Cristina, hija de Lavrans Vol. III - Sigrid Undset - E-Book

Cristina, hija de Lavrans Vol. III E-Book

Sigrid Undset

0,0

Beschreibung

En medio de la peste que devasta las tierras nórdicas, Cristina tiene que lidiar con las dificultades de un matrimonio que se resquebraja, criar a numerosos hijos y cuidar de un hogar en medio de la incertidumbre. Cristina vive una épica doméstica que le abrirá el camino de la redención y colmará su sed de paz. Sumérgete en el corazón de la Edad Media con la obra maestra de Sigrid Undset, considerada una de las mejores novelas históricas del siglo XX. Cristina, hija de Lavrans cuenta la vida desde la niñez hasta la muerte de uno de los personajes más complejos y vigorosos de la literatura universal. Niña sagaz, joven apasionada, esposa ardorosa, madre impetuosa y creyente devota, su periplo atraviesa todo el siglo XIV, un tiempo en el que la fe, el pecado, la culpa, el honor, las promesas, los odios, las pasiones, las traiciones, las lealtades y el amor conjugaban un mundo cuyas tragedias y alegrías se vivían con la plenitud de quienes se sabían hijos de Dios. «La vida religiosa se describe con una veracidad asombrosa. Bajo la pluma de Sigrid Undset, no se convierte en un continuo descanso de la mente, penetrando y dominando la naturaleza humana; permanece, como en nuestros días, insegura y rebelde, y a menudo incluso más severa. Profundamente consciente de la influencia de la fe sobre estas almas inexpertas e incultas [la de sus personajes], la autora le ha otorgado, en las horas graves de la existencia, un poder abrumador». Per Hallström Discurso del Premio Nobel

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 787

Veröffentlichungsjahr: 2025

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Sigrid Undset

Cristina, hija de Lavrans

Vol. III: La Cruz

Traducción de Rosa S. de Naveira

Título en idioma original: Kristin Lavransdatter

© Ediciones Encuentro, S.A., Madrid 1997, 2025

Traducción de Rosa S. de Naveira

Revisión de Catalina Roa

Edición al cuidado de Harrys Salswach

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-1339-233-2

ISBN EPUB: 978-84-1339-566-1

Depósito Legal: M-9486-2025

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, Bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com - [email protected]

Capítulo primero

Lazos de familia

1

os años después de que ErlendNikulaussoen y CristinaLavransdatter se hubieron instalado en Joerundgaard, Cristina quiso subir a las cabañas para pasar el verano. No había dejado de pensar en ello durante todo el invierno.

En Skjenne era costumbre que la dueña tomara parte personalmente en el trabajo de recolección de pastos de altura, porque, años atrás, había sucedido que la hija de la casa había sido secuestrada por los trolls de la montaña y desde entonces la madre decidió que permanecería todo el verano en las cabañas. En Skjenne se tenían ideas muy particulares sobre diversos puntos. Los habitantes del país estaban habituados a ello y lo encontraban natural. Pero, en los otros sitios, las mujeres de los granjeros importantes no tenían la costumbre de subir a trabajar a las cabañas. Cristina sabía que la gente se sorprendería si lo hacía y que las lenguas se desatarían. Pues bien, que comentaran. ¿No se hablaba, de todos modos, de ella y de los suyos?

AudunTorbergssoen sólo poseía sus herramientas y la ropa que llevaba puesta, cuando se casó con Ingebjoerg Nikulaudatter de Loptsgaard. Había sido palafrenero del obispo de Hamar.

Fue en la época en que el obispo se dirigió hacia el norte para consagrar la nueva iglesia cuando le ocurrió la desgracia a Ingebjoerg. La cosa sentó malísimamente a NikulausSigurdssoen: juró por Dios y por los hombres que no aceptaría como yerno a un mozo de cuadra. Pero Ingebjoerg dio a luz a unos gemelos y, según decía riendo la gente, Nikulaus encontró la tarea demasiado pesada para él solo. Así, pues, entregó a su hija en matrimonio a Audun.

Esto ocurrió dos años después de la boda de Cristina, y no lo habían olvidado. La gente tenía siempre presente que Audun era forastero. Pertenecía a una familia completamente arruinada. El hombre no era bien visto en Sil. Duro, obstinado, se mostraba igualmente tenaz en el rencor como en el agradecimiento..., pero era activo, trabajador e instruido, en cierto modo, sobre cosas de la ley. AudunTorbergssoen era, ahora, un hombre respetado en la región y nadie hubiera querido pelearse con él.

Cristina pensaba en el rostro ancho y tostado de Audun, enmarcado por una cabellera tupida y una barba roja y rizada, y en sus ojillos azules y penetrantes. Se parecía a un tipo de personas que conocía. Había visto el mismo rostro entre los criados de Husaby, entre los marineros y mozos de Erlend.

El ama suspiró... Para un hombre como aquél debía ser más fácil hacerse valer, viviendo del patrimonio que su mujer había heredado. Nunca había sido dueño de nada.

En el transcurso del invierno y de la primavera, Cristina sostuvo varias conversaciones con Frida Stykaarsdatter, su primera sirvienta, que les había seguido cuando se vieron obligados a abandonar el Trondhjem. No cesaba de recordar a la sirvienta las costumbres del valle durante el verano: cómo se solía tratar a los segadores, y qué había que hacer durante la siega. Frida tenía que acordarse bien de todo lo que había hecho su ama el año anterior, porque esta quería que la granja funcionara exactamente como en tiempos de Ragnfrid Ivarsdatter.

Lo que no se le ocurría decir a Cristina era, sencillamente, que aquel verano no lo pasaría en la granja. Había sido ama de Joerundgaard durante dos inviernos y un verano, y sabía que subir a las cabañas equivalía a una huida.

Iba a resultar una empresa difícil hacer que Erlend entrara en razón, él que, desde el tiempo en que su madre adoptiva lo sentaba sobre sus rodillas, no podía imaginar otra cosa sino que había nacido para dirigir y mandar a los que le rodeaban. Y si alguien más le había dirigido o mandado, había sido sin que él se enterara.

No, no podía ser cierto lo que aparentaba. Aquello no podía gustarle. ¿Y a ella? La propiedad de su padre en el fondo de aquel valle cerrado, silencioso, las tierras llanas más allá del bosque de alisos, donde brillaban los meandros del río, las granjas junto a los campos cultivados, abajo, al pie de las montañas cuyas cumbres se recortaban en gris sobre el cielo tan alto, los rayos de luz que caían sobre los bosques de abetos y abedules que escalaban sus vertientes..., no, aquello ya no era para ella el hogar más dulce y hermoso que pudiera soñar. Se sentía encerrada. Y Erlend también debía encontrarse como enclaustrado. Allí no se podía prosperar. Mas, al verle, ¿quién se atrevería a decir que no era feliz?

El día que se soltaron las vacas y los bueyes de Joerundgaard, se decidió a hablar mientras cenaban.

Erlend, absorto en la búsqueda de un buen trozo de pescado, se quedó quieto, inmovilizado por la sorpresa, con los dedos en el plato, mientras contemplaba a su mujer. Cristina dijo súbitamente:

—Lo deseo sobre todo por esa enfermedad de garganta que se ceba en los niños del valle. Munan no es muy fuerte; así que tengo intención de llevármelo a la montaña, y también a Lavrans.

—Sí —asintió Erlend—; en este caso, no estaría de más que Ivar y Skule fueran también contigo.

Los gemelos saltaron de alegría y durante el resto de la cena no dejaron de hablar entre ellos. Irían con Erling, que tenía que acompañar los carneros a las colinas del norte.

Tres años antes el pastor de Sil había detenido y atado a un cazador furtivo, matándolo luego junto a su barraca de piedra, en las montañas de Raa; el muerto era un proscrito de Osterdalene.

Una vez se hubieron levantado de la mesa, Ivar y Skule trajeron todas las armas que poseían y las repasaron. Avanzada la velada, Cristina salió con las hijas de SimónAndressoen y con sus hijos, Gaute y Lavrans. Arngjerd Simondsdatter había pasado la mayor parte del invierno en Joerundgaard. La joven tenía ya quince años y, durante las Navidades, en Formo, Simón había dado a entender que ya era hora de que Arngjerd adquiriera otros conocimientos que los que podía buenamente aprender en su casa. Sabía ya tanto como las sirvientas. Cristina propuso entonces llevársela a su casa y educarla lo mejor que supiera, porque adivinó que Simón tenía una debilidad por aquella criatura y se preocupaba de su porvenir.

Arngjerd necesitaba, en efecto, ver una casa mejor dirigida que la de Formo. SimónAndressoen era, después de la muerte de sus suegros, uno de los hombres más ricos del país. Se mostraba prudente y previsor en la administración de sus bienes y explotaba con celo y habilidad su granja de Formo. Sin embargo, los trabajos domésticos dejaban mucho que desear; las sirvientas los emprendían solas y hacían lo que querían. Cuando Simón veía que el desorden y el derroche sobrepasaba de los límites, contrataba una o dos sirvientas más. Pero jamás hablaba de estas cosas con su mujer, de la que no parecía esperar ni desear una mayor participación en esos quehaceres. Se diría que no la consideraba como a una persona mayor. No obstante, era bueno y paciente con Ramborg, y por cualquier motivo la cubría, a ella y a sus hijos, de regalos.

Cristina se encariñó con Arngjerd al conocerla mejor. La jovencita no era hermosa, pero sí inteligente, buena y trabajadora; tenía el corazón bondadoso y las manos ágiles. Cuando Arngjerd iba y venía por la casa con Cristina o se quedaba sentada a su lado por la noche, en la sala de tejer, Cristina se decía que se hubiera sentido feliz de haber tenido una hija. Una hija comparte más la vida de la madre. En esto pensaba aquella noche, mientras llevaba de la mano a Lavrans y contemplaba a Gaute y Arngjerd que andaban ante ella por el camino. Ulvhild correteaba de un lado para otro, y se divertía haciendo crujir la fina capa de hielo que por las noches cubría los charcos. Se imaginaba ser un animalito, y para ello había dado la vuelta a su abrigo rojo, de modo que el forro de liebre blanca quedara al exterior.

En el fondo del valle, las sombras, más tupidas, hacían que el crepúsculo reinara ya sobre las tierras oscuras y desnudas; no obstante, el aire de aquel atardecer de primavera parecía saturado de luz. Las primeras estrellas centelleaban, blancas y húmedas, en el cielo, allí donde el verde suave de la puesta del sol se fundía, poco a poco, con el azul oscuro de la noche.

Pero, por encima de la línea negra de las montañas, al otro lado del valle, persistía todavía un rastro de luz amarilla cuyo reflejo iluminaba la pared escarpada de la roca que dominaba el camino. Y, arriba del todo, el mismo reflejo hacía brillar las cumbres nevadas, resplandecer los glaciares de donde escapaban los arroyos que susurraban en la vertiente. Su canto estremecía todo el aire. Abajo, el rugido del río les servía de compañía. Se sumaba a ello el trino de los pájaros procedente de todos los árboles, matorrales y rinconadas del bosque.

En un momento dado Ulvhild se detuvo, cogió una piedra e intentó lanzarla hacia donde cantaban los pájaros, pero la hermana mayor le sujetó el brazo; luego anduvo plácidamente durante un trecho. Sin embargo, súbitamente, se soltó y bajó la cuesta corriendo hasta que Gaute la detuvo. Habían llegado a un lugar donde el camino entraba en el bosque de abetos. Desde el fondo llegó hasta ellos el sonido de un arco al dispararse; aquí la nieve cubría aún la tierra y el aire olía a frío y a humedad. Un poco más allá, en un claro, apareció Erlend con Ivar y Skule. Ivar había disparado sobre una ardilla; la flecha se quedó clavada en la copa de un abeto y el niño, queriendo recuperarla, le tiraba piedra tras piedra. Cada vez que una de ellas chocaba con el tronco, este resonaba bajo el impacto.

—Espera un poco y haré que se caiga —dijo el padre.

Echó su esclavina hacia atrás, fijó una flecha en su arco y apuntó sin poner demasiada atención, bajo la luz incierta entre los árboles. La cuerda silbó, la flecha hendió el aire y fue a clavarse en el tronco, al lado de la de su hijo. Erlend tomó una segunda flecha y volvió a tirar; una de las dos que estaban clavadas en el árbol cayó con un ruido seco, de rama en rama. A la otra se le partió la madera, pero la punta permaneció en el árbol. Skule corrió sobre la nieve a recoger las dos flechas. Ivar contempló, inmóvil, la copa del abeto.

—La que queda es la mía, padre; está clavada hasta la vara; ha sido un buen golpe, ¿verdad?

Luego, empezó a explicar a Gaute por qué no había alcanzado la ardilla.

—¿Piensas regresar ahora, Cristina? Yo tengo que volver en seguida; mañana, a primera hora, Naakkve y yo queremos ir a buscar el toro.

Cristina contestó que no, que iba a llevar a las niñas a su casa. Tenía que decir algo a su hermana aquella misma noche.

—Entonces Ivar y Skule pueden acompañar a su madre, si permitís que yo me quede con vos, padre —dijo Gaute.

Erlend levantó a Ulvhild en brazos para despedirla. Como era tan bonita y sonrosada, con sus rizos oscuros bajo el gorro de piel blanca, la besó antes de dejarla en el suelo. Después dio media vuelta y se fue con Gaute.

Ahora que Erlend no tenía nada más que hacer, se hacía acompañar siempre por alguno de sus hijos.

Ulvhild se cogió de la mano de su tía y anduvo un rato a su lado; de repente echó a correr y pasó como una tromba al lado de Ivar y Skule.

Sí, era una niña preciosa, pero inquieta e indisciplinada. Si hubieran tenido una hija, Erlend habría, sin duda, jugado constantemente con ella.

Cuando Cristina y los niños llegaron a Formo, Simón estaba solo con el pequeño. Se había sentado en el extremo de la mesa y contemplaba a Andrés. El chiquillo, de rodillas sobre el banco lateral, jugaba con unas viejas clavijas de madera esforzándose por hacer que se sostuvieran de pie sobre la mesa. Tan pronto Ulvhild de dio cuenta, olvidó dar las buenas noches a su padre, subió al banco de un salto, cogió a su hermano por el cogote y le golpeó la cara contra la mesa gritando que aquellas clavijas eran suyas; su padre se las había dado. Simón se puso en pie para separar a los niños, pero tuvo la desgracia de hacer caer, con el codo, un plato de porcelana que había encima de la mesa. El plato se rompió. Se agachó Arngjerd bajo la mesa y recogió los pedazos. Simón los tomó contemplándolos con expresión mohína.

—Tu madre se enfadará. Era el plato con flores sobre fondo blanco que MicerAndrésDarre había traído de Francia; Helga lo había heredado, pero luego se lo regaló a Ramborg... —explicó Simón.

Las mujeres lo consideraban un objeto precioso. En aquel instante oyó a su esposa en el vestíbulo y escondió a su espalda los pedazos del plato. Ramborg entró y saludó a su hermana y sobrinos. Quitó el abrigo a Ulvhild, y esta corrió hacia su padre, agarrándose a él.

—¡Qué guapa estás hoy, Ulvhild! ¡Llevas el cinturón de plata aunque no sea día de fiesta! —Pero Simón no pudo levantar a la pequeña porque sus manos estaban ocupadas. Ulvhild explicó que había estado en casa de su tía, en Joerundgaard; por eso su madre la había puesto tan elegante por la mañana.

—Sí, tú madre te adorna como un relicario; tal como estás podría ponerte entre los tesoros de una iglesia —comentó Simón sonriendo.

El único trabajo que hacía Ramborg era la confección de trajes para su hija. Por ese motivo Ulvhild iba siempre bien vestida.

—¿Se puede saber por qué no cambias de postura? —preguntó Ramborg a su marido.

Simón le enseñó los pedazos del plato.

—No sé lo que vas a decirme.

Ramborg los tomó y dijo:

—No valía la pena adoptar una actitud tan estúpida.

Cristina se sintió incómoda. Cierto que Simón había tomado un aire ridículo, escondiendo los fragmentos del plato como si fuera un niño, pero ¿por qué tuvo que decirlo Ramborg?

—Creí que te enfadarías porque rompí tu plato.

—Sí, parece como si siempre tuvieras miedo de hacerme enfadar... por cosas insignificantes —observó Ramborg. Y los demás vieron que estaba a punto de echarse a llorar.

—Sabes de sobra, Ramborg, que no es solamente una pose —murmuró Simón— y que no se trata únicamente de las cosas sin importancia.

—No sé nada de nada —contestó su mujer en el mismo tono—. Jamás has tomado por costumbre hablarme de las cosas importantes, Simón.

Le volvió bruscamente la espalda y se fue hacia el vestíbulo. Simón permaneció un momento de pie siguiéndola con la mirada. Cuando volvió a sentarse, el pequeño Andrés quiso subir sobre sus rodillas. Simón le subió y se quedó un buen rato con la barbilla apoyada en la cabeza del niño, pero no pareció oír la charla del pequeño. Después de un largo silencio, Cristina dijo con un leve titubeo:

—Ramborg ya no es tan niña, Simón; vuestra hija mayor ha cumplido siete años...

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Simón con un tono de voz que Cristina consideró excesivamente severo.

—Quiero decir... que tal vez mi hermana crea que tienes poca confianza en ella... Quizá debieras darle un poco más de autoridad en la casa..., compartir con ella...

—Mi mujer dispone de toda la autoridad que quiere —contestó Simón, irritado—. No le exijo que haga más de lo que quiere hacer, pero jamás he negado a Ramborg que ejerciera su autoridad en lo que sea, aquí, en Formo; si tú opinas de otro modo, es que no sabes...

—No, no —interrumpió Cristina—; sólo tengo la impresión, cuñado, de que a veces no te das cuenta de que Ramborg es ahora mayor que cuando os casasteis. Deberíais recordar, Simón...

—Y tú, ¿te acuerdas... —dejó el niño en el suelo y se puso en pie— de que Ramborg y yo nos pusimos de acuerdo, mientras que entre tú y yo fue imposible?

Ramborg entró en aquel momento trayendo una jarra de cerveza para los visitantes. Simón se adelantó hacia su mujer y apoyó una mano en su hombro.

—¿Has oído en tu vida algo así, Ramborg? Tu hermana cree que no estás contenta con tu suerte.

Sonrió, y Ramborg levantó hacia ella sus ojazos oscuros, que brillaron un momento.

—¿Cómo? He conseguido lo que quería, lo mismo que tú, Cristina. Si nosotras no estuviéramos contentas, no sé... —También ella sonrió. Cristina, despechada, enrojeció; no aceptó la cerveza.

—Se está haciendo tarde; es hora de que volvamos a casa. —Buscó a sus hijos con la mirada.

—No, no, Cristina. —Simón cogió el bol de manos de su mujer y bebió a la salud de su cuñada—. No te enfades. No hay que dar importancia a las palabras que se cruzan entre parientes. Siéntate un poco, descansa y olvida, te lo ruego, que te he contestado mal. Estoy cansado —añadió, desperezándose y bostezando. Luego quiso saber cómo andaban los trabajos de primavera en Joerundgaard. Aquí se había terminado la labranza de todos los campos del norte de la granja.

Cristina se levantó, dispuesta a marcharse.

—No, Simón, no necesito que me acompañes —dijo aceptando de sus manos su abrigo con capuchón y su hacha—. ¿No ves que llevo conmigo a mis chicos?

Pero Simón no quiso escucharla y pidió incluso a Ramborg que les acompañara, por lo menos, un trecho, campo a través. En general rehusaba, pero aquella noche fue hasta que llegaron al camino.

Fuera, la noche era negra y salpicada de estrellas. De los campos recién abonados subía el olor familiar, que era como un anuncio de la primavera a despecho de la helada nocturna. En las sombras se oía el ruido del agua.

Simón y Cristina habían tomado la dirección del norte y los tres chicos corrían delante. Cristina adivinó que el hombre que andaba a su lado deseaba hablarle; sin embargo, aún estaba demasiado resentida para animarle a ello. En verdad sentía afecto por su cuñado, pero no aceptaba que este se arrogara el derecho de decirle lo que le pasaba por la cabeza y disculpar luego sus palabras con ligereza, bajo el pretexto de que entre parientes no tenían la menor importancia. Todo tenía un límite.

Debía comprender que para Cristina era doloroso verlo perder la paciencia, volverse grosero y que, por ser él precisamente quien los había ayudado con tanta fidelidad en los tiempos difíciles, ella no podía contestarle en el mismo tono.

El invierno siguiente a que se establecieran en la comarca, Ramborg la había mandado llamar porque Simón estaba en cama muy enfermo, con una inflamación de garganta. Era un mal que le molestaba a menudo; pero cuando, una vez llegó a Formo, Cristina entró en la estancia donde se encontraba su cuñado, este no permitió que se le acercara ni le tocara o se ocupara de él, poniéndose tan furioso que Ramborg, entristecida, se excusó con su hermana por haberla mandado llamar. Simón se había mostrado igualmente intratable con ella, explicó, la primera vez que había estado enfermo después de su boda y ella intentó cuidarle. Cuando tenía uno de sus abscesos de garganta, iba a encerrarse en la vieja casa que llamaban la barraca, en Saemund; no toleraba a nadie a su lado, excepto a un viejo feo, sucio y piojoso, llamado Gunstein, que había servido en Dyfrin desde el nacimiento de Simón.

Más tarde, Simón fue a disculparse ante su cuñada; no le gustaba que le vieran enfermo, pues le parecía que era vergonzoso para un hombre. Cristina contestó vivamente que no opinaba igual... El estar enfermo de la garganta no era nada feo ni vergonzoso.

Simón acompañó a Cristina hasta el puente; durante el camino hablaron poco y únicamente sobre el tiempo y los trabajos de la granja, repitiendo, en suma, lo que habían dicho en la casa. Se despedía ya de su cuñada, cuando preguntó de improviso:

—¿Sabes, Cristina, qué le he hecho a Gaute para que el niño esté tan enfadado conmigo?

—¿Gaute enfadado contigo? —repitió Cristina, sorprendida.

—¿No te habías dado cuenta? Huye de mí, y cuando no tiene más remedio que estar conmigo, apenas abre la boca.

Cristina sacudió negativamente la cabeza; no, no había observado nada.

—A menos que te hayas burlado de él, que no lo soporta... Es sólo un niño.

Por el tono de voz Simón comprendió que su cuñada sonreía, y rio al contestar:

—No recuerdo nada parecido.

Todo permanecía en silencio en Joerundgaard. La sala estaba oscura y apagado el fuego. Bjoergulf se había acostado, pero aún no dormía; dijo que el padre y los hermanos habían salido hacía un buen rato. En la cama del amo dormía Munan, solito. La madre lo tomó en brazos cuando se acostó a su lado. ¡Qué difícil era hablar con Erlend de lo que él por sí mismo no comprendía! ¿No podía llevarse a sus dos hijos mayores al bosque, donde el trabajo era mucho más urgente que en la granja?

Claro que jamás esperó de Erlend que cogiera el arado; ni siquiera sabría hacer un surco derecho, y Ulf no tenía tampoco el menor interés en ver a Erlend mezclado en la explotación de la granja. Pero sus hijos no serían educados como lo había sido su padre, al que sólo se le había pedido que supiera manejar las armas, cobrar piezas de caza, divertirse con los caballos y jugar a las tablas reales con un sacerdote encargado de inculcar a los hijos de la nobleza unas nociones de latín, de escritura, de canto y de instrumentos de cuerda.

Cristina había tomado poco servicio para la granja, sólo porque deseaba que sus hijos aprendieran, desde la infancia, la necesidad de adquirir las costumbres campesinas. Era poco probable, ahora, que los hijos de Erlend pudieran llevar la vida de los jóvenes nobles. No obstante, entre los chicos, únicamente se podía contar con Gaute. Gaute era trabajador; pero sólo tenía trece años; era normal que prefiriera seguir a Erlend si el padre le rogaba que le acompañase.

¡Qué difícil era hablar de todo esto con Erlend! Cristina había tomado la firme resolución de no dejar que su marido sospechara, por la menor palabra, que ella pudiera censurar su actitud o reprocharle la suerte a que los condenaba, a ella y a sus hijos. Pero entonces, ¿cómo hacerle comprender que sus hijos debían acostumbrarse a tomar una parte directa en los trabajos de la granja? «¡Ah, si Ulf quisiera intervenir!», pensaba Cristina.

Cuando abandonaron la cabaña de primavera, para subir con el ganado a Hoeveringen, Cristina se marchó también a la montaña. No quiso llevar consigo a los gemelos, que acaban de cumplir once años y que eran los más indisciplinados y testarudos de sus hijos. Tenía poca autoridad sobre ellos ya que, en todo momento, se ayudaban y sostenían. Si por casualidad se encontraba sola con Ivar, el pequeño se mostraba bastante dócil y cariñoso, pero Skule era díscolo y tozudo, tan pronto ambos hermanos se encontraban juntos, Ivar obedecía en todo a Skule.

2

A principios de otoño, Cristina salió una mañana alrededor de las nueve. El cabrero le había dicho que, un poco más abajo, en la vertiente y siguiendo el curso del arroyo, podían encontrarse muchos gordolobos en un yermo.

Cristina descubrió el lugar: un prado escarpado, llano y quemado por el sol. Era el momento de coger las flores. Alzaban sus altos tallos amarillos, coronados por las flores blancas recién abiertas por entre las piedras y troncos grises. Para que Munan cogiera frambuesas, Cristina lo instaló entre los arbustos en un sitio del que no podía salir sin su ayuda, encargó al perro que lo vigilara, y, cogiendo un cuchillo, empezó a cortar flores sin dejar de mirar continuamente hacia donde estaba el niño. Lavrans, de pie a su lado, también cortaba flores.

Arriba, en las cabañas, Cristina no estaba tranquila respecto a los pequeños. De todos modos, ya no temía tanto a la gente del país; la mayor parte de los que ocupaban cabañas habían regresado al valle, mientras que ella tenía intención de permanecer en la montaña hasta después de la Asunción. Anochecía pronto y el viento era frío. De noche, cuando empezaba a soplar, era desagradable salir.

Pero ¡qué buen tiempo habían tenido allá arriba, mientras abajo, en el valle, todo aparecía seco! Además, el mar estaba enfurecido. Los hombres se iban a ver obligados a vivir en la montaña no sólo durante el otoño, sino en invierno también; y Cristina recordaba que su padre le había dicho en una ocasión que jamás había visto sus cabañas habitadas en los meses fríos.

Cristina, con las manos cruzadas sobre el pesado ramo que se apoyaba en su brazo, se detuvo bajo un abeto aislado en mitad de la vertiente. Desde allí se dominaba el amplio valle de los Dofrines donde, en algunos sitios, el trigo estaba ya recogido en gavillas.

También los prados estaban amarillentos y secos por el sol. En verdad el valle no era nunca muy verde, pensó Cristina; no era como en Trondhjem.

Sus pensamientos volaron hacia el hogar que habían fundado allí; la granja, encaramada como un castillo señorial en el gran flanco de la montaña y, a sus pies, los campos, los prados y el bosque de abedules extendiéndose hasta el lago. En el fondo, una amplia perspectiva de colinas cubiertas de bosques se iba perdiendo, ondulación tras ondulación, hacia el sur y los montes Dofrines. En los prados jugosos brillaban flores de púrpura bajo el cielo rosado de las noches de verano; ¡el trigo otoñal era de un verde tan brillante y fresco...! Cristina incluso echaba de menos el fiordo y los bancos de arena de Birgsi, los muelles, las barcas y los veleros, los cobertizos de pescadores, el olor a brea, las redes de pescar, el olor de mar, todo lo que había apreciado tan poco cuando llegó al norte...

¡Qué nostalgia debía sentir Erlend de aquel olor y del viento marino! Cristina había creído que no se acostumbraría al intenso ajetreo de la casa, a la multitud de servidores, a los hombres de Erlend que, montados en sus caballos, entraban ruidosamente en el patio haciendo chocar sus armas, a todos aquellos forasteros que iban y venían, trayendo noticias de países lejanos y chismes de la ciudad y del campo. Aquel pasado, que había creído no poder soportar, le faltaba, y su vida le parecía silenciosa, ahora que los ecos de los días pasados habían enmudecido. Soñaba con volver a ver la ciudad, la iglesia, el monasterio, asistir a las recepciones en las ricas viviendas de los notables del país... Hubiera querido recorrer de nuevo las calles, escoltada por su lacayo y su sirvienta, visitar las tiendas de los comerciantes, bien para elegir, bien para criticar las mercancías expuestas. O bien, subir a uno de los barcos anclados en el puerto y adquirir en ellos tocas y lino inglés, velos preciosos, caballitos de madera montados por sus jinetes, que movían la lanza cuando se tiraba de un cordel.

Cristina evocaba los prados de Nidaros. Con sus hijos había asistido a los juegos de perros y osos amaestrados; compraba nueces y pasteles para los niños.

¡Y cómo echaba de menos sus trajes de otro tiempo! La camisa de seda, la toca fina y ligera, y aquel traje sin mangas, de terciopelo azul claro, que Erlend le había comprado el invierno anterior a la desgracia. Una cenefa de armiño rodeaba el enorme escote y las bocamangas que se abrían hasta casi las caderas, dejando ver el cinturón.

A veces, también, Cristina se sorprendía de echar en falta... No, no, la razón le ordenaba sentirse satisfecha todas las veces que escapaba a nuevas maternidades. Debería alegrarse de haber caído enferma en otoño, después de la gran matanza del ganado. Había llorado un poco las primeras noches. Hacía tanto tiempo, se decía, que no tenía un niño al pecho... Munan sólo contaba cuatro años, pero se había visto obligada a enviárselo a una nodriza, antes de que cumpliera el año. Al regresar a su lado sabía andar y hablar y no la reconoció.

Y Erlend. ¡Oh, Erlend! Cristina sabía que en el fondo de su corazón, él, el eterno inquieto, no era tan despreocupado como parecía. Viéndole, se le hubiera creído sosegado para siempre, como un torrente fogoso que se encuentra ante una muralla de rocas y se somete al obstáculo, para no ser más que un lago tranquilo en medio de las turberas.

Erlend vivía en Joerundgaard sin hacer nada, e invitaba por turno a uno u otro de sus hijos para que le acompañase en su inactividad.

A veces se los llevaba de caza, o bien iba a embrear y calafatear una de las barcas de pesca que poseía, o intentaba domar un caballo joven. Pero, demasiado impaciente, no solía conseguirlo. Se mezclaba pocas veces con los demás y, de todos modos, aparentaba no darse cuenta de que evitaban su compañía. Los hijos imitaban al padre. No, aquellos extranjeros, llevados por el destino a vivir en el valle, no eran amados...; todos eran igualmente reservados e indiferentes, siempre ajenos a la gente y a las costumbres del país.

Ulf Haldorssoen era, por el contrario, abiertamente aborrecido. Se burlaba de los habitantes y los calificaba de imbéciles atrasados. A sus ojos, los hombres que no habían vivido a orillas del mar no eran hombres.

Cristina veía claramente que tampoco ella contaba, ahora, con amigos en su tierra natal...

Se irguió dentro de su traje de estameña oscura y con la mano se protegió los ojos de los rayos dorados del sol poniente.

Hacia el norte veía un extremo de valle y la larga cinta verde pálido del río. Luego los flancos de las montañas, teñidos de amarillo y verde por las turberas y argayos, las crestas amontonadas, una tras otra, hasta el punto en que los glaciares confundían sus grietas con los festones de las nubes.

Frente a Cristina, un recodo del Rostkampen estrechaba el valle, obligando al Laage a cambiar bruscamente su curso. Un rumor sordo ascendía del río, que horadaba profundamente la piedra y bajaba, caudaloso y espumeante, de rellano en rellano.

Cerca de las mesetas pantanosas, sobre el Rostkampen, los dos altozanos, los Blaahoer, que su padre había comparado a pechos de mujer, se erguían amenazadores. Aquel país tenía que parecerle a Erlend feo, severo y agobiante.

Un poco más al sur, del mismo lado, pero hacia las colinas que la habían visto nacer, Cristina había encontrado, de niña, un elfo, una criatura preciosa, dulce, tierna, de rizos sedosos que enmarcaban unas mejillas gordinflonas, blancas y rosadas.

Cristina cerró los ojos y volvió su rostro, tostado por el sol, hacia la luz.

Una madre joven, con el pecho cargado de leche después de un parto, y el corazón semejante a un campo recién arado...; sí, claro... pero una mujer como ella, Cristina, no corría ningún riesgo. No se sentirían tentados a llevársela. El rey de las montañas pensaría, sin duda, que el aderezo de oro ofrecido a la novia no convendría a una mujer tan gastada y enflaquecida, y la huidra no sentiría, tampoco, la tentación de poner a su hijo al pecho agotado.

Cristina se sentía dura y seca, como aquella raíz de abeto sobre la que había puesto el pie y que se retorcía sobre la piedra, aferrándose a ella. Le dio un golpe con el talón.

Los dos chiquillos se habían acercado a su madre y se apresuraron a imitarla, dando patadas a la raíz. Después preguntaron:

—¿Por qué hacéis esto, madre?

Cristina se sentó, dejó la brazada de flores sobre sus rodillas y empezó a arrancar y echar al cesto las flores blancas abiertas.

—Porque el zapato me apretaba los dedos del pie —contestó, al cabo de tanto rato, que los niños habían olvidado su pregunta. Pero no le daban ninguna importancia, acostumbrados como estaban a que su madre no pareciera oírles cuando le hablaban, o se diera cuenta cuando ellos ya no pensaban en lo que habían preguntado. Lavrans ayudó a arrancar flores del tallo. Munan quiso hacer lo mismo, pero arrancaba a la vez tallo y flor, y su madre se lo quitó de las manos, sin enfadarse, completamente sumida en sus pensamientos. Al poco rato, los pequeños se pusieron a jugar y a pelear con los tallos desnudos, que habían tirado a un lado... Así se distrajeron pegados a las rodillas de Cristina, y ella contempló las dos cabecitas redondas y oscuras.

Los niños se parecían enormemente; tenían el mismo cabello castaño, pero por una infinidad de pequeños indicios y destellos fugaces, la madre suponía que, al hacerse hombres, serían totalmente distintos.

Munan se parecía a su padre por sus ojos azules y acuosos, su cabello sedoso y rizado sobre un cráneo estrecho. El cabello oscurecería y se volvería de un negro hollín. El rostro menudo, de mejillas y barbilla redondas, cuyo tierno frescor ella se complacía en rodear con las manos, adelgazaría y se alargaría con los años. También él tendría la frente alta y estrecha, las sienes hundidas, la nariz recta y saliente, cortante como la hoja de un puñal, de finas aletas sensibles, todos ellos rasgos del padre que Naakkve ya poseía y que se dibujaban también claramente en los gemelos.

Lavrans había tenido el cabello color de lino, rizado y suave como seda, cuando era chiquitín. Ahora era castaño, pero con reflejos dorados, completamente liso, muy suave todavía, más abundante y menos fino. Los dedos se hundían profundamente en su cabellera.

Lavrans se le parecía. Tenía los ojos grises y su rostro redondo mostraba ya una frente ancha y una barbilla de delicada curva. Conservaría, indudablemente, su tez rosada hasta que se hiciera hombre.

Gaute tenía también la tez clara. Se parecía al padre de Cristina por el rostro ovalado y lleno, sus ojos grises como el hierro y su pesada cabellera de oro pálido. En cuanto a Bjoergulf, no sabía a quién se parecía.

Era el más alto de su hijos; ancho de espaldas, vigoroso y bien formado, tenía el cabello negro como el azabache, casi crespo; los ojos eran de un azul oscuro y extrañamente opacos. Parpadeaba al mirar. Cristina no podía decir desde cuándo había contraído esta costumbre, porque Bjoergulf era, de sus hijos, del que menos se había ocupado. Se lo habían quitado al nacer para entregarlo a una nodriza. Once meses más tarde había dado a luz a Gaute, y Gaute había tenido una salud precaria durante los cuatro primeros años de su vida. Después del nacimiento de los gemelos había tenido que hacerse nuevamente cargo de Gaute, llevarlo en brazos y cuidarlo, aunque ya era mayorcito.

Para los últimos no había dispuesto de tiempo, excepto cuando Frida, le traía a Ivar, que tenía sed o gritaba. Entonces Gaute también gritaba mientras daba el pecho al pequeño. No había podido más... «¡Oh, Virgen María, tú sabes que no pude hacer más por Bjoergulf!».

Tenía un carácter independiente, seguía su propio camino y se las componía solo. Siempre concentrado en sí, no parecía contento cuando ella intentaba acercarse. Y ella había creído que era el más fuerte de sus hijos, como un novillo bravo. Poco a poco se fue dando cuenta de que la vista de Bjoergulf no era buena, y mientras estuvo en Tautra, con Naakkve, los frailes habían intentado hacer algo por él, aunque sin resultado.

Bjoergulf fue un niño introvertido. Cristina no consiguió nada intentando fomentar una mayor intimidad con él y observó que sucedía lo mismo con Erlend. Bjoergulf era el único que no aspiraba a los favores del padre, como un prado aspira al sol. Sin embargo, se mostraba distinto con Naakkve, pero si Cristina trataba de hablar a Naakkve de su hermano menor, cambiaba de conversación. ¿Había tenido Erlend más suerte que ella? Lo ignoraba, pero Naakkve, ¡amaba tanto a su padre...!

Los retoños de ErlendNikulaussoen demostraban claramente su paternidad.

Cristina había visto al niño de Lensviken la última vez que estuvo en Nidaros. Se había cruzado con MicerBaard en el pórtico de la iglesia de Cristo. Salía de la iglesia seguido de hombres, mujeres y servidores. Una criada llevaba al niño. BaardAasulfssoen la saludó inclinando la cabeza rígidamente al pasar ante ella. Su mujer no iba con él.

Cristina sólo había echado una ojeada al niño. Pero esto le bastó. La carita era exactamente igual a las caritas que se habían agarrado a su propio pecho.

Arne Gjaavaldssoen, que la acompañaba, no había podido callarse. Arne era así. Los herederos indirectos de MicerBaard no estaban contentos con la llegada del niño, el invierno anterior. Pero Baard lo hizo bautizar con el nombre de Aasulf, y actuó como si no supiera que entre Erlend y Dama Sunniva pudo haber otra cosa que una amistad conocida de todos.

Imprudente en sus palabras, Erlend se había traicionado al hablar con Dama Sunniva, y, después, ¿no era sencillamente deber de la dama, al concebir sospechas, advertir de ellas al oficial del rey? Sin embargo, si hubieran sido muy buenos amigos, Sunniva se habría enterado de que su propio hermano estaba mezclado en el plan de Erlend.

Cuando Haftor Graut se suicidó en la cárcel, arriesgando la salvación de su alma, Sunniva casi perdió la razón; pero nadie dio demasiada importancia a aquello, que ella misma confesaba entonces... MicerBaard había apoyado la mano en el pomo de su espada mirando a su alrededor, cuando ella se había acusado... Esto es lo que contaba Arne.

Arne había mencionado también aquello ante Erlend. Un día en que Cristina había subido al granero, los dos hombres, hablando en la galería cubierta de abajo, ignoraban que ella pudiera oírles.

El caballero de Lensviken se mostraba encantado de aquel hijo que su mujer había puesto en el mundo el invierno anterior... No dudaba ser el padre...

—Baard lo sabe mejor que nadie —había contestado Erlend. Cristina notaba, por el tono de voz, que hablaba con la vista baja y sonreía ligeramente.

MicerBaard sentía una viva enemistad hacia los miembros de su familia que iban a heredar lo suyo, si él moría sin hijos. Pero ahora la gente le acusaba de transgredir la legalidad.

—Vamos, este hombre sabe, mejor que nadie, a qué atenerse —repitió Erlend.

—Bueno, bueno, Erlend. Ese chico heredará, él solito, mucho más que los siete hijos que has tenido de tu mujer.

—Ya me preocuparé yo de mis siete hijos, Arne.

En aquel momento Cristina bajó del granero; no podía soportar que siguieran hablando. Erlend, al verla, adoptó una expresión rara; luego se le acercó, la tomó de la mano y se quedó detrás de ella, de modo que el hombro de Cristina le tocaba. Pensó que con su actitud, así inclinado sobre ella, repetía, sin palabras, lo que acababa de afirmar. La consolaba en cierto modo...

De pronto vio a Munan quien fijaba en ella una mirada temerosa. El niño debió advertir que Cristina había forzado la sonrisa al descubrirlo. Cuando su madre se inclinó hacia él, el pequeño sonrió a su vez, indeciso, como a la expectativa. Lo sentó sobre sus rodillas. Era aún muy pequeño, pobrecillo, su benjamín, lo bastante para que su madre pudiera abrazarle y mimarle. Le guiñó un ojo y él se esforzó en imitarla guiñando los dos. La madre se echó a reír en voz alta, y Munan la imitó ruidosamente, mientras ella le cogía en brazos y lo estrechaba contra su pecho.

Lavrans se había quedado sentado, con el perro sobre las rodillas. Ambos aguzaban el oído hacia un ruido que subía del bosque.

—¡Padre! —y primero el perro y luego el niño echaron a correr cuesta abajo.

Cristina permaneció todavía sentada un momento y después se puso en pie, andando hasta el borde de la pendiente. Subían por el sendero Erlend, Naakkve, Ivar y Skule, alborotados y contentos, y desde allí le gritaron alegremente «Buenos días». Cristina les contestó. ¿Venían a buscar los caballos? «No», contestó Erlend; Ulf tenía previsto mandar a Svein Bjoern a que los recogiera aquella misma noche. Él y Naakkve pensaban ir a cazar renos y los gemelos se habían animado a acompañarles para ver a Cristina. Esta no contestó; antes de preguntar nada ya había comprendido. Naakkve llevaba un perro atado; él y su padre vestían chalecos de estameña gris, estriada de negro, que les confundirían con las piedras. Los cuatro venían armados de arcos y flechas. Cristina pidió noticias de la granja y Erlend se las dio mientras subía: Ulf estaba en plena siega; parecía bastante contento, pero la paja era corta y el trigo, en los campos de arriba, había madurado demasiado de prisa y se desgranaba. La cebada estaba lista para la hoz.

—Habrá que trabajar de firme —decía Ulf.

Cristina sólo inclinaba la cabeza; no abrió la boca.

La propia Cristina fue al establo a ordeñar. Le gustaba aquel momento en que, en la oscuridad, con la cabeza apoyada en el flanco panzudo de la vaca, sentía el olor agradable de la leche que llegaba a su nariz y oía cómo el líquido espumoso caía en los baldes del cabrero y la vaquera.

De aquel olor acre y caliente del establo, del ruido de una cadena, de un cuerpo golpeando la madera, emanaba una inmensa sensación de paz... Luego uno de los animales cambiaba de postura, movía las pezuñas sobre el suelo empapado o espantaba las moscas con el rabo...

Los pájaros, que habían hecho allí su nido de verano, ya se habían ido.

Aquella noche las vacas estaban inquietas. La Azul puso el pie en el cubo de leche. Cristina la regañó y le dio un azote. La vaca siguiente no se dejó ordeñar cuando Cristina se le acercó. Las ubres le hacían daño. Cristina retiró de su dedo el anillo de boda, y trató de que el primer chorro de leche pasara a través del mismo.

Desde donde estaba, oía a Ivar y a Skule gritar junto a la valla y tirar piedras al toro forastero, que todas las noches seguía el ganado de Joerundgaard. Había encargado a los muchachos que ayudaran a Finn a ordeñar las cabras, pero pronto se habían cansado.

Cuando Cristina salió del establo, un poco más tarde, los encontró atormentando al becerrito blanco que había regalado a Lavrans, y Lavrans protestaba. La madre dejó los cubos, zarandeó vigorosamente a los gemelos y los apartó diciendo:

—¡Queréis dejar en paz el ternero de vuestro hermano!

Erlend y Naakkve estaban sentados en la piedra del umbral. Tenían un queso fresco entre los dos y con los dedos iban cortándolo a pedacitos, que comían o metían en la boca de Munan, de pie entre las rodillas de Naakkve. Este había puesto el tamiz de Cristina sobre la cabeza del pequeño y aseguraba que Munan era invisible, porque el tamiz de crin no era un tamiz, sino un gorro de troll. Los tres reían, pero tan pronto Naakkve vio venir a su madre, le alargó el tamiz y la descargó de los cubos.

Cristina se entretuvo en la lechería. La parte superior de la puerta estaba abierta, dejando ver la estancia del fondo donde ardía un buen fuego. Sentados a su alrededor, la gente comía a la luz tibia de las llamas: Erlend, los niños, las sirvientas y los tres pastores.

Cuando entró, al fin, habían terminado de cenar. Vio que habían acostado a los pequeños sobre el banco... Seguro que ya estaban dormidos. Erlend estaba hecho un ovillo sobre su cama. Cristina tropezó con la ropa y las botas de su marido; lo recogió todo antes de volver a salir.

El cielo aún estaba claro. Sobre las montañas, al oeste, se dibujaba una franja roja; unas nubecillas oscuras se deslizaban en el aire transparente. A juzgar por la tranquilidad de la atmósfera y por el frío que se notaba al caer la noche, el día siguiente sería magnífico. No había viento, pero un soplo glacial venía del norte; parecía la respiración regular de las altas montañas desnudas. Sobre las colinas, al sudoeste, salía la luna, casi llena, enorme y roja, en la niebla ligera que flotaba siempre sobre aquella región pantanosa.

Se oía el mugir del toro forastero por algún lugar, lejos. En todas partes el silencio era tan grande, que casi lastimaba. Sólo lo interrumpía el rumor del río, abajo, en el cercado, el susurro del arroyo sobre el ribazo y un estremecimiento sordo que recorría el bosque, una especie de inquietud entre los abetos, la cual iba creciendo, se calmaba, desaparecía y volvía a renacer.

Cristina se entretuvo guardando algunos utensilios de la lechería, que estaban tirados por todas partes. Naakkve y los gemelos salieron entonces.

—¿A dónde vais? —preguntó la madre.

—Preferimos acostarnos en la cuadra. En la lechería el aire está cargado y huele a queso, a mantequilla... y a los pastores que duermen...

Naakkve no se dirigió directamente a la cuadra y Cristina contempló la silueta de su hijo, recortada sobre el verde oscuro del bosque.

Poco después una sirvienta apareció en el hueco de la puerta. Se sobresaltó al ver a su ama junto a la pared.

—¿No te acuestas, Astrid? Es muy tarde.

La sirvienta balbució unas palabras; iba sencillamente detrás del establo.

Cristina esperó a que regresara. Naakkve iba a cumplir diecisiete años. Hacía algún tiempo que la madre vigilaba a las sirvientas de la granja, cuando las veía charlar y reír con aquel muchachote lleno de vida.

Cristina bajó al río y, arrodillándose en una losa, se inclinó sobre el agua que se extendía ante ella como un gran estanque. Unos ligeros remolinos eran lo único que hacía adivinar la corriente, pero un poco más arriba se distinguía la espuma blanca en las sombras; el tronar de la cascada se acompañaba de un soplo helado.

La luna estaba ahora muy alta y su reflejo hacía brillar el agua. Aquí y allá relucía una hoja húmeda. De pronto, en un remolino se encendió una chispa...

Erlend llamó a Cristina; estaba a pocos pasos de ella. No le había oído acercarse por el prado... Cristina metió el brazo en el agua helada y sacó unos cubos de leche que, llenos de piedras, había dejado en el fondo del río para que se limpiaran; luego, levantándose, siguió a su marido con los brazos cargados. Ni ella ni Erlend hablaron mientras andaban.

Una vez en la lechería, Erlend se desnudó y subió a la cama.

—¿No piensas descansar esta noche, Cristina?

—Primero tengo que comer algo.

Y sentándose sobre un escabel de tres patas, junto al fuego, puso un poco de pan y queso sobre sus rodillas.

Comía despacio, sin perder de vista las brasas que se iban apagando, poco a poco, en la cavidad practicada en medio del pavimento de tierra apisonada.

—¿Duermes, Erlend...? —murmuró levantándose y sacudiendo la falda.

—No.

Cristina se fue a beber un vaso de leche cuajada, del lebrillo. Y volvió junto a la lumbre, levantó una losa, la colocó sobre el hueco del fuego y puso encima las flores de gordolobo para que se secasen.

Una vez terminado esto, ya no le quedaba más que hacer. Se desnudó a oscuras y se metió en la cama, al lado de Erlend.

Cuando la estrechó en sus brazos, cristina sintió que el cansancio se extendía sobre ella como una ola de frío. Su cabeza le pareció tosca y pesada; era como si todo lo que tenía dentro se hubiera amalgamado en una masa compacta, en la nuca, y le hiciera daño. Pero cuando Erlend le murmuró palabras tiernas, echó los dos brazos al cuello de su marido, sin resistirse.

Se despertó en plena noche, sin saber a ciencia cierta la hora que sería. Por el agujero practicado para que se escapara el humo, vio, sin embargo, que la luna tardaría aún en esconderse. La cama era corta y estrecha, lo que obligaba a los esposos a apretarse uno contra otro. Erlend dormía tranquilamente; su respiración regular levantaba apenas su pecho.

Hubo un tiempo en que Cristina buscaba el contacto del cuerpo, tibio y robusto, de su marido, cuando se despertaba en plena noche, inquieta al no oír su respiración imperceptible. Entonces era feliz sintiendo el pecho de Erlend levantarse y descender durante el sueño...

Al cabo de un rato, bajó de la cama, volvió a vestirse y salió de la casa.

La luna seguía su travesía, arriba, en el cielo. El agua de las turberas y las rocas mojadas durante el día brillaban heladas por el frío de la noche.

Los bosques de abedules y de abetos parecían blancos a la luz de la luna; más allá, en los prados, la escarcha relucía. El frío era glacial. Cristina se detuvo un momento con los brazos cruzados sobre el pecho. Luego siguió el arroyo, cuyo murmullo se mezclaba con el ruido leve de los pedazos de hielo al chocar y romperse en la corriente.

En lo alto del prado había una gran piedra hundida en el suelo. Nadie se acercaba voluntariamente a ella. Sin embargo, Cristina jamás había oído que nadie hubiera visto algo raro en aquella piedra; la costumbre de no acercarse se había hecho ley, desde hacía tiempo, en el valle.

Cristina no acababa de comprender lo que le ocurría para moverla así a salir de casa en plena noche. Se detuvo junto a la piedra y apoyó el pie en una de sus concavidades. Su corazón se contrajo de angustia; sintió un miedo helado hasta las entrañas. No, no se santiguaría; y, encaramándose a la piedra, se sentó en lo alto.

Desde allí se alcanzaba a ver lejos, muy lejos, por encima de espantosas montañas desnudas, completamente grises ahora. El enorme macizo de los Dofrines se alzaba poderoso y claro sobre el cielo pálido, y en un hueco del Graahoe brillaba el glaciar blanco. En las Raanekamp aparecía nieve recién caída. Las montañas tenían bajo la luna un aspecto lúgubre; apenas se veía brillar una estrella en la inmensidad del cielo.

Cristina estaba helada hasta los tuétanos, el miedo y el frío la envolvían por todas partes. Pero se obstinó en permanecer sentada.

No, no iría a tenderse en la sombra opaca, contra el cuerpo dormido y caliente de su marido. De todos modos, aquella noche le era imposible dormir.

Tan cierto como que era hija de su madre, su legítimo esposo no oiría a su mujer echarle en cara su conducta, porque recordaba lo que había jurado, cuando suplicó a Dios y a todos los santos que salvaran la vida de Erlend.

Pero ella, aquella noche de maleficios no tenía más remedio que salir a respirar, porque le parecía que se iba a morir. Sentada en la piedra, acogía de nuevo los malos pensamientos de antes, como se acoge una vieja amistad. Los comparaba con otros pensamientos, harto conocidos también: sus hipócritas tentativas para justificarse ante Erlend.

Él no se lo pedía. No era Erlend quien le había impuesto la dura carga que había tomado sobre su espalda. Pero, con ella, él había dado al mundo siete hijos.

«Ya me ocuparé yo de mis siete hijos, Arne». Sabe Dios lo que había querido decir con aquello. Quizá no quiso decir nada; era un modo de hablar.

Erlend no había pedido a Cristina que levantara de nuevo la casa y las tierras de Husaby. No le había suplicado que luchara hasta la muerte para salvarlo. Había aceptado, como un gran señor, que su bienes se perdieran; que su vida estuviera en peligro; había aceptado la pérdida de todo cuanto poseía.

Y en la desgracia supo portarse como un gran señor. La cabeza erguida y el porte tranquilo, vivía como un forastero en Joerundgaard. Todo lo que era de Cristina pertenecía a sus hijos por derecho. Tenían derecho a su pena, a su trabajo, a su sangre, pero entonces la granja y Cristina tenían también derecho a exigirles.

No era un deseo de mendicante lo que había empujado a Cristina a subir a las cabañas. En realidad, se había sentido tan encerrada en su casa, que no podía respirar. También sentía la necesidad de demostrarse a sí misma que estaba en condiciones de trabajar como una campesina. Había luchado y trabajado cada día, cada hora, desde que, recién casada, había pisado el umbral de la casa de ErlendNikulaussoen. Era imprescindible luchar para conservar la herencia de aquellos que había llevado en su seno. Si el padre no era capaz, a ella le tocaba serlo.

Quería, ahora, estar segura de poder mandar a sus vaqueras o sirvientas cualquier trabajo que ella misma hubiera hecho con sus manos. El día en que se había dado cuenta de que no sufría de los riñones, después de batir la mantequilla, había sido un día magnífico. Era agradable salir por las mañanas a soltar el ganado, con los demás... Los animales habían engordado y se habían puesto preciosos durante aquel verano. El peso que aplastaba el corazón de Cristina disminuía cuando, al ponerse el sol, llamaba a las vacas que regresaban al establo. También disminuía al ver cómo, gracias a ella, aumentaba la prosperidad. Le parecía que creaba con sus manos el suelo en el que arraigaría el provenir de sus hijos.

Joerundgaard era una buena finca; no obstante, la había conocido mucho mejor. Y Ulf no era del valle. A veces cometía errores, perdía la paciencia.

Según decía la gente de la comarca, el heno no faltaba nunca en Joerundgaard —había turberas a lo largo del río y en las islas—, pero no era un heno de tanta calidad como el de Trondhjem, al que Ulf estaba acostumbrado. Y a lo que tampoco estaba acostumbrado era a recoger tanto musgo, liquen, brezos y matas como aquí.

El padre de Cristina conocía hasta el último palmo de sus tierras; poseía toda la prudencia y sabiduría campesina relacionada con los cambios de las estaciones; sabía de qué modo sus campos, cada uno de ellos, soportaba la humedad y la sequía. Ni los veranos ventosos, ni los veranos tórridos le cogían desprevenido. Conocía la raza de los animales que había criado y vendido, generación tras generación, y todos estos conocimientos eran aquí indispensables.

Cristina no entendía tanto como su padre de los trabajos de la granja, pero ponía todo su empeño y sus hijos serían maestros.

No, Erlend no le había pedido nunca semejante esfuerzo. No se había casado con ella para imponerle tanto trabajo y sacrificio; se había casado para que durmiera sobre su corazón. Así, cuando había llegado el momento, un niño descansaba a su lado, reclamaba un lugar en sus brazos, una parte de leche, de solicitud...

Cristina apretaba los dientes; temblaba de frío y de cólera.

Pactum serva..., lo que en lenguaje vulgar quiere decir: «Sé fiel a tu juramento».

Arne Gjaavaldssoen y fray Leiv de Holm habían ido a Husaby y trasladado a Nidaros todo lo que pertenecía a Cristina y a sus hijos, y Erlend también esta vez se había dejado dirigir, había permitido que lo llevaran al convento de Holm.

Ella se había instalado en su casa de la ciudad, ahora propiedad de los frailes, mientras Arne Gjaavaldssoen permanecía a su lado para aconsejarla y ayudarla, porque Simón había escrito a Arne rogándole que así lo hiciera.

Arne no habría hecho gala de más celo para defender sus propios intereses. La noche que trajo a la ciudad lo que había salvado de Husaby, llevó a Cristina y a Dama Gunna a la cuadra. Dama Gunna había llegado de Raasvold a Nidaros con los dos pequeños. Arne deseaba enseñarles los siete caballos de valor. La gente quería ser justa con ErlendNikulaussoen y había consentido, a instancias de Arne, que los cinco hijos mayores de Erlend tuvieran cada uno un buen caballo de silla. Además, había uno para Cristina y para su servicio personal.

En cuanto a Castellano, el caballo español de Erlend, Arne afirmó que Erlend se lo había regalado, ante testigos, a su hijo Nikulaus..., aunque tal vez Erlend lo dijera en broma. A Arne no le gustaba aquel animal, de piernas demasiado largas, pero sabía lo mucho que Erlend quería a su caballo.

«¡Qué lástima tener que entregar la magnífica armadura, el gran casco y la espada incrustada de oro!», se lamentaba Arne. Aquello sólo servía en los torneos, pero valía mucho dinero. En cuanto a la camisa que Erlend llevaba debajo de la armadura, una camisa de seda negra con un león bordado en rojo, Arne se la quedaba para él; reclamaba también la armadura de guerra, de fabricación inglesa, para Nikulaus. Aquel que fuera entendido vería que no había otra mejor en toda Noruega, aseguraba Arne. Claro que estaba en mal estado. Erlend se había servido de sus armas más que cualquier otro hijo de noble de aquel tiempo. Arne acariciaba cada objeto: el casco, las hombreras, los brazales, los quijotes, los guanteletes de finas planchas de hierro, el corselete y la coraza, hechos de círculos articulados, todo tan práctico y ligero y al mismo tiempo tan resistente.

¡Y la espada! Sólo tenía una sencilla empuñadura de acero y el cuero del guardamano estaba gastado; pero ¡qué hoja! ¡No se veía una igual todos los días!

Cristina se había quedado sentada, con la espada sobre las rodillas. Sabía que Erlend echaría de menos el arma, como se echa de menos una novia; jamás había utilizado otras espadas. Esta se la había regalado, en la primera juventud, SigmundTorolfsooen, quien había sido su amigo, el primero que podía recordar. Sólo una vez había mencionado Erlend a este amigo delante de Cristina.

—Si Dios no hubiera tenido tanta prisa por llevarse a Sigmund de este mundo, las cosas habrían sido distintas para mí. Después de su muerte, el aburrimiento me vencía, y con súplicas conseguí que el rey Haakon me dejara marchar hacia el norte, con Giseur Galle. Si me hubiera quedado, amor mío, jamás te hubiera encontrado; habría estado casado antes de que tú fueras mujer.

MunanBaardssoen había contado a Cristina que Erlend había cuidado a su amigo de día y de noche, como una madre cuida a su hijo; durante todo el invierno en que Sigmund había vomitado sus pulmones y su sangre, Erlend permaneció en la cabecera del enfermo.

Y cuando Sigmund Torolfssoen estuvo ya enterrado en la iglesia de Halvard, Erlend iba a visitar su tumba mañana y tarde, llorando sobre su losa sepulcral. Nunca Erlend habló de Sigmund a Cristina.

Sin embargo, fue en la iglesia de Halvard donde Erlend y Cristina se citaban durante aquel invierno de locura en Oslo, y Erlend jamás había dicho una palabra de la presencia, en la iglesia, del ataúd donde descansaba su mejor amigo...

Erlend había llorado a su madre con la misma desesperación. Casi perdió la razón con la muerte de Orm. Pero no mencionaba jamás a la muerta. También sabía Cristina que su marido había ido a la ciudad a visitar a Margret, aunque guardara silencio en lo que concernía a su hija.

Arriba, junto al guardamano de la espada, había unas palabras grabadas en la hoja. Al parecer, eran inscripciones rúnicas, que ni Cristina ni Arne sabían leer.

Pero el fraile tomó la espada y la miró atentamente durante unos instantes.

—«Pactum serva» —dijo por fin—; lo que significa en lengua vulgar: «Sé fiel a tu juramento».

La mayor parte de las tierras de Cristina en aquella región del norte, regalo de bodas de Erlend, habían sido dadas como garantía y pérdidas, según decían Arne y fray Leiv. Tal vez pudiera recuperarse algo. Pero Cristina no quiso ni oír hablar de ello. Había que salvar el honor ante todo. No aceptaría que se discutiera la legalidad de los procedimientos de su marido, y estaba harta, mortalmente cansada de escuchar a Arne, pese a su buena intención.

Cuando, por la noche, había regresado a su domicilio, tras haber acompañado al fraile para darle las buenas noches, Cristina se había echado de rodillas ante Dama Gunna y había apoyado su cabeza en el pecho de la anciana. Esta había levantado el rostro de Cristina. Dama Gunna tenía rasgos acusados, estaba hinchada y tenía la tez amarilla. Tres profundas arrugas surcaban su frente, que parecía de cera. Sus bondadosos ojos azules, de penetrante mirar, estaban algo hundidos; sobre su boca, desdentada, caían largas cerdas de bigote.

Este rostro se había inclinado sobre Cristina más de una vez en las horas de angustia. Dama Gunna había estado a su lado en el nacimiento de cada uno de sus hijos, excepto en el de Lavrans, porque entonces Cristina estaba en su casa, junto al lecho de muerte de su padre.