Bisturí - Ramona Solé Freixes - E-Book

Bisturí E-Book

Ramona Solé Freixes

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Beschreibung

Cuando la policía de Lleida encuentra a un profesor de instituto a quien han amputado las manos en su propia casa, saben que tendrán que enfrentarse a un caso poco común, pero no imaginan que solo será el principio. Unos meses después aparecen dos víctimas más en Tarragona. "Me voy con el mal sabor de los remordimientos que se añadirán al peso que arrastro desde que empezó esta locura, pero también con la satisfacción de saber que él no volverá a hacerlo". ¿Qué clase de monstruo se dedica a amputar los miembros de sus víctimas, dejándolas vivas? Quizás alguien que cree que la muerte no es el peor castigo.

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Seitenzahl: 345

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Ramona Solé

Bisturí

 

Saga

Bisturí

 

Copyright © 2022 Ramona Solé and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728399903

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Para Alba y Tània, siempre

“El lobo vestía con piel de cordero,

y el rebaño consentía el engaño”

Mary Shelley

“Yo era afectuoso y bueno; la desgracia me ha convertido en un demonio.

Hazme nuevamente feliz y volveré a ser virtuoso”

Del libro Frankenstein de Mary Shelley

1

Entró en el piso y cerró la puerta a sus espaldas mientras soltaba un suspiro fatigado. Estaba cansado, agotado. Sus movimientos eran monótonos, rutinarios. Provocaban ruidos suaves, nada agresivos. Vivía solo y no podía molestar a nadie, pero eran sus maneras. Agradecía esa tranquilidad después del jaleo irritante de los pasillos del instituto y las aulas llenas de adolescentes escandalosos. Siempre había preferido enseñar a los más pequeños, pero las circunstancias le habían llevado a lidiar con aquellos salvajes que estaban viviendo la purga. Venían de la dulce primaria y tenían que pasar esos cuatro años para depurar los que continuarían estudiando de los que abandonarían. Era necesario que profesores como él sufrieran la insatisfacción de muchos de aquellos adolescentes y su rebeldía.

Agradecía el orden y el silencio de su piso. La intimidad, el aislamiento. Pasaba por la vida intentando no hacerse notar, prefería que la gente lo ignorara, mantener las distancias y así conservar intacto su reino de paz y tranquilidad. Dejó las llaves del coche en el mueble del recibidor y pasó el dedo por encima. Carmiña había ido a limpiar por la mañana. Le gustaban los olores que quedaban en el piso el día que iba esa mujer.

Dejó la bolsa de trabajo en el sofá, rebosante de carpetas llenas de exámenes para corregir, y fue hacia la cocina a ordenar las cuatro cosas que había comprado. Era temprano, no habría prisa y no tenía hambre. Por el camino se había comido una manzana y mientras lo dejaba todo en su sitio decidió que se prepararía un té y si acaso, más tarde, ya decidiría qué comer.

Se dirigió a la habitación y se puso ropa cómoda. Pasó por el baño para lavarse las manos y la cara y mientras se peinaba se observó con orgullo. Cincuenta y seis años, pero parecía más joven. Sonrió. Hacía tiempo que peinaba canas, pero el traspaso de rubio a canoso no lo había afectado demasiado. Dejó la toalla en su lugar y notó el calorcillo en el estómago que le decía que no hacía falta que se resistiera. Allí, en su piso, su refugio, no tenía que fingir ser quien no era.

Caminó con tranquilidad, como si no notara, desde que había llegado, el deleite que lo llamaba hacia el ordenador para volver a vivir uno de los momentos que le hacían vibrar, que conseguían que creyera que la vida, su aburrida e insulsa vida, valía la pena. Colocó el portátil sobre la mesilla y se sentó en el sofá. Del té ya ni se acordaba. Cogió el ordenador de nuevo, lo puso sobre las rodillas, lo encendió y esperó mientras buscaba la postura más cómoda y la respiración iba cogiendo el ritmo de su impaciencia.

****

Hay tan poco ruido en la casa, que todo el rato sufro por si cualquier mínimo movimiento pueda alertar a nuestra presa. El ligero ronqueo del ordenador poniéndose en marcha, me ha parecido el momento perfecto para acercarme por detrás. Ya no podía esperar más, no estábamos allí para ver cómo pasaba el rato ese mal nacido.

La jeringuilla se ha clavado con facilidad, tengo práctica con pacientes en movimiento. Cuando el hombre, sorprendido por el pinchazo, ha tenido la intención de girarse para averiguar qué pasaba, la mano de ella, enguantada, se lo ha impedido. Le ha tapado la boca, a la vez que el gesto mantenía la cabeza empotrada en el sofá.

Él ha apartado las manos del teclado y se ha aferrado a quien lo agarraba. El líquido ya iba de camino. He apartado la aguja de su piel y lo he cogido por los pelos, mientras ella se apartaba del contacto de aquellas manos asquerosas. No ha tardado demasiado a dejar de moverse, aturdido por los efectos del fármaco.

Hemos preparado la tela plastificada sobre la mesa del comedor. Él está casi desnudo, piernas atadas a la mesa, brazos también inmovilizados. La luz del techo encendida pero, además, ella me ha acercado la lámpara de pie para enfocar directamente al torso del hombre. La vía ya está colocada, el líquido fluye hacia su interior, el pulsómetro marca las constantes correctas. No es necesario perder más tiempo.

Le cojo la mano con suavidad. Nunca habría imaginado que sería capaz de hacer lo que hago, cuando me esforzaba estudiando la mejor manera de seccionar, de operar, de curar. Curar, eso es lo que quería hacer durante toda mi vida, ¿y qué hago aquí?

La miro y encuentro la respuesta. Curar. Curarla a ella, o por lo menos intentar que no empeore. Veo cómo lo observa, el odio que se refleja en su mirada. Yo también siento ese odio, lo sé, si no fuera así, no me habría convencido tan fácilmente. ¿Me engañaba cuando pensaba que lo había superado? ¿Me engaño ahora pensando que solo lo hago por ella?

Le adivino las ansias de matarlo. Fue muy difícil conseguir que aceptara esta opción. Yo no quiero matar a nadie, quiero que sufran. Queremos que sufran.

“Hay castigos peores que la muerte”.

Se lo he repetido muchas veces, pero sé que aún le cuesta controlar la rabia. Le sonrío para calmarla. El control es el poder, controla la rabia. Ahora, aquí, tenemos el poder de cambiar la vida de esta escoria.

–Hay castigos peores que la muerte.

Esta vez lo digo en voz alta. Una y mil veces si es necesario, hasta que ella se fija solo en mí, hasta que asiente y observa mis manos y ve el instrumento que sostengo en la derecha.

Vuelvo a mirar la mano del hombre y le clavo la punta del bisturí, cerca de la raya que he marcado en la piel del brazo, para comprobar si está a punto. Ningún grito, ningún signo exagerado de dolor. Ella saca la sierra de la mochila, el resto del instrumental ya lo tengo preparado.

Cada vez me cuesta más. No es esto lo que yo habría escogido. Yo he intentado superarlo de otras maneras y quizás lo habría conseguido, pero no puedo abandonarla, siempre hemos sido un equipo. Suspiro para concentrarme y empiezo a trabajar, mientras en mi mente suena la Nocturna op.9 n.2 de Chopin. De las recomendaciones que nos hizo el psicólogo para relajarnos, esta es nuestra preferida.

Unos segundos después, como si pudiera leerme la mente, ella la tararea.

Durante la hora siguiente, el hombre abre los ojos un par de veces, mira sin ver, intenta decir algo, pero babea más que otra cosa. Después, cuando hemos terminado, yo guio la esponja resiguiendo su cuerpo, limpiándolo. Cuando lo trasladamos a su habitación, le ponemos el pijama y lo dejamos acostado en la cama, él intenta... ¿Qué? ¿Hablar, moverse, mirar, entender? El trabajo está hecho. Es irreversible. Él ya no puede hacer nada.

Mientras repaso el piso para asegurarme de que lo hemos dejado todo limpio y preparo la nevera, ella entra una última vez en la habitación para engancharle la nota. Se queda un momento dentro, como siempre. Yo ya no vuelvo a entrar, también como siempre. Hago lo que hago porque no he sabido encontrar una alternativa para ayudarla. Me voy con el mal sabor de los remordimientos que se añadirán al peso que arrastro desde que empezó esta locura, pero también con la satisfacción de saber que él no volverá a hacerlo.

***

La cabeza abotargada, la boca pastosa, el cuerpo le pesaba como si la gravedad fuera un crío succionando su helado. No se podía desenganchar de esa lengua que era su cama. Le costaba abrir los ojos, fijar la mirada, estaba angustiado. Si movía la cabeza demasiado deprisa, se mareaba. Intentó concentrarse en lo que le rodeaba. Era su habitación, estaba acompañado de sus cosas, todo parecía tranquilo, pero un recuerdo intentaba reflotar entre la bruma y no lo conseguía. ¿Una pesadilla?

Así estuvo bastante rato, no podía saber cuánto. Se hundía en el mundo de los sueños y cuando salía de él aún dudaba de si estaba despierto o no.

Le dolían las manos, ¿por qué? ¿Qué había pasado? Intentaba recordar, pero unos intensos pinchazos en el cerebro se lo impedían. El dolor lo fue despertando, un dolor turbio, impreciso, que poco a poco se fue definiendo en diversos puntos de su cuerpo.

La luz del nuevo día empezaba a colarse por los ojales de la persiana. Debía ser aún temprano. Notaba el cuerpo entumecido y haciendo un esfuerzo levantó un brazo para situar la mano en su campo de visión. ¿Estaba vendada? ¿Se había herido? No recordaba incidente alguno y tampoco haber ido a curarse. El vendaje parecía profesional, él habría sido incapaz de hacerlo tan bien. Hizo el mismo gesto con la otra mano y comprobó que presentaba un aspecto similar. Le dolían las manos y los brazos, pero a la vez le parecía que tenía todo el cuerpo dolorido.

Por más que intentaba concentrarse, no conseguía hacer memoria de lo que había podido suceder. ¿Qué clase de accidente había sufrido?

El cuerpo no le respondía como cabía esperar, estaba rígido y sus movimientos eran lentos y pesados. Decidió repasar los hechos del día anterior. Recordaba haber llegado a casa como siempre y haber regalado a la vecina las cuatro palabras amables habituales cuando se habían cruzados en las escaleras. Había sido un día duro, no tenía hambre y quería coger el ordenador lo más pronto posible. Hasta aquí lo recordaba, y entonces, nada.

¿Nada? Un revoltijo de nervios se le instaló en la boca del estómago al llegar a ese punto. Abrió de nuevo los ojos y puso todos sus sentidos en conseguir levantarse de la cama. Sentado, empapado en un sudor frío y con el cuerpo tembloroso, un mareo estuvo a punto de volverlo a la posición inicial. Al querer impedirlo apoyándose con las manos, un intenso latigazo lo sacudió e hizo que surgiera de sus entrañas un lamento afónico, a la vez que la adrenalina activaba sus sentidos e impedía que se desmayara.

Más despierto, más consciente de que lo que le estaba sucediendo no podía ser normal, colocó los brazos en cruz delante del pecho, evitando todo contacto con las partes vendadas, para controlar el suplicio mientras intentaba levantarse y caminar hasta el baño. Apoyando la espalda de un lado a otro de la pared, con las piernas temblando, mirando de no tocar nada con las manos, donde parecía que tuviera millones de agujas clavadas, fue avanzando.

Las lágrimas caían sin freno, no sabía si por la desesperación o por el dolor creciente. Respiraba de manera entrecortada. Cuando llegó al lavabo y se imaginó abriendo el grifo, el pánico abrazó su espíritu. Levantó la cabeza y la imagen que le devolvió el espejo no lo tranquilizó. Estaba pálido, ojeroso, parecía que había envejecido diez años de golpe. El cabello fino, lleno de grises, empapado en sudor, enganchado a la frente. Cerró un segundo los ojos, pero solo consiguió que el mareo aumentara y tuvo que abrirlos de nuevo. Los fijó en esos otros ojos que le observaban desde el fondo del espejo. ¿Era él, seguro?

Entonces vio la hoja que llevaba enganchada en el pijama con un imperdible. A pesar de la humedad que le enturbiaba la mirada y de que las letras se reflejaban invertidas en el espejo, no le costó nada leer la frase de acusación que estaba escrita en él, en mayúsculas.

No debía permitir que lo leyera nadie más.

El regusto amargo del vómito le subió con rapidez desde las entrañas. Se giró para encararse al váter, pero el gesto instintivo de apoyarse con una mano hizo que la tortura viajara por los brazos como si un puñado de tenazas ardientes le estuvieran pellizcando. Cayó de lado, vomitando, tosiendo, gimiendo, mareado. Se golpeó cabeza y cuerpo sin tener mucho control de lo que estaba haciendo, hasta que quedó desmayado entre su propio vómito.

En pocos segundos volvió a despertarse. No se pudo aferrar ni un instante al deseo de que eso que le estaba pasando fuera solo una pesadilla, porque el martirio no lo había abandonado ni perdiendo la consciencia. Buscó la serenidad para pensar con sensatez. Necesitaba ayuda. Tenía que calmarse y pensar bien cada paso a seguir.

Primero hizo desaparecer la nota. Después de unos largos minutos, opresivos y angustiosos, empezó a arrastrarse apoyándose en los codos, hasta el pasillo, dejando un rastro de suciedad a su paso. La puerta de entrada no estaba muy lejos. Las llaves estaban en la cerradura, daba igual, era consciente de que sería incapaz de abrirla con las manos vendadas, y la simple idea de tocar algo le provocaba pavor.

Se acercó al máximo a la puerta e hizo un intento de gritar. Su interior retumbaba con gritos y lamentos, su cabeza hervía con preguntas sin respuesta, pero su voz parecía que se había estropeado y solo emitía sonidos guturales sin sentido.

Probó de controlar la desesperación, respirar, no podía dejar de llorar, de gemir, de babear y toser. Las piernas habían ido recuperando fuerza y consiguió mantenerse de rodillas un momento. Tembloroso, poco a poco, se levantó ayudándose con el resto del cuerpo. Avanzaba apoyando los hombros en la pared. Unos minutos de descanso. Un intento de dar una patada a la puerta con el pie descalzo. Provocó un leve sonido, demasiado blando para que lo oyera alguien. Respirar, descansar, no perder el equilibrio y volver a intentarlo. Los golpes fueron cogiendo intensidad y a la vez empezaron a salir sonidos aterrados y torpes de su garganta.

 

El coche de la Guardia Urbana aparcó sobre la acera. Aún era temprano y los comercios estaban cerrados, menos la tienda de verduras y frutas, que ya tenía cajas expuestas en el exterior del establecimiento y el propietario iba ordenando el género con energía. Bajaron dos agentes y se dirigieron al edificio. Una mujer algo despeinada y envuelta en una bata con flores, les esperaba en la entrada con evidentes signos de nerviosismo histérico. A pesar de todo, aún fue consciente de lo diferentes que eran los dos agentes. Uno joven, atractivo, que parecía estar en buena forma, y el otro mayor y barrigón.

Los dos se acercaron serios a la mujer.

–¿Nos ha avisado usted?

–No sabíamos qué hacer.

–Tranquila. ¿Cómo se llama?

–Yo, Quiteria, pero les he avisado por mi vecino, Juan, un maestro muy buen hombre, pero hace rato que grita y llora detrás de la puerta de su piso. Al principio no lo entendíamos, pero luego hemos adivinado que no puede abrir la puerta. Hemos entendido algunas palabras, “manos”. Repite “manos” todo el rato. ¡Ay, señor! Parece que se ha hecho daño en las manos y no puede abrir. –La mujer era bastante mayor, estaba obesa y resoplaba mientras subían hasta el primer piso–. He avisado al chico que vive en el piso de arriba, trabaja en una ferretería y es muy manitas. A mí siempre me hace arreglillos.

–¿Por qué? –preguntó el agente de más edad.

–Porque me sale más barato pedírselo a él que a un profesional... –Entonces se dio cuenta de con quién hablaba y los miró con suspicacia–. Supongo que no tendrá problemas, se lo he dicho en confianza.

–No, mujer, pero le preguntábamos, ¿por qué le ha avisado?

–Pues porque él seguro que puede abrir la puerta sin romper nada. Aunque hemos preferido esperarles por si el hombre se ha trastocado y es peligroso. No me interprete mal, siempre ha sido muy sensato, pero eso de trabajar con adolescentes, ya se sabe. –La mujer miró a uno y a otro, para asegurarse de que sí que lo sabían–. Ya les he dicho que se comporta de una manera muy extraña. Daba golpes y hacía unos ruidos escalofriantes. Nunca había hecho nada igual.

La siguieron a paso de tortuga. La mujer se detuvo al llegar al final de las escaleras y cogió al agente más joven del brazo.

–Ayer por la tarde estaba perfectamente. Nos cruzamos aquí mismo y me saludó como siempre. Es muy correcto, poco hablador, pero siempre educado y cortés. No sé qué le ha podido pasar, pobre hombre.

Señaló al fondo del pasillo, donde había un chico joven y una pareja intentando tranquilizar al hombre a través de la puerta, y los agentes avanzaron mientras ella recuperaba el aliento.

–No se preocupe, ahora veremos qué ha sucedido.

–Se llama Juan Sánchez. Seguro que es cosa del estrés. Los pobres maestros tienen que aguantar cada gamberrada de los alumnos, que muchos acaban mal.

Uno de los agentes se acercó a la puerta mientras el otro hacía que los vecinos se apartaran un poco.

–Señor Sánchez, soy agente de la Guardia Urbana, ¿se encuentra bien?

–Ayúdeme, por favor –su voz tenía un tono agotado, ronco, con un deje de desesperación–. No puedo abrir… las manos.

El agente se dirigió al chico que aguantaba una pequeña caja de herramientas.

–¿Crees que puedes abrir sin causar demasiado destrozo?

–Puedo desmontar la cerradura y después se la vuelvo a montar sin problema.

El agente se volvió a encarar a la puerta.

–Señor Sánchez, intentaremos abrir la puerta desmontando la cerradura. ¿Está de acuerdo?

Al chico no le costó más de diez minutos abrir, era una cerradura muy sencilla, según el chico, que se mostraba orgulloso de haber demostrado sus habilidades. Los agentes hicieron retroceder a los vecinos hasta la otra punta del pasillo y abrieron poco a poco la puerta.

El hombre estaba sentado en el suelo, replegado, con los brazos extendidos, mostrando el final de las extremidades envueltas en vendajes ensangrentados. El olor de limpieza reciente se mezclaba con el hedor a vómito y orina. El hombre tenía un aspecto lastimoso y su rostro despavorido y suplicante impresionó a los agentes.

Uno de ellos, el mayor, se acercó lentamente y le puso la mano en la espalda para ofrecerle palabras de consuelo. Unos segundos después miraba significativamente a su compañero. Este se apartó del umbral de la puerta un poco mareado, con el estómago revuelto por la visión y por lo que había intuido, pero se sobrepuso y avisó a una ambulancia.

Los vecinos, que no querían perderse detalle, se habían vuelto a acercar e intentaban dar un vistazo al interior sin estorbar, pero al ver al herido dieron un paso atrás. La vecina que había avisado a la Guardia Urbana se puso la mano en la boca y empezó a tambalearse. El chico del piso superior, la cogió al vuelo antes de que perdiera el equilibrio y casi cayeron los dos al suelo.

–Solo nos faltaba eso. No les había dicho que se alejaran. Vuelvan todos a sus respectivos pisos, después tendremos que hablar con ustedes –ordenó el agente.

Entornó la puerta de entrada hasta que no se veía el interior, pero sin cerrarla del todo. Con la sensación de que lo que acababa de presenciar le costaría de digerir, se alejó hacia el fondo del pasillo y volvió a ponerse al teléfono, esta vez para explicar a los compañeros del cuerpo de los Mossos d’Esquadra con lo que se habían encontrado y pedir que enviaran a los efectivos pertinentes.

2

Esa mañana, aunque estaba agotado, el sargento Víctor Torres de los Mossos d'Esquadra de Lleida, se había esperado para recibir a la nueva incorporación antes de volver a casa para dormir unas horas. La caporala Ruth Castro había estado en diversas comisarias, pero meses atrás, había conseguido el traslado a Lleida y después de un período de adaptación, por fin, pasaría a formar parte del grupo de investigación, que es lo que ella perseguía.

Ruth era alta, pero a pesar de eso tenía que mirar al sargento con la cabeza levantada. “Seguro que se acerca a los dos metros”, pensó. Víctor Torres era fornido, tenía el pelo castaño y abundante, y una sonrisa simpática que lo hacía parecer más joven que los cuarenta y dos años que tenía. Por eso se esforzaba en mantenerse serio en el trabajo, para no perder la autoridad entre los compañeros que, además, eran amigos.

Estaba bastante cansado y durante el rato que dedicó a Ruth mantuvo el ceño fruncido y un aspecto enfurruñado, aunque fue amable en todo momento. La chica también engañaba: tenía veintiocho años, estaba delgada, le gustaba hacer ejercicio y hasta entonces había escondido un cuerpo fibroso y musculado debajo del uniforme. Ese día, vestida de calle, también había intentado hacer lo mismo. Le había costado escoger la ropa, se le hacía extraño ir a comisaría sin tener que vestir el uniforme, y siguiendo su tendencia a la funcionalidad, se había puesto piezas cómodas: tejanos y una camiseta ancha.

El objetivo de Ruth había sido siempre pertenecer a un grupo de investigación y desde el primer momento se había esforzado por cumplir las exigencias, estudiar y aprobar el curso de investigación básica y todos los cursos complementarios que pudieran ayudarla a conseguirlo. Unos días antes de incorporarse al grupo se había cortado el pelo castaño un poco ondulado, para que justo le tapara las orejas y volara sin tocar los hombros. Estaba cansada de tener que recogérselo cada día antes de ir al trabajo. El nuevo peinado enmarcaba a la perfección su rostro redondeado. Tenía unos rasgos bonitos y unos grandes ojos azules y penetrantes, que parecían preguntarlo todo.

El sargento Torres había hablado con ella un rato y la había dejado en manos de la agente Celia Bonastre, que se encargaría de ponerla al corriente y le iría presentando a los compañeros con quien, a partir de ese momento, tendría que compartir más de lo que cualquiera se imagina cuando escoge adentrarse en la parte más atractiva, pero a vez dura y a veces deshumanizada del oficio.

–Creo que ya nos hemos visto por aquí –le dijo Ruth a Celia.

–Te trataremos muy bien, ya lo verás –Celia Bonastre le guiñó el ojo y con un gesto de cabeza le indicó que la siguiera.

Ruth ya conocía a algunos de los que serían sus compañeros y el sargento sabía que Celia, una agente eficiente pero también la más amable, atenta y benévola del equipo, encontraría el adjetivo adecuado para describir a cada compañero de manera que se mostrara sus mejores cualidades. En cuanto a la peor y más decepcionante parte de cada uno, ya habría tiempo de descubrirla en el día a día.

Una hora después, los caporales Ruth Castro y Adrián Brossa salían del parking subterráneo del edificio de la policía con un Seat León sin insignias. Al girar a la izquierda vieron cómo volvían del restaurante “Lo Caragol” el sargento Víctor Torres y algunos compañeros con quien había estado desayunando. Detuvieron el coche y el caporal Brossa bajó la ventanilla y sacó la cabeza.

Antes de que lo hiciera, el sargento ya había adivinado quién era. Como siempre, Brossa llevaba el pelo largo mal recogido y su perfil mostraba su nariz aguileña inconfundible. El caporal hizo una señal para llamar la atención del sargento. Los otros siguieron hacia la comisaría mientras este se acercaba al coche.

–¿No tenías que salir con Camí hoy? –No le hacía ninguna gracia que el primer día ya se llevara a la nueva.

El sargento Torres estaba cansado, tenía sueño acumulado y eso acostumbraba a ser equivalente a mal humor. Pero la sonrisa de Brossa enmarcada por la barba recortada y los ojos verdosos que desprendían simpatía, siempre conseguían un efecto conciliador.

–Digamos que el agente Pol Camí no tenía muy buena cara, aún debe arrastrar el cansancio de los últimos días de vigilancias, y me ha parecido que Ruth tenía ganas de ponerse en marcha con una buena investigación.

–No hace falta que te esfuerces en encubrirlo, que nos conocemos desde hace tiempo. Estoy seguro de que ayer fue a celebrar que habíamos cerrado el caso y ha vuelto a venir a trabajar sin haber dormido, ¿no es cierto?

No se equivocaba, el compañero era muy de la juerga, en Lleida no costaba mucho encontrarla y había empalmado fiesta y trabajo. No era la primera vez. A Adrián Brossa la opción de llevarse a Ruth a investigar una agresión tan grave en su primer día no le había parecido en principio la mejor pensada, aunque se conocían no había trabajado nunca con ella, pero hacía dos días que habían cerrado una investigación complicada: habían tenido que realizar largas vigilancias para atrapar a los autores de robos en casas y chalets en las afueras de Lleida, y en la última semana todos habían dormido poco. Se estaban recuperando y muchos de los compañeros habituales aún no habían llegado cuando se había recibido el aviso.

–¿Y Celia?

–Ella y Agustín Tomás están terminando el trabajo de papeleo. Perdona, pero es lo que les has pedido cuando han llegado esta mañana.

Llevarse a Ruth no había sido la única opción, pero el Caporal Brossa quería ver cómo reaccionaba frente una situación que no esperarías encontrarte en una ciudad pequeña como Lleida.

–Creía que ya estarías en casa durmiendo, sargento, si no te habría llamado para informarte.

–Ahora me iba.

–¿Estás muy cansado o tal vez querrías acompañarnos? –preguntó el caporal con una sonrisa de lado que mostraba que sabía algo que haría que subiera al coche.

El sargento Torres y el caporal Brossa eran de la misma promoción, amigos desde mucho antes de decidir entrar en el cuerpo de los Mossos d'Esquadra y, aunque Brossa no había querido nunca acceder a ningún cargo superior al que ahora tenía y su amigo quería seguir avanzando, siempre habían conservado la amistad y la confianza que le permitía tutearlo sin contemplaciones.

–Hemos tenido un aviso de la Guardia Urbana. Dos agentes se han encontrado con un caso digamos, especial. Han solicitado también que vaya una unidad de la científica –siguió insistiendo el caporal Brossa.

El sargento se fijó en que Ruth Castro no sonreía.

–Digamos que tan especial como unas manos cortadas –Adrián Brossa hizo una pequeña pausa para que el sargento Torres tuviera tiempo de procesarlo–. ¿Cómo te has quedado?

–¿Han vuelto a encontrar una mano? –preguntó el sargento Torres mientras subía a la parte trasera del coche.

–¿Te refieres a cuando encontramos un brazo? No hombre, de eso ya hace años. Esta vez es al revés, lo que no tenemos son las extremidades. Hay un hombre que afirma que le han herido en las manos durante la noche, pero el agente con quien he hablado me ha asegurado que aunque lleve vendajes, se ve claramente que se las han cortado.

–¡Joder! –Al sargento se le revolvió el abundoso desayuno que se acababa de tragar.

–Pues eso mismo era lo que el agente no paraba de repetir entre frase y frase. Estaba nervioso y, por el ruido que se oía de fondo, creo que todos los estaban bastante.

–¿Dónde ha pasado?

–En una calle cerca de la plaza Ricard Vinyes, enseguida llegaremos.

–En Lleida todo está cerca, Adrián.

El coche aparcó sobre la acera, detrás del de la Guardia Urbana. Los tres Mossos d'Esquadra caminaron hacia el edificio, se había empezado a congregar gente en la calle y había un par de agentes de la Urbana manteniéndolos alejados. Uno de los agentes que habían atendido la llamada de esa mañana les esperaba en la entrada del inmueble y los puso al corriente.

Habían llegado a las siete y diez aproximadamente, había un hombre que no podía abrir la puerta de su piso, parecía que estaba herido y, por como hablaba y gemía, se adivinaba que estaba bastante trastornado. Después de abrir la puerta se habían encontrado al hombre en condiciones lamentables y afirmando, entre babeos y lloros, que durante la noche le habían atacado y le habían herido las manos.

Por lo menos es lo que les había parecido entender. El hombre estaba bastante desorientado y los agentes tuvieron claro enseguida que no tenía razón del todo en sus afirmaciones. No eran simples heridas en las manos lo que escondían los vendajes, las tenía mutiladas.

–Podrían ser secuelas postraumáticas si se las hubieran amputado a causa de un accidente o por cualquier otro motivo y le costara aceptarlo –siguió explicando el agente–. Pero la vecina afirma que el día anterior se habían cruzado y puede asegurar que había llegado a casa como siempre, sin ninguna herida y con las dos manos intactas. Recuerda que llevaba bolsas con la compra. Se habían saludado más o menos a las siete de la tarde y no había oído que saliera de nuevo, ni tampoco había oído entrar a nadie. Ningún grito y ningún ruido diferente a los habituales. Por lo menos hasta que la mujer se había ido a dormir, cerca de las doce de la noche, como de costumbre.

A la víctima le costaba hacerse entender, no recordaba haber salido de su piso, tampoco que nadie hubiera llamado a la puerta, pero afirmaba que le habían atacado en su casa. Era un edificio bajo con pocas viviendas, cuatro pisos de altura y dos por planta. Los agentes de la Guardia Urbana habían pedido a los vecinos que esperaran en casa hasta que los interrogaran los Mossos, aunque la mayoría se habían quedado al acecho, vigilando desde la escalera e intentando captar lo que iba sucediendo.

El sargento dio un vistazo a la calle.

–No, Torres. Me parece que no habrá ninguna cámara que nos ayude –dijo el caporal Brossa mirando también arriba y abajo.

–Ninguna en la calle, por descontado, y creo que tampoco la habrá en los comercios.

La caporala Castro también había repasado los establecimientos, un quiosco, una tienda de frutas y verduras, una tienda de bebés... Seguro que no disponían de cámaras y menos que enfocaran al exterior.

Habían trasladado el hombre al hospital Arnau de Vilanova con ambulancia medicalizada, les explicó un miembro de la Guardia Urbana que había hablado con el médico y el enfermero antes de que se lo llevaran.

–Estaba confuso y bastante desatinado.

–Joder, y quién no lo estaría si...

–¡Adrián! –El sargento no necesitó nada más para que Brossa se callara–. ¿Habéis podido preguntarle algo?

–Lo hemos intentado, pero repite siempre lo mismo. El médico estaba bastante seguro de que lo habían drogado. El hombre no recuerda lo que ha pasado, cree que está herido y se queja de dolor en las manos. –El chico puso cara de “¿no sé qué manos le dolerán?” y negó con la cabeza, compasivo–. Lloriqueaba, solo hemos podido hablar con él un momento. El personal médico ha comprobado que las heridas estaban perfectamente cosidas y curadas, pero lo tenían que llevar al hospital sin pérdida de tiempo para hacerle un reconocimiento más exhaustivo y evitar infecciones.

–Adrián, vete, intenta que te diga algo más sobre lo que pasó ayer. No solo por la tarde, sino durante todo el día, quizás si empieza a recordar desde la mañana puede recuperar algún recuerdo importante. Te quedas en el hospital hasta que alguien te pase un informe detallado sobre las heridas y el estado del hombre.

–Supongo que quieres decir, sobre las amputaciones.

El sargento ignoró la ironía del caporal Brossa, estaba acostumbrada a ella. Había comprobado que, aunque lo reprendiera, su amigo no lo podía evitar. Era su manera de asumir según qué hechos para que no lo afectaran tanto.

Otro coche de la policía había aparcado detrás del suyo, cuando terminaran volverían con ellos a comisaría. Los de la científica también habían llegado y habían entrado en faena enseguida por si encontraban las manos y podían llevarlas al hospital, pero de momento la suerte no acompañaba. Ni rastro.

–¿Cómo lo ves Jaime? –gritó el sargento desde el marco de la puerta de entrada al piso. No quería entrar hasta que le dieran permiso.

–No. Soy Aurora. –Sacó la cabeza desde el fondo del pasillo. Unos cuarenta años, pelo muy corto y negro con tonos violeta, buena figura, aunque no muy alta. Soltera. Siempre se lo miraba con picardía para hacerlo sonrojar–. Me ha tocado a mí, sargento Torres. Ya sabes que Jaime García no se mueve si no hay un muerto de por medio.

–¿Tardaréis mucho? –No estaba para juegos.

–Sí, no nos lo ha puesto nada fácil. Quien lo haya hecho, después se ha entretenido a limpiarlo todo muy bien. Demasiado bien, diría. Aunque no creo que hayan repasado toda la casa, más bien parece que había sido el día en que alguien había hecho limpieza.

–¿Han dejado plásticos, algún objeto? ¿Algo que muestre cómo lo han operado?

–No se han dejado nada de nada, pero algunos muebles se han movido de lugar. Después cuando vuelvas te explicaré nuestra teoría de los hechos. –Levantó la bolsa que había estado sujetando todo el rato en la mano, llena de una especie de papilla grumosa–. Suponemos que el rastro de suciedad empieza en el momento en que el hombre se despierta. No cuesta seguir el tormento de su viaje de solo unos metros. Mientras él iba cogiendo consciencia de que tenía graves heridas y no tenía que usar lo que aún creía que eran sus manos. Ha ido dejando muestras de vómito y otros fluidos. También hay pequeños rastros de sangre por donde se ha apoyado desde la habitación al baño y después hacia la puerta.

–Es raro que nadie oyera nada.

–No hay rastros de lucha, no hay desorden. La decoración es minimalista. Pocos muebles, superficies limpias de objetos decorativos innecesarios ni fotografía. Cuatro coches de época en miniatura en la estantería de los libros y, en la mesilla de noche, una bola de nieve con la Sagrada Familia enclaustrada en el interior. Está un poco deteriorada, seguramente recuerdos de la infancia.

El sargento asintió.

–Después volvemos, me lo explicas con detalle y hacemos cuatro fotos de lo que hay. Vuestro informe tardará demasiado y así podremos empezar a trabajar en ello. Mientras iremos hablando con los vecinos.

Mascullando se giró hacia la caporala Castro. Los planes de intentar reducir el cansancio con unas merecidas horas de sueño se acababan de esfumar.

El agente de la Urbana los acompañó primero al piso de la vecina que los había avisado, mientras les comunicaba un hecho que le había parecido curioso: la víctima llevaba un imperdible en el jersey del pijama, con restos de lo que intuía que había sido una nota. También se había fijado en que cerca de la boca, enganchados con la humedad reseca del vómito, había algunos trozos de papel.

–¿Insinúa que puede haberse tragado una especie de advertencia o explicación que han dejado los agresores?

–Solo les explico lo que he visto, sargento. Tendrán que preguntárselo a él.

 

La vecina había sustituido la bata con la que había recibido a los agentes de la Guardia Urbana por la mañana, por ropa de domingo. Iba demasiado arreglada, se había peinado y maquillado como si tuviera que ser entrevistada para las noticias de mediodía, cosa que quizás acabaría siendo verdad si corría la voz de lo que había pasado.

Los hizo entrar y los invitó a café. Normalmente no habrían aceptado, pero el sargento aún sufría las secuelas de las horas de sueño perdidas y decidió que le iría bien el ofrecimiento.

–No es muy hablador, pero se ve buen hombre. Algunas veces me ha ayudado a subir la compra –pensó unos segundos–. No es de los que alarga la conversación ni de los que te explica su vida, aunque alguna pregunta sí que le he hecho, solo por cortesía, no se crea. Solo sé que había sido maestro de pueblo hasta que consiguió la plaza en Lleida.

–¿Sabe si el piso es suyo?

–Sí. Vivía una pareja sin hijos, hace unos años se fueron a vivir a una residencia y se lo vendieron. Él lo compró e hizo algunas reformas, hasta que lo tuvo a punto y se instaló. Estos pisos son muy antiguos.

–¿Vive solo?

–Sí, que yo sepa no está casado, pero no sé nada de su pasado. El señor Sánchez tiene una hermana, ahora no recuerdo en qué pueblo vive... Almenar, Alguaire, Almacelles... Soy muy despistada y siempre confundo los nombres.

El sargento y la caporala fueron alternando preguntas, aunque las respuestas aportaban poco. Por lo que sabía la vecina, la víctima de aquella macabra agresión era un maestro aburrido y solitario que casi no salía nunca de casa. Algunos fines de semana cogía el coche, según le había explicado a la mujer, para visitar a su hermana. No recibía visitas y se relacionaba poco con los vecinos.

El chico que había desmontado la cerradura no había cruzado más que saludos de paso y la pareja joven hacía solo unas semanas que se habían instalado en el piso, que había sido de la abuela de ella, y ni se habían fijado en qué cara tenía el hombre.

Les advirtieron de que no hablaran con nadie de lo sucedido hasta que el señor Sánchez estuviera mejor. “Los rumores hacen mucho daño y seguro que no quieren tener problemas de denuncias con el vecino por haber hablado más de la cuenta”. Esperaban que esa amenaza retuviera las ganas de explicarlo, pero el sargento Víctor Torres sabía que las noticias macabras eran demasiado golosas, y si la prensa se enteraba de lo que le habían hecho a aquel pobre hombre, no tendrían piedad.

3

La enfermera cogió el móvil de la taquilla y se lo puso disimuladamente en el bolsillo. Caminó hacia la escalera sin entretenerse, subió algunos escalones y se detuvo en el rellano para hacer la llamada. Nerviosa, emocionada.

–Hola, Santi. Soy Gloria.

–¡Hola! ¿Cómo va? ¿Qué te explicas?

–¡Noticia bomba! –Si alguien era capaz de gritar flojito, esta era Gloria–. Tienes que venir enseguida. Ha pasado una de las gordas.

–¿Qué ha sido, accidente, agresión?

–No te lo puedo decir, pero ha llegado un hombre… Bueno, nos han insistido mucho en que no podemos decir nada, y menos a la prensa. No me las quiero cargar. –Hizo una pausa y Santi no la presionó, sabía que se moría de ganas de explicarlo–. Tienes que venir y preguntar. Si te das prisa, hay aún un policía por aquí esperando resultados.

–¿Resultados? ¿Resultados de qué?

–No quieras enredarme, no pienso explicarte nada más. Tendrás que descubrirlo tú. –Detuvo un momento la conversación. Santi podía oír su respiración. Quizás esperaba a que se alejara algún transeúnte–. Puedes fingir que te has encontrado con él por casualidad y aprovechas para hacerle cuatro preguntas al poli, a ver si puedes sacarle información.

–Venga mujer, ¿no puedes darme un adelanto? Solo para saber por dónde tirar, qué preguntar o si vale la pena que venga.

–No puedo, ya me he arriesgado demasiado llamándote. –Parecía decidida a no decir nada más–. No te arrepentirás, te lo aseguro. Date prisa.

–Voy para allá. Gracias Gloria, eres un sol.

–¿No tienes nada mejor? –su voz sonaba juguetona.

–Supongo que te vuelvo a deber una, pero primero tendré que comprobar que es buena. Hoy has sido demasiado misteriosa. –Mientras duraba la conversación ya se había colgado la mochila en el hombro, había cogido la chaqueta y estaba bajando las escaleras.

–He hecho más de lo que debía, ahora depende de tus habilidades periodísticas. Te recuerdo que me debes unas cuantas y ya puedes temblar si un día quiero cobrarlas –dijo con prisa–. Tengo que colgar, de verdad. Ni una palabra de esta conversación.

–Hasta pronto Gloria, y muchas gracias.

Pero ella ya había cortado la llamada y él ya salía hacia la calle con las llaves de la moto en la mano.

Santi no podía evitar sonreír mientras guardaba el teléfono, como tampoco podía evitar caer bien a las mujeres. La mezcla de timidez y simpatía eran una parte importante de su atractivo. A pesar de eso, no había sido muy picaflor, había estado con algunas chicas, pero la suma no era nada impresionante, ni las relaciones habían sido serias. Durante mucho tiempo había deseado que su vida continuara así indefinidamente, hasta que había conocido a Ruth.

Subió a la moto. La chaqueta le apretaba en los hombros. Tenía el cuerpo fibroso a pesar de que no iba nunca al gimnasio, era su constitución natural, heredada de su padre. Vestía de manera informal pero a la vez a la moda. Con los ojos de un gris pálido y el pelo pelirrojo, suponía que muchas chicas lo encontraban exótico y él no acostumbraba a contradecirlas. La contrapartida era que los hombres siempre lo consideraban un rival, ya antes de que abriera la boca.