Cosas que hacemos a oscuras - Jennifer Hillier - E-Book

Cosas que hacemos a oscuras E-Book

Jennifer Hillier

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Beschreibung

Paris Peralta es arrestada en su propio cuarto de baño: está cubierta de sangre, sosteniendo una navaja de afeitar y su famoso esposo yace muerto en la bañera. Pero a pesar de lo terrible que parece, no es el inevitable cargo de asesinato lo que más le preocupa. Los medios se lanzan como sabuesos y no la dejan en paz. Es solo cuestión de tiempo antes de que alguien de su largo pasado oculto la reconozca y destruya la nueva vida que se ha esforzado tanto en construir. Veinticinco años antes, Ruby Reyes, conocida como la Reina del Hielo, fue condenada por un asesinato similar en un juicio que conmovió a Canadá a principios de los noventa. Ella sabe quién es Paris en realidad y, cuando está a punto de salir inesperadamente de prisión, amenaza con descubrir todos sus secretos. Sin otra opción, Paris finalmente debe enfrentarse de una vez por todas al oscuro pasado del que escapó. Lo único peor que un cargo por asesinato son dos cargos por asesinato.

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COSAS QUE HACEMOSA OSCURAS

Jennifer Hillier

Traducción: Carmen Bordeu

Título original: Things we do In the dark

Edición original: Macmillan Publishing Group, LLC Derechos de traducción gestionados por St. Martin's Publishing Group en colaboración con International Editors Co.

© 2022 Jennifer Hillier

© 2023 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2023 Motus Thriller

www.motus-thriller.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-18711-66-4

Índice de contenidos
Portadilla
Legales
Dedicatoria
Primera Parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Segunda Parte
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Tercera Parte
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Cuarta Parte
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Quinta Parte
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Sexta Parte
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Agradecimientos
Si te ha gustado esta novela...
Jennifer Hillier
Manifiesto Motus

Para Mox Eres el sol que me ilumina y el aire que respiro y la razón de todo.

PRIMERA PARTE

Puede matar con una sonrisa, puede herir con sus ojos.

Billy Joel

CAPÍTULO 1

Hay un tiempo y un lugar para tener los pezones erectos, pero está claro que el asiento trasero de un coche de policía de Seattle no lo es.

Paris Peralta no pensó en coger un jersey antes de que la detuvieran, así que solo lleva puesta una camiseta sin mangas manchada de sangre. Después de todo, es julio. Pero el aire acondicionado está al máximo y Paris tiene frío y se siente expuesta. Con las muñecas esposadas, lo único que puede hacer es entrelazar las manos y levantar los antebrazos para cubrirse los pechos. Parece que está rezando.

No está rezando. Es demasiado tarde para eso.

Le late la cabeza debajo del apósito tipo mariposa que le puso el sanitario antes de subirla al coche patrulla. Debió de golpearse contra el borde de la bañera en algún momento de la noche anterior, aunque no recuerda haberse tropezado o caído. Lo único que recuerda es a su marido, tendido en la bañera llena de sangre, y los gritos que la habían despertado esa mañana.

La detective sentada al volante, una rubia con coleta, le echa otro vistazo por el espejo retrovisor. Desde que Jimmy firmó un contrato de streaming con Quan, el nuevo competidor de Netflix, seis meses atrás, la gente la ha estado mirando mucho. Paris lo detesta. Cuando se casó con Jimmy, actor y comediante retirado, esperaba vivir una vida tranquila. Ese era el trato que habían hecho; ese era el matrimonio al que ella se había comprometido. Pero luego Jimmy cambió de idea y volvió al trabajo, y eso había sido casi lo peor que podía haberle hecho.

Y ahora está muerto.

La detective la ha estado vigilando en el asiento trasero todo el tiempo; sus ojos se han desplazado de la carretera al espejo retrovisor cada escasos minutos. Paris ya se ha dado cuenta de que la mujer considera que es culpable. De acuerdo, es cierto que la escena no la ayudó demasiado. Había mucha sangre, y cuando la detective llegó al lugar, tres oficiales ya estaban en el dormitorio con las armas apuntando a Paris por el hueco de la puerta del baño. Pronto hubo cuatro pares de ojos que la miraban como si hubiera hecho algo terrible. Nadie parecía parpadear ni respirar, incluida ella.

—Señora Peralta, por favor, baje el arma —había dicho la detective. Su voz era tranquila y directa mientras desenfundaba la pistola—. Y luego salga del baño despacio y con las manos en alto.

“Pero si yo no tengo un arma”, pensó Paris. Era la segunda vez que alguien le pedía que lo hiciera y, al igual que antes, no tenía sentido. “¿Qué arma?”.

Entonces la detective bajó la vista con rapidez. Paris siguió su mirada y se sorprendió al darse cuenta de que aún sostenía la navaja de afeitar de Jimmy. Y no solo la sostenía, sino que la mantenía aferrada en su mano derecha, con los dedos apretados alrededor del mango y los nudillos blancos. La levantó y la contempló con asombro mientras la hacía girar en la mano. A los policías no les gustó el gesto, y la detective repitió su petición en un tono más alto y autoritario.

Todo aquello era muy absurdo. Estaban exagerando. Paris no tenía un arma en la mano. Solo era un utensilio de afeitar, una de las tantas navajas que tenía Jimmy, porque su marido era un tipo de la vieja escuela a quien le gustaba afeitarse con navaja, los casetes y los teléfonos fijos. Pero ya ni siquiera le permitían seguir usando navajas. Se había vuelto peligroso desde que el temblor en su mano había empeorado.

Entonces, ¿qué narices hacia Paris con la navaja de mango de ébano que él había comprado en Alemania hacía décadas todavía en la mano?

Todo sucedió a cámara lenta. Mientras la detective seguía hablando, Paris observó de nuevo la sangre que salpicaba el suelo de baldosas de mármol blanco: se había vuelto rosada al diluirse con el agua de la bañera. Era la sangre de Jimmy, y ella sabía que, si se giraba, vería a su marido detrás de ella, sumergido en la profunda bañera en la que se había desangrado la noche anterior.

No se giró. Pero sí alcanzó a ver una imagen fugaz de sí misma en el espejo que había sobre el lavabo, en el que vio a una mujer que se parecía a ella, con una camiseta sin mangas manchada de sangre. Estaba despeinada, tenía los ojos desorbitados y un lado de la cara cubierto de sangre que se había deslizado de un corte sobre la ceja derecha. En su mano, la vieja navaja de Jimmy parecía un arma.

Un arma asesina.

—Señora Peralta, suelte la navaja —volvió a ordenarle la detective.

Por fin, Paris la dejó caer. La hoja de acero aterrizó sobre las baldosas con un ruido sordo y los agentes uniformados se acercaron a ella en tropel. Uno de ellos le colocó las esposas y la detective le informó sus derechos. Mientras la sacaban del dormitorio y bajaban las escaleras, Paris se preguntó cómo podría explicarlo.

Años atrás, la última vez que había ocurrido algo así, no había tenido que dar ninguna explicación.

—Perdone, ¿le importaría bajar el aire acondicionado? —Los pezones de Paris están presionando con fuerza contra sus antebrazos como si fueran tornillos. Aunque lleva casi veinte años viviendo en Seattle, la canadiense que hay en ella todavía no ha perdido la costumbre de disculparse antes de pedir algo—. Lo siento, hace mucho frío aquí atrás.

El agente del asiento del copiloto pulsa un botón en el salpicadero varias veces hasta que la temperatura del aire aumenta.

—Gracias —agrega ella.

El oficial se da la vuelta.

—¿Podemos hacer algo más por usted? —pregunta el agente—. ¿Quiere un caramelo de menta? ¿O que paremos a tomar un café?

No lo está preguntando en serio, así que ella no responde.

En cierto modo, Paris entiende que se encuentra en un estado de shock y que todavía no ha comprendido el alcance de la situación. Al menos, su instinto de supervivencia se ha activado: sabe que ha sido arrestada, sabe que va a ser fichada, y sabe que tiene que mantener la boca cerrada y llamar a un abogado en cuanto pueda hacerlo. Pero, aun así, tiene la sensación de que está observando todo esto desde fuera, como si estuviera en una película en la que alguien que se parece a ella está a punto de ser acusada de asesinato.

Este sentimiento de disociación, una palabra que aprendió de niña, es algo que le ocurre siempre que se encuentra en situaciones de estrés extremo. La disociación era la forma en la que su mente la protegía de los traumas que sufría su cuerpo. Y si bien eso no es lo que está ocurriendo ahora, la sensación de separación entre su cerebro y su cuerpo físico suele ocurrirle siempre que se siente vulnerable e insegura.

En este momento, la vida que conoce, la vida que ha construido, está amenazada.

Sin embargo, Paris no puede dejar que su mente la aleje de allí. Tiene que seguir presente si quiere salir de esta, así que se concentra en la respiración. Como les dice a sus alumnos de yoga, pase lo que pase, siempre se puede llevar la atención a la respiración. Entonces, contrae ligeramente la garganta, inspira con lentitud y profundamente, mantiene el aire y luego espira. Emite un ligero siseo, como si intentara empañar la ventanilla del coche, y los ojos de la detective vuelven enseguida al espejo retrovisor.

Después de varias respiraciones oceánicas, respiraciones ujjayi, Paris siente la mente más despejada, se siente más aquí, y trata de procesar cómo diablos ha terminado en el asiento trasero de un coche patrulla, camino a una celda. Ve suficiente televisión para saber que la policía siempre presupone que el cónyuge es el homicida. Por supuesto, no había ayudado en absoluto que Zoe, la asistente de Jimmy, fuera quien la había señalado con el dedo mientras gritaba hasta quedarse ronca. “¡Ella lo mató, ella lo mató! ¡Oh, Dios, es una asesina!”.

Creen que ella mató a Jimmy.

Y ahora el resto del mundo lo creerá también, porque eso es lo que parece cuando te sacan esposada de tu casa con la ropa manchada de sangre mientras la noticia de la muerte de tu famoso marido se extiende entre el grupo de curiosos que sacan fotografías y graban vídeos de tu detención. La ironía es que el gentío ya estaba fuera de su casa mucho antes de que Zoe llamara a la policía. Paris y Jimmy viven en Queen Anne Hill, justo enfrente del parque Kerry, que tiene las mejores vistas de Seattle. Es el típico sitio donde tanto los lugareños como los turistas toman fotos de la ciudad y del monte Rainier, y la multitud de hoy era como cualquier otra, excepto que las cámaras estaban apuntando hacia la casa en vez de hacia el horizonte. Y así como no había habido tiempo para ponerse otra camiseta, tampoco había tenido oportunidad de cambiarse los zapatos. En cuanto puso un pie fuera, Paris oyó gritar a alguien: “¡Bonitas pantuflas!”, pero no sonó como un cumplido.

Sus vecinos también se encontraban fuera. Bob y Elaine, de la casa de al lado, estaban de pie al final del camino de entrada a su casa y la observaban con cara de asombro y espanto. Como no la llamaron ni le ofrecieron ayudarla de ninguna manera, ya debían de haberse enterado de lo que había pasado. Deben de pensar que Paris es culpable.

Se supone que son sus amigos.

Paris se imagina los titulares: “JIMMY PERALTA, EL PRÍNCIPE DE POUGHKEEPSIE, FUE HALLADO MUERTO A LOS 68 AÑOS”. Aunque habían pasado más de dos décadas desde que la exitosa sitcom de Jimmy había dejado de ser emitida después de diez años consecutivos, siempre se lo conocería por su papel protagonista como el hijo del dueño de una panadería en El Príncipe de Poughkeepsie, que había ganado más de una docena de premios Emmy e impulsado a Jimmy al estrellato cinematográfico hasta su retiro siete años atrás. Paris no necesita ser publicista para predecir que la noticia de la muerte de su marido ocupará más titulares que el contrato multimillonario que Jimmy había firmado con Quan cuando decidió su regreso. Ella misma la consideraría una noticia jugosa si no estuviera involucrada.

Sigue concentrándose en la respiración, pero su mente se niega a tranquilizarse. Nada de esto tiene buena pinta. Aunque no se había hecho ilusiones de que ella y Jimmy fueran a envejecer juntos, había creído que tendrían más tiempo. En los dos años que llevaban casados, habían creado una rutina sencilla. Paris trabajaba en el centro de yoga seis días a la semana y Jimmy siempre estaba ocupado con algo. El domingo era el día que pasaban juntos. Ahora mismo deberían estar tomando un brunch en la cafetería cercana, donde el dueño les reservaba una mesa junto a la ventana. Tortitas y beicon para Jimmy y gofres con fresas para Paris. Después podrían ir al mercado de agricultores de Fremont o a la búsqueda de antigüedades a Snohomish. Pero la mayoría de las veces regresaban a casa, donde Jimmy se entretenía en el jardín, podando y desbrozando, mientras ella se sentaba junto a la piscina a leer un libro.

Pero este no es un domingo normal. Esto es una puta pesadilla. Paris debería haber sabido que acabaría así, porque no existe eso de “felices para siempre” cuando huyes de una vida para empezar otra nueva.

El karma siempre llega.

Una pluma de sus pantuflas ridículas le hace cosquillas en la parte superior del pie. Cuando se las regalaron para su cumpleaños el mes anterior —no su verdadero cumpleaños, sino el que figura en su carnet de identidad—, le habían parecido graciosas y bonitas. Los instructores en el centro de yoga habían juntado dinero para comprarle un par de pantuflas ligeras de diseño italiano y muy caras, hechas con plumas de avestruz rosadas. Se suponía que se quedarían en el centro para que tuviera algo que ponerse entre las clases, pero Paris no había podido resistirse a llevárselas a su casa para mostrárselas a Jimmy. Sabía que él se reiría, y así fue.

Las pantuflas ya no tienen ninguna gracia. Lo único que harán es contribuir a la narrativa que los medios de comunicación siguen tratando de crear: que Paris es una ricachona tonta y engreída. Se las había arreglado para pasar inadvertida durante diecinueve años después de escapar de Toronto, solo para que eso acabara cuando Zoe, la fiel asistente de Jimmy, incluyó la foto de su boda en el comunicado de prensa sobre el contrato de streaming. Zoe no había podido entender por qué Paris se había molestado tanto, pero hasta ese día, la mayoría de la gente ni siquiera sabía que Jimmy Peralta se había vuelto a casar. Paris había estado viviendo en un feliz anonimato con su marido retirado, y luego se había ido todo a la mierda.

Como diría Zoe, las cosas no pintan bien. Paris es la quinta esposa de Jimmy y es casi treinta años menor que él. Y aunque la diferencia de edad nunca fue un problema para Jimmy —¿por qué iba a serlo?—, hace que Paris parezca una zorra cazafortunas que solo estaba esperando que su marido muriera.

Y ahora está muerto.

CAPÍTULO 2

El agente de la recepción de la cárcel del condado de King le pide el móvil, pero Paris no lo lleva consigo. Por lo que recuerda, sigue en la mesita de noche de su dormitorio, en la casa que ahora es la escena del crimen.

—Debe depositar todos los objetos personales en la bolsa y ponerla en la bandeja —le indica el hombre. Al igual que la detective que la ha traído aquí, no ha dejado de mirarla desde que llegó—. Eso incluye las joyas.

Lo único que tiene Paris es su alianza. Jimmy le había ofrecido comprarle también un anillo de compromiso, pero ella lo había rechazado, insistiendo en que, de todos modos, nunca lo usaría mientras estuviera dando clases de yoga. Al final, él la había convencido de que aceptara una alianza con quince bonitos diamantes ovalados de color rosado. El precio era pasmoso, doscientos cincuenta mil dólares, pero el joyero les había ofrecido una rebaja en caso de que estuvieran dispuestos a fotografiar y publicitar el anillo. Paris se había negado.

—No quiero publicidad —le aseguró a Jimmy—. De verdad que no necesito más que una simple alianza de oro.

—Ni de coña. —Jimmy tuvo una breve conversación con el joyero y sacó su Amex negra. Como era Jimmy Peralta, igualmente obtuvo el descuento.

—Paris Peralta. —El agente pronuncia su nombre con una sonrisita de satisfacción mientras escribe en el teclado y estira las sílabas. Paaariiisss Peraaaaalta—. Mi mujer se va a caer de culo cuando le cuente a quién he fichado hoy. Le encantaba El Príncipe de Poughkeepsie. A mí nunca me gustó el programa. Jimmy Peralta siempre me pareció un idiota.

—Tenga un poco de respeto, agente. —La detective está de pie junto a ella, como si pensara que existe la posibilidad de que Paris se escape. Menea la cabeza y la punta de su coleta roza el brazo desnudo de Paris—. El hombre está muerto.

Paris se quita el anillo de boda y lo desliza a través de la ventanilla. A su lado, oye a la detective mascullar en voz baja: “Jesús, es rosa”. El oficial examina el anillo con detenimiento antes de meterlo en una pequeña bolsa de plástico y sellarla. Luego deja caer en la bandeja la bolsa, que aterriza con un golpe sonoro.

Paris se estremece por dentro. “Ese anillo cuesta tal vez el triple de lo que ganaste el año pasado”, piensa. Por fuera, mantiene la compostura. No va a regalarle a nadie una noticia para vender a la prensa amarilla. En cambio, mira con fijeza al hombre a través de la ventanilla de plexiglás manchada. Como supone, el tipo es un cobarde y baja la mirada de nuevo a su ordenador.

—Firme esto. —Le pasa la lista del inventario por la ventanilla.

Solo contiene un ítem. “Anillo, diamantes, rosado”. Paris garabatea su firma.

Otro agente sale de detrás del escritorio y espera expectante. La detective se gira hacia Paris. Es probable que la mujer se haya presentado en el momento de la detención, pero Paris no recuerda su nombre si es que alguna vez lo oyó.

—Tendrá que quitarse la ropa —le informa—. Las pantuflas también. Le darán algo para que se lo ponga. Y luego vendré a hablar con usted, ¿de acuerdo?

—Me gustaría llamar a mi abogado —dice Paris.

La detective no se sorprende, aunque parece decepcionada.

—Podrá hacerlo después de que la fichen.

Suena un timbre y Paris es conducida a través de varias puertas hacia una pequeña sala muy iluminada. Le indican que se quite la ropa en un rincón, detrás de una cortina azul. Se desviste con rapidez, se quita todo excepto la ropa interior y se pone la sudadera, los pantalones de deporte, los calcetines y las chanclas de goma que le han entregado. Es un alivio quitarse la ropa manchada de sangre y ponerse un calzado que no parezca un juguete para gatos. Todo tiene estampado las siglas de Instituciones Penitenciarias: IP.

Le toman las huellas dactilares y la fotografían. Tiene el pelo enmarañado, pero no cree que pueda pedir prestado un cepillo. Mira directamente a la cámara y levanta la barbilla. Jimmy había dicho una vez que es casi imposible no parecer un criminal en una ficha policial. Y él sabía de lo que hablaba. Había sido arrestado dos veces por conducir bajo los efectos del alcohol y una vez por agresión cuando empujó a un alborotador en Las Vegas después de una función. En las tres fotografías parecía totalmente culpable.

Terminados los trámites, la conducen a un ascensor para llevarla al piso de abajo. El joven agente que la escolta le lanza miradas furtivas ocasionales, pero no dice nada hasta que llegan a la celda. Con voz chirriante (seguida de un rápido carraspeo) le indica que entre. En cuanto ella lo hace, los barrotes se cierran y se bloquean con un fuerte sonido metálico.

Y así, sin más, Paris está en la cárcel.

Es a la vez mejor y peor de lo que siempre imaginó, y lo ha imaginado muchas veces. Es más grande de lo que esperaba y solo hay otra persona allí, una mujer que está desmayada en el lado opuesto de la celda. Una pierna desnuda cuelga del borde del banco y las plantas de sus pies descalzos están mugrientas. Su ajustado vestido amarillo neón está cubierto de manchas de una sustancia indeterminada, pero al menos no la han obligado a cambiarse de ropa. Sea lo que fuere por lo que está detenida, no es por homicidio.

A pesar de que la celda parece limpia, las penetrantes luces fluorescentes dejan al descubierto manchas de lo que sea que se haya limpiado hace poco. A juzgar por los olores persistentes, tanto orina como vómito. Las paredes se ven pegajosas y están pintadas de un tono sucio, del color del té flojo, y hay una cámara en una esquina del techo.

En el fondo de la celda, junto al teléfono fijado a la pared, hay un cartel plastificado con los números de tres empresas de fianzas diferentes. Con suerte, Paris no las necesitará. Descuelga el auricular y marca uno de los pocos números de teléfono que ha memorizado. “Contesta, contesta, contesta…”.

Buzón de voz. “Mierda”. Escucha su propia voz que la alienta a dejar un mensaje.

—Henry, soy Paris —susurra—. Te llamo al móvil. Estoy en problemas.

Cuelga, espera el tono de llamada y marca el segundo número que conoce de memoria. Buzón de voz otra vez. A un metro de distancia, su compañera de celda se sienta; el cabello mugriento cae alrededor de su cara grasienta. Mira a Paris con ojos legañosos y manchados de rímel, como los de un mapache.

—Te conozco. —Su voz es pastosa y arrastra las palabras. Incluso a esa distancia, Paris puede olerla, un aroma como de comida podrida en una destilería de whisky—. Te he visto antes. Eres una persona famosa o algo así.

Paris finge no oírla.

—Eres la chica que se casó con el viejo. —La mujer parpadea para tratar de concentrarse. Cuando Paris no responde, agrega—: Ah, perdón, entiendo, eres una puta princesa, demasiado buena para hablar conmigo. Bueno, vete a la mierda, princesa. —Se vuelve a acostar. Diez segundos más tarde, su cara está relajada y tiene la boca abierta.

En la pared fuera de la celda hay un reloj de péndulo, y Paris espera cuatro minutos y medio exactos antes de volver a descolgar el auricular. Esta vez, alguien contesta enseguida.

—Centro de yoga Ocean Breath.

—Henry. —El alivio inunda a Paris al oír la voz de su socio—. Gracias a Dios.

—Mierda, P, ¿estás bien? —La voz de Henry está cargada de preocupación—. Acabo de enterarme de lo de Jimmy. Ay, cariño, lo siento mucho. No puedo creer…

—Henry, me han arrestado. —No puede creer que esté diciendo estas palabras—. Estoy en una celda en la cárcel del condado de King.

—Vi cómo te detenían. Es una locura…

—¿Lo has visto? ¿Salió en las noticias?

—¿En las noticias? Cariño, está en TikTok. —Paris oye un ruido de fondo y luego el de una puerta al cerrarse, lo que significa que Henry se ha llevado el teléfono inalámbrico a la oficina—. Uno de los turistas del parque filmó tu arresto y lo subió. Es el vídeo número uno en visitas en este momento.

Por supuesto que esto no es sorprendente, pero escuchar a Henry decirlo lo hace aún más real. Paris se traga el pánico y se recuerda a sí misma que tendrá mucho tiempo para desmoronarse después.

—Escucha, Henry. Necesito que llames a Elsie Dixon de mi parte.

—¿La amiga de Jimmy? ¿La abogada que canta las canciones de musicales en todas tus fiestas?

—Esa misma. No tengo mi móvil, así que no tengo su número.

—Buscaré el número de su bufete en Google.

—No la vas a encontrar, hoy es domingo. Pero puede que en el escritorio haya una tarjeta de ella con el número de su móvil. Dile que venga a la cárcel enseguida, ¿de acuerdo?

—No veo ninguna tarjeta. —Puede oír a Henry rebuscando en los cajones—. No te preocupes, ya se me ocurrirá algo. Creí que se dedicaba a litigar, ¿no es así?

—Empezó su carrera como abogada de oficio —explica Paris—, y es la única abogada que conozco.

—Dios santo, P —aventura Henry conmocionado de verdad—. No puedo creer que estés en la cárcel. ¿Es como en las películas?

Paris mira a su alrededor.

—Más o menos. Pero más sombrío.

—¿Quieres que te lleve algo? ¿Una almohada? ¿Un libro? ¿Un cuchillo?

Intenta hacerla reír, pero lo único que consigue es un bufido.

—Te quiero. Solo encuentra a Elsie, ¿de acuerdo? Y tal vez podrías avisarles a los instructores lo que está pasando.

—P, están diciendo… —Hace una pausa—. Están diciendo que mataste a Jimmy. Sé que eso no es posible porque yo te conozco. No eres una asesina.

—Te lo agradezco —responde Paris, y tras despedirse, cuelgan. Henry siempre ha sido un amigo solidario y es leal hasta la médula.

Pero no la conoce, en realidad.

Nadie la conoce.

CAPÍTULO 3

Gracias a las maravillas de la adaptación sensorial, Paris ya no puede percibir los diversos olores que la asaltaron cuando entró por primera vez a la celda. Por desgracia, no puede decir lo mismo de los ruidos.

Se sienta en el banco con las manos en el regazo y se esfuerza por ignorar los ronquidos de su compañera, que se mezclan con las conversaciones fortuitas que llegan de las otras celdas. Todo va a salir bien. Elsie llegará pronto y sabrá exactamente qué hacer, porque Elsie Dixon es una abogada y eso es lo que hacen los abogados.

Excepto que no es solo una abogada. Elsie es además la mejor amiga de Jimmy. Se conocieron en la escuela secundaria hace cincuenta años, lo que implica que la relación entre ellos supera en once años la edad de Paris. No hay duda del lado del que estará la mujer, y si cree que existe la más mínima posibilidad de que Paris haya asesinado a su amigo más querido, Elsie no aparecerá, ni hoy ni nunca.

Paris espera que aparezca.

Mientras tanto, no hay nada que hacer más que esperar. Y sin un teléfono o un libro para distraerse, lo único que puede hacer es pensar. Y, cuanto más piensa, el dolor por la muerte de Jimmy se abre paso en su interior con más intensidad. Paris no quiere sentirlo. Ni aquí ni ahora, porque no sabe cómo sentir la profundidad de su dolor y, al mismo tiempo, salvarse del lío en el que está metida. Cierra los ojos. Aunque no haya matado a su marido, no hay duda de que parece que lo ha hecho.

La parte que nadie parece aceptar es que Paris de verdad quería mucho a Jimmy. Pero no era necesariamente un amor romántico, y esa es la parte que le molesta a la gente. Al parecer, solo puedes casarte con alguien por quien estés loca de amor, alguien de quien nunca te cansas, alguien sin quien no puedes imaginar tu vida. Según esa definición, lo que ella y Jimmy tenían no se consideraría amor en absoluto. Tenían siempre los pies sobre la tierra. Tal vez pasaban más tiempo separados que juntos. Y por supuesto que podían vivir el uno sin el otro. Por favor. Jimmy había vivido sesenta y cinco años antes de conocer a Paris y había logrado un nivel de éxito que la mayoría de los comediantes jamás alcanzaría. Paris tenía treinta y seis años cuando lo conoció y estaba muy bien sola. Ella era un alma vieja; él era joven de corazón. La relación funcionaba.

Y, sin embargo, lo único que todos veían —la prensa, los amigos de Jimmy y, en especial, Elsie— eran los veintinueve años de diferencia de edad.

—Estamos bien juntos, ¿no crees? —había aventurado Jimmy durante un almuerzo un miércoles cualquiera. Llevaban saliendo unos nueve meses—. ¿Has pensado alguna vez en casarte?

—¿Con quién?

—Conmigo, tonta.

Paris casi se había atragantado con el sándwich de pastrami y pan de centeno que estaban compartiendo. Jimmy no era capaz de comer un sándwich que no incluyera carne de charcutería selecta.

—¿Te estás declarando? —preguntó.

—Supongo que sí.

No fue romántico. Jimmy no lo era y ella tampoco. Eran dos adultos tomando la decisión de compartir la vida juntos, y eso era suficiente para ambos. Se casaron en Kauai tres meses después, al atardecer, en una ceremonia íntima en la playa. Un buen amigo de Jimmy, un importante director de Hollywood cuya esposa era más joven que Paris, trasladó al pequeño grupo en su avión Gulfstream. Elsie estaba allí; fue sola, ya que no había encontrado a nadie especial después de que su segundo matrimonio acabara una década antes, y además estaban Henry y su pareja de toda la vida, Brent. Bob y Elaine Cavanaugh, los vecinos de la casa de al lado, también estaban invitados. Y, por supuesto, Zoe.

Cuando Paris piensa en la asistente de pelo encrespado de Jimmy, le dan ganas de apuñalar algo.

—Peralta, su abogada está aquí.

Abre los ojos y ve que el mismo joven agente de antes está abriendo las puertas de la celda. Sin saber cómo, han pasado tres horas. Teniendo en cuenta que la amiga más antigua de Jimmy vive a poco más de veinte minutos del juzgado del condado, no hay duda de que Elsie se había tomado su tiempo para ir hasta allí.

Pero al menos está allí. Y el agente dijo “su abogada”, lo que con suerte significa que Elsie ha venido para ayudar.

—Garza —agrega el agente en voz más alta. Al escuchar su nombre, la compañera de celda de Elsie se despierta de nuevo—. Han pagado tu fianza. Vamos.

La mujer bosteza, se pone de pie y agita los dedos hacia Paris. Lleva las uñas pintadas del mismo color amarillo pelota de tenis que su vestido. Todavía parece borracha y casi choca con Elsie, que se aparta justo a tiempo. Elsie arruga la nariz por el olor que despide.

—Adiós, princesa —dice la mujer por encima el hombro antes de desaparecer por el pasillo.

Por fin, se permite que la abogada entre en la celda. Elsie mide poco más de un metro sesenta, pero tiene la personalidad de alguien de un metro ochenta. Lleva el cabello plateado cortado a la altura de la barbilla estilo bob, característico en ella, y viste como si hubiera quedado para comer con otras mujeres… en un crucero tropical. Los zapatos de tacón rosados combinan con la blusa rosa drapeada y la falda de flores, y el grueso y llamativo collar turquesa complementa sus ojos azules. Es un atuendo normal para ella.

Elsie tiene los ojos rojos e hinchados. No saluda ni le pregunta a Paris cómo está. Antes de tomar asiento, quita de un golpecito una partícula de suciedad en el banco.

—Pedí una sala de interrogatorios, pero están todas ocupadas. —La mujer mayor habla con tono enérgico—. Así que tendremos que conversar aquí. Aunque estemos solas, mantén la voz baja y la cabeza gacha todo el tiempo. Nunca se sabe quién está escuchando.

—Gracias por venir —susurra Paris.

Elsie no contesta. En cambio, abre el maletín y saca un cuaderno de rayas, sus gafas de cerca y un elegante bolígrafo negro y dorado con el nombre de su bufete grabado en un lado. Elsie es socia de la firma Strathroy, Oakwood y Strauss, y aunque ya no es una abogada penalista, solía serlo. Comenzó trabajando como abogada de oficio durante un par de años antes de pasarse a la práctica privada. Ahora se dedica a litigar y Jimmy siempre ha dicho que es una fiera en el tribunal.

Paris no está segura de cuánto puede ayudarla Elsie con su situación, pero agradece que la abogada al menos se haya presentado. La mujer siempre se mostró muy protectora con Jimmy, y desconfió de Paris desde un principio. La noche que se conocieron, Elsie había preguntado sin rodeos si la nueva novia mucho más joven que Jimmy estaba con él solo para conseguir el permiso de residencia. La abogada iba por su tercera copa de vino blanco en ese momento, pero aun así…

—Es como que ni siquiera se le ocurrió que ya soy ciudadana estadounidense —le había comentado más tarde a Jimmy enfadada—. ¿Me habría preguntado lo mismo si yo fuera blanca?

—Te lo preguntó porque está celosa. —Jimmy le apartó un mechón de cabello del rostro—. No tiene pelos en la lengua… salimos juntos cuando estábamos en la escuela secundaria. Yo era el payaso de la clase y ella era la mejor estudiante de la escuela, y le rompí el corazón cuando me mudé a Los Ángeles después de graduarme. No es nada simpática con mis novias al principio. Pero ya se le pasará. Siempre se le pasa.

Con el tiempo, Paris y Elsie aprendieron a tolerarse mutuamente, sobre todo una vez que descubrieron que coincidían en dos cosas importantes: ambas estaban preocupadas por el regreso profesional de Jimmy a los sesenta y ocho años (aunque por razones muy diferentes) y las dos le echaban toda la culpa de eso a Zoe. Si Paris consigue que Elsie crea que ella no mató a Jimmy, podría tener una oportunidad de lograr que todos los demás lo creyesen también.

—No maté a Jimmy —declara con brusquedad, incapaz de soportar el silencio por más tiempo.

—Si pensara que lo has hecho, no estaría aquí —responde Elsie con calma.

Paris suspira y se deja caer contra la pared aliviada. Pero su pelo se engancha en algo pegajoso, así que se endereza de nuevo.

Elsie saca la punta de su bolígrafo con un clic y prueba la tinta. Revisa sus gafas y usa el dobladillo de la blusa para limpiar una mancha. Sus manos no dejan de moverse, como si canalizara en ellas todo lo que siente, como si tuviera miedo de quedarse quieta porque eso la obligaría a terminar de procesar que algo terrible ha sucedido.

Porque algo terrible ha sucedido.

—Elsie, lo siento mucho…

—No tenemos mucho tiempo, así que hablemos de todo eso más tarde, ¿te parece? —A diferencia de sus manos, la voz de Elsie es firme—. Ahora mismo necesito que contestes todas mis preguntas con la mayor precisión posible. Nos reuniremos con la detective Kellogg en diez minutos. ¿Ha intentado interrogarte sin que yo esté presente?

—Pedí llamar a un abogado en cuanto llegué aquí —explica Paris—. Elsie, Jimmy tenía…

Elsie levanta una mano.

—Resérvalo para más tarde. Déjame hacer mi trabajo. Necesito que respondas todas mis preguntas.

Paris se calla.

—¿Has hablado con alguien desde que te arrestaron?

—No.

—¿Y desde que llegaste aquí?

—No.

—¿Qué hay de la pequeña Miss Sunshine, la mujer que acaba de salir?

—No he dicho nada a nadie.

—Bien. —La voz de Elsie vuelve a ser enérgica—. De acuerdo. Te han detenido por sospecha de homicidio, pero no es una acusación formal. Es un caso de muy alto perfil, así que no pueden permitirse el lujo de cometer errores. Por lo que he leído en el informe de la detención, todo lo que tienen es circunstancial. Estabas casada con Jimmy, vives en esa casa; es normal y esperable que estuvieras en el baño y… tocaras cosas. Ahora quiero que pienses bien. ¿Cuándo descubriste que Jimmy estaba muerto?

—Anoche —contesta Paris—. Acababa de volver de Vancouver…

—¿A qué hora?

—Eh, a las dos…, tal vez dos y media de la mañana. Muy tarde.

—¿Viniste en avión o en coche?

—En coche.

—¿O sea, que cruzaste la frontera alrededor de la medianoche?

—Yo diría que sí.

Elsie garabatea notas en su libreta.

—¿Y luego qué?

—Cuando llegué a casa, me di cuenta de que la alarma no estaba puesta. Pero eso es bastante normal porque la mitad de las veces Jimmy no se molesta en hacerlo. Ya sabes cómo es.

Elsie asiente sin levantar la vista.

—Subí directamente para irme a la cama. Jimmy siempre quiere que le avise cuando llego, sea la hora que sea, así que caminé por el pasillo hacia su dormitorio.

—¿Su dormitorio?

—Sí, su dormitorio.

Elsie levanta una ceja.

—¿Dormís en habitaciones separadas?

—Sí.

—¿Cuándo empezó eso?

—Siempre ha sido así —contesta Paris—. Ninguno de los dos duerme bien con otra persona en la cama. A Jimmy le da calor, así que no para de moverse, y yo me despierto con el más mínimo movimiento.

Jimmy se sentiría mortificado si alguien conociera su arreglo para dormir, pero no era para tanto. Lo que acababa de decirle a Elsie era cierto: ambos preferían dormir solos. No significaba nada, pero la gente siempre le asigna un significado a todo.

—Así que entraste en la habitación —retoma Elsie—. ¿La puerta estaba abierta o cerrada?

—No me acuerdo.

—Piensa.

Paris nunca ha visto a Elsie en modo abogada y, a decir verdad, da un poco de miedo. Es difícil conciliar esta versión de ella con la que Paris suele ver. En la fiesta de aniversario de Paris y Jimmy el mes pasado, la mujer estaba sentada sobre un elegante piano de cola con una copa de vino en una mano y un micrófono en la otra cantando “Si alguna vez te dejara”, de Camelot.

—La puerta estaba entornada —dice Paris—. No recuerdo haber girado el picaporte. Solo empujé.

—Continúa.

—Vi que la luz del baño estaba encendida…

—Espera, retrocede. ¿La cama estaba deshecha?

—No… —Paris se interrumpe—. No miré la cama. Vi la luz del baño y fui directa hacia allí.

—¿La puerta del baño estaba abierta o cerrada?

—Abierta, más o menos por la mitad. Cuando me acerqué, lo vi en la bañera.

—¿Y qué viste exactamente?

Paris respira profundamente y cierra los ojos. Puede ver a Jimmy tendido en la bañera. Lleva puestos pantalones cortos y una camiseta, y la cabeza está inclinada hacia un lado en un ángulo extraño. Tiene los ojos abiertos. Un brazo cuelga sobre el borde de la bañera, que está medio llena de agua roja. Excepto que no es solo agua. Es sangre. Mucha sangre.

—Estaba en la bañera. —Su propia voz le suena distante—. Parecía muerto, pero no estaba segura. Me acerqué deprisa y le presioné la muñeca, y luego el cuello. No tenía pulso. Su piel estaba fría.

Y hubo gritos. Muchos gritos. Que salían de ella.

Elsie cierra los ojos por un instante.

—¿Podrías decir cómo murió?

—No. Había demasiada sangre para poder verlo.

—¿Y entonces qué hiciste?

—Traté de levantarlo.

Elsie alza la vista de su bloc de notas.

—¿Por qué?

—Sé que no tiene sentido, pero… No quería dejarlo ahí. —Paris mira hacia otro lado—. Pero pesaba mucho y no podía agarrarlo bien. Cuando intenté sacarlo, se me resbaló y el agua de la bañera salpicó por todas partes, por todo el suelo, y a mí.

—¿Qué hiciste luego?

—Sentí que mi pie tocaba algo y, cuando miré hacia abajo, vi algo brillante. Me incliné para recogerlo… y entonces debí de resbalar, porque no recuerdo nada después de eso.

—El informe dice que te golpeaste la cabeza.

—Supongo que sí. —Paris se toca el apósito de la frente—. Todo lo que sé es que, cuando desperté, tenía la cara sobre el suelo y había salido el sol. Había sangre por todas partes. Alguien estaba gritando y oí mi nombre. Me incorporé y vi que había agentes de policía al otro lado de la puerta del baño. Cuando intenté ponerme de pie, los agentes desenfundaron de inmediato.

—El informe dice que tenías una navaja de afeitar en la mano.

—No me di cuenta hasta que me lo dijeron. —Paris mira a Elsie—. La detective dijo: “Señora Peralta, por favor, baje el arma”, y yo miré hacia abajo y vi la navaja en mi mano. Traté de explicar que no era un arma, que solo era una de las navajas de afeitar de Jimmy, pero no me salían las palabras.

—El informe dice que la estabas moviendo. —Elsie enarca una ceja—. La palabra que utilizaron fue “blandiendo”.

—Por el amor de Dios, no era mi intención —exclama Paris con impotencia—. Entiendo que quizás eso es lo que parecía. La cabeza me latía con fuerza y me costaba oír porque Zoe no paraba de gritar. Cuando me dijeron: “Suelte la navaja”, lo hice. Pero no me quitaban los ojos de encima, como si yo hubiera salido de una película de terror. Fue entonces cuando me vi en el espejo. Parecía Carrie en el baile de graduación.

—¿Qué pasó después?

—Uno de los policías me dijo que me girara despacio. Me esposó y me leyó mis derechos. Cuando me sacaron del dormitorio, Zoe estaba al pie de las escaleras, todavía gritándome, preguntándome cómo podía haberlo hecho, cómo podía haber matado a Jimmy. Y entonces la detective me preguntó: “Señora Peralta, ¿mató usted a su esposo?”.

—¿Y tú contestaste…?

—Dije: “No me acuerdo”.

Elsie suspira; las líneas en su frente se hacen más profundas.

—No fue la mejor elección de palabras.

—Es lo primero que me salió. —Paris puede oír la desesperación en su propia voz—. Elsie, creo que Jimmy se suicidó. Sé que puede sonar como una locura, pero…

—En realidad, no lo es. —Elsie deja el bolígrafo y mira a Paris a los ojos—. Solo que nunca pensé que lo intentaría otra vez.

Paris se queda con la boca abierta.

—¿Otra vez?

—¿Nunca te lo dijo?

“No, no lo hizo”.

—Solo me contó lo de las sobredosis.

—Fue hace mucho tiempo, alrededor de un año después de que terminara El Príncipe dePoughkeepsie. Poco después de que muriese su madre. —Los ojos de Elsie están húmedos—. Dejó una carta de despedida. La verdad es que no me sorprende que no te lo dijera. Le daba mucha vergüenza. Estuvo una semana en el hospital. Nos las arreglamos para que la prensa no se enterara. Fue… una época difícil.

—No vi ninguna carta.

—Me aseguraré de que el equipo forense sepa que debe buscarla. —El rostro de Elsie es imposible de descifrar mientras anota en su libreta—. Pero voy a ser sincera contigo, Paris. Esto no pinta bien. Sin testigos ni carta, es probable que apunten a un homicidio. Jimmy tenía la arteria femoral cortada. Van a decir que es un lugar inusual para que se cortara él mismo, porque lo es.

Paris se hunde en el asiento.

—Pero tenemos algo bueno a nuestro favor —agrega Elsie, pero, antes de que pueda decirle a Paris de qué se trata, el agente regresa.

Ambas mujeres levantan la vista cuando la puerta de la celda se abre de nuevo.

—La detective Kellogg se reunirá con ustedes en la sala tres —les informa.

Elsie recoge su maletín.

—Responde a todas sus preguntas a menos que yo te indique lo contrario. En ese caso, deja de hablar. De inmediato.

—Entendido.

Mientras siguen al agente por el pasillo, a Paris le tiemblan las manos. Por fin está empezando a asimilarlo todo. Jimmy está muerto. No estará en casa cuando ella llegue. No le preguntará si tiene ganas de cocinar algo para la cena o si prefiere que él prepare un salmón o filetes a la parrilla. No le besará la cabeza y le dirá: “Lo que tú quieras está bien para mí, nena”.

El esposo de Paris podrá no haber sido el gran amor de su vida —ese honor le sigue perteneciendo a alguien que conoció hace años, en otra vida, cuando ella era una persona muy diferente—, pero Jimmy Peralta era su amor de esta vida, la que había construido sobre las cenizas de la anterior.

Ahoga un sollozo justo cuando llegan a la sala tres. Una voz flota en su mente, la intrusa no deseada de siempre, la serpiente en su cerebro que suele desenrollarse en los peores momentos.

“Eres una completa inútil. Deja de llorar o te daré otra paliza”.

CAPÍTULO 4

Ahora que están sentadas una frente a la otra, Paris se da cuenta de que la detective Kellogg es guapa, más parecida a una actriz que interpreta a una detective en la televisión que a una detective de verdad. Su larga coleta rubia rebota cuando asiente con la cabeza, lo cual ocurre a menudo.

—Me sorprende que la represente —le dice a Elsie—. Tengo entendido que usted y el fallecido eran buenos amigos, ¿no es así? Debe de creer realmente que ella no lo hizo.

—Porque no lo hizo —afirma Elsie.

—¿Sabe? Antes de que entremos en todo eso, ¿dónde estuvo usted anoche, señorita Dixon? —La voz de Kellogg es amable.

Al igual que Elsie, tiene un bloc de notas abierto delante de ella, pero el suyo es pequeño, cabría en su bolsillo trasero. La detective golpea la mesa con su lápiz.

—¿Me está preguntando a mí dónde estuve anoche?

La detective sonríe.

—Les estoy preguntando a todos los que conocían a Jimmy Peralta. Puede que usted sea la abogada de la señora Peralta, pero era la mejor amiga del señor Peralta. O eso nos han dicho.

Elsie intercambia una mirada con Paris y suspira.

—Salí a cenar con unos amigos y estuve hasta eso de las nueve. Le daré sus nombres y el nombre del restaurante encantada. Volví a casa cerca de las nueve y media y me fui directa a la cama.

—¿Cuándo fue la última vez que vio al señor Peralta? —Kellogg sigue dirigiendo sus preguntas a Elsie.

—La semana pasada. El lunes, creo.

—Fue el martes —la corrige Paris—. Iba a dar la clase de la mañana cuando tú llegaste.

La abogada asiente.

—Tienes razón, el martes. Jimmy y yo fuimos a desayunar juntos.

—De acuerdo. —Kellogg parece satisfecha—. Se lo pregunto porque escuchamos su voz en el casete que sacamos del equipo de música portátil del señor Peralta que estaba en el baño. No fue fácil encontrar un reproductor para escucharlo, pero sí, su voz quedó grabada diciendo algo sobre tener planes.

—A Jimmy le gusta ensayar sus chistes en el baño delante del espejo —aclara Paris. Su mente evoca una imagen de su marido gesticulando como un loco frente al espejo del baño y siente una fuerte punzada de dolor—. Utiliza su viejo radiocasete para practicar.

—Los fabricantes de casetes sobreviven gracias a él —acota Elsie.

—Ahora se puede grabar con una aplicación del móvil —sugiere Kellogg—. ¿No sería más práctico usarlo?

Paris y Elsie resoplan al mismo tiempo.

—¿Qué? —pregunta la oficial mirando a una y otra mujer—. ¿Qué tiene de gracioso?

—Jimmy tenía espíritu de viejo, detective —explica Elsie—. Usó un móvil con tapa hasta hace cuatro años y todavía tiene un vídeo en la sala de estar. Entonces, ¿soy sospechosa?

—De momento no, pero todo es posible. —Kellogg sonríe y se gira hacia Paris—. Ahora es su turno. Según Zoe Moffatt, la asistente de su marido, usted tenía previsto estar fuera el fin de semana. ¿Adónde fue?

Paris mira a Elsie, que asiente.

—Fui en coche a Vancouver —responde Paris—. A la Convención y Exposición International Yoga.

—¿Con quién fue?

—Sola.

—¿Dónde se alojó?

—En el Pan Pacific.

—¿Cuánto tiempo permaneció allí?

—Desde el jueves por la tarde hasta anoche.

Kellogg abre la carpeta que hay junto a su libreta de notas y hojea los documentos.

—¿Y a qué hora se marchó de Vancouver?

—Llegué a casa poco después de las dos de la mañana, quizá más cerca de las dos y media.

La detective sonríe.

—Eso no es lo que le he preguntado. Le he preguntado a qué hora se marchó de Vancouver. Según el hotel, reservó la habitación para tres noches. ¿Por qué se fue antes?

—No me interesaba asistir a ninguna otra mesa redonda.

—¿Qué importancia tiene esto? —pregunta Elsie de malos modos—. Estoy segura de que la patrulla fronteriza puede enviar fotos del coche en el momento en que entró de nuevo en los Estados Unidos. O también se podrían revisar las cámaras de vigilancia en el parque que está enfrente de su casa.

—El parque es más bien un mirador y hay solo dos cámaras cerca. Una de ellas no funciona y la otra apunta hacia la ciudad, no hacia las casas de detrás.

—Está de broma, ¿no? —dice Paris.

—No te preocupes —la tranquiliza Elsie, pero está concentrada en la detective—. Este es un caso bastante claro de suicidio, detective Kellogg. Jimmy Peralta tenía un largo y bien documentado historial de adicciones y depresión, incluido un intento de suicidio hace años.

—Tal vez lo sea —admite Kellogg—. Pero hay algo que no encaja: Zoe Moffatt, que tiene su propio código para abrir la puerta principal, entró en la casa esta mañana porque ella y Jimmy tenían una reunión programada a las diez. Cuando el señor Peralta no bajó a la hora prevista, ella lo llamó, y cuando nadie contestó, revisó el garaje para ver si estaba el coche. Y estaba, junto al de la señora Peralta, quien se suponía que todavía se encontraba en Canadá. La señora Moffatt volvió a llamarlo, pero siguió sin obtener respuesta. Preocupada porque ninguno de los dos respondía, subió las escaleras para mirar en el piso de arriba y fue entonces cuando encontró a su jefe muerto en su propia bañera y a la señora Peralta en el suelo junto a él, cubierta de sangre y con el arma homicida en la mano.

—Excepto que no es el arma homicida porque no se trata de un homicidio —aseveró Elsie—. Y aún no se ha confirmado que la navaja de afeitar sea lo que, de hecho, causó la muerte de Jimmy. Solo se presupone que lo es porque estaba en el baño. La primera estimación del médico forense es que la muerte ocurrió entre las nueve y las doce de la noche. Mi clienta no estaba ni cerca de la casa a esa hora. Se lo repito, ¿por qué no le pide a la patrulla fronteriza que le envíe fotografías de la hora en la que mi clienta cruzó la frontera para que todos podamos irnos a casa?

—Al parecer, la patrulla fronteriza sufrió algún tipo de fallo técnico anoche, así que no pueden confirmar nada todavía. —La detective le habla a Elsie, pero está observando a Paris—. Y hasta que no lo solucionen, no sabremos dónde estaba su clienta en el momento en que su esposo fue asesinado.

—Pueden revisar sus registros telefónicos —sugiere Elsie.

“Mierda”.

—Y lo hemos hecho. —Kellogg se echa hacia atrás y se dirige a Paris directamente—. Pero parece que todo el fin de semana que usted estuvo afuera, su móvil no salió de la casa.

—Me lo dejé olvidado. —Paris se esfuerza por mantener la compostura. Cuando se miente, siempre es mejor no apurarse ni dar demasiadas explicaciones—. Estaba casi en la frontera cuando me di cuenta de que no lo tenía.

—¿O sea, que estuvo todo el fin de semana sin teléfono?

—Sí. —Otra mentira. Paris no parpadea.

La detective sonríe.

—Bueno, eso la convierte en la persona más desafortunada del mundo.

—¿De verdad va a detenerla por eso? —O Elsie es una gran actriz o realmente está atónita. Paris apuesta por lo primero.

—He detenido a sospechosos de homicidio por mucho menos —explica Kellogg—. Porque es un homicidio, abogada. Su clienta es casi treinta años más joven que su marido, quien casualmente era un hombre muy famoso y muy rico.

—¿Y? En su testamento, Jimmy deja casi todo a instituciones de caridad. Lo sé mejor que nadie. —Elsie se cruza de brazos—. Yo lo redacté. Mi clienta no tenía ningún motivo para matar a su marido.

—Que nosotros sepamos. Acabamos de iniciar la investigación, y tenga por seguro que no dejaremos piedra sin remover. —La detective esboza otra sonrisa hacia Paris—. Es usted un poco misteriosa, ¿sabe? Me genera ganas de… indagar.

Una hoguera de miedo se enciende en el estómago de Paris, que tiene que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no demostrarlo.

—No podemos olvidar tampoco su curiosa confesión después de que los oficiales la detuvieran —añade Kellogg.

—¿Se refiere a las pocas palabras sin sentido que pronunció después de golpearse la cabeza? —se burló Elsie—. Eso no es una confesión, es confusión. Déjela ir a casa para que pueda llorar a su marido como es debido.

—Sí, en cuanto a eso… —La detective ladea la cabeza y su coleta se balancea detrás de ella—. ¿Está usted siquiera triste, señora Peralta? Porque la verdad es que no lo parece.

Elsie le pone una mano en el brazo.

—No respondas…

—La forma en que yo elija hacer mi duelo no es asunto suyo —replica Paris, ignorando a su abogada—. Siento no encajar en cómo se supone que debe actuar una viuda acongojada a pocas horas de haber sido acusada de asesinar a su marido. La próxima vez, leeré por adelantado el memorando que detalla los comportamientos adecuados y me aseguraré de ensayarlos antes.

La sonrisa de Kellogg persiste, y ella da unos golpecitos en su bloc de notas.

—Cuénteme con exactitud cómo lo encontró.

Paris repite la misma historia que le contó a su abogada y descubre que es mucho más fácil la segunda vez.

—Dígame, señora Peralta —propone la detective cuando Paris termina—. Si su marido se quitó la vida, de lo cual ambas están tan seguras, ¿por qué cree que se cortó la pierna? ¿Por qué no las muñecas? Eso es lo que haría la mayoría de la gente.

—Yo puedo responder eso —interpone Elsie con seguridad, y Paris se vuelve hacia ella con sorpresa—. Cuando Jimmy intentó suicidarse antes, se cortó en el brazo. Obviamente, no se murió. Pero la cicatriz que recorría la mitad de su antebrazo siempre le molestó.

—¿Así fue como se hizo esa cicatriz? —le pregunta Paris a Elsie—. A mí me contó que había atravesado el cristal de una ventana mientras estaba drogado.

—Eso es verdad. Pero no fue así como se hizo esa cicatriz.

Paris se reclina en la silla. ¿Qué más ignora sobre el pasado de Jimmy? Parece que su marido tenía tantos secretos como ella.

—En mi opinión, tiene sentido que eligiera un lugar de su cuerpo que pudiera ocultar con facilidad. —Elsie vuelve a centrar la atención en la detective Kellogg—. Habría sido la forma de protegerse en un futuro en caso de que sobreviviera.

—Si no lo supiera, podría pensar que su mujer era usted, ya que lo conoce tan bien —le dice Kellogg a Elsie, y se vuelve hacia Paris—. De todos modos, tenemos mucho tiempo para armar el rompecabezas. Nunca se sabe lo que puede surgir en uno o dos días.

A Paris le arde el estómago.

—Hemos terminado —anuncia Elsie.

—Ya me lo imaginaba —replica la detective.

Elsie se levanta para aporrear la puerta. Kellogg se queda sentada, sin dejar de observar a Paris fijamente, como si tratara de entenderla. Bueno, la detective “Cereales Azucarados” puede intentarlo todo lo que quiera, pero hasta ahora nadie lo ha hecho.

—¿Cuánto tiempo más tengo que quedarme aquí? —le pregunta Paris a Elsie mientras siguen a un agente de regreso a la celda.

—Pueden retenerte hasta setenta y dos horas; cumplido ese plazo, deben acusarte formalmente o dejarte ir.

—¿Tres días? —Paris aprieta el brazo de su abogada—. Elsie, no puedo quedarme aquí tanto tiempo.

—No será tanto tiempo. —Elsie le da unas palmaditas en la mano—. Volveré más tarde. Por ahora, mantente tranquila. Y, recuerda, ni una palabra a nadie. Pronto probaremos lo que pasó.

Llegan a la celda y, al ver las paredes sucias a través de los barrotes, Paris siente una repentina punzada de claustrofobia. Daría cualquier cosa por no tener que volver a entrar ahí, y si ahora se siente así, ¿cómo hará para sobrevivir a la cárcel? No se atreve a entrar hasta que el agente le pone una mano en la espalda y la empuja hacia adentro. La puerta se cierra.

—Paris —dice Elsie con voz entrecortada, y Paris se gira—. ¿Por qué Jimmy no me contó que estaba pasando un mal momento? Siempre me lo contaba todo. ¿Cómo no me di cuenta? Si lo hubiera sabido, podría haber… —Se le hace un nudo en la garganta.

Paris extiende una mano a través de los barrotes.

—Conocías a Jimmy mejor que nadie y sabes lo difícil que era para él admitir que necesitaba ayuda. Zoe estaba en casa casi todos los días y ni siquiera ella se dio cuenta. ¿Cómo ibas a saberlo tú?

Elsie asiente con la cabeza y le aprieta un poco la mano antes de soltarla. Paris sabe que lo que acaba de decir ha hecho que la otra mujer se sintiera mejor, y en gran medida, es verdad. Era imposible que Elsie y Zoe supieran que Jimmy tenía problemas.

Porque Paris tampoco lo sabía.

* * *

Después de que Elsie se marchara, Paris vuelve a llamar a Henry.

—No sé cuánto tiempo voy a estar aquí. Lo siento, sé que eso te pone en un aprieto.

—Me las arreglaré —le asegura, pero ella detecta más ansiedad en su voz que antes—. Aquí todos te apoyan. Algunos clientes me han hecho preguntas después del vídeo de la detención, pero les he recordado a todos que una detención no es lo mismo que ser acusado.

—Dudo que la mayoría de la gente entienda la diferencia. Pero gracias.

Se despiden y cuelgan.

Es un buen hombre ese Henry Chu, y Paris sabe lo afortunada que es por tenerlo como socio y director del centro. Diez años atrás, entró en Ocean Breath por primera vez, estresado y agotado por un trabajo de programador en Amazon que le estaba haciendo subir la tensión. Por aquel entonces, Paris todavía estaba en el barrio de Fremont, en un pequeño estudio en el segundo piso de un edificio comercial de poca altura que albergaba una tienda de bisutería, la oficina de un investigador privado y un vidente que trabajaba solo los viernes. Henry se adaptó al yoga como un pez al agua y practicaba cinco días a la semana. Al cabo de unos meses, al notar que a Paris le costaba atraer nuevos clientes, le sugirió que publicara cupones descuento en Groupon, y la clientela de Ocean Breath empezó a crecer.

Con el tiempo, Henry se marchó de Amazon con una generosa indemnización. Cuando el sistema de reservas del centro colapsó, se ofreció a entrar como socio y a desarrollar uno mejor. Paris aceptó con gusto la oportunidad de incorporarlo. Esto supuso un enorme alivio financiero para el centro y permitió a Paris tener más tiempo para enseñar. Luego trasladaron Ocean Breath a su actual ubicación, un espacio magnífico cerca de Whole Foods, que atrajo a una clientela totalmente diferente.

Paris conoció a Jimmy en el nuevo local. Al menos esa fue la historia que acordaron contar a la gente. Nadie la cuestionó porque a nadie le importaba. ¿Comediante retirado se casa con una instructora de yoga? Nada que fuera digno de Entertainment Tonight. Jimmy no había estado “en el candelero” desde hacía un tiempo, y a Paris eso le venía muy bien.

Y entonces Zoe lo estropeó todo.

En algún momento, la mujer que había sido la asistente personal de Jimmy durante muchos años había empezado a actuar más como su representante. Zoe había trabajado para él en Los Ángeles durante años, y cuando Jimmy decidió por fin dejar el mundo del espectáculo para siempre, lo ayudó a vender sus dos propiedades en California y a encontrar una casa nueva en su ciudad natal, Seattle. Se suponía que solo se quedaría un par de semanas hasta que él se instalara, pero Zoe nunca volvió a Los Ángeles. Ella, simplemente, se quedó. Así que siguió trabajando para Jimmy. Atendía sus llamadas, gestionaba su página web y se encargaba de los correos electrónicos y la correspondencia de sus admiradores. Programaba la limpieza y las reparaciones de la casa, pagaba las facturas y llevaba el coche al taller. También hacía las compras, los recados y hasta sacaba la basura y el contenedor de reciclaje todas las semanas.

Cuando Paris conoció a Jimmy, Zoe pasaba en la casa tal vez dos días a la semana. Pero desde que Quan había entrado en escena, estaba casi todos los días: entraba y salía a su antojo, dejaba sus barritas de cereales en los armarios y su kombucha en la nevera, algo que ponía de los nervios a Paris.

—No seas tan dura con la chica —le pidió Jimmy cuando Paris se quejó de la presencia constante de la asistente—. Se ocupa de todo lo que yo no quiero hacer. Si pudiera pagarle para que fuera al dentista por mí, créeme, lo haría. ¿Y crees que yo sé algo sobre esta mierda del streaming? La necesito.

Zoe no es una “chica”. Tiene treinta y cinco años. Y deseaba el regreso de Jimmy incluso más que él. Todo lo que él quería era volver a contar chistes; fue Zoe quien lo empujó al siguiente nivel. Quan había lanzado el primer especial de comedia de Jimmy en más de una década hacía un par de meses. Les había ido tan bien que le habían pedido un tercer programa, aun cuando la emisión del segundo estaba prevista para dentro de un mes. Jimmy no quería hacer un tercer especial. Pero Zoe sí, y lo había presionado para que firmara el contrato.