Cuentos completos, 2 - Jacob Grimm - E-Book

Cuentos completos, 2 E-Book

Grimm Jacob

0,0
6,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.

Mehr erfahren.
Beschreibung

La vasta y valiosa tarea que, inmersos en el espíritu de los tiempos románticos, acometieron los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, recopilando los cuentos populares de tierras alemanas, nos ha legado un acervo literario y cultural de incalculable riqueza. La edición en cuatro volúmenes de sus «Cuentos infantiles y del hogar» o, lo que es lo mismo, sus "Cuentos completos" permite tener a mano la integridad de lo que constituye un tesoro no sólo para el aficionado a la literatura, sino también para el estudioso de la cultura, el psicólogo y la persona interesada en el crecimiento personal. Basados los cuentos populares, en efecto, en un sustrato común antiquísimo -no en vano comparten numerosos rasgos y patrones, sea cual sea su cultura de procedencia, lo cual habla bien a las claras de su universalidad-, son susceptibles de dar a quien las busque claves y medidas ancladas en estructuras y arquetipos profundamente grabados en la naturaleza del hombre.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 351

Veröffentlichungsjahr: 2023

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Jacob y Wilhelm Grimm

Cuentos completos, 2

Índice

Los duendes

El novio bandido

El señor Korbes

El señor compadre

La señora Trude

El ahijado de la muerte

El viaje de Pulgarcito

El pájaro emplumado

El enebro

El viejo Sultán

Los seis cisnes

La Bella Durmiente

Presa de pájaro

El rey Pico de Tordo

Blancanieves

El morral, el sombrerillo y el cuerno

El Enano Saltarín

El bienamado Rolando

El pájaro de oro

El perro y el gorrión

Federico y Catalinita

Los dos hermanos

El Campesinillo

La reina de las abejas

Las tres plumas

El ganso de oro

Toda-clase-de-pieles

La novia del conejito

Los doce cazadores

El brujo y su maestro

Jorinde y Joringel

Los tres niños de la suerte

Seis salen adelante en el mundo

El lobo y el hombre

El lobo y el zorro

El zorro y la señora comadre

El zorro y el gato

El clavel

Gretel, la lista

El abuelo y el nieto

La ondina

La muerte de la gallinita

Hermano Chistoso

Juanito Jugador

Juan el de la suerte

Juan se casa

Los niños de oro

El zorro y los gansos

El pobre y el rico

La alondra de león cantarina y saltarina

La niña de los gansos

Créditos

Los duendes

(Cuento primero)

Érase una vez un zapatero que se había vuelto tan pobre, aunque no por su culpa, que al final no le quedaba más cuero que para un par de zapatos. Por la noche cortó los zapatos que quería terminar a la mañana siguiente, y como tenía la conciencia limpia, se metió tranquilamente en la cama, se encomendó a Dios y se durmió.

A la mañana siguiente, después de haber recitado sus oraciones, se quiso poner de nuevo a su trabajo y se encontró los zapatos totalmente terminados encima de su mesa. Asombrado, no sabía qué decir a esto. Cogió los zapatos en la mano para observarlos de cerca; estaban hechos de una forma tan perfecta que no había ni una mala puntada, como si fueran una obra maestra. Poco después llegó un comprador y le gustaron tanto los zapatos que pagó más de lo que era normal, y con aquellas monedas el zapatero pudo hacerse con cuero para dos pares de zapatos. Los cortó por la noche y quiso, por la mañana, dedicarse al trabajo con fuerzas renovadas, pero no lo necesitó, pues, al levantarse, estaban ya listos, y tampoco esta vez permanecieron ausentes los compradores, que le dieron tanto dinero que ahora pudo comprar cuero para cuatro pares de zapatos. A la mañana siguiente se encontró los cuatro pares de zapatos listos, y así siguió pasando, que lo que cortaba por la noche estaba hecho por la mañana. De tal manera que pronto llegó a tener para vivir decentemente y, finalmente, llegó a ser un hombre rico.

Entonces, sucedió una noche, no mucho antes de Navidad, que, cuando el hombre ya había cortado de nuevo los zapatos, antes de irse a la cama le dijo a su mujer:

–¿Qué pasaría si esta noche nos quedamos en pie para ver quién es el que nos presta tan buena ayuda?

La mujer asintió y encendió una luz; después, se escondieron en la esquina de la habitación detrás de la ropa que estaba allí colgada y estuvieron atentos.

Cuando llegó la medianoche, vinieron dos hombrecillos desnudos y graciosos, se sentaron ante la mesa del zapatero, cogieron todo el material cortado y comenzaron con sus deditos a clavar, coser y golpear tan ágil y rápidamente que el zapatero no podía apartar la vista de lo admirado que estaba. No lo dejaron hasta que todo estuvo terminado y listo sobre la mesa; después, se fueron velozmente.

A la mañana siguiente dijo la mujer:

–Los hombrecillos nos han hecho ricos. Debíamos mostrarnos agradecidos. Corren por ahí sin nada en el cuerpo y tienen que pasar frío. ¿Sabes una cosa? Les haré unas camisitas, chaquetas, petos y pantaloncitos, les tejeré también un par de medias y tú hazle a cada uno un par de zapatos.

El hombre dijo:

–Me parece bien.

Y por la noche, cuando tenían ya todo terminado, colocaron los regalos en vez del material cortado sobre la mesa y se escondieron para ver cómo se comportaban los hombrecillos. A medianoche entraron saltando y quisieron ponerse rápidamente al trabajo: pero cuando no encontraron ningún cuero cortado, sino las graciosas piezas de ropa, primero se asombraron, pero luego dieron muestra de una gran alegría. Con enorme rapidez se las pusieron ajustándolas a su cuerpo y cantaron:

–¿No somos elegantes muchachos retrecheros?

¿Por qué vamos a ser más tiempo zapateros?

Entonces brincaron, bailaron y saltaron sobre las sillas y bancos; luego se alejaron danzando por la puerta, y a partir de ese momento no volvieron nunca más; al zapatero le fue bien toda su vida y tuvo suerte en todo lo que emprendió.

(Cuento segundo)

Érase una vez una pobre sirvienta hacendosa y limpia, que barría todos los días la casa y echaba la basura en un gran montón ante la puerta. Una mañana, cuando se disponía a ponerse a trabajar, encontró una carta y, como no sabía leer, puso la escoba en la esquina y llevó la carta a su señora. Era una invitación de los gnomos que le pedían a la muchacha que apadrinara un niño. La muchacha no sabía qué hacer, pero finalmente y después de mucho convencerla y porque le decían que algo así no podía rechazarse, accedió a ello. Entonces, llegaron tres hombrecillos y la llevaron a un monte hueco donde vivían los pequeños. Todo era diminuto, pero tan gracioso y lujoso que no es para decirlo. La parturienta yacía en la cama de negro ébano con botones de perlas, las mantas estaban bordadas en oro, la cuna era de marfil, y la bañera, de oro. La muchacha fue la madrina y luego quiso regresar de nuevo a casa. Los gnomos le pidieron insistentemente que se quedara con ellos tres días más. Ella se quedó allí y ocupó su tiempo, estando alegre y contenta. Los enanos hacían todo a gusto de ella. Finalmente, quiso regresar: entonces, le llenaron los bolsillos de oro y la llevaron a continuación a las afueras del monte. Cuando llegó a casa, quiso comenzar su trabajo; cogió la escoba que estaba todavía en la esquina y comenzó a barrer. A continuación, salió de la casa gente extraña, que preguntaron quién era y qué tenía que hacer allí. No habían sido tres días, como ella pensaba, lo que había estado con los gnomos en la montaña, sino siete años, y sus antiguos señores se habían muerto entre tanto.

(Cuento tercero)

A una madre le habían arrebatado los gnomos su hijo de la cuna y en su lugar le habían colocado un monstruo con gran cabeza y ojos fijos, que no quería más que comer y beber. En su pena fue a casa de su vecina y le pidió consejo. La vecina le dijo que tenía que colocar al monstruo en la cocina, sentarlo en el fogón, encender el fuego y calentar agua en dos cáscaras de huevo; esto haría reír al energúmeno, y si se reía, estaba perdido. La mujer hizo todo lo que la vecina le había dicho. Cuando colocó las dos cáscaras de huevo al fuego, dijo el zoquete:

–Soy como el bosque de viejo,

y a nadie vi cocinar

nunca en cáscaras de huevo.

Y empezó a reírse. Mientras se reía, aparecieron de una vez una serie de gnomos, que trajeron al niño de verdad, lo sentaron al lado del fogón y se llevaron al monstruo.

El novio bandido

Érase un molinero que tenía una bella hija, y cuando ésta creció, quiso que estuviera cuidada y bien casada. Pensó: «Si viene un pretendiente digno y la corteja, se la entregaré».

No mucho tiempo después, llegó un pretendiente que parecía ser muy rico, y como el molinero no tuvo ninguna pega que ponerle, le prometió a su hija. La muchacha, sin embargo, no lo quería como una novia debe querer a su novio y no tenía ninguna confianza con él. Cada vez que le miraba o que pensaba en él, sentía un estremecimiento en el corazón.

Una vez le dijo él a ella:

–Tú eres mi novia y no me haces nunca una visita.

La muchacha contestó:

–Yo no sé dónde está tu casa.

Entonces, dijo el novio:

–Mi casa está afuera, en el bosque oscuro.

Ella buscó excusas y dijo que no sabía encontrar el camino para ir allí. El novio dijo:

–El próximo domingo tienes que venir a verme; he invitado ya a los huéspedes y para que encuentres el camino, esparciré ceniza por el bosque.

Cuando llegó el domingo y ella tuvo que ponerse en camino, sintió mucho miedo sin saber por qué, y para poder reconocer el camino, se llenó los bolsillos con lentejas y guisantes.

A la entrada del bosque había ceniza esparcida, ella la siguió, pero a cada paso echaba a la derecha y a la izquierda unos guisantes al suelo. Se le pasó todo el día caminando hasta que llegó al claro del bosque, donde estaba más oscuro; allí había una casa solitaria que no le gustó, pues tenía un aspecto desagradable y tétrico. Entró en ella, pero no había nadie y había un gran silencio. De pronto gritó una voz:

–Regresa, regresa, joven prometida,

esto es de unos ladrones la guarida.

La muchacha levantó la vista y vio que la voz venía de un pájaro que estaba colgado en una jaula en la pared. De nuevo gritó:

–Regresa, regresa, joven prometida,

esto es de unos ladrones la guarida.

Entonces, la joven novia fue de habitación en habitación por toda la casa, pero ésta estaba vacía y no había ni un alma. Finalmente, llegó al sótano; allí había una mujer, más vieja que Matusalén, que movía la cabeza. La muchacha le dijo:

–¿No me podéis decir si mi novio vive aquí?

–¡Ay, infeliz criatura! –contestó la vieja–. ¿Adónde has venido a parar? Estás en una cueva de ladrones. Tú piensas que eres la novia que pronto celebrará su boda, pero celebrarás tu boda con la muerte. ¿Ves? Allí he puesto un gran puchero con agua. Cuando te tengan en su poder, te partirán sin compasión, te cocerán y te comerán, pues son caníbales. Si yo no me compadezco de ti y te salvo, estarás perdida.

Después de esto, la vieja la llevó detrás de un gran barril donde no se la podía ver.

–Estate callada como un muerto y no te muevas, pues de lo contrario estarás perdida. Por la noche, mientras los ladrones duerman, huiremos; yo he esperado largo tiempo esta ocasión.

Apenas había pasado esto, llegó la impía banda a casa. Trajeron a otra doncella, estaban bebidos y no hacían caso de sus gritos y lamentaciones. Le dieron a beber tres vasos llenos de vino, uno de vino blanco, otro de tinto y otro de amarillo; después de beber éste, le estalló el corazón. A continuación, le destrozaron las finas vestiduras, la colocaron encima de la mesa, hicieron pedacitos su hermoso cuerpo y le echaron sal. La pobre novia, detrás del barril, temblaba y se estremecía, pues comprendía el destino que los ladrones le tenían reservado. Uno de ellos notó en el meñique de la asesinada un anillo de oro, y dado que no pudo sacárselo con facilidad, cogió un hacha y le cortó el dedo; pero el dedo saltó por las alturas por encima del tonel y le cayó a la novia precisamente en el regazo. El bandido cogió una luz y quiso ponerse a buscarlo, pero no lo encontró. Entonces, habló otro:

–¿Has mirado ya detrás del tonel?

Pero la vieja gritó:

–Ven y come, y deja la búsqueda para mañana. El dedo no se te va a escapar.

Entonces, dijeron los bandidos:

–La vieja tiene razón.

Dejaron la búsqueda, se sentaron a comer y la vieja les echó un bebedizo en el vino, de tal manera que pronto se tumbaron, se durmieron y se pusieron a roncar.

Cuando la novia advirtió todo esto, salió de detrás del tonel y tuvo que pasar por encima de los que dormían, que estaban tirados en el suelo, en filas y tuvo miedo de despertar a alguno. Pero Dios la ayudó para que saliera bien de esto. La vieja subió con ella, le abrió la puerta y ambas se fueron, todo lo deprisa posible, de aquella guarida de bandidos. La ceniza esparcida se la había llevado el viento, pero los guisantes y las lentejas habían germinado y florecido y mostraban el camino a la luz de la luna. Anduvieron toda la noche hasta que al amanecer llegaron al molino. Entonces, la muchacha contó a su padre lo que había sucedido.

Cuando llegó el día en el que tenía que celebrarse la boda, apareció el novio. El molinero, sin embargo, había invitado a todos sus parientes y conocidos. Cuando estaban sentados a la mesa, se encargó a cada uno que contara una historia. La novia estaba callada y no hablaba. El novio le dijo a la novia:

–Bien, corazón mío, ¿no sabes nada? Cuéntanos también algo.

–Os contaré un sueño –contestó ella–: Yo iba sola por un bosque y llegué a una casa. No había en ella ni un alma, pero en la pared había un pájaro en una jaula que decía:

–Regresa, regresa, joven prometida,

esto es de unos ladrones la guarida.

»Y lo dijo todavía una vez más. Tesoro mío, solamente es un sueño. Fui por todas las habitaciones y todas estaban vacías y estaba muy tétrico. Finalmente, bajé al sótano y allí había una mujer viejísima que meneaba la cabeza. Yo pregunté: “¿Vive mi novio en esta casa?”. Ella me contestó: “¡Ay, inocente criatura! Tú has venido a parar a una guarida de bandidos. Tu novio vive aquí, pero quiere hacerte pedazos y matarte, luego cocerte y comerte”. Tesoro mío, no te preocupes, solamente es un sueño. Pero la vieja me escondió detrás de un gran barril y, apenas me había escondido allí, llegaron los bandidos arrastrando a una chica consigo, a la que dieron tres clases de vino para beber, blanco, tinto y amarillo. A consecuencia de este último le estalló el corazón. Tesoro mío, si no es más que un sueño. Luego le quitaron las vestiduras, partieron su bello cuerpo en pedacitos en una mesa y le echaron sal. Tesoro mío, sólo es un sueño. Y uno de los bandidos vio que en el meñique tenía un anillo y, como era difícil de quitárselo, cogió un hacha y se lo cortó, pero el dedo saltó por los aires, cayó por encima del tonel y fue a parar a mi regazo. Y éste es el anillo con el dedo –añadió, sacándolo y mostrándoselo a los presentes.

El bandido, que con la narración se había puesto pálido como la cera, se levantó y quiso escapar, pero los huéspedes le detuvieron y le entregaron a la justicia. Entonces, fueron juzgados él y su banda por sus crímenes.

El señor Korbes

Éranse una vez una gallinita y un gallito y quisieron hacer un viaje juntos. El gallito construyó un hermoso carro que tenía cuatro ruedas rojas y lo unció con cuatro ratoncitos. La gallinita se sentó con el gallito y partieron juntos de viaje. No mucho después se encontraron con un gato que dijo:

–¿Adónde queréis ir?

El gallito respondió:

–A las afueras, a casa del señor Korbes.

–Llevadme con vosotros –dijo el gato.

Y el gallito respondió:

–Con mucho gusto, siéntate detrás para que no te caigas delante.

–Cuidado con ensuciarme

mis cuatro rueditas rojas;

vosotras, ruedecitas, chirriad,

vosotros, ratoncitos, silbad.

A las afueras, al trote

a casa del señor Korbes.

Después vino una piedra de molino, luego un huevo, luego un pato, luego un alfiler y finalmente una aguja; se sentaron todos en el coche y viajaron juntos. Cuando llegaron a casa del señor Korbes, éste no estaba. Los ratoncitos llevaron el carro al granero, el gallito y la gallinita volaron a una barra, el gato se sentó en la chimenea, el pato en la barra del pozo, el huevo se envolvió en la toalla, el alfiler se colocó en el cojín de la silla, la aguja saltó a la cama en mitad de la almohada y la piedra de molino se colocó ante la puerta. Entonces llegó el señor Korbes a casa, se dirigió a la chimenea y quiso encender fuego, y el gato le puso la cara llena de ceniza. Fue rápidamente a la cocina y quiso lavarse, y el pato le salpicó toda la cara de agua. Se quiso secar con la toalla, pero el huevo le salió al paso, se rompió y se le pegó en los ojos. Quiso descansar y se sentó en la silla, entonces se pinchó con el alfiler. Se puso furioso y se echó en la cama, pero cuando apoyó la cabeza en la almohada, le pinchó la aguja de tal manera que gritó y lleno de ira quiso lanzarse al ancho mundo. Pero cuando llegó a la puerta de la casa, la piedra del molino se cayó y lo mató. ¡Pero qué mala persona tiene que haber sido, en verdad, el señor Korbes!

El señor compadre

Un pobre hombre tenía tantos hijos que ya le había pedido a todo el mundo que fuera su compadre, y cuando todavía tuvo uno más, no quedaba ya nadie más a quien pedírselo. No sabía qué hacer, y se echó, preocupado como estaba, y se durmió. Entonces, soñó que tenía que salir por la puerta de la ciudad, y al primero que encontrase pedirle que fuera su compadre. Cuando se despertó, decidió hacer caso del sueño, salió fuera de las puertas de la ciudad y al primero que se encontró se lo pidió. El forastero le regaló un frasquito con agua y dijo:

–Esto es un agua maravillosa, con ella puedes curar a los enfermos. Sólo tienes que mirar dónde está la muerte; si está a la cabeza del enfermo, le das a éste el agua y él se sanará; pero si está a los pies, todo es en vano, tiene que morir.

El hombre, desde ese momento, pudo vaticinar siempre si un enfermo podría salvarse o no. Se hizo famoso por su arte y ganó mucho dinero. Una vez fue llamado para que viera al hijo del rey y, cuando entró, vio a la muerte colocada a la cabeza del enfermo y lo curó con el agua, y lo mismo pasó la segunda vez, pero a la tercera vez estaba la muerte a los pies y el niño tuvo que morir.

El hombre quiso visitar a su compadre y contarle lo que había pasado con el agua. Cuando llegó a la casa, había un extraño alboroto. En la primera escalera se estaban peleando el recogedor y la escoba y se zurraban con ganas. Les preguntó:

–¿Dónde vive mi señor compadre?

La escoba respondió:

–Una escalera más arriba.

Cuando llegó a la segunda escalera, vio una gran cantidad de dedos muertos. Él preguntó:

–¿Dónde vive mi señor compadre?

Uno de los dedos contestó:

–Una escalera más arriba.

En la tercera escalera había un montón de cabezas muertas que le mandaron a una escalera más arriba. En la cuarta escalera vio pescados que estaban encima del fuego, saltando en la sartén y friéndose ellos solos. Ellos dijeron también:

–Una escalera más arriba.

Cuando había subido hasta la quinta, llegó ante una habitación, miró por el ojo de la cerradura y vio que el compadre tenía dos cuernos. Cuando abrió la puerta y entró, se echó rápidamente en la cama y se tapó. El hombre dijo:

–Señor compadre, ¡qué maravilloso jaleo hay en vuestra casa! Cuando subí la primera escalera, se peleaban la escoba y el recogedor y se zurraban con ganas.

–Mira que eres simple –dijo el hombre–. Eran el criado y la criada que estaban hablando.

–Pero en la segunda escalera vi dedos muertos.

–¡Pero qué tonto eres! No eran más que raíces de salsifí1.

–En la tercera escalera había un montón de cabezas muertas.

–Tonto, no eran más que cabezas de lechuga.

–En la cuarta vi pescados en la sartén que saltaban y se freían ellos solos.

Y al decir esto aparecieron los pescados y se sirvieron ellos mismos.

–Y cuando llegué a la quinta escalera, miré por el ojo de la cerradura y os vi a vos con unos cuernos bien largos.

–¡Uf, eso sí que no es verdad!

Al hombre le entró miedo y se marchó de allí corriendo, y quién sabe, si no, lo que hubiera hecho su señor compadre.

1. Planta herbácea de raíz blanca, tierna, fusiforme y comestible.

La señora Trude

Érase una vez una niña pequeña que era terca e impertinente y, cuando sus padres le decían algo, no obedecía. ¿Cómo le podía ir bien así? Un día les dijo a sus padres:

–He oído hablar tanto de la señora Trude que voy a ir a su casa. La gente dice que su casa es tan maravillosa y cuentan que pasan cosas tan extrañas en ella que me ha hecho sentir una gran curiosidad.

Los padres se lo prohibieron tajantemente y dijeron:

–La señora Trude es una mala mujer, que realiza cosas impías, y si vas a su casa, dejarás de ser nuestra hija.

Pero la muchacha no hizo caso de la prohibición de sus padres y se fue a casa de la señora Trude. Y cuando llegó a su casa, preguntó la señora Trude:

–¿Por qué estás tan pálida?

–¡Ay! –contestó, mientras temblaba por todo el cuerpo–. Me he asustado mucho de lo que he visto.

–¿Qué has visto?

–He visto en vuestra escalera a un hombre negro.

–Era un carbonero.

–Luego vi a un hombre verde.

–Era un cazador.

–Después vi a un hombre rojo como la sangre.

–Era un carnicero.

–Ay, señora Trude, tengo miedo, he mirado por la ventana y no os vi a vos, pero sí al diablo con una cabeza de fuego.

–¡Oh! –dijo ella–. Entonces has visto a la bruja en todo su esplendor; te he esperado durante mucho tiempo y he suspirado por ti; ahora tienes que alumbrarme.

A esto, transformó a la muchacha en un tronco de madera y la echó al fuego. Y cuando estaba al rojo vivo, se sentó al lado, calentándose y dijo:

–¡Esto alumbra por una vez con claridad!

El ahijado de la muerte

Un pobre hombre tenía doce hijos y necesitaba trabajar día y noche para poder darles pan. Cuando el decimotercero vino al mundo, no supo encontrar solución a su necesidad, corrió a la carretera y quiso pedirle al primero que encontrase que fuera su compadre. El primero al que encontró fue a Dios. Él sabía ya lo que angustiaba al hombre y dijo:

–Pobre hombre, me das pena. Yo seré el padrino, cuidaré de él y lo haré feliz en la tierra.

El hombre dijo:

–¿Quién eres tú?

–Yo soy Dios.

–Pues no te quiero por compadre –dijo el hombre–. Tú das a los ricos y dejas que los pobres pasen hambre.

Esto lo dijo el hombre porque no sabía lo sabiamente que Dios reparte la pobreza y la riqueza. Por tanto, se alejó del Señor y prosiguió su camino. Entonces, se le acercó el diablo y dijo:

–¿Qué buscas? Si me quieres de padrino de tu hijo, le daré oro en abundancia y todos los placeres del mundo.

El hombre preguntó:

–¿Quién eres tú?

–Yo soy el demonio.

–Entonces no te quiero por compadre –dijo el hombre–. Tú engañas y corrompes a los hombres.

Siguió andando, y en esto llegó la enjuta muerte que avanzó hasta él y dijo:

–¿Me quieres de compadre?

El hombre dijo:

–¿Quién eres tú?

–Yo soy la muerte, que hace a todos igual.

–Tú eres la persona indicada: te llevas tanto a los ricos como a los pobres sin hacer diferencias; tú debes ser mi compadre.

La muerte respondió:

–Yo haré a tu hijo rico y famoso, pues a aquel que me toma como amigo no le falta de nada.

El hombre dijo:

–El próximo domingo es el bautizo, así que procura llegar a tiempo.

La muerte apareció como había prometido, y fue un buen padrino. Cuando el muchacho creció, apareció una vez el padrino, y le hizo ir con él. Le llevó al bosque, le enseñó una hierba que allí crecía y dijo:

–Ahora recibirás tu regalo de ahijado. Yo te haré un médico famoso. Cuando te llamen a ver un enfermo, yo estaré allí cada vez; si estoy a la cabeza del enfermo, puedes hablar con audacia y decir que quieres curarlo, le das esta hierba y él sanará. Pero si estoy a los pies del enfermo, entonces me pertenece y tienes que decir que toda ayuda es inútil y que no lo puede salvar ningún médico en el mundo.

No transcurrió demasiado tiempo para que el joven se convirtiera en el médico más famoso del mundo. «No le hace falta más que ver al enfermo y ya sabe cómo está la cosa, si sanará o morirá», se decía de él. Y de todos los lugares llegaba gente, le llevaban enfermos y le daban tanto oro que pronto fue un hombre rico. Entonces sucedió que el rey enfermó. El médico fue avisado para decir si era posible la curación. Cuando llegó junto a la cama, la muerte estaba a los pies, y para el enfermo no había ya hierba alguna que sirviera para sanarle.

«Si pudiera engañar por una vez a la muerte –pensó el médico–, estoy seguro de que no lo tomará a mal, ya que soy su ahijado, y hará la vista gorda; lo intentaré.»

Cogió al enfermo y lo colocó al revés, de tal manera que la muerte pasó a estar a la cabeza del enfermo. Luego le dio la hierba y el rey se recuperó y sanó. La muerte, sin embargo, fue a ver al médico, llevaba cara larga y de pocos amigos y, amenazándole con el dedo, dijo:

–Te has burlado de mí; por ahora te lo pasaré, porque eres mi ahijado, pero si te atreves otra vez, te agarraré por el cuello y te llevaré a ti conmigo.

Poco después, cayó gravemente enferma la hija del rey. Era su única hija, él lloraba día y noche, tanto que se le cegaron los ojos e hizo saber públicamente que quien la salvara de la muerte se convertiría en su marido y heredaría la corona. El médico, cuando llegó a la cama de la enferma, vio a la muerte a sus pies. Hubiera debido acordarse de la advertencia de su padrino, pero la gran belleza de la hija del rey y la felicidad de ser su marido le trastornó tanto que hizo caso omiso de sus pensamientos. No vio que la muerte le lanzaba miradas furibundas, levantando la mano hacia arriba y amenazándole con el puño flaco; levantó a la enferma y le colocó la cabeza donde había tenido los pies. Le dio la hierba y pronto se colorearon sus mejillas y la vida volvió de nuevo.

La muerte, cuando se vio engañada por segunda vez en lo que era su propiedad, se dirigió con grandes pasos hacia el médico y dijo:

–Estás perdido, ¡ahora te toca a ti!

Lo cogió con su mano helada de forma tan fuerte que no pudo oponer resistencia y le llevó a una cueva subterránea. Entonces, vio cómo ardían miles y miles de luces en hileras interminables a la vista, unas grandes, otras medianas, otras pequeñas. Cada minuto se apagaban algunas y otras volvían a arder, de tal manera que las llamitas constantemente cambiantes parecían saltar de un lado a otro.

–¿Ves? –dijo la muerte–: Éstas son las luces de la vida de los hombres. Las grandes son de los niños, las medianas pertenecen a matrimonios en sus mejores años, las pequeñas pertenecen a los ancianos. Pero también, a menudo, niños y jóvenes tienen una pequeña luz.

–Muéstrame la luz de mi vida –dijo el médico, pensando que todavía era muy grande.

Pero la muerte señaló un pequeño cabito que amenazaba con apagarse y dijo:

–¿Ves? Ésa es.

–¡Ay!, querido padrino –dijo el médico asustado–. Enciéndeme una nueva, hazlo por mí, para que pueda gozar de mi vida, ser rey y marido de la hermosa hija del rey.

–Yo no puedo –contestó la muerte–. Antes tiene que apagarse una para que prenda una nueva.

–Coloca la antigua sobre una nueva, para que arda rápidamente cuando aquella se acabe –dijo el médico.

La muerte hizo como si quisiera cumplir su deseo; acercó una gran luz, pero como quería vengarse, intencionadamente se equivocó al colocarla y el trocito se cayó y se apagó. Rápidamente el médico cayó al suelo y fue a parar él mismo a los brazos de la muerte.

El viaje de Pulgarcito

Un sastre tenía un hijo, que había nacido tan pequeño que no era mayor que un pulgar. Por eso se llamaba Pulgarcito. Él era valiente y dijo a su padre:

–Padre, debo y quiero salir por el mundo.

–Bien, hijo mío, coge una aguja de zurcir y haz en el ojo un nudo con lacre; así tendrás una espada también para el camino.

Luego, quiso el sastrecillo comer todavía una vez más en familia y saltando fue a la cocina para ver qué cosa rica había hecho su señora madre por última vez. La habían acabado de preparar y la fuente estaba en el fogón.

Entonces, dijo él:

–Señora madre, ¿qué hay hoy de comida?

–Míralo tú mismo –dijo la madre.

Pulgarcito saltó al fogón y miró dentro de la fuente, pero como estiró tanto el cuello, le alcanzó el vapor de la comida y le lanzó fuera de la chimenea. Durante un rato cabalgó sobre el vapor por los aires hasta que finalmente cayó en tierra. ¡Por fin estaba el sastrecillo fuera, en el ancho mundo!

Vagabundeó y entró en casa de una maestra a trabajar, pero la comida no le hacía demasiado feliz.

–Señora maestra, si no me da una comida mejor –dijo Pulgarcito–, me iré y escribiré mañana: «Patatas demasiadas, carne escasa, adiós señor rey de las patatas».

–¿Qué más quieres tú, saltamontes? –dijo la maestra.

Se enfadó, cogió un trapo y quiso pegarle con él; pero mi sastrecillo se arrastró ágilmente hasta debajo del dedal y miró desde allí hacia fuera y le sacó la lengua a la señora maestra. Ella levantó el dedal y quiso cogerlo, pero el pequeño Pulgarcito saltó al trapo y, cuando la maestra lo desdobló y lo buscó, se metió en una grieta de la mesa.

–¡Eh, eh, señora maestra! –gritó, y sacaba la cabeza y cuando ella quería darle se metía en el cajón. Finalmente, ella lo pescó y lo echó de la casa.

El sastrecillo siguió andando y llegó a un gran bosque; allí encontró un montón de bandidos que tenían proyectado robar los tesoros del rey. Cuando vieron al sastrecillo, pensaron: «Un muchacho tan pequeño puede escurrirse por el agujero de una cerradura y servirnos de llave».

–Oye tú, gigante Goliat –gritó uno–. ¿Quieres venir con nosotros a la cámara de los tesoros? Puedes deslizarte dentro y echar el dinero hacia fuera.

Pulgarcito se lo pensó y finalmente dijo:

–Sí –y fue con ellos hasta la cámara de los tesoros. Allí miró la puerta de arriba abajo para ver si había alguna grieta. Poco después descubrió una que era lo suficientemente amplia para dejarle pasar. Quiso meterse por ella, pero uno de los dos vigilantes, que estaban ante la puerta, lo vio y le dijo al otro:

–¿Qué clase de araña horrorosa se arrastra por ahí? La pisaré.

–Deja en paz al pobre animal –dijo el otro–, no te ha hecho nada.

Pulgarcito llegó por la grieta felizmente a la cámara del tesoro, abrió la ventana bajo la que estaban los bandidos y les lanzó un tálero1 tras otro. Cuando el sastrecillo estaba en lo mejor de su trabajo, oyó llegar al rey, que quería ver su cámara de los tesoros, y se escondió rápidamente. El rey se dio cuenta de que faltaban muchos táleros, pero no podía comprender quién los había robado, pues la cerradura y el cerrojo estaban en buen estado y todo parecía estar bien custodiado.

Se marchó y dijo a los dos centinelas:

–Prestad atención: hay alguien que anda tras el dinero.

Cuando Pulgarcito comenzó de nuevo su trabajo, oyeron moverse el dinero dentro y sonar «clinc, clinc, clinc». Rápidamente entraron y quisieron pescar al ladrón. Pero el sastrecillo los oyó venir, fue más rápido, saltó a una esquina y se cubrió con un tálero de tal manera que no se veía nada de él. Al mismo tiempo se burlaba de los vigilantes gritando:

–¡Aquí estoy!

Los centinelas corrían de un lado a otro, pero cuando llegaban, ya estaba en otra esquina bajo un tálero y decía:

–¡Eh, eh, estoy aquí!

Los centinelas se acercaban rápidamente, pero Pulgarcito estaba ya hacía tiempo en la tercera esquina y gritaba:

–¡Eh, eh, estoy aquí! –y así se burlaba de ellos y les hizo dar tantas vueltas por la cámara del tesoro que se cansaron y se fueron. Entonces, lanzó hacia fuera los táleros uno tras otro; el último lo lanzó con gran fuerza y hábilmente se sentó en él y salió volando así por la ventana. Los bandidos le dedicaron grandes alabanzas:

–Eres todo un héroe –dijeron–. ¿Quieres ser nuestro capitán?

Pulgarcito les dio las gracias, y dijo que primero quería ver mundo. Se repartieron el botín, y el sastre exigió solamente un cruzado2, que era lo único que podía llevar.

Luego se ató de nuevo la espada alrededor del cuerpo, les dio los buenos días y se puso en camino. Entró de aprendiz en casa de algunos maestros, pero no le gustó el trabajo. Finalmente, fue a servir como mozo en un parador. Las criadas no lo podían soportar, pues sin que ellas lo pudieran ver a él, él veía todo lo que hacían a escondidas y les contaba a los señores lo que cogían de los platos y del sótano. Entonces, dijeron ellas:

–Espera, que te vas a enterar –y quedaron de acuerdo para gastarle una broma pesada.

Cuando una de las muchachas, poco después, estaba segando en el jardín y vio saltando a Pulgarcito por las hierbas de un lado a otro, lo segó rápidamente con la hierba, lo ató todo en un gran paño y se lo dio de comer secretamente a las vacas. Entre ellas había una grande y negra que se lo tragó sin hacerle daño. El interior no le gustó, pues estaba muy oscuro y no brillaba ninguna luz. Cuando ordeñaban a la vaca, gritó Pulgarcito:

–Glup, glup, glup. ¿Se llenará pronto el cubo?

Pero con el ruido que se hacía al ordeñar era imposible entenderle. Poco después llegó el señor de la casa al establo y dijo:

–Mañana hay que matar esta vaca.

Entonces Pulgarcito sintió miedo y gritó con voz clara:

–¡Primero déjame salir, que estoy dentro!

El señor oyó esto bien, pero no sabía de dónde venía la voz.

–¿Dónde estás? –preguntó.

–En la negra –contestó, pero el señor no entendió lo que quería decir, y se fue.

A la mañana siguiente fue sacrificada la vaca. Afortunadamente, no le alcanzó ningún golpe cuando la cortaron y la picaron, pero fue a parar a la carne para hacer el embutido. Cuando llegó el carnicero y comenzó con su trabajo, gritó a pleno pulmón:

–¡No piques demasiado hondo, que yo estoy en el fondo!

Pero por el ruido de los cuchillos picadores no le oía nadie. A consecuencia de esto, Pulgarcito estaba lleno de angustia, pero la angustia da fuerzas, y entonces saltó rápidamente entre los cuchillos picadores, de tal forma que ninguno le rozó y él se escapó por los pelos. Pero no pudo huir, no había ninguna otra salida, y tuvo que dejarse embutir con los trozos de tocino en una butifarra. Pero el alojamiento le venía muy estrecho y además le habían colgado en la chimenea para ahumarlo, donde se le hizo el tiempo eterno. Finalmente, en invierno le bajaron porque iban a darle el embutido a un cliente. Cuando la señora posadera cortó el embutido en rodajas, tuvo el cuidado de no estirar demasiado la cabeza para que, al mismo tiempo, no se la cortara. Al fin vio su ocasión, y haciendo sitio, saltó hacia fuera.

No quiso permanecer más tiempo en una casa en la que le había ido tan mal, y emprendió de nuevo la marcha. Pero su felicidad no duró demasiado. En el campo le salió un zorro al paso y se lo tragó en un abrir y cerrar de ojos.

–¡Eh, señor zorro! –gritó el sastrecillo–. ¡Yo soy el que está en tu garganta, déjame de nuevo libre!

–Tienes razón –dijo el zorro–, de ti no sacaré gran cosa. Prométeme las gallinas de la granja de tu padre, y te dejo libre.

–De todo corazón –respondió Pulgarcito–. Las gallinas las tendrás, te lo prometo solemnemente.

Entonces el zorro le dejó libre y él mismo le llevó a casa. Cuando el padre vio de nuevo a su amado hijito, le dio al zorro gustosamente todas las gallinas que tenía.

–En compensación te traigo una buena pieza de oro –dijo Pulgarcito, y le dio el cruzado que había obtenido en su viaje–. ¿Pero cómo es que le has dado al zorro los pobres pollitos para que los devorara?

–¡Ay, tontorrón, a un padre le será siempre más querido su hijo que todas las gallinas del corral!

1. Antigua moneda alemana de plata.

2. Moneda antigua con una cruz en el anverso.

El pájaro emplumado

Érase una vez un maestro de brujos que tomó la figura de un pobre hombre e iba ante las puertas de las casas pidiendo, y apresaba a las jóvenes hermosas. Nadie sabía dónde las llevaba, pues ellas no volvían a aparecer más en público. Una vez se presentó ante la puerta de un hombre que tenía tres hermosas hijas. Iba con el aspecto de un pobre y débil pordiosero y llevaba en la espalda un capacho como si lo quisiera para guardar allí las limosnas. Pidió un poco de comida y, al salir la mayor y querer darle un trozo de pan, no hizo más que rozarla cuando ella se vio obligada a saltar dentro del capacho. Después de esto, se alejó de allí a grandes pasos y la llevó a su casa, que estaba en medio de un bosque oscuro. En la casa todo era lujoso, le dio todo lo que ella quería y dijo:

–Tesoro mío, estarás a gusto aquí en mi casa, tienes todo lo que tu corazón pueda desear.

Esto duró unos cuantos días, y luego dijo el brujo:

–Tengo que salir de viaje y dejarte por algún tiempo sola: puedes andar por todos los sitios de la casa y ver todo, excepto la habitación que abre esta pequeña llave: te lo prohíbo a vida o muerte.

También le entregó un huevo y dijo:

–El huevo cuídamelo bien y llévalo siempre contigo, pues si se pierde, ocurriría una gran desgracia.

Ella cogió la llave y el huevo y prometió cumplir todos los encargos. Cuando se hubo marchado, recorrió la casa de arriba abajo y escudriñó por todos los rincones. Las habitaciones brillaban como la plata y el oro y ella pensaba que nunca había visto tanto lujo. Finalmente llegó a la puerta prohibida, quiso pasar de largo, pero la curiosidad no la dejaba en paz. Miró y remiró la llave, era igual que cualquier otra, la metió en la cerradura y la giró un poco y la puerta se abrió de golpe. ¿Pero qué contempló al entrar? Una gran palangana ensangrentada, y dentro de ella personas muertas descuartizadas; al lado había un bloque de madera y encima un hacha toda reluciente. Se asustó tanto que el huevo que llevaba en la mano se cayó dentro. Lo sacó y le limpió la sangre, pero todo en vano: a cada momento ésta volvía a aparecer. Por más que lo limpiaba y raspaba, no podía hacerla desaparecer.

Poco después regresó el hombre de su viaje y lo primero que exigió fue la llave y el huevo. Ella se los dio, temblando, y él vio por las manchas rojas que ella había estado en la cámara de sangre.

–Ya que has obrado en contra de mi voluntad –dijo–, ahora volverás allí dentro, en contra de tu voluntad. Tu vida se ha acabado.

La tiró al suelo, la arrastró por los cabellos hasta allí, le cortó la cabeza encima del trozo de madera y la descuartizó hasta que su sangre fluyó hasta el suelo. Luego, la echó con el resto en la palangana.

–Ahora me traeré a la segunda –dijo el brujo, y bajo la figura de un pobre fue ante la casa y pidió limosna. La segunda le trajo entonces un trozo de pan; la apresó con un simple roce, como a la primera, y se la llevó.

No le fue mejor que a su hermana; se dejó vencer por su curiosidad, abrió la cámara sangrienta, miró lo que había dentro, y a su vuelta tuvo que pagar con su vida. A continuación, volvió él a traerse a la tercera, que era, sin embargo, inteligente y astuta. Cuando el brujo le dio el huevo y la llave y partió, ella guardó el huevo cuidadosamente, inspeccionó la casa y fue, finalmente, a la cámara de sangre. ¡Pero qué es lo que vio ante sus ojos! Sus dos hermanas queridas estaban en la palangana asesinadas miserablemente y descuartizadas; entonces procedió a juntar los miembros y los colocó como era debido, cabeza, cuerpo, brazos y piernas y, cuando ya no faltaba nada, comenzaron los miembros a moverse y a soldarse y ambas muchachas abrieron los ojos, volviendo de nuevo a la vida. A continuación, se regocijaron, besándose y abrazándose.

El hombre, a su llegada, exigió inmediatamente la llave y el huevo, y cuando no descubrió en ellos el más mínimo resto de sangre, dijo:

–Tú has superado la prueba, tú serás mi prometida.

Ya no tenía poder alguno sobre ella y tuvo que hacer lo que la muchacha quería.

–Bien –dijo ella–, ahora tienes que llevar un cesto lleno de oro a mis padres y cargarlo a tus espaldas; mientras tanto, yo prepararé la boda.

Entonces, corrió al lugar donde estaban sus hermanas, a las que había ocultado en una pequeña salita, y dijo: