Cuéntaselo a M - Eve Kellman - E-Book

Cuéntaselo a M E-Book

Eve Kellman

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Beschreibung

¿Estás en una cita que no te parece bien? ¿No puedes librarte del tipo raro del bar? ¿Te preocupa que te sigan a casa? Cuéntaselo a M. Después de demasiados encuentros aterradores, Millie Masters crea un servicio de ayuda para mujeres que se sienten inseguras al volver a casa solas por la noche: Cuéntaselo a M. Pero enseguida se da cuenta de que ayudar a las mujeres que acuden a ella requiere mucho más trabajo. Porque los hombres vuelven a hacerlo la noche siguiente, y la siguiente, y la siguiente... Y cuando agreden a su propia hermana una noche, la tentación de tomarse la justicia por su mano es demasiado fuerte. Porque M también es la inicial de matar...

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Seitenzahl: 510

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Cuéntaselo a M

Título original: The Forgotten Child

© 2024, Eve Hall

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, Harpercollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor, editor y colaboradores de esta publicación, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta publicación para entrenar tecnologías de inteligencia artificial (IA). HarperCollins Ibérica S.A. puede ejercer sus derechos bajo el Artículo 4 (3) de la Directiva (UE) 2019/790 sobre los derechos de autor en el mercado único digital y prohíbe expresamente el uso de esta publicación para actividades de minería de textos y datos.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Sarah Foster

Imagen de cubierta: Shutterstock.com

 

ISBN: 9788410643222

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Cita

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

 

A mis compinches, Rita y Roxy

Cita

 

 

 

 

 

He cometido mil atrocidades con la misma disposición con que uno mataría una mosca, y nada me apena de veras salvo no poder cometer diez mil más.

 

Tito Andrónico, Acto 5, escena 1, WILLIAM SHAKESPEARE

Prólogo

 

 

 

 

El primer hombre al que maté fue mi padre.

Pero todavía no hemos llegado a eso. Ni siquiera forma parte de esta historia, en realidad. Lo único que necesitas saber es que a) fue casi un accidente y b) se lo merecía. Si quieres saber más sobre ese lamentable asunto, tendré que contártelo en otra ocasión. Porque, en el fondo, esto no va de él, sino de mí. Y de unas cuantas cosas que he hecho últimamente y que podrían considerarse equivocadas, ilegales y demás.

Siempre he pensado que la moralidad es una zona gris y que la ley está abierta a interpretaciones. Aun así, las cosas que he hecho no son de las que vas pregonando a los cuatro vientos. Entonces, ¿por qué te lo cuento? Primero, porque no eres más que una grabación que nadie oirá jamás. O eso espero. Al menos hasta que me muera. La idea de que salga a la luz una cinta con mi confesión días después de mi muerte, que deje a todo el mundo boquiabierto en su gris existencia de clase media, me resulta atractiva. Ordinaria, lo sé, pero la fama, la notoriedad y un cierto glamur de «que os den a todos» me van como anillo al dedo, aunque no esté aquí para verlo. Sin embargo, por ahora esto está lejos de acabar. Misión incompleta. Así que no debería hacer planes para lo que pase después del final, cuando sigo metida de lleno en el meollo.

Otra razón por la que te lo cuento es para aclararme las ideas. No quiero menospreciarme, ya tengo la cabeza bastante en su sitio, dadas las circunstancias. Pero soy lo bastante madura para admitir que anoche las cosas se me fueron un pelín de las manos, y hacer balance no es mala idea.

Y, por último, si todo sale a la luz, hay gente ahí fuera que merece saber la verdad. Así que hola, yo del futuro, mi querida amiga, mi hermanita, o quienquiera que esté escuchando esto.

Es una fría noche de noviembre y estoy sentada en mi cocina, bebiendo una copa de un vino tinto caro mientras cuento mis pecados. O mis victorias, según cómo lo mires.

Ya he dicho que no empezó con mi padre. Probablemente empezó con Karl. O quizá con Katie. Pero cuando cierro los ojos y pienso, la imagen que me viene a la mente es la de dos chicas en el asiento trasero de mi coche. Faldas cortas sacudidas por la risa nerviosa. Solía haber chicas en el asiento trasero de mi coche (calma, no es lo que parece). Pero esas dos en particular se me han quedado grabadas. También el pelo de Rose sobre la almohada blanca, el brazo de Katie asomando por encima de las sábanas, la bufanda del Liverpool en la barra de la cortina.

Pero, para mí, supongo que empieza con esas chicas en mi coche.

Y ahí es donde va a empezar para ti también.

Ya llegaremos al resto.

Capítulo 1

 

 

 

 

Nunca tuve un aspecto tan inocente. Ni siquiera de pequeña, estoy segura. Las chicas charlan en el asiento trasero, pero yo solo puedo fijarme en sus faldas demasiado cortas y baratas, y en sus piernas desnudas con piel de gallina bronceada artificialmente. La rubia lleva purpurina en los párpados.

Me molesta que se hayan arreglado claramente para la noche y, en vez de bailar con desenfreno y luego comer patatas con queso en el autobús nocturno, las lleve a casa a las diez de la noche una justiciera de metro setenta y cinco en un Nissan Micra. No me molesta, me enfurece.

—Seguro que podíamos con él, Rach —dice la morena, dándole un codazo a su amiga—. ¡Podría haberlo apuñalado con el tacón!

Simula un ataque violento con un zapato imaginario hasta que su amiga sonríe. No tardan en temblar de risa las dos, pero luego las lágrimas empiezan a rodarles por la cara. Es el alivio lo que lo provoca. El momento de seguridad, cuando cualquier bromita da permiso al cuerpo para liberar la adrenalina acumulada en forma de risa histérica. Siguen sentadas más juntas de lo que supongo que harían normalmente, aferradas la una a la otra.

Rachel es la que me ha mandado el mensaje. No debe de pesar más de cincuenta kilos, y parece un pajarillo herido acurrucado en el asiento trasero de camino al veterinario. Un tinte casero le ha dejado el pelo quebradizo y seco como la paja, sin rastro de hidratación, formando una melena leonina alrededor del rostro menudo.

Su amiga, sin nombre, es más robusta, tanto en complexión como en gestos, y asume el papel de animadora con entusiasmo. ¿Siempre se encarga de levantar el ánimo a los demás? ¿De soltar chistes en situaciones chungas? ¿De arreglar los líos de sus amigas con una sonrisa? La gente elige su rol en el grupo mucho antes de hacerse adulta, y es difícil reinventarse después. Si estas dos se separan algún día, la morena encontrará a otra amiga a la que consolar.

Un Audi pita detrás y me doy cuenta de que mi velocidad ha bajado al mínimo porque he estado pendiente de las chicas. «Vale. Vale, cabrón». Acelero un poco, pero me mantengo estrictamente en el límite en estas carreteras vacías, mientras el conductor acelera enfadado a mi espalda, ansioso por llegar a su destino unos minutos antes.

Tuve un gato que fue atropellado por un Audi. Suena casi como si el coche lo hubiera hecho por su cuenta, así que déjame empezar de nuevo. Tuve un gato que fue atropellado por un tipo con su Audi. Y luego el tipo siguió conduciendo, a pesar de que mi atigrado y precioso Kevin Bacon se retorcía en el asfalto.

Nunca olvidaré la imagen del pobre Kevin allí tirado. Lo vi desde la ventana de mi dormitorio cuando tenía trece años.

Después, me paseé por el barrio con mi navaja, rayando el lateral de todos los Audi que encontré. Apuesto a que el tipo del bar donde estaban las chicas esta noche conducía un puto Audi.

El móvil, encajado en un soporte de plástico pegado al salpicadero, me indica que, al girar a la izquierda, habré llegado al destino. Al parar, las chicas se deshacen en agradecimientos; la morena me da un abrazo torpe de un solo brazo por encima del asiento antes de bajar. Cuando ya están a salvo tras la puerta de la casa, inspiro hondo y apoyo la frente en el volante.

Menudos capullos son estos tíos. Andan por ahí como tú y como yo, pero por dentro son crueles, unos cabrones sedientos de poder que se ceban con mujeres que en realidad son demasiado jóvenes para andar por ahí a estas horas. Con las vulnerables. Con gente como esas chicas de ojos brillantes, o como mi hermana Katie.

Contengo mi rabia, porque aprender a hacerlo forma parte de crecer en esta sociedad, sobre todo si eres mujer. Me lleva un momento antes de agarrar el teléfono del salpicadero. Cierro Google Maps y veo la pantalla llena de notificaciones.

Mierda.

Seis llamadas perdidas y nueve mensajes de WhatsApp, casi todos de Nina. Son más de las nueve y se suponía que tenía que encontrarme con ella hace más de media hora. El tiempo vuela cuando estás en una misión de rescate.

Mientras miro la pantalla, esta se ilumina con su nombre y su foto. Contesto porque no soy una cobarde, pero también porque Nina es la persona más comprensiva que podrías conocer.

—¡Oh! ¡Es la maravillosa Millie desaparecida! ¡Qué amable por tu parte contestar! —me suelta con voz ronca al teléfono, cargada de sarcasmo.

Oigo el viento azotando el micrófono mientras camina.

—Nina, estaba a punto de salir y entonces…

—No me lo digas. ¿Has recibido otro mensaje de Cuéntaselo a M? —Suspira. Nina nunca se enfada mucho tiempo. Tal vez por eso sigue siendo mi amiga. Es una buena persona. Alguien que perdona y olvida con una rapidez alarmante. Un cúmulo de contradicciones: abogada terroríficamente eficiente y un encanto total con un punto inesperado de ingenuidad—. Sé que es importante. Sé que intentas ayudar. Pero me has dejado plantada. Otra vez.

—Lo sé. Lo siento. Estoy en el coche y puedo llegar en un santiamén. ¡Ni siquiera sé dónde estoy, pero probablemente no esté muy lejos!

—No te preocupes, ya voy de camino a casa. —Oigo la inhalación ruidosa de su vapeador y casi huelo el dulce aroma a sandía a través del teléfono—. Hablamos mañana. En serio, está bien.

La línea se corta y me quedo mirando mi reflejo en el parabrisas, sintiéndome de repente exhausta. Para mantener cierto anonimato, llevo la capucha puesta y medio rostro oculto tras unas gafas de sol que no necesito a estas horas. Nina no está enfadada, está decepcionada. Ay.

Pero si hay que elegir entre herir los sentimientos de alguien o que le hagan daño físico, los sentimientos tienen que pasar a un segundo plano. Créeme, lo sé bien.

El móvil parpadea de nuevo. El deber llama.

 

 

Los sábados por la mañana son ideales para muchas cosas: dormir hasta tarde, cafés cortos, sexo lento y carreras rápidas. Como estoy soltera, cumplo con todo menos con lo tercero antes de ver a mi hermana.

Reclinada en el pequeño sofá del jardín, doy un sorbo al expreso —fuerte, negro, caliente— y cierro los ojos. La cafeína hace su parte para sacarme del sopor apagado que siento cada mañana. Anoche se hizo tarde. Cuando recibí otro mensaje —alguien pensaba que la seguían—, di media vuelta para encontrar a la chica y recogerla.

La línea de teléfono de Cuéntaselo a M no es mi trabajo real. O, más exactamente, no es el trabajo por el que me pagan. Pero es mi trabajo real en el sentido de que es el que me define.

Empezó a pequeña escala hace poco menos de un año, nacido de la rabia, y fue creciendo como una bola de nieve. Ahora tengo carteles en los baños de todos los bares y pubs de la zona, que dicen:

 

¿Estás en una cita que no pinta bien?

¿No puedes quitártelo de encima al tipo siniestro del bar?

¿Te preocupa que te sigan a casa?

Cuéntaselo a M.

 

Y si alguien me necesita, ¿qué puedo hacer sino estar ahí? Si una chica asustada me manda un mensaje pidiendo ayuda, ¿qué se supone que le tengo que decir: «Lo siento, estoy tomando cócteles con Nina, ¡suerte!»? No. No puedo. Tengo responsabilidades con esta gente. No puedo dejar que acaben como Katie.

Pero en una mañana de sábado, cuando todos los fiesteros duermen la mona de la noche anterior, reina un dulce silencio. Si no fuera por ese cretino de Sean, que vive al lado. Estoy abriendo mi libro favorito —Misery, de Stephen King— y llevándome el café a los labios cuando oigo el temido sonido de su carraspeo.

—Vaya, hola, jovencita Millie.

«Dios. Por favor. Por favor, no».

—Sean. Hola.

—Parece que te has montado un plan relajante esta mañana.

Con mucho gusto, eliminaría del mundo a toda esa parte de la población que dice «parece que». Y me aseguraría de hacerlo de forma violenta.

—Sí. Paz y tranquilidad en una mañana de sábado. —Es un milagro que no note el sarcasmo, pero como nunca me hace gracia hablar con él, debe de pensar que así es como sueno siempre.

—Ah, disfrútalo mientras puedas. ¡En cuanto tengas unos cuantos renacuajos correteando, despídete de la paz y la tranquilidad!

También eliminaría gustosamente a quienes dicen «renacuajos», y a los que hablan de manera irrespetuosa sobre la fertilidad ajena. Sean es como el centro de mi diagrama de Venn de deseos de muerte. Con la cabeza reluciente y la parte superior de la cara regordeta asomando por encima de la valla, parece exactamente uno de esos gnomos de piedra sonrientes que a veces venden en los centros de jardinería, comprados por Dios sabe quién. La nariz bulbosa y los ojos porcinos, supongo que amigables. Pero esa amabilidad desesperada me saca de quicio. Está solo, lo entiendo. Pero, en serio, eso es problema suyo.

Mientras decido si es posible quitármelo de encima o si debería rendirme y entrar, el móvil parpadea con un mensaje de Nina. Aparte de mi hermana, Nina Lee es la única persona en la Tierra que me importa y cuya opinión significa algo. Así que antes le envié un mensaje disculpándome de nuevo por lo de ayer por la noche.

 

¡Eh, compi! No pasa nada. Estaba bastante cansada, así que me ha venido bien acostarme temprano.

 

La buena de Nina.

El ruido vago del parloteo de Sean sigue flotando por encima de la valla. Ahora habla de sus nietos, a los que dice adorar, pero que claramente no le corresponden, o si no pasarían a verlo de vez en cuando.

—Callie nadaba mucho mejor, te lo aseguro. Pero esa niñita india regordeta hizo trampa, la vi moverse antes de que sonara el silbato. Le dije a Callie, no dejes que…

 

Pero vendrás a comer mañana, ¿verdad?

 

Mierda. Los domingos suelo comer con Nina y nuestras dos amigas del último año de instituto, Angela e Izzy, a las que hoy en día encuentro un tanto irritantes. Esperaba escaquearme esta semana, pero no puedo decir que no ahora que me ha perdonado.

 

¡Claro!

 

Porque ya va siendo hora de que conozcas a Hugh por fin.

 

Doble mierda. He estado posponiendo conocer al último novio de Nina porque, francamente, parece un idiota.

—… pero esa maldita profesora suya —sigue Sean— no entraba en razón. No lo iba a consentir. Así que fui directo y le dije…

 

Reservaré mesa en ese pub cerca de tu casa. The Spotted Cow a las dos.

 

—… ¡qué descaro el suyo! ¡Oye, que yo pago su sueldo! Así que le solté…

Se oye un estruendo de porcelana al levantarme de un salto. Mi cuerpo, claramente harto de las tonterías de Sean, ha provocado que la taza de café —una bonita que me regaló Katie— se rompa en dos contra el suelo. La añado a la lista de crímenes de Sean que he estado compilando mentalmente desde que me mudé a esta casa hace once años.

—Lo siento, Sean —lo interrumpo—. Tengo que irme. —Entro a toda prisa antes de que pueda preguntarme nada.

Sin aminorar la marcha, me calzo las zapatillas y acaricio a Shirley Bassey, mi gata de raza bosque de Noruega. Luego salgo al mundo exterior, deteniéndome en el umbral para iniciar una nueva carrera en la aplicación Strava.

Al acelerar el paso, el aire contra la piel barre los restos de modorra y la irritación que Sean ha encendido en mí. Me exijo más.

Pero las chicas con purpurina de anoche siguen firmes en mis pensamientos. Un tipo las había estado siguiendo de bar en bar, sin aceptar un no por respuesta. En el último —un All Bar One de suelo pegajoso, con camareros de mirada vacía y clientes borrachos— se había puesto a manosearlas, y Rachel, la rubia, había visto indicios de una posible agresión en sus ojos.

—Daba miedo —había dicho—. Como si pudiera hacer lo que le diera la gana, ¿sabes?

Sí, lo sabía. Lo he visto de primera mano, y he oído descripciones similares una y otra vez. Cuando llegué, él seguía en la barra, con sus dedos regordetes acariciando una copa. Llevaba una camisa azul brillante y vaqueros demasiado ajustados, y la cabeza calva reflejaba las luces rojas del bar. Parecía una patata con vida, pero sin la vida. Derramarle una copa rosa grande en el regazo y luego meter a las chicas en mi Micra mientras él agitaba los brazos buscando un pañuelo fue rápido y fácil, pero la fragilidad de ellas se me ha quedado grabada.

Al doblar la esquina de la carretera, el sendero se abre ante mí y dejo atrás el asfalto. La pendiente se eleva de manera constante, y el sonido suave de mis pisadas sobre la tierra regula el latido de mi corazón, mientras la imagen de las chicas, con sus ojos desorbitados y extremidades delgadas, se desvanece poco a poco de mi mente.

Cuando llego a la cima de la colina, los árboles se abren a un lado para revelar el puente colgante de Clifton extendiéndose sobre el río Avon, magnífico y grandioso. Me permito parar, pongo las manos en las rodillas y me inclino para recuperar el aliento. Un hombre con barba espesa y camiseta demasiado ajustada que corre en dirección contraria me adelanta y me aparto al borde del camino. Sonríe al pasar y levanta la mano en un saludo de dos dedos que me revuelve el estómago. Es la seña de identidad de un pijo tecnológico.

Por suerte, no se detiene a hablar, pero me ha dado mal rollo, así que doy media vuelta y corro de nuevo en la dirección de la que vengo, acelerando otra vez para intentar acallar la mente. A veces necesito silencio, necesito procesar todo lo que bulle bajo el ruido. El ruido constante e insoportable de los demás.

Pero, por mucho que corra hoy, con el sudor goteando por la nariz y por la espalda, no puedo dejar de pensar en la chica de mi coche a las dos de la madrugada, soltando agradecimientos mientras nos alejábamos de un tipo borracho con traje. En las adolescentes larguiruchas riendo aliviadas al dejar atrás al hombre patata. En los muchísimos mensajes y llamadas pidiendo consejo y consuelo que he recibido esta semana, este mes.

Y detrás de todo, siempre detrás de todo, está Katie. Mi querida hermana.

Capítulo 2

 

 

 

 

Conduzco despacio hacia la casa de mi madre; ya pasa del mediodía y reduzco aún más la velocidad conforme me acerco. Si sigo así, jamás llegaré. Eso es matemáticas básicas. O al menos eso pensaba, porque resulta que ya estoy viendo la maldita calle y, sin darme cuenta, estoy aparcando frente al 112 de Ladbroke Drive. En fin, la próxima vez cambiaré de táctica.

No he venido a ver a mi madre, pero es difícil evitarla del todo si quiero ver a Katie. Aparte de Nina, mi hermana pequeña es la única persona a la que quiero de verdad, y por la que haría cualquier cosa. Diez años menor que yo, mi misión en la vida es protegerla del daño, aunque últimamente no lo he hecho demasiado bien.

Katie siempre ha sido la guapa de la familia, y también la lista. Cualquiera pensaría que le guardo rencor por haberse llevado el premio gordo de la lotería genética, mientras yo me quedé con el de consolación, pero nunca ha sido así. Cuando Katie entró en Durham, me sentí tan orgullosa. Mi hermana pequeña, salida de mi agujero de mierda de hogar, entrando en una de las mejores universidades del mundo. Su cara al abrir esa carta fue inolvidable. Se puso blanca, luego roja de la impresión. Las chicas Masters somos inteligentes. Pero a diferencia de mí, ella tomó ese cerebro suyo y lo utilizó como es debido. Iba a triunfar. Pero él se lo arrebató.

La puerta principal de la casa de mi madre es de plástico, y siempre la he odiado. Barata incluso en sus buenos tiempos, ahora es gris en vez de blanca. El 112 es el mismo 112 que ha estado ahí desde que tengo memoria, y el número 2 está oxidado. Entro con mi llave, llamando al cruzar el umbral.

—¿Hola? ¡Soy Millie! ¿Katie?

Mi madre sale de la cocina a mi derecha. No es a quien he llamado, pero vale.

—Hola. ¿Cómo está?

—Ah, está bien. Ya sabes, un poco cansada. ¿Y tú, cielo?

«Un poco cansada». Mi madre tiene un talento especial para minimizarlo todo, así que su opinión no me inspira mucha confianza.

—¿Ha comido hoy?

—¿Eh? No estoy segura, cielo. He puesto la tetera si quieres té.

—Voy arriba a saludar.

La decoración de esta casa no ha cambiado en años. No desde que mi padre murió y mi madre se volvió loca con una pintura amarilla en un intento inútil de «alegrar las cosas». La pintura era barata, así que las paredes acabaron pareciendo la piel de un limón encerado. Refleja en la piel y te hace parecer que tienes ictericia. Al menos está limpia. Mi madre siempre ha sido limpia. Se fija en motas de polvo para ignorar las tormentas de arena.

Mi habitación es diferente. Nadie entra ya, ni siquiera yo. Mientras mi madre bañaba todo lo demás en amarillo, yo pinté las paredes de un blanco brillante y reluciente, colgué cortinas rojo rubí nuevas en la ventana y compré ropa de cama nueva. Pero no funcionó, sigo sin soportar ese sitio.

Me quedo un momento frente a la puerta de Katie, respirando hondo para armarme de valor. Después, golpeo con delicadeza, como si quisiera llamar la atención de un gatito. Miro las botas en la alfombra limpia y desgastada mientras espero señales de vida.

Nada. Lo intento de nuevo.

—¿Katie? Soy Mill. ¿Puedo pasar?

Tras lo que parece una eternidad, oigo un murmullo dentro que tomo por un sí, así que giro el pomo y abro la puerta con suavidad. Mi dulce hermana está en la cama, asomando por encima de las sábanas como un erizo hibernando al que acaban de molestar a mediados de enero. Si no fuera tan desgarrador, sería gracioso.

Katie hace un esfuerzo, aparta las sábanas, parpadea con fuerza y se incorpora sobre los codos. Está arraigado en las mujeres, esa necesidad de «esforzarse», no importa las circunstancias. Podrías estar desangrándote en el asfalto, recién atropellada por un camión de dieciocho ruedas, y aun así te preocuparía la ropa interior que llevas puesta. «Debería haberme esforzado más hoy» debe de ser el último pensamiento de tantas mujeres.

Las sonrisas de mi hermana escasean, así que me siento honrada al ver una ligera curva en su boca cuando me ve.

—Hola, Mills. Estás fabulosa. —Se incorpora hasta sentarse y se apoya en el cabecero—. ¿Qué hora es? No me creo que me haya quedado dormida otra vez. —Mira el reloj y las mejillas pálidas se le colorean—. Mierda, casi la una. Lo siento. Soy un desastre.

Sé que es un desastre, y ella sabe que lo sé. Y las dos sabemos que no es solo porque hoy se haya quedado dormida hasta tarde. Pero pongo los ojos en blanco y chasqueo la lengua con fuerza, y ella se encoge de hombros a modo de disculpa, y fingimos que es algo puntual. Porque fingir es más bonito, y hace que las cosas parezcan normales. Aunque lo más normal para nosotras es precisamente esta situación.

Me siento en el borde de la cama y charlamos sobre mi vida, evitando la suya. Como mi vida es monumentalmente anodina —excluyendo mi trabajo nocturno del que no sabe nada—, no es la conversación más fascinante. Aun así, atesoro estos momentos con ella. Cada vez que dice algo sobre el futuro —«Me gustaría», «Ya veré»— o suelta un chiste, el corazón me da un vuelco de, no exactamente alegría, sino esperanza.

—¿Quieres que te lo enmarque en lo de Rick? —digo, señalando con la cabeza una foto sobre la mesita de noche que no había visto antes.

Las mejillas de Katie se sonrojan de nuevo.

—No. Pero gracias.

La foto está bocabajo, pero veo que es ella con sus dos mejores amigas del instituto. Me pregunto si siguen intentando visitarla, o si ellas también han tirado la toalla. En la foto, Katie tiene el pelo brillante y rizado, las mejillas rellenas, y sonríe a la cámara con un brazo alrededor de la cintura de su amiga. Intento dejar de mirarla, pero no puedo apartar los ojos.

—¿Qué tal el trabajo? —pregunta.

—Uf, ya sabes. Rick está obsesionado con un nuevo tipo de cristal que hemos recibido, que es exactamente igual que el anterior. El cristal es cristal, ¿no? Es transparente. Es la nada. De eso se trata. Pero bueno, es trabajo. Paga las facturas.

El cliché me hace poner una mueca, sobre todo porque recuerdo que se me ha olvidado pagar la factura del gas otra vez. Por suerte, la casa es mía —mi tío Dale me ayudó a comprarla con parte del dinero del seguro de vida de papá—, así que mi escaso sueldo cubre los gastos dejando algo de sobra para ahorrar. Aun así, tengo la mala costumbre de olvidar pagar las facturas porque, honestamente, es tan jodidamente aburrido.

—No toda la nada es igual —dice Katie, y el peso inesperado de sus palabras nos hace callar a las dos—. En fin —sigue con una sonrisa—, ¿no estabas pensando en hacer un curso? ¿En… en Navidad? No querrás pasar toda tu vida en Picture This, ¿verdad? ¿Trabajando para Rick?

De día, soy enmarcadora. Enmarco cuadros. No es glamuroso, lo sé. Saqué el bachillerato y todo, pero nunca fui a la universidad. Quería centrarme en mi hermana hasta que fuera lo bastante mayor para valerse por sí misma en el mundo. Así que me compré una casa cerca cuando cumplí dieciocho años y trabajé en una tienda de marcos a la vuelta de la esquina. Después, ya nunca me fui.

Parte de mí ama lo que hago. A pesar de todas las horribles sesiones de fotos de maternidad en el campo y las patéticas fotos de graduación, a veces, solo a veces, mi trabajo puede consistir en hacer que la belleza sea aún más bella.

Muy de vez en cuando, me entregan un cuadro que me deja sin aliento, o una foto que toca algo en mi frío corazón, y aún más de vez en cuando, el cliente que lo entrega no dice «con eso vale» al marco de pino barato y endeble, sino que elige algo sólido y duradero. Caoba, dorado tallado, roble pulido. Esos días merecen la pena.

—Estoy contenta allí por ahora, Kate. En serio, está bien.

—No es por… No tienes que…

—Katie. Me gusta. Para.

Katie se encoge ante mi tono brusco, así que fuerzo una sonrisa y añado:

—Y no te he contado el último cotilleo de Gina.

Tras cuarenta minutos hablando de los dramas de mi irritante compañera de trabajo, los párpados de Katie empiezan a caer. Pero eso es bueno. Aunque se sentiría culpable si supiera que me he dado cuenta de que está cansada. La culpa es otra cosa que las mujeres sienten mucho, incluso por estar cansadas. Una vez di un codazo a Nina mientras dormía y automáticamente murmuró: «Lo siento».

—Bien, tengo que irme. Me veré con Nina. —Es una mentirijilla. En realidad, necesito relajarme unas horas antes de que empiece el alboroto del sábado noche en la línea telefónica.

Katie tose, y el cuerpo le tiembla como si fuera a derrumbarse. Cuando me inclino para abrazarla, siento sus huesos quebradizos y se me encoge el pecho al separarme. Parece que ya se está quedando dormida, esperando a que me vaya para desaparecer de nuevo. Retrocedo hasta la puerta con una sonrisa apretada y los ojos húmedos.

—Adiós. Te llamo luego, ¿vale? Te quiero.

Cierro la puerta y me quedo en el pasillo, con los ojos cerrados para contener las lágrimas. Al abrirlos, ahí está el amarillo, resplandeciente. Indecentemente alegre. Y de repente, la tristeza da paso a la rabia.

Katie lleva nueve meses en esa habitación, saliendo solo cuando es estrictamente necesario. Volvió a casa después del primer trimestre en Durham y nunca regresó. No soy idiota, sé que está gravemente deprimida y peligrosamente delgada; pero no sé qué hacer al respecto.

Sin embargo, sí sé por qué empezó.

Ocurrió justo después de una de las mejores Navidades que habíamos pasado. Katie rebosaba anécdotas: sobre sus estudios, su piso estudiantil mugriento y sus nuevos amigos. Parecía más alta, rebosante de todas las novedades que le brindaba la vida. Hubo un momento, en Nochebuena, en que pensé que era hora de que yo hiciera algo más con mi vida, ahora que ella había empezado un nuevo capítulo. Tal vez hacer ese curso de redacción publicitaria del que Nina siempre me habla.

Pero ella salió en Nochevieja, mientras yo pasaba la noche en el pub con Nina, Angela e Izzy, brindando con alegría por el nuevo año, y fue entonces cuando todo se torció. ¿Qué estaba bebiendo cuando pasó? ¿Habíamos pasado ya al tequila? ¿Ocurrió mientras le sujetaba el pelo a Angela en el baño? ¿Mientras arreglaba el mundo con Nina en la zona de fumadores? ¿Acababa de pedir la botella de champán caro que luego derramé por el suelo?

Ya te lo imaginas. Mientras todo eso pasaba, Katie fue atacada. Bueno, para llamarlo por su nombre, la violaron. La gente huye de esa palabra, asustada por su violencia. Atacada, agredida, herida: todo eso es mucho más fácil de decir que la realidad. Katie, mi hermana pequeña, fue violada en Nochevieja, y ahora es prisionera en su propio dormitorio.

De la noche a la mañana, se encogió en todos los sentidos. De ser una joven efervescente, lista y alegre, pasó a convertirse en un ratoncillo de rostro grisáceo que salta al menor movimiento brusco. De una talla cuarenta a solo piel y huesos.

No fue culpa mía. Desde luego, tampoco fue suya. A veces culpo a sus amigas por no cuidarse mutuamente esa noche, pero sé que tampoco tuvieron culpa. Fue culpa de él. Sin embargo, eso no evita la culpa que siento día tras día por no haber estado allí, por no haber protegido a mi hermana, la única cosa que realmente he intentado hacer en la vida.

Desde entonces, también he intentado proteger a otras mujeres. Tal vez sea una forma de penitencia, pero no soy psicóloga y no me interesa descubrir por qué hago lo que hago. Solo sé que fallé al proteger a Katie, pero mientras ella languidece en su habitación, he logrado proteger a un sinfín de otras mujeres.

Esperaba que empezara a revivir semana a semana. Pero, en cambio, parece replegarse más y más en sí misma. Temo que un día desaparezca por completo.

Consigo evitar a mi madre al salir de la casa, aunque veo su rostro decepcionado asomarse a la ventana cuando arranco el motor del coche.

Lo que Katie necesita es justicia. Pero la justicia ha sido imposible de conseguir.

Capítulo 3

 

 

 

 

Nina tiene un gusto pésimo para los hombres. La última vez que conocí a uno de sus novios, no paró de hablar de su nuevo BMW durante casi toda la noche y ni siquiera se ofreció a pagar una ronda. Me costó contenerme para no apretarle la corbata hasta cortarle el aire.

Vi el BMW, mal aparcado, fuera del pub cuando salí con una excusa. Le rayé la reluciente puerta azul del coche con la llave de casa: las viejas costumbres son difíciles de cambiar.

Pero se lo debía a Nina, así que acepté estar en The Spotted Cow a las dos para la comida del domingo. Anoche, Cuéntaselo a M estuvo extrañamente tranquilo para ser sábado, pero aun así no me metí en la cama hasta casi las tres. Esta mañana me obligué a salir a correr, pero no dejaba de mirar el móvil con la esperanza de un cambio de planes. Qué no daría por comer a solas con mi mejor amiga, en vez de pasar mi precioso tiempo libre sonriendo falsamente a Hugh Chapman.

Estoy de un humor de perros cuando entro en Picture This —tu tienda de enmarcados de confianza— para recoger mi último cheque antes de ir al pub. Apoyada en el mostrador, espero a que Rick vuelva con el botín y veo un montón de marcos cubiertos de polvo que debe de haber sacado del trastero. Incapaz de contenerme, agarro un trapo y empiezo a limpiarlos.

Rick sale del fondo con sendas tazas de café. Es un tipo decente, aunque incurablemente aburrido. Una vez escribió una novela que nadie compró y nunca se ha recuperado. La menciona al menos una vez al día.

—Bien hecho, Millie. Estaban hechos un desastre. —Me tiende una taza y caigo en que Rick es la persona con la que paso la mayor parte de mi vida, lo cual es deprimente de cojones—. ¿Qué tal el fin de semana?

A menudo intento odiar a Rick, pero no puedo. No del todo. Sí, me paga una mierda, pero no es que no lo supiera al entrar. No es un pervertido, ni un misógino, ni un cabrón del montón. Hasta me hace café de vez en cuando.

Me arrepiento de aceptar el café al darme cuenta de que viene acompañado de una charla insustancial, así que sigo limpiando los marcos para atenuar la intensidad de la interacción.

—Bien, nada especial. ¿Estos marcos son nuevos? —Saco el más chillón para quitarle el polvo.

Es grande y grueso, plateado con cientos de cristales de Swarovski incrustados por todo el borde. ¿Qué obra de arte pondrías en algo así? Solo se me ocurre que el tipo de persona que lo compraría metería ahí fotos de su propia sesión boudoir. Cuesta doscientas veinticinco libras.

La tienda es pequeña, lo que no impide que tenga la mayor variedad de marcos del suroeste. Están apilados en montones en el suelo, dejando un estrecho pasillo de la puerta al mostrador. Cada semana llegan más de algún sitio. Ocupan cada centímetro de pared, lo cual es especialmente alarmante porque la mayoría contienen un hombre sonriente o una mujer aduladora. Y siento mil ojos juzgadores observándome durante toda mi jornada de trabajo.

Mientras Rick parlotea sobre el nuevo stock, me quemo la garganta al tragar el café de golpe, me despido y salgo hacia el pub.

No quiero llegar pronto, así que voy sin prisa y acabo comprando una bufanda fabulosa en la tienda de Oxfam: negra y fina, con bordes de cuentas. Lo que me hace llegar tarde.

Me miro la bufanda nueva en el reflejo de un escaparate, echándomela sobre el hombro. Soy alta y delgada, pero de una forma que me hace parecer un conjunto de ángulos afilados más que una gacela grácil. Tengo la piel pálida como el papel y el pelo rubio rojizo que me cae en suaves rizos sobre los hombros me hace —a primera vista— convencionalmente atractiva, pero, si te fijas, notas que el rostro es aguileño: cruel, con líneas duras. Lo cual no es justo, porque no diría que soy cruel en absoluto. No si me caes bien, claro. La nariz afilada con un bulto donde me la rompí una vez, la mandíbula cuadrada y los ojos demasiado pequeños para suavizar el conjunto.

No me molesta demasiado, es más una observación. La gente no es lo mío, así que, ¿me importa si les gusta mi nariz? Los hombres suelen mirar lo justo para ver a una mujer delgada y rubia con un par de tetas decentes, así que nunca ha perjudicado mis posibilidades de ligar.

Nina es lo opuesto a mí en casi todo. Baja, con curvas suaves, melena oscura exuberante y mofletes regordetes y monos con unas gafas cuadradas de montura gruesa encaramadas encima; se vuelve más guapa cuanto más la miras. Sus padres son chinos y ella nació en Londres antes de mudarse a Bristol en la adolescencia, así que tiene un acento precioso imposible de describir. Yo me ciño al blanco y negro y líneas limpias, mientras que ella opta por colores brillantes y escotes bajos para lucir su fabuloso pecho. Puede, literalmente, iluminar una habitación.

Al entrar en The Spotted Cow, la veo sentada a una mesa en la esquina, riendo de manera algo fingida por algo que ha dicho su nuevo hombre, Hugh. Ay, Nina. Está tan ansiosa por vivir su propia historia de amor que se lanza sin pensar. Angela está en la barra pidiendo una botella de vino tinto y copas.

—¡Millie! —Nina agita la mano, sonriente, y luego intenta contener el entusiasmo para parecer guay delante de Hugh—. Te presento a Hugh. —Nina fumaba como una chimenea y tiene una voz grave y rasposa como un coche caro. Cambió al vapeo a principios de año, aunque probablemente ahora consuma más nicotina que antes.

El hombre sentado a su lado me echa un vistazo de arriba abajo que me da escalofríos, pero luego se pone en pie con una especie de medio saludo que yo imito con torpeza. El amor es el talón de Aquiles de Nina, su sola posibilidad basta para nublar su mente afilada. Por eso, mi tarea es arrancar las malas hierbas que crecen a su alrededor, dejando espacio para que brote algo mejor.

Abrazo a Nina y saco una silla mientras Angela aparece en una nube de caos y vierte la botella entera de vino en cinco copas enormes.

—Millie, cielo, ¡hace semanas que no te veo! ¡No desde hace un par de domingos por lo menos, y estaba achispada, así que apenas lo recuerdo! ¡Ja, ja! —Da un trago al vino aún de pie—. ¡Salud! ¡Chinchín! Vale, vuelvo en un segundo. Necesito hacer pis. Luego tengo tanto que contarte.

Angela es alguien con quien Nina y yo fuimos al colegio y que, lo juro, no solía ser tan irritante. Habla sin parar, deteniéndose solo para tragar bebida como si fuera un antídoto vital contra un veneno recién ingerido. Todo lo que dice le parece hilarante, aunque solo a ella. Pero Nina, Angela, Izzy y yo nos conocemos desde hace mucho, y a pesar de sus defectos obvios, es mi amiga. A veces me preocupa que Angela tenga muchas cosas en la cabeza. Es de inteligencia media, con el cabello encrespado como una bola, ojos inmensos del tamaño de huevos de pato que desentonan con su pequeño rostro, y una barbilla ausente. Puede que la abundancia de parloteo y alcohol en cada reunión social sea un intento de encontrar un lugar en un mundo que de otro modo la pasaría por alto. Pero eso no la hace menos irritante.

La marcha de Angela al baño deja un breve vacío de silencio en el que Hugh y yo intercambiamos cortesías, con Nina intentando mediar. Está nerviosa, y me hace sentir culpable, así que suelto una carcajada sonora a algún comentario de Hugh y arqueo las cejas hacia ella para mostrar que estoy impresionada. Intenta ocultar la sonrisa tomando la carta y sugiriendo que elijamos la comida. Aunque hace un día luminoso, el pub es oscuro y hay una vela en el centro de la mesa que crea una ilusión de romanticismo nocturno a pesar de que los chicos de la barra están bebiendo Jägerbombs. Las paredes tienen una pintura negra y lúgubre, dando la impresión de que el lugar se ha recuperado recientemente de un incendio, aunque probablemente les costó una fortuna lograr ese efecto.

—¿Y tú qué haces, Millie? —pregunta Hugh mientras da un sorbo a la copa rebosante, torciendo ligeramente el gesto ante el sabor.

Está claro que él es más de cerveza. De hecho, me sorprende que me haya preguntado algo, aunque sea una pregunta tremendamente poco original. En el pasado, los novios de Nina me han parecido todos egocéntricos.

—Enmarco. Cuadros. Trabajo en una tienda de marcos.

—Ah. Vale.

Sí, supongo que no hay mucho que añadir.

—¿Y tú? Fontanero, ¿verdad?

—De todo un poco. No le hago ascos a ningún trabajo. —Hugh se esfuerza, así que le doy un punto por eso.

Y tiene músculos grandes bajo la camiseta y el pelo rubio revuelto en ángulos extraños de forma despreocupada que sé que a Nina le parecerá entrañable. Intento no mirarlo fijamente mientras catalogo a este nuevo hombre en la vida de mi mejor amiga; me fijo en que su rostro ancho es perfectamente simétrico. Me dedica una sonrisa autodespectiva.

—Está siendo modesto. ¡Es tan talentoso! ¡Hizo su propia mesa de centro, compi! ¡En serio! —Nina echa hacia atrás su pelo liso y brillante de forma teatral.

Gracias a una combinación de productos caros y algún capricho genético extraño, siempre huele increíble, y no duda en usarlo para encandilar. Cambio el rostro de forma que espero transmita que estoy impresionada, aunque clavar cinco trozos de madera no es que sea ciencia espacial. Quiero decir, sé que los marcos solo tienen cuatro, pero estoy segura de que el tablón extra no me daría mucho dolor de cabeza.

Angela vuelve a la mesa, tirando su copa de vino al sentarse, aunque, por suerte, ya casi se la había acabado.

—¿Alguien sabe de Izzy? ¿Le dijiste la hora real, Nina? Íbamos a empezar a decirle media hora antes, ¿no?

—Llegará cuando llegue —responde Nina con tono ligero, agitando la mano con despreocupación, como si fuera de esas personas a las que no les importa la puntualidad.

Sé que, si Hugh no estuviera aquí, pondría los ojos en blanco por la predecible tardanza de Izzy. Saca un vapeador del bolsillo de la manga y aspira con disimulo.

Los platos llegan rebosando salsa, acompañados por Izzy envuelta en una nube de perfume caro y excusas previsibles. Comemos nuestros asados mientras Angela charla sin cesar. Nina se esfuerza por crear un ambiente divertido y relajado, aunque está visiblemente tensa. Aun así, Hugh mantiene una conversación fluida, hace preguntas, ríe con nuestras bromas y, cuando el tenedor de Nina termina en el suelo mientras cuenta una historia, se levanta de inmediato a buscar otro.

Aunque me cueste admitirlo, tiene cierto encanto. El perfume de Izzy y la voz alta de Angela me están dando dolor de cabeza, que intento ahogar bebiendo. Izzy empieza a quejarse de su niñera, un lamento habitual, y Nina y yo nos miramos y apartamos la vista para no reírnos.

—¿Vienes al treinta cumpleaños de Jackie la semana que viene, Mills? —exige saber Izzy mientras la camarera mal pagada, y aparentemente menor de edad, retira nuestra torre de platos chorreantes.

—Eh, no. ¿Por qué iba a ir al treinta cumpleaños de Jackie?

—¿Porque es nuestra amiga?

—Es tu amiga. No hablo con Jackie desde hace como un año.

Nina suspira y pone los ojos en blanco de forma dramática, y Hugh se inclina hacia delante en una pose fingida de «cuéntame el cotilleo», con la barbilla apoyada en el dorso de la mano extendida.

—Oh, ¿qué pasó entonces? ¿Qué hizo esa «Jackie»?

—Jackie es una imbécil —le informo—. Lo siento, Izzy. Pero es verdad. Era una imbécil en el colegio y lo sigue siendo ahora.

—Tuvieron una discusión tonta de borrachas —interviene Nina, girándose hacia Hugh con expresión de disculpa—. Jackie llamó a Millie perra estirada porque dijo que no come en furgonetas de kebabs. Millie no lo supera.

—¿Por qué debería?

—Porque no puedes guardar rencor eternamente. Siempre digo que necesitas encontrar una forma adecuada de lidiar con la ira. ¡A veces hay que soltar el pasado y seguir adelante!

—No estoy de acuerdo. En fin. Hugh, cuéntame más de esa mesa de centro. ¿Cuántas patas? ¿Cuatro?

Por fin, Izzy anuncia que tiene que volver con los niños, le da a Hugh un beso extravagante al aire y le dice con demasiada sinceridad que le ha encantado conocerlo, antes de llamar a la camarera de aspecto aburrido. Angela parece hecha polvo, así que Izzy paga las partes de las dos y luego la saca a rastras del pub para llevarla a casa.

La camarera nos recomienda el pastel de nueces pecanas, y Hugh explica educadamente que es alérgico mortal a todos los frutos secos, pero que Nina y yo podemos pedir uno si queremos. Realmente se esfuerza. O tal vez sea un tipo majo. Nina declina el ofrecimiento, lo que me alegra, y me excuso para ir al baño. Se me ha acabado la charla insustancial y la conversación sobre Jackie me ha alterado.

En los aseos, me encierro en un cubículo y respiro hondo despacio como premio. Me siento en la tapa cerrada y leo la poesía de la puerta.

 

Sam estuvo aquí 2019

Caz 4 Jack

Rachel L es una guarra

Los derechos trans son Derechos Humanos

CREE A LAS MUJERES

Apunta a la luna y quizá aterrices entre las estrellas :D

Odio a los putos hombres

Mandy adora las pollas

 

En un momento de inspiración, encuentro un boli en el bolso y añado: Jackie es una imbécil. Me siento mejor.

De vuelta a la mesa, todo parece más tranquilo. Nunca he sido muy sociable, pero con los años me estoy volviendo cada vez más introvertida, encerrándome en mi caparazón con mi gata, mis remordimientos y mi ira. Parte de mí quiere a mis viejas amigas del colegio, pero, aparte de Nina, tengo cada vez menos paciencia para sus chorradas en general.

—Hugh nos ha invitado a comer —dice Nina, rebosante de orgullo.

Mira, tal vez no sea yo quien deba juzgar. Nunca he conocido a un hombre digno de esta mujer. Nunca he encontrado a alguien con quien Nina —lista, divertida, amable— deba querer pasar grandes cantidades de tiempo, y eso me incluye. Pero parece feliz, y Hugh no ha hecho nada malo, de momento. Aun así, no me siento preparada para estar en deuda con este hombre.

—Gracias, Hugh, pero prefiero pagar lo mío. En serio. —Sonrío para que no suene a reproche y garabateo mi número de teléfono en el recibo con el delineador que aún tengo en la mano—. Mándame tus datos y te transfiero mi parte. —Accede tras una mínima resistencia, lo que me dice que no tiene dinero para andar pagando comidas copiosas y alcohólicas a todo el mundo, pero quiere impresionar. Me ablanda un poco más. Es un encanto.

Sin embargo, mientras camino a casa para dar de comer a Shirley Bassey, decido que tendré que vigilar a Hugh Chapman. El encanto es un arma peligrosa, y no puedo relajarme hasta saber si el hombre que la empuña tiene buenas intenciones.

Capítulo 4

 

 

 

 

No tengo ningún deseo de tener hijos. A veces, cuando la vida es realmente aburrida o tengo una resaca de campeonato, echo un vistazo a los perfiles de Facebook de mujeres con las que fui al colegio. ¡Algunas tienen varios niños! ¡Y ni siquiera hemos cumplido los treinta! Comparten imágenes de críos mofletudos mirando embobados a la cámara con notas a pie de foto del tipo: «No puedo creer que hayan pasado cuatro años de alegría con mi familia perfecta», seguidos de treinta y seis publicaciones en un grupo local de madres sobre los cambios de horario del club Canciones para Mamás.

No, gracias. Prefiero la cerveza a los bodis de bebé; los masajes a la mastitis.

No es solo que sea demasiado egoísta para soportar el tedio de organizar mi vida en función de los caprichos ajenos, aunque reconozco que lo soy. Es que no tengo ni la menor idea de cómo ser madre.

La mía… dejó mucho que desear. Por decirlo suave. Crecí con un padre del que es mejor no hablar, una madre peor que inútil y mi tío Dale, quien, aparte de Katie, es el único miembro de la familia por el que no siento verdadero odio.

Sé exactamente el daño que puede hacer un padre de mierda, y no quiero dañar a alguien que no lo merece y no lo ha pedido.

Son las dos de la madrugada de un viernes por la noche —la hora en que se cruza la frontera entre la diversión vespertina y los terrores nocturnos— y estoy sentada en mi Micra, tiritando bajo el abrigo, mientras la lluvia salpica el parabrisas. Esta noche llevo una peluca oscura bajo la capucha. He cabreado a muchos hombres con este trabajo, así que intento mantenerme irreconocible cuando atiendo Cuéntaselo a M.

Ha sido una semana de mierda. No ha pasado gran cosa: he trabajado, he jugado con Shirley Bassey, he cocinado, he evitado responder mensajes de amigos. Se suponía que había quedado con Nina para unas copas esta noche, pero ella lo ha cancelado por Hugh. Intento no culparla, comprendo que esa euforia inicial de un nuevo romance puede sacar de quicio a las personas. Pero eso hizo que estuviera de mal humor antes de que mi madre llamara.

Si por mí fuera, Katie viviría conmigo. Pero dice que está a gusto donde está y que no quiere dejar su habitación de la infancia. Así que le toca a nuestra madre intentar que coma algo, que salga de la habitación y que se lave el pelo de vez en cuando. No fue una buena madre conmigo, pero hay que reconocer que siempre quiso más a Katie, así que al menos con ella se esfuerza.

Que quede claro: mi madre no es alguien que intente ser cruel. No es maltratadora —o habría sacado a Katie de esa casa hace años—. Pero es pasiva. Nunca fue una verdadera madre. Nunca tomó el control ni las decisiones difíciles, ni siquiera nos regañaba. Solo existía, y la pasividad es un rasgo que me saca de quicio. Delante de Katie, me guardo mis opiniones sobre nuestra madre. Tienen una relación mejor, y ahora mismo es donde Katie quiere vivir. Algún día la convenceré de que se mude conmigo.

Apoyada en el reposacabezas, cierro los ojos con fuerza e intento calmar mi mente acelerada. Es más fácil enfadarme con mi madre que aceptar que yo también tengo la culpa. Mi trabajo es proteger a mi hermana, y estoy fallando.

Fui a verla de nuevo el miércoles. La moto de tío Dale estaba en la entrada, y lo encontré con su característica camiseta del Newcastle United bebiendo cerveza con mi madre en la cocina. Katie estaba arriba, en un agujero negro de depresión, más delgada que nunca. ¿Me sorprendió que mi madre me llamara esta tarde para decirme que se había desmayado y que la habían llevado al hospital? No. La mandaron a casa bastante rápido, con instrucciones firmes de que ganara peso. Mi instinto fue dejar Cuéntaselo a M por esta noche e ir corriendo, pero mi madre me dijo que Katie ya estaba dormida y no quería despertarla cuando necesita descanso.

Así que, aquí estoy, en mitad de una noche de octubre, tiritando en el coche, deseando que el teléfono de trabajo me dé vidas que salvar. Es lo único que se me ocurre. Si no puedo ayudar a mi propia hermana, puedo ayudar a otra.

Me abrazo a mí misma y luego me subo la capucha del abrigo; me pregunto si debería encender el motor para tener algo de calor, pero el indicador de gasolina está bajo y me parece un desperdicio. De todos modos, el frío es un castigo casi agradable. Mi madre me dijo que Katie solo se desmayó por una bajada de azúcar. Pero hablamos de alguien que sería capaz de curar una herida de bala con una tirita. La marcada forma de los omóplatos de Katie parece tatuada en mis brazos y, al cerrar los ojos, veo sus pómulos sobresaliendo entre sus ojeras. Supongo que me engaño pensando que mejora cuando en realidad se consume ante mis ojos.

Apoyo de nuevo la nuca en el reposacabezas y respiro hondo para calmarme. En la oscuridad, tras los párpados cerrados, no puedo evitar que los recuerdos me inunden. Me concentro en la respiración con una técnica que aprendí en yoga. Nunca se me dio bien. Me tumbaba en el suelo del estudio, intentando «respirar hondo» y «vaciar la mente», pero en realidad solo me concentraba en fortalecer los muslos lo suficiente para matar a un hombre.

Inspiro.

Katie y yo riendo histéricamente en una noche de fiesta.

Espiro.

Yo acurrucada en su cama cuando éramos niñas.

Inspiro.

Katie entrando en la Universidad de Durham, pálida de asombro y orgullo.

Espiro.

Yo abrazándola el día que traje todas sus cosas en una furgoneta después de que dejara los estudios.

Inspiro.

La pequeña Katie rodando por la colina de hierba cerca de casa.

Espiro.

La pequeña yo diciéndole que no se preocupara por papá.

DING.

Gracias a Dios. Ha estado lloviendo y hace frío, así que la noche ha sido bastante tranquila, pero, por suerte, alguien quiere mi ayuda. Alguien me necesita. Leo el mensaje por encima y luego lo releo despacio. Es difícil de entender, como si la autora estuviera borracha.

 

Ha cerrdao la pureta.

 

¿Qué?

 

Ha parecio muy raro pero ya. Me siento mal.

Creo qe hay alg en mmi vino.

 

¿Algo en su copa? Dios, no está borracha, la han drogado. Empiezo a teclear de manera frenética, con la necesidad de saber dónde está antes de que sea tarde. El teléfono suena de nuevo: ha tenido el sentido común de compartir su ubicación. Le sigue otro mensaje.

 

32

 

Pongo el coche en marcha antes de saber qué voy a hacer, con un torbellino en la cabeza de drogas y chicas, sangre y vino, Katie y yo.

 

 

Llego a una casa adosada victoriana diez minutos después. Cuando estoy en la ubicación que la chica compartió en WhatsApp, miro alrededor, exaltada, y veo una puerta azul con el número 32 grabado. Cuéntaselo a M suele llevarme a los mismos bares y clubes de siempre, o de vez en cuando me contactan mujeres que caminan solas a casa. Pero, de tanto en tanto, me llaman a casas privadas como esta. Estas son las que me dan escalofríos de verdad, donde acecha el peligro real.

Pero un simple golpe en la puerta y una petición de recoger a mi amiga suele funcionar: la sorpresa aturde el cerebro del tipo lo suficiente para sacarla en segundos. Una vez tuve que llamar a la policía. De cualquier modo, suelo tomarme un momento para evaluar la situación y no empeorarla, o meterme en un sitio donde salga herida.

Esta noche, sin embargo, la mente me da vueltas con pensamientos de mi hermana y su agresor, mi madre y mi propio fracaso. Así que no me doy tiempo para pensar en un plan. Tal vez parte de mí quiera un enfrentamiento. La ira necesita ir a algún sitio, o te come por dentro.

Bajo del coche alterada y corro hacia la puerta principal. Ese mensaje anónimo se ha convertido en mi hermana, y está en el piso superior del número 32 de Northumberland Road, a merced de alguien que parecía inofensivo pero que luego le echó algo en la bebida.

Tres golpes fuertes en la puerta. Inmediatamente, tres más y una patada a la madera. Oigo pasos y por fin la puerta se abre una rendija.

Por suerte, me contengo. Necesito calmarme. Las cosas no funcionan así. Respiro hondo e intento sonreír, aunque estoy segura de que me sale más bien una mueca.

La rendija se ensancha y veo a un hombre, de unos treinta y tantos. Es escandalosamente guapo, alto con pelo oscuro ligeramente rizado alrededor de un rostro anguloso. Tiene piel castaña clara, una barba incipiente negra y ojos grandes y oscuros. Ojos que podrían atraer a muchas chicas a su casa, a su cama.

El tiempo es horrible y me he subido la capucha alrededor de la cara, así que tiene que inclinarse para distinguir si soy hombre o mujer. Amenaza o golosina.

—¡Hola! ¡Soy Jessica! —Lo digo con un tonillo alegre y ascendente. Solo me faltan pompones y una falda corta—. Busco a mi amiga. Dijo que estaba aquí. —Sonrío de oreja a oreja para aparentar dulzura, pero procuro ocultar la mayor parte del rostro con la capucha del abrigo.

—Te has equivocado de dirección. —Me sonríe para suavizar el golpe.

—Mmm, ¡creo que no! ¡Estoy segura de que era aquí! —Ensancho la sonrisa, ahora roza lo maniaco. Necesito entrar. Su rostro anguloso me recuerda a Katie, el tono enfermizo de su piel y el leve amarillo de sus dientes. Concéntrate—. ¿Te importa si paso?

Su sonrisa suave se desvanece y frunce el ceño. Ya está perdiendo la paciencia.

—¿Por qué quieres entrar? Tu amiga no está aquí, lo siento. —Intenta cerrar la puerta, pero meto el pie. El cabrón no se va a librar tan fácilmente, pero mantendré el tono suave por un momento.

—Es que su padre está esperando. —Señalo hacia unos coches—. Se supone que está en casa de nuestra amiga Jade, pero si sube aquí y ve que ha estado con un tío, se va a cabrear. Así que, en serio, es mejor que la recoja ahora. —Suelto una risita estrangulada que pretende ser conspiradora, pero sale más como un cortacésped fallando al arrancar.

—He dicho que no está aquí —repite despacio, como si yo fuera idiota, apartándome el pie con el suyo y cerrando la puerta con firmeza. Mierda.

El cristal cuadrado de la puerta cerrada refleja mi pelo revuelto y el delineador corrido rodeado de una enorme capucha hinchada. Parecer una loca probablemente no ha sido de ayuda. Este trabajo requiere cabeza fría, y contener las emociones es algo de lo que me he enorgullecido en el pasado. Apretando las suelas de los zapatos contra el suelo, empujo la rabia hacia abajo, a través del cuerpo, de los pies, hasta lo más profundo de la tierra.

El número 32 está a solo tres casas del final de la calle. Sé que debería llamar a la policía, pero tardarían demasiado en llegar. ¿Y qué les diría? Pienso en Katie, temblando en mis brazos el día de Año Nuevo, y sé que tengo que actuar rápido.

Corro hasta el final de la calle, encuentro un muro fácil de escalar y, antes de acobardarme, trepo por él. Está oscuro, y cruzo los dedos para que los habitantes de esta casa estén cómodamente tumbados en el salón viendo Strictly Come Dancing o Celebrities Go Fishing o cualquier otra basura que vea la gente hoy en día. Me alegra llevar botas de combate negras y pantalones, pero siento que mi jersey de cuello alto blanco brilla en la oscuridad.