Cosa Cumplida - Fernán Caballero - E-Book

Cosa Cumplida E-Book

Fernán Caballero

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Beschreibung

El título completo de esta obra de Fernán Caballero es "Cosa Cumplida sólo en la otra vida. Diálogos entre la juventud y la edad madura".

En palabras de la autora: Recuerdos de un villorrio, de un sochantre de lugar, de un interior pacífico, de niños y de flores; en fin, nimiedades.

Fermín de la Puente y Apezechea, que escribe un prólogo a la novela en 1857, dice, entre otras cosas: Esta - que no es novela-, esta conferencia, estos Diálogos que creemos sin modelo o diferentes y superiores a todo modelo, puesto que en ellos no sólo hablan y juzgan los interlocutores, sino que a su vista vive la vida y obra la Providencia; este sencillo interior, estas nimiedades, que el autor decía, tienen, aún sin pretenderlo él, más altos alcances y son, no diremos un tratado moral, son la vida práctica, iluminada y consolada por la luz del Evangelio y dan lugar a más meditaciones que muchos libros ascéticos, ya sobre los hechos de la vida, ya sobre muchas de las verdades y de las virtudes católicas.

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Cosa cumplida solo en la otra vida

diálogos entre la juventud y la edad madura

Fernán Caballero

Introducción a los diálogos.

¿Queréis saber lo que son, en sentir de su autor Fernán Caballero, los Diálogos entre la juventud y la edad madura? Pues oídlo de su boca:

«Recuerdos de un villorrio, de un sochantre de lugar, de un interior pacífico, de niños y de flores; en fin, nimiedades.»

¿Deseáis conocer los gustos del escritor, y la disposición de su alma al escribir estas páginas?

«Me gustan los árboles como a los pájaros, las flores como a las abejas, las parras como a las avispas, y las paredes viejas como a las «salamanquesas.»

- «Chitón, conde, chitón! No quiero que mis flores den ocasión a la sátira, ni mis buenas gallinas pábulo a la crítica.

- Pero - repone su interlocutor - ¿en dónde no hallareis vos amigos, marquesa?

- Allí donde no sientan todos como vos, y no me miren con vuestros parciales ojos.»

¡Quién dijera que tan pronto iban a demostrar los sucesos la exactitud de este presentimiento!

Pero he aquí anunciado en pocas palabras al lector lo que también en breves razones deseamos decirle.

No es un secreto para el público lo que acerca de Fernán Caballero siente y piensa el que escribe estas líneas, que mirará siempre como uno de sus mejores timbres haber logrado la confianza del insigne novelista para cuidar de la presente edición. Por lo mismo, y satisfechos con haber consignado en ella nuestro nombre entre tantos ilustres literatos que se han apresurado a tributarle homenaje, nos habíamos propuesto dejar libre el paso para que otros pudiesen formar parte de tan brillante acompañamiento.

Pero, puesto que con ocasión de esta obra se ha hecho de nuestro autor querido la única crítica con visos de formal que hasta ahora se le haya fulminado, y que por su naturaleza ha debido amargarle mucho, permítasenos romper aquel propósito, y ya que no defendamos a quien no ha menester defensa, por lo menos, a la modestia del propio juicio, y a la severidad con que, por mirar aquélla a una luz que tenemos por equivocada, la juzgó el crítico, opongamos nosotros algunas razones, para que el público, a quien compete, pueda fallar en esta contienda.

De inmoral acusó el crítico esta obra. ¡Inmorales los escritos de Fernán... a quien tanto deben la Religión y la familia y la sociedad! Aquel nombre y esta tan terrible acusación, según la frase vulgar recientemente usada, braman de verse juntos.

A la acerbidad de este fallo, sólo ha contestado nuestro autor, en su humildad, apelando al juicio de la Iglesia.

No le importaba que la ley no se lo exigiera: destinados estos escritos a vivir en la familiaridad del hogar doméstico, cuyo reflejo son, cuyo modelo deben ser, no hubiera estado tranquilo hasta que decidiesen los guardadores de la sana doctrina si, contra toda su intención, se había deslizado de su pluma alguna máxima, algunas palabras que la contrariasen. A continuación de estas líneas podrán ver nuestros lectores el dictamen del censor y el fallo de la autoridad eclesiástica. Esto importaba al crédito de Fernán; pero importa más al de sus ideas y sentimientos, que para él y para sus amigos valen aún más que su espléndida aureola literaria.

Acallado, pues, victoriosamente sobre este punto un sobresalto que sólo pudo asaltar al escritor, pero que de seguro no trascendió a ninguno de sus lectores, a nosotros, más que combatir directamente el juicio que le motivó, lo que nos incumbe es explicarle; y esto bastará para que por sí solo caiga y se desvanezca, acaso hasta en la propia conciencia del que lo dedujera.

Lejos de nosotros sospechar en lo más mínimo de la rectitud de sus intenciones, ni de la sinceridad de su convicción. Ya lo hemos indicado antes de ahora. Concediendo los talentos del crítico, dada la parte que es natural y disculpable a los pocos años que contaba a la sazón, lo que principalmente creemos que le indujo a error fue la equivocada luz a que miraba estos cuadros. Mirábalos, sin duda, a la de la prudencia humana; aplicábales el criterio de máximas filosóficas y económicas, y condenó lo que la ciencia condena, lo que no explica la filosofía, lo que la razón no absuelve por sí sola. Ver cómo la desgracia cae de repente sobre una familia que la virtud corona y que santifica el trabajo; oír que el padre muere precipitado de un andamio y que la amante esposa pierde la razón; que perece el pobre pescador, arrebatado por una ráfaga de viento; que se lleva tras sí el juicio del hermano que le sobrevive, dejando huérfana de ambos a su desolada madre; que se mancha con un robo la honra de una familia de la más antigua y acendrada nobleza castellana, bajando al sepulcro a impulso de la afrenta su venerable jefe; por todas partes dolores, por todas partes catástrofes... no es extraño, a la verdad, que se impresionase el ánimo generoso de quien sólo con el nivel de la humana ciencia y el compás de la crítica literaria había de buscar, como suele hacerse en obras de este género, el ver premiada a la virtud y castigado el vicio, procurando estímulos para aquélla.

Mas ¿cómo no echó de ver el censor que toda la síntesis del pensamiento del escritor se encierra admirablemente en estas palabras:

COSA CUMPLIDA...

SÓLO EN LA OTRA VIDA?

¡Es verdad! Esta, - que no es novela; - esta conferencia, estos Diálogos, que creemos sin modelo, o diferentes y superiores a todo modelo, puesto que en ellos no sólo hablan y juzgan los interlocutores, sino que a su vista vive la vida y obra la Providencia; este sencillo interior, estas nimiedades que el autor decia, tienen, áun sin pretenderlo él, más altos alcances; y son, no diremos un tratado moral, son la vida práctica, iluminada y consolada por la luz del Evangelio, y dan lugar a más meditaciones que muchos libros ascéticos, ya sobre los hechos de la vida, ya sobre muchas de las verdades y de las virtudes católicas. Esta es la luz a que ha escrito el autor; he aquí con la que debe ser juzgada su obra. Y cierto, bien puede arrostrar el exámen. A vista de los dolores que calma, de las lágrimas que consuela, bien podrán repetírsele aquellas divinas palabras: «MUJER, ¿A DÓNDE ESTÁN LOS QUE TE ACUSABAN?»

Al que desee alguna comprobacion de lo que decimos, nos bastará con remitirle a examinar la manera con que Fernán comprende y habla de la muerte, y con que explica la resignación; virtud esencialmente cristiana que no conoció el mundo antiguo, y que no acertaría nunca a imaginar ni a comprender por sí sola la filosofía. He aquí sus palabras:

- «¡La muerte!... Siempre he preferido mirar ese trance, no como el justo fin de la vida, sino como el glorioso principio de la eternidad; así como prefiero pensar en la clemencia de nuestro Juez, a pensar en su justicia; esperar, a desconfiar; amar, a temblar; agradecer a temer. Pero la generala es tan virtuosa, que sobrellevó este golpe terrible con mucha fuerza y vigor.

- Decid resignación, marquesa. La virtud, que es un combate contra nuestras malas propensiones y nuestras debilidades, cuando está aislada es presuntuosa, no cuenta sino con sus propias fuerzas, y tiene por auxiliares al orgullo y la vanagloria, que dan el valor. La virtud cristiana desconfía de sí y acude a la gracia; y son sus auxiliares la sumisión y la oración, que dan la resignación.

- ¡Bien definido, conde! Resignarse es dulcificar el dolor, respetándolo como compañero; llevarlo con valor es combatir al dolor y vencerlo como a enemigo.»

Aprendan los que adolecen del espíritu, y los que quieren llegar a la fe de las verdades católicas sólo por la demostración, que la fe está en la voluntad y no en el entendimiento.

«¿Qué son - dice - vuestras estériles demostraciones, vuestros sistemas sin base, que se agitan en un círculo vicioso, oscuro y seco, en comparación de aquella plácida luz, de aquel manantial de aguas puras y cristalinas que brotan en el alma sencilla, que aprende a vivir y morir en el Catecismo?»

«No hay edades, - prosigue en la misma página, - entre los buenos católicos, para los sentimientos religiosos: tenemos unos y otros firmeza de viejos para la fe, ardor de jóvenes para la caridad, y todos una misma esperanza.»

¿Queréis ver cómo habla del arrepentimiento, cómo pesa a la vez los quilates del dolor, y analiza los secretos de su acción sobre la organizacion del hombre, sobre la de la mujer, comparados ambos con el único verdadero y supremo Consolador?

«Sólo Dios, - dice, - sólo Dios perdona y olvida.

El arrepentimiento no quita; al contrario, aguza el remordimiento y le hace principio y parte de la expiación; y manchas hay que, cual, las del hierro, gastan la trama, que muere con ellas.»

Ya antes había dicho Mad. de Staël: «Las lágrimas pueden borrar el crímen, pero nunca la vergüenza!» Y sin negar la belleza ni la profundidad de esta sentencia de la gran escritora, séanos lícito pretender que la que citamos como gemela suya, esfuerza notablemente en sentido religioso la verdad y la esfera de aquel sentimiento, sin el cual no es posible la regeneración del hombre, y que a poder penetrar en el abismo, tornara en ángeles a los demonios.

Pero hablábamos del dolor. He aquí cómo le analiza Fernán:

«¡Qué quiere usted, marquesa! En todas «cosas se apoya la mujer en el hombre, menos en el dolor; que entonces se apoya en Dios. «El hombre en todas cosas se apoya en sí mismo, menos en el dolor, en que se apoya en la mujer; porque consolar es uno de sus más bellos dones, de sus más dulces prerogativas. «¡Pobre del que en sus aflicciones no tiene, una madre, una mujer, una hermana, una hija o una amiga!»

Ni son menos bellos, aunque a otro orden menos elevado pertenecen, los estudios psicológicos que hace sobre otros sentimientos meramente morales o sociales, por decirlo así, pero que siempre parten e irradian del gran principio de la verdad religiosa, que es la única base sólida de su razonamiento.

Véase, si no, cómo juzga sobre su propio tribunal a la opinión, esa indolente sultana que, no atreviéndose a separar el trigo de la cizaña, viene a dar en el indiferentismo, que es - afirma nuestro moralista - la parálisis de la virtud.»

«¿Quién - dice - es el necio que sostiene que todos los días pensará lo mismo, ni el hombre autómata que se jacta de sentir siempre de un mismo modo?»

«Dejad, - continúa, hablando de las lágrimas, - dejad brotar esas fuentes del corazón, que prueban al correr que no está seco ni exhausto; dejad, por Dios, que se humedezcan los ojos, si no se han de asemejar a los de cristal de las figuras de cera.»

Y en otro lugar:

- «¿Quién puede saber, señora, el secreto que cada corazón lleva consigo a la tierra?

- «¿Qué secreto amargo puede llevar consigo el que muere en el seno de la Religión, en los brazos de los suyos, bendecido y bendiciendo, sonriendo a la vida, que fue bella, y a la muerte, que lo es, también porque lo fue la vida?»

Salpicada está toda de estas máximas, cuya sabiduría viene del cielo. Sirvan de ejemplo las siguientes:

«Donde hay virtudes, hay buena conciencia; donde hay buena conciencia, hay contento; así como donde hay sol, hay llores; donde hay flores, hay fragancia.»

Y en otro lugar:

«Dios no hubiera criado al sol, si no quisiera al hombre alegre.»

«Acuda a estas bellísimas páginas el que quiera comprender la extrema dulzura de un «¡DIOS TE LO PAGUE!»

Nótese cuán nuevas y profundas son las consideraciones que le inspiran la locura con sus girones de ideas; los niños precoces, caricaturas en lo moral y en lo físico; sus máximas sobre la educacion y la enseñanza, en que sabe y se le alcanza tanto más y mejor que a muchos zurcidores de libros de texto o hilvanadores de planes de estudios; sus observaciones y consejos sobre la atención y cortesía que deben mediar entre todas las relaciones sociales. Frecuente ha sido encarecer la obediencia y el respeto del inferior al superior; acaso nunca la urbanidad y deferencia que a aquél debe el último; que quien lleva la ventaja en cuanto a lo elevado de la posición, no ha de perderla en cortesanía. Esto, si bien es verdad que no es invención de FERNÁN, tan perdido anda por el mundo... que lo parece. No es dable concluir este punto sin citar unas palabras, que debieran grabarse con el punzón de oro con que el Ángel traspasó el corazón de Santa Teresa. La Santa escritora, que hablando del Diablo exclamaba: «¡Desgraciada criatura que no sabe amar!», no las rechazaría si se le atribuyesen.

- «Recordad un refrán turco, que dice que el que llora con todos, acaba por quedarse sin ojos.

- «Bien decís, que es turco el refrán. ¡Qué « magnífica y bendita ceguera la que fuese debida a la caridad!»

Si le buscáis en el terreno literario, podremos remitirnos a lo que piensa y siente de la poesía; a su análisis de lo clásico y lo romántico; a su exacta y profunda distinción entre lo romántico y lo romancesco, y entre esto y lo verdaderamente poético.

¡Oh! ¡Cuán bellas y epigramáticas suelen ser las frases con que sazona estos juicios! Algunas de ellas por ventura quedarán como proverbios, miéntras vivan la literatura y el habla castellana. Sirvan de ejemplo, entre otras que citar pudiéramos: «Alonso, porque sabía la a, la echó de disputador. - ¡Tenéis el corazón en carne viva!» (para significar que una persona es sensible a todos los infortunios ajenos), y esta otra, que no recusarán, de seguro, muchos de entre los poetas: «Cuando la poesía se mezcla en la vida real, es una mala ama de llaves».

Arrastrados por la importancia de estos análisis, no hemos fijado la vista en las descripciones, en las cuales, si siempre se ostenta con mano maestra, a veces como que se sobrepuja y excede. Permítasenos citar la que hace de la belleza del campo, la del temporal en Cádiz, la del pueblo de Sampayo, la del buen D. Gil, el sochantre querido, y las de los juegos y los cuentos de las niñas y la muerte de la sobrinita.

Todas ellas y otras muchas quisiéramos citar; pero no podemos, no debemos. Quede al ese ritor su gloria de contarlas cómo y donde quisiere; quédele el placer de iniciar a sus lectores en las maravillas de su talento, tan puro, tan rico, tan flexible, tan vario!

He aquí, sin embargo, cómo se despide, con tan piadosa ternura como picante desenfado, del protagonista, a quien pintó con amore, inmortalizándole sin quererlo.

«¡Oh, mi buen, mi excelente D. Gil!... ¡Tú, que tanto ruido y papel hiciste en la iglesia, y tan poco en el mundo!... ¡Tú, que amaste y ejercitaste el canto y el latín sin comprenderlos, pliego blanco de papel en que estampó la fe sus adoraciones, para ponerlas en manos del Señor, no me olvides allá arriba, donde estás con otros muchos POBRES DE ESPíRITU Y RICOS DE CORAZÓN, y ruega por la que supo apreciar la suave almendra bajo su tosca corteza!»

Ya apuntamos antes cuál es nuestro juicio acerca de la forma de estos escritos. Mas hay en ellos un carácter particular, acerca del cual no podemos menos de llamar la atención de nuestros lectores, y muy señaladamente la de los que leen para aprender a escribir.

Ante todo, es notable en FERNÁN su estilo propio; de una verdad, de un colorido tal, que no puede confundirse con otro. Hemos oído a algún Aristarco censurar en aquél tal o cual expresión, tal cual frase menos castiza; mas no sabemos de ninguno tan injusto ni descontentadizo que en aquella otra dote, que es la principal en el escritor, - como que es la que constituye su individualidad, - no le conceda la palma entre los primeros.

Mas no se crea que el pintor de los CUADROS DE COSTUMBRES, de las RELACIONES y de los DIÁLOGOS, no tiene en su paleta colores para copiar otra cosa que la ruda, franca y enérgica fisonomía del pueblo. Un crítico eminente, un escritor en quien compiten el corazón y la cabeza, el señor D. ANTONIO DE APARISI Y GUIJARRO nuestro amigo querido, en el bellísimo prólogo que ha dedicado a la preciosa novela tituladaUN SERVILON Y UN LIBERALITO, ha tenido antes que nadie la gloria de consignar esta observación: «En el lenguaje de la culta sociedad - dice hablando de FERNÁN - no le conozco rival ni entre los mejores».

No es escasa, a la verdad, la alabanza, por venir de quien viene, y por ser tan merecida. Repasen su memoria cuantos profesan la literatura o a ella tienen particular afición, y sin limitarse precisamente a la Novela, en que tenemos tan poco, observen nuestro teatro, en que somos más ricos. Y ciertamente, desde Iriarte, que en el Señorito mal criado nos dejó una muestra de que poseía este secreto, no hallará muchos escritores a quienes sea familiar. De seguro no lo encontrará en Moratín, a quien en tantas otras cualidades del estilo nadie recusara como maestro. Es más: sabemos de escritores que por su cuna y por su educación corresponden a lo más puro y elevado de aquella clase, y cuya conversación es por demás culta, amenísima y elegante, y sin embargo, pintan mejor las animadas escenas de una venta o de un campamento, que el tono grave y acompasado de los salones. Y a la verdad no es extraño. La buena sociedad, o es una, o cuando menos, se parece mucho en todas partes; como que la cultura consiste en destruir lo anguloso, es decir, en quitar muchas de esas singularidades que constituyen los tipos especiales. Y conservar éstos sin perder aquel tono, es raro privilegio, que requiere no sólo un estudio profundo y gran sagacidad para la observación, sino además una rellexibilidad suma, para la cual acaso habría de ser necesario que se combinasen un gran talento de hombre, un corazón de mujer y la exquisita sensibilidad de la dama, a quien la observancia de las costumbres del pueblo y la práctica de la vida aristocrática fuesen en parte ingénitas, en parte heredadas o familiares desde la cuna.

No aspiramos a que en ello se nos crea sobre nuestra palabra. La prueba está en muchos, si no en todos los personajes de FERNÁN, entre los cuales, sin embargo, citarémos a los duques de Almansa, a Ismena, al general conde de Alcira, a la marquesa de Valdejara, a su hijo, tipo de caballeros... a tantos otros... y entre ellos a Clemencia, al Abad, a Pablo, a sir George Percy, y De Brian, y sobre todo - pues de éstos tratamos - a la MARQUESA DE ALORA y al CONDE DE VIANA, que son los interlocutores de estos DIÁLOGOS.

Ellos discuten siempre, y disputan como de propósito; que es decir que tienen más ocasiones de mostrar su carácter, por lo mismo que esas discusiones pasan a solas, en la intimidad de una amistad antigua e indulgente; y sin embargo, cada cual, mostrándose tal como es, no choca ni ofende, ni al lector ni a su antagonista; al contrario, éste ama y respeta la razón que se le opone y los labios que se la dicen, y el lector estuviera a veces indeciso sobre a quién dar sus simpatías, si no fuese porque la marquesa, en su corazón y en su inteligencia y en la tésis que defiende, es, como si dijéramos, la personificación del escritor. Al que de esto dudaré, le remitiremos a los DIÁLOGOS, a los trozos que hemos citado, a la campanilla azul que habla de imponer silencio, y a la de oro que había de excitar a la marquesa a continuar en su elocuente improvisación; a aquella deliciosa república en que ella había de ser la presidenta, y legisladores y ministros las flores y los niños, abundando por supuesto las fuentes y las confiterías.

Permítasenos citar también, como ejemplo, la contienda entre ambos, con ocasión de la felicidad en que la marquesa supone que rebosa la familia de la generala Peláez. ¡Con qué viveza y naturalidad es conducido el diálogo, que ha de terminar por conceder el atacado la confianza de un terrible secreto de familia, confianza que si se provocó sin pensarlo, no se arranca, y antes se rehúsa delicadamente!

Dice la marquesa:

- «¡Ay de de mí! ¡Imprudente! Perdonad, amigo; nada quiero saber. Doblemos la hoja; ocultad mi tierno interes con el secreto en el silencio; el respeto a la desgracia es el más sagrado, después del respeto a Dios.

- «No, marquesa; sois de la familia; y sois más: sois una amiga verdadera, y los amigos son la familia del corazón. Sabréis la desgracia que, cual un cáncer, ha destruido la felicidad de mis hermanos.

- «Conde, dejadme ignorar una desgracia, si no puedo remediarla.

- «¿Me negáis vuestro interés?

- «Hablad, conde... ¡y así os sea un bálsamo!»

He aquí, por conclusión de esta materia, en uno de los trozos más bellos que acaso se hayan escrito, llevada hasta el límite de donde no debe pasar, esta contienda, modelo de exquisita cultura y cortesanía. No nos atrevemos a privar ni de una letra de ella a nuestros lectores. Parécenos que, después de leída, no tendremos incrédulos de lo que antes afirmábamos; y podremos añadir en las sienes de FERNÁN, al título de PINTOR DEL PUEBLO, el de POETA DE LOS SALONES. Mas si todavía tropezásemos con algún rebelde, nos contentaríamos con decirle con Góngora y con FERNÁN:

«Triste del que a una roca pide orejas».

Pero oigamos; que habla nuestro autor:

- «Tenéis - dijo el conde sonriendo - por corazón una rosa sin espinas.

- «Y vos queréis ajarla.

- «¡Oh! No. Quisiera regarla con las aguas de la fuente de Juvencia. Pero contadme lo que me habeis anunciado.

- «Tacha el mundo - principió la marquesa - de extremos a las angustias y los dolores del amor de madre.

- «Y lleva razón, - opinó el conde. - Todo lo que es apasionado en el hombre, aunque sea el santo amor de madre, necesita freno. MARÍA, al pié de la Cruz, ni se arrancaba el cabello, ni se despedazaba el pecho. Señora, señora, todos los días rezamos ¡HÁGASE TU VOLUNTAD! ¿Es sincero este acatamiento, si en seguida nos rebelamos violentamente contra esa misma voluntad? Esos dolores descompuestos no son cristianos, señora.

- «Por descabellado que sea ese amor, es bello y simpático, conde.

- «Ese dolor denominado extremos es insensato como es un suicidio, amiga mía; y esas madres energúmenas de amor merecerían que se les muriesen sus hijos, para enseñarles así lo que es un dolor real.

- «Conde... ¿habéis olvidado que tuvisteis madre?

- «¡No lo permita Dios! Venero la tierra porque ella la pisó, la respeto porque en ella yace su cuerpo, y ansío por el cielo porque en él me aguarda su alma! Pero eso no quita...

-«Que lo que en ella os admiró, os encantó y llenó de gratitud, en otras lo queráis motejar. ¡AMOR NO DICE BASTA, conde!

- «Marquesa, esa bella expresión es sólo aplicable al amor divino.

- «Siempre me contradecis, conde... ¡Si vieseis cuánto lo siento!

- «No lo sintáis, amiga; una pausada nube que mitiga algo los brillantes rayos del sol, y refresca algo la tierra con una templada lluvia, hace provecho.

- «¿Y por qué os haceis una nube en mi cielo?

- «Para que su demasiada pureza y brillo no os hagan creer imposibles las borrascas y las tempestades. Mas... proseguid; no os volveré a interrumpir.»

Ni nosotros tampoco lo harémos mas, interponiéndonos entre el autor y sus lectores, temiendo siempre decir poco, y acaso apareciendo sobrados.

Por lo mismo, no diremos sino de paso a nuestras lectoras (con ellos nada queremos ya) cuál es la única cosa que FERNÁN encuentra CUMPLIDA en esta vida; y es: TODO NOBLE AMOR EN EL CORAZÓN DE LA MUJER.

Hemos hecho hablar a FERNÁN, y es lo único en que fundamos la esperanza de haber acertado a defenderle. Pero necesitamos despedirnos de él, y para ello, en justa correspondencia, no seremos nosotros solos; serán nuestros lectores, será España toda, será el mundo católico los que lo harán, tomándole sus propias palabras.

Hedlas aquí:

«Proseguid, marquesa. ¿A qué evocar la imagen de la crítica como un fantasma ante el cual se repliegue la expansión de vuestros gratos recuerdos, y se hiele su pintura en vuestros labios? Estoy seguro de que no hay un poeta a quien estas cosas, si bien no le entusiasmen como a vos, al menos no le hagan gracia. Proseguid esa pintura en sus menores detalles, hasta venir a las circunstancias que han motivado esa segunda carta, que espero ha de ser tan noble como la primera.»

Y esta segunda carta, que es de la viuda del buen D. Gil, y contiene en realidad su testamento, concluye así:

«Dile a la señora que ya no cantaré el Miserere en la tierra; pero que, mediante la misericordia infinita y los méritos de nuestro REDENTOR, cantaré allá arriba el Gloria». Y al verme llorar, añadió: «Francisca, no llores; las lágrimas siempre me han hecho contradicción. No se deben llorar mas que las culpas... Consuélate, y acuérdate de que COSA CUMPLIDA... ¡SÓLO EN LA OTRA VIDA!» Señora, me lo he tenido por dicho: no lloro... y aguardo.»

Y yo también aguardo, señora. Que sé que son igualmente cumplidas estas verdades; añadiendo a ellas, que es por demás dichoso quien, como FERNÁN CABALLERO, al ganar lo que el mundo llama Gloria, escribe tan valederas páginas en el LIBRO DE LA VIDA.

Madrid 28 de Noviembre de 1857.

FERMÍN DE LA PUENTE Y APEZECHEA.

Diálogo primero.

El albañil.

La vie es un mystère triste

Dont la Foi seule a trouvé le secret.

(La vida es un misterio triste, cuyo

secreto sólo ha encontrado la Fe.)

El Abate Gerbert.

Fortuné tems de l´innocence.

Bélas! des passions de vacant le réveil

A l´aurore de l´existence,

N´es tu parmi neus qu´un sommeil?

(Tiempo feliz de la inocencia! Tú

que te adelantas al despertar de las

pasiones en la aurora de la vida, di,

¿no crees entre nosotros mas que un

sueño?

D´Arlincourt.

- Sí señor, sí señor; la vida es bella, el mundo hermoso, a pesar de todos los Jeremías pasados, preseiltes y futuros, - decía la joven, linda y alegre marquesa de Alora a su anciano amigo el conde de Viana; - está llena de encantos, como el cielo de estrellas; llena de goces, como la mar de perlas. Pero éstas es preciso buscarlas; aquéllas es preciso alzar la vista, y con ella el corazón, hacia aquel alto y puro espacio en que, giran, para encontrarlas. Si usted vegeta tétrico en una oscura cueva, ¿cómo hallará usted perlas, ni verá estrellas?

- Cantáis como un ruiseñor, - dijo el conde con una sonrisa triste e incrédula.

- Hablo como una agradecida hija de Dios, - repuso la marquesa.- ¡Un hombre como usted, misántropo! ¡Quite usted allá! Eso es un palpable contrasentido; es una anomalía, como dice usted que lo es en el Gobierno condenar las malas doctrinas y dejar que cundan por medio de la prensa, lavándose las manos como Pilatos.

- ¿Dónde están, linda visionaria, - respondió el conde, - esos encantos, esos placeres sublunares? ¿Serán el efímero amor, la desleal y deslavada amistad? ¿Será acaso el oro, que no sabe satisfacer; los honores, que no honran? ¿Será el mundo, ese horrible caos? ¿Será la soledad, ese árido desierto? ¿Nos los proporcionarán por ventura el corazón, que es nuestro verdugo; los sentidos, que son nuestros enemigos; o el alma, que, como todo desterrado, no sabe sino suspirar? El mundo es, amiga mía, un árido y triste destierro.

-¡Pobre mundo!-exclamó la marquesa.¡Y cómo te tratan! Véngate, seca tus fuentes de fresca y líquida plata, quita sus colores y perfume a tus flores, haz esqueletos de tus frondosos árboles, agosta tus campos, y no le nutras al hombre ingrato sus mieses y su vid; seca los cauces de tus ríos, y haz de ellos profundas y ásperas cicatrices sobre el seco y decrépito cadáver de la tierra; quita del alcance del hombre el oro, la plata y ricas pedrerías que encierra tu seno; vomita tus iras por las abiertas bocas de tus volcanes, esparce tu amarga ira con las poderosas olas de tus mares, hasta cubrir la frente de tus gigantes de tierra, los montes, y allí donde el hombre ingrato haya labrado su albergue, sacúdele ligeramente, para que caigan sus más robustas obras como castillos de naipes.

- ¡Qué anatema, amiga mía!

- El que merece la ingratitud, ese monstruo sin corazón.

- Como sois joven, giráis cual las primeras horas del día, esas horas frescas y puras que se llaman la aurora, en un cielo rosado. Pero raciocinemos; a mi edad...

- El corazón es siempre joven, - interrumpió con viveza la marquesa, - y la ancianidad puede, como decís de la j [...]