Instinto de supervivencia - Ramona Solé Freixes - E-Book

Instinto de supervivencia E-Book

Ramona Solé Freixes

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Beschreibung

Una familia lleva años golpeada por una tragedia. Y la persona que había sido protagonista de esa tragedia vuelve a aparecer. Está a punto de desatarse un juego de manipulaciones y engaños a varias bandas. El asunto es ¿qué está dispuesto a hacer cada cual para seguir su instinto de supervivencia? Algunos personajes ya se conocen, pero otros no, y quizás sean estos nuevos los que puedan cambiar el resultado final. Ramona Solé arma un thriller psicológico con una red de relaciones donde las cosas pueden ponerse muy tensas.

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Seitenzahl: 400

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Ramona Solé

Instinto de supervivencia

 

Saga

Instinto de supervivencia

 

Copyright © 2020, 2022 Ramona Solé and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728399897

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Para Alba y Tània,

siempre

«Todos los males han de ser juzgados pensando

en el bien que llevan en ellos y en los males

mayores que nos pueden esperar»

Daniel Defoe

«Traicionamos para ser leales»

John Le Carré

1

Dicen que para suicidarse tienes que ser valiente, o quizás es más valiente quien se enfrenta a los motivos y los intenta vencer. Yo no sé si soy valiente, pero hoy, hoy me suicidaré.

Tengo miedo, de hecho, siento pánico.

Miedo, sobre todo, de equivocarme, por mis hijos, porque todo lo que he planeado, lo he hecho pensando en ellos.

¿Qué pensarían mis padres si supieran lo que estoy a punto de hacer? Ellos, tan tranquilos allá en la montaña. Se horrorizarían. He tenido la tentación de explicárselo, solo para que lo impidieran, para que me detuvieran. Jean, tú sabes mejor que nadie que lo he intentado todo. Me haces tanta falta, me siento tan sola.

No he sido nunca muy creyente, aunque a veces pienso que me gustaría que existiera ese lugar prometido donde algún día pudiéramos reunirnos con los que hemos querido y nos han querido tanto. Seguro que son sentimientos que experimento porque hace tiempo que echo de menos tener cerca a alguien que me quiera, que me cuide, que se preocupe por mí y me ayude a solucionar los problemas del día a día. Mis padres están lejos, la tía está muerta y tu también, Jean.

Hace demasiado tiempo que no estás y no he sabido salir adelante sin ti. Habría podido explicar a mis padres la situación en que me encuentro, pero no quiero volver a vivir con ellos. Nos pueden dar mucho amor, eso lo tengo claro, pero ellos también han ido tirando a duras penas y no los puedo cargar con lo que es mi responsabilidad.

Me miro al espejo y no me reconozco. Desde pequeña papá me ha dicho que acertaron con mi nombre, Sofía, porque me parezco un poco a la actriz, Sofía Loren. Me parecía, porque ahora me veo demasiado delgada, tengo el cansancio esculpido en el rostro, mi pelo no luce y en mis ojos solo se adivina tristeza. Tengo treinta años, pero me miro y me parece que tengo muchos más, quizás porque he pasado por demasiadas cosas.

Si he tomado una decisión equivocada, tampoco será tan grave. Una vez muerta se acaba el sufrimiento, ¿no?

Me engaño a mí misma. Si me equivoco, las consecuencias serán graves. No lo hecho hasta ahora por nuestros hijos, que eran los que me empujaban a seguir, a luchar, y ahora lo haré justamente por ellos, porque todo ha de cambiar, porque tengo que descargarlos de este lastre de madre que no los deja avanzar, y que acabaría hundiéndoles en el mismo infierno en que me estoy consumiendo. Hoy tengo que ser una madre valiente, y si les vuelvo a fallar, si todo lo que está a punto de pasar es parte de mi locura, espero que sepan perdonarme.

Jean, tú siempre decías que tenemos que esforzarnos en buscar el camino, que poseemos más fuerza de la que nos imaginamos y que si se intenta con ganas, se encuentra la manera de salir de las situaciones más difíciles.

Siento que he tocado fondo y el suelo no está duro, no me puedo levantar, la arena me está tragando. Ya no puedo mantenerlos, no puedo protegerlos, las deudas aumentan día tras día. El invierno pasado Noemí estuvo ingresada dos veces por las bronquitis que cogió en buena parte porque no teníamos calefacción, no nos la podíamos permitir y de nuevo nuestros amigos tuvieron que ayudarnos. Como siempre, tendré de devolverles el favor, claro. Este juego de intercambio ya ha durado demasiado, estoy cansada de todo.

Esta es la salida que he encontrado, Jean. La fuerza que he conseguido reunir, la fuerza que dices que todos tenemos. El instinto para seguir adelante, para salir de la miseria, a mí me ha llevado hacia este camino. Solo así Noemí y Dani podrán tener lo que necesiten. Será un paso arriesgado, pero necesitan ayuda y yo la conseguiré.

 

-¡Mamááá, ya te dije que la leche sin cacao no me gusta!

-Está enfurruñada, siempre tiene sueño por la mañana y se enfada con facilidad-. No me gusta, no me gusta y no me la beberé.

Tiene los ojos llenos de lágrimas, pero se esfuerza por no dejarlas saltar. Lágrimas de rabia porque seguro que está muerta de hambre, pero a la vez le cuesta ceder y bebérsela sin dejar constancia de su protesta.

-Perdona, bonita, no me acordé de comprarlo.

Me cuesta contener el llanto a mí también. Le doy la espalda para que no se dé cuenta.

Ayer fue un día especial, fuimos a comer al burger y después al cine. Hicimos muchas fotos, imprimí algunas y se las he puesto en la maleta pequeña. Copias para los dos dentro de dos sobres con una carta para cada uno. Son cartas de amor, de esperanza. No recuerdo haber escrito nunca nada tan bonito. Desearía que supieran que les quiero muchísimo, pero las cartas tienen otra función, quiero que quien las encuentre tenga claro qué necesitan.

Ayer me gasté casi todo lo que nos quedaba. Dos menús, cine y cuatro fotos. ¿Mi herencia?

Las fotos parecen alegres, aunque si se miran con detenimiento, se nos adivina un trasfondo en la mirada. La pequeña Noemí con los mofletes rosados, risueña. Ella sí que parece que lo esté pasando bien. Preciosa. Nuestra presumida. Dani que la mira de reojo, atento a lo que le pueda faltar, cuidándola y protegiéndola en todo momento. Demasiada madurez en su mirada.

Yo comí un poco de pan que dejó la pequeña, hace días que casi no como, aunque la verdad es que tampoco tengo hambre. Me cuesta tragar, me cuesta dormir, me cuesta pensar, tengo un nudo en el estómago que cada día aprieta más fuerte. He esperado hasta el último momento por si algo cambiaba, por si llegaba un milagro que nos permitiera continuar al menos como hasta ahora, pero los milagros escasean en tiempo de crisis.

Hoy tiene que ser el día, lo he planeado con tiempo, he intentado pensar en todo, no olvidar ningún detalle. Hacerlo bien. Los últimos días he estado repasando una y otra vez todo lo que dejaré preparado, todo lo que necesito, los pasos que tengo que seguir. Como en una coreografía, todo ha de estar sincronizado al milímetro.

Espero que salga bien, porque es la última carta que me queda por jugar.

 

-Mira, tengo un trocito de chocolate, si te bebes la leche, te lo doy.

-¿Para mí también hay? -dice Dani con la voz de quien espera una respuesta negativa. Es todo un hombre y solo tiene diez años.

-Sí, claro. -Le doy muchos besos y después a la pequeña Noemí-. Sabéis que os quiero mucho, ¿no?

-Sí… Mamá… Nos lo dices todo el rato…

-Y vosotros, ¿me queréis?

-Sí… Mamá… -canturrean los dos a la vez, como acostumbran a hacer a menudo. Un juego ensayado. Mira que eres pesada, mamá, piensan.

-Yo, ¡más que tú! -grita de una tirada la niña sonriendo porque ha ganado la partida, pero sé que Dani le ha dejado ganar, como siempre-. Ya está la leche. ¿Puedo comerme el chocolate?

Es tan vivaracha y Dani tan serio. Son muy diferentes, Dani con el pelo oscuro y rizado, los ojos iguales que su padre, cuesta saber si son azules o verdes, a veces te parece una cosa y a veces otra. Cada vez que le miro puedo verlo a él, mi primer amor, mi primera decepción. La pequeña Noemí, en cambio, tan rubia, con el pelo fino y delicado, los ojos marrón claro como los míos, alegre y alocada, como Jean. No parecen hermanos, y de hecho solo lo son por parte de madre, pero no quiero que los separen, se quieren demasiado y tienen un vínculo tan fuerte y especial que seguro que sería terrible si les obligaran a vivir el uno sin el otro.

Los acompaño hasta la escuela, como siempre, aunque parece que han notado que pasa algo. Dani no dice nada, pero no deja de mirarme con la cara que hace cuando quiere leerte el pensamiento. Me pone nerviosa, pero creo que lo conseguiré. Noemí dice que hoy no voy bien peinada, que quizás tendría que ir alguna vez a la peluquería, que la madre de María va con frecuencia y lleva el pelo brillante y bonito.

Es muy presumida, Noemí, y querría que yo también lo fuera, pero el presupuesto no acompaña.

Dani cree que ya es mayor, ya no quiere que le abrace en público, aunque consigo robarle un beso. A la pequeña sí, la puedo abrazar fuerte, muy fuerte, demasiado, “me estás espachurrando”.

-¿Tienes que trabajar hoy? -pregunta Dani.

-No.

-¿Qué vas a hacer esta mañana? -parece que se resiste a dejarme, como si supiera qué pienso hacer.

-Muchas cosas. -Intento sonreír-. Vamos, que no lleguéis tarde, marchaos.

Los veo decirme adiós desde la entrada e intento regalarles mi mejor sonrisa.

No vuelvo directamente a casa, retengo el llanto hasta que ya estoy en mitad de la pasarela de Cappont. Me apoyo unos minutos de cara al río mientras dejo resbalar las lágrimas hacia las aguas del Segre paseando con la corriente. Solo unos minutos. Después vuelvo al piso. No puedo perder demasiado tiempo, solo quería ver una vez más la postal de la Seu Vella enmarcada con las cuatro nubes que la acarician hoy, blancas y esponjosas, una estampa igual y diferente cada vez que la miras, según el cielo que la rodea. Un emblema que siempre me ha dado fuerza.

 

El miedo me acompaña a la vuelta, pero no puedo echarme atrás. Se acerca la hora.

Hace mucho que pienso en cómo tenía que orquestarlo. La sangre me marea y no sé si lo habría conseguido, demasiado arriesgado. Prefiero que todo sea más suave, menos agresivo.

Relajarse y dormir. Dormir y esperar.

Será una novedad, hace mucho tiempo que no consigo dormir más de dos horas seguidas. El médico de cabecera me recetó pastillas, y así empezó a coger forma la idea. Hace semanas que duermo mal, o quizás meses, desde que murió tía Adelina, con quien hemos vivido los últimos años. También encontré pastillas en su mesilla cuando ordenaba después de su muerte. No eran las iguales que las mías, pero leí las instrucciones y en los dos medicamentos ponía que eran hipnóticos, entonces se me ocurrió la idea y pude descansar un poco mejor. Había encontrado un camino.

He visto en algunas películas que se lo beben con alcohol, pero he decidido no hacerlo, no quiero perder el control. Ya me he tomado alguna y empiezo a notar el mareo. Seguramente porque no he comido nada.

Todo saldrá bien, me repito una y otra vez. Tendría que estar nerviosa, cuando me he levantado lo estaba bastante, pero las pastillas también se han encargado de solucionarlo.

Creo que no olvido nada. No me da miedo la muerte, sé que es un alivio, pero a la vez soy consciente de que no debo abandonar a mis hijos. Es todo tan complicado. Morir sería la liberación de todas las cargas que ya no puedo arrastrar. Lo que he decidido hacer no es la mejor solución, pero a veces se debe tomar un atajo.

Son casi las nueve y media, no puedo perder más tiempo. Ayer llamé a Vincent, quedamos que hoy pasaría por el piso para ayudarme. Si todo va bien, cuando venga hará rato que habré iniciado un nuevo camino. He dejado una carta muy larga con su nombre en el sobre, donde le explico muchas cosas. Lo que necesitaría saber un asistente social o quien sea que la encuentre y la lea, sobre mis padres, las dificultades económicas que siempre han pasado; sobre mis hijos, las necesidades que habría que cubrir.

Parece que todo está en orden.

Voy hacia la habitación, ahora estoy bastante mareada. En la mesita tengo más pastillas y una botella de agua. Aquí también está todo en su lugar, todo preparado. Me tumbo en la cama y sigo con mi plan. Los zapatos. Me los saco y los dejo en el suelo, cerca del armario. Cuando venga quiero que lo encuentre todo ordenado. Tumbada sigo notando algo de mareo, pero me siento bien. Muy bien.

Tengo ganas de llorar, pero no me salta ninguna lágrima, también debe ser efecto de las pastillas, aunque cuando cierro los ojos oigo el eco de los sollozos que emite mi corazón. Los quiero tanto. No quiero equivocarme, pero estoy desesperada y no veo otra salida.

Otro sorbo de agua. Una última mirada a la habitación, se me cierran los ojos. Tengo una foto de los tres en la mano, de ayer, la miro y les doy un beso.

Ya no quiero moverme, estoy cómoda, quedan algunas pastillas sobre la mesita. Está bien, todo va bien. Lo siento, Jean, todo irá bien, no te preocupes. Hago un último movimiento, el agua se cae al suelo. No pasa nada. Está bien, no pasa nada, estoy preparada.

Me cuesta pensar, eso también es bueno, siempre he pensado demasiado.

Me siento ligera, tranquila. Ya no hay marcha atrás, lo estoy haciendo y me siento bien.

2

Raquel salía apresurada de casa, aunque no tenía obligación de ir a ningún sitio, a ninguna hora en concreto. Se había puesto un vestido azul que le daba una imagen elegante y seria, que a la vez perfilaba y acariciaba su figura. Zapatos caros y bolsa a conjunto. Mientras se maquillaba de manera maquinal, pensaba que ya tendría que estar un poco harta de lucir siempre el mismo estilo, pero cuando se imaginaba un nuevo peinado o algún cambio en su imagen, se incomodaba y lo descartaba en el acto.

Le gustaba que el pelo, color del trigo justo antes de ser segado, se apoyara en los hombros, y que el maquillaje resaltara y potenciara el azul de sus ojos. Sabía que, al contrario del cuerpo, que era espectacular, no tenía la cara agraciada. Las facciones eran demasiado duras, y solo aquel color suave y engañoso de su mirada le suavizaba el rostro. Era alta, tenía una figura que le había costado esfuerzo y dinero conseguir, y había aprendido a potenciarla y hacerla deseable sin perder elegancia.

Llevaba pocas joyas, pero lo poco que exhibía era siempre de calidad y precio elevado, y como una joya más, el perfume. Anunciaba su llegada y dejaba que persistiera la constatación de su presencia cuando ya hacía rato que se había ido.

Antes de salir de casa, un último vistazo al espejo. El resultado era impecable. Se encontraba cómoda, segura, y hasta entonces le había dado muy buenos resultados.

Cerró la puerta con llave y empezó a andar por el pasillo con firmeza. Al pasar por delante de la puerta de la vecina se dio cuenta de que estaba algo abierta. Miró el reloj, las nueve y media, quería visitar a Francisco a las diez en la agencia de viajes, como había hecho cada día aquella semana, para que le fuera explicando cómo funcionaba el negocio. Quedaba tiempo para dar un adiós rápido a Sofía, dudó un momento. Seguramente ya se estaban trasladando, solo tendría que hacer el sacrificio de aguantar una breve conversación y ya no sería necesario que hablaran nunca más.

 

Desde que había vuelto a Lleida hacía un par de meses, Raquel Anglada había evitado relacionarse con los vecinos. Había alquilado un piso en la calle del Bruc del barrio de Cappont solo porque estaba cerca de donde vivía Francesc. Él tenía un piso más grande en la calle Jaume II, con vistas al río, y ella esperaba trasladarse allí pronto.

Ni pensaba quedarse mucho tiempo en aquel pisito, ni tenía intención de hacer amistad con aquella gente que era tan distinta a ella, y aún menos con una familia que parecía que atraían la mala suerte.

Pero hacía cosa de un mes, había presenciado una fuerte discusión entre el arrendatario y la chica, y se había interpuesto. Ella no acostumbraba a hacer nunca nada parecido, pero el hombre estaba gritando de mala manera a Sofía delante de los niños, la situación era bastante violenta, y qué clase de persona habría parecido si hubiera pasado de largo sin decir nada. Incluso el viejo que vivía al final del corredor había sacado la cabeza y había amenazado con llamar a la policía. Una encerrona de las que no se pueden evitar.

Después se habían encontrado en el ascensor casi cada día y la chica le había parecido tan débil y esmirriada, y le había dado tanta pena, que alguna vez la había invitado a desayunar al bar de abajo.

Dudó unos segundos antes de llamar a la puerta, no le gustaban las despedidas ni los dramas, y por lo que le había explicado en los cuatro desayunos que habían compartido, acumulaba unos cuantos.

Cuando la pareja de Sofía había muerto en un accidente, ella había tenido que dejar el piso que habían compartido porque, sin el sueldo de este, no lo podía pagar. Era francés, aunque hacía ya bastantes años que residía y trabajaba en Cataluña. Jean Candau, que así se llamaba el marido, hacía tiempo que había perdido a sus padres y Sofía nunca había llegado a conocer a nadie de su familia de Francia. Plantearse pedirles ayuda era impensable. Ella, con veintiséis años, sin trabajo, y con dos niños pequeños, se había trasladado a un piso de la calle del Bruc a vivir con la hermana de su madre, soltera de toda la vida y feliz de acogerles.

Parecía una buena solución. Sus padres habían vivido siempre en Durro, en el Valle de Boí, y aunque iban subsistiendo a duras penas, seguro que habrían estado encantados de acogerlos a los tres, pero las perspectivas de trabajo allá no eran mejores y Sofía necesitaba encarrilar su vida.

Quedándose con su tía ganaban todos. La mujer era bastante mayor y con la sobrina en casa se ahorraba contratar a alguien que la ayudara en las tareas y a la vez ganaba la compañía de una familia a la que siempre había querido. Sofía y los niños tendrían un buen lugar donde vivir, y la comida y otros gastos iban a cargo de la tía, que muchas veces también se quedaba con los niños si ella tenía que trabajar fuera de las horas en que estaban en la escuela. Así las ganancias de los trabajos esporádicos que conseguía podía destinarlos íntegramente a las necesidades de sus hijos.

Trabajos de limpieza, sustituciones en tiendas, venta de algunas de las pertenencias de Jean… De esta manera habían subsistido los últimos años, pero hacía unos meses que su tía había muerto y entonces se había quedado sola con los dos pequeños y sin la pensión que les ayudaba a salir delante.

Raquel no se había fijado demasiado en aquellos vecinos en un principio, pero era inevitable ver la cara de preocupación constante de la chica cada vez que se cruzaban por el pasillo o en el ascensor. Imaginaba que los pocos ahorros que pudieran tener se habían acabado rápidamente. Sofía iba haciendo trabajos de limpieza, aunque no le salían demasiados, el sector estaba saturado. Después de haber intimado queriendo o por fuerza en aquellos desayunos, ella misma le había pedido que diera un repaso a su piso un par de veces, más por pena que porque realmente lo necesitara.

Raquel ya suponía que Sofía había llegado con la carga de la tragedia después de la muerte de su compañero, cuando la niña solo tenía dos años y el niño seis, pero parecía que estaban consiguiendo salir adelante. Hasta el último año, en que la salud de la tía se había ido deteriorando y ella había tenido que rechazar algunos trabajos para poder cuidarla. En los últimos meses la tristeza había dado paso a la depresión, que seguramente hasta entonces se había mantenido a raya gracias a las atenciones y la ayuda de la tía. Al faltarle esta y complicarse aún más las cosas, la caída había sido inevitable y evidente a ojos de todos.

El día de la discusión con el arrendatario, Sofía había explicado a Raquel que habían dejado de pagar el alquiler hacía unos meses. Tampoco había para tanto. Pero el hombre les había impuesto una fecha límite para pagar o dejar el piso, sus amenazas habían sido claras, nada de decirlo a ninguna autoridad, ni a ningún payaso de los que se meten donde no los llaman, si no quería acabar mal. Por descontado, que él tampoco pensaba denunciarla para que después tuviera que esperar un desahucio legal. Él siempre se encargaba de sus asuntos en persona. Sofía había confesado a Raquel que si no conseguía el dinero, tampoco esperaría que acabara el plazo para irse, aquel hombre le daba miedo.

Raquel la había escuchado por educación aunque no le importaba mucho como acabara todo, así que tampoco le preguntó adonde irían para no implicarse más de la cuenta. Ya había hecho bastante al meterse en una discusión que no le incumbía, y pagándole un desayuno decente de vez en cuando.

 

Faltaba solo un día para acabar el mes y estaba segura de que aquella puerta abierta significaba que se marchaban. La empujó ligeramente, los niños ya debían estar en la escuela. Le diría que llegaba tarde a una reunión. Un adiós rápido y listos.

La llamó un par de veces habiendo entrado en el recibidor que a la vez era el pasillo donde confluían los pocos espacios del piso. Avanzó unos metros y miró desde el umbral del comedor. El apartamento era aún más pequeño que el suyo, si Sofía hubiera estado allí ya la habría oído, seguramente estaba bajando paquetes. No había entrado nunca antes, pero todo parecía estar en su lugar, ninguna caja ni bulto. Solo había una cosa que podía romper aquella sensación, dos pequeñas maletas sobre la mesa del comedor.

Volvió a llamarla sin obtener respuesta. Medio aliviada, ya había decidido irse cuando, mientras volvía otra vez hacia la puerta de entrada, alguna cosa le llamó la atención sobre la encimera de la cocina. Se acercó al umbral y le dio un vuelco al corazón. Había diversas cajas de píldoras abiertas. Se acercó para leer de qué tipo de medicamento se trataba aunque ya lo había adivinado. Eran de diferentes tipos, pero todos de la familia de las benzodiacepinas, psicotrópicos de intensidad diversa. Vio que había los blísteres pero se habían sacado todos los comprimidos. Dejó el bolso y corrió buscando por las habitaciones. No había demasiadas, así que no le costó encontrarla.

Estaba tendida en la cama. En la mesilla aún quedaban algunas pastillas y otras habían caído al suelo, donde también había una botella de agua, esparciendo su contenido por las baldosas. Le buscó el pulso, no lo encontraba, cosa que era normal porque le temblaban las manos. Corrió hacia la cocina, donde había dejado el bolso, buscó el móvil y volvió hacia la habitación mientras llamaba a Emergencias.

-Tranquila, ya van para allá. -La voz sonaba monótona, casi despersonalizada, pero a la vez tranquilizadora-. ¿Respira? ¿Me puede decir el nombre de las píldoras? ¿Podría seguir mis instrucciones?

 

Hizo lo que pudo mientras llegaba la ambulancia, era temprano, seguro que había ido a acompañar a los niños a la escuela, así que no debía haber pasado mucho tiempo des de que se las había tomado. Intentó levantarla, hacerla andar, hacerla vomitar. Cogió el coche hacia el hospital Arnau de Vilanova siguiendo la ambulancia y esperó mientras la trataban y le hacían un lavado de estómago, hasta que le dijeron que estaba fuera de peligro. En medio de la confusión y el nerviosismo, aún había encontrado un momento para enviar un mensaje a Francesc para decirle que no podría acudir a la cita diaria, que más tarde le llamaría.

Tuvo mucho tiempo para pensar. En las situaciones críticas era cuando Raquel mantenía la mente más clara, más abierta a que las ideas fluyeran, y había tenido una muy buena. Hasta entonces, a pesar de su debilidad, Raquel había visto a Sofía como una luchadora y eso no le habría servido para sus propósitos, en cambio, después de sus conversaciones y la tentativa de suicidio, a sus ojos apareció mucho más débil- La chica había tocado fondo y ella la había salvado, ahora era más adecuada a sus planes. Más manejable.

Intentó responder a las preguntas de los médicos, algunas se las inventó, casi no la conocía. Salvo sus padres, no sabía si tenía familia o amigos, así que les dijo que ella era de la familia. Explicó que lo que había sucedido había sido un error. La niña acostumbraba a estar enferma con frecuencia y ella tomaba pastillas para descansar. Los últimos días estaba constipada y también había tomado otras medicinas. Así que con el cansancio y lo demás, sin darse cuenta habría tomado una mezcla de medicamentos que no correspondían.

Les dejó su teléfono como “persona de contacto”. Por la tarde quizás le podría hacer una visita, porque de momento querían tenerla en observación. Ella lo entendía perfectamente, le tendrían que hacer una valoración psiquiátrica y si se confirmaba que había sido un intento de suicidio, seguramente la trasladarían al Hospital Santa Maria. Entonces se acordó de los niños y volvió al piso.

 

No recordaba a qué escuela iban, pero seguramente debía de haber algún papel donde constara. Se había quedado con las llaves de Sofía y cuando volvió a entrar en el piso le sorprendió el aroma de su propio perfume, que como siempre había dejado huella de su visita tan solo unas horas antes. Entró en el comedor y buscó con más detenimiento, encontró un sobre junto a las pequeñas maletas. Estaba dirigido a un tal Vincent Florit, asistente social. Solo dudó unos segundos antes de leerlo. Dejó ir un suspiro mientras negaba con la cabeza. La carta era extensa, debía hacer bastante tiempo que lo planeaba, había pensado en todos los detalles. Aquella noche, los niños se quedaban a dormir en casa de un amigo de Noemí que celebraba el aniversario, así que el asistente tenía hasta el día siguiente a las cinco, cuando volvieran a salir de la escuela para arreglarlo todo, antes de darles la noticia de su muerte.

Ahora las cosas habían cambiado. Raquel había tomado una decisión y los planes se modificarían a partir de aquel momento. Alteraría los de Sofía y eso ayudaría a sus propios objetivos.

Abrió las maletas. Un poco de ropa, algunos juguetes, suponía que los que tenían un significado más especial para los niños, también un sobre para cada uno, con una carta y cuatro fotos. Leyendo las tres cartas se hizo una idea bastante clara de la precaria situación de la chica, y se mordió el labio mientras sonreía, como siempre hacía cuando tenía posibilidades de conseguir sus propósitos.

Se guardó las cartas, encontró una bolsa de deportes vieja y puso en ella un poco de ropa para Sofía, también utensilios de baño y personales que pensó que podría necesitar. Finalmente cogió las maletas de los niños y lo llevó todo a su piso. Eran casi las dos de la tarde, seguramente el asistente social había venido hacía rato y no había encontrado a nadie. Raquel tenía el móvil de Sofía, un teléfono antiguo que no estaba ni bloqueado. Encontró el número de la escuela, se lo gravó en el suyo y después repasó las llamadas. Había un número que había llamado más de cinco veces, el tal Vincent.

Decidió que al día siguiente tendría que devolverle la llamada y darle una explicación no demasiado alarmante, una mentira que resultara creíble, si quería que Sofía conservara los niños a su lado. No podían explicarle que había intentado suicidarse, tendrían que dar poca importancia al hecho de que estuviera en el hospital y mucha al hecho de que habían encontrado la manera de cambiar su situación económica. Confiaba en que el asistente social tendría que atender muchos otros casos y no insistiría en pedir demasiadas explicaciones si le explicaban que tendría uno menos del que preocuparse.

Por la tarde, cuando Sofía vio entrar a Raquel, impecable como siempre, y con aquella sonrisa que nunca parecía sincera del todo, pero que era la única que acostumbraba a lucir, quedó un poco sorprendida. La imagen desentonaba con lo que le había pasado durante las últimas horas.

Raquel esperó a que la enfermera las dejara solas y le explicó como la había encontrado por la mañana.

-Lo siento, ¿aún lo he estropeado más, no? -Se puso a llorar, con pocas lágrimas y mucho sentimiento, como si el dolor que tenía dentro se quisiera quedar y no le permitiera sacar lo que cargaba-. Todo me sale mal. Solo sé empeorar las cosas. Ahora los perderé a ellos también, ya no me queda nada más que perder.

-No digas tonterías, Sofía -Raquel hablaba como si riñera a una niña y le cogía la mano, aunque no con la fuerza de los que te aprecian-. ¿Cómo has podido pensar que lo que querías hacer era la mejor solución?

La chica giró la cara con la mano tapándose la boca, y gimió como si le hubiera clavado alguna cosa muy adentro.

-No dejes que me quiten a los niños.

-¿Tienes algún pariente o amigo a quien quieras avisar? ¿A tus padres, quizás? -Ella negó con la cabeza sin mirarla. Después de haber leído las cartas, Raquel estaba casi segura, pero tenía que preguntarlo. Mejor, así todo sería más fácil-. Imagino lo que estás pasando, pero creo que te puedo ayudar. -Miró hacia la puerta para comprobar que no les podía oír nadie-. Mira, les he dicho que soy tu prima, y si tú me autorizas, de momento me quedaré con los niños hasta que te den el alta.

Empezó a sacar papeles del bolso y Sofía la miró dudosa. Las cosas iban muy deprisa, o era ella la que iba demasiado despacio. Aún no tenía la cabeza del todo clara.

-Quiero que te pongas bien y te dejen salir de aquí, ¿de acuerdo? Quiero que cuando los médicos hablen contigo estés más animada o por lo menos lo finjas, y les digas que ha sido un error, un mal momento. Estabas cansada y confundida porque hacía días que no podías dormir. Tienes que convencerlos de que a partir de ahora tendrás cuidado para que no se repita. Tienes que hacerlo porque me parece que te puedo conseguir un trabajo, y entonces vuestra situación cambiará, pero si creen que hay peligro de que vuelvas a intentarlo, no te dejarán salir, y menos aún quedarte con los niños, ¿me entiendes?

Ella asintió, pero Raquel volvió a repetir lo que había de decir un par de veces para que le quedara claro. Parecía estar medio dormida y quería estar segura de que diría lo que convenía. Lo que ella quería que dijera.

-Se me ha ocurrido algo que nos puede ayudar a las dos.

Sofía la miró con incredulidad, pero Raquel estaba tan concentrada en ella misma que ni se dio cuenta.

-Hace días que le doy vueltas -mintió-, y me parece que he encontrado una salida que te ofrecerá justo lo que necesitas. Siento no habértelo dicho antes. -Mientras decía esto, Raquel lucía una sonrisa radiante, tampoco parecía sincera, pero era mucho mejor que cualquier otra que le hubiera dedicado hasta entonces-. Ahora lo que tienes que hacer es descansar, a veces la ayuda está más cerca de lo que crees. Tengo que hacer una llamada. No te preocupes, estoy segura de que muy pronto lo tendremos todo solucionado.

Estuvieron hablando un rato más, anotó en la agenda cuales eran sus pertenencias del piso. No tenía casi nada. La ropa y otras cosas de su tía ya las había regalado o vendido, y los muebles tenía que dejarlos en el piso. Raquel le dijo que se llevaría lo que hiciera falta a su casa hasta que ella saliera del hospital y así el arrendatario la dejaría tranquila. Le explicó dónde se le había ocurrido que podía trabajar, con la esperanza que eso le hiciera actuar como le había pedido y la dejaran salir de allí lo más pronto posible.

También hablaron del asistente social. Sofía le explicó que la había ayudado bastante en los últimos meses, la había podido incluir en un programa de alimentos y a veces le conseguía algún voluntario que se quedara con los niños cuando a ella le salía un trabajo, pero cada vez había más gente que requería estos servicios, y con los pocos recursos que tenían no se llegaba a todo. A medida que iban pasando los meses, Sofía tenía menos trabajos y más necesidades.

Raquel le dio las instrucciones de lo que tendría que decirle también a él e hizo que le llamara en su presencia por si hacía falta añadir alguna cosa mientras hablaban.

Estaba satisfecha, todo se iba resolviendo de manera más sencilla de lo que había imaginado.

3

Raquel salió de la habitación y se alejó un poco de la gente para llamar sin que pudieran oírla.

-Hola amor, creo que la tengo.

-¿Qué tienes? -Francisco había contestado al móvil sin mirar quién llamaba.

-Tengo la chica ideal para cuidar a tu madre.

-¿Con qué me sales? Mi madre no quiere tener a nadie en casa, ya lo he intentado, y siempre dice que con Pepita ayudando de vez en cuando, ya tiene bastante.

-Si, ya lo sé, pero me explicaste que se había caído un par de veces, y quizás convendría que no viviera sola. Pepita tiene su casa, su familia. Va a limpiar a casa de tu madre, pero no se puede quedar a vivir con ella.

-He intentado alguna vez contratar a alguien, pero no le gustan los desconocidos y siempre les encuentra alguna pega -Francisco tenía el ceño fruncido, no estaba seguro de qué pretendía esta vez Raquel-. ¿Qué te ha dado de repente?

-Hay una chica, una vecina, que la pobre se ha quedado en la calle con dos niños pequeños y sin trabajo -hablaba en tono compasivo poco habitual en ella-. Hasta hace unos meses había estado cuidando de su tía, está acostumbrada a hacer trabajos de limpieza, así que sería exactamente lo que tu madre necesitaría.

-Escucha, quedamos después y hablamos de todo, ahora mismo estoy liado y no sé muy bien qué decirte. -Hizo una pausa-. No entiendo por qué de repente te ha dado por hacer de buena samaritana con esta chica, que seguramente hace cuatro días que la conoces.

-Hace dos meses, pero la conozco muy bien y es muy buena chica. Ahora está en el hospital por problemas estomacales, nada importante, supongo que por los nervios de lo que está pasando, pero la dejarán salir pronto y no tendrá a donde ir con sus hijos.

-…

-Lo necesita, Francisco.

-¿Y por qué no dejas que cuide a tu madre?

-Pues porque a mi madre le estoy buscando una residencia, en cambio la tuya necesita a alguien, aunque no lo quiera reconocer, y nunca aceptaría dejar su casa, ¿no es cierto?

-Sí, pero tampoco estoy seguro de que quiera a alguien desconocido cerca. Ya se lo propuse cuando se cayó, pero ninguna de las personas a las que entrevistó le gustaron y al final lo dejamos correr.

Francisco sabía que Raquel no hacía nunca nada que no le reportara ningún beneficio, pero quizás esa vez él fuera un paso por delante.

-Ahora tengo que colgar. Lo hablaremos en otro momento, las decisiones sobre mi madre las tomo yo. -No le sonó creíble ni siquiera a él al oírlo en voz alta-. Quedamos después y me lo explicas mejor, ¿de acuerdo?

Raquel había callado el intento de suicidio de Sara. Francisco no aceptaría nunca a alguien tan inestable al lado de su madre. Ya pensaría más adelante cómo explicar su estancia en el hospital. Lo importante era iniciar el plan, después iría puliendo los detalles. La chica se había rendido y ella la había salvado. No tenía casa, ni trabajo, ni a nadie cerca que la apoyara, y Raquel le ofrecería la solución a sus problemas. En un par de semanas le estaría tan agradecida que haría lo que le pidiera.

-En el restaurante de la calle Cavallers a las dos.

Raquel colgó. Ni adiós ni nada, pero Francisco la conocía bien, estaba acostumbrado a su manera de ser. Ella siempre trataba a todo el mundo como si tuviera la sartén por el mango, y tenía que reconocer que sabía jugar las cartas de tal manera que si te relajabas, podía complicarte mucho la vida.

 

La farmacia de Francisco estaba situada en la calle Sant Antoni, aunque él repartía su tiempo entre este negocio, que era el que siempre había deseado, y otras actividades que no tenían nada que ver con la farmacia y que, aunque eran muy lucrativas, participaba más por imposición familiar que porque lo hubiera escogido. Era uno de los tres socios de una agencia de viajes que, a simple vista parecía como cualquier otra, pero que tenía una clientela selecta y unas ofertas de ocio muy especiales.

Atendiendo en la farmacia estaban Carol, Ona y Antonio, y él mismo, aunque repartía su tiempo para abarcar los dos negocios. En la agencia, que estaba en la calle Major, los encargados de atender a los clientes eran Carmen y Ángel, y él acostumbraba a pasar poco, porque por norma se ocupaba de atar los eventos más singulares, exquisitos y delicados, desplazándose a las empresas o particulares que los requerían, normalmente acompañado de uno de sus socios, Jaime, que además era abogado.

La llamada de Raquel le había dejado preocupado. Ahora tendría que hablar con su madre y seguro que no sería una conversación agradable. Francesc caminaba por el despacho de la farmacia mientras se tocaba el pelo oscuro y espeso, para calmar los nervios. Era alto y corpulento, y en aquella habitación parecía un animal aprisionado en una jaula demasiado pequeña. Últimamente, con la llegada de Raquel a Lleida y las exigencias de su madre, estaba siempre alterado.

-¿Mamá, cómo estás?

-Si pasaras con más frecuencia por casa lo sabrías. -El tono era seco. No era de reproche, parecía una orden, como siempre-. ¿Cómo va todo?

-Bien, pero… ha surgido un asunto.

-Ya lo he supuesto, no esperaba que me llamaras hasta el viernes.

-Raquel dice que hay una vecina que necesita trabajo, y piensa que seguramente sería lo que necesitas para no estar sola.

Su madre estalló en risas.

-Esto sí que es bueno, ¿ahora sufre por mi salud, quizás?

-Parece que sí.

Permanecieron un momento en silencio, cosa que a Francisco siempre le ponía muy nervioso.

-Quiere tener a alguien dentro de mi casa por lo que se ve. ¿Es amiga suya? ¿Tú la conoces?

-No, y ella la conoce desde hace poco. Dice que es una vecina a quien están a punto de dejar en la calle. Creo que también tiene hijos.

-Oh, qué pena me da -carraspeó-. Bien, dile que he aceptado hacerle una entrevista, que creo que me encuentro cada día peor y quizás sí que ha llegado el momento de aceptar ayuda.

-¿Estás segura?

-No, pero quiero ver qué pretende, siempre estamos a tiempo de decir que no, ¿cierto?

-Sí claro, lo que tú digas, mamá.

 

Sofía miraba por la ventana de la habitación desde la cama. No sabía cómo gestionar la situación. Tenía que hacer lo posible para que sus padres no supieran lo que había pasado. De momento, como le había dicho Raquel, habría que convencer a los médicos de que todo había sido un error, para que la dejaran volver con los niños. Sabía que Raquel no lo hacía por ella sino por sus propios intereses, pero no tenía alternativa. Ya no había marcha atrás.

Tendría que ser convincente para no alargar su estancia en el hospital, no veía capaz a Raquel de encargarse de los niños si la retenían. Seguro que Dani podría cuidar bien de Noemí, siempre lo hacía, pero solo era un niño y no quería cargarlo con más responsabilidades aún, ya había tenido que pasar por demasiadas dificultades y cambios.

Sara tenía claro que le costaría convencer a los médicos, así que mientras se entretenía viendo pasar nubes, iba pensando en cómo lo haría para persuadirles de que no había peligro de que lo repitiera.

 

Francisco removía papeles en el despacho sin prestarles atención. Creía que lo había superado, que Raquel lo había manipulado y había hecho que fuera por donde ella había querido cuando tenían veinte años, porque había sido un inconsciente y había deseado lo que no era suyo. Entonces ella casi había conseguido descubrirlo todo, por culpa de su ingenuidad. El asunto se había enredado más de la cuenta y había acabado muy mal. Después del accidente, y después de que ella hiciera un mutis que añadió un sentimiento de desamparo al dolor que ya sentía, Francesc perdió toda voluntad y se dejó llevar por los acontecimientos que se iban sucediendo y constataban que se había quedado solo, que una parte muy importante de él había muerto para siempre.

Desde entonces había vivido arrastrado por una corriente muy diferente de la que estuvo a punto de llevárselo aquel maldito día que condicionó el resto de su vida.

Había deseado durante muchos años que fuera ella la que hubiera muerto, porque en buena parte había sido culpa suya, pero habían pasado muchos años y los sentimientos de rabia y odio se habrían diluido y mezclado con los de su propia culpa, si no fuera porque su madre no había dejado que remitieran. Se había encargado de que no olvidara nunca que ella tendría que pagar por lo que había pasado. Como si eso pudiera hacer que recuperara el timón de su vida.

Su padre no habría pensado igual, seguro que querría que intentaran superar la tragedia y vivieran el presente. Les habría dicho que no era necesario buscar culpables, que a veces la vida gira y lo revuelve todo, pero hay que aguantar y seguir hacia delante. Francesc le había oído recitar estas palabras muchas veces. Él era así, lo superaba y seguía adelante.

Hacía un año, Francisco se había enterado que su madre había tenido localizada a Raquel en todo momento. El delirio de venganza era su obsesión y quería que él fuera la mano ejecutora. Se lo debía a su hermano.

Las cosas no estaban yendo precisamente de ese modo. Ya no era una adolescente, Raquel era una mujer con experiencia que con los años había ido puliendo sus habilidades. Parecía que Francisco había conseguido llevarla hacia donde quería, pero, aun así, uno nunca podía relajarse con ella porque su cabeza siempre estaba maquinando. Francisco vivía en constante tensión, temiendo perder control. Un control que dudaba haber tenido nunca.

Su madre quería hundirla, que lo perdiera todo. Principalmente su seguridad, la falta de remordimientos que hacía que siempre consiguiera lo que se proponía. Quería arruinarle la vida. Habían conseguido que reanudara la relación con Francisco, después de tanto tiempo, que dejara el trabajo que tenía en Barcelona y que volviera a Lleida. ¿Con qué anzuelo?

El negocio de la agencia.

Cuando eran jóvenes había estado a punto de descubrir cuál era el secreto de aquel negocio que hacía que la familia pudiera mantener el nivel de vida que ella tanto ansiaba. Entonces no le había salido bien la jugada, y ahora habían dejado que pensara que podía conseguirlo. Francisco tenía que hacerle creer que lo había vuelto a atrapar, y así, esta vez la entrampada sería ella.

Pero a él no le parecía que las cosas iban como debieran, más bien al contrario. Ella seguía autoritaria, como siempre, había entrado de nuevo en su vida como un huracán, reorganizándolo todo, intentando manipularle como siempre. Él intentando resistir sin conseguirlo nunca del todo, o sin quererlo realmente. Quizás se había estado engañando, y también a su madre. A veces pensaba que era lo que siempre había deseado: que Raquel volviera y le arrastrada con su fuerza, con su valentía y malicia. Quizás lo que él anhelaba era lo que ella tenía, lo que había poseído siempre. La falta de remordimientos, de culpa. O lo que deseaba era que acabara el trabajo que había dejado a medias y lo destruyera a él también, como había hecho con su hermano.

A veces vivir se le hacía cargante, a veces era más fácil dejar que alguien cogiera las riendas e hiciera desaparecer las responsabilidades de lo que se habría podido evitar. Dejar que alguien bregara su lucha y así tener por fin un poco de descanso. Francisco se preguntaba con frecuencia a quien habría que dejar las riendas, ¿a Raquel o a su madre?

María, su madre, con su mirada de constante reproche. Con el “ya sabía yo, que no serías capaz”, que no hacía falta que pronunciara en voz alta porque se sobreentendía en muchas de sus conversaciones. Sabía que su madre le quería, aunque le costaba demostrarlo o lo hacía de manera equivocada, y consciente de que tenía razón, había decidido acatar sus deseos y acabar cuanto antes mejor.

No resultaba fácil, el juego de Raquel lo confundía. A veces lo cubría de atenciones y le facilitaba tanto la vida, que dejarse llevar resultaba demasiado fácil y apetecible; otras lo trataba con tanta prepotencia y desidia, que el pasado se hacía presente. Lo recordaba y la odiaba tanto que encontraba la fuerza y retornaba el deseo de acabar con ella definitivamente.

Su madre decía: “al final tendré que arreglarlo yo, como siempre”. Raquel también estaba yendo por su cuenta para arreglar “el problema de su madre”, cuando su madre no tenía ningún problema, salvo deshacerse de Raquel. Y él en medio deseando que las dos lo dejaran tranquilo de una puta vez.

4

El agua está removida, llena de suciedad, ramas, hierros enredados. Veo a alguien que pide ayuda con el brazo estirado emergiendo de la chatarra. Debería nadar hacia la superficie para respirar pero no lo hago. El agua está cada vez más teñida de rojo. Voy hacia el fondo. Me duele. ¿Qué? Todo. El pecho. Soy un buen nadador, pero no sé si aguantaré mucho más tiempo sumergido. Voy hacia la mano, la cojo con fuerza, ¿o es él quien me coge a mí? Quiero ayudarlo a salir, pero no quiere. Veo sus ojos que son los míos, su boca que es la mía, su cara. ¿Soy yo? Me agarra la mano y me estira hacia él, hacia mí. ¡No! Unos ojos muestran rabia, odio, los otros piden perdón. Quiero gritar: “¡Nada conmigo, subamos, respiremos!”. No puedo aguantar más, necesito aire. Él mueve los labios, “Todo es culpa tuya”, y se atraganta con el agua que empieza a entrar sin remedio por su boca, que es la mía.

Las manos aflojan, se sueltan y siento que me ahogo.