Corazón: Diario de un niño - Edmondo de Amicis - E-Book

Corazón: Diario de un niño E-Book

Edmondo de Amicis

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Beschreibung

Un niño escribe su diario y cuenta cómo es su experiencia desde el inicio de clases hasta que ese curso termina. En todo ese periodo, vamos recorriendo historias de los compañeros de clase, como la del siempre aplicado y bien vestido Derosso, hasta las angustias por la pobreza del pequeño conocido como "el albañilito", llamado así por ser hijo de un albañil. Edmondo de Amicis honra su apellido, que significa "amigos" en español, y lo cuenta todo alrededor de esta generación de chicos que son tan parecidos a los de otras épocas y otras latitudes. Cada mes toca escuchar un cuento y cada uno de ellos es una lección de honor, amistad y fidelidad que alcanzan a tocar el corazón de los lectores que se animan a sumergirse en esta hermosa aventura.

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Corazón: Diario de un niño

Corazón: Diario de un niño (1886)Edmondo de Amicis

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]: Andrea NerudaEdición: Enero 2021

Imagen de portada: Unsplash by Jean Soumet-DutertreProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Corazón: Diario de un niño

Octubre

Noviembre

Diciembre

Enero

Febrero

Marzo

Abril

Mayo

Junio

Julio

Octubre

El primer día de clase

Lunes 17.

Hoy, primer día de clase. ¡Como un sueño pasaron los tres meses de vacaciones en el campo! Mi madre me llevó esta mañana a la escuela Baretti para inscribirme en tercero elemental. Iba de mala gana porque aún recordaba el campo. Toda la calle hormigueaba de muchachos. Las dos librerías cercanas estaban llenas de padres y madres que compraban bolsones, libros y cuadernos. Delante de la escuela se agrupaba tanta gente que el portero, auxiliado por guardias municipales, tuvo la necesidad de poner orden. Próximo a la puerta, me tocaron el hombro. Era mi profesor de segundo año, siempre alegre, con su crespo cabello rubio. Me dijo: 

—¿Con que, Enrique, nos separamos para siempre? 

Yo lo sabía bien, pero me dieron pena esas palabras. Entramos a empujones. Señoras, señores, mujeres del pueblo, obreros, oficiales, abuelos, empleadas, todos con niños en una mano y con certificados de notas en la otra, llenaban el vestíbulo y las escaleras, produciendo un rumor que parecía la entrada de un teatro. Volví a ver con alegría aquel gran patio, con las puertas de las siete salas, por donde pasé durante tres años casi todos los días. Entre el gentío, los profesores iban y venían. Mi maestra de primero me saludó desde la puerta de su clase diciendo: 

—¡Enrique, tú vas este año al piso superior. Ni siquiera te veré pasar! —y me miró con tristeza. 

El director estaba rodeado por un grupo de madres molesta porque sus hijos no tenían vacantes. Me pareció que tenía la barba un poco más blanca que el año pasado. 

Encontré algunos muchachos más altos, más gordos. Abajo, donde cada uno ocupaba su lugar, vi a los más pequeños, que no querían entrar en la sala, defenderse como potrillos encabritados, pero a la fuerza les obligaban a entrar a la clase, y aun así, algunos se escapaban después de estar sentados en los bancos. Otros, al ver que sus padres se alejaban, rompían a llorar, y era preciso que ellos volvieran a consolarlos, en medio de la desesperación de la profesora. Mi hermanito quedó en el curso de la maestra Delcati; yo, en el del profesor Perboni, en el segundo piso. 

A las diez estábamos todos en clase. Cincuenta y cuatro en la mía y sólo quince o dieciséis eran antiguos compañeros de segundo, entre ellos Derossi, el que siempre obtenía el primer premio. ¡Qué pequeña y triste me pareció la escuela al recordar los bosques y las montañas donde pasé el verano! Hasta pensaba en mi maestro de segundo, tan bueno, tan risueño con nosotros que casi parecía un compañero más. Sentía no verlo allí, con su cabeza rubia enmarañada. 

Nuestro profesor de ahora es alto, sin barba, con el cabello cano, y tiene una arruga recta sobre la frente; su voz es ronca y nos mira fijo, uno después de otro, como si leyera dentro de nosotros. Nunca ríe. Yo decía para mí: “Este es el primer día. Nueve meses por delante. ¡Cuántos trabajos, cuántas pruebas semanales, cuánta fatiga!” 

Sentí la necesidad imperiosa de encontrar a mi madre a la salida, y corrí a besarle la mano. Ella me dijo: 

—¡Animo, Enrique, estudiaremos juntos! 

Y volví a casa contento. Pero no tengo el mismo maestro, con su bondad y su sonrisa alegre, y no me ha gustado este curso como el anterior. 

Nuestro maestro 

Martes 18.

Me gusta mi nuevo maestro desde esta mañana. Durante la entrada, mientras el se colocaba en su sitio, se iban asomando a la puerta de la clase, de cuando en cuando, varios de sus discípulos del año anterior para saludarle: 

—Buenos días, señor; buenos días, señor Perboni. Algunos entraban, le daban la mano y salían. 

Se veía que lo querían mucho y que habrían deseado seguir con él. El les respondía: 

—Buenos días —y les apretaba la mano, pero no miraba a ninguno; a cada saludo permanecía serio, con su arruga en la frente, vuelto hacia la ventana, miraba el tejado de la casa vecina, y en lugar de alegrarse de aquellos saludos, parecía que le apenaban. Luego nos miraba uno después de otro, fijamente. 

Empezó a dictar, paseando entre los bancos, y al ver a un chico que tenía la cara muy encarnada y con unos granitos, dejó de dictar, le tomó la mejilla y le preguntó qué tenía: le tocó la frente para ver si sentía calor. Mientras tanto, un chico se paró en el banco y empezó a hacer tonterías a su espalda. Se volvió de pronto, como si lo hubiera adivinado; el muchacho se sentó y esperó el castigo con la cabeza baja. El maestro fue hacia él, le colocó una mano sobre la cabeza y le dijo: 

—No lo vuelva a hacer. 

Ni una palabra más. Se dirigió a la mesa, y acabó de dictar. Cuando concluyó nos miró un instante en silencio; con voz lenta y, aunque ronca, agradable, empezó a decir: 

—Escuchen: hemos de pasar juntos un año. Procuraremos pasarlo lo mejor posible. Estudien y sean buenos. Yo no tengo familia. Ustedes son mi familia. El año pasado todavía tenía a mi madre: ahora ha muerto. Me he quedado solo. No tengo en el mundo más que ustedes; no tengo otro afecto ni otro pensamiento. Deben ser mis hijos. Les quiero bien, y necesito que me quieran de igual modo. Deseo no castigar a ninguno. Demuestren que tienen corazón; nuestra escuela constituirá una familia, y ustedes serán mi consuelo y mi orgullo. No les pido promesas de palabra, porque estoy seguro que en el fondo de sus almas ya lo han prometido, y se los agradezco. 

En aquel momento apareció el portero a dar la hora. Todos abandonamos los bancos, despacio y silenciosos. El muchacho que se había levantado de pie en el banco, se acercó al maestro y le dijo con voz trémula: 

—¡Perdóneme usted!
El maestro lo besó en la frente, y le contestó: —Está bien, anda hijo mío. 

Una desgracia 

Viernes 21.

Ha empezado el año con una desgracia. Al ir esta mañana a la escuela, vimos, de pronto, la calle llena de gente que se apiñaba delante del colegio. Mi padre dijo al punto: 

—Una desgracia. Mal empieza el año. 

Entramos con gran trabajo. El conserje estaba rodeado de padres y de muchachos, que los maestros no conseguían hacer entrar en las clases, y todos se encaminaban hacia el cuarto del director, oyéndose decir: “¡Pobre muchacho! ¡Pobre Roberto!”. Por encima de las cabezas en el fondo de la habitación llena de gente, se veían los quepis de los guardias municipales y la gran calva del señor director; después entró un caballero con sombrero de copa, y todos dijeron: 

—Es el médico. 

Mi padre preguntó al profesor:
—¿Qué ha sucedido?
—Le ha pasado la rueda por el pie —respondió.
—Se ha roto el pie —dijo otro.
Era un muchacho de segundo que, yendo a la escuela por la calle de Dora Grosa, vio a un niño de primero, escapado de la mano de su madre caer en medio de la acera a pocos pasos de un carro que se le echaba encima; acudió valientemente en su auxilio, lo asió y lo puso a salvo; pero no habiendo podido retirar el pie, la rueda del carro le había pasado por encima. Es hijo de un capitán de artillería. 

Mientras nos contaba esto, entró, como loca, una señora en la habitación, abriéndose paso; era la madre de Roberto, a la cual habían llamado. Otra señora salió a su encuentro, y sollozando, le echó los brazos al cuello; era la madre del otro niño, del salvado. Ambas entraron en el cuarto, y se oyó un desesperado grito: 

—¡Oh, Roberto mío, hijo mío! 

En aquel momento se detuvo un carruaje delante de la puerta, y poco después apareció el director con el muchacho en brazos, que apoyaba la cabeza sobre el hombro de aquél, pálido y cerrados los ojos. Todos permanecieron callados; se oían los sollozos de las madres. El director se detuvo un momento, levantó más al niño para que lo viera la gente, y entonces, maestros, maestras, padres y muchachos exclamaron todos a un tiempo: 

—¡Bravo, Roberto! ¡Bravo, pobre niño! 

Y le enviaban saludos los maestros, y los niños que estaban allí cerca le besaban las manos y brazos. El abrió los ojos y murmuró: 

—¡Mi bolsón!
La madre del chiquillo salvado se lo enseñó llorando, y le dijo:
—¡Te lo llevo yo, hermoso, te lo llevo yo! —y al decirlo sostenía a la madre del herido, que se cubría la cara con las manos.
Salieron, acomodaron al muchacho en el carruaje, y el coche partió. Entonces, entramos silenciosos en la escuela.

El niño calabrés 

Sábado 22.

Ayer tarde, mientras el maestro nos daba noticias del pobre Roberto, que deberá andar con muletas, entró el director con otro alumno, un niño de cara muy morena, de cabello negro, ojos también negros y grandes con las cejas espesas y juntas. Toda su ropa era de color oscuro y llevaba un cinturón de cuero negro alrededor del talle. El director, después de haber hablado al oído con el maestro, salió dejándole a su lado al muchacho, que nos miraba espantado. Entonces el maestro lo tomó de la mano, y dijo a la clase: 

—Alégrense. Hoy entra en la escuela un nuevo alumno, nacido en Calabria, a muchos kilómetros de aquí. Quieran a este compañero que viene de tan lejos. Ha nacido en la tierra gloriosa que dio a Italia hombres ilustres, y hoy le da honrados trabajadores y valientes soldados; es una de las comarcas más hermosas de nuestra patria, en cuyas espesas selvas y elevadas montañas habita un pueblo, lleno de ingenio y de coraje; háganle ver que todo chico italiano encuentra hermanos en toda escuela italiana donde ponga el pie. 

Dicho esto, se levantó y nos enseñó en el mapa de Italia el punto donde está la provincia de Calabria. Después llamó a Ernesto Derossi, que es el que saca siempre el primer premio. Se levantó. 

—Ven aquí —añadió el maestro.
Derossi salió de su banco y se colocó junto a la mesa, enfrente del calabrés. —Como el primero de la escuela —dijo el profesor—, da el abrazo de bienvenida, en nombre de toda la clase, al nuevo compañero; el abrazo de los hijos del Piamonte al hijo de Calabria. 

Derossi murmuró con voz conmovida: “¡Bienvenido!”, y abrazó al calabrés, éste le besó en las mejillas con fuerza. Todos aplaudieron. 

—¡Silencio!... —gritó el maestro—. En la escuela no se aplaude. 

Pero se veía que estaba satisfecho, y hasta el calabrés parecía hallarse contento. El maestro le designó sitio y le acompañó hasta su banco. Después, repuso. 

—Recuerden bien lo que les digo. Lo mismo que un muchacho de Calabria está como en su casa en Turín, uno de Turín debe estar como en su propia casa en Calabria; por eso lidió nuestro país cincuenta años y murieron treinta mil italianos. Se deben respetar y querer todos mutuamente cualquiera de ustedes que ofendiese a este compañero por no haber nacido en nuestra provincia, se haría para siempre indigno de mirar con la frente en alta la bandera tricolor. 

Apenas el calabrés se sentó en su sitio los más próximos le regalaron lápices y estampas, y otro chico, desde el último banco, le mandó una estampilla de Suecia. 

Mis compañeros 

Martes 25.

El muchacho que envió la estampilla al calabrés es el que me gusta más de todos. Se llama Garrón, y es el mayor de la clase; tiene cerca de catorce años, la cabeza grande y los hombros anchos; es bueno, se le conoce hasta cuando sonríe, y parece que piensa siempre como un hombre. Ya conozco a muchos de mis compañeros. Otro que me gusta también, se apellida Coreta, y usa un chaleco de punto de color chocolate y gorra de piel. Siempre está alegre. Es hijo de un vendedor de leña que fue soldado en la guerra de 1866, de la división del príncipe Humberto y que dicen, tiene tres medallas. El pequeño Nelle es un pobre jorobadito, gracioso, de rostro descolorido. Hay uno muy bien vestido, Votino, que se está siempre quitando las motas de la ropa. En el banco delante del mío hay otro muchacho al que llaman “el Albañilito”, porque su padre es albañil; de cara redonda como una manzana y de nariz roma. Tiene particular habilidad para poner el hocico de liebre; todos le piden que lo haga, y se ríen; lleva un sombrerillo viejo que se lo encasqueta como un pañuelo. Al lado del albañilito está Garofi, un tipo alto y delgado, con la nariz de pico de loro y los ojos muy pequeños, que anda siempre vendiendo plumas, estampas y cajas de fósforos, y se escribe la lección en las uñas para leerla a hurtadillas. Hay después un señorito, Carlos Nobis, que parece algo orgulloso y se halla entre dos muchachos que me son simpáticos; el hijo de un forjador de hierro, metido en su chaqueta que le llega hasta las rodillas, pálido, que parece siempre asustado y que no se ríe nunca; y otro con los cabellos rojos que tiene un brazo inmóvil; su padre está en América y su madre vende hortalizas. Un tipo curioso es mi vecino de la izquierda: Estardo; pequeño y tosco, sin cuello, gruñón; no habla con nadie, y creo que entiende poco, pero no le quita el ojo al maestro, sin mover los párpados, con la frente arrugada y apretados los dientes, y si le preguntan cuando el maestro habla, la primera y la segunda vez no responde, y la tercera pega un puntapié. Tiene a su lado a uno de fisonomía oscura y sucia, que se llama Franti, y que fue expulsado ya de otra escuela. Hay también dos hermanos, con vestidos iguales, que parecen gemelos y que llevan sombreros calabreses con plumas de faisán. Pero el mejor de todos, el que tiene más ingenio, el que también será este año el primero, con seguridad, es Derossi, y el maestro, que ya lo ha comprendido así, le pregunta siempre. 

Yo quiero más a Precusa, el hijo del herrero, el de la chaqueta larga, el que parece enfermo. Dicen que su padre le pega. Es muy tímido, cada vez que pregunta o toca a alguien, dice: “Perdón”, y mira constantemente con ojos tristes y bondadosos. Garrón, sin embargo, es el mayor y el mejor de todos. 

Un rasgo generoso 

Miércoles 26.

Precisamente esta mañana se ha dado a conocer Garrón. Cuando entré a la escuela —un poco tarde, porque me había detenido la maestra de primero para preguntarme a qué hora podía ir a casa y encontrarnos— el maestro no estaba allí todavía, y tres o cuatro muchachos atormentaban al pobre Crosi, el colorín del brazo malo, cuya madre es verdulera. Le pegaban con las reglas, le tiraban a la cara cáscaras de castañas y le ponían motes y remedaban, imitándolo con su brazo pegado al cuerpo. El pobre estaba solo en la punta del banco, asustado, y daba compasión verlo, mirando a uno, y a otro, con ojos suplicantes para que lo dejaran en paz, pero los otros le vejaban más, y entonces él empezó a temblar y a ponerse encarnado de rabia. De pronto Franti, el de la cara sucia, saltó sobre un banco y haciendo ademán de llevar dos cestas en los brazos, remedó a la madre de Crosi, cuando venía a esperarlo a la puerta. Muchos se echaron a reír a carcajadas. Entonces Crosi perdió la paciencia, y tomando un tintero se lo tiró a la cabeza con toda su fuerza; pero Franti se agachó y el tintero fue a dar en el pecho del maestro, que entraba precisamente. Todos se fueron a su lugar y callaron atemorizados. El maestro, pálido, subió a la mesa y con voz alterada preguntó: 

—¿Quién fue?
Ninguno respondió. El maestro gritó otra vez, alzando aún más la voz: —¿Quién?
Entonces Garrón, dándole lástima el pobre Crosi, se levantó de pronto y dijo resueltamente: —Yo he sido. 

El maestro lo miró; miró a los alumnos, que estaban atónitos, y luego repuso con voz tranquila: 

—No has sido tú —y después de un momento añadió—. El culpable no será castigado. ¡Que se levante! 

Crosi se levantó y comenzó a llorar:
—Me pegaban, me insultaban, y yo perdí la cabeza. Yo tiré...
—Siéntate —interrumpió el maestro—. ¡Que se levanten los que le han provocado!
Cuatro se levantaron, con la cabeza baja.
—Ustedes —dijo el maestro— han insultado a un compañero que no los provoca, se han reído de un desgraciado y han golpeado a un débil que no se podía defender. Han cometido una de las acciones más vergonzosas con que se puede manchar la criatura humana... ¡Cobardes! 

Dicho esto, salió por entre los bancos, tomó la cara de Garrón, que estaba con la vista en el suelo, y alzándole la cabeza y mirándole fijamente, le dijo: 

—¡Tienes un alma noble! 

Garrón, aprovechando la ocasión, murmuró no sé qué palabra al oído del maestro, y éste, volviéndose hacia los cuatro culpables, dijo bruscamente: 

—Les perdono.


Mi maestra de primero superior 

Jueves 27.

Mi maestra ha cumplido su promesa: ha venido hoy a casa en el momento en que iba a salir con mi madre para llevar ropa a una pobre mujer, cuya necesidad habíamos leído anunciada en los periódicos. Hacía ya un año que no venía a casa, así es que tuvimos todos gran alegría. Es siempre la misma, pequeña, con su velo verde en el sombrero, vestida a la buena de Dios y mal peinada, pues nunca tiene tiempo de arreglarse; pero un poco más descolorida que el año último, con algunas canas y tosiendo mucho. Mi madre le preguntó: 

—¿Cómo va esa salud, querida profesora? Usted no se cuida bastante.
—¡Ah! No importa —respondió con una sonrisa, alegre y melancólica a la vez. —Usted habla demasiado alto —añadió mi madre— y trabaja demasiado con los pequeños.
Es verdad, siempre se está escuchando su voz. Lo recuerdo de cuando yo iba a la escuela; habla mucho para que los niños no se distraigan, y no está un momento sentada. Estaba bien seguro de que vendría, porque no se olvida jamás de sus discípulos; recuerda sus nombres por años. Los días de los exámenes mensuales corre a preguntar al director qué notas han sacado; los espera a la salida y pide que le enseñen sus composiciones para ver los progresos que han hecho. Así es que van a buscarla al colegio muchos que usan ya pantalón largo y reloj. Hoy volvía muy agitada del museo donde había llevado a sus alumnos, como todos los años, pues dedica siempre los jueves a estas excursiones, explicándoles todo. ¡Pobre maestra, qué delgada está! Pero se reanima en cuanto habla de su escuela. Ha querido que le enseñemos la cama donde me vio muy mal hace dos años, y que ahora es de mi hermano; la ha mirado un buen rato y no podía hablar de emoción. 

Se ha ido pronto para visitar a un niño de su clase, hijo de un sillero, enfermo con sarampión; tenía después que corregir varias pruebas, y debía aún dar en la noche una lección particular de aritmética a cierta chica del comercio. 

—Y bien, Enrique —me dijo al irse—, ¿quieres todavía a tu antigua maestra, ahora que resuelves ya problemas difíciles y haces composiciones largas? 

Me ha besado y me ha dicho desde el final de la escalera:
—No me olvides, Enrique.
¡Oh, mi buena maestra, no me olvidaré de ti! Aun cuando sea mayor, siempre 

te recordaré e iré a buscarte entre tus chicuelos; y cada vez que pase por la puerta de una escuela y sienta la voz de una maestra, me parecerá escuchar su voz y pensaré en los dos años que pasé en su clase, donde tantas cosas aprendí, donde tantas veces te vi enferma y cansada, pero siempre animosa, indulgente, temblorosa cuando los inspectores nos preguntaban, feliz cuando salíamos airosos, y constantemente buena y cariñosa como una madre... ¡Nunca, nunca la olvidaré, maestra querida! 

En una buhardilla 

Viernes 28.

Ayer tarde fui con mi madre y con mi hermana Silvia a llevar ropa a la pobre mujer recomendada por los periódicos; yo llevé el paquete y Silvia el diario, con el nombre y la dirección. Subimos hasta el último piso de una casa alta y llegamos a un corredor largo, donde había muchas puertas. Mi madre llamó a la última; nos abrió una mujer, joven aún, rubia y macilenta, que de inmediato me pareció haberla visto ya en otra parte con el mismo pañuelo azul en la cabeza. 

—¿Es usted la del periódico? —preguntó mi madre.
—Sí, señora; soy yo.
—Pues bien, aquí le traemos esta poca ropa blanca.
La pobre mujer no acababa de darnos las gracias ni de bendecirnos. Yo mientras tanto, vi en un ángulo de la oscura y desnuda habitación, a un muchacho arrodillado delante de una silla, con la espalda vuelta hacia nosotros y que parecía estar escribiendo, y escribía efectivamente, teniendo el papel en la silla y el tintero en el suelo. ¿Cómo se las componía para escribir casi a oscuras? Mientras decía esto para mis adentros, reconocí los cabellos coloridos y la chaqueta de pastor de Crosi, el hijo de la verdulera, el del brazo inválido. Se lo dije muy bajo a mi madre mientras la mujer recogía la ropa. 

—¡Silencio! —replicó mi madre—. Puede ser que se avergüence al verte dar una limosna a su madre; no le llames. 

Pero en aquel momento Crosi se volvió; yo no sabía qué hacer, y entonces mi madre me dio un empujón para que corriese a abrazarlo. Le abracé, y él se levantó y me tomó la mano. 

—Aquí estamos —decía entretanto su madre a la mía—; mi marido está en América desde hace seis años, y yo, por añadidura, enferma y sin poder ir a la plaza con verdura para ganarme algunos pesos. No me ha quedado ni tan sólo la mesa para que mi pobre Luis pueda estudiar. Cuando tenía abajo el mostrador en el portal, al menos podía escribir sobre él, pero ahora me lo han quitado. Ni siquiera algo de luz para estudiar y que no pierda la vista; y gracias que lo puedo mandar a la escuela, porque el Ayuntamiento le da libros y cuadernos. ¡Pobre Luis, que tiene tanta voluntad de estudiar! 

Mi madre le dio cuanto llevaba en el bolsillo, besó al muchacho y casi lloraba cuando salimos, y tenía mucha razón para decirme: 

—Mira ese chico: ¡cuántas estrecheces para trabajar, y tú que tienes tantas comodidades todavía te parece duro el estudio! ¡Oh, Enrique mío, tiene más mérito su trabajo de un día que todos tus estudios de un año! ¿A cuál de los dos le deberían dar los primeros premios? 

La escuela 

Viernes 28.

“Sí, querido Enrique; el estudio es duro para ti, como dice tu madre; no te veo ir a la escuela con aquel ánimo resuelto y aquella cara sonriente que yo quisiera. Tú eres algo terco; oye, piensa un poco y considera ¡qué despreciables y estériles serían tus días si no fueses a la escuela! Juntas las manos, de rodillas, pedirías al cabo de una semana volver a ella, consumido por el hastío y la vergüenza, cansado de tu existencia y de tus juegos. Todos, todos estudian ahora, Enrique mío. Piensa en los obreros que van a la escuela por la noche, después de haber trabajado todo el día; en las mujeres, en las muchachas del pueblo, que van a la escuela los domingos, después de haber trabajado toda la semana; en los soldados, que echan mano de libros y cuadernos cuando vienen rendidos de sus ejercicios; piensa en los niños mudos y ciegos que, sin embargo, estudian, y hasta en los presos, que también aprenden a leer y escribir. Pero, ¿qué más? Piensa en los innumerables niños que se puede decir que a toda horas van a la escuela en todos los países; mírales con la imaginación cómo van por las callejuelas solitarias de la aldea, por las calles de la ciudad, por las orillas de los mares y de los lagos, ya bajo un sol ardiente, ya entre las nieblas, embarcados en los países cortados por canales, a caballo por las grandes llanuras, en zuecos sobre la nieve, por valles y colinas atravesando bosques y torrentes; por los senderos solitarios de las montañas, solos, por pareja, en grupos, en largas filas, todos con los libros bajo el brazo, vestidos de mil modos, hablando miles de lenguas; desde las últimas escuelas de Rusia, casi perdida entre los hielos, hasta las últimas escuela de Arabia, a la sombra de las palmeras; millones y millones de seres que van a aprender, en mil formas diversas, las mismas cosas; imagina este vastísimo hormiguero de niños de mil pueblos, este inmenso movimiento, del cual formas parte, y piensa si este movimiento cesase, la humanidad caería en la barbarie; este movimiento es el progreso, la esperanza, la gloria del mundo. Valor, pues, pequeño soldado del inmenso ejército. Tus libros son tus armas, tu clase es tu escuadra, el campo de batalla la tierra entera y la victoria la civilización humana. ¡No seas un soldado cobarde, Enrique mío!” 

Tu padre.

El pequeño patriota paduano (cuento mensual) 

Sábado 29.

No seré un soldado cobarde, no; pero iría con más gusto a la escuela si el maestro nos narrara todos los días un cuento como el de esta mañana. Todos los meses, dice, nos contará uno, nos lo dará escrito y será siempre el relato de una acción buena y verdadera, llevada a cabo por un niño. El pequeño patriota paduano se llama el de hoy. Este es: 

Un navío francés partió de Barcelona, ciudad de España, para Génova, llevando a bordo franceses, italianos, españoles y suizos. Había, entre otros, un chico de once años, solo, mal vestido, que permanecía siempre aislado como un animal salvaje, mirando a todos de reojo. Y tenía razón para mirar así. Hacía dos años que su padre y su madre, labradores de los alrededores de Padua, le habían vendido al jefe de cierta compañía de titiriteros, el cual, después de haberle enseñado a hacer varios juegos, a fuerza de puñetazos, puntapiés y ayunos, le había llevado a través de Francia y España, pegándole siempre y dejándolo con hambre. Llegado a Barcelona y no pudiendo soportar ya los golpes y el ayuno, reducido a un estado que inspiraba lástima, se escapó de su carcelero y corrió a pedir protección al cónsul de Italia, el cual, compadecido, le había embarcado en aquel bajel, dándole una carta para el alcalde de Génova, que debía enviarlo a sus padres, a los padres que lo habían vendido como vil bestia. El pobre muchacho estaba lacerado y enfermo. Le habían dado billete de segunda clase. Todos lo miraban, le preguntaban, pero él no respondía y parecía que odiaba a todos. ¡Tanto lo habían irritado y entristecido las privaciones y los golpes! Al fin, tres viajeros, a fuerza de insistencia, consiguieron hacerlo hablar, y en pocas palabras, toscamente dichas, mezcla de español, de francés y de italiano, les contó su historia. No eran italianos aquellos tres viajeros; pero le comprendieron y parte por compasión, parte por excitación del vino, le dieron algunos pesos, instándole para que contase más. Habiendo entrado en la cámara en aquel momento algunas señoras, las tres, por darse tono, le dieron aún más dinero, gritando “Toma, toma más”. Y hacían sonar las monedas sobre la mesa. El muchacho las tomó todas dando las gracias a media voz, con aire malhumorado, pero con una mirada por primera vez en su vida sonriente y cariñosa. Después se fue sobre cubierta y permaneció allí, solo, pensando en las vicisitudes de su vida. Con aquel dinero podía tomar algún buen bocado a bordo, después de dos años en que sólo se alimentaba de pan; podría comprarse una chaqueta apenas desembarcara en Génova, después de dos años que iba vestido de andrajos, y también, llevando algo a su casa podría tener mejor acogida del padre y de la madre. Aquel dinero era para él casi una fortuna, y en esto pensaba, consolándose, asomado a la claraboya, mientras los tres viajeros conversaban sentados a la mesa en medio de la cámara de segunda clase. Bebían y hablaban de sus viajes y de los países que habían visto, y de conversación en conversación comenzaron a hablar de Italia. Empezó uno a quejarse de sus fondas, otro de sus ferrocarriles, y después, todas juntos, animándose, hablaron mal de todo. Uno hubiera preferido viajar por la Laponia, otro decía que no había encontrado en Italia más que estafadores y bandidos; el tercero, que los empleados italianos no sabían leer. “Un pueblo ignorante”, decía el primero. “Sucio”, añadió el segundo. “La...”, exclamo el tercero y quiso decir ladrón, pero no pudo acabar la palabra. Una tempestad de monedas cayó sobre sus cabezas y sobre el suelo con infernal ruido. Los tres se levantaron furiosos mirando hacia arriba, y aún recibieron un puñado de monedas en la cara. “Tomen su dinero”, dijo con desprecio el muchacho, asomado a la claraboya: “yo no acepto limosna de quienes insultan a mi patria”.

Noviembre

El deshollinador

Noviembre 1.

Ayer fui a la escuela de niñas que está al lado de la nuestra, para darle el cuento del muchacho paduano a la maestra de Silvia, que lo quería leer. ¡Setecientas muchachas hay allí! Cuando llegué empezaban a salir, todas muy contentas por las vacaciones de todos los Santos y Difuntos, y ¡qué cosa tan hermosa presencié!... Frente a la puerta de la escuela, en la otra acera, estaba acodado en la pared y con la frente apoyada en una mano, un deshollinador pequeño, de cara completamente negra, con su saco y su raspador, que lloraba, sollozando amargamente. Dos o tres muchachas de segundo año se le acercaron y le dijeron:

—¿Qué tienes que lloras de esa manera? Pero él no respondía y continuaba llorando.

—Pero, ¿qué tienes? ¿Por qué lloras? —repetían las niñas.

Y entonces él separó el rostro de la mano, un rostro infantil, y dijo, gimiendo, que había estado en varias casas para limpiar las chimeneas, que había ganado unas monedas y las había perdido porque se le escurrieron por el agujero de un bolsillo roto, y no se atrevía a volver a su casa sin el dinero.

—El patrón me pega —decía sollozando.

Las chiquillas se quedaron mirándole muy serias. Entretanto se habían acercado otras muchachas grandes y pequeñas, pobres y acomodadas, con sus bolsones bajo el brazo, y una de las mayores, que llevaba una pluma azul en el sombrero, sacó del bolsillo diez pesos y dijo:

—No tengo más que esto; hagamos una colecta.

—También tengo yo diez —dijo otra vestida de encarnado—, y podemos, entre todas, reunir hasta lo que falta.

Entonces comenzaron a llamarse:

—¡Amalia, Luisa, Anita eh, ven a colaborar!

Muchas llevaban dinero para comprar flores o cuadernos, y lo entregaban en seguida. Algunas más pequeñas, sólo pudieron dar centavos. La de la pluma azul recogía todo y lo contaba en voz alta:

—¡Ocho, diez, quince!

Pero hacía falta más. Entonces llegó la mayor de todas, dio cincuenta pesos y todas le hicieron una ovación. Pero faltaba aún.

—Ahora vienen las de cuarto —dijo una.

Las de la clase cuarta llegaron, y las monedas llovieron. Todas se arremolinaban, y era un espectáculo hermoso ver a aquel pobre deshollinador en medio de aquellos vestidos de tantos colores, de todo aquel círculo de plumas, de lazos y de rizos.

Ya se había reunido todo, y aún más, y las más pequeñas, que no tenían dinero, se abrían paso entre las mayores, llevando sus ramitos de flores, por darle también algo.

De allí a un rato acudió la portera gritando:

—¡La señora directora!

Las muchachas escaparon por todos lados, como gorriones, a la desbandada, y entonces se vio al pobre deshollinador, solo en medio de la calle, enjugándose los ojos, tan contento, con las manos llenas de dinero y con ramitos de flores en los ojales de la chaqueta, en los bolsillos, en el sombrero.

El día de los muertos

Noviembre 2.

“Este día está consagrado a la conmemoración de los difuntos. Sabes tú, Enrique, ¿a qué muertos deben consagrar un recuerdo en este día, ustedes los muchachos? A los que murieron por los niños. ¡Cuántos han muerto así y cuántos mueren todavía! ¿Has pensado alguna vez cuántos padres han consumido su vida en el trabajo, y cuántas madres han muerto extenuadas por las privaciones a que se condenaron para sustentar a sus hijos? ¿Sabes cuántos hombres clavaron un puñal en su corazón por la desesperación de ver a sus propios hijos en la miseria, y cuántas mujeres se suicidaron, murieron de dolor o enloquecieron por haber perdido un hijo? Piensa, Enrique, en este día, en todos estos muertos. Piensa en tantas maestras que fallecieron jóvenes, consumidas de tisis por las fatigas de la escuela, por amor a los niños, de los cuales no tuvieron valor para separarse; piensa en los médicos que murieron de enfermedades contagiosas, de las que no se precavían por curar a los niños; piensa en todos aquellos que en los naufragios, en los incendios, en las hambres, en un momento de supremo peligro cedieron a la infancia el último pedazo de pan, la última tabla de salvación, la última cuerda para escapar de las llamas, y expiraban satisfechos de su sacrificio, que conservaba la vida de un pequeño inocente. Son innumerables, Enrique, estos muertos. Todo cementerio encierra centenares de estas santas criaturas, que si pudieran salir un momento de la losa, dirían el nombre de un niño al cual sacrificaron los placeres de la juventud, la paz y la vejez; los sentimientos, la inteligencia, la vida; esposas de veinte años, hombres en la flor de la edad, ancianos octogenarios, jovencillos —mártires heroicos y oscuros de la infancia— tan grandes y tan nobles que no produce la tierra flores bastantes para poderles colocar sobre sus sepulturas. ¡Tanto se quiere a los niños! Piensa hoy con gratitud en estos muertos y serás mejor y más cariñoso con todos los que te quieren bien y trabajan por ti, querido y afortunado hijo mío, que en el día de los difuntos no tienes aún que llorar a ninguno!”

Tu padre.

Mi amigo garrón

Viernes 4.

No han sido más que dos los días de vacaciones, ¡y me parece que he estado tanto tiempo sin ver a Garrón! Cuanto más le conozco, más le quiero, y lo mismo sucede a los demás, exceptuando los arrogantes, aunque a su lado no puede haberlos, porque él siempre les pone en línea. Cada vez que uno de los mayores levanta la mano sobre un pequeño, grita éste: “¡Garrón!”, y el mayor ya no pega. Su padre es maquinista del ferrocarril; él empezó a ir tarde a la escuela porque estuvo enfermo dos años. Cualquier cosa que se le pide: lápiz, goma, papel, cortaplumas, lo presta o da enseguida; no habla ni ríe en la escuela; está siempre inmóvil en su banco demasiado estrecho para él, con la espalda agachada y la cabeza metida entre los hombros; y cuando lo miro, me dirige una sonrisa, con los ojos entornados, como diciendo: “¿Y bien, Enrique, somos amigos?”

Da risa verle tan alto y gordo, con su chaqueta, pantalones, mangas y todo demasiado estrecho y excesivamente corto; un sombrero que no le cubre la cabeza, el cabello rapado, las botas grandes y una corbata siempre arrollada como una cuerda. ¡Querido Garrón! Basta ver una vez su cara para tomarle cariño. Todos los más pequeños quisieran tenerlo por compañero de banco. Sabe muy bien aritmética. Lleva los libros atados con una correa de cuero encarnado. Tiene un cuchillo con mango de concha, que encontró el año pasado en la plaza de Armas, y un día se cortó un dedo hasta el hueso, pero ninguno se lo notó en la escuela, ni tampoco rechistó en su casa por no asustar a sus padres. Deja que le digan cualquier cosa por broma, y nunca se lo toma a mal; pero ¡pobre del que le diga “no es verdad” cuando afirma una cosa! Sus ojos echan chispas entonces, y pega puñetazos capaces de partir el banco. El sábado por la mañana dio cinco pesos a uno de la clase de primero superior que lloraba en medio de la calle porque le habían quitado el dinero y no podía ya comprar el cuaderno. Hace ocho días que está trabajando en una carta de ocho páginas, con dibujos a pluma en los márgenes, para el día del santo de su madre, que viene a menudo a buscarle, y es alta y gruesa como él. El maestro está siempre mirándole, y cada vez que pasa a su lado le da palmaditas en el cuello cariñosamente. Yo le quiero mucho. Estoy contento cuando estrecho su mano, grande como la de un hombre. Estoy seguro de que arriesgaría su vida por salvar la de un compañero, y que hasta se dejaría matar por defenderlo; se ve tan claro en sus ojos y se oye con tanto gusto el murmullo de aquella voz, que se siente que viene de un corazón noble y generoso.

El carbonero y el señor

Lunes 7.

No habría dicho nunca garrón, seguramente, lo que dijo ayer por la mañana Carlos Nobis a Beti. Carlos es muy orgulloso, porque su padre es un gran señor; un señor alto, con barba negra, muy serio, que va casi todos los días para acompañar a su hijo. Ayer por la mañana Nobis se peleó con Beti, uno de los más pequeños, hijo de un carbonero, y no sabiendo ya qué replicarle porque no tenía razón, le dijo en voz alta:

—Tu padre es un andrajoso.

Beti se puso rojo y no dijo nada; pero se le saltaron las lágrimas y cuando fue a su casa se lo contó a su padre, y el carbonero, hombre muy pequeño y muy negro, fue a la clase de la tarde con el muchacho de la mano, a hablar con el maestro. Mientras hablaba y como todos estábamos callados, el padre de Nobis, que le estaba quitando la capa a su hijo, como acostumbra, desde el umbral de la puerta oyó pronunciar su nombre y entró a pedir explicaciones.

—Es este señor —respondió el maestro que ha venido a quejarse porque su hijo Carlos, dijo a su niño: “Tu padre es un andrajoso”.

El padre de Nobis arrugó la frente y se puso algo encarnado.

Después preguntó a su hijo:

—¿Has dicho esa palabra?

El hijo, de pie en medio de la sala, con la cabeza baja delante del pequeño Beti, no respondió. Entonces el padre lo agarró de un brazo, le hizo avanzar más enfrente de Beti, hasta el punto de que casi se tocaban, y dijo:

—¡Pídele perdón!

El carbonero quiso interponerse, diciendo:

—¡No, no!

Pero el señor no lo consintió, y volvió a decir a su hijo:

—Pídele perdón. Repite mis palabras: “Yo te pido perdón de la palabra injuriosa, insensata e innoble que dije contra tu padre, al cual el mío tiene mucho honor en estrechar su mano”.

El carbonero hizo el ademán de decir: “No quiero”. El señor no lo consintió, y su hijo dijo lentamente, con voz cortada, sin alzar los ojos del suelo:

—Yo te pido perdón... de la palabra injuriosa... insensata... innoble que dije contra tu padre, al cual el mío... tiene en mucho honor estrechar su mano...

Entonces el señor dio la mano al carbonero, que se la estrechó con fuerza, y después, de un empujón repentino, echó a su hijo entre los brazos de Carlos Nobis.

—Hágame el favor de ponerlos juntos —dijo el caballero al maestro.

Este puso a Beti en el banco de Nobis. Cuando estuvieron en su sitio, el padre de Carlos saludó y salió.

El carbonero se quedó un momento pensativo, mirando a los muchachos reunidos; después se acercó al banco y miró a Nobis, con expresión de cariño y de remordimiento, como si quisiera decirle algo, pero no dijo nada; alargó la mano para hacerle una caricia, pero tampoco se atrevió, contentándose con tocarle la frente con sus toscos dedos. Después se acercó a la puerta, y, volviéndose aún una vez más para mirarlo, desapareció.

—Recuerden lo que han visto —dijo el maestro— ésta es la mejor lección del año.

La maestra de mi hermano

Jueves 10.

El hijo del carbonero fue alumno de la maestra Delcati, que ha venido hoy a ver a mi hermano enfermo, y nos ha hecho reír contando que la mamá de aquel niño, hace dos años, le llevó a su casa una gran cesta de carbón, en agradecimiento a que le había dado una medalla a su hijo, y porfiaba la pobre mujer porque no quería llevarse el carbón a su casa, y casi lloraba, cuanto tuvo que volverse con la cesta llena. Nos hemos entretenido mucho oyéndola, y gracias a ella tragó mi hermano una medicina que al principio no quería. ¡Cuánta paciencia deben tener con los niños del primer año elemental, sin dientes, como los que no pronuncian la erre ni la ese! Ya tose uno, ya otro sangra por las narices, uno pierde los zapatos debajo del banco, otro chilla porque se ha pinchado con la lapicera, y llora aquél por otra causa. ¡Reunir cincuenta en la clase, con aquellas manecitas de manteca y tener que enseñar a escribir a todos! Ellos llevan en los bolsillos terrones de azúcar, botones, tapones de botella, ladrillo hecho polvo, toda clase de menudencias, que la maestra les busca pero que esconden hasta en el calzado. Y nunca están atentos. Un moscardón que entre por la ventana les distrae. En el verano llevan a la escuela ciertos insectos que echan a volar y que caen en los tinteros y que después salpican de tinta los libros. La maestra tiene que hacer de mamá, ayudarlos a vestir, cortarles las uñas, recoger las gorras que tiran, cuidar de que no cambien los abrigos, porque si no, después rabian y chillan. ¡Pobre maestra! ¡Y aún van las mamás a quejarse!

—“¿Cómo es, señora, que mi hijo ha perdido su lapicera?

¿Cómo es que el mío no aprende nada? ¿Por qué no da un premio al mío, que sabe tanto? ¿Por qué no hace quitar del banco aquel clavo que ha roto los pantalones de mi Pedro?”.

Alguna se incomoda con los muchachos, como la maestra de mi hermano, y cuando no puede más, se muerde las uñas por no pegar una cachetada; pierde la paciencia, pero después se arrepiente y acaricia al niño a quien ha regañado; echa a un pequeñuelo de la escuela, pero saliéndosele las lágrimas, y desahoga su cólera con los padres que privan de la comida a los niños por castigo. La maestra Delcati es joven y alta; viste bien; es morena y vivaz, y lo hace todo como movida por un resorte; se conmueve por cualquier cosa, y habla entonces con mucha ternura.

—¿Pero al menos los niños la quieren? —le preguntó mi madre.

—Mucho —respondió—; pero después, concluido el curso, la mayor parte ni me mira. Cuando están con los profesores casi se avergüenzan de haber estado conmigo, con una maestra. Después de dos años de cuidados, después de que se ha querido tanto a un niño, nos entristece separarnos de él; pero se dice una: “¡Oh! Desde ahora en adelante me querrá mucho”. Pero pasan las vacaciones, vuelven a la escuela, corremos a su encuentro. Y vuelve la cabeza a otro lado.

Al decir esto, la maestra se detiene.

—Pero tú no lo harás así, hermoso —dice después mirando fijamente a mi hermano y besándole—; tú no volverás la cabeza a otro lado, ¿no es verdad? ¿No renegarás de tu amiga?

Mi madre

Jueves 10,

“¡En presencia de la maestra de tu hermano, faltaste el respeto a tu madre! ¡Que esto no suceda más, Enrique! Tu palabra irreverente se me ha clavado en el corazón como un dardo. Piensa en tu madre, cuando años atrás estaba inclinada toda la noche sobre tu cama, midiendo tu respiración, llorando lágrimas de angustia y apretando los dientes de terror, porque creía perderte y temía que le faltara la razón; y con este pensamiento experimentarás cierta especie de terror hacia ti. ¡Tú, ofender a tu madre, que daría un año de felicidad por quitarte una hora de dolor, que pediría una limosna por ti, que se dejaría matar por salvar tu vida! Oye, Enrique, fija bien en la mente este pensamiento. Considera que te esperan en la vida muchos días terribles; el más terrible de todos será el día en que pierdas a tu madre. Mil veces, Enrique, cuando ya seas hombre fuerte y probado en toda clase de contrariedades, tú la invocarás, oprimido tu corazón de un deseo inmenso de volver a oír su voz y de volver a sus brazos abiertos para arrojarte en ellos sollozando, como pobre niño sin protección y sin consuelo. ¡Cómo te acordarás entonces de todas las amarguras que le hayas causado, y con qué remordimiento, le contarás todas! No esperes tranquilidad en tu vida si has afligido a tu madre. Tú te arrepentirás, le pedirás perdón, venerarás su memoria inútilmente; la conciencia no te dejará vivir en paz.

Aquella imagen dulce y buena tendrá siempre en ti una expresión de tristeza y reconvención que torturará tu alma. ¡Oh, Enrique, mucho cuidado! Este es el más sagrado de los afectos humanos. ¡Desgraciado del que lo profane! El asesino que respeta a su madre aún tiene algo de honrado y noble en su corazón; el mejor de los hombres que la hace sufrir o la ofende no es más que una miserable criatura. Que no salga nunca de tu boca una palabra dura para la que te ha dado el ser. Y si alguna se te escapa, no sea el temor a tu padre, sino un impulso del alma lo que te haga arrojarte a sus pies, suplicándole que con el beso del perdón borre de tu frente la mancha de la ingratitud. Yo te quiero, hijo mío; tú eres la esperanza más querida de mi vida, pero me has entristecido.”

Tu padre.

Mi compañero coreta

Domingo 13.

Mi padre me perdonó, pero me quedé un poco triste, y mi madre me mandó a dar un paseo con el hijo mayor del portero. A mitad del paseo, pasando junto a un carro parado delante de una tienda, oí que me llamaban por mi nombre y me volví. Era Coreta, mi compañero, con su chaqueta de punto color chocolate y su gorra de piel, sudando y alegre, tenía una carga de leña sobre sus hombros. Un hombre, de pie en el carro, le echaba una brazada de leña y él la recibía y la llevaba a la tienda de su padre, donde de prisa y corriendo la amontonaba.

—¿Qué haces, Coreta? —le pregunté.

—¿No lo ves? —respondió tendiendo los brazos para tomar la carga—; repaso la lección.

Me reí. Pero él hablaba en serio, y después de tomar el atado de leña, empezó a decir corriendo:

—Llámense accidentes del verbo... sus variaciones según el número... según el número y la persona... —Y después, echando la leña y amontonándola—: Según el tiempo... según el tiempo a que se refiere la acción... —y volviéndose al carro a tomar otra brazada—. Según el modo con que la acción se enuncia.

Era nuestra lección de gramática para el día siguiente.

—¿Qué quieres? —me dijo—; aprovecho el tiempo. Mi padre se ha ido a la calle con el muchacho para un negocio. Mi madre está enferma. Me toca a mí descargar. Entretanto, repaso gramática. Y hoy es una lección difícil. No acabo de metérmela en la cabeza. Mi padre me ha dicho que estará aquí a las siete para pagarle a usted —dijo después al hombre del carro.

—Entra un momento en la tienda —me dijo Coreta.

Entré. Era una habitación llena de montones de haces de leña, con una balanza a un lado.

—Hoy es día de mucho trabajo, te lo aseguro —añadió Coreta—. Tengo que hacer mi obligación a ratos y como pueda. Estaba escribiendo los apuntes, y ha venido gente a comprar. Me he vuelto a poner a escribir, y llegó el carro. Esta mañana he ido ya dos veces al mercado de la leña, en la plaza de Venecia. Tengo las piernas que ya no las siento y las manos hinchadas. ¡Lo único que me falta es tener que hacer algún dibujo!

Y mientras, barría las hojas secas y las pajillas que rodeaban el montón. —¿Pero dónde estudias Coreta? —le pregunté.

—No aquí, ciertamente —respondió—; ven a verlo.

Y me llevó a una habitación dentro de la tienda, que servía de cocina y de comedor, y en un lado una mesa en donde estaban los libros, los cuadernos y el trabajo empezado.

—Precisamente aquí —dijo—. Y tomando la pluma se puso a escribir con su hermosa letra: “Con el cuero se hacen...”

—¿No hay nadie? —se oyó gritar en aquel momento en la tienda.

—¡Allá voy! —respondió Coreta. Y saltó de allí, pesó los haces, tomó el dinero, corrió a un lado para apuntar la venta en un cartapacio y volvió a su trabajo, diciendo:

—A ver si puedo concluir la tarea...

Y escribió: “las bolsas de viaje y las mochilas para los soldados”.

—¡Ah, el café que se va...! —gritó de repente, y corrió a la hornilla a quitar la cafetera del fuego—. Es el café para mamá — dijo—; me ha sido preciso aprender a hacerlo. Espera un poco y se lo llevaremos; así te verá y tendrá mucho gusto... Hace siete días que está en la cama. ¡Accidentes del verbo! Siempre me quemo los dedos con esta cafetera. ¿Qué hay que añadir después de las mochilas de los soldados? Hace falta más, y no lo recuerdo. Ven a ver a mamá.

Abrió la puerta y entramos en otro cuarto pequeño. La mamá de Coreta estaba en una cama grande, con un pañuelo en la cabeza.