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OXFORD, INGLATERRA. LA CIUDAD DE LOS CAPITELES DORMIDOS, DE LOS OSCUROS SECRETOS... Y DEL DESEO. Vine aquí con una misión: descubrir la verdad sobre lo que le sucedió a mi hermana; cueste lo que cueste. Hasta que lo conocí: Anthony St. Clair. El futuro duque de Ashford. Un enigma imprudente... y mi mayor tentación. Saint es mi llave de entrada a un mundo sensual de riqueza y privilegios, pero hay algo perverso que acecha tras los muros tapizados de hiedra. Y esta gente está dispuesta a matar por proteger esos secretos. Para ellos, la lealtad lo es todo... pero ¿acabará siendo mi ruina? TRILOGÍA THE OXFORD LEGACY: CROSS MY HEART (Atraviesa mi corazón) BREAK MY RULES (Rompe mis reglas) SEAL MY FATE (Sella mi destino) Han caído rendidas ante Cross My Heart: «☑ Dark Academia ☑ Spicy ☑ Misterio». «Oh, Dios mío, este libro era todo lo que necesitaba. Un Dark Academia alrededor de un crimen y sociedades secretas. ¿Cómo no vas a querer leerlo?». «¡No esperaba que esta novela fuera tan fuerte! Me enganché desde el primer capítulo. Saint es HOT 🔥y los dos protagonistas tienen una química explosiva. Los giros del guion son perfectos y el final es 🤯». «Lo más spicy que he leído 🌶️🌶️🌶️🌶️🌶». «Si eres fan de la Dark Academia mezclada con romance, escenas calientes y misterio, este libro calmará tu sed 😉». «¡Qué gran comienzo para una serie, y también qué gran final para el primer libro! 😱🤯 ¡No puedo esperar a la continuación para ver qué pasa!».
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Seitenzahl: 419
Veröffentlichungsjahr: 2024
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
Cross my heart. Atraviesa mi corazón
Título original: Cross My Heart. The Oxford Legacy Trilogy 1
© 2023 by AAHM, Inc/Roxy Sloane.
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
© De la traducción del inglés, Carlos Ramos Malavé
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Roxy Sloane
Imágenes de cubierta: © stock.adobe.com; © Getty Images
Ilustración de interior: © vectortatu/Stock.Adobe.com
I.S.B.N.: 9788410641136
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Nota para los lectores
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Agradecimientos
Continuará…
Notas
Para los lectores a quienes les gusta adentrarse en el oscuro mundo académico con un poco de fiestas sexuales y pasiones ardientes.
El profesor los recibirá ahora…
Este libro incluye a un protagonista que dice guarradas, escenarios picantes y muchos momentos que te provocarán sofocos (ejem, el capítulo siete).
También hay referencias a un suicidio previo y al anterior secuestro y posible agresión sexual de un personaje secundario, pero ninguno de esos acontecimientos tiene lugar en estas páginas ni dentro de la actual línea temporal del libro.
Mujer precavida vale por dos.
Oxford. La ciudad de los chapiteles dormidos, de los antiguos legados… y de los secretos.
También es el último lugar del mundo en el que jamás imaginé encontrarme: a un océano de distancia de mi vida normal en Filadelfia, vestida elegantemente con una blusa impoluta y una falda, bebiendo té en los jardines de Ashford College, compuesto por edificios de quinientos años de antigüedad. El más antiguo y prestigioso de los colleges de Oxford.
También el que más secretos esconde.
—¿A que parece increíble? —pregunta, asombrada, otra de las invitadas. Lacey, creo que se llama, tiene los ojos como platos y se queda boquiabierta con cada detalle de este lugar—. Se construyó en el siglo dieciséis; enviaron la arenisca desde Florencia para levantar los claustros principales. ¿No percibís toda la historia?
—Mmmm. —Asiento distraídamente con la cabeza y estudio a la concurrencia.
Se trata de una fiesta de bienvenida para todos los nuevos estudiantes de posgrado del college, y ya llevamos aquí metidos una hora recorriendo el cuidado jardín, bebiendo té aguado y saludando a profesores y miembros del personal. Todos a mi alrededor parecen emocionadísimos de haber llegado por fin; si soy sincera, yo también tengo los nervios a flor de piel.
Pero por una razón muy diferente.
Miro a mi alrededor, a la espera de una oportunidad. La multitud es una ecléctica mezcla de estudiantes de posgrado de entre veintitantos y treinta y tantos años, y profesores con cara de inteligentes. Todos adoptan esa clásica actitud incómoda de «primer día de clase», se ríen con gran estrépito de los chistes malos y se muestran ansiosos por impresionar.
—Hola —nos saluda un nuevo miembro del personal, lo que me trae de vuelta a la conversación. Se trata de una mujer alta y seria vestida de tweed, con el cabello canoso cortado por encima de los hombros—. ¿Quién eres tú?
—Tessa —me presento educadamente—. Voy a pasar aquí el curso, estudiaré las políticas sociales de la literatura del siglo dieciocho.
—Ah, sí, la becada de Ashford —dice, mencionando la beca que conseguí para financiar mi viaje—. Bienvenida, bienvenida, estamos encantados de tenerte aquí.
—Y yo estoy encantada de haber venido —miento, obligándome a esbozar una alegre sonrisa.
—Para mí siempre ha sido un sueño estudiar en Oxford —comenta Lacey junto a mí—. ¡No puedo creerme que por fin esté aquí!
Yo tampoco me lo creo. Aunque no era mi sueño, sino más bien un plan.
Cuidadosamente elaborado, ejecutado al milímetro, paso a paso, hasta llegar aquí, a Ashford College, con todos sus secretos.
Secretos que estoy decidida a descubrir, cueste lo que cueste.
—¿Es usted una de las profesoras? —le pregunto con educación a la mujer.
—No, soy la administradora, Geraldine Wesley —se presenta.
Me espabilo al reconocer el nombre.
—De modo que es usted quien me ha ayudado enviándome todos esos útilescorreos electrónicos—respondo, sonriéndole.
—Eso es —confirma, y me devuelve la sonrisa—. Superviso la vida estudiantil y hago un seguimiento de todo lo que sucede en Ashford más allá de vuestros estudios. De manera que, si tienes alguna pregunta o algún problema, no dudes en comunicármelo.
—Así lo haré —le aseguro, convencida ya de que Geraldine va a serme de gran utilidad. Porque tengo miles de preguntas, y ella me dará las respuestas…
Aunque no como se piensa.
Alguien da un golpecito a una copa y todos nos callamos. Es el director del college, un tipo de aspecto torpón y académico que se sitúa en mitad del jardín.
—Bienvenidos, bienvenidos —nos saluda, radiante—. Es maravilloso teneros a todos aquí. Me gustaría decir unas palabras sobre el legado de nuestro college y sobre la increíble oportunidad que se os presenta en este lugar…
La gente se arremolina para escuchar mejor y fija en él la mirada. Es el momento que yo estaba esperando.
Nadie me ve cuando empiezo a apartarme discretamente de la multitud, me escabullo del jardín, recorro un callejón y emerjo al patio adoquinado situado en mitad del campus.
No dispongo de mucho tiempo, así que camino deprisa, siguiendo la ruta que he memorizado a través de las instalaciones del college. Estamos en septiembre y el semestre acaba de empezar, así que hay otros estudiantes por aquí que van de un lado a otro o estudian en el patio interior. Ashford College parece sacado de una revista, con las hojas otoñales que van adquiriendo esa tonalidad dorada, y todos esos estudiantes pijos y aplicados merodeando por ahí. Un lugar exclusivo. Prestigioso.
Peligroso.
Las oficinas de administración se hallan al otro lado del patio interior, coronando un estrecho tramo de escaleras que crujen. Seguro que en un lugar tan antiguo no tendrán instalados sistemas modernos de alarma ni medidas de seguridad, y estoy en lo cierto. La puerta de Geraldine solo posee una anticuada cerradura bajo el picaporte. Y en un college tan pequeño y exclusivo como este, con altas verjas y seguridad en la entrada principal, no hay motivo para mantenerla cerrada con llave todo el día mientras sale a recibir a los nuevos estudiantes en la fiesta del jardín.
Contengo la respiración y giro lentamente el picaporte.
Se abre.
¡Sí!
Dejo escapar el aliento, entro y la cierro casi del todo a mi espalda mientras echo un rápido vistazo a mi alrededor. Es una sala desordenada en forma de ele ubicada bajo los aleros, con un escritorio y un ordenador, además de una larga pared llena de muebles archivadores.
Me voy directa a ellos y pruebo a tirar de uno de los asideros. Está cerrado.
¿Dónde guardaría yo las llaves? Tendría que ser cerca, por cuestión de comodidad, de modo que rebusco por el escritorio y… ahí está. Un juego de llaves guardadas en el cajón superior. Las cojo y me voy flechada al primer archivador. Geraldine tiene aspecto de ser la clásica mujer que lo tiene todo organizado, y así es: los expedientes estudiantiles aparecen archivados por año, después por orden alfabético. Encuentro los expedientes de hace dos años y los hojeo hasta llegar al cajón que estoy buscando.
—O'Hara, Patrick… Peterson.
Me detengo y lo saco del archivador. Wren Peterson. El nombre aparece escrito con letra meticulosa en una etiqueta en lo alto, y se me acelera el pulso al reconocerlo.
Mi hermana.
Lo abro con el corazón desbocado, pero el archivo es exiguo y resulta frustrante. No es más que una copia de su programa de clases y su hoja de matrícula. Un folio impreso con sus datos de acceso a Internet y los detalles de su alojamiento…
Nada que aporte alguna información real.
Nada que pueda servirme.
Dejo escapar un suspiro de decepción, aunque me apresuro a fotografiar el contenido con el teléfono antes de volver a guardar el expediente y cerrar con llave el archivador. Estoy volviendo a dejar las llaves en el cajón del escritorio cuando oigo el crujido procedente del umbral de la puerta y me giro sobresaltada soltando un grito.
—¿Qué narices…? —espeto, asustada.
Entonces parpadeo. Hay un hombre de pelo oscuro apoyado contra el umbral de la puerta que me evalúa con una mirada penetrante. No solo es guapo, sino que está buenísimo: debe de tener treinta y tantos años, va vestido con unos pantalones oscuros, una camisa blanca y una americana remangada de manera informal hasta por debajo de los codos; su mandíbula marcada aparece cubierta de una sutil y perfecta barba de dos días.
—¿Buscabas algo? —me pregunta con una ceja levantada.
Trago saliva. Sus ojos de un azul oscuro están fijos en mí. Como si me desnudaran.
Y me siento expuesta.
Me aparto del escritorio.
—Mi paquete de bienvenida —respondo—. No estaba en mi buzón, así que Geraldine me ha dicho que podía recogerlo aquí.
—¿De verdad? —Me recorre con una mirada descaradamente sensual. También de admiración.
Noto el cosquilleo en la piel y, en respuesta, se me endurecen los pezones, pero me obligo a mantener la calma.
«No sabe nada. No eres más que una estudiante nueva y despistada».
—Verá, es que no me funciona la clave de acceso —respondo, ofreciéndole una sonrisa ingenua—. Y, claro, no puedo pasar un solo día sin conectarme a Internet. Ya sé que este es un lugar histórico y todo eso, pero no puedo sobrevivir tanto tiempo sin correo electrónico ni redes sociales. Es igual que lo del árbol que se cae en mitad del bosque, ¿verdad? —añado, imitando el tono jadeante de Lacey—. ¿Cómo va a saber la gente lo bien que me lo estoy pasando aquí si no puedo subir nada para enseñárselo?
Me produce un dolor físico tener que fingir que soy una idiota ante este hombre que parece un dios griego; sin embargo, no me queda elección.
—¿Sabe dónde podría estar? —le pregunto, con una mirada de boba—. La hoja con mi información, me refiero.
—Me temo que no. —Mira a su alrededor con una discreta sonrisa de suficiencia, como si no se hubiera creído mi historia ni por un instante.
«Joder». Pero, justo cuando empiezo a preguntarme si habré echado a perder mi coartada antes incluso de empezar, el hombre se echa a un lado y señala hacia las escaleras.
—Seguro que estás deseando volver a la fiesta —añade—. Para poder, claro, conocer a la gente.
Me está imitando, y me gustaría poner los ojos en blanco al oír su tono condescendiente, si no fuera por lo que me alegro de tener una vía de escape.
—Sí, claro. ¡Gracias!
Paso corriendo frente a él, bajo las escaleras y no me detengo ni un segundo hasta que regreso a la fiesta del jardín, con el corazón desbocado en el pecho.
¿Cómo he podido ser tan imprudente? Un paso en falso y todos mis planes se habrían ido al garete para siempre.
Cojo una limonada con hielo y me la bebo de una vez, deseando poder tener algo más fuerte para calmar los nervios. No es solo el pánico lo que hace que el corazón me lata como loco, sino el recuerdo de la mirada de ese tío.
Y cómo ha respondido mi cuerpo. Deseándolo.
Joder, se dice que el miedo es afrodisiaco. Pues está claro que a mí me ponen el peligro y las fantasías de ser descubierta…
—¿Dónde estabas? —me pregunta Lacey, al tiempo que me sujeta del brazo—. Te has perdido todos los discursos.
—En el baño —respondo, distraída, con el cuerpo inundado aún por la adrenalina.
—Aquí hay unos profesores alucinantes —prosigue mientras devora un scone—. Ojalá me toque el seminario del profesor St. Clair.
—Ya, ya… —Apenas le presto atención porque no paro de recordar la sonrisa burlona de suficiencia que tenía ese tío, y el hecho de que casi parecía divertirle haberme pillado husmeando donde no debía.
—¿Estás hablando de Saint? —pregunta otra de las nuevas estudiantes, sumándose a nuestro grupo—. Anthony St. Clair es el próximo en la línea de sucesión para convertirse en duque de Ashford. Sus antepasados fundaron este college.
—¿Un duque? —Lacey se queda con la boca abierta.
—Sí. No es un verdadero tutor, pero se pasa por aquí de vez en cuando para dar conferencias. Ventajas de tener ese apellido. Probablemente por eso siempre sale impune.
—¿Impune de qué?
—De todo —responde la otra estudiante, como escandalizada—. Siempre anda saliendo con estudiantes, celebra fiestas salvajes, no se parece a los demás profesores. Mirad. —Y señala con la cabeza hacia el otro lado del jardín.
Sigo su mirada para ver quién es el infame tutor, y me descubro mirándolo directamente a él. Al hombre que acaba de interrumpirme. Se encuentra apartado de la multitud, con la chaqueta colgada del hombro, tan relajado y seguro de sí mismo que me recuerda a la letra de esa canción, la del tío que llega a una fiesta como si estuviera subiendo a un yate.
Porque claramente se trata de un hombre que se ha subido a multitud de yates en su vida. Proyecta esa clásica seguridad de tipo rico, y nos observa a todos con lo que parece ser una mueca de satisfacción.
Guapo. Misterioso. Sensual.
«La clase de hombre que sabe bien cómo hacerte gemir».
Su mirada se cruza con la mía de un extremo al otro del jardín, y alcanzo a ver en sus ojos algo muy directo, como si me evaluara con descaro. Noto un escalofrío que me recorre, como si él pudiera ver a través del inocente papel que estoy interpretando.
Pero eso es imposible. Soy como cualquiera de los demás estudiantes ansiosos que llegan por primera vez a este lugar. Nadie sabe por qué he venido realmente, y así seguirá siendo.
Me doy la vuelta.
—¿No es tu tipo? —me pregunta Lacey.
Me encojo de hombros y finjo desinterés. Porque, incluso aunque el tal Saint sea el tipo de cualquiera…, desde luego no es el mío. Yo he venido a Oxford en busca de un hombre, no una aventura ilícita.
Solo hay un hombre que me interesa, y pienso atraparlo, cueste lo que cueste.
El hombre que atacó a mi hermana y la llevó a quitarse la vida.
«¿Qué te sucedió, Wren?».
Mis deportivas golpean los adoquines mientras atravieso a la carrera el centro de la ciudad y las pintorescas cafeterías y librerías se preparan para iniciar un nuevo día. Apenas son las seis de la mañana y el alba todavía extiende sus rayos por el cielo, pero yo no puedo dormir. Últimamente no duermo mucho, por la cabeza me rondan las mismas preguntas que han estado atormentándome durante el último año.
Y he cruzado el mundo para responder a esas preguntas, cueste lo que cueste.
Sigo corriendo, en un intento de agotar el zumbido ansioso que circula por mis venas. Abandono High Street y paso frente a los viejos colleges, con sus altos muros y sus torreones vetustos. Oxford es como un sistema federado de facultades, compuesto por más de dos docenas de colleges individuales, cada uno con sus propios empleados, normas y estudiantes, desperdigados en torno a la ciudad como pequeños reinos amurallados.
Y Ashford College es el reino más acaudalado y exclusivo de todos.
Recuerdo a Wren agitando la carta con gesto triunfal cuando le ofrecieron una plaza para continuar aquí su investigación. Un innovador programa de biomedicina, un centro de neurociencia que revolucionaría el campo. Nunca logré entender del todo qué era lo que estaba investigando. El cerebrito de la familia siempre fue mi hermana mayor, no yo.
Ella sacaba sobresalientes, mientras que yo era una estudiante de notable bajo. Logró matricularse en el college y después en la Facultad de Medicina, mientras que yo daba tumbos por grados de humanidades y cambiaba mi especialidad un montón de veces, dedicada más a salir de fiesta que a estudiar. Después de graduarse, la ficharon como investigadora en una importante empresa de bioquímica; yo, en cambio, encadenaba trabajillos en cafeterías y como voluntaria en organizaciones benéficas y sin ánimo de lucro en Filadelfia, o me enamoraba y desenamoraba de artistillas tóxicos y atormentados.
Pero Wren nunca me juzgaba ni se comportaba con superioridad solo por tener su vida resuelta. Le encantaba escuchar mis desventuras siempre que me quedaba con ella. «Tú sí que vives de verdad», me decía con envidia; entonces yo sentía que tal vez no fuese una fracasada por no tener la vida resuelta como ella.
Toda mi vida, Wren fue la persona a la que admiré, mi primera llamada después de cada ruptura complicada o de cada triunfo, por pequeño que fuera. Mi optimista hermana, inteligente y generosa. Tenía solo veintisiete años y estaba lista para cambiar el mundo. Al menos eso fue lo que pensamos todos cuando hizo la maleta y se trasladó a Oxford con un brillante futuro por delante.
Un año más tarde, había muerto. Se metió en el lago Michigan y no me dejó más que una carta garabateada con disculpas emborronadas por las lágrimas.
Lo siento. No puedo seguir así.
Me duele demasiado no saber.
Perdóname.
Trago saliva para aliviar el nudo que tengo en la garganta y sigo corriendo. Abandono la calle principal y vuelvo a cruzar las verjas de Ashford mientras saludo con la cabeza a los guardias de seguridad uniformados que custodian la entrada. La sudadera del Ashford College que llevo puesta me parece un poco excesiva, pero pensé que así me harían menos preguntas al entrar y salir.
Como era de esperar, me permiten pasar, atravieso el patio interior y llego hasta la parte trasera de los edificios, desde donde parte un sendero que conduce hasta el río. En mis primeros días aquí, recorrí cada centímetro de este lugar y descubrí que los terrenos del college se extienden tres kilómetros más allá de las residencias y las bibliotecas; alcanzan bosques y campos, tan serenos y hermosos bajo la luz del alba que casi podrían calmar la tormenta que sacude mi pecho.
Casi.
«¿Quién te hizo eso, Wren?».
Esa es la pregunta que ha estado atormentándome hasta el punto de convertirse en una obsesión. Mejor dicho, en mucho más que una obsesión. Se ha convertido en un motivo de venganza. Desde que Wren se presentó en la puerta del edificio de mi apartamento, apenas unos pocos meses después de marcharse a Oxford. Había renunciado. Había vuelto a casa antes de lo previsto. Y, durante mucho tiempo, no quiso explicar por qué.
Yo sabía que había ocurrido algo terrible, podía hasta precisar el día. Sus llamadas y conversaciones por FaceTime desde Oxford habían empezado siendo alegres, llenas de anécdotas sobre sus asombrosos compañeros de laboratorio y toda la historia y arquitectura de la ciudad. Estaba haciendo amigos, se divertía y se desvivía por el trabajo.
Entonces…, algo cambió. Sus llamadas se volvieron menos frecuentes y, cuando hablábamos, parecía cansada. Demacrada. Aun así, trataba de disimular, fingiendo que todo iba de maravilla, pero a mí no podía engañarme.
La conocía mejor que nadie.
El trabajo en Oxford debía durar dos o quizá tres años, pero de pronto llegó Navidad y ya estaba de vuelta en Filadelfia, en mi puerta, contándome el cuento de que había perdido el rumbo y se había quemado por un exceso de trabajo.
Sí que parecía extenuada, a decir verdad. Pálida y nerviosa. Con pronunciadas ojeras. Tan tensa que se estremecía cuando una puerta se cerraba de golpe. ¿Dónde estaba la hermana alegre, cariñosa y ambiciosa que siempre veía el vaso medio lleno?
Había desaparecido.
A aquella Wren yo no la reconocía. Se pasaba la noche por ahí, de fiesta con desconocidos. Bebiendo hasta perder la consciencia; y no era solo el alcohol. También tomaba pastillas que enturbiaban su expresión. Polvos que convertían su risa en una estridencia. Se enfurecía con facilidad y el resentimiento bullía en su interior.
Una desconocida a la que no podía mirar directamente a los ojos.
Dejo atrás los árboles cuando llego al final del sendero, y entonces por fin me detengo. Me doblo hacia delante y trato de coger aire. Me palpita el corazón en los oídos mientras contemplo los márgenes del río y recuerdo con demasiada claridad aquella noche.
La noche en la que por fin se derrumbó y me contó la verdad.
En teoría yo trabajaba aquel día el turno de noche en el antro que había al final de la calle. Sin embargo, el dueño no apareció y yo no tenía las llaves, así que dejé el bar sin abrir y me largué a casa.
Wren estaba tirada en el suelo del cuarto de baño, totalmente borracha. Con una cuchilla de afeitar clavada en su muñeca izquierda.
Creo que nunca he pasado tanto miedo como cuando vi su cuerpo allí tirado, rodeado de sangre. Pero respiraba. El corte no era muy profundo. Logré vendarle la herida y darle una ducha fría para despejarla; cuando por fin volvió en sí, temblorosa y con los ojos rojos, la obligué a contármelo todo.
Había sido una noche de fiesta con sus amigos, al finalizar su primer cuatrimestre. Solo una copa en el bar del college, como había hecho ya un montón de veces. Pero alguien conocía a alguien, quien a su vez había oído hablar de un fiestón que celebraban en el campo; Wren tenía que ir sí o sí. Sería una gran aventura.
Y eso era todo lo que recordaba; todo lo demás había… desaparecido. Con quién se había marchado, si habían llegado incluso a acudir a la fiesta… La mente genial de Wren, capaz de recordar fechas, datos y cifras como si tal cosa, se había convertido en un agujero negro, desprovista de cualquier detalle que pudiera serle de ayuda. Me juró que no había bebido alcohol. Una copa de vino, tal vez. Y la creí. Por aquel entonces, Wren era siempre la encargada de llevar el coche tras una noche de fiesta, la que se aseguraba de que todos llegaran a casa sanos y salvos; la que te sujetaba el pelo mientras vomitabas y, por la mañana, te ofrecía café y algo rico de comer.
Solo una copa de vino, pero eso era todo lo que recordaba. Se despertó en su habitación, tirada en la cama con su mejor vestido de fiesta. Le dolía el cuerpo. Tenía moratones en las muñecas y en los muslos. Sus compañeras de piso no sabían dónde había ido después del bar, ni siquiera recordaban con quién estaba, si eran amigos o desconocidos.
Habían pasado veinticuatro horas.
Un día entero. Borrado. Para mi hermana, tan acostumbrada a saberlo todo, a planificarlo todo, esa era la parte que no lograba entender. ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde había estado?
¿Con quién?
Se fue a urgencias, pero en los análisis no apareció ninguna droga que pudiera haber tomado. La recogida de muestras por una posible violación no fue concluyente. Las enfermeras la sermonearon sobre los peligros de beber en exceso y la enviaron a casa. Trató de recordar sus pasos de aquella noche; sin embargo, nadie había prestado demasiada atención, absortos como estaban en sus propios plazos y dramas románticos, y llevados por la diversión de una noche de fiesta. No logró sacar nada en claro allá donde iba.
Y entonces comenzaron los flashbacks.
Nada sólido, ni nombres ni caras, nada a lo que poder aferrarse. Tan solo imágenes fugaces. Gente vestida con ropa elegante bailando en un jardín. Una celda sucia perdida en alguna parte, sin ventanas. Un colchón desnudo. Correas en muñecas y tobillos. Un hombre que se alzaba imponente sobre ella, con un tatuaje muy claro en el muslo: una corona con una serpiente enroscada.
Una mitad de sí misma deseaba poder recordar, me confesó Wren entre sollozos aquella noche. Lo que estaba volviéndola loca era el no saber. Pero la otra mitad… Sabía que la mente está programada para sobrevivir.
Quizá por eso su cerebro había bloqueado esa parte. Reprimía la verdad.
Quizá estuviera tratando de salvarla de los horrores que habían tenido lugar en esa celda.
Después de aquella noche, traté de ayudarla en la medida de mis posibilidades. Le busqué terapeutas y grupos de apoyo. También programas de rehabilitación. En cambio, Wren los rechazaba todos. Era como si, al hablar por fin en voz alta de lo que le había ocurrido, hubiese cruzado el umbral y entonces, más que nunca, deseara olvidar. Empezó a hacer locuras, desaparecía durante semanas. Nuestros padres se morían de preocupación y yo me pasaba noches enteras preguntándome dónde estaría. Si volvería a casa.
Hasta el día en que no volvió. En su lugar, recibimos la terrible llamada de la policía.
Nos había dejado.
Por fin me aparto del río y emprendo el camino de vuelta hacia el college, con las extremidades doloridas después de la carrera. Pero apenas noto el dolor, porque ya estoy pensando en mi siguiente paso. La siguiente parte de mi plan para descubrir quién le hizo eso a mi hermana… y hacerle pagar por ello.
Porque quien fuera que la drogó, la mantuvo prisionera y le hizo a saber qué cosas durante aquellas veinticuatro horas borradas es sin duda el responsable de su muerte. Le arrebató a mi hermana la vida y la esperanza, la convirtió en un fantasma de lo que había sido, hasta que no pudo soportar siquiera seguir respirando.
Podría decirse que ese hombre asesinó a mi hermana, y no descansaré hasta localizarlo… y hacerle sufrir, tal y como la hizo sufrir a ella.
Por eso he removido cielo y tierra para llegar aquí, a Oxford y a Ashford College. La escena del crimen. Mintiendo, fisgoneando y fingiendo ser alguien que no soy. Aquí descubriré todo sobre la vida de Wren: sus amigos, sus amantes, quién organizó aquella fiesta y todos los que asistieron. Hasta el último puto detalle para que pueda vengar su muerte.
Todavía no tengo mucho de lo que tirar, pero la información que obtuve en la oficina de administración ya es un comienzo. Su programa de clases y el alojamiento. Empezaré con eso. En un lugar así, la gente tiende a quedarse. Seguro que hay alguien que la conocía, alguien que me oriente en la dirección correcta…
Estoy tan perdida en mis pensamientos que apenas me fijo hacia dónde voy. Hasta que me choco de cara contra un hombre fuerte.
—¡Eh, cuidado!
Oigo un acento británico, levanto la mirada y me encuentro a escasos centímetros de un rostro que me resulta demasiado familiar.
Es él. Anthony St. Clair. El futuro duque que provoca desmayos a su paso. El hombre cuyo apellido figura grabado en piedra sobre las verjas de este mismo college.
El hombre que estuvo peligrosamente cerca de descubrirme antes incluso de que comenzara mi misión.
—Perdón —murmuro, tambaleándome—. No le había visto.
—Bien —responde, con una sonrisa que me desarma. Todavía va vestido con la ropa de anoche, pero, claro está, ese aspecto desaliñado de la mañana del día después le sienta de maravilla—. Y, si el director pregunta por mí, agradecería que te ciñeras a esa versión.
—¿Por qué? —no puedo evitar preguntar—. ¿Qué ha hecho esta vez?
Pese a todo, siento curiosidad por saber por qué este tipo está tan fuera de lugar aquí, siendo el tutor menos representativo de Oxford que una pueda imaginar para la escuela. Esa chica lo llamó Saint. «Santo», en inglés.
Sin embargo, este tipo es un pecador por los cuatro costados.
Saint tuerce la boca y esboza una sonrisa sensual.
—Veo que mi reputación me precede.
Es tan guapo que me fastidia. Seguro que está acostumbrado a que las mujeres caigan rendidas a sus pies. O directamente se arrodillen para chupársela.
Pues yo no pienso ser una de ellas.
—Ah, sí, he oído muchas cosas sobre usted —le digo a las claras—. Las fiestas, el alcohol, las mujeres. Menudo cliché, ¿no le parece? —agrego, a modo de venganza por el desprecio con el que me miró el otro día—. El chico malo del profesorado que sale con todas las estudiantes macizas de la ciudad. No le queda ni la mitad de bien de lo que se piensa. Déjeme adivinar, ¿también conduce un deportivo clásico? Rojo o plateado. Cualquiera diría que tiene complejos con su masculinidad.
Saint se queda con la boca abierta por la sorpresa. No sé si será porque le he visto las intenciones o porque he tenido la valentía de decírselo a la cara. De un modo u otro, no me paro a averiguarlo.
—No quiero entretenerle —le digo con una sonrisa—. Seguro que quiere darse una ducha antes de clase. Apesta a sexo.
A continuación, me giro sobre mis talones y sigo corriendo.
Regreso a mi alojamiento de estudiante, un coqueto apartamento ubicado en un antiguo edificio de ladrillo rojo que se encuentra frente a los terrenos de Ashford College. Recibiré mis clases junto a los estudiantes de grado aquí, pero por suerte me alojo con los demás doctorandos de mi edad en lugar de tener que dormir en la residencia de los de primer curso. Abro la puerta y oigo el sonido de una riña amistosa procedente de la cocina; cuando me acerco a investigar, descubro a mis nuevos compañeros de piso sentados a la vieja mesa coja de la cocina y discutiendo por un frasco de pepinillos en vinagre.
—¿Te has vuelto loco? ¡No pienso beberme eso! —protesta Jia con cara de asco mientras se peina con los dedos el cabello húmedo y oscuro cortado a capas.
—¡Es una cura milagrosa para la resaca! —le jura Kris, encorvado con su cuerpo larguirucho sobre una silla—. Una ducha, un sorbo al líquido de los pepinillos y ¡zas!, como si nunca hubieras bebido.
Me quito las deportivas de un puntapié y me estiro mientras discuten. Jia y Kris son estudiantes británicos y también han venido para participar en programas de doctorado, y hasta el momento parecen dividir su tiempo entre la biblioteca y los muchos pubs y tugurios de la ciudad.
—¿Tú te crees esa tontería? —me pregunta Jia.
—Es verdad —convengo con Kris—. Es por algo del ácido. No sé cuál es la explicación científica.
—¡Ja! ¿Lo ves? Funciona de maravilla —exclama Kris, radiante.
—Entonces, bébetelo tú —le reta Jia.
—No soy yo el que se ha pasado la noche bebiendo chupitos de whisky —le recuerda Kris, al tiempo que yo me acerco al frigorífico, saco una botella de agua y me bebo la mitad de una vez oyendo a una lastimera Jia quejarse.
—Invitaba el tío del seminario de poesía. Estaba tan bueno, Tessa —agrega—. Con un estilo de «joven eduardiano tuberculoso y demacrado», de esos que a mí me gustan. Deberías haberlo visto.
—Tan bueno que me dio su número a mí —responde Kris con arrogancia.
—¿Qué? ¿Así que esta resaca ha sido en vano? —suspira Jia, sacude la cabeza y después bebe del líquido de los pepinillos—. ¡Puaj! Joder. No pienso volver a probarlo.
—Pero es que esta noche tenemos la fiesta universitaria —le recuerda Kris.
—Claro. No pienso volver a beber después de eso —se corrige Jia entre risas—. Deberías venir, Tessa. ¡Será divertido!
—Puede ser —respondo vagamente, mientras se levantan y van recopilando un amplio surtido de abrigos, libros y materiales de estudio—. Tengo mucho que leer para prepararme para mi primera clase. Seminario, quiero decir —me corrijo; empleo el término que utilizan en Oxford para referirse a los pequeños grupos de discusión a los que asistiré.
—Ya sabes lo que dicen —me suelta Kris, con un tono de reprimenda burlona—. Mucho trabajar y poco jugar… En Oxford hay mucho más aparte de viejos libros cubiertos de polvo, ¿sabes? ¡Has venido a vivir la experiencia completa!
Salen alborotando y me dejan sola en la quietud del viejo apartamento a primera hora de la mañana; el sol se cuela por las ventanas con marco de hierro y calienta los desgastados suelos de madera.
Kris tiene razón, estoy aquí para algo más que estudiar. Lo que significa que no tengo tiempo para los habituales divertimentos estudiantiles. Me doy una ducha rápida y me pongo unos vaqueros cómodos y una camiseta de manga corta, después cojo la mochila y regreso a Ashford.
El college empieza a despertar y el patio delantero está lleno de estudiantes y de turistas que sacan fotografías a los edificios famosos y a los jardines ornamentales.
—Fundado en 1583 por el primer duque de Ashford en tributo a su señora, la reina Isabel I —anuncia el guía turístico—, Ashford ha dado un gran número de líderes de los medios de comunicación, la industria e incluso el Gobierno. Tres primeros ministros británicos estudiaron aquí, y pronto serán cuatro, si Lionel Ambrose gana su actual candidatura…
Paso junto a ellos, atravieso las verjas de hierro forjado y accedo a la achaparrada garita de los conserjes, donde los guardias del college dirigen y orientan a las visitas y el correo vestidos con sus uniformes color granate y sus gorros de pico. «Bedeles» los llaman, y añado la palabra a la lista de la jerga que todo el mundo utiliza aquí como si nada. Voy a revisar mi casillero del correo. Está lleno de panfletos de eventos estudiantiles, propaganda y, sí, mi programa oficial de clases.
Contemplo la lista de seminarios y conferencias, y noto que se me crispan los nervios.
Una vez que me decidí a desvelar la verdad de lo que le sucedió a Wren, supe que no me bastaría con montarme en un avión rumbo a Inglaterra. Los lugares como Ashford College se blindan ante los forasteros. Si me hubiera presentado aquí haciendo preguntas, habría sido como uno de los turistas que se apelotonan en la verja: asomándome entre los barrotes desde fuera, sin siquiera alcanzar a distinguir los secretos que oculta el college más allá de sus vetustos muros tapizados de hiedra.
No, tenía que entrar hasta el fondo. Recorrer los mismos pasillos de piedra que recorrió Wren. Ver lo que vio ella. Seguir cualquier rastro que pudiera haber dejado tras de sí.
Lo que implicaba convertirme también en estudiante.
Nunca he destacado académicamente. Siempre me han interesado más las discotecas y los deportes, también el voluntariado. Pero resulta que lo único que necesitaba era la motivación correcta, pues, en cuanto tuve claro mi objetivo, no me detuve ante nada para descubrir la manera de acceder. Me pasé semanas buscando hasta encontrar una desconocida beca para estudiantes «no tradicionales» (léase, estudiantes mayores con calificaciones normales). Es un programa de estudios de un año de duración en el que asistiré a conferencias y seminarios junto con los estudiantes de grado regulares. Insistí a todas las personas más o menos impresionantes que conocía para que me escribieran cartas de recomendación y, sí, mentí en todas las entrevistas y formularios cruzando los dedos por la espalda, hablando de mi pasión por la literatura del siglo XVIII, la ficción gótica y la filosofía subversiva, tratando por todos los medios de aparentar que no me había pasado la noche entera estudiándome la Wikipedia.
Y el caso es que lo logré. Las mentiras y exageraciones valieron la pena cuando recibí la carta que me informaba de que había ganado una plaza en Ashford con la beca completa durante un año. Sin embargo, ahora que estoy aquí, mirando mi programa impreso, me doy cuenta de que voy a tener que fingir durante todo el día, además de conseguir aprobar todas las clases a las que me he apuntado.
—Guau —anuncia una voz jovial que me saca de mi ansiedad; levanto la mirada y me encuentro con uno de los bedeles que va distribuyendo el correo por la sala—. Conozco esa mirada —continúa guiñándome un ojo—. Es la clásica mirada de primer año de «¿Dónde narices me he metido?».
—Soy estudiante de posgrado —respondo con una sonrisa arrepentida—, pero sí. Es… agobiante.
—A todo el mundo le entra el pánico, no te preocupes —me dice el hombre con tono amistoso. Tiene la cara curtida, acento de la zona y el apellido Bates impreso en su insignia—. Llevo aquí veinte años y todos parecéis ratoncillos asustados la primera semana, pero ya le pillarás el tranquillo.
—Eso espero —respondo cuando llega hasta mi casillero.
—¿Peterson? —me pregunta, tendiéndome otro paquete del correo. Asiento con la cabeza, entonces se detiene y se queda mirándome unos segundos antes de chasquear los dedos—. Peterson, la estadounidense. La del nombre de pájaro…
Parpadeo, sorprendida.
—¿Wren?[1] —pregunto.
—Eso es. —Sonríe—. Nunca olvido una cara. ¿Es pariente tuya?
—Mi hermana —respondo lentamente, notando que se me acelera la cabeza. Peterson es un apellido tan habitual que no se me ocurrió cambiármelo en los formularios de solicitud—. ¿La conocía usted?
Bates asiente.
—Una buena chica, siempre se levantaba temprano para ir a buscar su café —agrega, y yo lo sigo hasta la zona de recepción, llena de estudiantes que van y vienen—. ¿Cómo le va?
—De maravilla —miento alegremente, aunque siento dolor en el pecho—. Ha vuelto a los Estados Unidos y está inmersa en un gran proyecto de investigación.
—Me alegro por ella —dice Bates—. Salúdala de parte de este anciano, y dile que se vigile la presión arterial con tanto expreso como toma —añade.
—Así lo haré —aseguro. Me detengo mientras la gente revolotea a nuestro alrededor—. ¿Sabe? Es usted la primera persona que me cruzo aquí que conocía a Wren. —Trato por todos los medios de parecer distendida—. No recordará a ninguno de sus antiguos amigos, ¿verdad? Me encantaría descubrir algunas historias embarazosas suyas para hacerla sufrir en Navidades.
—Lo siento, no me acuerdo —responde Bates entre risas—. A lo mejor puedes buscar en los anuarios —me sugiere.
¡Los anuarios! Claro. Eso me anima.
—¿Dónde podría encontrarlos?
—Prueba en la biblioteca —me dice. Sigo en blanco, así que agrega—: Al otro lado del patio principal, giras a la derecha y luego a la izquierda. Pasarás mucho tiempo allí, acuérdate de mis palabras.
—Gracias.
Mi agradecimiento queda ahogado por la voz de otro estudiante que pregunta por un envío de comida, así que me escabullo y sigo sus indicaciones a través del campus hasta la biblioteca, que es tan imponente y hermosa como el resto de los edificios del college, con muros tapizados de hiedra, vidrieras en las ventanas y un enorme tejado abovedado con un campanario enclavado en lo alto.
Llegué al campus hace tan solo dos días, pero ya siento que lo conozco gracias a Wren. A ella le encantaba este lugar. Desde que puso un pie en Oxford, no paró de escribirme cosas sobre la arquitectura ancestral, enviándome actualizaciones constantes sobre los bonitos detalles de época y las obras de arte dispersas por el campus. Ahora siento que se me encoge el corazón al pensar en lo feliz que podría haber sido aquí si las cosas hubieran salido de otro modo.
Si no hubiese acudido a aquella maldita fiesta. Si, en su lugar, se hubiese quedado despierta estudiando, o si hubiese escogido salir con sus amigos y ver una película en la sala común.
Si un monstruo no le hubiera hecho cosas horribles y hubiera destruido para siempre su espíritu puro y bondadoso.
Trago saliva para contener esa rabia tan conocida y entro en el silencioso edificio en penumbra. La bibliotecaria me dirige a las estanterías que recorren la pared del fondo, donde encuentro una polvorienta hilera de anuarios que se remontan hasta cuarenta años atrás, incluso más. Saco el volumen correspondiente a hace dos años y me acomodo en una mesa situada en el rincón para ponerme a buscar. Mientras hojeo el libro con retratos de estudiantes, me sobresalto al toparme con una foto de Wren, al fondo de un grupo de estudiantes sonrientes que posan en el patio interior. Parece tan feliz que me paso un buen rato contemplando su rostro sonriente, recordando a la hermana que era.
La hermana que perdí.
Cuando leo el pie de la fotografía, me doy cuenta de que corresponde a una fiesta de bienvenida celebrada a comienzos de aquel fatídico año académico. Absorbo la imagen, trato de memorizar cada rostro que aparece, desesperada por hallar el más mínimo detalle. Quiero saber con quién hablaba, con quién salía, quién podría saber algo sobre lo que le sucedió.
Sigo hojeando el anuario, busco meticulosamente su rostro en cada foto que encuentro. Sale en algunas: un pícnic grupal en el patio, una cena de gala en el gran salón. Allí está ella, al fondo de la instantánea de otros estudiantes: sentada a la sombra de uno de los viejos olmos, con la cabeza inclinada sobre un libro.
El dolor que siento en el pecho aumenta. Dios, cuánto la echo de menos.
Pero me obligo a seguir buscando, y anoto todos los nombres que figuran en cada fotografía en la que aparece. Hay un par de estudiantes más que no paran de salir en las mismas fotos que ella: una pelirroja bajita con hoyuelos que aparece del brazo de Wren en una, y haciendo un brindis en una cena grupal en otra imagen. «Lara Southerly». Apunto el nombre. También hay un chico alto de cabello rubio que aparece sonriendo a Wren con una mirada de adoración en los ojos. «Phillip McAllister».
Puede que me esté agarrando a un clavo ardiendo al pensar que tal vez ellos recuerden algo que ni siquiera la propia Wren recordaba, pero estoy decidida a seguir todas las pistas que surjan. De un modo u otro, lograré reconstruir lo que le pasó. Quizá entonces halle las respuestas…, además de un poco de paz.
He llegado al final del anuario y ahí está: Wren, luciendo un vaporoso vestido de cóctel rosa, capturada en mitad de un movimiento, dándose la vuelta. Tiene el rostro oculto tras una cascada de cabello oscuro, y en el pie de foto no figura ningún nombre, pero yo la reconocería en cualquier parte.
Recuerdo ese vestido. Lo elegimos juntas en una boutique muy cara, cuando estaba preparando su viaje. Wren se quejó del precio, pero yo la convencí. Al fin y al cabo, bromeé, quién sabía a cuántas fiestas elegantes la invitarían, con cuántos aristócratas británicos se codearía en Oxford.
Y, en efecto, en la foto aparece en los fastuosos jardines de una imponente casa de campo. Parece que se lo está pasando genial.
No sabía que pronto se acabaría.
Me quedo mirando la fotografía y me recorre un escalofrío. Una casa de campo… Un evento formal…
¿Sería esa la noche en la que se la llevaron?
Tengo el corazón en la garganta mientras escudriño la página en busca de información. Wren no recordaba nada útil de aquella misteriosa fiesta, por mucho que lo intentara. Ni dónde se celebró, ni quién acudió, ni por qué acabó yendo… Se preguntaba si habría soñado con los vestidos de gala y las copas de champán, pero esta foto del anuario encaja con esos fragmentos dispersos de su memoria.
Aquí está, justo delante de mis narices: la primera prueba de que acudió a esa fiesta.
¿De qué evento se trataba?
Mi esperanza aumenta. Si supiera dónde se sacó la fotografía, podría intentar averiguar la lista de invitados, hallar fotos, elaborar una línea temporal y descubrir cuándo se la llevaron…
Reviso el anuario en busca de más información, pero las fotografías no están acreditadas y el nombre de Wren ni siquiera figura al pie. Tiene el rostro oculto, de modo que solo yo la reconocería.
Se me cae el alma a los pies. Es un callejón sin salida. Aunque es algo, me recuerdo a mí misma: una pieza más del rompecabezas. Y, con tan poca información de la que tirar, hasta el más mínimo detalle podría ser importante. Así que fotografío la página con mi teléfono. Cuando estoy a punto de ponerme a buscar en Google esos otros nombres que figuran en el anuario, las campanas de la iglesia cercana empiezan a tañer. Ya es mediodía.
«¡Mierda!».
Me pongo en pie y busco el horario de clases arrugado que metí en la mochila. «12 del mediodía. Los libertinos y la ley: Claustro 5».
Mierda al cuadrado.
Recojo mis cosas, vuelvo a dejar el anuario en la estantería y salgo a toda prisa de la biblioteca. Los claustros se hallan al otro lado del campus, así que echo a correr, abriéndome paso entre grupos de estudiantes que pululan por el patio.
—¡Cuidado! —grita alguien cuando lo aparto de un empujón, pero no me detengo.
Voy jadeando para cuando encuentro la sala correcta, al final de un estrecho tramo de escaleras situado sobre los gélidos claustros de piedra, con una pesada puerta que se atasca cuando la empujo.
«¡No fastidies!». Tiro de ella y vuelvo a empujar, apoyando todo mi peso…
… lo que significa que, cuando se abre de golpe, me precipito torpemente hacia el interior del despacho y a punto estoy de aterrizar de culo. Me agarro a la superficie sólida más cercana para no perder el equilibrio: un perchero situado junto a la puerta. Pero no es muy estable. Los abrigos y las chaquetas caen al suelo.
—Mierda. Lo siento mucho —suelto sin pensar, mientras me apresuro a recogerlos.
Por fin me incorporo, sonrojada y jadeante, y me encuentro de pie en un elegante estudio forrado de libros con otros cinco estudiantes que me miran con sonrisas de suficiencia.
Y un guapo y enigmático profesor que me parece el más arrogante de todos.
Me da un vuelco el corazón al fijarme en esos hombros anchos y en esa mirada inquisitiva e irónica que tan familiar me resulta ya.
Tenía que ser él, claro está.
—Señorita Peterson, supongo. —El profesor St. Clair me mira divertido.
Es evidente que se ha afeitado y cambiado de ropa desde que me lo encontré esta mañana volviendo a casa. Ahora va muy pulcro, el cabello oscuro, rizado y húmedo sobre unos ojos azules penetrantes; arrellanado en una silla Eames vintage, con una camisa arrugada y unos vaqueros oscuros lavados a la piedra. Podría pasar por otro estudiante más, de no ser por el poder y la seguridad que irradia su cuerpo.
No cabe duda de que está al mando en esta sala.
—Profesor. —Trago saliva y recupero el aliento, tratando de ignorar el hecho de que se me ha acelerado el pulso solo con verlo—. Sí. Hola.
Hay una silla libre al otro extremo de la sala, así que trato de abrirme camino hasta ella, pasando por encima de las mochilas y las piernas estiradas de los estudiantes.
—¿Qué hace? —pregunta Saint con voz perezosa y plana.
Parpadeo. ¿Se trata de una prueba?
—Solo intentaba ocupar mi asiento para la clase…
—Llega tarde —me interrumpe.
—Pero solo cuatro minutos —no puedo evitar responder.
Arquea una ceja y entonces recuerdo que no puedo permitirme llamar la atención.
Y menos por parte de este tío.
—Lo siento —me disculpo de nuevo, apresuradamente—. Estaba en la biblioteca y he perdido la noción del tiempo. No volverá a ocurrir —le prometo cuando llego por fin al rincón y me dejo caer en la silla.
—Desde luego que no —conviene Saint, satisfecho de sí mismo—. No tolero la falta de puntualidad. Por esa razón, voy a tener que pedirle que se marche.
—¿Cómo? —Me quedo mirándolo—. ¿Ahora?
—Si no le importa, señorita Peterson. —Me dirige otra sonrisa perezosa—. Ya ha interrumpido suficiente este seminario, ¿no le parece?
—Pero si ya estoy aquí. Dispuesta a aprender.
Noto los codazos y las miradas de los demás estudiantes, y espero a que alguno de ellos me defienda y diga que no les importa.
Sin embargo, se quedan ahí sentados con gesto arrogante. Como si esto fuera una especie de concurso y yo hubiera quedado descalificada a la primera de cambio.
—Por favor, profesor —añado, obligándome a parecer arrepentida.
Al recordar su reputación, le dirijo una sonrisa inocente e incluso pestañeo un poco. Cierto, no soy una ingenua alumna de primer año, pero, si le van las estudiantes, a lo mejor logro convencerlo con palabras elogiosas.
—¿No podría hacer una excepción? Solo por esta vez. Le estaría muy agradecida —agrego, con voz susurrante.
Pero Saint da un sorbo lento a su café y se encoge de hombros.
—¿Qué clase de ejemplo estaríamos dando si le permitiera quedarse? —Me mira de arriba abajo, como si pudiera ver la verdad, como si se diera cuenta de que este no es mi sitio—. No esperará llegar tarde, pestañear y que todos se rindan a sus pies —continúa—. Menudo cliché. ¿No le parece? No le queda ni la mitad de bien de lo que se piensa.
Las palabras me resultan familiares; entonces, me doy cuenta: ¡está parafraseando mi propio comentario para usarlo en mi contra!
Entorno los ojos y le sostengo esa mirada arrogante. Así que se trata de eso. Esta mañana he herido su delicado ego masculino y ahora está invirtiendo las tornas para recordarme quién manda aquí.
—Venga —me dice, señalando la puerta con la cabeza—. Fuera.
¡Fuera! Como si yo fuese una mascota a la que pudiera echar sin más.
Me abstengo justo a tiempo de responder con un comentario cortante. «Recuerda que estás aquí de incógnito», me digo. No debo llamar la atención. Lo que significa no cabrear al profesor estrella el primer día de clase.
Por eso, me pongo en pie, obligándome a moverme despacio y con indiferencia. Como si no me sintiera avergonzada bajo la mirada desdeñosa de los demás. Vuelvo por donde he venido, sin esforzarme por no tropezar con los demás estudiantes.
Pero, pese a la voz de mi cabeza que me recuerda que cierre el pico y acepte la humillación pública a la que me somete este guapo gilipollas, no puedo evitar detenerme al llegar a la puerta.
—¿La prohibición de asistir a su seminario durará todo el cuatrimestre o solo hoy? —pregunto, y le dirijo una mirada gélida—. La verdad es que me gustaría tener la oportunidad de aprender algo —añado, incapaz de disimular el sarcasmo—. Dado que ese es su verdadero trabajo, ¿no? En lugar de, en fin, el resto de sus actividades extracurriculares.
No espero una respuesta ni otra reprimenda. Me giro sobre mis talones y salgo.