CUANDO LA CULPA SE APAGUE - Eduardo Tovar Murcia - E-Book

CUANDO LA CULPA SE APAGUE E-Book

Eduardo Tovar Murcia

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Beschreibung

Pablo huyó de Neiva a los catorce años, atormentado por los maltratos de los que fueron víctimas él y su hermana en el hogar. Ahora está de vuelta en esa ciudad que parece distinta, pero cuyos habitantes siguen detenidos en un tiempo de horrores que lo llevaron a escapar de allí. En este regreso, Pablo descubrirá que, tarde o temprano, el pasado siempre termina tocando a la puerta y, en su caso, es un ancla que amenaza con hundirlo en las profundidades de la culpa y del odio hacia su padre, marcando su destino para siempre.

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©️2022 Eduardo Tovar Murcia

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición noviembre 2022

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7540-91-0

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Editor: María Fernanda Carvajal

Corrección de estilo: Ana María Rodríguez S.

Corrección de planchas: Julián Herrera Vásquez

Maqueta e ilustración de cubierta: Julián R. Tusso @tuxonimo

Diagramación: David Avendaño @art.davidrolea

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Para Daniela,

obstinada luz de la primera mañana.

A mitad del camino de la vida,

en una selva oscura me encontraba

porque mi ruta había extraviado

Dante Alighieri,La Divina Comedia

1

Entonces la veo entre la multitud: la cabeza que se levanta como la de un cisne impertinente y observa sobre los hombros de las personas que están en primera fila. La mirada expectante de quien no ha visto discutir a dos hombres. Aunque tiene el cuello grácil de Violeta, el perfil delicado y la frente amplia, su cabello está cortado a la altura de los hombros y la expresión de su rostro no es la misma de antes. Intento recuperar el último recuerdo que tengo de ella, para superponer la imagen del pasado con la del presente, pero no coinciden. ¡Mierda! Tal vez solo quiero ver lo que el deseo impone, pienso y sacudo la cabeza.

Cada vez se acercan más personas. Parece que llegaran a ver una obra de teatro en lugar de un accidente. Esta es la escena: un taxista en mitad de la calle observa al hombre gordo que está tirado en el suelo. El taxista es alto, tal vez mide un metro noventa. También es delgado, con los hombros enjutos y la cara alargada. Su cabeza está coronada por una espesa mata de pelo con mechones blancos y grises. Tiene profundas ojeras que surcan el contorno bajo de sus ojos. Pese a su estatura y aspecto, no produce miedo, más bien indulgencia. En el otro extremo está el motociclista afectado. Además de gordo es bajo. Su cabeza es grande y carece de cuello. Al comienzo permanece en el suelo, al lado de una Chappy roja, retorciendo su cuerpo mofletudo, como un muñeco o un dibujo animado. Está frustrado, enojado, con rabia.

El gordo y el flaco. Sonrío. No soy el único. Varios espectadores lo hacen.

«El flaco embistió por detrás al gordo», dice la gente. El gordo, ya de pie, recoge su casco y putea al taxista. Están a punto de pasar a los puños. Se empujan, se maldicen varias veces con groserías de todo tipo, algunas inteligibles. La gente ríe. Pero no pasa nada. Así permanecen por varios minutos, casi diez. Interpretan sus papeles de hombres indignados: el ceño fruncido, las manos empuñadas a la altura del pecho, la mirada torva; pero ninguno se atreve a lanzar el primer golpe. Hasta que algunos curiosos comienzan a perder el interés y se dispersan. Otros permanecen impertérritos, pese a los treinta y ocho grados de temperatura, atizando la fragua de insultos y los tímidos empujones a los que ahora han llegado: quieren sangre, problemas, algo que contar en sus oficinas o a la hora del almuerzo, algo que rompa la monotonía. Qué se le va a hacer, es el único espectáculo que se puede apreciar en Neiva un miércoles a las doce del día.

Los rayos del sol caen inclementes en el cielo limpio, libre de nubes. La gente suda, los cuerpos se rozan en su afán por observar. Aunque no son muchos los que permanecen atentos a los acontecimientos, varios me tocan. Odio que lo hagan. Están sudorosos y malolientes. Así quieran disimularlo con sus fragancias y perfumes florales, el calor hace que el almizcle de sus aromas se concentre en un terrible hedor. Me canso de esperar y decido salir de ese enjambre raquítico. Vuelvo a mirar con miedo y a la vez esperanzado de no encontrar a la mujer que se parece a mi hermana. Pero sigue allí, curiosa. ¿Será Violeta? No lo preciso con exactitud. Es parecida. Pero en caso de ser ella, está muy cambiada.

En el cabello se parece. No tanto en el color ni en la extensión. Más bien en la textura, el grosor, en el brillo que proyectaba cuando el sol caía sobre aquellas ondas. Ahora lo lleva corto y tinturado. No se ve mal, pero me gustaba más cuando le caía por los hombros y se detenía en su espalda, muy cerca de la base de su columna vertebral. Siempre me recordó a la lava. Se lo dije alguna vez mientras veíamos un programa sobre volcanes que trasmitían en la televisión. Una densa y compacta cantidad de magma que se deslizaba por las playas hawaianas o de alguna desolada isla del Pacífico Sur al tiempo que su negrura consumía todo lo que encontraba a su paso en la tranquila y lenta devastación. Se lo dije mientras miraba su perfil, iluminado por el azul de la pantalla. Ella no despegó los ojos de la imagen. Simplemente sonrió.

Su rostro ya no guarda el aspecto de niña inocente que tanto elogiaban amigos y familiares; la expresión cansada que guardan sus ojos y la sonrisa desganada, que acentúa ese cansancio, delatan los treinta años que tiene. Aunque es mayor dos años, nunca aparentó esa diferencia de edad, la gente siempre tendía a creer que yo era el primogénito. Ya no es así.

Me resisto a creer que Violeta haya cambiado tanto. ¿Qué pasó con los bellos ojos que alguna vez adornaron su rostro? Ya no están esas dos almendras, sostenidas por la luz del poniente, que parecían derribar todo lo que vieran con solo mantener la atención en el objeto observado. En su lugar, quedan unos ojos marchitos, rodeados por delgadas líneas de expresión que delatan la anciana prematura que llegará a ser en pocos años. No quiero pensar en eso. El tiempo es una mierda. La vejez también lo es. ¿Cómo le hicieron eso a mi hermana, a mí, a mis recuerdos?

Entonces, Violeta parece hastiarse y, como si se acordara de algún compromiso repentino, coge camino por la carrera Cuarta a la vez que elude transeúntes que apuran el paso en sentido contrario. Todos evitan los afilados rayos de sol que caen como aguijonazos en las pieles ya curtidas, ajadas, como tierra en el desierto. No mira a nadie. No presta atención ni a las mujeres ni a los vendedores ambulantes que, guarecidos en las sombras que dan las construcciones aledañas, ofrecen a voz en cuello el cincuenta por ciento de descuento en los productos que compren hoy.

Su cuerpo también ha cambiado. Sus caderas son más anchas y su trasero es más grande. Los músculos de sus brazos comienzan a verse flácidos, es un cambio apenas perceptible para quien se detuvo a contemplar su fisionomía durante mucho tiempo. Su postura también es distinta. La curvatura de su espalda es diferente, como si cargara un peso. El tiempo no ha sido piadoso con ella. Incluso sus bellos senos, en otro tiempo enhiestos y bien proporcionados, ahora han desaparecido; ya no queda ni rastro del cuerpo que solo pervive en mi memoria.

Me pregunto en qué pensará mientras avanza tan desprevenida, tan ausente. Es como si la ciudad no existiera para ella, como si todo lo que la rodeara no fuera más que un sueño. No está bien, pienso. Nada más riesgoso: atracos, conductores imprudentes y la violencia que consume a diario nuestras vidas. Tampoco se percata de los gritos, ni del insoportable sonido que sale de los vehículos al pitar, ni de los silbatos de los guardias de tránsito. Aunque su distracción es un alivio para mí, puedo caminar muy cerca de ella sin que repare en mi presencia.

Deja atrás al Teatro Pigoanza y cruza el Parque Santander. Por un momento me sobresalto. Se detiene y mira en derredor. Observa como si no reconociese en dónde está. Espera unos segundos, como si buscara algo. Me preocupo. Detenerse allí al medio día es una completa locura. Corre el riesgo de ganarse un buen dolor de cabeza o exponerse a que alguien la robe. Sonrió con amargura. No ha pasado media hora y ya he empezado a preocuparme por ella. Es algo que debí hacer antes, pienso. Protegerla cuando ella lo necesitaba. No ahora. No en este momento en que el tiempo se ha ido como por entre los dedos y ya no vale de nada. La memoria. Los recuerdos… Violeta pregunta algo a un hombre que pasa a su lado, señalando su reloj, y continúa su camino.

Aunque estoy casi seguro de que no sospecha de mi presencia, la sigo con distancia prudente durante unos cinco minutos más. Llega a la carrera Sexta. Allí ingresa a un edificio que está junto a un banco. Me desespero. ¿Qué hago? ¿Entro o espero a que salga? Es evidente que, al ser un espacio de oficinas, en algún momento tendrá que volver a casa. De todas maneras, no sé qué voy a hacer cuando la vea salir. No voy a poder hablarle. Para ser sincero, no sé qué hago aquí. Debería marcharme y dejar atrás el pasado. En el lugar que se merece: cerca del olvido. Me miento. La infancia no se olvida, la familia no se olvida, el dolor no se olvida. Al menos quiero saber cómo está, con quién vive, si tiene familia. También quiero saber cómo murió nuestro padre. Si acaso está muerto. Espero que sí.

Qué poco observador soy. Transcurren diez minutos y una mujer mucho más joven que Violeta sale del edificio. Lleva la misma ropa: un uniforme con falda y blusa azul. Ahora estoy tranquilo, ya sé dónde trabaja. ¿Me servirá de algo saberlo?

Violeta… Hacía poco más de una década que no pensaba en ella, que la había erradicado de mis pensamientos; ahora, con la simple aparición de su silueta, llenaba cada rincón de mi cabeza. Tan poco había hecho falta para que volviera a ser un niño necesitado de su cariño, de su atención.

2

La habitación es un amplio rectángulo que atraviesa el ancho de la casa. Un gran armario negro está empotrado entre la puerta y uno de los dos ventanales de cristal esmerilado que hacen de pared con vista hacia la calle. Un somier vestido de sábanas verde oliva está en el centro del cuarto y, junto a este, una mesa de noche. Un poco más allá, en lo alto, un ventilador de aspas amarillentas gira con estertor ronco. El cuarto tiene un baño diminuto, de azulejos color lapislázuli y un lavamanos de cristal, moderno, en forma de palangana.

Doña María se había molestado porque le pedí el favor de cambiar las cortinas por unas más gruesas y, en la medida de lo posible, oscuras. Tampoco le gustó la idea de que yo las mantuviera cerradas todo el tiempo. «Necesita airear la habitación, don Pablo». Le di a entender que por el valor que me había cobrado por el alquiler yo podía llenar el espacio de las ventanas con cemento si quería. No le gustó, desde luego, pero tampoco dijo nada. Se limitó a hacer un sonido extraño con la garganta y salió del cuarto sin agregar nada más. Al cabo de media hora volvió, descolgó las cortinas blancas, puso las nuevas y se volvió a ir.

Eso ocurrió hace dos días. Había llegado a Neiva sin saber muy bien qué hacer. Caminé por la terminal con el sentimiento de arrepentimiento que me acompañaba desde el momento en que acepté la oferta. Aunque eso de «aceptar» solo fue una formalidad. La compañía para la cual trabajo me envió a realizar unas capacitaciones. Creo que el hecho de nacer en Neiva ayudó para que mis jefes decidieran que era el sujeto adecuado para el trabajo. Pero no tuvieron en cuenta el pequeño detalle de que me había costado mucho trabajo dejar atrás esta ciudad, claro, ellos no tenían por qué saberlo. Quizás soy injusto, ya que el espacio físico no tiene mucho o nada que ver. Son sus habitantes. Ellos son los verdaderos responsables del recuerdo y de la idea que guardamos de los espacios. Y cuando digo habitantes, me refiero a mi familia: mi hermana y mi padre.

Para despejar mi mente, decidí comprar algo de comer y buscar en un periódico algún lugar donde quedarme durante los tres meses que tendría que estar aquí.

Vi el anuncio en la página de clasificados. Pudo haber sido cualquiera. Pude haberme decidido por otras habitaciones que estaban más cerca del centro de la ciudad, solo quería escoger una lo más rápido posible, llamar, llegar a un acuerdo económico y listo. Que los tres meses terminaran con la misma rapidez con la que fui informado de mi nuevo destino. Esa fue la razón por la que tomé la primera opción que apareció. La verdad, no me importaba.

Pero ahora me arrepiento. Son las diez de la noche y nadie responde al timbre. Las luces están apagadas, la reja con candado. Insisto hasta que se enciende un bombillo en el primer piso, y a través del vidrio esmerilado de la puerta de entrada, veo que se acerca una figura borrosa. Escucho descorrer los pasadores, el sonido de un manojo de llaves, el movimiento metálico con el que gira el pomo y los goznes cuando se abre la puerta. Su rostro revela un sueño temprano, pequeñas ojeras bajo sus ojos. El cabello castaño recogido en una moña. Dice entre bostezos y sin mirarme:

—No le recomiendo que esté a estas horas en la calle. Neiva se ha vuelto una ciudad muy insegura. Ya no es como la conoció —hace una pausa, me mira de arriba abajo y añade—: Perdone que sea tan entrometida, pero es por su bien. Usted es todavía muy joven y tiene mucha vida por delante.

Le agradezco la advertencia y le digo, mientras sonrío, que ya no soy tan joven. Le indico, a modo de broma, que muchas personas consideran que a los veintiséis años un hombre ya es un adulto. Parece que no se lo toma muy bien porque reacciona a mi comentario con una sonrisa displicente y una mirada que no corresponde a los gestos gráciles de la cortesía sino a los de un profundo reproche. Por ello, no digo nada más durante unos segundos que se alargan con el silencio. Doña María rompe la tensión con un bostezo, con la intención de añadir algo más, pero, antes de que hable, le recuerdo sobre las llaves que prometió entregarme. Ella asiente sin agregar nada más. Solo me escruta de arriba abajo como si no me conociera o como si me viera por primera vez. Una nueva ronda de incomodidad se instala entre nosotros. Doy las buenas noches y subo a mi habitación con la mirada fija en el piso.

Soy un mar de contradicciones. No me gusta sudar ni sentir las gotas que bajan por mis sienes, por aquella línea profunda que se forma en mi espalda, y que a veces cae por las piernas y se pega al pantalón. Pero me encanta el calor. Tampoco me gusta la luz, pero sí leer en las noches, en la oscuridad. Por eso le pedí a doña María cambiar las cortinas, para poder recrear un ambiente parecido al de una cueva, o acaso como un vientre materno, donde todos los problemas del mundo queden fuera. Esa es mi idea de felicidad: mi intimidad, la soledad en estado supremo y, con ella, el poder arrellanarme en la cama, desnudo, luego del baño obligatorio en las noches neivanas y encender una lamparita que siempre traigo conmigo. La ubico en la mesa de noche y dirijo el cono de luz hacia mi pecho. Todo queda en tinieblas en el cuarto, excepto por esa burbuja lumínica que le da placidez a mis largas horas de lectura que suelen terminar entrada la madrugada.

En Bogotá es diferente, por supuesto. Allí hago todo lo posible por reproducir el ambiente cálido que tanto me gusta. Más sábanas de las necesarias, calentadores entre las cobijas, bolsas de agua caliente. Pero nada funciona. No es lo mismo. Es imposible recrear la atmósfera de mi infancia. Aquella en la que, encerrado en mi cuarto, disfrutaba de la oscuridad y la única compañía de un libro que me ayudara a no pensar, a evadirme de la realidad.

Intento hacer lo mismo ahora, pero no puedo. El encuentro con Violeta me sacude lo suficiente como para no lograr concentrarme ni en un solo párrafo. No importa qué tan bueno sea el libro, tampoco que el autor me haya atrapado en la trama desde hace unos días. Son demasiadas cosas en mi cabeza. Un remolino de ideas que se revuelca en mi interior y me niega la posibilidad de encontrar la calma que tanto he buscado desde el día en que hui de Neiva.

Mi infancia. Mi hermana. El padre que no fue. La madre ausente. El odio. Todo ello gira dentro de mi cabeza a una velocidad y una densidad sin igual. Cada una de esas ¿ideas?, ¿recuerdos?, batallan por ocupar un lugar relevante en mi cabeza. Algo que podría haber evitado con solo negarme a venir. Pero no fue así. Continúo en esta ciudad y continúo mintiéndome. ¿Por qué ese obstinado impulso que tengo de negar lo que siempre ha estado allí? ¿Esas ansias de fugarme del pasado con cuentagotas, acumulando retazos de rencor que, de un momento a otro, tendrán que salir? ¿No habría sido posible evitar algo que siempre ha estado dentro de mí? Sí, tal vez intenté evitarlo durante todos estos años, pero no es posible. No olvidamos, solo huimos.

La manera que escogí para evadir los recuerdos fue el trabajo. Desde el momento en que llegué a Bogotá, no he parado de trabajar. Primero como ayudante de acarreos. Luego como vendedor y ahora como capacitador de vendedores. No es fácil salir de casa a los catorce años para nunca más volver. No es fácil dejar atrás a la familia, aunque para mí esta palabra solo comprendiera a mi hermana. Soy un cobarde. Es algo que debo aceptar y que me he negado por años. No fui capaz de permanecer en casa, hacerle cara a la situación, solo hui. Tomé el camino fácil. Dejé a mi hermana a su suerte. Por eso me causó gracia que se despertara en mí ese sentimiento de protección cuando la vi caminar hoy por el centro de Neiva, tan desprevenida, tan vulnerable… Y entonces, recuerdo nuestra infancia. Mi cabeza es un ir y venir de imágenes inconexas, entretejidas por memorias. El pasado y el presente confluyen en un mismo espacio: mi cerebro. Esa pequeña bóveda del caos que no me deja tranquilo, que no me ha dejado reconciliar con mi vida. Qué miserable he sido, comienzo a comprender, a aceptar.

¿Pero acaso no fui yo también una víctima?, ¿como hermana mayor, no le correspondía a ella cuidarme? Soy un egoísta. Sigo pensando en mí. Cuando ella fue la que llevó todas las de perder. La principal víctima de mi padre. Ella fue el objeto de su deseo, de su depravación, de su maldad.

Sumergido en todos esos pensamientos, no me doy cuenta en qué momento logro conciliar el sueño. Pero duermo muy poco y cuando despierto, todavía es noche, una noche cerrada. No sé en qué momento apagué la lámpara, pero estoy a oscuras. Me siento desorientado en esta habitación. Me entran unas ganas enormes de orinar, por lo que me levanto a tientas, con los brazos extendidos como un sonámbulo –temo tropezar con las dos maletas que traje y que aún no he desempacado–. Dudo con cada paso, pero al final logro abrir la puerta del baño sin golpearme. Cuando entro, me desnudo y dejo que el chorro de agua caliente caiga sobre mí. Trato de no pensar en nada. Poco a poco, el líquido se torna cada vez más fresco, casi frío. Es imposible. Una vez cierro los ojos, comienzan a desfilar por mi cabeza imágenes superpuestas que llegan autónomas, impuestas bajo un orden propio: el del dolor.

Entonces comienzo a llorar. El agua se escurre por mi rostro y barre lo que en principio debería ser un llanto natural, ya conocido, pero que, por el efecto del agua, se convierte en un gesto sin matices que desprovee mi expresión de su sentido y dignidad. Ahora es una sola materia con el agua sucia que baja por mis piernas y talones hasta perderse por los intersticios del sifón, para confundirse, finalmente, con todos los desperdicios de la ciudad.

3

Doce del mediodía. Salón de conferencias con varios aires acondicionados a toda potencia. Al interior, veintiséis personas desacostumbradas a las bajas temperaturas se frotan los brazos cubiertos por delgadas camisas al tiempo que bostezan y fingen prestar atención a lo que yo digo. Siempre es lo mismo, ya sea en Bogotá, en Duitama o acá en Neiva. Doy por terminada la sesión y les digo que nos vemos mañana a las ocho de la mañana. Otra jornada que promete ser más de lo mismo: aburrimiento para ellos y un despilfarro de tiempo para mí.

Nada que hacer. Es mi trabajo. Enseñarles estrategias de ventas a fracasados ha sido mi labor desde hace ya más de un año. Desde el momento en que mi jefe me dijo, sin matices en la voz, «Castellanos, el tiempo es ahora, el futuro es hoy; dado sus buenos resultados en las ventas durante los últimos periodos, hemos decidido promoverlo», he desempeñado la labor de formador. Sí, de formador. Sin saber a ciencia cierta qué querrá decir esa palabra. Y continuó: «Sus aptitudes serán un aporte valioso para todo el equipo de vendedores que están ávidos por conocer y aprender nuevas estrategias de venta para ser cada día más exitosos». Éxito. La palabra más sobrevalorada de nuestra sociedad. Pero ¿quién es exitoso? ¿El que más vende?, ¿el artista que sobresale por su obra?, ¿el científico que hace un descubrimiento relevante para la humanidad? No nos digamos mentiras. El «exitoso» es quien está detrás de todo el conocimiento, o mejor, delante de él, llevándose el crédito; a quien la sociedad respeta por quedarse con la plata. Allí es donde termina el éxito: en una cuenta bancaria.

Sonrío al recordar las palabras de mi jefe y tomar conciencia del lugar en el que estoy y las personas con las que me encuentro: hombres y mujeres que, según el comité directivo de Ventas Horizonte, serán el equipo de ventas número uno de la región sur de Colombia. ¡Qué va! No son más que una horda de entes que caminan con parsimonia, entre bostezos, que arrastran los pies y tienen la vista clavada en el suelo, como si buscaran la solución de sus días.

Lo primero que siento apenas salgo a la calle es el calor bajo la suela de mis zapatos. Segundos después, el ardor en mi pelo me dice que busque amparo bajo los árboles o en los aleros de los negocios que bordean la carrera Quinta. Que imite a la mayoría de las personas con algo de sentido común que transitan por allí. Compruebo la hora, observo en derredor, trato de hallar la respuesta en los rostros que avanzan apresurados frente a mí. Solo busco una excusa para no ir al encuentro de Violeta. Me obligo a pensar en asuntos pendientes que debería atender, pero no hay ninguno. Mi cabeza impone su imagen. Violeta en la infancia; Violeta en la adultez. Y más allá de las imágenes intercaladas de las dos Violetas hay una lucha entre las dos por prevalecer. Y más lejos todavía está el abismo. Y el abismo es no saber qué hubo entre una Violeta y la otra. Ahí está la respuesta: quiero conocer eso desconocido que hay entre su juventud y su presente.

Pero, segundos antes de que la decisión se instale por completo en mi ánimo, un hombro apresurado me embiste por la espada y me saca de mi abstracción. Caigo en cuenta de que sigo parado en medio de la calle, expuesto a los rayos del sol que caen sobre mi piel humedecida por el sudor. Enfilo hacia la carrera Sexta, pero una mano me toma por el codo y me detiene a la altura de la Alcaldía. El dueño de la mano me saluda eufórico por mi nombre. Lo observo y no lo reconozco. Intento escarbar en mi memoria, pero no hallo un referente que me dé luces acerca de su identidad. Tras percatarse de mi perplejidad, el hombre dice:

—¡Pablito! Soy yo, Leo, ¡Leonardo! —habla con entusiasmo. El tono de su voz es demasiado alto, irritante, pero algo en ella me trae a la memoria un recuerdo tenue que poco a poco se va aclarando.

Entonces lo reconozco. Es Leonardo Céspedes. Amigo del barrio donde crecí. Está muy cambiado. Le sonrío y le extiendo mi mano, pero llega hasta mi altura con los brazos abiertos y una mueca que se convierte en sonrisa. Me palmea la espalda. No deja de hacerlo hasta que me veo obligado a separar su cuerpo del mío. Me toma por los hombros. Me mira durante varios segundos y dice, mientras se muerde los labios y niega con la cabeza:

—El mismo Pablito de siempre.

—El mismo —Sonrío.

Y como si no me hubiera escuchado continúa:

—Tímido, retraído. Sí, el mismo Pablito.

De nuevo, me mira, lo miro. Ahora su recuerdo llega más fresco a mi memoria. Leíto, el vecino de la cuadra. El amigo impuesto por las circunstancias: era el único que aguantaba mi silencio, que para otros era insoportable. El único niño al que no le preocupaba que no lo siguiera en sus aventuras imaginarias, pero además era el único niño que tampoco lo necesitaba. Él se bastaba a sí mismo para imaginar historias, vidas y situaciones irreales que me contaba. En cambio, para él no fui más que el oído que lo escuchaba todo sin decir nada.