Corazón encadenado - Olvidar el ayer - Barbara Gale - E-Book

Corazón encadenado - Olvidar el ayer E-Book

Barbara Gale

0,0
4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Corazón encadenado Barbara Gale Rafe Burnside había albergado esperanzas sobre su futuro y el del hijo, al que estaba criando él solo, pero apenas conseguía sobrevivir cada día. Hasta que apareció en el pueblo la doctora Maggie Tremont. Rafe sabía que era peligroso acercarse a Maggie, pues ella solo estaba allí de paso. No obstante, aquella mujer hizo que entrara en su vida un rayo de luz y que la cadena que aprisionaba su corazón empezara a romperse… Olvidar el ayer Mary J. Forbes Cuando Dane Rainhart, el héroe de guerra del pueblo y el amor platónico de su infancia, regreso, Kat O'Brien volvió a sentirse atraída por aquel hombre fuerte y atractivo. Tras haber sido herido en el cumplimiento del deber, Dane necesitaba un lugar donde ocultarse del mundo. Pero, en cambio, el amargado médico estaba a punto de caer bajo los encantos de aquella viuda y su hijo...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 405

Veröffentlichungsjahr: 2021

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 437 - Septiembre 2021

 

© 2007 Barbara Einstein

Corazón encadenado

Título original: The Farmer Takes a Wife

 

© 2009 Mary J. Forbes

Olvidar el ayer

Título original: The Doctor’s Surprise Family

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008 y 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-955-5

Índice

 

Portada

Créditos

Corazón encadenado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Olvidar el ayer

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Una ciudad se salva tanto por sus hombres dignos como por los bosques y los pantanos que la rodean.

Henry David Thoreau, 1862

 

 

Con los limpiaparabrisas moviéndose a toda prisa, Maggie intentó no dejarse llevar por el miedo al tiempo que acercaba la furgoneta al arcén para ajustarse a aquel estrecho paso de montaña. Maldiciendo con palabras que ni siquiera sabía que conociera, prometió que aquel viaje sería el último. Empezaba a estar mayor para tonterías; que lo hicieran los médicos más jóvenes. Un viaje bajo la intensa lluvia por las montañas de New Hampshire no era la idea que ella tenía de pasarlo bien. Como doctora de la Clínica Móvil de Nueva Inglaterra, hacía tiempo que Maggie había asumido que perderse en la carretera formaba parte de su trabajo y solía tomarlo como una aventura. Pero dichas aventuras solían tener lugar en Massachusetts, donde vivía. Esa vez se había ofrecido a atender un caso en New Hampshire sólo para hacerle un favor a un compañero que estaba enfermo. Eso no significaba que las últimas dos semanas no hubieran sido maravillosas; no había tardado nada en enamorarse de New Hampshire, de sus montañas blancas y de todas aquellas magníficas personas que le habían abierto las puertas de sus casas y de sus corazones. Pero en aquel momento, resfriada y con fiebre, no estaba de humor para adentrarse en otra carretera rural. Perdida en las montañas en mitad de la tormenta, sin cobertura en el móvil, con el termo de café vacío y el depósito de combustible muy cerca de estarlo… lo que menos le preocupaba era estar lanzando todo tipo de improperios.

Desde luego aprendería una buena lección. De ahora en adelante prestaría más atención a los informes meteorológicos, cosa que habría hecho si no hubiera estado tan ansiosa por volver a casa y curarse aquel resfriado. Había tenido tantas ganas de poder meterse en la cama que se había olvidado por completo del sentido común. Para colmo de males, cada vez estornudaba más y le quedaban menos pañuelos de papel y no llevaba ni una sola pastilla para el resfriado en el maletín… ¡menuda doctora! Cuánto deseaba haber hecho caso a su instinto y haber dado la vuelta en aquel cambio de sentido que había visto siete kilómetros antes. Por otra parte, si no encontraba pronto una gasolinera, no podría continuar. Seguramente podría salirse de la carretera y dormir en la furgoneta hasta que alguien la encontrara. Sin duda habría coches de policía vigilando la carretera. Desde luego, lo que necesitaba era un guapo agente que acudiera en su ayuda.

No, un agente y una taza de té caliente.

Aunque, en la situación en la que estaba, también podría prescindir del agente.

Estaba luchando contra una incipiente migraña cuando por fin cambió su suerte. Trató de enfocar bien porque estaba segura de haber visto algo. ¡Sí! Apenas podía verse con la que estaba cayendo, pero sí, había un cartel escondido entre las ramas de un árbol. Se le habían caído algunas letras, pero desde luego era un cartel de carretera, la promesa de algún tipo de civilización. Maggie rezó por que aquel cartel anunciara Bloomville, como indicaba su mapa.

 

Pr m s

Hab. 350

5 k s

 

«¿Promesa?» Lo que estaba claro era que no decía Bloomville. Era una pena no conocer mejor New Hampshire.

«¿350 habitantes? Qué pequeño».

5 kms. ¿Qué serían, cinco kilómetros, o cincuenta? Con la mirada clavada en el indicador del nivel de combustible, rezó por que fueran cinco.

Diez minutos después, consiguió vislumbrar la estación de servicio a través de la lluvia y tomó el desvío con un profundo alivio. El último trueno la había asustado tanto que ni siquiera le importaba que la gasolinera no funcionara, siempre y cuando hubiera algún ser humano con el que hablar. Se inclinó sobre el volante para ver mejor y tuvo que parpadear varias veces para luchar contra la sensación de irrealidad que proyectaba lo que tenía ante sus ojos. Aquel lugar estaba oscuro y desolado, lo que no daba demasiadas esperanzas de poder tomarse un té. Sólo esperaba que aquel viejo cartel de «abierto» que colgaba de la puerta no mintiera porque desde luego la oscuridad que había tras la ventana no invitaba a entrar. Lo único que sabía era que, tuviese el aspecto que tuviese, Maggie tenía intención de parar. Así pues, agarró su bolso y salió de la furgoneta en mitad de la tormenta.

—¿Hola? —dijo llamando a la puerta—. ¿Hay alguien? —insistió con fe.

No le sorprendió que nadie contestara, pero tampoco se dio por vencida. Maggie giró el picaporte y comprobó con alivio que la puerta se abría. Quizá el cartel no mintiera, aunque el olor a cerrado que la recibió parecía anunciar que aquel lugar estaba en completo desuso. Tuvo mucho cuidado de no separarse de la puerta hasta estar completamente segura de no correr peligro. Incluso a varios metros de distancia, podía ver que las estanterías en las que se exponía la exigua cantidad de productos estaban cubiertas de polvo. A un lado del local había un cubo de basura repleto de latas de refrescos que parecían haber ido acumulándose allí durante años. Maggie sintió rabia al ver tan poca higiene, algo que la tensaba más que el peligro que pudiera correr allí. Se atrevió a apretar un interruptor que encontró cerca y agradeció que funcionara y diera al menos un poco de luz al lugar.

—¿Hola? ¿Hay alguien? —repitió. Tenía que haber alguien.

Miró por curiosidad la fecha de caducidad de una bolsa de cacahuetes que había en la primera estantería y descubrió que el crujir del plástico era más efectivo que sus gritos.

—Supongo que tendrá intención de pagar eso.

Maggie se dio la vuelta de golpe y se encontró cara a cara con una mujer mayor y robusta que parecía haber salido de detrás de una cortina que en otro tiempo debía de haber sido de terciopelo. Su cabello gris estaba recogido en una trenza enrollada en lo alto de la cabeza, sus ojos parecían dos piedras marrones que resaltaban sobre un rostro pálido que no parecía haber sentido una brizna de aire fresco desde hacía meses.

—Hola —dijo Maggie esbozando una sonrisa—. Pasaba por aquí y he parado a echar gasolina. Bueno, lo de pasar por aquí es un eufemismo. Creo que me he perdido.

—¿Lo crees? —preguntó la mujer en un tono algo burlón.

Maggie se echó a reír.

—En realidad estoy bastante segura. Me dirijo a Boston, pero creo que he tomado un desvío equivocado. Con esta lluvia. Me he alegrado tanto de ver este sitio; buscaba un pueblo llamado Bloomville con la intención de pasar allí la noche, pero esto no es Bloomville, ¿verdad? —dijo mirando a su alrededor—. Creo que hace un rato he pasado un cartel que decía «Promesa», pero no estoy del todo segura. No conozco bien New Hampshire.

—Es Primrose —espetó la mujer—. Nada de promesas.

No estaba siendo exactamente hostil, trató de decirse Maggie a sí misma mientras veía a la mujer acercarse al mostrador con la ayuda de un bastón en el que se apoyaba para caminar. No podía ocultar el dolor que sentía y, como médico, Maggie no pudo evitar fijarse en ello, pero sabía que no debía decir nada.

—Quería repostar. He pitado, pero no ha contestado nadie.

—Dice «Autoservicio», así que quizá sea por eso por lo que no ha acudido nadie —respondió la mujer secamente—. Estas viejas piernas dejaron de servir gasolina hace ya mucho tiempo. Sólo tengo gasolina común, vendí lo poco que me quedaba de sin plomo la semana pasada. Pero dado que no hay ninguna otra gasolinera en este lado de la montaña, supongo que no le importará.

—Claro que no —respondió Maggie, sin dejarse acobardar por el genio de la mujer—. Supongo que es usted la propietaria de la gasolinera, ¿me equivoco?

—¿Por qué si no estaría aquí? —preguntó al tiempo que apoyaba un pie en un taburete.

A pesar de llevar las piernas cubiertas, casi vendadas, con unas medias gruesas, Maggie pudo ver por el rabillo del ojo que tenía los tobillos muy hinchados. Debía de dolerle mucho, pero no creía que fuera a recibir su comprensión de buena gana, a juzgar por el brillo orgulloso de su mirada.

—Entonces, si no le importa, voy a llenar el depósito.

—No me importa. Y no olvidaré incluir en la cuenta el precio de esos cacahuetes.

«Seguro que no», pensó Maggie, metiéndose la bolsita de cacahuetes en el bolsillo. Salió a la lluvia tratando de protegerse bajo la capucha de la sudadera que llevaba, pero era totalmente insuficiente. Si no se secaba pronto, al día siguiente se levantaría con neumonía, y eso si tenía la suerte de encontrar una cama.

Mientras llenaba el depósito con la lluvia cayéndole sobre los hombros, Maggie tuvo la sensación de que la mujer observaba cada uno de sus movimientos desde el interior, aunque no podría ver demasiado a través de aquellos cristales tan sucios. Volvió a la tienda y buscó un pañuelo de papel en el bolso para poder secarse un poco al menos, pues estaba completamente empapada.

—El ambiente está un poco húmedo, ¿no le parece? —bromeó Maggie, y después continuó hablando a pesar de la falta de respuesta por parte de la mujer—. ¿Sabe? Creo que necesito una comida caliente tanto como necesitaba la gasolina. Le agradecería mucho que me dijera dónde está el restaurante más cercano.

La señora hizo caso omiso a la pregunta, en sus ojos había un claro gesto de desaprobación.

—Veo que lleva una furgoneta del Servicio Médico de Nueva Inglaterra.

—Sí… así es. Me sorprende que haya podido leer el letrero con la lluvia.

—Aún no he perdido la vista, señorita.

Bueno, seguiría intentándolo.

—¿Es usted usuaria de dicho servicio? —preguntó Maggie con amabilidad.

—Se supone que estamos incluidos en el circuito de Bloomville —replicó la mujer—. Bloomville está al otro lado de la montaña, así que supongo que no se nos ve entre los árboles —añadió en tono mordaz.

Maggie estuvo a punto de echarse a reír, pero se controló. Aquella mujer tenía mal genio, pero parecía tener también cierto sentido del humor.

—Tengo la impresión de que utiliza el Servicio Médico Móvil.

—Sí, cuando se digna a aparecer.

Maggie frunció el ceño al oír la acusación implícita en aquellas palabras.

—¿Quiere decir que alguna vez han faltado a una cita concertada?

—¡Eso es exactamente lo que quiero decir! Deberían haber venido en abril, pero aquí no apareció nadie.

Ahora comprendía su mal humor y estaba claro de que iba a hacerla pagar por que algún compañero suyo no hubiera acudido a la cita.

—La verdad es que no sabría decirle por qué no apareció la furgoneta. Mi ruta habitual no sale de Massachusetts; este mes estoy en New Hampshire para hacerle un favor a un amigo. ¿Llamó para que le dijeran qué había pasado?

—Claro que llamé, pero se limitaron a darme largas, como de costumbre. Nadie sabía nada, pero me dijeron que lo averiguarían… palabrería.

Maggie estaba desconcertada.

—Normalmente son muy eficientes con ese tipo de reclamaciones. ¿Qué le parece si hago algunas llamadas… cuando me recupere? Me parece que tengo un buen resfriado.

Si la mujer no lo había notado hasta entonces, sí tuvo que hacerlo cuando Maggie comenzó a estornudar y no le quedó más remedio que dar otro uso a los pañuelos de papel. Se sonó la nariz con fuerza. Aunque a la mujer no parecía preocuparle lo más mínimo, parecía más interesada en la ineficiencia del servicio médico que en el bienestar de Maggie. Y, a juzgar por el estado en el que tenía los pies, Maggie no la culpaba por ello. El problema era que ella tampoco estaba en muy buen estado.

—Escuche —empezó a explicarle Maggie con la voz muy tomada—, supongo que me he equivocado de desvío, quizá más de una vez —admitió con pesar—, pero a estas alturas no tengo más remedio que buscar un motel. Si pudiera decirme dónde hay alguno.

—Gasolina… comida… una habitación —murmuró la mujer—. No recuerdo la última vez que tuvimos visita por aquí.

«¿Por qué será?», se preguntó Maggie mientras forzaba una sonrisa.

—Eso no me da muchas esperanzas.

—No —reconoció la mujer sin un ápice de comprensión.

Maggie estaba helada y necesitaba una habitación urgentemente, una cama seca en la que poder acostarse para no sentirse tan desgraciada. No quería que la entretuvieran sin motivo, que era lo que parecía estar haciendo aquella mujer, pero tampoco quería hacer enfadar a la única persona que podía decirle dónde había un hotel, en caso de que lo hubiera. En el peor de los casos, quizá pudiera dormir en la furgoneta, pero al mirar por la ventana y ver la que estaba cayendo, se dio cuenta de que sería una tortura. Quizá estuvieran en julio, pero estaba diluviando y una furgoneta llena de material sería un lugar muy incómodo… y frío donde dormir. No habría sido la primera vez que durmiera en un coche, pero de eso hacía ya mucho tiempo, entonces tenía diecisiete años y Tommy Lee le había proporcionado calor y… Renunciando a la esperanza de poder tomarse un té caliente, Maggie volvió a suplicar:

—Escuche, señora…

—Me llamo Louisa Haymaker. Eso de señora me hace sentir vieja.

—Señora Haymaker —corrigió Maggie, que empezaba a sentirse como Alicia en el País de las Maravillas—, estoy empapada, cansada y hambrienta. No me extrañaría tener neumonía. Todo eso quiere decir que no puedo conducir ni un kilómetro más. Tiene que haber algún lugar en el que pueda alojarme. No sé si servirá de algo, pero… —cuando ya no sabía qué más hacer o decir, echó mano de su maletín y sacó el estetoscopio—. ¿He mencionado que soy médica?

Por fin vio una ligera muestra de interés en el rostro de la señora Haymaker. Maggie se aferró a ese gesto y sacó también su tarjeta del hospital de Boston en el que trabajaba.

—Escuche, señora Haymaker, soy la doctora Margaret Tremont. No me encuentro bien y me gustaría volver a casa, pero como no puedo, necesito un hotel —mientras tomaba aire, puso un billete de veinte dólares sobre el mostrador—. Creo que aún no le he pagado la gasolina.

Louisa Haymaker echó mano del dinero rápidamente y no se molestó siquiera en preguntarle si quería que le diera el cambio.

—¿Podría decirme el nombre del hotel más cercano? —insistió—. Así podré marcharme.

Si la señora Haymaker tenía intención de ayudarla, no pudo hacerlo porque el crujir de la puerta las interrumpió. Ambas se volvieron a mirar y vieron aparecer a un muchacho que cerró con un portazo.

—Louisa, ¿dónde estás? ¡Ya estamos aquí! —anunció el muchacho con una alegría que hizo sonreír a Maggie.

No así a Louisa Haymaker.

—Amos Burnside, ¿cuántas veces te he dicho que no des portazos? Si esa puerta se cae, y sin duda lo hará pronto, ¿quién va a arreglarla? ¡Mira lo que estás haciendo! —le gritó señalando con el bastón el charco de agua que se había formado a los pies del muchacho.

El niño bajó la mirada. La gorra le tapaba el rostro, pero Maggie se preguntó si iba a echarse a llorar. Debía de tener siete u ocho años.

—Louisa —respondió con la voz quebrada—, no es culpa mía que esté lloviendo.

—¡Ya está bien! Mira, tenemos visita.

Amos siguió la mirada de Louisa y, al ver a aquella desconocida, se quitó la gorra y dejó a la vista un cabello rubio como el maíz.

—¿Quién eres? —le preguntó observándola con los ojos llenos de sorpresa.

Maggie también estaba sorprendida por la belleza etérea del muchacho y se preguntaba quién sería el responsable de aquel ángel que necesitaba un corte de pelo urgentemente.

—Me llamo Margaret Tremont —dijo entre violentos estornudos que le obligaron a gastar sus últimos pañuelos—. Pero mis amigos me llaman Maggie.

—Estornudas muy fuerte —apuntó el muchacho con voz seria.

—Está enferma, ¿es que no lo ves? —le reprendió Louisa—. Ha parado a echar gasolina y dice que es doctora.

La sonrisa que apareció en el rostro de Amos era una mezcla de alegría y curiosidad.

—¿De verdad? ¿Eres una doctora de las de verdad?

—Te doy mi palabra —prometió Maggie.

—¡Vaya! Verás cuando se lo diga a mi padre. Yo me llamo Amos Burnside, pero mis amigos me llaman Amos —añadió con completa inocencia.

—Encantada de conocerte, Amos —después de decirlo, Maggie tuvo que carraspear—. Me parece que me estoy quedando sin voz.

—Louisa tiene razón, sí que parece que estás enferma. Si de verdad eres doctora, ¿por qué no te curas?

—Amos, si supiera cómo curar un simple resfriado, no sólo me encontraría mejor, también sería increíblemente rica.

—¡Eso es lo que dice mi padre cada vez que yo agarro un resfriado! Si supiera como curar un resfriado, sería rico.

—El más rico del mundo.

—Entonces eso será lo que haré cuando sea mayor.

«Me quito el sombrero ante ti», pensó Maggie. «Y si consiguieras hacerlo para mañana, te estaría muy agradecida».

Pero Amos ya andaba por otros derroteros, como a menudo hacían los niños. Con una sola frase:

—¿QuéhaceaquídoctoraTremonthayalguienenfermocuántotiempovaaquedarseespeligrosocondu-circonestatormentamipadresiemprelodice?

—¡Vaya! Son muchas preguntas, jovencito. Bueno, veamos. No hay nadie enfermo por aquí, que yo sepa, excepto yo misma —explicó riéndose—. Iba de camino a casa… vivo en Boston, estaba lloviendo mucho y de pronto encontré la estación de servicio de la señora Haymaker, lo cual fue una suerte porque ya casi no me quedaba gasolina. ¡Aunque también me encantaría encontrar una cama caliente en la que poder acostarme con un paquete de pañuelos! De hecho, hace un momento le preguntaba a la señora Haymaker dónde está el motel más cercano.

Amos se volvió a mirar a Louisa con evidente desconcierto.

—Louisa, ¿por qué no le has dicho lo de las casitas? Perdone, doctora, Louisa no ha debido de darse cuenta porque no solemos recibir visitas —Amos sonrió como si aquello fuera culpa suya—. Seguramente no ha visto la señal.

—Parece que hay muchas señales que no he visto —respondió Maggie lanzando una mirada a Louisa.

—Louisa es la dueña del motel. Se llama El Refugio de Jack, en honor a su marido, Jack. Aunque ya no es su marido porque está muerto, pero seguiría siéndolo si estuviera vivo. ¿Verdad, Louisa?

—Amos Burnside —dijo Louisa con voz fría como el hielo—, sabes tan bien como yo que esas casas no están en condiciones de albergar a nadie —entonces miró a Maggie y le habló con firmeza—: Si está enferma, necesita un lugar mejor en el que quedarse, un lugar cálido donde el tejado no esté a punto de caerse en pedazos.

—¡Louisa, el tejado no está a punto de caerse! Papá lo arregló la semana pasada —le recordó el muchacho—. ¿No te acuerdas? Además, tampoco hay otro sitio en el que pueda quedarse. Si de verdad hace frío allí, yo la ayudaré a encender el fuego. Papá me enseñó a hacerlo el fin de semana pasado cuando nos fuimos de acampada y…

Si las miradas mataran, Amos habría caído fulminado en aquel momento, pero parecía que no había nada que Louisa pudiera hacer para callarlo.

—Estaré encantado de encenderle el fuego, doctora Tremont —prometió Amos con una sincera sonrisa.

Maggie tuvo que morderse el labio para no sonreír también.

—Gracias, Amos —respondió correctamente mientras se preguntaba de qué nube había caído aquel ángel.

—Bueno… —intervino Louisa, sabiendo que no tenía otra alternativa que dejar que Maggie se quedara, a menos que quisiera hacer una escena—. Supongo que no pasará nada… por una sola noche.

A Maggie no le gustó que pusiera un límite tan corto a su estancia, pero no iba a pedir nada más.

—Gracias, señora Haymaker. La idea de llegar hasta Bloomville se me hacía muy cuesta arriba, y la de dormir en la furgoneta era… una tortura.

Amos estaba impresionado.

—¿Has venido conduciendo desde Bloomville?

—No, me perdí buscándolo —explicó Maggie—. Sabía por el mapa que no estaba lejos, a unos setenta kilómetros más o menos, pero con tanta lluvia, apenas podía ver las indicaciones.

—Yo sólo he estado allí una vez —admitió Amos con tristeza.

—¿Cómo es posible? Si está muy cerca, justo al otro lado de la montaña.

—Mi padre va de vez en cuando a comprar comida y otras cosas, o cuando hay alguna emergencia, pero nunca me deja ir con él. Dice que allí no hay nada que ver y que en casa tenemos todo lo que necesitamos. Rafe dice que…

—¿Quién es Rafe? —lo interrumpió Maggie.

—Mi padre. A veces le llamo papá y a veces Rafe. Está sacando la compra de Louisa de la camioneta. Rafe dice que la gente que se marcha de casa a veces no encuentra el camino de vuelta. Como mi madre, que se marchó cuando yo era muy pequeño y nunca volvimos a verla. Rafe dice…

—¡Amos! —esa vez fue Louisa la que lo interrumpió, alarmada ante la indiscreción del muchacho—. No creo que…

Pero antes de que pudiera continuar, la puerta volvió a abrirse y entró en el local un hombre empapado hasta los huesos que llenó la tienda de olor a hojas y a lana mojada. Era alto y ancho de hombros, pero se movía con elegancia a pesar de ir muy cargado.

—Amos —dijo el hombre con voz firme y amable al mismo tiempo—, has desaparecido y se suponía que sólo tenías que comprobar que Louisa estaba despierta y después volver a ayudarme a sacar la compra.

Maggie estaba intrigada por aquella voz profunda que sin embargo resultaba amable. Si Amos Burnside era como un rayo de sol, su padre sin embargo era una especie de caricatura de la belleza, con un rostro curtido, un laberinto de arrugas y una barba de varios días que se ocultaban bajo el sombrero.

Maggie no podía dejar de mirarlo.

Su cabello era como una cortina de seda negra que le caía sobre la frente. Sus ojos eran negros como el carbón, su nariz fuerte y recta y la mandíbula cuadrada. Todo ello le daba un aire sensual y muy masculino. Los vaqueros y las botas manchadas de barro eran la prueba de que pasaba mucho tiempo al aire libre, pero lo más llamativo era su altura y su porte. Debía de medir más de un metro noventa y tenía una presencia puramente masculina. Maggie pensó que seguramente no habría lugar que no dominara de inmediato con su presencia.

Algo debió de revelarle su presencia porque de pronto Rafe se giró hacia ella. Al verla, abrió los ojos de par en par y la observó de arriba abajo con un gesto completamente nuevo, una expresión de clara irritación que se hacía evidente en el modo en el que fruncía el ceño. Maggie intentó sonreír, pero no sirvió de nada; se quedó inmóvil bajo aquella mirada penetrante y llena de ira… aunque también había un cierto interés. Sin duda así habría mirado Adán a Eva al encontrársela por vez primera.

La primera impresión de Maggie era que en aquel hombre no había ni rastro de alegría, sus hombros estaban demasiado rígidos y algo le decía que había envejecido demasiado rápido. Quizá fuera por cómo se movía… despacio… como si le costara un gran esfuerzo, no se trataba de que se estuviera controlando, quizá fuera simple indiferencia. El caso fue que Maggie sintió que en otro tiempo, en aquel rostro había habido belleza y probablemente también alegría. Le sorprendió poder ver tanto en tan poco tiempo, pero automáticamente pensó que eran todo imaginaciones suyas. Sin duda fue por eso por lo que se le cortó la respiración durante unos segundos.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ALGUIEN había tomado el desvío equivocado, pensó Rafe mientras dejaba las bolsas sobre el mostrador para después mirar directamente a aquella mujer. Debía de tener treinta y muchos años y, a juzgar por lo roja que tenía la nariz, estaba enferma. También podía ser culpa del mal tiempo, pero lo cierto era que tenía muy mal aspecto. Rafe no tenía la menor idea de quién era y de qué hacía allí, pero había algo de lo que estaba seguro, no había ido a Primrose a propósito.

—¿Qué ocurre? —preguntó con suavidad, pero a nadie, al menos a los adultos, se le podía pasar por alto el tono contrariado de su voz.

—Papá, ésta es Maggie Tremont —anunció Amos, entusiasmado por poder ser el portador de la noticia. ¡Y vaya noticia! Nada más increíble para él que la llegada de una completa desconocida—. ¡Se ha perdido, papá! ¿Y a que no sabes qué? Es doctora.

Maggie miró a Rafe mientras volvía a observarla ahora que disponía de nueva información. Pero nada cambió, Maggie sabía que su aspecto no causaba la menor impresión. Cuando la gente le decía a una que la nariz era su mejor rasgo, se sabía que el espejo no mentía. Su piel nunca sería radiante, pero tenía algunas pecas y las mejillas sonrojadas, aunque quizá en aquel momento estuvieran así por culpa de la fiebre. Si hubo algo en la mirada de Rafe que hizo que Maggie lamentara no ser hermosa, se apresuró a ocultarlo tan pronto como lo sintió. Confiaba demasiado en su inteligencia como para dejarse influir por la mirada de un hombre, por muy anchos que tuviera los hombros.

Escuchó vagamente mientras Louisa le explicaba a Rafe por qué estaba allí. Le molestaba que hablaran de ella como si no estuviera presente, pero no dijo nada. El sentido común le decía que debía tener cuidado con sus modales, pero no era fácil contener la rabia con aquel terrible dolor de cabeza. ¿No se daban cuenta de lo enferma que estaba y de que sólo quería una cama?

—Sí, soy la doctora Margaret Tremont y formo parte de la Clínica Móvil de Nueva Inglaterra.

Rafe la observó con gesto pensativo.

—Solemos utilizar sus servicios, pero normalmente nos atiende el doctor Marks.

—Sí, lo conozco, y no se preocupe, no soy su sustituta. Escuche, yo ni siquiera trabajo en New Hampshire, sino en Massachusetts, porque vivo en Boston. De hecho, tampoco estoy de servicio. Simplemente estaba en la carretera 93 y de repente… ya no estaba —suspiró con frustración.

La mirada de Rafe resultaba despectiva.

—Sé que la autopista es un poco liosa al cambiar de estado, pero no tanto.

—Lo bastante para perderme —matizó Maggie mientras se preguntaba si acaso era pecado perderse en aquellas tierras—. Como ya le he dicho, no conozco esta zona, pero deme un mes y me moveré como pez en el agua. Normalmente tengo muy buen sentido de la orientación —añadió riéndose tristemente.

Rafe seguía mostrándose escéptico.

—Para tener buen sentido de la orientación, se ha alejado mucho de su camino. Boston está muchos kilómetros al sur de aquí.

Maggie sonrió.

—En algún momento, no sé dónde ni cuándo, tomé un desvío que no era. En varias ocasiones he tenido miedo de caerme por la ladera de la montaña, debió de ser cuando el asfalto se convirtió en barro. Yo que ustedes, llamaría al servicio de carreteras y me quejaría.

—¿Qué le hace pensar que no lo hemos hecho ya? —preguntó Rafe fríamente.

Maggie no comprendía aquel mal genio.

—Sí, supongo que ya lo habrán hecho —respondió con diplomacia—. Bueno, fue una suerte ver ese cartel que indicaba Primrose y que me condujo hasta aquí. La señora Haymaker estaba a punto de ofrecerme una habitación para pasar la noche cuando apareció Amos, ¿no es así, señora Haymaker?

Maggie contuvo la respiración con la esperanza de que Louisa Haymaker se apiadara de ella. Si no encontraba una cama en menos de cinco minutos, caería desmayada sobre el sucio suelo de linóleo de la tienda. Se acercó al mostrador rápidamente y echó mano del bolso para buscar su chequera.

—¿Le parece bien que le pague cien dólares la noche, señora Haymaker?

Tan generosa oferta fue recibida con sorpresa por Louisa.

—Señor Burnside, me gustaría que le diera permiso a Amos para encenderme el fuego —añadió Maggie obstinadamente.

Rafe le lanzó una gélida mirada, pero no dijo nada, ni sí ni no. Cien dólares eran mucho dinero y todos lo sabían.

—Amos, llévala a la habitación número tres —dijo Louisa enseguida—. Creo recordar que aún quedaba leña en la chimenea.

El muchacho estaba emocionado.

—Ahora mismo.

—Gracias, Amos —dijo Maggie y, como recompensa, recibió una enorme sonrisa—. Iré con la furgoneta en cuanto pague a la señora Haymaker.

Amos agarró la llave de un tablón que había en la pared y salió por la puerta. La crisis, real o imaginaria, había pasado.

—Gracias por dejarme que me quede esta noche, señora Haymaker. Le extenderé el cheque y me marcharé porque la verdad es que estoy muy cansada.

Rafe debió de darse cuenta de que no mentía porque, aunque su gesto no cambió, optó por retirarse.

—Voy a ayudar a Amos —murmuró.

Louisa también parecía aliviada.

—Escucha, Rafe, la verdad es que es una suerte que esté aquí la señorita. Como es médica, no tendrás que llevarme a Bloomville la semana que viene a ver al pedicuro… si es tan amable de echarme un vistazo a los pies, por supuesto.

—A mí no me importa llevarte —dijo Rafe dirigiéndose hacia la puerta.

—Lo sé, Rafe, tú siempre eres muy bueno. Pero así tendrás una cosa menos que hacer.

—Estaré encantada de examinarle los pies, señora Haymaker —se apresuró a decir Maggie mientras seguía a Rafe hacia la puerta—. En cuanto yo misma pueda mantenerme en pie —incapaz de decir nada más o de seguir luchando contra el cansancio, salió de la tienda tras Rafe.

Se quedaron los dos parados en el pequeño porche, sin demasiadas ganas de enfrentarse a la tormenta.

—Será mejor que echemos a correr antes de que estemos completamente empapados.

—¿Completamente empapados? ¿Y cómo le llama a esto?

La luz del porche apenas iluminaba el camino, pero Maggie veía a Rafe perfectamente. Estaban tan cerca que prácticamente podía sentir su respiración y la lluvia no podía calmar el calor que de pronto corría por sus venas. Allí de pie en aquella estación de servicio olvidada de la mano de Dios, Maggie cómo sus oscuros ojos la observaban. Vio cómo bajaba la vista hasta su boca y vio un interés que seguramente había surgido a su pesar. Casi pudo ver su sorpresa y su preocupación antes de que se diera media vuelta y echara a correr.

Maggie tomó aire varias veces y trató de calmar los latidos acelerados de su corazón. Cuando por fin recuperó la compostura, corrió hasta la furgoneta, la puso en marcha y puso la calefacción al máximo. Por fin pudo mover los pies y conducir hasta una hilera de casitas que apenas se veían. Afortunadamente, una de ellas tenía luz.

Sacó su maleta de la furgoneta, pero estaba demasiado débil para levantarla, así que la soltó allí mismo y fue corriendo hasta el interior de la cabaña. Aquel lugar sin duda había vivido tiempos mejores, pero Maggie tampoco esperaba encontrar ninguna maravilla. La colcha de la cama estaba vieja, los muebles manchados y lo que Amos estaba preparando en la chimenea aún no echaba nada más que humo.

—No se preocupe, enseguida estará encendido —dijo el muchacho, avergonzado.

—A lo mejor te sería más fácil con un poco de papel. Esos palos parecen un poco húmedos.

—Rafe dice que encender un fuego con la ayuda de papel es trampa.

—Tu padre tiene una opinión sobre todo —dijo Maggie.

—Sí, señora. Es el hombre más inteligente de todo Primrose. Todo el mundo lo dice.

—No lo dudo —murmuró Maggie justo antes de descubrir un radiador junto a la ventana.

Apretó un botón y sonrió al oír que se ponía en marcha. Unos segundos después, por fin empezó a sentir algo parecido al calor.

—Esto sí que es hacer trampas, Amos, puedes decirle a tu padre que te lo he dicho yo.

—Puede decírselo usted misma —dijo una voz profunda.

Al darse la vuelta, Maggie se encontró con Rafe Burnside en el umbral de la puerta, tenía en la mano la maleta que ella había abandonado junto a la furgoneta. Seguramente no supiera lo amenazante que resultaba, pero así era, no había otro modo de describir a un hombre tan grande y con una expresión tan seria.

—He encontrado su maleta en medio del barro.

Maggie lo vio entrar en la cabaña y proyectar una sombra que hizo que por un momento no viera los muebles de plástico, el papel amarillento de la pared, ni la raída alfombra, y cuando pasó a su lado para dejar la maleta junto a ella, sintió un aroma a bosque y aire fresco. Desconcertada por el efecto que aquel hombre estaba teniendo en ella, Maggie trató de actuar con normalidad mientras buscaba algo en su bolso.

—Toma, Amos, acepta esto en pago a tu ayuda —dijo sacando su monedero—. No sé lo que habría hecho sin ti.

Rafe la paralizó con una fría mirada y unas palabras aún más frías:

—Amos no necesita su dinero, doctora Tremont. Lo que haya hecho mi hijo, ha sido por amabilidad.

Maggie reculó rápidamente.

—No pretendía ofender a nadie —dijo, avergonzada—. Sólo pensé que…

No terminó la frase porque Rafe salió de allí sin esperar a ver qué iba a decir. Amos no tardó en seguir a su padre, pero antes se volvió a mirarla con una luminosa sonrisa.

—Buenas noches, doctora Tremont.

—Gracias, Amos. Buenas noches. Ha sido un placer conocerte.

Maggie los vio subirse a la camioneta desde la puerta de la casita, donde se quedó hasta que las luces del vehículo desaparecieron entre la lluvia. Apoyada en el marco de la puerta, se tomó un momento para respirar hondo. ¿Qué demonios acababa de pasar? ¿Por qué se le había acelerado el corazón? No podía ser por un hombre que necesitaba un afeitado desesperadamente. De pronto no comprendía nada, estaba atrapada por unas emociones que le resultaban completamente nuevas. Preguntándose si tendría tan mal aspecto o si volvería a ver a aquel terrible hombre porque, aunque ella a él no le gustara, de repente ella se vio invadida por la imagen de aquel completo desconocido.

Primrose. Un pueblo olvidado en el tiempo.

 

 

Al día siguiente Maggie se despertó temprano y comprobó que el radiador y el fuego de la chimenea habían conseguido caldear el ambiente y eliminar un poco de humedad, pero afuera seguía lloviendo como si el cielo hubiera olvidado que era verano. El modo en que le goteaba la nariz y el dolor que sentía en todo el cuerpo hicieron que se diera cuenta de que no podía levantarse. La doctora que cuidaba a todo el mundo había sucumbido a las enfermedades de sus pacientes. Las continuas visitas exponiéndose a las toses y estornudos de los enfermos finalmente habían hecho mella en Maggie, que había cometido el error de olvidarse de su propia salud. Ahora se encontraba atrapada en mitad de ninguna parte, con una infección de las vías respiratorias y sin una miserable taza de té. Estaba demasiado cansada como para pensar, así que se acurrucó en la cama y cerró los ojos.

En algún momento sintió que alguien le acercaba un vaso a los labios y obedeció cuando le dijeron que bebiera. Era té endulzado con miel, un verdadero bálsamo para la garganta. Pero por mucho que le insistiera aquella voz, no pudo beber más que un par de sorbos antes de volver a caer atrapada en el sueño sin sentir siquiera la áspera mano que le apartaba el pelo de la cara. Seguramente lo había imaginado, igual que había imaginado el olor a pino que flotaba en el aire.

Lo único que consiguió despertarla aquel día fue la voz de Louisa Haymaker mientras le daba en el hombro.

—Vamos, doctora Tremont, es hora de despertarse. Es casi la una, y le he traído una taza de manzanilla y una aspirina.

Maggie abrió los ojos con verdadero esfuerzo y se encontró con el rostro de Louisa Haymaker mirándola de cerca. Vio la taza que había en la mesilla y trató de incorporarse para tomársela, pero le resultó imposible.

—Escuche, tiene que tomarse esta aspirina. Al ver que no aparecía esta mañana, me figuré que no se encontraba bien.

—No me encuentro nada bien —dijo Maggie con voz ronca antes de tomarse la aspirina—. Pero ¿no vino antes a verme? Me pareció que…

—¡Vaya, sí que está enferma! —exclamó Louisa Haymaker—. ¡Y eso que es médica! Bueno, ¿qué quiere que haga?

—No tiene que hacer nada —aseguró Maggie—. Sólo déjeme unos días para que me recupere. Sólo es un resfriado.

—Doctora Tremont, he visto las suficientes epidemias de gripe como para reconocerla en cuanto la veo.

La siguiente vez que abrió los ojos se despertó con el canto de los pájaros y el sol que inundaba la habitación y le calentaba la cara. No tenía fuerzas para moverse, pero sí pudo girar la cabeza y, al hacerlo, le sorprendió encontrar a Rafe Burnside observándola. Estaba sentado en una silla con las piernas estiradas.

—Ya era hora de que despertara —protestó.

Maggie estaba demasiado atontada como para decir nada, pero ahí estaba otra vez su corazón, latiendo descontroladamente. ¿Qué tenía aquel hombre que la hacía reaccionar de ese modo? Era increíble que todo su cuerpo entrara en alerta nada más verlo, incluso teniendo fiebre. Se aclaró la garganta y fingió no sentirse afectada por su presencia.

—¿Qué hora es? —le preguntó.

—Casi las doce —dijo él poniéndose en pie—. ¿Para qué quiere saber la hora? No va a poder ir a ninguna parte, ¿no cree?

—Es la fuerza de la costumbre —respondió Maggie con cierta rabia—. ¿Qué está haciendo aquí?

Rafe esbozó una tenue sonrisa. Hacía mucho tiempo que nadie se atrevía a responderle y le resultó divertido.

—Pasaba por aquí y paré a ver qué tal estaba Louisa después de la tormenta.

—¿Y qué tal está? —preguntó entre toses, olvidándose de que la había visto esa misma mañana.

—Mucho mejor que usted —respondió Rafe al tiempo que le acercaba una caja de pañuelos de papel—. La casa ha sufrido algunos daños, pero nada importante. En cuanto mejore un poco el tiempo retiraré las ramas de los árboles que se han roto y arreglaré la puerta.

—La cuida mucho. ¿Son familia?

—No, en Primrose no nos hace falta ser familia para cuidar los unos de los otros. Ya ve, Louisa le manda té caliente —añadió con mordacidad mostrándole un termo.

Maggie sentía que acababa de meter la pata y habría querido pedirle que se marchara, pero no parecía tener intención de hacerlo hasta servirle el té. A pesar de su mal humor, la ayudó a incorporarse con cuidado y amabilidad. Tenía unas manos grandes y ásperas, curtidas por el sol. Eran manos de granjero, rudas pero hermosas. Maggie se sonrojó al ver que la había descubierto mirándolo, pero no había nada en sus ojos que diera a entender que recordaba la noche anterior o que hubiera ocurrido algo entre ellos. Y quizá no hubiera ocurrido nada.

—Lo que daría por una ducha —murmuró mientras él le colocaba los almohadones.

—Es buena señal que le apetezca, pero no creo que deba hacerlo todavía —opinó Rafe—. Quizá mañana. Por ahora confórmese con té y aspirinas.

—Le agradezco que me lo haya traído.

—Louisa me pidió que lo hiciera.

La sequedad de sus palabras la hizo sonrojarse.

—De todas maneras, gracias —dijo ella, contrariada con su mal humor—. Creo que ya puedo arreglármelas sola.

—¿De verdad? ¿Entonces puedo marcharme? ¿Ya estoy libre? —le preguntó con gesto irónico mientras le servía más té.

Pero Maggie estaba demasiado débil y la taza comenzó a temblarle en la mano, por lo que no le quedó más remedio que aceptar su ayuda. La sonrisa petulante que apareció en su rostro le resultó tan frustrante que le costó mucho controlarse. También le molestaba que oliera tan bien cuando ella se sentía tan sudorosa. Le dio rabia que al inclinarse sobre ella, su cabello negro y sedoso le hubiera tocado la cara y le hubiera dejado sentir un increíble aroma a pino. Pero lo más molesto fue que su mano le rozara los labios al darle el té, y se alegró de que el pelo ocultara el rubor que le cubrió las mejillas.

—¿Dónde está Amos? —le preguntó entre sorbo y sorbo, convencida de que lo mejor era ser educada.

—Mi hijo tiene sus propias obligaciones —dijo él en el mismo tono serio.

—Claro. Bueno, salúdelo de mi parte.

Rafe no dijo nada.

—Parece que la lluvia ha parado.

Él se limitó a asentir.

De nada servía intentar ser educada. Quizá si mostraba cierto interés por Primrose.

—¿Es usted el alcalde del pueblo o algo así? —le preguntó en tono distendido.

—Se encuentra mejor, ¿no?

—¿Qué quiere decir?

—Como ha empezado a bromear, he pensado que era porque se encontraba mejor.

—No era una broma. Pensé que…

—Ya le he dicho que Louisa insistió en que viniera a verla.

«Dios. Era imposible».

—Pero debo admitir que tenía razón. Tiene usted muy mal aspecto.

Maggie se cubrió con las sábanas tanto como pudo y deseó que aquel hombre fuera un poco más… más galante. En el fondo también deseaba tener el aspecto de Greta Garbo en la escena final de La dama de las camelias. No sospechaba que también ella tenía una imagen cautivadora con el cabello rojizo extendiéndose sobre la almohada y sus enormes ojos castaños que contrastaban con la piel pálida de su rostro.

—Supongo que tengo muy mala cara y por eso no se atreve a meterme en la furgoneta y ponerme camino de la autopista.

Por el modo en que la miró, debía de estar lamentándose de no haber hecho eso precisamente. El hecho de que no pudiera hacerlo le resultó extrañamente reconfortante.

—Algo así… No me gustaría tener que cargar con usted en la conciencia.

«Como si tuviera conciencia».

—Bueno, si no necesita nada más —dijo entonces, de manera repentina—. Será mejor que vuelva a casa a ver qué hace Amos.

—Si pudiera dejarme el número de algún restaurante del pueblo para pedir algo de comer…

Rafe la sorprendió con una ligera sonrisa.

—En Primrose no hay ningún restaurante.

—¿Ni siquiera uno? —preguntó con asombro.

—Ni uno.

—¿Y qué es lo que hay en el pueblo?

—La verdad es que no mucho. En realidad ni siquiera es un pueblo, doctora Tremont. Más bien es una especie de confederación.

—¿Una confederación de qué?

—De familias que cuidan las unas de las otras. Si necesitamos ayuda, recurrimos los unos a los otros y por ahora nos va bastante bien.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

MAGGIE pasó los siguientes días entre la vigilia y el sueño, tomando el té y las aspirinas que Louisa le llevaba. Primero empezó comiendo bocados de tostada y el tercer día pudo tomar también un huevo cocido, ése fue el día que la fiebre empezó a bajar y sintió por fin que la gripe aflojaba las garras con las que la había atrapado. Nadie se alegró más que ella la mañana en la que pudo estirarse sin tener la sensación de que iba a estallarle la cabeza. Era el momento perfecto para darse la ducha que tanto tiempo llevaba deseando.

Al ponerse en pie comprobó que tenía más fuerza y equilibrio de lo que esperaba. Se dirigió al cuarto de baño animada por tan agradable sorpresa y disfrutó del placer de sentir el agua caliente sobre la piel. Salió de la ducha diez minutos después, pues no quería poner a prueba la capacidad del depósito de agua caliente. Para cuando encontró un camisón limpio y se secó el pelo, estaba completamente exhausta. Volvió a meterse en la cama y se quedó inmediatamente dormida. Una hora más tarde, se dio la vuelta y, al abrir los ojos, se encontró con Rafe de pie en mitad de la habitación con una cacerola en las manos.

—¿Siempre entra sin llamar? —le preguntó Maggie frotándose los ojos.

—He llamado, pero no lo ha oído, y esta cacerola está caliente. ¿Usted siempre se despierta de tan mal humor?

Después de dejar la cacerola sobre la mesa, Rafe sacó varias cosas de una caja que también había llevado, entre ellas, una bolsa llena de manzanas rojas.

—Son de mi granja, tengo un manzanar.

—¿Cultiva manzanos? Son preciosas —dijo con admiración.

—Están recién recogidas. Puede que estén un poco ácidas porque aún es un poco pronto para las manzanas.

—Me gustan las manzanas ácidas. Y le agradezco mucho que me las haya traído. De verdad.

Rafe se dio la vuelta, pero Maggie sabía que estaba satisfecho con su reacción.

—Parece que está ya en proceso de recuperación —dijo él unos segundos después—. Por lo que indican esas toallas mojadas que hay en el baño.

Maggie no dijo nada, pero le sorprendió que se hubiera fijado. El modo en que la miraba le recordó que sólo llevaba puesto un finísimo camisón.

—Me siento como si acabara de librar un largo combate contra Mohamed Ali —dijo riéndose mientras se arropaba bien—, pero desde luego estoy mucho mejor. No haga caso a la montaña de pañuelos —le advirtió al ver que estaba mirando la papelera repleta que había junto a la cama—. Ya casi no estornudo, y si el hambre es signo de recuperación… Sea lo que sea eso que ha traído, amable caballero, acérquemelo porque tengo mucho apetito.

—Sólo es un caldo escocés. Es la cena de ayer, pero pensé que le sentaría bien.

—¿La cena de ayer? No voy a quejarme. ¿Qué es un caldo escocés? —preguntó mientras sumergía la cuchara en el cuenco—. Voy a comerlo sea lo que sea porque huele delicioso.

Rafe enarcó sus gruesas cejas.

—¿Entonces le gusta la sopa de tortuga?

Maggie detuvo la cuchara a mitad de camino y, al verlo, Rafe sonrió con malicia.

—Ha dicho que se lo comería fuera lo que fuera.

—Sí, bueno… pero…

—¡Por el amor de Dios! Un caldo escocés es una sopa de cordero y cebada.

—¡Ya lo sabía! —exclamó y, haciendo caso omiso a la mirada de escepticismo de Rafe, se tomó la primera cucharada—. Está riquísimo.

—Se lo diré a Amos. La idea de traérselo fue suya.

—Pero lo cocinó usted, ¿no?