Crimen en Compostela - Carlos González Reigosa - E-Book

Crimen en Compostela E-Book

Carlos González Reigosa

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Beschreibung

El detective Nivardo Castro y el periodista Carlos Conde investigan el asesinato de un conocido y millonario constructor en el centro histórico de Santiago de Compostela. Sus indagaciones revelarán una trama en la que el sexo, el dinero y la codicia han marcado las turbulentas relaciones de sus protagonistas. Y todo ello sin dar la espalda a la ciudad milenaria, que se convierte en un hermoso a la vez que cruel escenario, vibrante de historia y misterio. Galardonada con el I Premio Xearis, Crimen en Compostela está considerada como la obra fundacional de la novela negra gallega, con más de cien mil ejemplares vendidos.

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Akal / Básica de Bolsillo / 296

Carlos Reigosa

Crimen en Compostela

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Carlos G. Reigosa, 2014

© Ediciones Akal, S. A., 2014

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3981-5

Para los que saben que vencer no es más que otra forma de ser vencido.

Para los que aman la vida a pesar de saber en qué consiste.

Para mis perdedores favoritos, que huyen dispuestos a combatir de nuevo.

Para ti también que estás ahí atrapado.

El azar no puede ser responsable de todo.

Louis Charpentier, El misterio de Compostela.

I

Era lo más inesperado y extraordinario que le habían propuesto desde que, unos siete años antes, un norteamericano apellidado Stevenson lo invitara a ir a Nueva York y hacerse aventurero internacional. ¿Aventurero internacional? Era para desternillarse de risa... ¿Y por qué precisamente él? El norteamericano, alto y corpulento, después de observarlo con descaro, había sido contundente:

—Sé que eres el tipo indicado.

El tipo indicado, ¿para qué?

—Para eso. Yo entiendo. Ya verás como no me equivoco.

Sin pensarlo dos veces, como si –a falta de algo mejor– se lanzase a un abismo necesario, había aceptado aquella propuesta. Y durante el vuelo a Estados Unidos no dejó de repetirse:

—Esto es absurdo. Esto es completamente absurdo. Esto es lo más absurdo que he hecho en mi vida.

Era la misma frase que, unos siete años después, en 1984, repetía –aunque con menos énfasis, más divertido– en un avión de Iberia que se disponía a despegar del aeropuerto de Madrid-Barajas con destino al de Lavacolla, en Santiago de Compostela. Porque, a pesar de los reparos de entonces y de ahora, lo cierto era que en ambos casos –como en muchos otros a lo largo de su vida– había terminado por aceptar las ofertas. Y esto era lo que contaba. Por otra parte, en la base de las cosas más interesantes que le habían ocurrido, ¿no encontraba siempre decisiones de este tipo, decisiones que un día también tuvo por alocadas o absurdas?

Mientras el avión rodaba hacia una de las pistas de despegue, Nivardo Castro creyó percibir por la ventanilla una dimensión distinta del aeropuerto, algo que, por más que indagó con la mirada, no fue capaz de expresar en palabras. Le ocurría, como en otras ocasiones, que el aeropuerto no le parecía el mismo desde las instalaciones de tierra que desde el avión. Era como si le alteraran la perspectiva o le distorsionasen la noción de la realidad, y el sosiego de que disfrutaba antes de embarcar, en la cafetería, le fuese arrebatado de repente, sustituido por una creciente inquietud dentro del aparato. Y este cambio lo atribuía a las luces de las pistas –especie de procesión de la Santa Compaña–, a la velocidad del avión, a..., a cualquier elemento externo que no conllevase admitir que le daba miedo volar. Porque esta era la verdad: Nivardo Castro sufría lo que unos llaman aerofobia o acrofobia y otros –quizá solo más pedantes– aviofobia o jet síndrome. Y, por más voluntad que ponía, desde el mismo momento en que subía a bordo, en su cabeza se domiciliaba una conclusión trascendente y desencantada: el ser humano es una cosa minúscula e indefensa que puede desaparecer en un instante sin que le importe a nadie ni nada cambie en el mundo. Era algo en lo que él, hombre de acción, no pensaba nunca jamás..., excepto cuando un avión con él dentro encendía los motores y empezaba a deslizarse despacio hacia la pista de despegue.

Después de asumir una vez más esta conclusión –unos pocos minutos de espanto y de pavor–, respiraba fuerte, se acomodaba en el asiento y se disponía a leer la revista o el periódico facilitado por una azafata. Así sucedía siempre, en todos sus viajes..., pero no sucedió en este porque, después de echar una ojeada a las pistas e instalaciones de Barajas, después de hacer la meditación del hombre insignificante y desvalido, después de respirar fuerte y retener el aire unos segundos en sus pulmones, Nivardo Castro recordó por qué estaba en aquel avión. Y entonces no pudo evitar sonreír con ganas.

—Porque esto es cuando menos divertido –se confesó entre dientes.

Sin quererlo, sin proponérselo, quizá invitado por las reflexiones surgidas acerca de su miedo a los aviones, Nivardo Castro comenzó a rememorar su vida, que se le figuró de repente llena de acontecimientos sueltos, aislados, entre los que casi no era capaz de establecer una relación. Desfiló primero ante sus ojos su infancia en la áspera montaña luguesa de Mondoñedo, poblada de queirogas en flor, densos retamares e incontables variedades de tojos que él aún recordaba en sus denominaciones originales: arnios, canos, albares, gateños, brañegos, molares, mansos... Eran sus años de niñez rural, de pastoreo y de labranza, en una tierra tradicional de labriegos, muy poco antes de que un cura entusiasta convenciese a sus padres de que el mejor rumbo para él, tanto en lo espiritual como en lo material, era hacer los estudios eclesiásticos. Él conocía entonces el Mondoñedo bullicioso y alegre de los días de feria y mercado y de las otoñales fiestas de As San Lucas, y, cuando le dijeron de ir a estudiar a esta villa, acogió la idea con complacencia. Pero pronto descubrió un Mondoñedo muy diferente: silencioso, melancólico, medieval y levítico, en el que el bien y el mal, casi inexistentes en la realidad, libraban una pesada y agotadora contienda teórica. Un Mondoñedo inmutable, en el que el paso de los días no aportaba ningún cambio sustancial.

Nivardo Castro recordaba aquella etapa como si no perteneciese a su vida, como si no le hubiese ocurrido a él: las clases de latín, las complicadas explicaciones bíblicas, los ejercicios espirituales, las horas de recogimiento..., todo aquello se le figuraba ya interminablemente lejano. En cambio, sí que se reconocía en el muchacho de dieciséis años que, expulsado del seminario, regresaba –avergonzado, pero también dichoso–, a sus campos originarios y vivía hechizado sus primeras experiencias eróticas y amorosas; como se reconocía también en el joven que, a los dieciocho, se sumaba a una fluida corriente de emigrantes a Europa: aquel mozo que barrió calles en Alemania y soportó largas jornadas de trabajo al sol en carreteras francesas... Y que dio con sus huesos, después del sorteo del servicio militar, en un Sahara todavía intitulado «Español».

Lo recordaba todo con una extraordinaria lucidez y lo identificaba como suyo, como propio. Allí, en aquel Sahara, fue atraído –captado, se decía– por la Legión y en sus filas prolongó su estancia tres años de soles implacables y de sirocos cegadores (años que, más tarde, en Nueva York, recordaría con nostalgia y con cariño, perdido en un medio fantasmal y hostil, plagado de rascacielos y de desconocidos). Y a los veinticuatro años se encontró de vuelta en la península y sin trabajo. Había conocido a una hermosa e infortunada ferrolana llamada Cristina, que ejercía el antiguo oficio en Las Palmas, y se estableció con ella en Madrid. En estas circunstancias estaba aquella noche –había pasado ya un septenio– cuando un norteamericano apellidado Stevenson y de nombre Arthur Frederick lo miró fijamente, de un modo provocador, en un club llamado Small Trumpet.

Rememoraba en el avión hacia Santiago la incomodidad (e incluso el dolor) que le causó aquella mirada inquisitiva, fría y dominante, que parecía dirigida a un cerdo o a una vaca con el propósito de calcular o tantear su peso... No pudo sustraerse al encanto de evocar aquellos momentos. Y otra vez se encontró, por virtud del recuerdo, ante aquel gigante de mirada febril, a punto de dirigirse hacia él para reprobarle su actitud. Pero fue entonces cuando el norteamericano dio dos o tres pasos, se acercó a Nivardo y, con acento gangoso, de borracho, le dijo:

—Tú eres un gran tipo, Robert. Tú eres un gran tipo.

—Yo no me llamo Robert. Yo me llamo Nivardo, yanqui de mierda.

—Oh, yanqui de mierda, es muy bonito, me gusta. Yo pienso lo mismo que tú de los yanquis –dijo. Luego, sonrió, paseó por la sala su mirada turbia y beoda y guardó un largo silencio. Pero súbitamente se volvió, saltó hacia donde estaba Nivardo y le metió un rodillazo en la boca del estómago. Nivardo, cogido de sorpresa, se dobló dolorido, rodó al pie del mostrador y, durante unos segundos –que le parecieron interminables– se retorció y boqueó como un pez fuera del agua, mientras sus ojos se agrandaban como si quisiesen abandonar sus órbitas. Cuando por fin pudo levantar la cabeza y dirigir la mirada hacia su rival, vio que estaba de espaldas, descuidado, otra vez acodado en el mostrador.

Nivardo se puso de pie como pudo, apretando la boca del estómago con el antebrazo izquierdo, y fue hacia el americano con el ánimo de propinarle su mejor golpe. Pero el adversario, que permanecía distraído solo en apariencia, se revolvió y, después de hacer un rápido desplazamiento lateral, le hundió el puño izquierdo en los riñones y el derecho otra vez en la boca del estómago.

Nivardo logró trabarse en la barra del mostrador y no caer al suelo, pero la mirada se le nubló y percibió que sus pulmones demandaban cada vez más oxígeno. El gigante americano ni lo miró: recobró su expresión indiferente, se acodó de nuevo en la barra y bebió un largo trago de su consumición. Nivardo sospechó que su rival esperaba un nuevo ataque y que toda su calma y su abandono no eran más que una treta para que se confiase y tener así la oportunidad de golpearlo de nuevo y machacarlo. Comprendió entonces que aquel hombre con el que se estaba pegando no era un borracho. Ni lo era ni lo estaba... Y, si era así, ¿por qué se estaban peleando? Solo tenía una cosa segura: que había recibido todos los golpes repartidos desde el comienzo del altercado. Esto lo llenaba de rabia y le hacía pensar en lanzarse a ciegas contra él. Pero una voz cautelosa y persuasora le susurraba que, si lo hacía, se iba a repetir la misma acción y el americano acabaría por quebrarle el costillar.

Paseó la mirada alrededor y vio la curiosidad en las caras de otros clientes, todos ellos convertidos en plácidos e inconmovibles espectadores. Y entonces tuvo que refrenar otra vez el impulso de echarse sobre él... Se arrastró por el suelo, aferrado a la barra, hasta donde estaba el norteamericano y, cuando llegó a su lado, se limitó a decirle:

—Te voy a partir el alma, yanqui de mierda. Antes o después, nos vamos a encontrar de nuevo... y te la voy a partir.

—Me encontrarás aquí –respondió el gigante, indiferente, sin volverse.

Nivardo salió del club a trompicones. El estómago le dolía cada vez más, como si se le hubiesen clavado en él varias costillas rotas. Atravesó sin rumbo calles y plazas, llevado por la rabia, y fue a parar al Club Mastín, donde acostumbraba a recalar su compañera Cristina. Entró y pidió –uno detrás de otro– dos cubalibres. Cristina le preguntó qué le había pasado. Él respondió que estaba cansado y que se iba a acostar.

Durante varios días no volvió por el club en que fue golpeado, e incluso llegó a pensar en no volver nunca. Pero mientras el dolor físico menguaba con el paso del tiempo, otro dolor más agudo crecía en su ánimo hasta hacérsele insufrible. Cristina, que lo encontraba con frecuencia taciturno y ensimismado, insistía en preguntarle qué le pasaba. Él no contestaba, o se limitaba a decir que no pasaba nada que no tuviese remedio.

Pero un día, después de cenar, Nivardo Castro se levantó de la mesa con determinación, airado y decidido, y dijo:

—Esto no puede quedar así y no va a quedar así. Yo no soy un cobarde ni le tengo miedo a ese cagón.

Guardó una pequeña pistola en la chaqueta y metió una navaja en el bolsillo de atrás del pantalón. Salió a la calle, paró un taxi y le dio al conductor la dirección del Small Trumpet. La contaminación y la noche se habían confabulado para entenebrecer Madrid. Las luces titilaban con un cerco de aparentes palomillas muertas, minúsculas y residuales, surgidas de los cientos de miles de tubos de escape que trasegaban humeantes por las calles.

El taxi lo dejó en la entrada del club. Cruzó despacio la acera, traspasó el umbral y, ya dentro, permaneció al lado de la puerta hasta que sus ojos se acostumbraron a la escasa luz de unos farolillos rojos. Cuando pudo distinguir las imágenes –e incluso las caras–, fue hacia la barra. Enseguida comprobó que el norteamericano no aparecía por ningún lado o, al menos, no estaba visible.

—Creí que ya no volverías más –le dijo la muchacha que acababa de preguntarle qué quería tomar. Nivardo, creyéndose objeto de una burla, se volvió irritado hacia ella, pero en la cara de la joven solo descubrió una expresión pícara de complicidad y de admiración. Entonces, con tono seco, pero amable, pidió un cubalibre, y aún no lo había probado cuando un conocido al que llamaban Fraile –no sabía si de apellido o de mote– se acercó a él y le dijo:

—Viene todos los días. Llega un poco más tarde...

Nivardo Castro no sentía ningún temor. Había tomado parte en peleas de riesgo en Canarias, en Barcelona, en Madrid... y no recordaba haber estado nunca tan seguro de que iba a abatir a su adversario. Quizá porque nunca había pasado tanto tiempo dilucidando la conveniencia o no de un enfrentamiento. Y cuanto más lo pensaba, menos tiempo le concedía de pie, delante de él, a su rival. Por momentos, incluso llegaba a imaginar –tantas eran las ganas– que el gigante se derrumbaba antes de que él llegase a tocarle. Era como una pesadilla. Porque Nivardo sí que deseaba tocarle, ¡y cómo lo deseaba! No concebía nada que anhe­lase más en aquel instante.

Era posible que el norteamericano supiese lucha libre o algunas de las llamadas artes marciales, pero también él las conocía y estaba seguro de que a su adversario no le iban a servir de nada. Porque Nivardo pensaba golpear primero, golpear seguido y golpear siempre, con toda la contundencia, con toda la eficacia, con todas sus fuerzas: golpes secos, rápidos, de difícil o imposible respuesta. Sus puños iban a sucederse como las gotas de agua en una tromba, como si el cielo se abriese en una arroyada con chuzos de punta. Así lo había determinado y resuelto: golpear, golpear, golpear, sin descanso ni tregua. Y si a pesar de esto las cosas se torcían, aún le quedaba la posibilidad de rajarlo con la navaja o tumbarlo con la pistola... Pero, al pensar en esto, se le vino encima la imagen hosca de un futuro carcelario –que bien podía ser largo y tedioso– y un sabor amargo se le extendió por la boca. Se hizo entonces el propósito de evitar en lo posible los males mayores.

Desde que dejó la Legión, donde había hecho buenos amigos, no logró entusiasmarse con nada. Buscó trabajo y lo consiguió en algunas ocasiones, pero nunca de un modo duradero. Corrían malos tiempos para la forma de vida que le gustaba... Volvió entonces a recordar al muchacho en el que no se reconocía, aquel estudiante en el Seminario de Mondoñedo que, de no ser por la irascibilidad de una hora, quizá hubiese llegado a ser cura y, ¡quién sabe!, incluso obispo. Y descubrió un fuerte contraste entre aquel posible destino y el de terminar de matón en un bar por una pendencia cualquiera, sin saber muy bien por qué motivos...

—Ponme otro doble.

Mientras esperaba rememoró lo que vino después del seminario. La necesidad de huir de aquel cerco rural, de aquellos montes tan queridos, de aquella esclavitud en una tierra que exigía, por el mero sustento, esfuerzos sobrehumanos. Y la emigración. Aquella algarabía de mozos diciendo que en Holanda, en Alemania, en Francia, había algo que conquistar, algún premio que ganar. Pero para eso, para conseguirlo, había que ir a aquellas tierras... Era el tema de las conversaciones del domingo, después de la misa, con todos los chicos dándose ánimos unos a otros: «Aquí no hay nada que hacer», «Yo me voy», «Los que se queden siempre serán unos muertos de hambre»... Así un día y otro día, al caer la tarde, en los encuentros fortuitos en las encrucijadas de los caminos, en los pastoreos por prados y algaidas, en los cultivos y labores compartidos de tierras de labranza o de montes de cava. Hasta que un día Ricardo Braña dijo la palabra definitiva: «Yo me voy el cinco de febrero». Nivardo nunca olvidaría aquella jornada. Había comenzado enero y era un martes por la noche. Nivardo, sin dudarlo, le respondió: «Yo me voy contigo». «No puede ser, antes tienes que arreglar los papeles», le dijo Ricardo, y le explicó todo lo que tenía que hacer. Lo hizo y, dos meses después, Nivardo Castro salió para Francia en un renqueante y perezoso tren que se empeñó en dormir en Hendaya y que...

—Parece que me buscabas –dijo el corpulento americano, que acababa de situarse al lado de un Nivardo burlado y sorprendido, que reaccionó lo mejor que pudo.

—Sí, te buscaba. Quiero devolverte algo.

—¿Sabes luchar? ¿Crees que puedes conmigo?

—Estoy seguro. Y tú también lo estarás muy pronto.

El estadounidense se acercó aún más, con una sonrisa amable y simpática. Rodeó los hombros de Nivardo con uno de sus brazos y le dijo:

—Me alegra mucho verte de nuevo. Desde el primer momento estuve seguro de que no me equivocaba contigo, pero ya empezabas a tardar. Hombres como tú, cautelosos, inteligentes, valerosos y fuertes, es justamente lo que nos hace falta, lo que necesitamos.

Así y allí –como en las más vulgares películas había empezado su peripecia con la «Stevenson Co.», un pequeño ejército de aventureros, escoltas, detectives privados y guardas de toda suerte y condición, dirigidos por los hermanos Arthur F. y John R., que le prestaban su apellido a la casa central. Y, sin transición –volaba ya sobre tierras gallegas–, se le vinieron encima sus años en Estados Unidos, su etapa de aprendizaje en la «Stevenson» y, sobre todo, las clases de investigación impartidas por un viejo y tozudo irlandés que se llamaba Jack Kirkmann, un hombre que tenía compendiado todo su saber en dos máximas: «Lo probable es siempre sospechoso» y «Cuando todas las pistas apuntan en una dirección, algo importante queda en la dirección contraria»... Y también las clases del chino taoísta Guo Ji-yu que, aparte de artes marciales, le enseñó tres cosas que se le antojaban de mérito: que las mayores ventajas están en la no acción, que el único deseo inteligente es no tener ningún deseo y que la satisfacción del que sabe contentarse es la única satisfacción perdurable.

Eran aquellos unos tiempos que al rememorarlos lo llenaban de complacencia, pero, cuando ojeó el reloj, se dio cuenta de que estaba ya a punto de tomar tierra en el aeropuerto de Santiago de Compostela. Nivardo Castro pensó otra vez en la razón por la que estaba allí y una sonrisa volvió a columpiarse en sus labios. Su amigo Carlos Conde había sido rotundo en la propuesta:

—No te puedes negar, ni tienes excusa. Creo que sacarás en limpio algo más de quinientas mil pesetas y tendrás aquí a tu disposición un piso amueblado y todo lo que te haga falta. No creo que puedas hallar un destino mejor para unos pocos días de descanso. A cambio, tú intentarás desentrañar un raro suceso que ocurrió aquí. Si al cabo de unos días no has descubierto nada o no encuentras ningún indicio o pista satisfactoria, no te ata ningún compromiso, no tienes la obligación de continuar. Simplemente para entonces habremos pasado unos días juntos, que ya tengo ganas de ponerte los ojos encima. Porque desde que estuvimos en...

Estas eran, más o menos, las palabras que recordaba. Y él, sin más aclaraciones, había aceptado. ¿Por qué? No lo sabía. O quizá lo sabía, porque Carlos Conde, natural de Mondoñedo como él, exseminarista y exemigrante como él, y hoy en día periodista de fama y reportero de publicaciones de Madrid y Barcelona, era su amigo de toda la vida. Y por si este argumento no bastase, aún tenía otra razón de peso, que repitió en su interior: lo mejor que le pasó en la vida fue casi siempre el resultado de aceptar cosas que él mismo definió en su momento como extrañas o absurdas. ¿Por qué no iba a ser esta otra oportunidad semejante e igualmente positiva? ¿Por qué no?

Cuando bajaba la escalerilla del avión, terminado el vuelo y ya relajado y tranquilo, se confesó con una expresión complacida que también había aceptado –había tenido que aceptar– muchas inconveniencias y estupideces en su vida. ¿Por qué no podía ser esta una más? ¿Por qué no?... Y sonrió de nuevo. Con el avión a sus espaldas, camino de la salida del aeropuerto, se sentía otra vez un hombre seguro, y el ser humano ya no le parecía una criatura tan insignificante e indefensa.

II

Lo reconoció enseguida entre la gente que esperaba en el renovado aeropuerto de Lavacolla. Carlos Conde, pelo cano, bigote abundante y sonrisa irónica, vestía un chaquetón de ante con solapas de astracán, un jersey bretón de cuello ajustado y un pantalón de pana. El humo de una vieja cachimba velaba sus ojos verdes.

El periodista descubrió al mismo tiempo a Nivardo –ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, pero con el encanto de los hombres seguros de sí mismos– y salió a su encuentro. Los dos amigos se fundieron en un fuerte abrazo.

—Tenía muchas ganas de verte, coño –dijo Carlos.

—Yo también tenía ganas de dar una vuelta por aquí.

—Te encuentro muy bien.

—Y yo a ti: se ve que le sigues haciendo una dura competencia a Robert Redford.

¿Traes equipaje?

Sí, una maleta.

La recogieron y, en el coche de Carlos Conde, emprendieron el viaje hacia Compostela. Por el camino –una cuesta verdeante salpicada de casas–, Nivardo le pidió a su amigo que le contase el verdadero motivo por el que le había pedido que viniera a esta ciudad.

—Hombre, tampoco es tan urgente; primero quiero que te instales, que te acomodes... Después, ya hablaremos.

Nivardo insistió. Tanto misterio empezaba a fastidiarlo y a ponerlo inquieto. ¿O era solo el resultado del impulso de su curiosidad natural, acrecentada por alguna suerte de deformación profesional?

—No olvides que me trajiste aquí y todavía no sé para qué –dijo.

Carlos Conde sonrió. Nivardo no solo era su viejo compañero de siempre, sino que era también su candidato para intentar resolver el caso que se traía entre manos. Pensó en la mejor manera de resumir los hechos que quería comunicarle y, cuando le pareció que la tenía, se dispuso a hablar:

—Empecemos por uno de los principios posibles. Santiago es una ciudad con trazas y apariencia de villa, o quizá incluso de aldea. Don Ramón Otero Pedrayo decía que era la aldea más grande de Europa. Pero es realmente bastante más. Es, en muchos aspectos, una población condenada a la modernidad que se resiste a abandonar sus formas de vida y de relación social tradicionales. Quiero decir que no es la típica villa venida a menos y habitada por los fantasmas de cien ilustres casas en ruinas. Aquí ocurre todo lo contrario. No existe ya aquel cabildo de comienzos del xix que percibía al año contribuciones por encima de los cinco millones de reales, pero está la Universidad, muy concurrida, y están las peregrinaciones, cada vez más notables, y el turismo, en constante auge. Y también está, ahora, la administración autónoma, con sus pompas y sus obras, tan crecientes unas como otras. A todo esto hay que añadir la concentración en Santiago, a lo largo de los años, de activos hombres de negocios e industriales atraídos por las posibilidades económicas de esta ciudad, como fue el caso de la llamada «colonia camerana», unas gentes llegadas de la Sierra de Cameros, allá en La Rioja, y que hicieron aquí fortuna: Simeón García, que controlaba el comercio de tejidos y tenía varias sucursales en toda Galicia; José Cabello, dueño de una gran fábrica de curtidos, y los banqueros Manuel Pérez Sáenz y Luis de la Riva, entre otros. Pero no quiero perderme en referencias históricas que no vienen al caso.

—No te preocupes, tenemos tiempo.

—Lo que quiero decirte es que Santiago de Compostela no es una ciudad muerta ni una ciudad poblada por pobres o desamparados como pudiera parecer. Al contrario, bien se puede asegurar que es incalculable el dinero que hay aquí; dinero de los ricos de antes, que no lo perdieron nunca, y dinero de los nuevos ricos, que lo hicieron en los últimos años de bonanza. Hay familias que parecen tener ingresos reducidos y que, sin embargo, son dueñas de varias tiendas, de casas enteras en el casco monumental y de varios pisos alquilados a estudiantes en la parte nueva de la ciudad, que suponen unos buenos ingresos al mes. En el curso de estos años, la pequeña inversión de moda fue la llamada «especulación inmobiliaria», que consistía, y consiste, en comprar pisos nuevos y dejárselos en alquiler a los estudiantes, que cada vez son más, tienen más poder adquisitivo y demandan más espacio por persona. Ten presente que Santiago es la ciudad europea con más estudiantes por metro cuadrado... Y no hay suficiente estructura inmobiliaria dependiente de la Universidad.

Carlos Conde advirtió la expresión de desconcierto de Nivardo y decidió ser más concreto.

—No quiero divagar demasiado... Creo que de todo esto cabe deducir que uno de los mejores negocios, en esta etapa de expansión de la ciudad, fue el de la construcción. No hace falta echar mano de la emigración para encontrar historias de pobres que se hicieron ricos en poco tiempo. Aquí hay canteros y maestros de obras, estraperlistas y dueños de fondas y pensiones de mala muerte que llegaron a multimillonarios patronos, presidentes de empresas constructoras o dueños de edificios enteros. Ellos, por triste que ahora parezca, son en buena parte los herederos de aquellas sabias hermandades de constructores que en el pasado diseñaron Compostela y alzaron maravillas como el Pórtico de la Gloria... Podría contarte un buen montón de estas historias de la modernidad, con nombres y apellidos, pero tampoco hace falta. Porque tú lo que quieres saber, supongo, es de qué va la historia...

—Sí, esa historia por la que me has hecho venir.

—Pues bien, uno de esos constructores de los que te hablé, millonario por donde quiera que lo mires y hombre de gran intuición mercantil, fue Aurelio Xieiro Las, dueño de los edificios Xieiro y Cumial. Y digo «fue» porque este Aurelio Xieiro apareció muerto hace unas semanas cerca de Las Casas Reales, en plena zona monumental. El cadáver fue descubierto a las cinco de la mañana, pero se supone que murió dos o tres horas antes. La policía abrió una investigación que, por las referencias que tengo, está como estaba el primer día... Saben que alguien tuvo que pegarle dos tiros, porque tenía dos agujeros, pero no tienen ni idea de quién pudo ser... Y tampoco disponen de ninguna pista que valga la pena.

—Pero tú sí, ¿no? –ironizó Nivardo.

Carlos Conde asintió con una sonrisa socarrona, que anunciaba alguna demora del misterio en el relato.

—Sí. Pero, para que todo sea más fácil de explicar y de entender, antes quiero hacerte la semblanza de otro personaje ilustre de la Compostela de hoy, otro millonario que también salió de la nada y se hizo rico en pocos años. Se llama Terencio Rancaño García... Este Terencio, que nació allá por 1928 en Noia, aparece por aquí, por Santiago, el año 1958. Al principio estuvo dedicado al contrabando de café y de tabaco y conducía con frecuencia un camión desde O Grove o desde Vilagarcía hasta las afueras de Santiago. Si algún día pasamos por la carretera de Conxo te mostraré dónde escondía los coches y cómo metía y repartía el contrabando en la ciudad. Pero esto es marginal, porque la historia que aquí nos interesa surge después.

Carlos Conde tomó aliento. Nivardo escuchaba atento la exposición, sin llegar a adivinar su desarrollo posterior. Su amigo trataba –pensó– de facilitarle una información previa abundante y suficiente para que luego los pormenores casasen con precisión en el marco general.

—Allá por el año 1962 –continuó Carlos–, estos dos hombres, Aurelio Xieiro y Terencio Rancaño, aparecen como socios en una contrata de obra y, tres años después, forman una sociedad constructora con otros dos socios. Juntos hicieron varios edificios grandes entre 1965 y 1970, y en 1971 se separaron y cada uno se fue por su lado. Ambos eran ya ricos.

—¿Tan rápido?

—Sí, aquellos fueron años muy buenos, años de un crecimiento alocado, y los que más ganaban eran los que más arriesgaban. Aurelio y Terencio jugaron fuerte, todo lo fuerte que pudieron, siempre al límite de su crédito e hipotecándolo todo cuando hacía falta. Pero las cosas les salieron bien, el dinero se multiplicó en sus manos y ganaron muchos millones. Especularon todo lo que había para especular, en esos años en que la especulación, y sobre todo la del suelo, era el mejor negocio. Compraron solares y, en menos de un mes, llegaron a vender algunos por el doble. No es fácil de entender, pero fue así. Yo tengo copias de los documentos privados de algunas de las operaciones, en las que, por cierto, figuran cantidades que no tienen nada que ver con las de las escrituras oficiales ante notario, y puedo mostrarte cómo un solar comprado en poco más de dos millones fue vendido a los once meses en más de ocho. ¿Cómo fue posible? ¿Cómo eran posibles estas cosas? Pues como fueron posibles siempre: juntando una buena información, conseguida mediante generosas propinas, gabelas, dádivas y regalos a secretarias y funcionarios, y una adecuada influencia en los niveles de decisión, con extraordinarias atenciones para los peces gordos que, desde la sombra, tomaban los acuerdos más provechosos para sus intereses... Más o menos como se hace en todas partes.

Carlos Conde calló un instante, como si quisiera reposar la conversación, y permaneció abstraído, con la mirada perdida sobre el asfalto que se extendía ante ellos. Nivardo, después de una pausa breve, comentó:

—Sospecho que me queda aún mucho por saber.

—Bastante, sí. Pero ahora llegó el momento de incluir otro personaje clave en esta historia: la mujer de Terencio Rancaño. Porque Terencio, en 1966, cuando los negocios le iban viento en popa y él se había convertido en un hombre rico, regresó a Noia y pretendió en matrimonio a una muchacha de buena casa, pero venida a menos. Presumió y se jactó de toda su fortuna económica para seducir y encandilar a la familia y, al poco tiempo, consiguió casarse con Teresa, una hermosa muchacha que siempre había vivido recluida con sus padres y que acababa de cumplir los veintidós años. Terencio tenía entonces treinta y nueve, cinco más que su socio Aurelio Xieiro. Se casaron y se vinieron a vivir a Santiago. Y los años fueron pasando sin problemas, mientras sus cuentas bancarias crecían y crecían sin parar. Pero en 1973, Teresa y Aurelio, sin que Terencio sospechase nada, se convirtieron en amantes. Al parecer, Terencio se había volcado en los negocios y empezó a descuidar la casa... Lo de siempre, ya sabes.

—Esta es la pista que tú tienes y que no tiene la policía.

Ellos no saben que Teresa y Aurelio fueron amantes.

—Así es. Aurelio y Teresa se conocieron el mismo día que ella se casó con Terencio. Aurelio se hizo notar enseguida, y fue él quien le hizo al matrimonio el regalo más caro y ostentoso. Durante aquellos años se vieron a menudo, como es natural. Hicieron comidas juntos, celebraron aniversarios, festejaron el final de varias obras y todas esas cosas. Después, cuando los dos hombres se separaron, en 1971, dejaron de verse con asiduidad. Así se deduce al menos de lo que yo averigüé. Antes de que el aburrimiento o el tedio de ella, o quizá solo la casualidad –no sé si provocada por uno de los dos–, les hiciese encontrarse en 1973, es decir, dos años después. Pero todo esto te lo va a contar mucho mejor ella, seguro.

—¿Ella? –preguntó Nivardo, perplejo.

—Sí, ella. Mañana iremos a verla y responderá a todas tus preguntas.

—Pero ¿qué tiene que ver ella en toda esta historia? Me refiero al hecho de estar yo aquí.

—Ella es quien va a pagar todos tus servicios y quien va a poner un piso a tu disposición en el centro de Santiago.

—No te entiendo. Me dijiste...

—No te mentí en nada. Lo que pasa es que aún me falta mucho por contarte.

—Vamos entonces por partes. Primero, ¿qué pintáis Teresa y tú juntos en este asunto?

—Lo entenderás enseguida. Ella persigue a un asesino, esto es, a la persona que mató al hombre que ella más quería en el mundo y que se había convertido en la parte más importante de sí misma y de toda su vida.

—¿Y tú? ¿Qué se te perdió a ti?

—Yo... Yo persigo un buen reportaje, uno de los mejores. Hablé con una de las revistas para la que trabajo, la que tiene más tirada, y me dijeron que sería muy bien acogido. Me daría dinero y prestigio, ¿entiendes? Es una historia que, o me falla el instinto, o esconde caras insospechadas y llenas de interés. Yo siento que huele por todas partes a relato bien planteado, con peces gordos de por medio... Es como la oportunidad de poner esta ciudad patas arriba y convertirse en un guía que, en vez de mostrar Compostela y su arte imponente, muestra las miserias y sordideces de aquellos que viven a cuenta de ella y de la fe y de las necesidades de los que vienen aquí, ya sea para rezar, para estudiar, para que los vea un médico o para descansar. Compostela, ya lo comprobarás, tiene las dos caras. Pero los guías turísticos solo hablan de una de ellas.

—Te entiendo. Sigue con la historia del crimen.

—Grosso modo, el resto de la historia es más o menos así: Teresa y Aurelio, ya amantes, se veían en un hotel de A Coruña. Ella, mujer sin hijos, se desplazaba allí cuando podía, que era casi todas las semanas, con diferentes excusas. Por lo común no solían salir del hotel y, si lo hacían, era con todas las precauciones. Pero cuando llegaba la primavera la tentación era demasiado fuerte e iban a algunas zonas de las afueras, aisladas o solitarias, o subían al monte de San Pedro, un yermo sobre la ciudad. O se refugiaban en una playa pequeña que hay después de pasar Riazor, por detrás del Colegio de las Esclavas. Creo que le llaman la playa de San Roque o algo así. Allí, sentados entre las peñas, con la torre de Hércules enfrente, sobre el mar, como único testigo, pasaron algunas horas e intercambiaron mimos y caricias. Los suficientes para que un delincuente común de aquí, de Santiago, llamado «el Celes», Celestino Monxe Arias, les sacase unas fotos comprometedoras y comenzara a chantajear a la mujer.

—¿También tenemos un chantaje? La historia se anima. ¿Y dices que la chantajearon a ella y no a él?

—A él, no. Quizá porque estaba soltero y el chantajista pensó que le importaría un carajo y no le haría caso.

Nivardo echó una ojeada por la ventanilla. Descendían hacia Compostela bajo una lluvia menuda, que se pegaba a los cristales del coche e impedía toda visión lateral. Después de salir de una curva vislumbró a través del parabrisas una ciudad umbría que se le figuró fruto de un encantamiento, allá en la distancia, a menos ya de cinco kilómetros. Y por un momento pensó que todo aquello que acababa de contarle Carlos Conde era imposible en un lugar como aquel, donde la paz del sepulcro del Apóstol parecía extenderse, incontenible, a todo lo demás. Era ciertamente –como tantas veces le había dicho el propio Carlos Conde– la ciudad del encanto y del misterio; una especie de villa eterna tallada en piedra para ofrecer a los tiempos venideros un testimonio duradero de sí misma y de su dimensión de arcano, fuera del alcance de enredadores, de arrobadizos y de mistagogos. No en vano era una ciudad surgida por un designio estelar: la vieja Compostela, considerada –como metrópolis religiosa– al mismo nivel de Roma y Jerusalén y tenida por conspicuos heterodoxos como la única ciudad sagrada de Occidente. Y pensó que estaban en lo cierto tanto los que derivaban la denominación de Compostela de Campus stellae, de acuerdo con la tradición, como los que la querían proveniente –con los eruditos a la cabeza– del sepulcral Compositum. En el fondo, ¿no significaban ambas cosas lo mismo? ¿No son los camposantos las rampas de lanzamiento de los estelares fuegos fatuos que llenan de pavor a los caminantes? ¿Qué otra cosa, si no, pudo divisar el ermitaño Pelagio o Pelayo aquella histórica jornada de comienzos del siglo ix, en una zona boscosa en la que, poco después, el obispo Teodomiro de Iria abrió un sarcófago con unos restos mortales que no dudó en atribuir al Apóstol Santiago? ¿O fue verdaderamente otra cosa lo que vislumbró el humilde ermitaño?

Carlos Conde percibió el impacto que la visión del entorno causaba en el ánimo de Nivardo Castro y disminuyó la velocidad del coche.

—Aquí, donde estamos ahora, es el Monto do Gozo –comentó–. Desde este picacho, los peregrinos, después de las agotadoras jornadas del Camino, veían por primera vez la ciudad del Apóstol, la meta de su viaje. Al parecer, los franceses le llamaban a este sitio Montjoie, monte de la alegría, y los nuestros lo bautizaron Monxoi, en su honor, y después Monte do Gozo, que es una traducción mejor. Desde aquí bajaban hasta la ciudad sin parar y cantando sus canciones, entre ellas aquel Ultreja que recoge el Códice Calixtino: E ultreja, e sus eja Deus adjuva nos,