminara sola, Wes decidió poner las cartas sobre la mesa. Si era culpable, se pondría a la defensiva al conocer sus sospechas; tal vez cometiera algún error y le daría la pista que necesitaba.

—Estoy investigando una pequeña empresa de Boucher Enterprises —añadió—. Se llama MatingGame.com.

—¿La agencia de contactos por Internet?

—¿Está familiarizada con el negocio?