Conflicto de pasiones - Barbara Dunlop - E-Book
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Conflicto de pasiones E-Book

Barbara Dunlop

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Beschreibung

Era un misión de lo más sexy Jenna McBride había decidido volver a empezar en una ciudad nueva y con un nuevo empleo. Su amiga y ella estaban emocionadas con la idea de decorar un importante hotel de Seattle. Para que se familiarizara con el lugar, invitaron a Jenna a pasar una semana en una maravillosa suite... Lo que le daría la oportunidad de conocer a algunos de los detectives privados que había contratado su ex para que la vigilaran. Quizás fuera de buena familia, pero Tyler Reeves era la oveja negra que se ganaba la vida como detective privado en lugar de llevar la empresa familiar. Y no le había quedado más remedio que aceptar un caso que en otras ocasiones jamás habría deseado: tenía que seguir a la prometida de un tipo. No parecía muy complicado... hasta que conoció a Jenna y se quedó prendado de ella inmediatamente. Parecía que su misión de incógnito había cambiado de rumbo...

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Seitenzahl: 176

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Barbara Dunlop

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Conflicto de pasiones, n.º 1208 - julio 2014

Título original: Next to Nothing!

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4673-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

–¿Sigue ahí?

Jenna McBride observó a su socia, Candice Hammond, mientras cruzaba por delante de la fuente del nuevo vestíbulo del hospital.

–¿Es un tipo bajo? –le preguntó Candice mientras sus tacones repiqueteaban sobre el suelo recién terminado de baldosas color siena–. Se está quedando calvo. ¿Y es que no sabe que el poliéster está pasado de moda? –añadió lo bastante alto para que se la oyera por encima del ruido de la pequeña catarata.

–Ese es él –dijo Jenna mientras colocaba el lápiz en un enganche de una carpeta de Canna Interiores; aunque estaba casi terminado, el vestíbulo seguía vallado, pero los obreros ya habían terminado su jornada laboral–. ¿Dónde demonios habría encontrado Brandon a ese tipo?

Candice Hammond, la socia de Jenna en Canna Interiores, arqueó sus cejas bien dibujadas y esbozó una leve sonrisa–. ¿El detective privado número cien?

Jenna sacudió la cabeza y se retiró de la frente el flequillo de su melena caoba. Tenía calor después de pasar todo el día trabajando, y una fina película de sudor le empapaba el cuero cabelludo.

–No puedo creer que siga intentándolo.

Hacía ya cuatro meses que había roto por fin su compromiso matrimonial con Brandon. Después de eso se había mudado de Boston a Seattle para poner algo de distancia entre ellos.

–Siempre has sido demasiado dócil –dijo Candice mientras se sentaba en el banco frente a la fuente–. Y el viejo Brandon es como el conejito de las pilas Duracell.

–Pues en la cama no –respondió Jenna, sorprendiéndose a sí misma por aquel momento de manifiesta sinceridad.

Candice la miró con humor y se inclinó ligeramente hacia delante.

–Gracias a Dios, has cambiado mucho, chica.

–¿Porque ya no pienso que el mundo gire alrededor de Brandon Rice? –Jenna se sentó en el otro extremo del banco, colocó una pierna doblada debajo de la otra y dejó la carpeta al lado del bolso.

Resultaba vergonzoso darse cuenta de la facilidad con que la había engañado, y durante tanto tiempo. Había sido una inocente y una crédula. Mucho estudiar, pero de experiencia nada. Así era ella.

–Porque por fin puedes reconocer que en la cama era un perdedor –dijo Candice.

–Cuando todavía estaba con él me costaba darme cuenta –dijo Jenna mientras se quitaba los mocasines y empezaba a menear los dedos de los pies.

Los ventiladores que colgaban de los altos techos movían levemente el aire, pero el sol de aquel mediodía de junio había calentando mucho el vestíbulo.

Candice reprimió una sonrisa de suficiencia.

–Claro que, no tenía tanto con qué comparar –añadió Jenna–. Cuando nos conocimos, yo solo tenía veintidós años.

En el presente tenía veintiséis y, gracias a Candice, la vida le daba una segunda oportunidad. Una oportunidad que no contemplaba convertirse en la señora de Brandon Rice; en una mujer florero de comportamiento impecable.

–No necesitas mucha experiencia para saber que tres minutos es ridículo –comentó Candice mientras sacudió la cabeza–. ¿Qué te parece la ballena? ¿Resulta demasiado cargante?

–Es perfecta.

Jenna volvió la cabeza para fijarse en la escultura de piedra pintada de vivos colores que había debajo de la catarata, la cual estaba rodeada de plantas tropicales.

A los niños les iba a encantar. Cuando habían contratado a Interiores Canna para decorar el vestíbulo de pediatría, el consejo de administración del hospital les había pedido que hicieran algo pensando en los niños. Además, Candice y ella se habían volcado con el trabajo de los diseños, y ambas estaban orgullosas de los resultados.

En una semana, tal vez dos como mucho, estaría listo para abrirse al público. Habían cumplido los plazos de tiempo y el presupuesto. Y, gracias a la importancia de ese proyecto, las habían invitado a presentar unos proyectos para la librería pública.

Una presentación no era una garantía, pero por fin empezaba a ver el futuro con optimismo. Después de que Candice la ayudara a ver a Brandon como el hombre dominante que era, se habían mudado al otro lado del país y utilizado todos sus ahorros para establecer una nueva empresa de diseño de interiores.

Aunque su contribución económica había sido mucho menos cuantiosa que la de Candice, esta había insistido en que fueran socias a partes iguales. Por eso estaba empeñada en trabajar día y noche para demostrarle a su amiga que su fe en ella no había sido en vano.

–¿Por qué no lo llamas? –le preguntó Candice mientras se volvía a mirarla enigmáticamente.

–¿Llamar a Brandon? –se colocó un mechón de cabello detrás de la oreja y se tocó la pequeña bolita de oro que le adornaba el lóbulo de la oreja.

No había hablado con su ex prometido desde que lo había dejado. En realidad, había sido Candice la que le había insistido para que cortara con él por lo sano. Habían quemado todas sus cartas, el número de teléfono de su apartamento no figuraba en la guía y en la oficina habían colocado un teléfono donde se visualizaban los números de las llamadas entrantes.

–¿Quieres que llame a Brandon? –repitió Jenna.

–Sí. Quiero que lo llames –Candice se estiró un poco–. Tal vez me equivocara.

–¿Tú? ¿Equivocarte?

–Lo sé –Candice hizo un gesto con la mano–. Cuesta creerlo. Pero tal vez deberías decirle de una vez por todas que lo vuestro ha terminado.

–Le dije que habíamos terminado cuando me marché –le dijo Jenna, que no tenía ninguna gana de hablar con Brandon.

–Entonces estabas disgustada, confusa y dolida. Estoy segura de que pensó que te tranquilizarías pasado un tiempo y que entonces empezarías a actuar con sensatez.

–Ya lo hice. Por eso lo dejé.

–Parece ser que Brandon necesita que seas algo más convincente.

Jenna se puso de pie.

–¿Sabes?, si lo llamo va a intentar convencerme para que vuelva con él.

Candice entrelazó las manos sobre la rodilla y alzó la cabeza para mirar a Jenna a la cara.

–¿Y lo harías? –le preguntó con calma.

–¡No! Ni hablar.

En la vida. No tenía intención de pasar el resto de su vida en una jaula de oro, dejando que Brandon le eligiera la ropa, las joyas, o el color de pelo. Había probado unos bocados de libertad y estaba encantada.

–Bueno, mientras sigas escondiéndote de él...

–¡No me estoy escondiendo! Eres tú la que...

–Si no lo llamas, se pensará que sigues sintiendo algo por él.

–No hay sentimientos. Y punto.

A medida que iba hablando, se iba dando cuenta de lo cierto que era lo que decía. No había nada. Ni odio, ni rabia, ni miedo.

Cuando lo conoció, Brandon era un conferenciante invitado de la Universidad de Boston; un hombre carismático y confiado. Mientras que ella había sido una tierna estudiante universitaria, recién salida de una comunidad rural de Minnesota. A Brandon le había resultado bastante fácil convencerla de que sabía más de todo.

Pero esos sentimientos ya no existían. Aspiró hondo e inhaló la fina bruma de la fuente que se mezclaba con los perfumes de las plantas. Era libre.

Claro que llamaría a Brandon. Ya no había ninguna razón para no hacerlo.

–Piénsatelo, Jenna –Candice interrumpió sus pensamientos–. Llámalo y hazle saber que ya no existe aquella joven manejable que él conoció. Entonces se retirará sin duda.

–Tienes razón –dijo Jenna con convicción.

Candice siempre le daba buenos consejos.

–No podemos tener un sabueso de alquiler paseándose por el hospital y asustando a los niños –Candice sonrió, se puso de pie y accionó un interruptor escondido que apagó la catarata–. Ve a por él, Jenna.

El suave runrún del motor se paró y el agua dejó de caer sobre las enormes rocas volcánicas de la base, sumiendo en silencio la cavernosa sala.

Sacó su diminuto teléfono móvil del fondo del bolso. Aquel era un bolso en condiciones, no uno de esos bolsos enanos de fiesta que Brandon solía comprarle y donde solo cabía un peine.

Con el extremo del lápiz marcó el número de Brandon. Esperaba que algún día, muy pronto, olvidara su número privado y dejara libre ese espacio de su memoria para otra cosa más útil.

Brandon contestó a la primera llamada. Las únicas personas que conocían ese número eran su madre, algunos magnates de la industria, algunos políticos de medio pelo y Jenna.

–Aquí Rice –dijo en aquel tono artificial con el que se daba aires de superioridad.

–Soy Jenna –contestó en tono impersonal.

–¡Jenna! –el tono se alegró y se elevó ligeramente–. ¡Por fin! ¿Dónde estás, cielo? –parecía tan contento, tan satisfecho, tan presuntuoso.

–Sabes de sobra dónde estoy. El sabueso que has contratado está en la puerta de uno de los locales donde estoy trabajando.

Candice le hizo una señal con el pulgar para animarla.

–¿Sabueso? ¿Qué sabueso? Estás diciendo tonterías.

De nuevo aquel tono artificial. Bien. Eso quería decir que estaba disgustado.

De todos modos, Brandon estaba al otro lado del país. Podía disgustarse todo lo que quisiera; a ella no la afectaría.

–Llámalo y dile que lo deje, Brandon.

–Jenna –suspiró en tono paternalista–. No empecemos discutiendo.

–No estoy discutiendo. Solo estoy expresando un hecho.

–Necesitas tranquilizarte y escuchar, Jenny Penny.

–No me llames eso.

–No sé lo que te dijo Candice...

–Esto no se trata de lo que me dijera o dejara de decir Candice.

–Siempre supe que sería una mala influencia para ti.

Jenna subió la voz y empezó a pasearse por la sala, avanzando en un pequeño semicírculo.

–Brandon, soy capaz de decidir por mí misma. Sé lo que me conviene...

–¿Es por lo de la cirugía?

–¡Sí!

Se volvió a mirar a Candice. Por lo de la cirugía plástica y por muchas más cosas.

–Ya la he cancelado.

–Desde luego que la has cancelado. Y también mis citas en la peluquería y mi carnet de socio del balneario. Tal vez tú quieras tener la nariz perfecta y unos abdominales de escultura griega, pero eso no significa que yo...

Candice la miraba con los ojos como platos. Le hizo un gesto con las manos para que se calmara.

Hizo una pausa, aspiró hondo y se pasó la mano por el cabello.

–Jenna, cielo, solo tenías que decirlo.

Sí, claro, pensaba Jenna con rabia. Como si sus opiniones hubieran contado alguna vez.

–Brandon –empezó, esa vez con más calma, con más resolución–. No soy la persona adecuada para ti, ni tú el hombre adecuado para mí. ¿Podríamos dejarlo así?

Candice asintió y la miró con admiración.

–¿Entonces se acabó? –repitió Brandon con dureza–. ¿Cuando por fin me llamas es para romper?

–Rompimos hace cuatro meses.

–Hace cuatro meses te dio una rabieta, querrás decir.

Apretó los dientes. No quería morder el anzuelo.

–Llámalo como quieras. Hemos terminado.

–¿Así que piensas que se acabó? ¿Esperas que les diga a mis colegas que mi prometida me ha dejado? ¿Que ha empeñado el anillo? ¿Que se ha comido la fianza del salón de banquetes?

–Puedes contarle a tus colegas lo que te parezca –Jenna se apretó la frente con dos dedos.

Se preguntó cómo habría explicado su ausencia en los cuatro últimos meses. Claro que ella, desde luego, no pensaba preguntárselo.

Brandon resopló burlonamente por teléfono. No le gustaba cuando ella le hablaba así. Decía que no era propio de una señorita.

–Y dile a tu maldito sabueso que se largue –añadió.

Cortó la llamada y guardó el teléfono. Entonces las dos amigas se miraron un momento en silencio.

–¿Podemos tomárnoslo como un «sí»? –le preguntó Candice.

–Eso espero.

Jenna sonrió tímidamente. ¡Dios, qué bien se sentía!

–Dime que no es así.

Derek, el hermano mayor de Tyler Reeves, ocupaba todo el hueco de la puerta con su cuerpo grande y fornido. Tyler maldijo entre dientes y miró hacia la bolsa de lana y el maldito saco de dormir que había dejado sobre el sofá hacía una hora.

–No es así –contestó de plano, centrándose de nuevo en la pantalla del ordenador.

–Striker dijo que las cosas estaban mal, pero... –Derek entró en la antesala del despacho de Tyler y cerró la puerta con la pierna.

–Striker debería meterse en sus cosas –dijo Tyler, refiriéndose al mediano de los tres hermanos Reeves.

Tecleó la contraseña de su cuenta bancaria en el ordenador de recepción, con la esperanza de que el dinero que tenía en depósito hubiera aumentado su saldo en unos ceros.

–Al menos, sal y quédate en la casa de los invitados.

–No, gracias.

–Te estás comportando de un modo muy tozudo. Me sorprendes, Tyler.

–Yo me metí en este lío. Y yo saldré de él.

El depósito no había sido ingresado. Tyler cerró los ojos un momento.

Necesitaba ese dinero. Lo necesitaba ese mismo día. Ya había dejado a cero su cartilla de ahorro.

Se había arriesgado la noche pasada al extenderle a la señora Cliff un cheque por su coche. Pero o bien hacía eso, o bien tendrían que reconocer delante de todo el mundo que su agencia de detectives estaba en quiebra; reconocer que había sido lo suficientemente estúpido como para confiar en un socio que había defraudado a la empresa además de a varios clientes.

–¿Y por qué para conseguirlo tienes que comer mal y dormir en un sofá? –Derek cruzó la habitación y levantó una esquina del viejo saco de dormir de boy scout de Tyler.

–Porque he vendido la casa de la playa.

Tyler dejó por el momento el saldo del banco, retiró la silla y se puso de pie. Prefería mirar a su hermano a la cara mientras hablaban.

–Porque como siempre has sido demasiado cabezota para pedirle ayuda a la familia –le corrigió Derek.

–Un hombre de treinta años no le pide ayuda a su padre solo porque encuentra un pequeño bache en su negocio.

–¿Un pequeño bache? –repitió Derek con incredulidad.

–Sí, un pequeño bache –reiteró Tyler.

–Tu socio se ha llevado el dinero de tus clientes.

Tyler apretó los dientes.

–Me voy enfrentando a ello como puedo.

–Puedo aceptar que no hayas querido acudir a papá. ¿Pero a Striker o a mí?

Tyler se cruzó de brazos, imitando la postura de su hermano.

–Necesitaba dinero, Derek. Y lo necesitaba deprisa.

Solo hacía cuarenta y ocho horas que se había enterado del engaño de Reggie, pero aún le dolía hablar de ello. Tyler apretó los puños para no darle un puñetazo a la pared más cercana. Llevaba dos días ahogando aquella necesidad.

–¿Por cuánto la has vendido?

Tyler nombró una suma y Derek abrió los ojos como platos.

–¿Nada más? Pero si eso es casi un regalo.

–Me ofrecían dinero contante y sonante.

–Yo la habría comprado por esa cantidad.

–¿Para que yo tuviera así un sitio donde vivir?

Derek subió la voz.

–Maldita sea, Tyler, no te hubiera pasado nada por haber pedido prestado algo de dinero de la familia.

–Sabes tan bien como yo que, si papá me engancha, no me soltará.

–Como a mí, quieres decir.

–No. No como a ti. A ti te gusta estar todo el día entre presupuestos y acciones. Aunque no sé cómo has sido capaz de mantenerte cuerdo tanto tiempo.

Derek era el niño bonito, el verdadero heredero de Reeves DuCarter Internacional, el orgullo y la alegría de tres generaciones. Por el contrario, Tyler era la oveja negra.

Derek sacudió la cabeza.

–Nunca entendiste que...

–Lo entiendo perfectamente. Tengo treinta años. Esto de ser detective privado no es una tontería mía. Es mi vocación, mi sueño, lo que me llama.

–Sí, por eso hasta ahora te ha ido tan bien –se burló Derek.

Tyler hizo una mueca.

–No es más que un leve contratiempo.

–¿Cuánto se llevó?

–¿Te refieres a Reggie?

–No –Derek volteó los ojos–. ¡Pues claro que me refiero a Reggie!

Tyler se recostó sobre el asiento.

–¿Qué te ha contado Striker?

Derek sacó una silla y descansó su fornido cuerpo sobre ella.

–Que Reggie se largó con el coche de un cliente y un cheque.

Tyler asintió. Eso era más o menos el resumen. Reggie también se había llevado varios miles de dólares que habían ganado en los últimos meses en concepto de igualas, mucho de lo cual Tyler tendría que devolver, ya que Reggie no estaba por allí para encargarse de hacerlo.

–¿Cuánto? –repitió Derek.

–¿Incluyendo el BMW de la señora Cliff?

–Deja de dar rodeos.

Tyler dijo una cantidad que aún le ponía los pelos de punta.

–Pero sospecho que la mayoría se lo metió por la nariz antes de desaparecer.

La contabilidad era un desastre. La vida de Tyler era un desastre.

Derek soltó un largo silbido.

–¿Cuál es el plan B?

Tyler soltó una risotada seca. El plan A había consistido en encontrar a Reggie y molerlo a palos.

–Pagarle a la señora Cliff por el coche, le dije que se lo habíamos destrozado, anular los contratos de Reggie y tragarme los problemas; dormir en el despacho durante un tiempo, encontrar algún trabajo rápido y que pague bien...

Derek miró a su alrededor con expresión ceñuda.

–Tengo café, una bañera y una tienda de alimentación en el primer piso –dijo Tyler–. ¿Qué más necesita un hombre?

–Vente a mi casa –lo invitó Derek.

Tyler sacudió la cabeza.

–No quiero que papá se entere de lo que está pasando.

Derek lo miró a los ojos con dureza, pero Tyler no se inmutó.

–No estamos en el instituto, Derek. Deja que me ocupe esta vez.

Su hermano mayor se echó hacia atrás y miró a su alrededor.

–Bueno, no hace falta ponerse en plan mártir. ¿Por qué no tomas una suite en el Quayside?

–Porque estoy intentando ahorrar dinero.

–Eres accionista de la empresa. Te darán crédito.

–Aquí no me costará nada.

En ese momento sonó el teléfono del escritorio de recepción.

–¿Dónde está Shirley? –preguntó Derek.

–He tenido que ponerla a tiempo parcial.

–¿Cómo? ¿Ni siquiera puedes permitirte una secretaria?

El teléfono sonó de nuevo.

–No tengo líquido –respondió Tyler–. Solo es algo temporal. Además, Shirley me dijo que quería pasar más tiempo con sus hijos durante el verano –descolgó el teléfono–. Detectives IPS.

Derek miró hacia el techo y sacudió la cabeza, como si quisiera invocar la intervención divina.

–¿Reggie Sandhill? –dijo un hombre en tono seco.

–Reggie estará unas semanas fuera del país –dijo Tyler.

Derek resopló al oír la mentira de su hermano.

–Soy su socio, Tyler Reeves.

–Me recomendaron mucho a Reggie –le dijo el hombre con exigencia.

–Tal vez yo lo pueda ayudar –respondió Tyler con tranquilidad, molesto tanto por la actitud del hombre como por la costumbre de Reggie de cubrirse con la gloria de los casos que había resuelto Tyler; todo el mundo conocía el nombre de Reggie, pero nadie conocía el suyo.

–Es un trabajo de vigilancia –dijo el hombre con una nota de desafío en la voz.

Como si Tyler no pudiera hacer ese tipo de trabajos.

–No hay problema. La vigilancia es una de nuestras especialidades.

–Entiendo –respondió el hombre, vacilando un segundo como si estuviera debatiéndose entre si debía confiar o no en Tyler–. Se llama Jenna McBride –dijo finalmente.

–¿Y su nombre? –le preguntó Tyler mientras sacaba un lápiz de un cubilete y se acercaba un bloc de notas.

El hombre vaciló ligeramente.

–Brandon Rice. Es mi prometida.

–¿Cree que lo está engañando? –le preguntó Tyler.

El engaño era con mucho la principal razón por la que un hombre hacía seguir a su pareja.

Derek se puso de pie y comenzó a pasearse de un lado a otro, y Tyler sabía por qué. Aquel trabajo no era de los que él solía aceptar, pero en ese momento no podía despreciar nada. Necesitaba dinero rápido.

–Sí –contestó Brandon Rice–. Creo que me está engañando. Yo estoy en Boston y ella en Seattle. Quiero un informe completo de sus actividades. Adónde va, con quién se ve. Tiene una empresa de decoración, Canna Interiores.

Tyler anotó los nombres y dejó que Brandon continuara hablando.

–Quiero saberlo todo –dijo–. El dinero no es un problema. Quiero conocer los nombres de todas las personas a las que ve, y enterarme de todo lo que hace.

Reggie había aceptado casos como aquel. Un hombre rico, una mujer bonita, una situación desesperada. Seguramente él le doblaría la edad.

–Le pagaré diez mil más gastos –dijo Brandon–. Vigílela durante una semana. Quiero un informe completo. Y cuando digo completo, quiero decir «completo».

–¿Cuándo quiere que empiece?

–Hoy –ladró Brandon Rice–. Quiero que empiece hoy.

–De acuerdo –contestó Tyler–. ¿Dónde debo enviar el informe?

Tras anotar la dirección, Tyler colgó.

–¿Vas a seguir a una esposa infiel? –le preguntó Derek.

–A una prometida –lo corrigió Tyler.

–¿Pero no quieres rebajarte a unirte a la empresa familiar y negociar con los inversores?

–¿De verdad quieres ayudarme?

Tyler sabía que el único modo de quitarse a su hermano de en medio era dándole algo que hacer.