Crecer en el asombro - Miguel Salas - E-Book

Crecer en el asombro E-Book

Miguel Salas

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Beschreibung

El asombro es una poderosa emoción que hemos olvidado en un mundo acelerado y saturado de estímulos. Sin embargo, es fundamental para enriquecer nuestra vida, fortalecer nuestras relaciones y redescubrir el placer de aprender y enseñar. Miguel Salas, apoyado en reflexiones de grandes pensadores y los últimos descubrimientos científicos, nos guía para recuperar esta emoción esencial. Con ejercicios prácticos y un enfoque accesible, Crecer en el asombro es una invitación a transformar nuestra forma de vivir y educar, enseñándonos a mirar el mundo con ojos nuevos ya transmitir esta habilidad a las próximas generaciones.

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Seitenzahl: 244

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Crecer en el asombro

La emoción olvidada

Miguel Salas Díaz

Primera edición en esta colección: abril de 2025

© Miguel Salas Díaz, 2025

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2025

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 979-13-87568-61-0

Diseño de cubierta: Arantxa Álvarez

Fotocomposición y realización de cubierta: Grafime S. L.

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

A mis abuelos, Santa, Tilde, Pedro y Diego; a mis padres, Flor y Miguel; a mis hermanos, Sara y Pedro; a mi cuñada, Estela; a mis sobrinos, Carmen y Pedrito; a todos mis tíos y primos. Gracias a vosotros conozco el asombro.

A Mar, por volverlo todo infinitamente mejor, cada día, y abrir un futuro que no creía posible.

Sois lo mejor que tengo.

El mundo está lleno de maravillas, lo que falta es la capacidad de asombro.

G. K. Chesterton

Pidámosle a María la gracia del asombro ante el Dios de las sorpresas. […] La vida sin asombro se vuelve gris, rutinaria.

Papa Francisco

Índice

Introducción

1. ¿Qué es eso del asombro?

2. Beneficios del asombro

3. Los diferentes caminos del asombro

4. Los velos que ocultan el asombro. Qué son y cómo quitárselos

5. El asombro y la educación

6. Un viaje asombroso

Agradecimientos

Bibliografía

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Epígrafe

Índice

Comenzar a leer

Agradecimientos

Bibliografía

Colofón

Introducción

Hace algo más de diez años, tuvo lugar un suceso que cambió mi vida por completo, definitivamente y a todos los niveles: mi sobrina Carmen vino al mundo. Si eres madre, o padre, pensarás que estoy exagerando, pero para alguien sin hijos convertirse en tío es una de las cosas más importantes y bonitas que te pueden pasar en la vida.

El embarazo de mi cuñada fue, con toda probabilidad, el más corto de la historia, o eso nos pareció a todos. Por razones médicas poco frecuentes que no viene al caso comentar, ella y mi hermano tardaron algunos meses en darse cuenta de lo que estaba sucediendo, y, además, el parto se adelantó unas semanas. Apenas habíamos tenido tiempo de hacernos a la idea cuando Carmen ya estaba aquí, como caída del cielo.

Qué fácil resulta decir algo así; con qué naturalidad afirmamos de alguien que es, o que está aquí, con nosotros. Damos por sentada la existencia de nuestros padres, hermanos y amigos, quizá porque nos hemos acostumbrado a su presencia, que, sin embargo, me parece algo excepcional: si nos ceñimos a lo estrictamente matemático, ¿qué probabilidades hay de que ellos, precisamente ellos, existan?

Por el contrario, la llegada de un bebé nos sacude de ese letargo y nos pone a todos ante el misterio más grande de la vida: alguien que hace un instante no era, que tenía muchas posibilidades de no haber sido, ahora es. Y, de golpe y porrazo, de manera rotunda e inapelable, se convierte en uno de los ejes alrededor de los cuales gira nuestra existencia. El amor otorga importantes derechos a esa personita que, pese a ello, aún no sabe quiénes somos nosotros. Es algo inmenso y, a la vez, minúsculo; completamente natural y milagroso al mismo tiempo.

Recuerdo la noche en la que Carmen nació. Cuando llegamos al hospital, mi cuñada ya estaba dando a luz por cesárea. Mi hermano estaba muy asustado. Al verlo, sentí, más que nunca, que lo quería incondicionalmente (quizás estaba siendo un poco egoísta: al fin y al cabo, estaba a punto de hacerme el mayor regalo que me han hecho jamás). Mi hermana y mis padres estaban allí también y, por un instante, la conexión que existe entre nosotros, la que nos convierte en una familia, se hizo casi palpable.

Era como si la luz que nos iluminaba fuera de una naturaleza distinta, como si bajo su halo pudiéramos ver la vida de un modo más intenso, más pleno y puro, un modo en el que las distracciones y los problemas cotidianos habían desaparecido para que pudiéramos centrarnos en lo fundamental: el amor que nos unía a todos y que nos conectaba, ya para siempre, con esa niña a la que no habíamos visto todavía. Daba igual cómo fuera: lo importante es que era. Recuerdo pensar: «Va a nacer alguien único e irrepetible. Antes de ahora, no ha habido nadie como ella, y tampoco existirá después». Segundo a segundo, el sentimiento de formar parte de la Vida en toda su plenitud iba en aumento.

Cuando la vi, algunas horas más tarde, en su incubadora, chiquitita, desvalida, absoluta y perfectamente viva, me puse a llorar. Allí, delante de mis ojos incrédulos, Carmen existía. Y supe de inmediato que, pasara lo que pasara, la querría siempre. Al contemplarla, aquel maravilloso sentimiento de conexión con mi familia creció exponencialmente: entendí, de repente, que formaba parte de algo mucho más grande e importante que mi persona; de un linaje antiquísimo que se perpetuaría cuando yo estuviera muerto; aún más allá, de una humanidad que se prolongaba hacia el origen de la existencia y hacia el final de todo lo creado; y, más allá todavía, de la fuerza secreta y expansiva de la Vida, a la vez frágil y poderosa.

Sin embargo, la verdad predominante al contemplar a mi sobrina fue el amor absoluto que todavía hoy siento por ella, y que sentiré siempre. En aquel momento —en el que todavía no había volcado sobre su breve existencia mis expectativas, ilusiones, creencias y prejuicios, y tampoco la gran cantidad de recuerdos que hoy atesoro, pero que me condicionan cuando nos reencontramos en vacaciones y observo, perplejo y momentáneamente triste, que ha crecido y que es (pero ya no es) la niña con la que jugaba unos meses atrás—, la vi tal y como era, en su esencia, verdad perfecta y única. Durante unos segundos, Carmen me permitió vislumbrar la eternidad que habita dentro de todo lo que existe.

Cuando salí de la maternidad y me reuní con mi familia —como el bebé estaba en la incubadora, solo podíamos visitarla de uno en uno—, yo ya no era la misma persona que había entrado allí. Hoy, han pasado diez años y la vida ha vuelto a acumular sobre mis días el polvo y el cansancio que el nacimiento de mi sobrina sacudió de repente. Quizá sea inevitable (¿sería posible vivir en el perpetuo estado de exaltación y lucidez que experimenté aquella noche?), pero el recuerdo de aquel primer encuentro con Carmen permanece en mi corazón como un faro que no se apaga. Me basta pensar en aquel cuerpo frágil y rosa, tan pequeño que casi hubiera cabido en mi mano abierta, para experimentar de nuevo un eco del asombro fulminante que me cambió la vida para siempre.

Porque lo que me sacudió aquella noche de 2014, en el hospital Arquitecto Marcide de Ferrol, fue el asombro que mi sobrina me trajo debajo del brazo. Asombro, que es nuestro modo de relacionarnos con el Misterio.

Bien pensado (y para lo centrados que últimamente estamos todos en atender a nuestras emociones), hablamos bastante poco del asombro. Sin embargo, es algo que todos buscamos a lo largo de este extraño viaje que es la vida, aunque sea de modo inconsciente. Puede que no nos levantemos cada mañana pensando en asombrarnos (y, como veremos en este libro, nos equivocamos al no hacerlo), pero bien que lo reconocemos cuando lo experimentamos: «¡Ah, era esto! De pequeño me sucedía con frecuencia, pero he ido olvidándolo poco a poco». No en vano, filósofos de la talla de Platón, Aristóteles, Kant, Burke o Heidegger le han dedicado importantes reflexiones; y poetas como Wordsworth y Blake (que se cuentan, casualmente, entre mis favoritos), algunos de sus mejores versos.

El asombro es patrimonio humano, y todos nacemos abiertos por completo a él. ¿Has visto alguna vez a un niño jugando con un cachorrito de perro? ¿Y qué me dices de la cara que ponen cuando entienden, aunque sea de forma confusa, que todos los regalos que hay junto al Belén han sido traídos desde el Lejano Oriente y depositados allí, para ellos, por los mismísimos Reyes Magos? ¿Y la emoción que les producen el cielo estrellado, las olas del mar, los brincos imposibles de un saltamontes, el paso de un tractor?

Sin embargo, y por razones que analizaremos en estas páginas, nuestra capacidad de asombro se va atrofiando. Todos lo hemos experimentado, ¿o soy el único que ha dejado de ver la vida como si fuera un milagro? Es como si se nos hubiera acabado el depósito de asombro con el que vinimos al mundo, y nadie nos enseñara cómo y dónde podemos repostar. El caso es que vivimos rodeados de motivos para asombrarnos, motivos que se ofrecen en todo momento, como las moras a la orilla de un camino; somos nosotros los que, por numerosas razones que discutiremos más adelante, hemos dejado de verlas. Ya se sabe: si uno va con prisa, pensando en sus problemas, con los oídos tapados por unos auriculares y los ojos y los dedos ocupados en responder mensajes en su móvil, no ve, ni oye, ni toca lo que tiene alrededor, y, cuando se acaba el verano, no ha probado ni una mora.

La ciencia nos dice que las primeras experiencias de asombro se dan a partir de los cinco o seis años, y que la época más fértil abarca hasta los veinte. Después de un valle de más de cuarenta años, la predisposición a asombrarnos vuelve a nosotros a partir de los sesenta y cinco, más o menos. Tiene sentido: quizás a partir de esa edad nos permitamos a nosotros mismos volver a mirar la vida con los ojos de un niño, pero lo preocupante es que, durante un periodo larguísimo de nuestra vida, la mayoría de nosotros pierde contacto con la maravilla. ¡Pero si en nuestra infancia nos pasábamos el día de asombro en asombro! Dice Chesterton, con mucha razón, que «un niño de siete años se emociona al oír que Juanito abrió una puerta y vio un dragón. En cambio, a un niño de tres años le basta que le cuenten que Juanito abrió una puerta». Así es; y qué hermoso es el mundo cuando lo vemos con esos ojos.

Es una pena que de adultos no sepamos conservar la capacidad de asombro con la que fuimos bendecidos al nacer. El asombro es el origen de gran parte de la cultura humana: innumerables piezas musicales, cuadros, edificios, mitos y poemas han nacido de un hombre o una mujer asombrados ante la maravilla de la vida. ¿Qué escuchaba Bach mientras componía sus Pasiones? ¿Qué vio Van Gogh en unos humildes girasoles o en el cielo estrellado? ¿Qué movía a Gaudí cuando imaginaba su Sagrada Familia?

Además, el asombro nos ayuda a experimentar de una manera profunda y plena los grandes hitos de la vida: el nacimiento y la muerte, el gozo y el dolor, el amor en todas sus facetas; por otra parte, es capaz de dar sentido y brillo a la monotonía: la mirada asombrada perfora la apariencia convencional de la vida y nos muestra su esencia, que convierte lo habitual en excepcional y lo oscuro en luminoso. En definitiva, el asombro amplía los horizontes de nuestra existencia y construye un puente que nos une a la maravilla de estar vivos. Como escribió el neuropsicólogo Paul Pearsall: «Mediante el asombro, la vida nos proporciona la posibilidad de pensar de forma diferente y más profunda sobre ella».

Si el asombro nos permite pensar, y sobre todo vivir la vida de un modo diferente y más profundo, es importante que hablemos sobre él. ¿Cómo podemos definirlo con precisión, qué experiencias pueden llevarnos a sus puertas? ¿Existe algún modo de propiciar el asombro? ¿Cuáles son sus beneficios contrastados? ¿De verdad puede ayudarnos a dotar de sentido a nuestra existencia?

Este libro intenta buscar respuestas a todas estas preguntas, pero permíteme aclarar algo antes de que comiences a leerlo: no estás ante un manual de autoayuda. En estas páginas no encontrarás recetas mágicas ni promesas vanas, sino una reflexión sincera, inacabada, abierta y práctica sobre el asombro, de la mano de filósofos, escritores, psicólogos y científicos. Quizá te ofrezca la posibilidad de reevaluar ciertas prioridades y de plantearte qué puedes modificar, suprimir o mejorar en tu vida para vivir abierto a la maravilla de la existencia.

Sé lo que piensas, y es cierto: no lo tenemos fácil. El mundo moderno parece diseñado para alejarnos del asombro. El ajetreo, las prisas, el narcisismo, las distracciones, el ruido, la polarización, el consumismo, la cultura social que nos dirige al exceso de trabajo y al entretenimiento superficial, conforman una realidad exactamente opuesta a la que propone este libro. Y son un enemigo poderoso, pues nos impiden detenernos en los regalos de la vida el tiempo suficiente como para que su verdadera naturaleza se nos revele y nos maraville. Las consecuencias son bien tristes. Como dice el poeta polaco Adam Zagajewski: «La amputación radical de lo sublime tiene que conducir irremediablemente a un paisaje donde pueden existir ordenadores que juegan al ajedrez, pero no personas vivientes».

De acuerdo: quizá nos hemos puesto demasiado negativos, y eso es algo que no nos podemos permitir. Aunque estemos nadando a contracorriente, no debemos rendirnos: el asombro es, en última instancia, una experiencia que no podemos forzar, pero la práctica diaria y el modo en que entendemos la vida pueden favorecer mucho su llegada. Además, no tenemos que ir a la tienda de deporte a dejarnos el sueldo: contamos con toda la equipación que necesitamos. Tampoco nos hace falta viajar al otro lado del mundo para encontrar una mina de asombro, porque está dentro de nosotros. Mira, si no, a los niños que tienes cerca: tú fuiste como ellos. Esa capacidad que tienen para maravillarse también es tuya y, aunque la hayas olvidado, permanece dormida en lo más profundo de tu corazón. La pregunta que debes contestarte es muy sencilla: ¿quieres recuperar el don del asombro?

Si la respuesta es afirmativa, este libro puede ayudarte a conseguirlo. Si quieres que tus hijos, tus sobrinos o tus alumnos no lo pierdan nunca, tampoco te has equivocado de lectura. Hablando de niños, en las páginas que siguen no los perderemos de vista ni un momento, dado que su ejemplo puede ayudar a que los adultos se reencuentren con la maravilla. No en vano, la inocencia, la humildad, el entusiasmo, la generosidad y la apertura son condiciones indispensables para vivir en el asombro. Ya lo dijo Jesús: «Si no os volvéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos».

Vamos a intentarlo juntos.

1.¿Qué es eso del asombro?

¿Qué nos dicen los lingüistas?

Sucede en ocasiones que las palabras más corrientes son las más difíciles de definir. Es como si el uso las desgastara, las abriera a múltiples interpretaciones y las convirtiera en comodines. Es algo que les pasa, por ejemplo, a aquellas con las que expresamos énfasis: lo genial no es ya algo propio de un genio: comer pizza puede ser genial, y también que el profesor no te mande deberes. Si alguien nos propone ir al cine esta tarde, contestamos: «Genial, nos vemos en la puerta».

El concepto de asombro ha sufrido un proceso similar. Prácticamente, cualquier experiencia de cierta intensidad puede ser calificada de asombrosa: «La película me pareció asombrosa», o «Es asombroso lo que se parece Juan a su padre». En otras ocasiones, es más un sinónimo de sorpresa: «A María le asombró que todos sus amigos estuvieran esperándola en casa con las luces apagadas»; o de curiosidad: «El mecanismo del reloj le pareció asombroso y decidió seguir investigando».

La laxitud con que todos usamos el término no nos pone nada fácil la labor, por lo que es fundamental que nos detengamos un instante a comprender qué queremos decir cuando hablamos del asombro. Y la mejor manera de ponernos de acuerdo en un significado es acudir al Diccionario de la lengua española y después a la etimología de la palabra.

En este caso, el DLE no nos ayuda demasiado porque recoge —y así debe hacerlo— la ambigüedad del término. Da tres acepciones de la palabra asombro: la primera, «Gran admiración o extrañeza»; la segunda, «Susto, espanto»; la tercera, «Persona o cosa asombrosa». La primera es, sin duda, la que más se ajusta a nuestros intereses y, aun así, sigue siendo demasiado amplia. La cosa se pone peor cuando acudimos a los sinónimos propuestos: admiración, pasmo, extrañeza, estupor, perplejidad, estupefacción, sorpresa, maravilla, fascinación, deslumbramiento, embebecimiento, embobamiento, embeleso, arrobamiento, arrobo, conmoción.

¿Admiración, perplejidad, sorpresa, embobamiento, conmoción? Si de algo nos ha servido acercarnos al DLE, en esta ocasión, ha sido para constatar que el asombro es un concepto demasiado complejo y amplio, que limita con muchas otras ideas con las que es extremadamente fácil confundirlo. Malas noticias.

Y la etimología, ¿qué puede aclararnos? Parece ser que existe cierto consenso alrededor de la siguiente interpretación. La palabra asombro tendría su origen en el latín, en una combinación de dos preposiciones y un sustantivo: ab, sub y umbra, es decir, «de bajo las sombras». Según esta visión del concepto, la emoción del asombro tendría lugar cuando algo o alguien «ha salido de las sombras», es decir, se ha revelado a nosotros tal cual es.

Si unimos la primera acepción que propone el DLE con la interpretación que nos facilita la etimología, llegamos a la conclusión de que el asombro es una gran admiración o extrañeza causada por algo o alguien que estaba en la sombra y ha salido de ella, es decir, que se ha mostrado a la luz, ante nosotros.

Apenas hemos conseguido precisar un poco más los contornos del asombro, que sigue jugando con nosotros al gato y al ratón. ¿Qué lo distingue de la sorpresa, la curiosidad o la fascinación? Necesitamos la ayuda de los científicos.

¿Qué nos dicen los científicos?

Afortunadamente, existe mucha literatura sobre el asombro: en las últimas décadas, ha despertado el interés de psicólogos, neurólogos, antropólogos y otros estudiosos, que se han volcado en comprender su naturaleza y, sobre todo, sus beneficios, pues, como más adelante veremos, parecen casi un antídoto mágico contra los males de la modernidad. Sin embargo, no debemos entusiasmarnos: aunque la ciencia puede ayudarnos a entender mejor el asombro, cuando uno se adentra en los artículos y experimentos publicados (algunos, muy endebles desde el punto de vista científico) se da cuenta de que ni siquiera estos ofrecen un consenso.

El asombro: una emoción

En lo que sí están de acuerdo todos los investigadores es en que el asombro es una emoción, es decir, (y de nuevo, según el DLE), una «alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción física».

Desde un punto de vista biológico, las emociones sirven para modificar nuestros pensamientos y acciones, de modo que podamos adaptarnos a las circunstancias que nos rodean y aprovecharlas, si son beneficiosas, o evitarlas, si son perjudiciales. Son, por lo tanto, fundamentales para nuestra supervivencia, como individuos y como especie.

Por supuesto, todos hemos experimentado el poderoso efecto de las emociones. Cuando somos presas del miedo, por ejemplo, percibimos como altamente peligrosas circunstancias por las que, en otras ocasiones, no nos sentimos amenazados: conducir un coche, entrar en un ascensor con alguien que tose o dormir con la ventana abierta, entre otras. Para eso sirve el miedo: nos sintoniza con el peligro y nos ayuda, así, a evitarlo o a huir de él, si llega el caso.

Por otra parte, emociones positivas como la gratitud o la compasión (y probablemente el asombro) tienen como función unirnos al grupo, para favorecer su estabilidad mediante la cooperación; al fin y al cabo, los seres humanos somos animales sociales, y nuestra supervivencia depende de la capacidad de afrontar de manera compartida las oportunidades y los riesgos. Buscar comida, cuidar de las crías o construir un refugio son tareas más sencillas cuando se hacen en familia.

Como sucede con otras emociones, el asombro también produce una serie de reacciones físicas que los estudios han demostrado comunes a toda la humanidad. Cuando nos asombramos, inclinamos la cabeza hacia delante, abrimos los ojos y relajamos la mandíbula. No es inusual sentir escalofríos o que se nos ponga la piel de gallina, y en ocasiones, acompañamos la experiencia con una exclamación que, curiosamente, también suena muy similar en todo el planeta: «¡Ah!», «¡Oh!», «¡Guau!».

La naturaleza del asombro: la teoría de Keltner y Haidt

Aunque las emociones, en la vida real, suelen darse mezcladas entre sí, y sus límites no pueden ser definidos con precisión milimétrica, cada una de ellas posee una serie de cualidades que le otorgan su naturaleza y la diferencian de las demás. Como decíamos antes, el asombro no es sorpresa, alegría, curiosidad o fascinación, aunque comparta con todas ellas características fundamentales que, en ocasiones, nos hagan confundirlas.

Si queremos comprender la naturaleza del asombro, debemos partir de la propuesta que Dacher Keltner y Johan Haidt realizaron en 2003, pues, para bien o para mal, ha influido enormemente en todas las investigaciones posteriores. En opinión de estos dos psicólogos estadounidenses, sentimos asombro al encontrarnos en presencia de algo tan vasto que desafía nuestra forma de entender el mundo, y nos obliga, por lo tanto, a reestructurar nuestro modo de ver la realidad y, como consecuencia, de comprendernos a nosotros mismos. Por lo tanto, la emoción del asombro se desarrollaría en dos movimientos diferentes y consecutivos:

En primer lugar, nos encontramos ante un quebrantamiento de nuestras expectativas. Nos enfrentamos a algo tan «vasto» (es el término usado por los autores) que somos incapaces de procesarlo y, por lo tanto, nos desestabiliza y nos desafía. Dicha «vastedad» puede ser, siempre según Keltner y Haidt, de diferente naturaleza: física (cuando nos encontramos al pie de un inmenso árbol, o de un desierto, o escuchamos la voz de una gran soprano); temporal (cuando un sabor, un olor o una voz nos transportan de modo inmediato a un episodio de nuestra infancia, por ejemplo), semántica (cuando comprendemos una idea nueva y poderosa que afecta a nuestra forma de ver el mundo), o social (fama, autoridad o prestigio).

Lo importante es que sintamos que el objeto del asombro es algo mucho más grande que nuestro propio yo, y que su vastedad o grandeza provoque en nosotros un enorme impacto que vaya más allá de la mera sorpresa, un impacto que nos descoloque profundamente, de modo que nuestras estructuras mentales se agrieten y sean incapaces de asumir la impresión descomunal que hemos recibido.

Einstein, que definió el asombro como el instante «en que una experiencia entra en conflicto con el mundo de conceptos que hasta el momento ha sido suficiente para nosotros», cuenta, por ejemplo, la siguiente anécdota sobre su infancia:

Un asombro de este tipo lo experimenté de niño, con cuatro o cinco años, cuando mi padre me enseñó una brújula: que aquella aguja se comportara de aquel modo no se ajustaba al tipo de ideas que yo podía entender. Todavía recuerdo que dicha experiencia me impresionó de una manera profunda y prolongada y me llevó a pensar que algo profundamente escondido debía estar detrás de las cosas.

El segundo movimiento del asombro consiste en el proceso mental que hemos de llevar a cabo para comprender e integrar la nueva información que ha sacudido nuestros límites mentales, algo que será más o menos difícil en función del tamaño de la brecha cognitiva que se haya producido en nosotros. Si esta es grande, el ajuste posterior puede involucrar importantes dosis de confusión, incertidumbre, oscuridad e incluso miedo. El efecto de esta lucha por la asimilación suele ser, según estos autores, la transformación más o menos profunda y duradera de nuestros anteriores puntos de vista.

En definitiva, y como muy bien resume el psicólogo de las religiones Kelly Bulkeley, según Keltner y Haidt el asombro sería «un descentramiento abrupto del yo cuando se enfrenta con una experiencia poderosa y novedosa, y un posterior centramiento del yo como respuesta al nuevo conocimiento». Las experiencias que carezcan de uno de los dos elementos no pueden, por tanto, ser calificadas como asombrosas.

Algunas reservas a la teoría de Keltner y Haidt

Como ya he mencionado antes, la definición del asombro que plantean Keltner y Haidt es la más difundida hoy en día. La mayor parte de la literatura científica sobre el tema se fundamenta en ella, y es difícil escapar de su paradigma. En mi opinión, estos dos psicólogos americanos aciertan en gran parte de su análisis, pero existen algunas preguntas que no puedo evitar hacerme.

La primera de mis reservas se refiere al concepto de vastedad. No cabe duda de que la grandeza y el poder —conceptos que relacionan en su artículo de 2003— son en muchas ocasiones motivo de asombro, pero ¿qué sucede con el asombro que provoca lo pequeño? ¿Solo podemos asombrarnos ante la vista del Gran Cañón, una enorme catedral, o la fuerza salvaje de un tifón? En su precioso libro El sentido del asombro, la bióloga y ecologista Rachel Carson hace la siguiente reflexión:

Hay un mundo de cosas pequeñas que pocas veces se ve. Muchos niños, quizá porque ellos mismos son pequeños y están más cerca del suelo que nosotros, se dan cuenta y disfrutan con lo pequeño que pasa desapercibido. Quizá por esto es fácil compartir con ellos la belleza que solemos perdernos porque miramos demasiado deprisa, viendo el todo y no las partes. Algunas de las más exquisitas obras de la naturaleza están a una escala de miniatura, como sabe quien haya mirado un copo de nieve a través de una lupa.

Mi experiencia —y probablemente la tuya también— dicta que la bióloga y escritora estadounidense tiene razón; el asombro puede surgir de lo grande y lo pequeño, y la sensación de maravilla que nos provoca tiene más relación con ver algo en la plenitud de su esencia (recordemos ese «salir de la sombra» que nos sugiere la etimología de la palabra) que con su tamaño o su poder. Una abeja, una hormiga, un hongo o una concha en la playa pueden causar asombro. A mí, por lo menos, me ha sucedido así. Sin embargo, muchos de los libros y los artículos obvian este aspecto.

El poder del asombro, un libro reciente de Katrin Sandberg y Sarah Hammarkranz, recoge la siguiente reflexión ya en sus últimas páginas: «Dentro de 50 años iremos a la luna, nos tomaremos un capuchino y nos maravillaremos con la salida de la Tierra. ¿Y si ese es el futuro? […] En estos momentos, se están produciendo nuevos avances en el ámbito del efecto perspectiva, la tecnología de la realidad virtual hipermoderna, y las drogas psicodélicas».

¿De verdad el asombro pasa por viajar a la luna para ver amanecer mientras desayunamos, por el consumo de drogas o por la adquisición de tecnologías modernísimas que nos muestren en una pantalla lo que no somos capaces de apreciar cuando caminamos por el campo? Creo que este hincapié en la vastedad, en la tecnología salvadora, en las drogas y en la acumulación de experiencias novedosas es una señal de lo confundidas que tenemos las cabecitas los modernos. A san Francisco le bastaba el trino de un pájaro para asombrarse, y nosotros necesitamos viajar al espacio, alterar nuestra percepción con drogas o enchufarnos a una máquina para sentir lo mismo.

Sin embargo, creo que el fragmento de Rachel Carson nos da una clave mucho más valiosa: «Miramos demasiado deprisa». En la belleza de lo pequeño y lo corriente podemos encontrar la maravilla, si somos capaces de mirar con paciencia y con amor. Como dice el poeta Zagajewski, «si la cotidianidad es bella, es porque también percibimos en ella el suave temblor de posibles acontecimientos heroicos, extraordinarios y misteriosos». Creo que es más importante aprender cómo mirar que buscar cosas grandotas, novedosas o extravagantes en las que posar nuestros ojos estimulados en exceso.

La segunda de mis reservas tiene que ver con la radicalidad del planteamiento de Keltner y Haidt; y es que no estoy seguro de que todas las experiencias de asombro tengan que suponer un quebrantamiento enorme de nuestras expectativas. Es cierto que un único contacto con el asombro puede cambiar tu vida por completo, pero tengo la sensación de que también funciona por goteo, es decir, que una experiencia de asombro moderada, pero constante, como una lluvia de estrellas fugaces, produce los mismos beneficios que un meteorito de asombro.

A mí, al menos, me sucede así. Soy una persona de sensibilidad normal, pero hay temporadas en las que, por diversas razones, me siento abierto a la presencia de la maravilla: me detengo a mirar las hojas de los árboles, determinadas piezas musicales me ponen la piel de gallina y las puestas de sol hacen que se me salten las lágrimas. En dichas épocas —que comienzan un día, sin previo aviso, y desaparecen otro, de la misma manera—, me siento en paz, y soy más agradecido, flexible y simpático (por mencionar algunos de los efectos que en mí tiene el asombro). Estoy seguro de que a ti también te ha pasado.

¿Cuál es la razón de que en ocasiones entremos en ese estado de gracia? No sucede, desde luego, por el encuentro con una experiencia poderosísima que haga saltar en mil pedazos nuestra visión de la vida; es, más bien, como si una determinada forma de mirar, abierta y receptiva, nos permitiera ver el mundo como en verdad es