Cuadernos - Ramona Solé Freixes - E-Book

Cuadernos E-Book

Ramona Solé Freixes

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Beschreibung

Dos niñas tienen el pasatiempo de tomar notas de los movimientos de la gente de su pueblo en unos cuadernos. El juego, que parece trivial, podría convertirse en la clave para resolver una desaparición. Una escritora agorafóbica, un policía que quiere superar su pasado trágico, un profesor de informática con una vida sexual movida, otra joven agente muy sagaz, la dueña de una fonda y varios personajes más se cruzan en esta trama coral con final imprevisible. Es mentira que en los pueblos todo el mundo se conoce.

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Seitenzahl: 292

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Ramona Solé Freixes

Cuadernos

 

Saga

Cuadernos

 

Copyright © 2019, 2022 Ramona Solé and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728399880

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Para Alba y Tània, siempre

“Mis éxitos y mis fracasos, lo bueno

y lo malo que he experimentado,

todo me ha demostrado que en este mundo,

tanto en lo físico como en lo moral,

el bien sale siempre del mal,

igual como el mal del bien,”

Giacomo Casanova

1

Desde el momento en que la he mirado a los ojos, una corriente eléctrica ha recorrido mi espalda llenándome de esa sensación negativa que te invita a poner en alerta los sentidos, pero no saber medir la curiosidad siempre ha sido uno de mis defectos, y a pesar del halo de peligro que nos estaba envolviendo o precisamente por eso, he decidido seguirla. Hace demasiado tiempo que tengo estas sensaciones estancadas y volverlas a experimentar me hace sentir de nuevo viva.

La mujer me ha dicho que en el sótano encontraremos una puerta escondida que va a la casa vecina, también de su propiedad, donde no vive nadie y donde guardaron las cosas de Gema cuando murió. Si eso es cierto, quizás pueda encontrar muchas respuestas. ¿Fue un suicidio su muerte o, como sospecho, un asesinato?

Me sirvo un vaso de agua para alargar el tiempo. Los pensamientos me van a mil, el corazón bombea con fuerza. ¿Puedo fiarme de una persona que sé que sufre desequilibrios emocionales y quizás también pérdida de memoria? Por otra parte, yo misma hace tiempo que estoy bastante desequilibrada. ¿Encontraran el borrador de lo que he escrito hasta ahora si no vuelvo? Espero que sí.

Dejar pistas en la vida real no es tan fácil como hacerlo en una novela. Miro disimuladamente a mi alrededor y me doy cuenta de que puedo hacer poca cosa; la mujer no me quita los ojos de encima, se la ve nerviosa, impaciente. No hay nada que pueda servirme de arma, aunque tampoco podría esconderla en ninguna parte, voy en pijama y no tengo bolsillos.

¿Las niñas habrán escuchado lo que hablábamos? ¿Sabrán dónde hemos ido si alguien se lo pregunta? Lo que está claro es que tenemos que marcharnos antes de que la mujer se dé cuenta de que están en la casa, y no estoy segura de que permanezcan mucho más tiempo quietas en su escondite.

Dejo el vaso y vuelvo a mirar su cara llena de arrugas, enmarcada con el pelo corto, reseco y despeinado. La mujer me agarra el brazo y lo estira con una fuerza que me sorprende por su apariencia frágil y su avanzada edad. Cada vez está más nerviosa, empezamos a caminar hacia las escaleras.

-No podemos entretenernos, si él vuelve no te lo podré enseñar –me dice mientras bajamos-. Él viene cada día, me hace tomar unas pastillas que no me dejan pensar con claridad. Si ve que no estoy en casa, me buscará.

Ya no me da tanto miedo, empieza a darme pena.

El sótano es frío y húmedo. Le cuesta un poco encontrar la puerta que comunica las dos casas, está tapada con bártulos de todo tipo. Yo no la habría encontrado, pero se nota que sabe lo que se hace, no es la primera vez que la usa. Me indica que cruce yo primero. Me sudan las manos, aunque las siento heladas. Un agujero escondido detrás de sacos de suciedad y trastos diversos no invita precisamente a entrar, pero la curiosidad otra vez puede más que el miedo o el asco.

Cuando estoy en el otro lado no veo nada, oigo un clic y la habitación se ilumina con una luz amarillenta. Paredes gruesas de piedra, techo de vigas robustas, aunque un poco carcomidas, olor a polvo, humedad y a algo más que no sé identificar.

La mujer camina decidida, pasa junto a mí y baja algunos escalones más. La sigo, otra luz, una habitación más pequeña donde hay dos puertas de madera maciza. Se dirige a la de la derecha, la abre y se dispone a entrar. Me mira y dice:

-Todo lo que buscas está aquí.

Y yo entro decidida.

 

“Piensa en positivo”, recuerdo que me dijo la psicóloga en la última sesión. “No lo olvides: intenta pensar en positivo”, me decía mamá cuando nos despedíamos en el aeropuerto, en la última visita que les había hecho en Bristol. Antes de que acabara hundida, antes de que decidiera ir a vivir al pueblo, o quizás a esconderme en él. Piensa en positivo… Piensa en positivo… Intentando ignorar las punzadas que noto en el cerebro, el mareo y las ganas de vomitar, vuelvo a abrir los ojos poco a poco, y lo único en lo que puedo pensar es que no resulta nada fácil ser positivo cuando tu compañero de celda es un esqueleto.

2

Antes de llamar, dio un vistazo a su alrededor. Jardines traseros, algunos huertos, los árboles se mecían suavemente acogiendo una noche tranquila. Era algo más temprano que otros días, la temperatura iba bajando y todo estaba quieto, las ventanas traseras de las casas estaban oscuras desde hacía rato.

Ágil y sigiloso, se movía entre las sombras. Había recorrido ya el mismo camino muchas veces y nunca lo había visto nadie. Le emocionaba y excitaba saber que la gente vivía tranquilamente su vida mientras, justo al lado, a través de los patios traseros de las casas, él se movía con la inmunidad de los gatos en la noche.

Aurora abrió cuando aún no había llamado a la puerta. Su semblante, la viva imagen de la timidez, pero sus ojos y la tensión de su cuerpo, le mostraban claramente el deseo de lo que gozaría durante las horas siguientes.

-Ya sé que es pronto, pero no podía esperar más –Ricardo le cogió suavemente el cuello con una mano haciendo que inclinara la cabeza y le dio un beso dulce, inocente-. ¿Me dejas entrar? Podría vernos alguien –dijo empezando a mordisquearle el labio inferior como inicio de lo que se fue convirtiendo en un beso largo y ardiente, mientras la empujaba con delicadeza hacia el interior de la casa.

Parecía que ella hubiera perdido toda voluntad. Aurora le acariciaba el pelo con una mano, corto en la nuca y más largo en la parte superior, como siempre un poco despeinado y cayendo por la frente. La otra mano ya se había colado por debajo de la camisa y reseguía la suave piel, joven y musculada de su espalda. Sentirlo tan cerca hacía que su cuerpo respondiera inmediatamente, y sabía que no podría negarse a nada que él le pidiera.

Si él tuviera que escoger a una de sus amigas, situación que seguramente nunca se daría, quizás la elegida seria ella. Aurora era la más indecisa, a quien le había costado más desinhibirse, pero desde el día que se le había entregado, había resultado la más sensual, sincera y apasionada. La amante perfecta. A quien dedicaba más tiempo y con quien se permitía enseñar y aprender a la vez, algo en cada encuentro.

 

Silvia era una mujer enérgica, alta, de pelo castaño claro y grandes ojos, verde oliva, que normalmente desprendían inteligencia y simpatía, pero que cuando estaba enfadada se oscurecían hasta parecer casi marrones.

Era tarde y ya se estaba mosqueando. Empezó a poner la mesa con movimientos rápidos y demasiado bruscos, mientras Carlos se duchaba. Sabía que querría cenar y las niñas que no llegaban.

Tenía que pensar en un castigo, un buen castigo. Tenía que estar preparada, si no perdía el control, empezaba a gritar y a sermonear, y ellas a excusarse. Al final acababan todos enfadados y el asunto quedaba en amenazas, nada más. Ya puedes leerte todos los libros que quieras, porqué aunque sepas qué tienes que hacer y toda la teoría, cuando llega el momento de ponerla en práctica, sin saber cómo ha pasado, todo sale al revés y ya te han vuelto a ganar la partida.

-Qué silencio, ¿dónde están? –dijo Carlos abrazándola por detrás y dándole un beso en el cuello. Tenía los brazos morenos y fuertes por el trabajo en el campo-. Mmmm… Esto huele muy bien.

-Aún no han llegado. Ahora llamo a Joana, a ver si están en su casa. –Silvia cogió el teléfono con cara de pocos amigos y Carlos optó por no decir nada. Sabía que cuando estaba enfadada, cualquier comentario tranquilizador por su parte podía hacerla explotar.

-Joana está encasa desde hace rato. Dice que no las ha visto en toda la tarde. –Su cara era una mezcla de enfado y preocupación-. Me ha explicado que Rosa y María también estaban con ella y han vuelto juntas a casa. No han visto a las niñas en toda la tarde.

-¿No estarán con los abuelos? Me parece que les habían prometido ayudarlos a limpiar el desván. Quizás se han entretenido curioseando viejos recuerdos y no saben ni qué hora es –intentó mostrar una tranquilidad que empezaba a tambalearse.

Después de llamar a los abuelos y a medio pueblo solo sacaron en claro que habían estado hablando un rato con Sonia, la de la tienda, y que después querían ir a la plaza para encontrarse con las amigas. Pero a partir de entonces ya no las había vuelto a ver nadie.

El cabreo inicial se fue convirtiendo en nervios y desasosiego. Las niñas eran pequeñas y, aunque ya no querían ir a jugar con la madre vigilando a todas horas, tampoco se alejaban mucho de casa, normalmente iban a la plaza o a casa de alguna amiga. Silvia siempre había sido muy sufridora y demasiado protectora. Según Carlos, ella siempre temía que pasaran cosas terribles, siempre exagerando. Ahora él intentaba calmarla con posibles opciones que cada vez sonaban menos probables. Aunque, por otra parte, vivían en un pueblo pequeño donde no pasaba nunca nada fuera de lo normal. “Casi nunca”, pensó él, ahuyentando un pensamiento que volvía de muy lejos y le empezaba a encoger el estómago.

-Quizás será mejor que vayamos a dar una vuelta por los alrededores del pueblo a ver si las encontramos, puede que se hayan hecho daño y no puedan volver –dijo Silvia con lágrimas en los ojos, mientras su cabeza barajaba mil posibilidades, cada una más terrible que la anterior.

 

Ricardo y Aurora estaban en la cama de la habitación de invitados, en el desván. Nunca habían estado juntos en la del matrimonio, eso ella lo había dejado claro des del primer momento. Él no había puesto objeciones, le gustaba aún más aquella habitación, con esa cama de cabecero y pie de hierro forjado, antigua, como todo lo que había en la estancia, las mesitas, el tocador, las luces. El conjunto hacía que sus encuentros parecieran un viaje en el tiempo, totalmente desconectados de la realidad.

Verla desnuda siempre le había gustado. La inseguridad de ella hacía que se mostrara relajada pocas veces, por eso, cuando se quedaba dormida, era cuando él podía permitirse el lujo de contemplarla sin prisas, siguiendo con la mirada cada línea de su cuerpo suave, caliente y sensual.

Ella no lo veía así, lo sabía perfectamente. Su marido se había encargado de hacerla sentir inferior, vulgar, ignorada y vieja a los cuarenta y dos años. Eso hasta que Ricardo entró en su vida. Aún se le ponía la piel de gallina cuando recordaba el día que cruzaron la línea. Era tan tímida y reservada que le había costado mucho ganarse su confianza. Poco a poco había conseguido que fuera más abierta, que ganara confianza también en sí misma, que quisiera volver a aquel mundo del cual se estaba escondiendo por miedos absurdos.

Miedo a no ser suficientemente buena para nada. Sí, su marido había hecho un buen trabajo anulándola, alejándola de todo lo que no fueran los quehaceres de la casa y los hijos. Un marido, Ramón, que trabajaba de barrendero, y que aunque se duchaba cada día cuando llegaba a casa, no conseguía borrar del todo la mezcla de sudor y otros olores que llevaba pegados al cuerpo, y que Aurora soportaba con resignación, como tantas otras cosas.

Trabajaba de noche y eso aún lo había hecho más celoso y déspota. Dormía poco y cargaba un mal humor constante, que descargaba sobre su mujer día sí, día también. Aún no había llegado nunca a las manos, pero Ricardo no descartaba que en un futuro sucediera y así se lo había hecho ver a Aurora. A pesar de todo, ella no pensaba dejarlo, por sus hijos, por sus padres, porque ya no sabía qué más podía ser si no era esposa y madre.

Las prohibiciones y los ataques verbales, que tenían como finalidad mantenerla siempre bajo control, habían provocado que ella fuera cada vez más cerrada, tímida y reprimida. La única que sabía el calvario que estaba pasando era su hermana mayor que, aunque no quería meterse por medio, insistió en que se apuntara al curso de informática que se hacía en la asociación de mujeres del pueblo.

El marido estuvo de acuerdo, sobretodo porque su madre también estaba apuntada y no veía demasiado riesgo en el hecho de que una veintena de mujeres fueran a pasar unas horas juntas, un par de días por semana, aunque no fueran a aprender nada. Cosa que solía pasar cuando, para llegar al número de alumnas necesarias para el curso, se mezclaban personas con distintos niveles de aprendizaje. Pero Ricardo era un maestro paciente, sabía captar su atención –aunque no siempre fuera por motivos didácticos-, y todas le hacían caso.

Se habían sorprendido de la primera a la última, por los avances que hacían semana tras semana. En el segundo mes, empezó a introducirlas en Internet, y separó las que podían dar más de sí y las que solo querían pasar el rato curioseando por la red. Allí Aurora se había reencontrado, había recuperado parte de la persona que había sido antes de casarse con Ramón, cuando trabajaba de enfermera, cuando aún salía con las amigas, cuando tenía vida propia.

Mientras las abuelas se movían por blogs de cocina, jardinería o temáticas similares, ella y algunas más aprendieron a hacerlos. Alguna había optado por crear un blog personal. Otras, solo ponían fotos, de balcones, de calles, de comidas, de flores. Ella era una gran cocinera y con la ayuda de Ricardo habían diseñado un blog de cocina bastante atractivo, donde, además, también había una sección de salud. En los últimos meses ya colgaba dos o tres platos por semana, tenía unos centenares de seguidores que aumentaban día a día e incluso había recibido una invitación para asistir a una presentación de platos y vinos en un restaurante de Barcelona.

Por descontado, la había rechazado; no quería que Ramón supiera nada de eso. Estaba segura de que se lo tomaría bastante mal y posiblemente la obligaría a dejar el curso y todo lo que implicaban aquellas clases.

Sin mucho alboroto, había empezado a vivir dos vidas. Ella también dormía poco. Cuando él se iba a trabajar, encendía el ordenador y se pasaba horas escribiendo las recetas de los platos que había hecho y fotografiado a escondidas de su marido. También se había apuntado a clases de nutrición por Internet y, gracias a su experiencia como enfermera, avanzaba a buen ritmo.

Era más feliz de lo que lo había sido durante los últimos veinte años, y todo gracias a Ricardo, que le había abierto las puertas de un mundo nuevo donde podía mostrar lo que era capaz de hacer, y donde le reconocían los méritos. Un lugar donde se sentía realizada y valorada.

Ricardo también le había abierto otras puertas. A veces la culpabilidad la dejaba aturdida durante horas, pero cuando tenía que aguantar el menosprecio y los ataques de ira de su marido, entonces buscaba apoyo en sus pequeños éxitos y en los momentos clandestinos con el chico. Era una venganza silenciosa, privada y placentera. De momento.

Ricardo presentía que algún día el matrimonio estallaría y, aunque en parte deseaba que Aurora fuera valiente para liberarse del yugo de su pareja, también temía ser arrastrado por la lava cuando finalmente explotara el volcán.

Puede que por toda la transformación que ella estaba viviendo, o quizás porque había pasado tantas horas reprimiendo sus sentimientos, cuando se dejaba ir, el sexo con ella rallaba la perfección.

Ricardo la miraba, pensando en que podría volver a despertarla con suaves besos y continuar gozando del rato que les quedaba antes de que tuviera que irse, cuando de repente unos golpes le hicieron volver en sí y de un salto bajó de la cama.

-¿Es tu marido? –exclamó.

Medio dormida, Aurora se sentó tapándose el cuerpo instintivamente con la sábana. Ricardo fue hasta la puerta de la habitación mientras se ponía los pantalones y comprobó que el ruido no provenía del interior de la casa. Cuando se giró, Aurora ya llevaba una bata y miraba entre las cortinas de la ventana que daba a la calle.

-Ha pasado algo grave –dijo con un hilo de voz-. Es Carlos que llama a su hermano… ahora salen de casa. También hay más gente… Andrés, su vecino, Paco y Víctor de casa Viñas.

Él también miraba entre las cortinas mientras se abotonaba la camisa.

-Será mejor que salga por detrás y vaya a casa, si ha pasado algo estarán buscando voluntarios. –Se miraron y él la besó suavemente-. ¿Hasta mañana?

-No lo sé, ya te llamaré –dijo mientras volvía a la cama dejando que la bata resbalara acariciando su cuerpo.

Él dudó solo unos segundos. Volvió a desabrocharse los pantalones y le abrazó los pechos desde detrás mientras ella se agarraba a los pies de la cama.

-Seguro que sea lo que sea lo que está pasando, podrá esperar un poco más.

 

“¿Crees que hay alguien? Hace rato que no oigo nada.” Irene no recordaba haber tenido nunca tanto miedo, tenía ocho años y una preciosa cara de niña traviesa enmarcada por un bonito pelo castaño. No le gustaba la oscuridad y hacía mucho rato que estaban encerradas allí. Estaba segura de que esa noche soñaría con cosas horribles, como le pasaba con frecuencia, y tendría que pedirle a su madre que durmiera con ella un rato.

Casi no podían moverse, le dolían las piernas por tenerlas dobladas, pero no se había quejado porque Cris aún debía estar peor, ya que era más alta que ella. El lugar era demasiado estrecho, pero lo prefería así. Cris la cogía con fuerza y, aunque las dos temblaban un poco, eso la reconfortaba.

Cris tenía once años y siempre había sido muy madura. Hacía rato que intentaba pensar qué podían hacer, quería desempeñar bien el papel de hermana mayor, pero le era imposible disimular el pánico que sentía. Sus grandes ojos verdes estaban ahora rojos de tanto llorar en silencio, sabía que en la oscuridad Irene no podía verle la cara y esperaba que aguantara un poco más, hasta que volviera Sara o alguien fuera a buscarlas.

 

Habían pasado más de cuatro horas desde que los vecinos se habían repartido por los alrededores del pueblo. Iban ampliando el círculo, sobretodo buscaban en los pozos que regaban los huertos. Cada vez que inspeccionaban uno, era una tortura. Con largos bastones pinchaban el agua con mucho cuidado por si encontraban un cuerpo. No sería la primera vez que un niño caía en un pozo y los otros huían asustados y no avisaban a los padres por miedo al castigo, evitando de esta manera que alguien pudiera ayudar al pobre niño a salir del agujero. Había ocurrido hacía muchos años, el abuelo siempre se lo explicaba. Carlos no creía que ellas se hubieran comportado así, conocían bien la historia, pero, ¿y sus amigas?

Silvia había llamado varias veces a Carlos. Él sabía que estaría volviéndose loca en casa sin poder hacer nada, pero seguro que no estaba sola. Su cuñada y alguna de las vecinas habían ido a casa en cuanto se habían enterado. Con el carácter que tenía, esperaba que en cualquier momento dejara a las mujeres esperando en la casa y saliera ella también a buscar a las niñas. Aunque no fue ella quien apareció.

Miguel había llegado hacía una hora. Cuando Carlos lo había visto le había subido la sangre a la cabeza, pero había tenido que aguantar la rabia.

-Silvia me ha llamado, no quería avisar a la policía aún, pero creía que tenía que hacer algo –Hacía veinte años que no se dirigían la palabra-. Ya le he explicado que en caso de desaparición de niños es mejor ponerse en marcha lo más pronto posible. Yo estaba de vacaciones pero he venido con los de la patrulla de noche.

Hablaba como si estuviera pasando un informe al superior. Durante muchos años habían sido los mejores amigos, eran como hermanos, y ahora le hablaba sin atreverse a mirarlo. Tenía la vista fija en sus compañeros, que estaban haciendo preguntas a los voluntarios y dándoles instrucciones. También había parado en el camino un camión de bomberos, y otro coche de los Mossos d'Esquadra, la policía de Cataluña.

Carlos asintió y continuó caminando. Habría tenido que darle las gracias pero no le salió la voz, hacía demasiado tiempo que el odio los separaba y le resultaba difícil, aún en aquellas circunstancias, soportar su presencia.

 

Si dos niñas desaparecen en un pueblo pequeño como el suyo, ¿cuántas cosas les pueden haber pasado? Marta conocía muy bien a su cuñada y sabia que las habría repasado todas, incluso las más improbables e inverosímiles. Hacía demasiado rato que estaba pensando en ello, y seguro que aquel programa de televisión donde enseñan maneras rocambolescas de morir no tenía ni punto de comparación con lo que estaba pasando por la cabeza de Silvia.

Todas las mujeres que se habían congregado a su lado la conocían también y evitaban empeorar la situación, aunque tampoco sabían cómo aliviarla. Ahora, sentada en el borde de una silla cerca de la entrada, con el teléfono entre las manos como si estuviera a punto de salir corriendo, las lágrimas iban bajando por su rostro como ríos silenciosos. Cuando llamaron a la puerta, todas se sobresaltaron y cruzaron miradas rápidamente, pero fue Silvia la primera en levantarse para ir a abrir.

 

A pocos kilómetros de allí Carlos estaba sentado en una piedra, necesitaba recuperar la respiración, el corazón le iba a cien y la vista se le había enturbiado. Les había costado solo cinco minutos sacar el cuerpo del pozo, pero habían sido los más largos de su vida. Cuando sonó el móvil, lo cogió Miguel, y él ni se resistió. Había cerrado los ojos e intentaba ralentizar su pulso antes de que le diera un ataque al corazón.

-Toma, bebe un sorbo –Pestañeó y vio la petaca que le alargaba su hermano Gabriel-. Es de Paco, que siempre va preparado.

Dio un largo sorbo e intentó levantarse despacio. Gabriel lo ayudó. Todos fijaron la mirada en el cuerpo del zorro que habían dejado sobre unos arbustos. Los hombres aún estaban digiriendo el alivio que había supuesto que hubiera sido un animal y no una de las niñas.

Uno de los policías, Oriol, se les acercó y le devolvió el móvil. Miguel había creído más oportuno que se dirigiera a él uno de sus compañeros.

-Ha llamado su cuñada, dice que hay novedades –Al ver la mirada de los hombres, mezcla de miedo y esperanza, el chico se apresuró a explicarlo-. No las han encontrado, pero dice que unos vecinos han ido a explicarles algo que tendríais que escuchar. Mi compañera os acompañará mientras nosotros continuamos buscando por aquí.

Fueron hacia el coche sin perder tiempo. Que no hubiera sido Silvia directamente quien había llamado no era buena señal. Le indicaron a la agente, el camino más corto para volver al pueblo y en unos minutos estaban estacionados delante de la casa. Carlos se dio cuenta de que detrás de ellos había aparcado otro coche, era el de Miguel.

Le daba igual que Silvia le hubiera pedido ayuda, no permitiría que entrara en su casa. Cuando abrió la puerta, su mujer se acercó inmediatamente preguntando si habían llamado a todas las casas de la calle.

-Claro que hemos llamado. ¿Qué ha pasado?

-No hemos llegado hasta ahora de Lleida –dijo una mujer de pequeña estatura-. Mi hija tenía una cena y hemos estado cuidando de los nietos.

Carlos la miró como si no la hubiera visto nunca. Era Raimunda, vivía unas puertas más arriba de su casa. Una mujer amable que nunca se metía en líos, tampoco la había considerado nunca demasiado curiosa. Ahora sin embargo, parecía que tenía relación con lo que estaba pasado y Carlos volvía a notar que se le aceleraba el corazón.

-Las he visto entrar en casa de la escritora a media tarde –La mujer tenía los ojos llorosos y se aferraba con fuerza al brazo de su marido, el cual miraba fijamente las baldosas del suelo. Se veía de lejos que él habría deseado estar en cualquier otro sito en lugar de allí-. Lo hacen con frecuencia, me ha parecido normal, ella no sale nunca de casa y las chiquillas le hacen recados, tu mujer me lo explicó. He estado cosiendo cerca del balcón, que es donde hay más luz, y no las he visto salir. Bueno, a las ocho nos hemos ido a Lleida, después no sé si…

-¿Habéis hablado con ella? ¿Habéis llamado a su puerta? –Mirando las caras que la rodeaban, Silvia estalló en sollozos. Llevaba horas cayéndole las lágrimas en silencio, intentando controlarse, pero de repente ya no pudo más. Cayó de rodillas en el suelo y empezó a sollozar ruidosamente. Carmen corrió a su lado para ayudarla a levantarse.

-Mi marido me ha dicho que no ha querido contestar –dijo por fin otra vecina-. Me ha comentado: “Esa tía no quiere saber nada del pueblo, no se ha dignado ni a asomarse para ver qué pasaba”.

-No costaría nada volver a intentarlo –dijo con cautela Miguel, que se había quedado en el umbral de la puerta.

-Tú lárgate –gritó Carlos dirigiéndole una mirada asesina.

Silvia miró a su marido con cara de súplica y viendo el odio que se reflejaba en sus ojos no se atrevió a decir nada. Se giró hacia la puerta, se levantó y empezó a caminar decidida en dirección a la calle. Los presentes tuvieron unos segundos de indecisión y finalmente la siguieron.

La casa donde la mujer las había visto entrar estaba solo a dos puertas. Después de tocar el timbre insistentemente y golpear la puerta, Silvia empezó a llamarla por su nombre y a suplicar que bajara, que sus hijas habían desaparecido.

-¿La conoces? –preguntó Fanny, la agente de los Mossos d’Esquadra, la amiga de Miguel que había llevado a Carlos y Gabriel hasta el pueblo.

-Somos amigas, creo. No sale casi nunca, no se encuentra muy bien y las niñas o yo misma le hacemos la compra algunas veces. A menudo ellas se quedaban y se contaban historias –iba llamando a la puerta cada vez más fuerte mientras hablaba-. Es escritora.

-Tendríamos que forzar la puerta –dijo Miguel dirigiéndose a Fanny-. Creo que las circunstancias son suficientemente especiales como para justificarlo.

 

Cuando entraron no parecía que hubiera nadie, todo estaba en silencio y aparentaba estar en orden. En la puerta de la calle habían dejado al marido de Raimunda para que se encargara de que no entrara nadie más, pero no habían podido evitar que los padres de las niñas les siguieran a una distancia prudencial. La mujer se llamaba Sara, al ver que nadie respondía, la llamaron unas cuantas veces comunicándole que eran de la policía y habían entrado. Después de comprobar que no había nadie en la entrada, empezaron a subir las escaleras. Miguel no llevaba uniforme y no estaba de servicio, pero a pesar de eso se había traído el arma que tenía en casa.

Siguieron llamando pero no hubo respuesta. Cuando los policías entraron en el comedor, encontraron papeles sobre la mesa, platos con restos de la comida y un vaso de agua al lado de algunas cajas de medicinas. Instintivamente se habían puesto en guardia, y la agente se había girado para indicar a los padres que se quedaran quietos. Irían comprobando las habitaciones y no querían estorbos hasta que hubieran terminado. Empezaron por las que rodeaban la sala principal. Parecía todo en orden, quizás demasiado, como si no viviera nadie allí.

De repente, a Miguel le pareció oír algún movimiento en el dormitorio principal. Cogió el arma con fuerza e hizo una señal a Fanny en dirección al armario. Los dos se acercaron lentamente preparados para abrirlo. A partir de ese momento todo fue muy deprisa. Abrieron las puertas del mueble y apuntaron dentro los dos a la vez. Las dos niñas abrieron mucho los ojos y empezaron a gritar tan fuerte que parecía imposible que aquellos gritos salieran de seres humanos. Rápidamente levantaron las armas hacia el techo e inmediatamente apareció la madre empujándolos a un lado y lanzándose a abrazar las niñas. Al instante los gritos se detuvieron y se convirtieron en sollozos sonoros, gemidos y palabras sin coherencia, que no se sabía muy bien de cuál de los tres cuerpos salían, ya que eran como uno solo. Carlos intentó separarlas para sacar a las niñas del armario y cuando comprendió que estaban enganchadas a la madre y no la dejarían, empezó a hablar a Silvia suavemente, entre lágrimas también, para tranquilizarla y hacerle entender que tenían que sacar a las niñas para ver si estaban bien.

Costó un poco que todos se calmaran. Los que estaban en la puerta de la calle, al oír los gritos, habían subido a la casa llegando a tiempo para ver como sacaban a las niñas del armario, parecía que no tenían ninguna herida externa. Después de que empezaran a hacer efecto las palabras que repitió mil veces la madre diciéndoles que ya había pasado todo, que nadie les haría daño, las niñas empezaron a decir entre sollozos que todo era culpa suya, que se la habían llevado, que quizás le habían hecho daño.

Entonces todos se dieron cuenta de que, con la alegría de haberlas encontrado, se habían olvidado de que la propietaria no estaba.

3

Miguel iba casi a diario a nadar, además de mantenerlo en forma, lo relajaba y mejoraba su estado anímico. Al llegar a casa aún tenía el pelo mojado, parecía oscuro, pero cuando se secaba tenía el color del trigo maduro, en armonía con sus ojos de miel.

Se había entretenido solo unos minutos en peinarse, no pasaba nunca mucho tiempo delante del espejo, le costaba enfrentarse a la tristeza que reflejaba su rostro, y que disimulaba transformándolo en poses malhumoradas cuando lo miraban otros.

Al rato de haber llegado, mientras se preparaba un bocadillo mirando las noticias, recibió la llamada de Silvia, su mejor amiga y también la mujer de Carlos, la persona que más le odiaba. El nudo que notaba en el estómago siempre que hablaba con ella le apretó con fuerza. No era normal que lo llamara tan tarde.

Primero, cuando empezó a explicar lo que pasaba, una sensación de catástrofe le había oscurecido aún más la mirada. No podía ser que el destino volviera a pisotearles. Cuando le dijo que hacía poco más de dos horas que las buscaban, una brizna de esperanza se abrió camino. Mientras intentaba calmarla, se iba calmando también él. Se forzó a pensar, a analizar la situación y a actuar como le habían enseñado. Si dejaba que los sentimientos ganaran la partida, los recuerdos de la desgracia pasada se mezclarían con el presente, se bloquearía y no podría ayudar a nadie.

A Silvia le había respondido que llamara a emergencias inmediatamente. En los casos de adultos no se consideraba una desaparición tan pronto, pero si los desaparecidos eran menores, habían de llamar lo más pronto posible.

Hacía dos días que había empezado las vacaciones, pero recordaba que Fanny estaba de guardia y la llamó inmediatamente. Después llamó a Aurora, la hermana que vivía en el pueblo, para que le diera su versión de lo ocurrido y para decirle que iba a quedarse en la casa de sus padres, ahora vacía. Ella pudo añadir poca cosa a lo que Silvia le había contado, y después solo se atrevió a insinuar: “No te hagas ilusiones”.

Todo esto, él lo iba haciendo mientras ponía las cuatro cosas más necesarias en una mochila, cogía las llaves del coche y el arma que tenía en casa, y salía en su ayuda.

El trayecto era corto pero los pensamientos con frecuencia son muy rápidos. Hacía mucho tiempo que no creía en nada, pero Miguel volvió a rezar. Quería encontrarlas, quería hacerlo él, y deseaba sobre todo que estuvieran bien. Si todo acababa así, quizás Carlos podría perdonarlo.

“No te hagas ilusiones”. Las palabras de su hermana aún resonaban en su cabeza. Sabía que nada podría ser como antes. Ya nadie era como antes de la tragedia, pero con los años quizás el odio se habría desvanecido un poco. Todos habían quedado mal heridos por aquel dolor crónico que, aunque había mermado con el tiempo, continuaba siendo incurable. A pesar de todo, deseaba aquel perdón, como medicina para hacerlo más soportable.

Carlos y Silvia se habían tenido el uno al otro, a su hermano, a sus padres, pero a Miguel lo habían desterrado. Había tenido que pasar por todo casi en soledad. Solo algunas conversaciones y encuentros clandestinos con Silvia habían evitado que hiciera un disparate.

Lo había intentado una vez y casi lo consigue. Su hermana y Silvia le habían ayudado a luchar, pero aún ahora tenía que esforzarse cada día para no ceder a la tentación. Sobrevivía, pero era consciente de que su vida estaba limitada y era él mismo quien estropeaba la posibilidad de aprovecharla plenamente. A pesar de haber pasado tantos años, necesitaba volver a formar parte de aquel equipo para salir adelante.

Cuando al cabo de unas horas habían encontrado a las niñas, el alivio había sido inmenso. La mirada de agradecimiento de Silvia era tan cálida como uno de los abrazos protectores y compasivos que le regalaba cada vez que se encontraban. En cambio, Carlos era otro asunto. Lo había evitado casi todo el tiempo que habían estado buscando por los alrededores del pueblo. Ni una sola vez había cruzado la mirada con él y la única ocasión en que le había hablado, había sido para echarlo de su casa.