El hogar del corazón - Barbara Gale - E-Book

El hogar del corazón E-Book

Barbara Gale

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Beschreibung

Él era el hombre de sus sueños de adolescencia… Diez años atrás, Val había decidido abandonar para siempre la acomodada vida que llevaba en Los Ángeles… y a Lincoln. Por eso cuando el importante editor californiano apareció una década después en la pequeña ciudad del estado de Nueva York en la que ahora Val vivía con su hijita, la joven viuda no pudo creerlo. Lincoln le habló de secretos familiares y de decisiones que debía tomar, pero Val quería preguntarle por qué estaba allí realmente, por qué había ido a buscarla y no deseaba marcharse sin ella. Mientras, se preguntaba a sí misma por qué no quería que él se fuera…

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Seitenzahl: 227

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Barbara Einstein

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El hogar del corazón, n.º 11 - noviembre 2017

Título original: Finding His Way Home

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Este título fue publicado originalmente en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-546-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

VALETTA salió del cuarto de baño limpiándose los labios con una toallita y se dejó caer en la cama, sin preocuparse por si despertaba a su marido.

–¿Te encuentras mejor? –preguntó Jack con una sonrisa adormilada.

Rodeó la abultada cintura de su mujer con una mano y la atrajo hacia sí, mientras ella se tapaba y dejaba escapar un suspiro.

–¿Crees que es posible tener náuseas durante nueve meses más? He oído decir que ocurre.

–Val –Jack soltó una risa y se acurrucó contra ella–. Casi has acabado el segundo trimestre, así que no van a ser nueve meses más. Solo tres, por lo que recuerdo de la facultad de Medicina. Sí, estoy seguro de que solo te quedan tres meses.

–¿Qué sabes tú? –gruñó ella–. No eres más que un médico.

–Sí, pero bueno –sonrió y besó su hombro desnudo.

–Es tarde, doctor Faraday –dijo ella, echando un vistazo al reloj–, así que no te líes demasiado.

–Ya estoy liado –murmuró él, rodeando sus muslos con las piernas–. ¿Sientes eso? Eso es liado.

Valetta sonrió contra su boca, mientras él intentaba que le devolviera los besos.

–Tus pacientes estarán haciendo cola en la clínica dentro de una hora. ¿No crees que deberías estar allí para darles la bienvenida?

–Puedo llegar unos minutos tarde. Todos me disculparán si les digo que me has entretenido.

–¡Ni se te ocurra decir eso!

–Bastarían diez minutos –murmuró él, malicioso.

–¿Diez minutos?¿En plan «pim, pam, pum, gracias, señora»? –protestó Valetta, aunque ya le rodeaba el cuello con los brazos.

–¿Quince? –preguntó su esposo, notando que sus cálidos besos empezaban a surtir efecto–. Dios, cuánto te quiero, Val –susurró contra su mejilla–. Mi vida, puedes tomarte veinte minutos si quieres.

El resto de las palabras de Jack se perdieron mientras hundía los dedos en el cabello cobrizo de Valetta y la besaba en la boca. Durante un tiempo solo se oyeron los crujidos de las sábanas de lino, que culminaron con suspiros de placer y risitas satisfechas. Antes de lo que habría deseado, Valetta sintió una cariñosa palmada en el trasero y la caricia del aire frío en la piel cuando su marido salió de la cama.

–Señora Faraday, esa ha sido la mejor canasta que he lanzado desde… umm… ayer –Jack le guiñó un ojo y se inclinó para besarla–. Puede jugar conmigo al baloncesto siempre que quiera.

–Me reservaré esa invitación para el futuro –prometió ella, aún bajo la sábana–. Entretanto, ¿te preparo un café?

–Huy, ¿serías capaz? –bromeó él yendo hacia el baño, a sabiendas de que ella no iba a moverse.

Valetta sonrió al oír la ducha, convencida de que pronto llegaría una canción. Segundos después, oyó a su marido entonar su aria favorita, Il Pagliacci. Sintió una patada del bebé y se preguntó si era una muestra de alegría o de queja por el ruido.

–¡Diablos, qué tarde es! –Jack salió secándose el pelo con una toalla.

Valetta lo miró, arrebujada en la cálida cama. Siempre era un espectáculo verlo rebuscar en los cajones y sacar una camisa limpia, embutir sus largas piernas en unos pantalones de pana gris y ponerse una corbata que no tenía nada que ver con el resto de su atuendo. Ese día eligió una de la cerdita miss Piggy bailando con Kermit, porque era el día de los niños en la clínica y Jack sabía que les haría reír.

–Eh, dormilona, ¿sigue en pie lo de la cena con los Carmichael esta noche?

–Si puedes, sí –Valetta se estiró con pereza.

–Puedo. Tengo una reunión a las tres, así que, si no hay ninguna urgencia, llegaré sobre las siete –se inclinó hacia ella para darle un beso de despedida.

Al ver el brillo burlón de sus ojos, supo que Valetta estaba pensando en la última vez que habían quedado para cenar. Esa noche el pequeño Terry Muldrow había decidido montar por su cuenta el caballo nuevo de su padre, rompiéndose una clavícula y dando al traste con sus planes.

–Los niños son auténticos diablillos –bromeó Jack subiendo y bajando las cejas.

–Estoy deseando ver al nuestro.

–Bueno, al menos tendrás un médico en casa.

–¡Es un alivio! Te tiraría una almohada, pero estoy demasiado cómoda para moverme.

–Y yo volvería a la cama contigo –contestó Jack, mirando con adoración a su bonita esposa–, pero alguien tiene que poner la comida en la mesa. Los escritores no ganáis mucho.

–Hablas como un cavernícola, Jack: «Cásate conmigo, cielo, y comerás solomillo el resto de tu vida».

–Eh, esa no sería mala oferta hoy en día, con los precios como están –Jack se puso una gastada chaqueta de tweed y se miró en el espejo–. Princesa, teniendo en cuenta que el solomillo ronda los cuarenta dólares el kilo, ¿te conformarías con hamburguesas hasta que acabe de pagar el préstamo al banco?

–Mejor aún, que sean hamburguesas de tofu. Son más sanas, ¿no, doctor?

–Como cavernícola, tengo mis limitaciones –refutó Jack, agarrando las llaves y la cartera–. Y las hamburguesas de tofu están muy altas en esa lista.

–¿Tan altas como tu colesterol?

–¡Mi colesterol no está tan mal como para comer hamburguesas de tofu! –él se rio, saliendo.

Jack bajó las escaleras rápidamente; su energía matutina siempre asombraba a Valetta. Ella era todo lo contrario en ese sentido. Prefería quedarse en la cama una o dos horas más y acostarse tarde. A Jack le gustaba irse a la cama temprano con una buena novela de misterio. El verano anterior, Jack había empezado a leer un libro de Patricia Cornwell, por segunda vez. Paciente, Jack le había explicado que, como médico, quería descubrir algún fallo en los análisis de la protagonista del libro; una médico forense. Que no lo consiguiera daba igual, lo interesante era intentarlo.

–Oh, Jack –Valetta suspiró con tolerancia: miró la pila de libros que había en el suelo y decidió regalarle una estantería para el Día del Padre.

–¡Te quiero! –gritó él, desde abajo, antes de salir.

–¡Yo también te quiero! –le contestó.

Aunque las ventanas del dormitorio estaban cerradas, oyó el ruido del motor al arrancar y supo que Jack estaba esperando a que el viejo Ford se calentara. Se lo imaginó sacando el coche marcha atrás lentamente. Era muy cuidadoso porque sabía que los niños no prestaban atención cuando iban en bicicleta o patinete; aunque no habría ninguno en la calle ese frío día de abril, tras la inesperada tormenta que había cubierto todo con una blanca capa de nieve de diez centímetros de espesor.

Oyó a su marido saludar a Ned Pickens, el conductor de la máquina quitanieves; seguramente la única persona que habría en la calle a las siete de la mañana. Con una sonrisa, volvió a quedarse dormida.

Valetta inició el día como llevaba haciendo los últimos seis meses de su complicado embarazo. Un mes más y se sentiría segura. Tenía la suerte de poder descansar porque Jack era un marido bueno y generoso. No vivían con lujos ni tenían la aspiración de hacerlo. Él era un médico de pueblo y ella su esposa; así eran felices. Además, estaban muy enamorados e iban a formar una familia.

Se levantó a las diez y se dio un largo y relajante baño. Tras un desayuno ligero encendió su PC. Aunque no podía pasar mucho tiempo sentada, tenía el empeño de seguir escribiendo, para no sentirse totalmente inútil. Había empezado a escribir un artículo para el periódico local el día anterior y se sentía orgullosa del dinero que ganaba, por poco que fuera. Además, creía que a Jack le gustaba presentarla como su esposa, la escritora, como si estuviera a punto de ganar el premio Pulitzer.

Movió la cabeza. Nadie iba a pagarle por pensar en su marido, así que se concentró en el artículo.

El día pasó volando y a las seis y media Valetta se preparó para ir al pueblo. Longacre era uno de los muchos pueblecitos situados en una estrecha cresta de las montañas Adirondack. Ellos vivían en una carretera de tierra, a las afueras. Se puso un chaquetón de piel vuelta y recogió sus cosas. Aparcada ante la casa estaba la reluciente furgoneta que su marido había insistido en regalarle. Valetta había protestado porque no podían permitírsela, pero Jack quería que condujese un vehículo seguro. Él, en cambio, que recorría las montañas haciendo visitas, seguía conduciendo su viejo Ford. Jack no quería preocuparse por la seguridad de su esposa y su futuro hijo, y Valetta había tenido que capitular.

Llegó al restaurante Crater al mismo tiempo que sus amigos. Entraron juntos, riendo y haciendo apuestas sobre cuánto se retrasaría el doctor Jack.

Valetta les dijo que le había prometido llegar pronto, pero sus amigos le comunicaron que había habido un accidente en la carretera 10; tres coches y heridos muy graves, según la radio. Habrían llamado a Jack, el doctor más cercano, sin duda. Patty sugirió que se sentaran y pidieran la cena, por si acaso.

El restaurante de Jerome Crater era una combinación de restaurante, ayuntamiento y foro para cualquiera que tuviese algo que decir. Valetta iba allí a tomar café y a cenar con frecuencia. Jerome Crater la llamaba pelirroja delgaducha y la trataba como a la hija que no había tenido. Valetta era sobrina de Phyla Imre, que había pasado en Longacre los noventa años que duró su vida, y el pueblo la había acogido como a una más, aunque había llegado pocos años antes. Que decidiera quedarse tras la muerte de Phyla también había actuado en su favor.

¡Y se había casado con Jack Faraday, el hijo predilecto del pueblo! Esa había sido la guinda del pastel. Habían invitado a todos a la boda y Jerome había hecho la tarta: una enorme torre con cobertura de limón y vainilla de la que la gente aún hablaba. Por eso Valetta se permitió pedirle a Jerome que reservara un bol de sopa caliente de maíz y pescado para cuando llegara el doctor.

–¿Sientes al bebé? –preguntó Jerome cuando llegó con la sopa tapada, para que no se enfriara.

Valetta sonrió con paciencia. Desde la muerte de Phyla, el verano anterior, Jerome la trataba como una gallina clueca a sus polluelos, y el embarazo había duplicado su preocupación.

–Todo va bien, Jerome.

–Solo preguntaba. Se me ha ocurrido un nombre que podría gustarte. Suena como una canción: ¡Mellie! –anunció Jerome con orgullo.

–Mellie –Patty Carmichael paladeó el nombre–. Mellie. Umm, me gusta, Val. Suena bien. Pero es bastante raro. ¿De dónde lo has sacado, Jerome?

Valetta escuchó a Jerome, Chuck y Patty comentar la sugerencia, mientras untaba mantequilla en una rebanada de delicioso pan. Últimamente, o tenía náuseas o se moría de hambre, pero Jack le había dicho que no se preocupase por las calorías y se había tomado su consejo al pie de la letra. Estaba untando la segunda rebanada cuando la puerta se abrió y entró un hombre con un sombrero negro cubierto de nieve.

–Eh, Faraday –llamó con alivio–. Estamos aquí.

El hombre se sacudió la nieve de encima sin saludarla. Al ver las manos que retorcían el sombrero comprendió que no era Jack.

Era Ned Pickens, con los ojos inyectados en sangre. Valetta dejó la cuchara en la mesa, bajó los párpados para ocultar sus ojos grises y apretó las manos. Los pasos de Ned resonaron en el suelo cuando se acercó a la mesa. Se negó a mirarlo a los ojos, no quería escuchar la horrible noticia. Un accidente… el hielo… el coche de Jack.

«No», pensó, deseando huir a un lugar donde no existieran los terribles sollozos de Ned, ni el infinito dolor, ni el silencio trágico de los comensales.

«Oh, Jack. No tenía que acabar así. Teníamos una historia que contar, un bebé que educar, una vejez que compartir».

«Oh, Jack», pensó, mientras el peso de su triste futuro la aplastaba y le daba vueltas la cabeza.

«¡Oh, Jack, te amaba tanto!».

Capítulo 1

 

Nueve años después

 

AL GIRAR el pomo, tuvo la sensación de que encontraría algo maravilloso y desconocido al otro lado de la puerta; de que al cruzar el umbral emprendería un camino sin retorno. Era una sensación fantasiosa y poco habitual en él, pero no pudo ignorar el extraño cosquilleo que sentía en la nuca. Tal vez se debiera a la imperiosa convocatoria que había recibido, pero el pomo de bronce, que había tocado mil veces antes, le pareció frío y grasiento.

La pesada puerta de caoba se abrió a un resplandor soleado que lo cegó. También estaba acostumbrado a eso; sus ojos tardaron un instante en adaptarse. Sabía que ella había colocado el enorme escritorio contra el ventanal para impresionar a la gente, para que el visitante captara el mensaje de que entraba en un recinto sagrado. Por eso ella se negaba a poner estores, cortinas o visillos, a pesar de que los días soleados eran muchos más en Los Ángeles. Ni siquiera el despacho de la directora del periódico de mayor tirada del mundo, L.A. Connection, era inmune al sol. Pero Alexis Keane era una mujer testaruda.

Cuando sus ojos se adaptaron, cruzó los pocos metros que lo alejaban del escritorio ante el que estaba sentada. Rodeada de montones de periódicos que recibía a diario de todo el país, Alexis Keane seguía concentrada en su lectura como si no lo hubiera oído entrar. Le gustaba decir que nadie podía acusarla de no estar al tanto de todas las noticias. Ese era su trabajo, su única vida, y lo hacía muy bien.

El sol que entraba por el ventanal creaba un halo a su alrededor, que Alexis debía de creer que le daba aún más prestancia. Sin embargo, la empequeñecía y le otorgaba aspecto de duende. Pero no sería él quien la sacara de su error. En las dos décadas que llevaban trabajando juntos se había callado muchas cosas y más aún las que ella no quería oír. Había momentos en los que una persona en su posición tenía que poder decir «no lo sabía», y él cumplía ese deseo.

En ese momento, los pequeños ojos marrones que tantas veces había escrutado le parecieron distintos. Denotaban inquietud cuando no había razón para ello. El mundo estaba tranquilo esa mañana: ni guerras, ni terremotos, ni epidemias. Por eso lo sorprendió captar un destello de preocupación en su rostro, que ella ocultó de inmediato. Pero lo había visto, ella le pagaba muy bien para que no cometiera esa clase de errores.

–Lincoln –el saludo fue brusco y dirigido a la silla junto a la que estaba, en vez de a él.

Lincoln Cameron se sentó; era tan alto que el sillón de conferencias parecía inadecuado para él.

–Alexis –esperó en silencio mientras ella ordenaba unos papeles.

–Te hace falta un afeitado –comentó ella.

–Entonces supongo que ya deben de ser las cinco –replicó él, pasándose la huesuda mano por la mejilla.

Ella estaba dándose tiempo. Le había visto hacerlo muchas veces, cuando las noticias eran malas. Pero su voz grave y ronca le sonó distinta. Había oído rumores… y los había tratado como tal. Ignoraba escrupulosamente los cotilleos de la oficina, pero se preguntó si tendrían algo de cierto. Consideró el enfermizo tinte verdoso de su piel, el blanco amarillento de sus ojos, que lo evitaban, el que no se hubiera levantado para recibirlo cuando uno de sus distintivos era su impecable cortesía…

–¿Otro Armani a medida? –ella movió la cabeza. Lincoln miró su traje azul marino y luego a su jefa.

–¿De veras me has convocado aquí para hablar de mi elegante forma de vestir?

–Vaya, menos mal que no me has dicho que yo tengo buen aspecto –rezongó ella.

–Entonces, ¿algo va mal?

–Soy una de las mujeres más ricas del mundo, y de las más poderosas. ¿Qué podría ir mal? –replicó ella, como si la pregunta le hubiera hecho gracia.

Al percibir la ira que se ocultaba bajo sus palabras, él optó por callar, pero sintió un escalofrío.

–Y tú –lo señaló con una uña perfecta–, siendo mi editor ejecutivo y uno de los hombres más poderosos del mundo de la prensa, tú, serías el primero en saberlo, ¿no? Al menos eso espero, dado que fui yo quien te enseñó. Me debes cuanto eres, ¿verdad, Lincoln? En la Casa Blanca leen cada editorial que escribes, incluso los malos, antes de su publicación. Y sé que el presidente te llama, porque yo misma le di tu número de teléfono privado.

Lincoln sonrió, a juzgar por las arrugas que formaron sus mejillas, pero sus ojos negros siguieron fríos. Ella no solía utilizar esa técnica con él.

–A veces desearía que no lo hubieras hecho. Ese hombre me llama a horas impensables.

Alexis sonrió complacida, sabía que él estaba enfadado.

–Pone coto a tu vida privada, ¿eh? –soltó una risita que se convirtió en tos.

–Eso no lo permitiría. Pero sí interrumpe mi sueño. No es detallista –contestó él con ironía.

–Puede ser, pero dejemos eso. Te he llamado para hablar de los rumores que se están propagando –Alexis intentó ponerse en pie, pero, carente de fuerza, se dejó caer en el sillón de nuevo–. Los rumores son ciertos. Más que ciertos.

–No escucho los rumores –Lincoln alzó una ceja negra–. ¿Por qué no me dices qué debería saber?

–¿No escuchas los rumores? –se burló Alexis–. ¿Acaso no son lo que te da de comer?

–Los que se refieren a personas, pocas veces. En cuanto se refiere al periódico, busco fuentes creíbles.

–Bien por ti, pero estás en minoría. En cualquier caso, parece que el cáncer no hace distinciones –anunció con una risa seca.

–Entonces, ¿son verdad?

–¿Esos rumores que nunca escuchas? –ella sonrió–. Sí, son verdad. Tantos años desperdiciados haciendo ejercicio, comiendo antipáticas verduras insulsas, sin fumar ni permitir que se fumara en mi presencia, y la muerte se ríe de mí. Irónico, ¿no?

–¿La muerte? –Lincoln frunció el ceño, deseando que ella no eludiera la pregunta.

–Es obvio que cuando el médico evita tus ojos, las noticias son malas. Tuve que obligarle a decírmelo. No pareces sorprendido.

–Te equivocas –protestó Lincoln–. Estoy horrorizado. No sé qué decir. No se me dan bien este tipo de situaciones, pero lo siento, Alexis, de verdad.

–Lincoln Cameron, ¿lo siente? Eso sí que es nuevo –ironizó Alexis–. Pues deja de sentirlo, señor Cameron. No tengo paciencia con esas cosas.

Alexis era insolente incluso en sus momentos más vulnerables, pero Lincoln se limitó a asentir.

–Haré cuando pueda, por supuesto. Iré a África en agosto, en tu lugar –ofreció, conteniendo un suspiro.

–Sabiendo cuánto odias viajar, agradezco la oferta –Alexis soltó una risa seca.

–Es el mayor inconveniente de este trabajo.

–¿El único?

–Me gusta dormir en mi propia cama –Lincoln se encogió de hombros.

–Bueno, gracias, pero no necesito que te ocupes de hacer mi trabajo, de momento. Lo que sí necesito es otro favor que también implica dejar tu lecho de plumas unos días. Por supuesto, depende de si…

–Dime qué quieres y lo haré.

–Me alegra oír eso –lo miró–. Es mi hermana, Valetta.

Lincoln se irguió en el asiento. Oír nombrar a Valetta Keane era una de las pocas cosas en el mundo que conseguía afectarlo.

–¿Vallie? ¿Le ocurre algo?

–En absoluto –lo tranquilizó ella–. Al contrario, quiero que venga a casa.

–Y, ¿has intentado telefonearla? –Lincoln dejó escapar un imperceptible suspiro de alivio.

–La verdad es que no. Valetta solo volverá si es por algo muy importante.

Por primera vez en toda la conversación, Lincoln pensó que Alexis parecía incómoda.

–¿Tu enfermedad no lo es? –enarcó una ceja.

–No lo sabe. ¡Deja de mirarme así! No es algo que se deba contar por teléfono, y hace más de un año que no hablamos. No voy a llamar y decir: «Hola, Valetta, soy yo, Alexis, no voy a durar mucho más, ¿vienes a cenar?». Y eso sin tener en cuenta que nuestra última conversación no fue nada bien.

–Un año es muy largo. ¿Por qué has dejado que pasara tanto tiempo?

–Opina que soy demasiado controladora. Es su palabra favorita para mí. Hemos intercambiado muchas palabras airadas desde que se marchó de casa.

–Desde que se escapó, quieres decir.

–Tienes razón, claro. Se escapó. Dejó una nota infantil en la almohada y salió por la ventana a las tres de la mañana. Sí. Menos mal que nuestra tía Phyla, la hermana de mi madre, la acogió. No creo que llegaras a conocerla. Vivía en un pequeño pueblo, Longacre, al norte del estado de Nueva York. La tía Phyla murió pocos años después, pero para entonces Valetta estaba… –Alexis se calló de repente–. Pero ya conoces esa historia.

Desde luego que no la conocía, y Alexis lo sabía bien. En otros tiempos él había formado parte de la familia Keane, asistiendo a cenas, comidas navideñas y fiestas similares. Los Keane habían muerto trágicamente y él había intentado ser como un hermano para la niña, mucho más joven que Alexis; Vallie Keane había sido una niña adorable. Se convirtió en una adolescente rebelde y ensimismada, que parecía vivir en otro planeta; y también en una belleza.

Todo había ocurrido muy rápido. Dieciséis, diecisiete y, de pronto, poco después de que Valetta cumpliera los dieciocho años, su tutelaje concluyó. Sin dar explicaciones, Alexis había dejado claro que ya no era bienvenido en la mansión Keane, ni a cenar ni a comidas navideñas. Eso a Lincoln le partió el corazón, pero no hizo preguntas; no era su estilo.

El orgullo es una fuerza poderosa. Se distanciaron y las fronteras quedaron bien definidas: jefa… empleado. Eso le dio igual; Alexis nunca había sido una de sus personas favoritas. Pero Valetta era distinta; la niña ocupaba un lugar muy especial en su corazón.

Y una noche recibió una llamada de Alexis. Llovía mucho y no era una noche para salir, pero Valetta lo había hecho. Alexis admitió que habían vuelto a discutir y, por desgracia, Valetta había hecho una maleta, escrito una nota y huido por la ventana mientras Alexis dormía. Se había escapado de casa.

Alexis había contratado a detectives privados y pronto le informó de que su hermana estaba sana y salva. Pero no aclaró el motivo de su pelea. Valetta había sido la típica adolescente melodramática, que siempre tenía alguna historia que contar; por eso él no prestaba mucha atención a sus quejas. La súbita huida de Valetta había sido el precio que tuvo que pagar por no escucharla.

Desde entonces solo había sabido de Valetta Keane por su hermana, pero había echado de menos a la bella chica de pelo rizado. Por fin tendría la oportunidad de verla de nuevo.

–¿Qué le pasó a Vallie cuando Phyla murió?

–Ah, un poco de todo –dijo Alexis, vagamente–. Está bien, se defiende.

Lo frustró recibir tan poca información, pero no insistió. Siempre le había dolido que Valetta no se pusiera en contacto con él. Había creído que las hermanas Keane lo consideraban parte de la familia y se había equivocado. Perder su afecto fue una dura lección que se tomó muy en serio. Aunque su risa se apagó la noche que Valetta huyó, nadie se dio cuenta. Una década después, la idea de ver a Valetta era como un renacer, una tentación que le aceleró el pulso. Controló sus emociones y se inclinó hacia delante.

–¿Qué ocurrirá si convenzo a Val para que vuelva? –la sombra oscura de la barba le daba un aspecto amenazador.

Alexis apretó los labios con ira, pero tuvo cuidado al contestar. Si Lincoln no la ayudaba, no tenía a quién recurrir.

–No puede haber «si» que valga. Pienso entregar el control del L.A. Connection a Valetta. Siendo mi hermana, es la elección lógica.

–¡Eso es ridículo, Alexis! –Lincoln se levantó de un salto y empezó a pasear por la habitación.

El L.A. Connection era muy importante; le había entregado demasiados años de su vida y demasiados Pulitzer para quedarse quieto mientras lo mal dirigía una amateur. Aunque Alexis estuviera enferma, no pudo controlarse. Estaba tan enfadado que le temblaban las manos.

–No me extraña que no la hayas llamado. El L.A. Connection es una gran responsabilidad. ¡Enorme! ¿Entregárselo a una novata…? ¡Estoy atónito, Alexis!

Alexis apretó los dientes. No estaba acostumbrada a que le llevaran la contraria. Por lo visto, Lincoln no comprendía que no tenía otra opción.

–Además, ¿nunca se te ha ocurrido que Valetta tiene su propia vida?

–Oh, sí, claro que la tiene –dijo Alexis.

–Entonces, es muy probable que no quiera un cambio, y menos de esta magnitud. Hasta podría estar casada –Lincoln aguantó la respiración–. ¿Lo está?

–No –afirmó Alexis, concluyente.

Fue respuesta suficiente para Linc. Temiendo que ella percibiera su alivio, fue hacia la ventana mientras intentaba recuperar la compostura. Millones de personas leían el L.A. Connection todos los días, tomaban el café leyendo sus editoriales, los artículos escritos por periodistas que él había adiestrado personalmente, invertían su dinero siguiendo los consejos de su equipo de asesores de Bolsa.

–¿Qué diablos puede saber ella sobre cómo dirigir un periódico? –farfulló.

–Tal vez deberías preguntárselo. Es posible que te pida ayuda.

–¡Un gran plan! –rezongó él–. Suponiendo que Valetta vuelva a casa. Suponiendo que acepte la dirección del periódico. ¿Y si no quiere mi ayuda? ¿Has pensado en eso?

–En tus manos está convencerla. Si la quiere, podríamos plantearnos formar una sociedad. ¿Qué opinas? ¿Te interesaría ser socio de Valetta Keane?

–Vaya, vaya, Alexis –el ceño de Lincoln denotaba su ira–, parece que lo tienes todo muy pensado.

–No es tan complicado. No tengo muchas opciones, pero no permitiré que el periódico de la familia Keane desaparezca por la pataleta de una jovencita. ¿O preferirías que lo hiciera? –Alexis se hundió en el sillón de cuero, agotada. Lincoln lo notó, pero no era momento de ser generoso. Había demasiado en juego.

–¿Y Valetta? –preguntó, ceñudo–. No cuentas nada de su vida, pero apuesto a que la has tenido vigilada todos estos años.

–Por eso eres mi editor jefe, Lincoln. No se te escapa nada –Alexis sonrió con amargura–. Adivina. Valetta creó su propio periódico local hace unos cinco años. Se llama El Espectador