Crónica y Mirada - María Angulo - E-Book

Crónica y Mirada E-Book

María Angulo

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Beschreibung

En tiempos de periodismo exprés, deberíamos celebrar la existencia de un género como la crónica

Cultivar la crónica exige un esfuerzo por agotar todas las preguntas posibles en torno a un acontecimiento, por comprender sus aristas, por escuchar todas las voces y por desterrar nuestros prejuicios. Luego, el cronista no debe detenerse hasta encontrar la mejor manera de narrar los hechos. Este volumen nos habla de las herramientas de las que puede servirse un periodista para cultivar una voz propia. El punto de vista teórico de algunos investigadores, como Jorge Carrión y Roberto Herrscher, entre otros, se complementa con las crónicas de autores como Juan Villoro, Martín Caparrós y Leila Guerriero, que nos ofrecen un punto de vista más práctico.

CRÍTICAS

- "Un compendio de voces autorizadas y ejemplos ilustrativos que sin embargo rompe las costuras académicas para seducir a todo tipo de lectores" - PlayGround

- "Porque es un libro que no solo satisface una demanda creciente por fijar ciertos postulados esenciales de la crónica, sino que ofrece ideas innovadoras y estimulantes sobre los nuevos derroteros que, es de esperarse, podríamos asumir a partir de ahora." - Gabriela Wiener, fronteraD

LA AUTORA

Doctora en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma de Madrid. Profesora de Periodismo de Investigación en la Universidad de Zaragoza. Coordinadora de los libros Periodismo literario: Naturaleza, antecedentes, paradigmas y perspectivas (2010), de la antología Artículo femenino singular. Diez mujeres esenciales en la historia del articulismo español (2011) y del libro Crónica y Mirada (2013)

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CRÓNICA Y MIRADA

María Angulo (coordinadora)

primera edición: octubre de 2013

Copyright de los textos: © María Angulo, Maite Gobantes, Roberto Herrscher, José Miguel Rodríguez, José María Albalad, Jorge Carrión, Leticia García, Pilar Irala, Sofía Lázaro, Natalia Corbellini, Eduardo Fariña Poveda, Martín Caparrós, Juan Villoro, Leila Guerriero, Alba Muñoz, Roka Valbuena, 2013

Copyright de la edición: © Libros del K.O., S.L.L., 2013

C/ Príncipe de Vergara, 261

28016 Madrid

[email protected]

www.librosdelko.com

Coedición

D.R. © UANL

Universidad Autónoma de Nuevo León

Padre Mier No. 909 Poniente,

esquina con Vallarta Centro,

Monterrey, Nuevo León, México,

C.P. 64000

Tel. (5281) 8329 4111

Fax (5281) 8329 4095

www.uanl.mx/publicaciones

[email protected]

isbn: 978-84-16001-01-9

depósito legal: M-24240-2013

código bic: DNJ; GTC

diseño de colección: Carlos Úbeda

diseño de portada: David Sánchez

corrección: Zaida Gómez Goñi

«Hoy tengo la conciencia de que una forma de ver es una forma de ser», (Alberto García-Alix, De donde no se vuelve, 2008).

PREFACIO. MIRAR Y CONTAR LA REALIDAD DESDE EL PERIODISMO NARRATIIVO María Angulo Egea

Los cronistas utilizan la mirada con más intensidad que la pluma o las teclas del ordenador. Saber qué mirar. Saber cómo mirar. Pero decir «mirar» no es decir mucho, porque «mirar» no es ver, es pensar. Es centrar, focalizar, encuadrar. Mirar también es escuchar, que no oír. Poner una voz en off para hacer oír la de los verdaderos protagonistas. Mirar es atender a los lados sin perder de vista el frente. Prever el futuro y echar un vistazo atrás de vez en cuando. Mirar es documentarse y reportar, adentrándose en las vidas ajenas a través de zoom in y realizar panorámicas desde la distancia mediante zoom out. Es un juego intradiegético y extradiegético que permite la narrativa, desde el multiperspectivismo temporal (Marta Lazo: 2012). Mirar es no despreciar los tiempos: pasado, presente y futuro. Mirar es traducir. Es percibir los espacios, atender al ángulo muerto, al fuera de campo, a lo liminar, a la fisura. Mirar es contar con estas variables espaciotemporales, cuando parece que la ceguera cotidiana se ha generalizado por saturación informativa. Cuando parece que el interés se centra en la actualidad y que hubiéramos puesto el piloto automático, dejando de ver, un punto, una meta: el progreso, que prohíbe volver la mirada atrás y abajo. Arriba y delante es donde está el objetivo (Cabrera: 2009).

El cronista se toma su tiempo. Hurga en el pasado. Cambia el foco y se ocupa de los márgenes, de las historias de vidas mínimas (que se vuelven máximas), para tratar de comprender, para dar cuenta de los porqués del presente y de los posibles futuros, de los límites y de sus formas. Eso parece significar «mirar» en periodismo narrativo. Mirar para poder contar, para ordenar el caos. Mirar para percibir de manera participante, mediante la interacción con escenarios y públicos, que hace partícipe y actante al autor, como creador y sujeto activo del contenido, que narra e interpreta y del que se reapropia bajo un prisma analítico y crítico de lo que le brinda la realidad circundante para posteriormente diagnosticarla y pronosticarla (Marta Lazo, 2005: 46). Mirar también para denunciar. Una mirada continua que otorga sentido a lo real. Una mirada de plano y contraplano, con al menos un sentido.

Partimos de que nuestra visión de la realidad es un retazo, un fotograma, un frame. Y la ciencia aún desconoce cómo pasamos de la materia objetiva a la imaginación subjetiva, a la consciencia, al darse cuenta, qué es lo que reconoce el mundo, lo que lo explica, lo que dirige nuestro comportamiento. Sabemos que no hay otra mirada que la mirada consciente y que no puede dejar de ser subjetiva. Y seguimos, sin embargo, rasgándonos las vestiduras cuando emergen los términos «subjetivo» y «sujeto» en Periodística. ¿Quién si no un individuo puede mirar y ver correlaciones, relaciones causales? ¿Quién si no puede interpretar el sinnúmero de informaciones que recibimos constantemente? Desde el periodismo narrativo, este macrogénero de autor, se asumió hace tiempo esa subjetividad y no solo no se oculta, sino que se reivindica como la única forma honesta de presentar lo real para que deje de ser un desierto y se pueble de figuras y paisajes que lo doten de sentido.

La consciencia de que estamos en un universo artificial y globalizado; en un universo mediático, es lo que da pie a esa irresistible urgencia de «retorno a lo real», de recuperar un asidero firme, como filosofa Slavoj Žižek (2005) al tomar como punto de partida para sus disquisiciones la emblemática frase de «Bienvenidos al desierto de lo real» con la que Morfeo saluda a Neo, dos de los personajes de la película Matrix. Esta ansiedad social de realidad, o de apariencia de realidad, o de signos que suplantan y mejoran lo real, está beneficiando a la no ficción, al periodismo narrativo. Y hay que aprovecharlo.

La mirada y la voz del cronista se reciben como certezas. Nos rescatan de la ambivalencia, nos devuelven parcelas de lo real, de conocimiento, y sus voces se nos muestran confiables, basadas en la experiencia. Ante la velocidad y ansiedad informativa, ante el despliegue de subjetividades, de opiniones fugaces, ocurrentes y lúcidas, el cronista mira en profundidad. La crónica emerge pausada, analítica, reflexiva, informativa y honesta, luego real. Y eso, sea cierto o no, nos satisface, nos calma, aunque el mensaje pueda ser revolucionario, obsceno, controvertido o doloroso.

El escritor y crítico de arte John Berger ya reveló hace tiempo, en Modos de ver (1974), cómo nuestra forma de mirar afecta a nuestra manera de interpretar y de comprender la realidad. En un estudio posterior titulado sencillamente Mirar (1987) y dedicado principalmente al arte de la fotografía, establece una distinción, dos modos de mirar: accidental y esencial. Una distinción que considero productiva y trasladable a las formas de mirar y de contar de la crónica. Para empezar, Berger le adjudica, como no podría ser de otro modo en arte, pero que no suele suceder así en periodismo, estas formas de mirar a dos sujetos, a dos fotógrafos: Henri Cartier Bresson y Paul Strand. Afirma el crítico que el ideal de la fotografía, dejando a un lado por un momento la cuestión estética, es atrapar un momento histórico (Berger, 1987: 50) y es esto lo que revelan las fotografías de uno y de otro. Salvo que su forma de representar esa realidad, ese momento histórico, es divergente. Cartier Bresson juega con lo accidental, busca lo espontáneo: ese momento en el que está a punto de suceder algo relevante o en el que ya está sucediendo. Es un instante significativo, clave, una fracción de segundo rescatada. Esa imagen contiene en sí misma la narración, el discurso, el momento histórico que se quiere plasmar y contar. Parte de lo anecdótico para trascenderlo.

Por el contrario, Paul Strand se aproxima a la realidad de una forma documental. Evita lo pintoresco, lo panorámico; busca la ciudad en una calle; la esencia de un pueblo en la cocina de una casa. Sus imágenes se introducen en lo particular de tal modo que se revelan como parte de la corriente cultural e histórica que corre por las venas de esos sujetos1.

Los cronistas, en sus crónicas, participan de estos dos modos, accidental y esencial. Tenemos anécdotas estimulantes que cuentan microhistorias fundamentales y también existen retratos frontales deliberados en donde se nos presentan todas las superficies posibles de un acontecimiento. Retratos que nos muestran sujetos que empiezan a hablar y que van a dar lugar a una historia. Y hay crónicas, las más, que combinan ambos modos; que parten de lo accidental para ir transitando hasta esa otra mirada esencialista.

Al igual que los modelos de Paul Strand confiaban en «que él sabría ver la historia de sus vidas» (Berger, 1987: 50), los sujetos que observan y cuentan las crónicas terminan por confiar en sus cronistas. Y este es un asunto fundamental que emerge de las crónicas y que nos hace como lectores confiar también en la mirada y la narración de los cronistas. Porque todos somos conscientes, cuando estamos frente a una crónica literaria, de los ritmos y de los tiempos que exige el trabajo consistente, pensado y bien hecho. Porque todos vemos de pasada (aunque no nos paremos a mirar, a reconocer) a aquellos sujetos que protagonizan las crónicas, y los temas y los problemas sociales, políticos, económicos y, sobre todo, humanos en los que repara el periodismo narrativo. Los cronistas nos muestran todas esas variables que componen el mundo. Tratan de acompañar cada caso del mayor número de capas expresivas posibles; del mayor número de fuentes, de testimonios y de posibilidades reflexivas viables. Porque la mayoría de las veces no percibimos lo que sucede a nuestro alrededor, aunque nos pasemos el día filtrando y filtrando datos. No se hacen conscientes a nuestros ojos, a nuestro entendimiento. Pero los cronistas, como los magos con sus trucos, con sus herramientas discursivas, con su mirada aguda, ponen de manifiesto esa realidad. Nos pasan la pelota y nos toca jugar con ella. Nos proponen escoger una carta nos guste o no.

La crónica nos informa desde el análisis de la realidad circundante, cercana física o territorialmente; o lejana pero próxima cultural, humana o emocionalmente. Pero ¿cómo a estas alturas dejamos que nadie nos diga qué debemos y cómo debemos mirar?; y ¿cómo permitimos que alguien nos coja por las solapas, nos zarandee con pedazos de realidad, bellos, intensos, conflictivos y humanos?

Por un lado, por lo señalado arriba, porque cuando estamos en nuestro tiempo productivo (prácticamente todo el tiempo del que disponemos) no nos interesan esos pedazos de realidad lo suficiente como para «perder el tiempo». Pero, sin embargo, no estamos tan ciegos como para no verlo necesario, o como para, digámoslo claramente, «curarnos en salud» (sobre todo porque el trabajo del cronista suele realizarse por amor al arte o a coste cero), y además nos distrae o nos calma la sed. Delegamos esa función de ir más allá, de tomarnos el tiempo para mirar, para pensar en otros, en profesionales o en expertos, porque en esta sociedad fragmentada en especializaciones tan concretas, tal y como señala con ironía Laurie Anderson en una de sus canciones: «Now only an expert can deal with the problem. Only an expert can see there’s a problem»2. Y menos mal que siempre hay quien ejerce bien su profesión y qué peligroso puede ser, por otro lado, delegar en otros la capacidad de pensar y de indicarnos qué y cómo debemos mirar.

La mirada deseante y el periodismo de estilo

Por encima de toda crónica observamos un halo de verdad, de sinceridad que nos llega de forma explícita de la mano de un sujeto (de ahí, ese rasgo clave de honestidad que trasciende), que mira, que piensa, que desea, que reconoce y se declara profesional del voyeurismo.

Los cronistas son expertos voyeurs. De hecho es su deseo el que aprehendemos. Es su pasión por desnudar los cuerpos, las entidades, los territorios, los conflictos, lo que nos transmiten. El cronista mira y piensa, pero acto seguido desea y reconoce. Su retina se estimula en función de un catálogo, de su base de datos, de su bagaje personal y escoge así un pedazo de lo real. Desde el deseo, la inquietud, la sempiterna curiosidad del periodista por asimilar, por descubrir, por conocer, es como se concibe una buena crónica. ¿Qué hay más estimulante e interesante que aquello que se nos cuenta desde el deseo, desde la pasión? Una pasión en este caso por lo real. ¿Qué hay más verdadero que aquello que emerge emotivamente razonado? Razonado desde una subjetividad que se emociona ante lo real. El cronista desde el inicio nos dice: este soy yo, mirando, con mis obsesiones, mis prejuicios, mis limitaciones, mi identidad, mi sexualidad; y escojo esta parcela que acoto conscientemente porque sé que es la única forma que tengo de llegar a vislumbrar algo de verdad; el único medio de interpretar con cierta propiedad esta realidad. Y es esta postura pretendidamente honesta y esa fragmentación de lo real lo que convierte a nuestros ojos una crónica en verdad, en un testimonio sincero. Lo que nos permite confiar en esa palabra, en ese relato sesgado de lo real.

Son muchas las estrategias narrativas para crear esas subjetividades, para lograr un yo narrador, un sujeto medianamente original, desde el que se enuncia el relato. La crónica toma de la literatura, más que del periodismo, ese afán por conseguir un estilo autorial reconocible. Una marca, un sello de autor. «Cualquiera escribe bien, pero no cualquiera tiene su estilo», comentaba Alberto Salcedo Ramos en una entrevista para Domadores de Historias. Conversaciones con grandes cronistas de América Latina (2010). Y especifica:

El estilo es la identidad del escritor. Si yo le mostrara a cualquier lector aplicado las siguientes líneas que describen a Julio Cortázar, seguramente descubriría en el acto que su autor es García Márquez: «Tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo». Al comienzo del cuento de Emna Zunz, cuando ella guarda en el cajón el papel en el que avisan que su padre ha muerto, parece que empezara a ver los hechos ulteriores. En ese punto el autor desliza esta puntada soberbia: «Ya era la que sería». ¿Quién no reconoce en esa frase, de inmediato, el sello de Borges? No son muchos los escritores capaces de forjar un estilo fácilmente reconocible a primera vista (en Aguilar, 2010: 210).

Una crónica es en primer término una forma de mirar que encuentra un estilo de narrar. Una vez que se encuentra esa voz, que reproduce una particular forma de mirar, digamos que se exploran posibilidades, herramientas, recursos. «No hay temas, hay autores. El punto es tener una mirada. La mirada de un tipo que sabe contar». Leila Guerriero sentenciaba el debate sobre si hay temas específicos para tipos de periodismo, para géneros periodísticos, en el encuentro titulado «La literatura y las cosas» que se celebró a finales de noviembre de 2011 en la Casa de América de Madrid bajo el auspicio de la Fundación Tomás Eloy Martínez. La periodista argentina no podía estar más disconforme con que el asunto fuera el que condicionara la forma de hacer periodismo. No existe un hecho que encuentra su forma narrativa; lo que existe es la mirada del periodista que detecta un asunto, descubre un tema y encuentra la voz personal, «intimista», según la denominaba Mark Kramer en sus «Reglas quebrantables para periodistas literarios» (2001). Una voz con la que contarnos una verdad. Una verdad incuestionable por subjetiva, por vivida, investigada, entrevistada, documentada, pensada, elaborada, estructurada y, especialmente, narrada. El mexicano Sergio González lo expresaba de otro modo: «Uno no elige los temas, los temas lo eligen a uno» (en Aguilar, 2010: 151).

Tener voz no significa opinar. Tener voz significa tener un discurso competente y autorizado sobre un hecho, sobre una materia, sobre una verdad. Tener la información, saber interpretarla pero, sobre todo, saber contarla. La voz del periodista no debe juzgar ni adoctrinar. La voz del periodista se presenta como una tabla de salvación. Exageremos, ¿por qué no? Es ese texto en el que nos apoyamos para aprehender la realidad. Es la mirada que nos estructura los hechos y los presenta humanos, comprensibles. En el maremágnum de datos y hechos informativos actuales alguien tiene que contarnos lo que está pasando. Tiene que transformarlo en saberes, en experiencias que podamos asimilar y entender. El cronista es la voz que nos acerca al otro desde la empatía, o la mirada que nos distancia irónicamente. Hay voces como sujetos. Miradas como periodistas. Periodistas como autores. Desde la voz cruda y taxativa con la que Leila Guerriero realiza su perfil al escritor Nicanor Parra (recogido en este libro), pasando por la mirada escéptica y pretendidamente ingenua de Martín Caparrós en su entrevista a Sergio Schoklender (Pamplinas, blog del autor); el tono testimonial y diarista de Jorge Carrión en La piel de la boca (2008); la desinhibición y el paroxismo de Gabriela Wiener en Sexografías (2008); el desparpajo e inconformismo del columnismo de Maruja Torres; la equidistancia de John Hersey en Hiroshima (2002); la actitud de denuncia, la palabra acusadora y la entereza narrativa de Diego Osorno en La guerra de Los Zetas (2012); hasta el yo confesional (más o menos agobiado) de las crónicas metadiscursivas de Carlos Monsiváis (Linda Egan, 2004: 194).

La voz es la marca. El rasgo diferenciador que nos atrapa de estos reportajes, crónicas, artículos, narraciones. Visiones del mundo.

Las vidas modélicas no están de moda

La sed de realidad ha ido in crescendo desde finales del xx hasta la actualidad. La no ficción florece y conquista un terreno antes ocupado de manera casi exclusiva por las historias de ficción. Si la modernidad se asentó en la ficción, en la novela como género matriz, y llenó el mundo de proyectos, de ideales, de utopías, de futuribles, y posteriormente de romanticismos y de realismos, en la actualidad lo que se busca ansiosamente son experiencias directas de realidad. Albert Chillón (1999) las agrupaba bajo la denominación de literaturas facticias, en donde entra todo lo testimonial: biografías, memorias, diarios, ensayos, podríamos añadir ahora blogs, y desde luego el periodismo literario. Nos atrae incluso esa realidad extrema que por natural, por salvaje, por brutal, solo podemos aprehender convirtiéndola en ficción (Badiou, en Žižek, 2005: 11), asimilándola como si se tratase de algo mediático o virtual como pueda ser la imagen de las Torres Gemelas derrumbándose (que apelan más al cine de catástrofes naturales, de ataques terroristas y de la ciencia ficción).

Pero si, por un lado, está la realidad extrema que nos subyuga, por otro, hay una realidad cotidiana, mundana, que nos alimenta a diario, que abre nuestro «apetito voraz» por consumir vidas ajenas y reales, como señala Paula Sibila (2008). Hemos abandonado el placer por saber de vidas ejemplares o heroicas3. Julio Villanueva Chang apuesta por la excepcionalidad de figuras conocidas como las que recoge en sus Elogios criminales (2009): Gabriel García Márquez, Ryszard Kapuściński o Ferran Adrià, entre otros. Verdaderas disecciones que nos muestran un lado oculto, desconocido del personaje público; que nos revelan otra verdad. Como señala Jon Lee Anderson en el prólogo, estos perfiles guardan en común con el cronista un perfeccionismo obsesivo que «crean en los márgenes de un mundo conocido y que viven en una suerte de crepúsculo perpetuo, ocultos detrás de sus mitificadas imágenes públicas» (Villanueva, 2009: 9-10).

El foco se ha girado hacia lo marginal, hacia el reverso del mundo, sin que ello nos impida dejar de perseguir a la figura extraordinaria, para encontrar al ser humano e intentar descubrir algo esencial en esa persona; algo que nos invada, que nos permita entender y asimilar la genialidad; que nos acerque esa figura. Leonardo Faccio (2011) nos descubre la monotonía y el aburrimiento en el que vive sumergido un crack del fútbol como Leo Messi. Como señala el editor de Etiqueta negra, y es aquí donde está la clave para profundizar en el otro: «De cerca nadie es normal» (Villanueva, 2006: 42). Hay que explotar esa veta.

A veces de puro marginal se ha llegado al freak. En gran medida por la generalización del término para designar a «extraños», «extravagantes», «tímidos exagerados». A aquellos que tienen dificultades para relacionarse con su entorno. Pero el frikismo es uno de los riesgos que afecta al periodismo narrativo, y es que la búsqueda desesperada del personaje singular puede empujar hacia la intrascendencia. Huir del frikismo y del tipismo también, porque el localismo extremado, la descripción de un tipo particular, sin otro vuelo, sin otra trascendencia, encorseta, petrifica y redunda en el cliché, en el tópico de cartón piedra.

Hay una auténtica avalancha de perfiles, casi más que de reportajes novelados (siempre poblados en cualquier caso por extraordinarias semblanzas). La argentina Leila Guerriero parece haberse especializado en este género. Primero con Frutos extraños (2009, 2012 en España) y recientemente con Plano Americano (2013). Los dos volúmenes están plagados de perfiles. Los dos títulos: Frutos extraños y Plano americano representan muy bien la esencialidad que recorre a cada ejemplar. El primero de los libros recupera para la sociedad personajes de la calle, nada o poco conocidos, como «El gigante que quiso ser grande», como «Pedro Henríquez Ureña: el eterno extranjero», como «El amigo chino», como «El rey de la carne», como «El clon de Freddie Mercury», como «René Lavand: mago de una sola mano», como «El hombre del telón», como la asesina que protagoniza «Tres tristes tazas de té». En Plano americano, sin embargo, la cronista retrata a los famosos, a grandes nombres como los escritores Nicanor Parra, Fogwill, Ricardo Piglia, Roberto Arlt, y a artistas de diversos ramos, como Marta Minujín, la cineasta Lucrecia Martel, o el cantante Facundo Cabral, entre otros. Incluso rescata a un periodista: Homero Alsina Thevenet. El comienzo de este perfil es sintomático de lo que se entiende por periodismo narrativo. Se nos aportan los datos necesarios para poder situar al personaje (uruguayo, periodista, crítico de cine), claro está, pero se nos presenta al sujeto en acción, en una escena, en un momento de su vida fundamental: se está muriendo, y nos lo cuenta en primera persona:

Tres años atrás, en su casa de Montevideo, Homero Alsina Thevenet —uruguayo, periodista, crítico de cine— sintió que se moría. No fue una metáfora ni algo pasajero. La asfixia empezó en la cama y él, ciego de miedo, se arrastró hasta el living y encendió el nebulizador. —Eran las tres de la mañana. Me recuerdo a mí mismo sentado acá, jadeando durante largo rato. Mascarilla, jadeo, jadeo, jadeo. Estaba completamente lúcido, y sabía que me estaba muriendo. Ese día Homero Alsina Thevenet tenía 80 años, sesenta y cinco de carrera periodística, era el crítico de cine más riguroso del Río de la Plata, era un genio, y el fundador del suplemento cultural más sólido —e improbable— del Río de la Plata. Y esas eran algunas —solo algunas— de todas las cosas que había hecho Homero Alsina Thevenet el día que se estaba muriendo. De todas, fumar fue la única que casi lo mata (2013: 132).

Son especialmente productivos los perfiles en la rama de la crónica negra o policial. El cronista Rodolfo Palacios se ha especializado, desde que publicó El ángel negro. Vida de Carlos Robledo Puch, asesino serial (2010), en hacernos comprensibles las vidas, motivaciones y circunstancias de asesinos y ladrones, de estas Adorables criaturas (como titula uno de sus últimos libros de crónicas, 2012). A sangre fría nos conmovió hace tiempo sobre todo por el retrato detallado de los asesinos. Por la habilidad con la que Capote recoge el devenir y las inquietudes de Dick y Perry. Por cómo desbarata la narración oficial, la mirada oficial, y nos pone delante la discursividad homicida: la de los asesinos y la del Estado.

Lo modélico e incorruptible nos espanta o nos hace levantar la ceja de la sospecha. No nos creemos la perfección, nos resulta mucho más convincente y real el diferente, el neurótico, la histérica, el suicida, hasta el asesino. Hemos incorporado todas esas patologías hasta convertirlas en normalidad o en ejemplos de seres excéntricos, que se nos presentan a veces hasta liberados, por ajenos a las normas del sistema, cuando en verdad son las construcciones disfuncionales de este mismo sistema. Paula Sibila (2008: 41 y 45) apunta además el desplazamiento que se ha producido hacia la intimidad:

Una curiosidad creciente por aquellos ámbitos de la existencia que solían tildarse de manera inequívoca como privados. A medida que los límites de lo que se puede decir y mostrar se van ensanchando, la esfera de la intimidad se exacerba bajo la luz de una visibilidad que desea ser total (...). Los acontecimientos relatados se consideran auténticos y verdaderos porque se supone que son experiencias íntimas de un individuo real.

Se está dando un desembarco de la intimidad en los medios, en el periodismo literario. No como refugio o como claudicación. Lo subjetivo, muchas veces codificado por lo emocional, se entiende como un testimonio, como una experiencia de vida y, por lo tanto, como verdad, como realidad. Una mentira en este terreno es imperdonable. No se puede romper el pacto de lectura.

El poder civilizador de la empatía

Sujetos y subjetividades deudores de una época. Construcciones históricas lógicamente4. En primer término, y en la actualidad, nos encontramos en las crónicas con un rasgo civilizador común a todas estas subjetividades: la empatía. Los modos serán variados, pero esta condición empática es recurrente. Y funciona en dos direcciones: del narrador hacia el sujeto que retrata y del narrador hacia el lector. Empatía que se vuelve normalmente recíproca, claro está. No hay nada más actual, más productivo, que resultar empático con el otro. La presentación en público siempre debe ser de igual a igual, salvo que se trate de un ser poderoso, que entonces [se] subordina toda la empatía en lograr la conexión directa entre el cronista y el lector, normalmente por medio de la ironía, por la que cronista y lector comparten información reservada, y aquel le concede a este el poder de descifrar el sentido último. De no ser así, lo frecuente es que se busque el trato horizontal con el otro. En especial, si estamos ante un retrato de la marginalidad, en cualquiera de sus variantes. Si esta cercanía resulta imposible, por increíble, por inverosímil, entonces, se remarca la distancia: se hace explícita la dificultad de comprensión, el choque cultural e incluso la ignorancia en un momento dado. Lo que revierte nuevamente en un factor de empatía con el otro sujeto que completa la crónica: el lector.

Esto en cuanto al sujeto cronicable, al objeto de la crónica. Pero con respecto a la búsqueda de empatía con el lector, se trata de aplicar de manera más o menos consciente el recurso de captatio benevolentiae. Hay que atraer la atención y la buena disposición del público, del lector, de la audiencia o del espectador, según el canal o el medio desde el que se proyecte la crónica literaria5. Hay que desarticular en primera instancia las barreras del receptor y ahí el despliegue de medios es variado.

Lo primero suele ser poner en tela de juicio los elementos constitutivos de una crónica. Para empezar la posibilidad misma de aprehender la realidad, de conocerla. El sujeto cronista, el narrador, no es omnisciente, no lo sabe todo, le confiere credibilidad a la idea de work in progress, de la duda, del proceso de iniciación, en busca de esa benevolencia, de esa empatía en primer grado. Y en segundo grado, porque el proceso ya lo entendemos todos como opción creativa, y desde luego como posibilidad discursiva periodística.

El viajero actual, por ejemplo, no representa al sabio aventurero, aunque pueda serlo. Nunca se mostrará así en pleno siglo xxi. Y desde luego se aleja lo más que puede de todo lo que resuene a exotismo. El cronista de viajes, narrador actual, se conforma en el lenguaje. Y muchas veces se nos puede presentar en la duda, aunque luego su discurso pueda ser rotundo y sin fisuras. Es un viajero autoconsciente del cambio, del movimiento, reflexivo. Jorge Carrión (2007:33), que viene trabajando a fondo la narrativa de viajes desde hace tiempo, denominaba a estos cronistas de viajes actuales: metaviajeros. El viajero actual, señala, «no descubre un lugar, no ya para el mundo, sino siquiera para sí mismo. El metaviajero de nuestra posmodernidad última no va, regresa».

En otras ocasiones, el cronista puede mostrarse torpe y ridículo. El periodista clown, como lo define María Moreno al hablar del patrón que adopta la cronista Sonia Budassi en Mujeres de Dios (2008) y que reproduce nuevamente con eficacia al adentrase en el terreno del fútbol, que, como antes en el de las monjas, le resulta especialmente ajeno, en Apache (2010). A veces el cronista refleja hasta su desgana ante la realidad que le toca cubrir: «Hago esto porque no me queda otra», dice Laura Meradi en Alta Rotación. El trabajo precario de los jóvenes (2008) antes de transformarse en el personaje que debe encarnar para denunciar la situación laboral de precariedad de los jóvenes: «Salgo a la calle vestida de oficinista», «me siento mentira», «tengo cara de animal». También surge la confusión, las incertidumbres y miedos, como explicita Cristian Alarcón en Si me querés, quereme transa (2010: 219):

Cualquiera podría imaginar a un autor temeroso en medio de una ardorosa investigación sobre narcos, acosado por los secretos del negocio, la paranoia de los capos, el pérfido interés de los jueces y la policía en sus archivos. Nadie apostaría a que el miedo a chocar y quedar atrapado entre latas de carrocería fue el único que me atravesó en estos cuatro años de inmersión.

Y puede aparecernos un cronista desbordado, intimidado por la hostilidad y el peligro externo. Alba Muñoz, en el fragmento que rescatamos para este libro de su crónica extensa, Ónix. Tráfico de mujeres en Bosnia-Herzegovina, está expuesta y se muestra temerosa y acongojada:

Permanezco arrinconada al lado de la ventana. Desde que Muhammad se ha ido Ramo ha cambiado su mirada. Me ha sonreído de una forma forzada, teatral. Cuando el tren vuelve a arrancar noto que Ramo me clava los ojos sin piedad. Yo lo observo, sin perder detalle, a través del cristal oscuro. Pasamos así mucho rato, quizás una hora. Tengo miedo de girarme, mirarle a los ojos y que no aparte su mirada. Tengo miedo hasta de que me encuentre en el cristal. Ramo no deja de observar mis piernas, todo mi cuerpo, de los pies hasta la cabeza. Yo me repliego, me vuelvo compacta, intento convertirme en un cubo de chatarra sin fisuras.

Martín Caparrós también aparece vulnerable en ese fluir de la conciencia que envuelve gran parte de su producción como cronista. En diálogo consigo mismo, en lucha con su pensamiento. En Contra el cambio (2010: 46) reflexiona al final de la primera crónica:

A veces, en algún momento de estos viajes, tengo la sensación de que estoy a punto de entender algo. Algo amplio, general, revelador, algo así como para qué somos o estamos. Por supuesto, nunca sucede. Entonces me pregunto de nuevo para qué lo hago —y no me lo contesto: nunca me lo contesto, balbuceo, me doy largas, me guiño un ojo como quien dice callate pibe tranquilo pibe todo bien, tranquilo—. Y pienso que me encantaría tener la excusa del dinero para hacer estas cosas; el dinero es la respuesta más fácil a casi todas las preguntas; no, lo que pasa es que me pagan muy bien, necesito la plata. El dinero —la necesidad o la apetencia del dinero— te evita tantas dudas y, sobre todo, el insistente y sibilino ataque del quobono: ¿qué carajo hago esta noche en este barcito de Manaus? Tengo que suponer que estoy porque me gusta —y eso es difícil de aceptar—. El dinero es más fácil. O, si no, una creencia.

Y frente a la duda o la vulnerabilidad explícita, también los hay que recurren a la ironía, como es el caso de Juan Villoro en la crónica que recoge este volumen. Este mexicano es un genio de la ironía y el humor. «Escape de Disney World» nos provoca la carcajada:

Confieso que pasé por todas estas fases del lugar común y subí con mi hijo a un vagón vagamente vaquero que subió y bajó rieles en espiral hasta demostrar que la verdadera emoción consistía en recorrer de espaldas una rueda de trescientos sesenta grados. Mientras apretaba los dientes en lo alto, también me apretaba el pecho para que no se me cayeran las tarjetas de crédito. La imagen revela algo más que los miedos del ciudadano capitalista ante el desplazamiento inmoderado: Disney World te sacude como un muñeco de caricaturas hasta sacarte el último centavo.

Ironía de la que se sirve para hablar de sí mismo en tercera persona, en diversos momentos en la crónica, y para burlarse de la situación, adoptando cierta distancia. Una distancia simbólica y afectiva que muestra el autor en relación con el fenómeno que describe. El cronista adopta la misma mirada que un crítico cultural de la Escuela de Frankfurt: ve lugares comunes, miedos del ciudadano capitalista y síntomas de la alienación, no ve un parque de atracciones. Aquí la experiencia aparece completamente codificada por una prevención cultural. Esta es también una forma de mirar. Es una reafirmación de estatus, principalmente cultural y en segunda instancia de clase, que resulta enormemente productiva en esta crónica. El drama no hubiera tenido sentido. Se trata de llorar, pero de risa. La autoparodia puntual del cronista en diferentes momentos le da licencia para ser mucho más incisivo con el entorno que retrata. Roka Valbuena explota también estos recursos y se presenta a sí mismo en tercera persona. Lleva a cabo una crítica irónica a lo parvenu con dinero pero sin clase en esta crónica que publicamos, «Glamour sobre ruedas»:

Incluso al lado de este reportero hay un norteamericano oriundo de Kansas y cuyo vestuario se puede evaluar intuitivamente en mil quinientos dólares. Y a su otro lado, bebiendo whiskey, está el gerente de ventas de Porsche para Latinoamérica, cuyo vestuario también se puede evaluar en mil y tantos dólares y cuya residencia actual es Miami y, bueno, en ciertos sectores de Miami es de pésimo gusto vestirse por menos de mil y tantos dólares.

Y los hay que extreman la tensión y aparecen displicentes o cínicos. Es ahí donde radica su atractivo. El caso más extremo fue el del periodista gonzo Hunter S. Thompson que con Miedo y asco en Las Vegas cuenta las sensaciones que puede provocar este lugar y sus gentes, pero también funcionan como síntomas atribuibles al sujeto de la narración. La simbiosis sujeto-objeto es tal que generar afinidad o comprensión por alguno de los dos, el periodista-protagonista o las personas-personajes que pueblan el espacio y la crónica, puede entenderse como obsceno. Sin embargo, la crudeza y desproporción de la voz en primera persona, del relato autobiográfico, aporta credibilidad. Su desmesura verbal y su dejadez estilística otorgan espontaneidad y sinceridad a la voz de Thompson. Asistimos de un modo muy señalado al work in progress del periodista. No se trata de un producto acabado. Esta particular proyección tiene algunos seguidores por su narratividad desbocada, su verborrea discursiva, su desfachatez, intromisión y desinhibición. La actitud confrontacional con la que lleva a cabo su personal proceso de inmersión, la introspección, venga o no acompañada por el uso de las drogas y por la descripción de los efectos de las mismas, resulta atractiva y eficaz en algunos casos. Este personalismo puede encontrarse en los textos de periodistas actuales como Cicco, Seselovsky o Juan-Cantavella (Angulo Egea, 2011).

En este dudar, transitar, en este acercamiento cauteloso al territorio que se va a narrar, en el que se adentra el cronista actual, aparece la mirada y la voz. Continuar la crónica siendo un guía, o convertirse en una voz en off, escoger la primera o la tercera persona son opciones que existen. Hay quien se aleja lo más posible, para narrar desde el inicio en tercera persona, o utilizar lo paratextual, como define Gérard Genette (1991) a los prólogos, cuadros, mapas, solapas y demás elementos complementarios al texto, para mostrar desde dónde se escribe y se proyecta una voz. Así surge la voz de la mexicana Marcela Turati en Fuego cruzado (2011). Es un yo sutil que solo se muestra de forma explícita para enfatizar la credibilidad de lo que se está contando, para aportar verosimilitud a un episodio de la guerra del narcotráfico que, como tantos, nos puede parecer una ficción macabra y atroz. Quiere aportar veracidad, por eso emerge. En esta crónica extensa, se percibe un sujeto que tiene muy clara su opinión y que no duda de qué lado está y cómo hay que presentar la realidad de estas víctimas del narcotráfico que retrata y que denuncia. El primer capítulo de Fuego cruzado nos refleja estas maneras. La cronista se muestra de forma explícita para resaltar que está ahí mismo; que el rescatista está hablando con ella (que no cuenta de oídas), que está frente al que tiene los datos y lo ha visto (delante mismo de «la fuente»). En este afán de verosimilitud, también surge la voz del otro en estilo directo y entre comillas. Y justo después, la argumentación de Turati. Diáfana. Taxativa. Veamos el ejemplo aunque muy recortado:

El rescatista descendía por el túnel hacia el hedor acumulado en el fondo; peldaño a peldaño, se sumergió en los 150 metros del viejo pozo clausurado (...). Al fondo del viejo respiradero, en vez de piso encontró un charco de agua estancada del que emergía una montaña formada por bultos parecidos a lomos de cerdos. Pero eran personas. Una pila de restos humanos, entre brillosos y parduscos, con la textura jabonosa de la descomposición. Sus rostros estaban firmados con el rictus de la angustia. Todos con la marca registrada del crimen organizado: las muñecas atadas por la espalda, la cinta canela clausurándoles la vista, el calzón hecho nudo adentro de la boca o el costal anudado a la cabeza al momento de las torturas. (...) Con el número 55 a la intemperie, la misión del rescatista y sus colegas concluyó. Aunque la tarea se le grabó indeleble en los sentidos. (...) Los muertos se le trepaban a las pesadillas; incluso una semana después de esa misión tuvo una. «Se me vino la impresión de los cuerpos, me sentía como muerto, y yo me tocaba y mi cuerpo se sentía igual que ellos, era la misma sensación que se sentía al tocar los de ellos», me contó en un desahogo, en las instalaciones de Protección Civil de Chilpancingo, al cumplirse un mes de la pesadilla. (...) El rescatista, de uniforme rojo, bigote desparpajado y piel morena, no quiso recordar su encuentro con los saldos descarnados de la guerra moderna que se libra en México; tampoco se animó a dar su nombre. (...) A unos metros, en un escritorio contiguo, otro de sus compañeros repasaba en una computadora varias fotografías del infierno captado con celular. (...) Las imágenes dan cuenta de la fosa clandestina más grande de la época reciente: el pozo La Concha, que en lugar de plata albergaba humanos rotos, vidas a media escritura, un yacimiento de dolor acumulado. La noticia del hallazgo, sin embargo, pronto fue sepultada por la procesión de escalofriantes masacres que los mexicanos presenciamos durante 2010. Quedó entre la colección de anécdotas macabras, como una evidencia más de que en las calles andan sueltas jaurías de demonios acabando con sus semejantes, exterminando a otros seres humanos y deshaciéndose de sus cuerpos con la misma facilidad con que se arroja una bolsa de basura. El pozo era una modesta muestra de la orgía de muerte desatada durante la administración de Felipe Calderón; de las más de 28 mil personas asesinadas desde que el presidente de la República arrojó su lanza de guerra contra el narcotráfico (2011: la cursiva es mía).

El protagonismo en la crónica suele escogerse desde el exhibicionismo. Y no está exento de reflejar vulnerabilidad y de arriesgar el propio cuerpo. En este terreno destaca sobremanera Gabriela Wiener con Sexografías (2008), con Nueve Lunas (2010), más recientemente con Mozart, la iguana con priapismo y otras historias (2012), pero también con otras crónicas que viene publicando en la revista Orsai, como «Un fin de semana con mi muerte», o el triplete que ha conseguido con su emotiva historia del regreso a Lima de su mejor amiga, la diseñadora Micaela Ameri, después de largo tiempo como emigrante en España.

El asunto del regreso prácticamente forzado de una migrante a su país ha dado pie a tres crónicas; a tres versiones en función del medio: «Todos vuelven. De Barcelona, España, a Lima, Perú», la versión radiada para Radio Ambulante; «Micaela volvió a Perú», la versión escrita para la revista Anfibia, y, por último, la versión dibujada, la historia llevada al cómic por la revista Cometa. Tres lenguajes, tres medios, un sello: Gabriela Wiener.

Wiener es cien por cien una marca registrada. Ha conseguido que su presencia sea un reclamo. Dímelo delante de ella, una sesión de video-chat en directo con su esposo el escritor Jaime Rodríguez, que vienen presentando en diversas ciudades de España y Latinoamérica, tiene mucho de los rasgos que caracterizan su mirada crónica. Esa exposición pública de lo íntimo, de lo extimista, como define Paula Sibila (2008) a este empleo de lo íntimo como espectáculo, del diálogo y el tono conversacional, la visibilidad de la webcam, la desnudez de lo performativo, la transgresión y la actualización de lo telenovelesco y la fuerza de ese yo poético-narrativo que estructura el discurso son parte de la forma de mirar, de situarse y de contar el mundo de esta cronista.

Crónica y mirada

Este estudio nace de la constatación de que hay que atender a una ingente producción periodístico-literaria; tanto en periódicos como en suplementos y revistas de referencia (TXT, Gatopardo, Etiqueta Negra, Rolling Stone, Poder, El Malpensante, etc.), que nacieron bajo el paradigma de las publicaciones anglosajonas (Esquire, New York, The New Yorker, The Village Voice, Granta, etc.). Y en la más reciente actualidad surgen nuevas apuestas editoriales digitales y en papel: Orsai, Panenka, Jot Down, FronteraD, Anfibia, Periodismo Humano, El Faro, Prodavinci, The Clinic, Marcapasos, Radio Ambulante, Cometa, Números Rojos, Líbero, Arcadia, Pie Izquierdo, El Puercoespín, Coroto, Cuarto Poder, Buen Salvaje, Cuadernos de Básket, Quality Sport, entre otras.

Pero no solo las revistas son un exponente de la riqueza del periodismo literario: los editores y los escritores están en este momento inmersos en un proceso de compilación de antologías de grandes crónicas y reportajes, precedidos de valiosos apuntes históricos. Solo en el mes de marzo de 2012 se publicaron en España dos antologías de crónica latinoamericana actual: una dirigida por el poeta y escritor colombiano Darío Jaramillo Agudelo; y otra, por el escritor español Jorge Carrión.

El buen periodismo también está en los libros, que se han convertido en el medio obligado para aquellos reportajes extensos, que sobrepasan con creces las páginas que puede concederles una revista o suplemento. Son las llamadas «crónicas de largo aliento» en el ámbito latinoamericano. Textos como Si me querés, quereme transa (2010) de Cristian Alarcón, como Solo para gigantes (2011) de Gabi Martínez; las crónicas corales que están surgiendo, sobre todo en México, con el objetivo de contribuir al unísono como periodistas a mostrar las diversas capas de realidad que trajo consigo la crisis del narcotráfico, colaborar en la denuncia de un país sembrado de violencia, pero también ponerle rostro a las víctimas y mostrar las acciones esperanzadoras que surgen por todo el territorio. Libros como Entre las cenizas (2012), volumen coordinado por la asociación mexicana de Periodistas de a pie o como País de muertos. Crónicas contra la impunidad (2011)6; también nos encontramos con las recopilaciones de crónicas de un solo autor como Nuestro Vietnam (2011), de Daniel Riera, o Argentina y otras crónicas (2011), de Tomás Eloy Martínez.

Las editoriales a uno y otro lado del Atlántico están haciendo un hueco a colecciones específicas de no ficción, de crónicas, de reportajes novelados. La nómina de trabajos de calidad es sobresaliente. De ahí la pertinencia de abordar de modo analítico y ensayístico el macrogénero, tal y como lo definió Albert Chillón (1999), del periodismo literario, de la crónica narrativa.

Este estudio pone su acento en la mirada y la voz propia de estos géneros de autor, como aspectos nucleares del periodismo literario, del periodismo narrativo, del Nuevo Periodismo o de la crónica (las denominaciones son y han sido variadas a lo largo de la historia de encuentros y desencuentros entre el periodismo y la literatura). Desde la academia, pero con un pie en la calle, como no podía ser de otro modo dedicándonos al periodismo narrativo, el grupo de investigación de Periodismo Creativo de Aragón venimos trabajando en asuntos claves en este terreno. Primero, se asentaron las bases con Periodismo literario. Naturaleza, antecedentes, paradigmas y perspectivas (2010); luego, se ahondó en la columna que vertebra las crónicas con Contar la realidad. El drama como eje del periodismo literario (2012); y ahora le toca el turno a la subjetividad que conforma la realidad desde el periodismo narrativo: las miradas y las voces, el mirar y el contar crónicos con Crónica y mirada.

Como en los volúmenes precedentes, contamos con trabajos de algunos de los miembros del grupo de investigación, Jorge Miguel Rodríguez, Pilar Irala, José María Albalad y yo misma, pero también con la colaboración de expertos académicos, investigadores y cronistas.

Colaboradores como Natalia Corbellini, de la Universidad Nacional de La Plata, especialista en el escritor Antonio Muñoz Molina; o como Roberto Herrscher, cronista e investigador argentino: autor de la crónica extensa Los viajes del Penélope (2009) y del ensayo Periodismo narrativo (2012), que trabaja desde hace años en Barcelona, como director del Máster de Periodismo de la Universidad de Barcelona.

Y expertos españoles, como el también polifacético Jorge Carrión, escritor, cronista, investigador, crítico literario en numerosos medios y profesor de la Universidad Pompeu Fabra; la profesora de la Universidad de Zaragoza Maite Gobantes, especialista en géneros y volcada en la retórica del periodismo. Completan el volumen las periodistas Sofía Lázaro, admiradora del articulismo de Elvira Lindo, y Leticia García Rojo, devota de la narrativa de Joan Didion; además del poeta y periodista chileno Eduardo Fariña, con quien he trabajado mano a mano en desentrañar al cronista metaviajero de la actualidad.

El libro está estructurado en cuatro bloques, que agrupan y ordenan los diferentes ensayos. De lo general hasta lo particular, por un lado, y de lo teórico a lo práctico, por otro, ya que el último apartado está dedicado a la edición de cinco crónicas que sirven de ejemplo de lo que se viene contando en los estudios y que ponen de manifiesto la importancia y la eficacia de la mirada y la voz narrativa en el periodismo literario.

El volumen queda segmentado del siguiente modo:

1) Recorridos y puntos de vista. Abrimos la cámara para presentar en un plano general: las herramientas narrativas que ahorman las miradas y las voces de estos géneros de autor; la trayectoria seguida y los puntos de vista particulares de los miembros que conforman el New Journalism; la imagen del periodismo y del periodista del siglo xxi en las series televisivas norteamericanas y los nuevos medios de difusión del periodismo literario con el análisis de fórmulas novedosas como las revistas Orsai, Anfibia, Panenka, FronteraD y Jot Down.

2) Miradas paradigmáticas. Cerramos algo el foco, hasta un plano medio, no mucho más, y nos ocupamos de miradas y voces emblemáticas y definitivas en la historia y evolución del periodismo narrativo. Apostamos por el realismo intransigente de Martín Caparrós, y nos conmovemos con la asepsia emocional de Joan Didion.

3) Voces propias, miradas viajeras. Pasamos al primer plano. Aquí nos ocupamos de cronistas españoles que proyectan su mirada, en general, sobre territorios alejados. Miradas viajeras. Por un lado, analizamos la ironía y la voz popular de las crónicas neoyorquinas de Elvira Lindo; trabajamos la escritura periodística de Antonio Muñoz Molina. Y, por otro lado, pasamos a mapas narrativos, voces y miradas como los que nos aportan las fotografías de la prensa del momento sobre el caso oscense de Fago, así como la mirada del periodista Carles Porta en Fago. Si te dicen que tu hermano es un asesino (2011) y, por último, analizamos los desplazamientos del cronista metaviajero español. A través de las crónicas de Álvaro Colomer, Gabi Martínez y Jorge Carrión.

4) Crónicas. Hemos seleccionado a tres cronistas consolidados como el mexicano Juan Villoro con «Escape de Disney World», el argentino Martín Caparrós con un fragmento de su extensa crónica El Interior, «Apóstoles-San Pedro. Provincia de Misiones», y la también argentina Leila Guerriero, con «Buscando a Nicanor». Y también recogemos la mirada renovadora de la catalana Alba Muñoz, con «La noche de los cuatro hombres», que forma parte de su extenso trabajo inédito Ónix. Tráfico de mujeres en Bosnia-Herzegovina; y la del chileno Roka Valbuena con su «Glamour sobre ruedas».

Julio Villanueva Chang me comentaba por Facebook que le parecía un trabajo prácticamente esotérico el tratar de definir qué es mirada en un oficio como el del cronista en el que predomina la «ilusión óptica». Al margen de subrayar su agudeza de ingenio, tan deseable en el ejercicio del periodismo, en este volumen hemos tratado de dar cuenta de todas las ilusiones ópticas cognitivas de los cronistas: las que presentan la ambigüedad, las que distorsionan, las paradójicas, hasta casi lo que podríamos entender como alucinaciones. Como investigadores, cronistas y profesores de periodismo narrativo hemos recurrido al ejercicio consciente de mirar con lo que contamos en crónica, es decir, al ejercicio complejo de pensar con los materiales encima de la mesa, desde el rigor que se fundamenta en estudios y análisis teóricos de base histórica, sociológica, periodística, lingüística y literaria, hasta el conocimiento que se adquiere desde la práctica y el ejercicio diario de la profesión, en la calle, en las aulas, en las redacciones... Nuestra metodología de trabajo es diáfana y científica. La conocen bien: trabajo de campo, entrevistas, encuestas, datos, documentación, estudio, análisis, redacción, revisión y vuelta a empezar. Deslizarse un poco por el camino de la ilusión es inevitable. Pero es que mirar es pensar y es ilusionarse y finalmente es desear.

Bibliografía

Aguilar, Marcela (ed.) (2010): Domadores de historias. Conversaciones con grandes cronistas de América Latina, Santiago de Chile, RiL editores, Ediciones Universidad Finis Terrae.

Alarcón, Cristian (2010): Si me querés quereme transa, Buenos Aires, editorial Norma.

Angulo Egea, M (2011): «De Las Vegas a Marina D’Or. O cómo llegar desde el New Journalism norteamericano de Hunter S. Thompson hasta la nueva narrativa española de Robert Juan-Cantavella», Revista Olivar, Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, pp. 109-135.

— (2013): «Los nuevos cronistas mexicanos, reporteros de pie y narradores de altura», Revista Jot Down, http://www.jotdown.es/2013/03/los-nuevos-cronistas-mexicanos-reporteros-de-pie-y-narradores-de-altura/. Consultado el 4 de mayo de 2013.

— (2013, en prensa): «Buenos Aires crónico. La megalópolis porteña en el periodismo literario argentino actual», en Estudios sobre el Mensaje Periodístico, volumen 19, número 2 (junio-diciembre).

Berger, John (1987):

Recorridos y puntos de vista

EMPEZAR ES DIFÍCIL: SOBRE EL LEAD DEL REPORTAJE Maite Gobantes Bilbao

Una introducción

Empezar es difícil. El novelista y teórico Amos Oz (2007) se ocupó en un penetrante ensayo de la dificultad de los comienzos en la escritura. Lo hacía contraponiendo la actitud del escritor de ciencia, que redacta rodeado de decenas de libros y otros textos, de «un auténtico arsenal de artillería de apoyo», frente al escritor de ficción, que escribe en una mesa, por lo general, desnuda: la historia fluye, afirma Oz, «de la cabeza a la página». Sin más. El periodista se encontraría entre ambos: sobre su escritorio hay un cuaderno con notas garabateadas, quizás un puñado de documentos, una grabación...

Gay Talese diferenciaba netamente, en Vida de un escritor, cuándo escribía el escritor de ficción y cuándo el periodista: el primero lo hacía de memoria, el segundo atendía a sus notas. Talese: «Creía que necesitaba descansar por un tiempo de la labor investigadora; tal vez debería tratar de escribir más de memoria y menos desde el punto de vista de quien observa y entrevista» (2012: 174). Curiosamente, hace esta reflexión en un momento en el que no sabe «por dónde tirar» en el tema en el que está trabajando: sus notas, sus entrevistas, sus investigaciones, no le permiten encontrar qué decir —la inventio retórica, la mirada— e imagina que la libertad del escritor de ficción, romper la gruesa cadena que une al periodista con la realidad, le permitiría encontrar una historia que narrar. Sin duda, es una tentación. La cuestión fundamental es advertir al otro, al lector, cuándo se está haciendo una u otra cosa.

Una vez finalizada la fase de recogida de información, efectivamente, el periodista ha de comenzar el proceso de escritura, ha de seleccionar lo significativo, ordenarlo —en la fase retórica de la dispositio se juega el periodista mucho—, hallar un estilo claro, adecuado y que a la vez cautive. Ha de encontrar, en definitiva, el lugar desde el que mirar: ha de hallar su mirada. Los manuales contemporáneos de autoayuda y entrenamiento para el éxito personal y profesional subrayan la importancia de la primera impresión: no existen dos oportunidades de causar una buena primera impresión, por tanto, es muy importante lo que hagamos: el primer gesto, las primeras palabras.

Casals Carro pone el acento en el reto al que se enfrenta el primer párrafo: de él depende en buena medida que se prosiga la lectura (2009: 517). Maciá, por su parte, señala que el arranque debe ser cautivador desde un inicio: «El principio ha de ser llamativo, sugestivo, con gancho» (2007: 149). Para Núñez Ladevéze, «la función principal del párrafo de entrada es [...] la delimitación o identificación de la singularidad temático-remática de la información que se va a desarrollar» (1991: 251). Con una retórica más literaria, Chiappe afirma: el principio es clave [...] y su contenido debe cautivar al lector, invitarlo a traspasar la puerta y entrar a lo incierto (2010: 108-109). Benavides y Quintero profundizan en la imagen literaria: «Las mejores entradas [...] son como las entradas a las galerías comerciales: misteriosas. Dejan al transeúnte —en este caso el lector— en suspenso y con la curiosidad de ver qué hay adentro; en suma, lo dejan con una pregunta sin respuesta en la mente. El propósito es llevar al lector a leer el siguiente párrafo y, muchas veces, si se tiene éxito, a leer todos los demás párrafos» (2004: 131).

No es modesta la tarea que se encomienda al primer párrafo de los reportajes: cautivar la atención, atraparla, lograr que el lector permanezca. Amos Oz lo dice con claridad: «Todo principio de relato es siempre una especie de contrato entre escritor y lector» (2007: 15). Hay de muchos tipos, asegura el autor israelí, algunos son engañosos, otros actúan como una trampa de miel, y otros proponen una especie de pacto filosófico. Oz cita el famoso comienzo de Anna Karenina: «Todas las familias felices se parecen; cada familia infeliz lo es a su propia manera».

El escritor predica tal cosa de los inicios de las novelas y los cuentos pero, se verá, es también predicable del principio del reportaje. Por ejemplo, también encontramos algo de contrato filosófico en estas primeras líneas de un reportaje sobre trasplantes, titulado «Todo sobre mi padre»: «Nada es más difícil que una verdadera conversación entre padre e hijo» (por Diego Garzón, en Revista Soho, 06/01/2010). Tanto el comienzo de Anna Karenina como este otro contienen un cierto aire de máxima, de marco hermenéutico que invita ¿obliga? a proseguir la lectura. Estamos, en definitiva, ante la promesa de una nueva perspectiva sobre cuestiones esenciales.

El inicio de los textos es, pues, una de las principales preocupaciones de los periodistas. Sobre todo en aquellos géneros —la mayoría— que no responden al esquema de la pirámide invertida. La mal llamada pirámide es objeto de numerosas críticas justas en buena parte (propone un interés decreciente, no es una narración, produce textos monótonos...), pero todos los periodistas saben que es muy fácil acostumbrase a su estructura: quién-qué-cuándo-dónde-por qué y, cómo, ya que proporciona un esquema claro de construcción, de orden. Además, como recuerda Núñez Ladevéze: «La genérica validez de la fórmula tiene poco que ver con el periodismo anglosajón, y ni siquiera con el periodismo. Las preguntas expresadas mediante las 5 w’s no son más que determinaciones semánticas de las circunstancias que permiten describir un acontecimiento» (1995: 71).

El reportaje comienza...

De modo que el presente texto se ocupa de las palabras con las que comienza un género informativo que no es la noticia estricta. En concreto, trata del primer párrafo de un género periodístico nuclear: el reportaje. A diferencia de las informaciones, «el reportaje comienza con un lead como las aperturas de las historias de ficción y presenta los hechos de un modo más flexible [...]. De hecho, es un híbrido que requiere la combinación de habilidades de periodista y de narrador» (Hay, en Parrat, 2003: 34). Ese modo de iniciar textos periodísticos es el que sorprendió tanto a Tom Wolfe hace ya medio siglo:

¿Qué es esto, en nombre de Cristo? En otoño de 1962 se me ocurrió coger un ejemplar de Esquire y leí un artículo que se titulaba «Joe Louis: el rey hecho hombre de edad madura». El trabajo no comenzaba en absoluto como el típico artículo periodístico. Comenzaba con el tono y el clima de un relato breve, con una escena más bien íntima [...] no habría leído el artículo de Joe Louis de no estar escrito por Gay Talese (Wolfe, 1981: 19).

El detalle significativo con el que arrancaba el texto de Talese que despertó la admiración de Wolfe era una breve conversación entre Louis y su esposa, que se reencontraban tras un viaje de él a Nueva York:

—¡Hola, querida! —gritó Joe Louis a su mujer, al verla esperándole en el aeropuerto de Los Ángeles. —Ella sonrió, acercándose a él, y cuando estaba a punto de empinarse sobre sus tacones para darle un beso, se detuvo de pronto. —Joe, ¿dónde está tu corbata? —preguntó. —Ay, queridita —se excusó él, encogiéndose de hombros—. Estuve fuera toda la noche en Nueva York y no tuve tiempo... —¡Toda la noche! —cortó la mujer—. Cuando estás ahí, lo que tienes que hacer es dormir, dormir y dormir. —Queridita —repuso Joe Louis con una sonrisa fatigada—. Soy un hombre viejo. —Sí —concedió ella—. Pero cuando vas a Nueva York, quieres ser joven otra vez.

Esas primeras líneas de un reportaje suelen nombrarse de diversos modos. Enumeramos a continuación los más comunes: a) con la expresión inglesa lead, que no está recogida por el Diccionario de la Real Academia y que tiende, quizás, a asociarse con la noticia redactada según pirámide invertida; b) con la palabra entradilla, muy extendida en el ámbito profesional. Es, por ejemplo, la que emplea Grijelmo en El estilo del periodista (1997). El DRAE sí da cuenta de ella, pero también acostumbra a vincularse al comienzo de la noticia estricta. Contiene además un diminutivo —por muy afectivo que sea— que parece restarle valor; c) con el sustantivo arranque, propuesto por Maciá, quien lo encuentra satisfactorio por sus connotaciones de resolución, brío y energía, todos ellos elementos necesarios para comenzar —con éxito— un reportaje (2007: 132); d) Núñez Ladevéze elige los términos párrafo de entrada o, simplemente, entrada (1991: 243). En la misma línea, Casals Carro escribe, la mayoría de las ocasiones, primer párrafo (2009: 515 y ss.). Por su claridad y sencillez nos sentimos inclinados a utilizar primer párrafo y entrada; lo extendido y la sonoridad del término lead justificará —creemos— que lo empleemos en alguna ocasión, como en el título de este texto.