Cuentos bajo la lupa - Arthur Conan Doyle - E-Book

Cuentos bajo la lupa E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

Las mentes de los detectives más brillantes del relato policial se encuentran reunidas en esta antología para que, junto con ellas, descubras los crímenes que aquí se plantean.

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Gilbert Keith Chesterton ... [et al.] ; adaptado por Katherine Martinez ; compilado por Katherine Martinez ; editado por Vanesa Rabotnikof. - 1a ed adaptada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Editorial Camino al sur, 2018.

144 p. ; 20 x 14 cm. - (Literatubers)

ISBN 978-987-47064-6-1

1. Cuentos Policiales. I. Chesterton, Gilbert Keith II. Martinez, Katherine, adap. III. Martinez, Katherine, comp. IV. Rabotnikof, Vanesa, ed.

CDD 820

© Editorial Camino al Sur, 2018

Guamini 5007 (C1439HAK), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina

Reservados todos los derechos.

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial.

Impreso en la Argentina - Printed in Argentina

Primera edición: Enero de 2018

Idea y dirección editorial: Roxana Zapater

Edición: Katherine Martínez Enciso

Adaptación: Katherine Martínez Enciso

Diseño y diagramación: Estudio Cara o Cruz

Corrección: Vanesa Rabotnikof

Ilustraciones: Fernando Sawa

ISBN 978-987-47064-6-1

01 |Introducción al enigmático mundo de los cuentos policiales

02 |Las pisadas misteriosas Gilbert Keith Chesterton

03 |La carta robada Edgar Allan Poe

04 |La lentejuela azul Richard Austin Freeman

05 |El hombre del labio retorcido Arthur Conan Doyle

Las pisadas misteriosas

Gilbert Keith Chesterton

Si alguna vez, lector, te encuentras con un individuo de aquel selectísimo club de Los Doce Pescadores Legítimos, cuando se dirige al Vernon Hotel a la comida anual reglamentaria, te darás cuenta, en cuanto se quite el gabán, que su traje de noche es verde y no negro. Si por alguna razón te atrevieras a preguntarle el porqué, contestará probablemente que lo hace para que no lo confundan con un camarero, y tú te retirarás desconcertado. Pero habrás dejado atrás un misterio todavía no resuelto y una historia digna de ser contada.

Y si por casualidad te encuentras con un curita muy suave y muy activo, llamado el padre Brown, posiblemente quiera contarte sobre su aventura en el Vernon Hotel, donde, gracias al hecho de haber escuchado unos pasos en el pasillo, logró evitar un crimen y salvar un alma. Pero como es poco probable que logres elevarte tanto en la escala social para encontrarte con algún individuo de Los Doce Pescadores Legítimos, o que te rebajes lo bastante entre los pillos y criminales para que el padre Brown dé contigo, me temo que nunca conozcas la historia, a menos que la oigas de mis labios.

El Vernon Hotel, donde celebraban sus banquetes anuales Los Doce Pescadores Legítimos, era una de esas instituciones que solo existen en el seno de una sociedad oligárquica, casi enloquecida de buenas maneras. Era una empresa comercial “exclusiva”. Quiere decir que no pagaba por atraer a la gente, sino por alejarla. Los comerciantes con gran ingenio crean dificultades positivas, a fin de que su clientela rica y aburrida gaste dinero y diplomacia. Si hubiera en Londres un restaurante caro que, por capricho de su propietario, solo se abriera los jueves por la tarde, lleno de gente se vería los jueves por la tarde.

El Vernon Hotel estaba en una esquina de la plaza de Belgravia. Era un hotel pequeño y muy poco práctico, pero este servía de muros protectores para una clientela selecta. Una de sus particularidades era el hecho de que solo podían comer simultáneamente en aquel sitio veinticuatro personas. La única mesa grande era la célebre mesa de la terraza al aire libre, en una galería que daba sobre uno de los más exquisitos jardines del antiguo Londres. De modo que los veinticuatro asientos de aquella mesa solo podían disfrutarse en tiempo de verano. El dueño del hotel era un judío llamado Lever y lograba ganar bastante dinero gracias a la exclusividad del lugar. El servicio era excelente. Los vinos y la cocina eran de lo mejor de Europa, y la conducta de los criados complacía a las más altas clases inglesas. El amo conocía a sus criados como a los dedos de sus manos; no había más que quince en total. Era más fácil llegar a ser miembro del Parlamento que a camarero de aquel hotel. Todos estaban educados en el más terrible silencio y la mayor suavidad, como criados de caballeros. Y, realmente, por lo general, había un criado para cada caballero de los que allí comían.

Y solo allí podían consentir en comer juntos Los Doce Pescadores Legítimos, porque eran muy exigentes en materia de comodidades privadas; y la sola idea de que los miembros de otro club comieran en la misma casa los hubiera molestado mucho.

Con ocasión de sus banquetes anuales, los Pescadores tenían la costumbre de exponer sus tesoros como si estuvieran en su casa, especialmente, el famoso juego de cuchillos y tenedores de pescado, que era, por decirlo así, la insignia de la Sociedad, y en el cual cada pieza había sido labrada en plata bajo la forma de pez, y tenía en el puño una gran perla. Este juego se reservaba siempre para el plato de pescado, y este era siempre el más magnífico plato de aquellos magníficos banquetes.

No había que hacer nada para pertenecer a Los Doce Pescadores; pero si no se era ya persona de cierta categoría, ni esperanza de oír hablar de ellos. Hacía doce años que la Sociedad existía. Presidente, Mr. Audley; vicepresidente, el duque de Chester.

Si he logrado describir el ambiente de este extraordinario hotel, el lector sentirá asombro al verme tan bien enterado de cosa tan inaccesible, y mucho más se preguntará cómo una persona tan ordinaria como lo es mi amigo el padre Brown pudo tener acceso a aquel dorado paraíso. Pero en lo que a estos puntos se refiere, mi historia resulta bastante sencilla. A todos por igual llega en algún momento la visita de la muerte, ella no distingue de raza, clase o religión y a donde quiera que ella vaya, el padre Brown tiene por oficio seguirla. Uno de los criados, un italiano, sufrió una tarde un ataque de parálisis, y el amo, judío, aunque maravillado de tales supersticiones, consintió en mandar traer a un sacerdote católico. Lo que el camarero confesó al padre Brown no nos concierne, por el sencillísimo hecho de que el sacerdote se lo ha callado; pero, según parece, aquello le obligó a escribir una carta para comunicar cierto mensaje o reparar alguna equivocación. Para lo que el padre Brown, con la mayor normalidad, pidió que se le proporcionara un cuarto e instrumentos para escribir. Mr. Lever sintió como si lo partieran en dos. Era un hombre amable, pero temía que la presencia de un extranjero en el hotel aquella noche fuera como un manchón sobre un objeto recién limpiado.

Nunca había habido antesala o sitio de espera en el Vernon Hotel; nunca había tenido que aguardar nadie en el vestíbulo, puesto que sus huéspedes siempre asistían con previo aviso. Había quince camareros; había doce huéspedes. Recibir aquella noche a un huésped nuevo sería tan extraordinario como encontrarse a la hora del almuerzo o del té con un nuevo hermano en la propia casa. Sin contar con que la apariencia del cura era muy de segundo orden, y su traje tenía manchas de lodo, solo el contemplarlo pudiera provocar una crisis en el club. Mr. Lever, no pudiendo borrar el mal, inventó un plan para disimularlo. En cuanto entráis (y nunca entraréis) al Vernon Hotel, se atraviesa un pequeño pasillo decorado con algunos cuadros deslucidos, pero importantes, y se llega al vestíbulo principal, que se abre a mano derecha en unos pasillos por donde se va a los salones, y a mano izquierda en otros pasillos que llevan a las cocinas y servicios del hotel. Inmediatamente, a mano izquierda, se ve la esquina de una oficina que viene a dar hasta el vestíbulo: una casa dentro de otra, por decirlo así; donde tal vez estuvo en otro tiempo el bar del hotel.

En esta oficina está instalado el representante del propietario (allí, hasta donde es posible, todos se hacen representar por otros) y, algo más allá, camino de la servidumbre, está el vestuario, último término del dominio de los señores. Pero entre la oficina y el vestuario hay un cuartito privado, que el propietario solía usar para asuntos importantes y delicados, como el prestarle a un duque mil libras o excusarse por no poderle facilitar medio chelín. La mejor prueba de la magnífica tolerancia de Mr. Lever consiste en haber permitido que este sagrado lugar fuera profanado durante media hora por un simple sacerdote que necesitaba garabatear unas cosas en un papel. Sin duda, la historia que el padre Brown estaba trazando en aquel papel era mucho mejor que la nuestra, pero nunca podrá ser conocida. Me limitaré a decir que era bastante larga y que los dos o tres últimos párrafos eran los menos importantes y complicados.

Porque fue en el instante en que llegaba a estas últimas páginas cuando el sacerdote dejó divagar sus pensamientos y permitió a sus sentidos animales, muy agudos por lo general, que despertaran. Oscurecía, llegaba la hora de la cena, aquel olvidado cuartito se iba quedando sin luz y tal vez la oscuridad afinó los oídos del sacerdote. Cuando el padre Brown redactaba la última y menos importante parte de su documento, se dio cuenta de que estaba escribiendo al compás de un ruidito rítmico que venía del exterior, así como a veces piensa uno a tono con el ruido de un tren. Al darse cuenta de esto, comprendió también de qué se trataba: no era más que el ruido ordinario de los pasos, cosa nada extraña en un hotel. A medida que crecía la oscuridad se prestaba más atención al ruido. Tras haberlo oído algunos segundos como en sueños, se puso de pie e inclinó un poco la cabeza. Después se sentó otra vez y hundió la cara entre las manos, no solo para escuchar, sino para escuchar y pensar.

El ruido de los pasos era el ruido propio de un hotel; sin embargo, había algo extraño. Más pasos que aquellos no se oían. Por lo general la casa era muy silenciosa, porque los pocos huéspedes habituales se recogían a la misma hora, y los bien educados servidores tenían orden de ser imperceptibles mientras no se los necesitase. No había sitio en que fuera más difícil sorprender la menor irregularidad. Pero aquellos pasos eran tan extraños, que no sabía uno si llamarlos regulares o irregulares. El padre Brown se puso a seguirlos con sus dedos sobre la mesa, como el que trata de aprender una melodía en el piano.

Primero se oyó un ruido de pasitos apresurados: diríase un hombre de peso ligero en un concurso de paso rápido. De pronto, los pasos se detuvieron, y recomenzaron lentos y vacilantes; este nuevo paso duró casi tanto como el anterior, aunque era cuatro veces más lento. Cuando este cesó, volvió aquella ola ligera y presurosa, y luego otra vez el golpe del andar pesado.

Era indudable que se trataba de un solo par de botas, tanto porque —como ya hemos dicho— no se oía otro andar, como por cierto rechinido inconfundible que lo acompañaba. Al padre Brown le gustaba resolver enigmas; y ante aquel problema aparentemente trivial, se puso inquietísimo. Había visto hombres que corrieran para dar un salto, y hombres que corrieran para deslizarse. Pero, ¿era posible que un hombre corriera para andar o bien que anduviera para correr? Sin embargo, aquel invisible par de piernas no parecía hacer otra cosa. Aquel hombre, o corría medio pasillo para andar después el otro medio, o andaba medio pasillo para darse después el gusto de correr el otro medio. En uno u otro caso, aquello era absurdo. Y el espíritu del padre Brown se oscurecía más y más, como su cuarto.

Poco a poco la oscuridad de la celda pareció aclarar sus pensamientos. Y le pareció ver aquellos fantásticos pies caminando por el pasillo en actitudes simbólicas y no naturales. ¿Se trataba acaso de una danza religiosa pagana? ¿O era alguna nueva especie de ejercicio científico? El padre Brown se preguntaba a qué ideas podían exactamente corresponder aquellos pasos. Consideró primero el compás lento: aquello no correspondía al andar del propietario. Los hombres de su especie andan con rápida decisión, o no se mueven. Tampoco podía ser el andar de un criado o mensajero que esperara órdenes; no sonaba a eso. En una oligarquía, las personas subordinadas suelen bambolearse cuando están algo ebrias, pero generalmente, y sobre todo en sitios tan imponentes como aquel se están quietas o adoptan una marcha forzada. Aquel andar pesado y, sin embargo, elástico, que parecía lleno de descuido y de énfasis no muy ruidoso, pero tampoco cuidadoso de no hacer ruido, solo podía pertenecer a un caballero de la Europa Occidental, y tal vez, a un caballero que nunca había tenido que trabajar.

Al llegar el padre Brown a esta conclusión, el paso menudito volvió y corrió frente a la puerta con la rapidez de una rata. Y advirtió que este andar, mucho más ligero que el otro, era también menos ruidoso, como si ahora el hombre anduviera de puntillas. Sin embargo, no parecía que se estuviera escondiendo; al padre Brown le parecía haber escuchado ese andar en otro lugar, pero por más que lo intentara no lograba recordarlo. Y, de pronto, volvió a levantarse poseído de una nueva idea y se aproximó a la puerta. Su cuarto no daba directamente al pasillo, sino, por un lado, a la oficina y, por otro, al vestuario. Intentó abrir la puerta de la oficina; estaba cerrada con llave. Se volvió a la ventana, que no era a aquella hora más que un cuadro de vidrio lleno de niebla rojiza al último destello solar; y por un instante le pareció oler la posibilidad de un delito, como el perro huele las ratas.

Su parte racional —fuere o no la mejor— acabó por imponerse en él. Recordó que el propietario le había dicho que cerraría la puerta con llave y después volvería a sacarlo de allí. Y se dijo que aquellos excéntricos ruidos bien pudieran tener mil explicaciones que a él no se le habían ocurrido; y se dijo, además, que apenas le quedaba luz para acabar su tarea. Se acercó a la ventana para aprovechar las últimas claridades de la tarde y se entregó por entero a la redacción de su memoria. Al cabo de unos veinte minutos, durante los cuales fue teniendo que acercarse cada vez más el papel para poder distinguir las letras, suspendió de nuevo la escritura; otra vez se oían aquellos inexplicables pies.

Ahora había en los pasos una tercera singularidad. Antes parecía que el desconocido andaba, a veces despacio y a veces muy deprisa, pero andaba. Ahora era indudable que corría. Ahora se oían claramente los saltos de la carrera a lo largo del pasillo, como los de una veloz pantera. El que pasaba parecía ser un hombre agitado y presuroso. Pero cuando desapareció como una ráfaga hacia la región en que estaba la oficina, volvió otra vez el andar lento y vacilante.

El padre Brown arrojó los papeles y, sabiendo ya que la puerta de la oficina estaba cerrada, se dirigió a la del vestuario. El criado estaba ausente por casualidad. Después de andar a tientas por entre un bosque de gabanes, se encontró con que el pequeño vestuario terminaba sobre el iluminado pasillo, en un mostrador de esos que hay en los sitios donde suele uno dejar su paraguas o sombrilla a cambio de fichas numeradas. Sobre el arco semicircular de esta salida venía a quedar uno de los focos del pasillo. Pero apenas podía alumbrar la cara del padre Brown, que solo se distinguía como un bulto oscuro contra la nebulosa ventana de poniente, a sus espaldas. En cambio, el foco iluminaba teatralmente al hombre que andaba por el pasillo.

Era un hombre elegante vestido de frac; aunque alto, no parecía ocupar mucho espacio. Se diría que podía escurrirse como una sombra por donde muchos hombres más pequeños no hubieran podido pasar. Su cara, iluminada a plena luz, era morena y viva. Parecía extranjero. De buena presencia, era atractivo e inspiraba confianza. Al ver la silueta negra de Brown, sacó un billete con un número, y dijo con amable autoridad: