Cuentos completos - Kingsley Amis - E-Book

Cuentos completos E-Book

Kingsley Amis

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Beschreibung

Esta recopilación reúne por primera vez y en un solo volumen la totalidad de la prosa breve de Kingsley Amis, uno de los más reconocidos maestros de la edad de oro de la narrativa inglesa. Un agente literario es víctima de un misterioso secuestro. Unos hombres crean una máquina del tiempo para intentar averiguar a qué sabe la bebida en el futuro. El padre de Elizabeth Barrett Browning realiza un desesperado intento por impedir su matrimonio con el poeta. Un profesor de Literatura de Cambridge es en realidad un espía del MI5� Los relatos de Amis son oscuros, juguetones, conmovedores, sorprendentes. Escritos a lo largo de cinco décadas, y nunca hasta ahora publicados en castellano, estos cuentos alternan géneros como el misterio, el horror o las reflexiones satíricas sobre la vida y el amor desgraciado. En ellos descubriremos al mejor Amis: fino, satírico y mordaz, extremadamente inteligente y con un estilo implacable que pone al límite las posibilidades del lenguaje. En palabras de Terence Donovan, "leer a Amis es como beber un trago de agua tras una caminata por el desierto. O mejor, como beber una cerveza, un bloody mary o un gin tonic".

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Cuentos completos

Kingsley Amis

Traducción del inglés a cargo de

Raquel Vicedo

Nota de los editores

Incisiva, mordaz, satírica, oscura, juguetona, crítica, humorística… Con todos estos adjetivos y muchos más se ha descrito la prosa de Kingsley Amis, y es en sus relatos donde podemos encontrar la mejor muestra de su estilo y peculiaridades. Al menos, eso debieron de pensar hace un par de años los editores de la prestigiosa editorial británica Penguin cuando decidieron publicar un volumen en el que se reunían por primera vez los cuentos completos de uno de los más reconocidos maestros de la edad de oro de la narrativa inglesa.

Kingsley Amis es quizá el máximo exponente del movimiento de los Angry Young Men, una generación de escritores de extracción obrera y de clase media, entre los que se encontraban autores como Alan Sillitoe, Harold Pinter, John Braine o Philip Larkin. Nombres que revolucionarían la literatura inglesa del pasado siglo en un grupo del que Amis se distanciaría una vez abjuró de su ideología comunista, para terminar convirtiéndose en el escritor quisquilloso, inmovilista, clasista declarado, irónico y políticamente incorrecto que acabaría siendo años más tarde.

Sus Cuentos completos, tal y como los presentamos ahora, en una edición exhaustiva que sigue el orden cronológico en que se escribieron durante más de cinco décadas de trabajo creativo, constituyen un marco incomparable para conocer la evolución, en todos los sentidos, de este prolífico autor.

Veinticuatro historias que pueden leerse como una crónica de las preocupaciones creativas de Amis y que basculan entre lo satírico y lo conmovedor, explorando diversos géneros literarios, desde la ciencia ficción hasta los mundos oníricos, pasando por temas clásicos como el terror o el misterio, sin olvidar esa crítica mordaz a la sociedad y el establishment de su tiempo. En sus primeros relatos (como «El enemigo de mi enemigo» o «Comisión de investigación»), el objeto de sus iras es una institución tan antigua como la del ejército, pero este objetivo se va ampliando a diversos ámbitos del mundo que le rodea según vamos avanzando. Así, mientras en «Sangre en las venas» arremete contra los trabajadores sociales, en «Fatigas y problemas» carga las tintas contra un grupo tan cercano a él como lo son los escritores frustrados y los agentes literarios. A lo largo de la lectura nos encontramos con extraterrestres («Hemingway en el espacio»), con los viajes en el tiempo de un grupo de amantes de las bebidas alcohólicas («Los amigos del morapio» o «El clarete de 2003»), con una parodia de Sherlock Holmes protagonizada por el doctor Watson («El misterio de Darkwater Hall»), con el padre de Elizabeth Barrett Browning en su desesperado intento por impedir el matrimonio de su hija con el poeta Robert Browning («El secreto del señor Barrett») y hasta con el propio Amis como protagonista de un suceso paranormal («¿Quién o qué era?»). Relatos en los que se abordan temas fundamentales como la política o la religión, y que nos muestran a un Amis plagado de manías, obsesiones y con un estado de ánimo en constante cambio.

Quienes conozcan a Amis y su obra reconocerán enseguida las semillas de las grandes novelas que le convirtieron, según The Times, en uno de los diez mejores novelistas británicos posteriores a 1954. Quienes tengan la fortuna de iniciarse por primera vez en la prosa de Kingsley Amis con estas historias se toparán sin duda con un derroche de humor e imaginación. Facultades, ambas, que muestran el inconfundible ingenio de uno de los escritores más amados y controvertidos del Reino Unido.

Los editores

Cuentos completos

Agradecimientos

Quiero agradecer a las siguientes publicaciones la confianza que depositaron en mí al publicar por primera vez los relatos que se citan a continuación:

«El enemigo de mi enemigo» en Encounter, 1955

«Comisión de investigación» en TheSpectator, 1956

«Espío a desconocidos» en la colección El enemigo de mi enemigo, Victor Gollancz Ltd., 1962

«Sangre en las venas» en Esquire, 1958

«Toda la sangre que hay en mí» en The Spectator, 1962

«Querida ilusión» como Covent Garden Storiesi, Covent Garden Press Ltd., 1972

«Algo extraño» en TheSpectator, 1960

«El clarete de 2003» enThe Complete Imbiber, vol. 2, Putman & Co., 1958

«Los amigos del morapio» en Town, 1964

«Demasiadas molestias» enPenguin Modern Storiesii, 1972

«Inversión en futuros» en The Complete Imbiber, Cyril Ray, 1986

«Hemingway en el espacio» en Punch, 1960

«¿Quién o qué era?» en Playboy, 1972

«El misterio de Darkwater Hall» en Playboy, 1978

«La casa del promontorio» en The Times, 1979

«Asuntos de muerte» en Shakespeare’s Stories, Hamish Hamilton, 1982

«La vida de Mason» en The Sunday Times, 1972

«Ver el sol» en Collected Short Stories, Hutchinson, 1980

Todos los cuentos que figuran arriba fueron publicados juntos por primera vez en Collected Short Stories, Hutchinson, 1980.

«El secreto del señor Barrett», «Boris y el coronel», «Un tirón del hilo», «Fatigas y problemas», «La oportunidad del capitán Nolan» y «1941/A» fueron publicados por primera vez en Mr. Barrett’s Secret and Other Stories, Hutchinson, 1993.

El enemigo de mi enemigo

i

—Sí, estoy al corriente, Tom —dijo el edecán mientras masticaba un pedazo de estofado—. Pero la titulación técnica no lo es todo. El trabajo de los Señales tiene otras facetas, bien lo sabes, especialmente ahora, que estamos bastante parados. Las comunicaciones siguen funcionando solas y no nos conviene empezar a sentirnos demasiado satisfechos de nosotros mismos. Mi opinión personal es y ha sido desde el primer momento que su amigo Dally es una auténtica vergüenza para esta unidad, sin importar cuánto sepa de los seis canales y de todas esas otras cajas misteriosas. En todo caso, ese es el trabajo de un instalador de líneas, no el de un oficial. Y puedo asegurarte que tengo la intención de hacer algo al respecto, ¿sabes? —Dejó el cuchillo sobre la mesa, aunque no el tenedor, y tomó tres o cuatro tragos de vino.

—Bueno, ese chico tuyo, Cleaver…, no me impresiona demasiado, Bill —repuso Thurston, que odiaba al edecán—. La única vez que le tocó guardia estaba hecho un manojo de nervios.

—Es solo falta de experiencia, Tom —dijo el edecán—. Espabilaría rápido si lo pusiéramos al mando de la sección. El sargento Beech podría orientarlo hasta que le pillara el tranquillo.

—Bueno…, eso sí que me gustaría verlo. El soldado de guardia que saca a su sargento de la cama para que le sostenga la mano mientras cambia una válvula.

—Escucha, amigo. —El edecán se sacó de entre los dientes un trozo de carne y se lo comió—. Sabes tan bien como yo que el joven Cleaver tiene la mejor titulación técnica de la unidad. No es culpa suya que lo inundaran con trabajo de oficina desde que llegó. Ese chico espabilaría a ese puñado de malditos genios de las matemáticas imbéciles y de pelo largo a los que llaman sección de mantenimiento de la línea. Tal y como están las cosas, los suboficiales no persiguen a los chicos, y Dally no está interesado en perseguir a los suboficiales. No le interesa nada, excepto sus malditos diagramas electrónicos, sus marcos de ensayo y todas esas cosas.

Para ocultar su irritación, Thurston llamó al cabo de la cantina, que se quedó de pie junto a la pared en una postura a medio camino entre la de un ayudante de camarero y la posición reglamentaria de descanso. El edecán lo había instruido en el procedimiento de la cantina de oficiales, aunque no en la etiqueta del mismo.

—Ginebra con lima, por favor, Gordon… Casi mejor que esté interesado en el equipo de la línea, ¿no, Bill? Habríamos quedado bastante mal de no haber sido por él cuando salimos de Normandía y atravesamos Francia. Él solo trabajó tanto como dos de nuestros mejores hombres. E igual de bien.

—El coronel lo felicitó, ¿no? No lo envidio por eso, admito que en esa ocasión hizo un buen trabajo. No tan bueno como alguno de sus chicos, pero aun así hizo su parte. Sí, justo eso, Tom, hizo su…

—En opinión del comandante Rylands, él fue el eje de todo el asunto —dijo Thurston encendiéndose un cigarrillo con dedos temblorosos—. Y estoy dispuesto a aceptar su palabra. La guerra todavía no ha terminado, ya lo sabes. ¡Quién sabe lo que pasará en primavera! Si Dally no está por aquí para encargarse del mantenimiento de la línea para Rylands, la unidad completa puede acabar con la mierda al cuello y el personal administrativo le saltaría a la yugular. Puede que Cleaver no esté mal, estoy de acuerdo, pero, sencillamente, no podemos permitirnos el lujo de arriesgarnos.

Este era un discurso inusualmente largo para soltarle a un edecán, viniendo de alguien con un rango inferior al de comandante. Atragantado temporalmente por un bocado de estofado, el oficial comía tan rápido como podía mientras blandía el dedo índice para indicar que tan pronto como fuera capaz propondría alguna corrección rotunda a lo que acababan de decirle. Con la otra mano se rascaba la coronilla de su brillante cabeza negra, adquiriendo por un momento el aspecto de un corredor de apuestas que trabaja durante su hora de la comida utilizando lenguaje tictac. Todavía no se había repuesto del todo cuando dijo:

—Ese es el quid de la cuestión, amigo. Rylands es la raíz de todo el problema. Tenemos un mal ejemplo en uno de los puestos de mayor responsabilidad, ¿ves? —Tragó y después continuó—: Si el segundo al mando va por ahí como si formase parte del destacamento a cargo del cagadero, llamando a todos por su nombre de pila, ¿qué se puede esperar? Es inevitable: la familiaridad lleva al desacato. Su problema es que cree que sigue trabajando en Correos.

Una fuerte oleada de ira pareció desatarse en el pecho de Thurston.

—El comandante Rylands es el único oficial de campo de toda la unidad que sabe hacer su trabajo. Gracias a él y a Dally, además de al sargento Beech y a los instaladores de líneas, nuestras comunicaciones han funcionado sin problemas en esta campaña. Gracias a ellos y a nadie más. Si siguen encargándose de todo así de bien, por mí como si salen a la calle con el culo al aire.

El edecán le frunció el ceño a Thurston. Después de pasarse la lengua por los dientes de arriba, dijo:

—Pareces olvidar, Tom, que soy el responsable de mantener la disciplina de los oficiales de esta unidad. —Hizo una pausa para permitirle reflexionar sobre las implicaciones personales que esto podía tener, y después asintió con la cabeza en dirección al cabo Gordon, que se acercaba con la bebida de Thurston.

Mientras firmaba la cuenta, Thurston pensaba que Gordon probablemente habría escuchado la conversación desde el pasillo. Si lo había hecho, probablemente se lo comentaría a Hill, el ordenanza del coronel, que a su vez probablemente informaría a su superior. Con frecuencia decían, especialmente el teniente Dalessio, el «Dally» del que hablaban, que el contacto principal del coronel con su unidad era a través de los rumores y las alegaciones que Hill y, en menor medida, el edecán le transmitían. Un pellizco de inquietud hizo que Thurston diera un buen trago y decidiera no decir nada más por el momento.

El edecán se estaba sacudiendo migas de pan de su uniforme, que era del tono verdoso utilizado por el Ejército canadiense. Esta pequeña pretensión, como los guantes color amarillo gutagamba y el bastón de bambú, quizá fuera más adecuada para un modelo de ropa masculina en la vida civil. Siguió diciendo, con su rápido y monótono graznido:

—Te aconsejo, Tom, que no arriesgues demasiado el pellejo por apoyar a un hombre que tendrá que abandonar esta unidad dentro de muy poco.

—¿Te refieres a Rylands?

—No, no, no. Por desgracia no. Pero Dally se va.

—¿Ya es oficial?

—Todavía no, pero lo será.

—No te sigo.

El edecán levantó la vista en dirección a Gordon, después se inclinó hacia delante sobre la mesa, hacia Thurston.

—Solo hace falta una cosa más —dijo tranquilamente— para inclinar la balanza. El oficial al mando no le ha quitado ojo a Dally durante un tiempo, a sugerencia mía. Conozco al viejo bastante bien, como sabes, porque pasé tres años en su compañía en el comando de North Midland. Está esperando para tomar una decisión, ¿entiendes? Si Dally la caga en un futuro próximo (si la caga de verdad), el oficial al mando actuará sin dudarlo un instante. Cleaver por fin tendrá su oportunidad.

—¿Y si Dally no la caga?

—Lo hará.

—Todavía no lo ha hecho, ya lo sabes. El equipo de la terminal funciona perfectamente, y Dally lo conoce de arriba abajo.

—No estoy hablando de ese tipo de cagada. Hablo del lado administrativo y disciplinario. Esos vehículos suyos se encuentran en un estado lamentable. He pensado en llevar a cabo una inspección sorpresa en uno de ellos, pero resultaría un poco extraño. Sonaría demasiado a discriminación. Pero algo habrá. Dame solo un poco de tiempo.

Thurston pensó en alegar que esos vehículos, aunque cubiertos del barro de meses y por lo demás poco agradables a la vista, funcionaban bien gracias a la eficiencia del cabo de la sección de transporte. En su lugar, dejó que su mente vagara hasta una de las muchas historias de la época en la que el coronel era comandante de la compañía en Inglaterra. A las tres semanas de estar al mando, había entregado su premio semanal de una libra esterlina al vehículo con mejor aspecto al conductor de un camión obsoleto con receptor de radio que estaba inmovilizado por falta de repuestos. El subteniente de la compañía había ganado una apuesta al respecto.

—Nos divertiremos un poco, Tom, amigo —continuaba diciendo el edecán con un tono tan festivo como le permitía su voz. No era consciente de que a Thurston no le caía bien. Sus propios sentimientos con respecto a Thurston eran una mezcla de respeto y condescendencia: respeto por el diploma de Oxford y el acento de Thurston, por su trabajo en un colegio privado pequeño, y por su eficiencia como oficial no técnico; condescendencia por su costumbre de leer revistas literarias y por su comportamiento y aspecto vagamente académicos. La afinidad entre el aspecto no militar de Thurston y la abierta conducta de galopín de Dalessio difícilmente podía explicar, esto dejaba al edecán perplejo, la tendencia de otro modo incomprensible que tenía el uno de defender al otro. Es cierto que se habían conocido en la unidad de entrenamiento de oficiales de Catterick, pero ¿qué tenía que ver una cosa con la otra? El edecán no estaba acostumbrado a que cuestionaran sus opiniones, y en ese momento expresó el desconcierto que había ido creciendo en él durante los minutos anteriores—: Me sorprende bastante —dijo— tu postura respecto al amigo Dally. Ni siquiera sois tan íntimos… De hecho, parece que quisiera provocarte cada vez que te habla. Mi impresión es, amigo, por si te interesa, que no te tiene en cuenta en absoluto. Y, aun así, tú das la cara por él. ¿Por qué?

Thurston lo dejó pasmado cuando respondió con frialdad:

—No veo por qué el hecho de que un hombre sea italiano deba ir en su contra cuando trabaja igual de bien que el resto del puñetero ejército.

—Espera un momento, Tom —dijo el edecán, cogiendo un cigarrillo de la pitillera plateada que le había regalado su amante de Bruselas—. Eso es un poco injusto. ¿Alguna vez me has oído decir una palabra acerca de que Dalessio sea un panini? Nunca. Tú has sido el que lo has sacado a colación. Para mí es igual que el padre de un colega haya sido internado siempre y cuando…

—El tío.

—Vale, pues el tío. Como digo, no es asunto mío. En teoría él no tiene ningún problema de ese tipo, o ni siquiera estaría aquí. Y no hay más que hablar en cuanto a mí respecta. No se lo tengo en cuenta, para nada. No sé muy bien de dónde te has sacado esa idea, amigo.

Thurston negó con la cabeza, sonrojándose ligeramente.

—Lo siento, Bill. Debo de haberme confundido. En Catterick me fastidiaba mucho cómo algunos de los chicos le tomaban el pelo por lo de su colega Musso y todo lo demás. Supongo que ese es el motivo por el que, en cierto modo, sigo teniendo la sensación de que la gente la toma con él por ese asunto. Lo siento.

No lo sentía. Sabía a ciencia cierta que su acusación estaba bien fundada, y que el silencio del otro sobre la ascendencia de Dalessio no era más que una cuestión de prudencia. Si alguien en la cantina admiraba a Mussolini, sospechaba Thurston, era el edecán, aunque sobre eso también guardaba silencio. Le tentaba la posibilidad de indagar en sus prejuicios sobre esta y otras cuestiones, pero Thurston hizo lo posible para no sucumbir nunca a esa tentación. El edecán siempre se disgustaba mucho y a veces, según los rumores, tomaba represalias. Ya se había dicho más que suficiente, demasiado, en defensa de Dalessio.

La actitud del edecán se había vuelto afable de nuevo y, musitando una disculpa, le ofreció a Thurston un cigarrillo.

—¿Qué tal otro? —preguntó, señalando con la cabeza el vaso de Thurston.

—Sí, gracias, aunque debo marcharme en un minuto. Abrimos ese teletipo para los polacos a las veinte horas y quiero comprobar que funciona correctamente.

Dos oficiales más entraron en el comedor. Se trataba del capitán Bentham, un soldado profesional de cuarenta años que había sido subteniente de la compañía en la India cuando estalló la guerra, y el capitán Rowney, que, además de estar a cargo de la administración de la unidad, era el oficial responsable de las comidas de la cantina. Rowney saludó con la cabeza a Thurston y sonrió al edecán, de cuyo uniforme canadiense era responsable. Él mismo llevaba una chaqueta de piel de oveja, fabricada en el mercado negro belga.

—Hola, William —dijo—. ¿Ya has ganado la guerra? —Aunque eran buenos amigos, Thurston se había fijado en que algunos de sus comentarios incorporaban una curiosa vena satírica. Bentham se sentó impasiblemente un par de sitios más allá de donde estaban ellos, pasándose las manos por su fino pelo gris.

—Tom y yo hemos estado intrigando un poco —le contó el edecán—. Hemos decidido que la carrera de cierto oficial de esta unidad tiene que terminarse.

Bentham levantó la mirada con indiferencia y se encontró con la de Thurston. Este gesto, añadido a la tergiversación por parte del edecán de la conversación que acababa de tener lugar, hizo que Thurston se sintiera ligeramente incómodo. Eso era absurdo, puesto que hacía mucho tiempo que había decidido que Bentham carecía por completo de interés, por ser el tipo de exrecluta más aburrido del ejército profesional, y que solo servía para tirar cables, supervisar cómo se tiraban cables y ocuparse de los hombres que tiraban cables. A pesar de eso, Thurston se escuchó a sí mismo diciendo: «No ha sido exactamente así», pero en ese momento Rowney le hizo al edecán una pregunta, y la protesta, ya de por sí suave, pasó desapercibida.

—Tu amigo Dally, por supuesto —respondió el edecán a Rowney.

—¿Por qué? ¿Qué ha hecho? —preguntó Bentham con su lento acento de Yorkshire—. ¿Cortarse el pelo?

Hubo una risa general, seguida de un pequeño silencio, mientras Gordon servía los platos de estofado a los recién llegados. Su pregunta acerca de si el edecán quería pudin de arroz tuvo como respuesta la ingeniosa e impracticable instrucción de que introdujera ese alimento por una vía que a menudo se cita.

—¿No sabes hacerlo mejor, Jack? —le preguntó a Rowney el edecán—. Es la tercera noche esta semana que tomamos tarta nupcial china.

—Lo siento, William. Hubo un pequeño malentendido entre mi amigo belga y la policía civil. Sigo buscando un compañero con un criterio adecuado acerca de cómo deben ser alimentados los oficiales de un ejercito de liberación. «Con paciencia ganaréis vuestras almas.»

—¿Y qué pasa con ese Dally? —insistió Bentham—. Si vais a darle un buen escarmiento, contad conmigo.

Thurston se levantó antes de que la conversación se reanudara.

—Por cierto, Jack —le dijo a Rowney—, el joven Malone me ha pedido que te recuerde que todavía no ha recibido esos cigarrillos para los chicos que prestó a los de Comunicaciones Especiales.

Rowney suspiró.

—Dile que eso no es cosa mía, ¿eh, Thomas? He hecho todo lo que he podido. Ahora tiene que ponerse de acuerdo con los de Comunicaciones Especiales.

—Ni las cuotas de la naafi.1 Me dijo que habías acordado proporcionárselas.

—Hasta la semana pasada. Ahora ya no me compete.

—Claro que sí —dijo Thurston de manera desagradable—. Según Malone, siguen sin haber recibido las de la semana pasada.

—Bueno, dile…

—Mira, Jack, explícaselo tú. Esto no tiene nada que ver conmigo, ¿vale?

Rowney lo miró fijamente.

—Está bien, Thomas —dijo abruptamente, hundiendo su tenedor en el estofado—. Yo se lo explicaré.

Esquivando la pantalla de la lámpara, que colgaba, y que en su punto más bajo no levantaba metro y medio del suelo, Thurston salió apresuradamente con su abrigo sobre el brazo.

—¿Qué reconcome a nuestro intelectual amigo? —preguntó Rowney.

El edecán se frotó la barbilla, en la que ya empezaba a crecer la barba.

—No estoy muy seguro. Ya se estaba comportando de un modo un tanto extraño antes de que llegarais. Creo que se está encerrando demasiado en sí mismo. Necesita que lo animen un poco. —Estaba barajando la posibilidad, aunque antes la hubiera descartado, de infligirle a Thurston alguna pequeña pero saludable injusticia a través de los rangos de la unidad. Podía obligar a las distintas secciones a empezar a entregar sus registros de existencias para hacer una comprobación, comenzando por la sección de Thurston, y después dejarlo. Estaría bien, aunque quizá era demasiado drástico. ¿Y qué tal birlarle el jeep para darle algún tedioso trabajo extra? Puede que con eso fuera suficiente.

—Si queréis saber mi opinión —estaba diciendo Bentham—, se cree mejor que nadie. Le vendría bien un escarmiento, vaya que sí.

—Tampoco hay que exagerar, Ben —repuso el edecán con decisión. No le gustaba tener a Bentham en el comedor de oficiales, hacía que el nivel se resintiera, y a menudo decía que creía que el chico estaría mucho mejor si volviera a la cantina de sargentos con la gente de su clase—. Tom Thurston es prácticamente el único tipo por aquí con el que se puede mantener una conversación razonablemente inteligente.

Bentham, imperturbable, partió un pedazo de pan y rebañó su plato de un modo que Thurston y el edecán, sin saberlo, convendrían en que era de lo más desagradable.

—¿Y qué es todo eso de una intriga contra Dally? —preguntó.

ii

—¿Tienes eso, Reg? —preguntó Dalessio—. Si se producen más interferencias en este circuito, vuelve a ponerlo en modo simple enseguida. A ver si así les gusta más. No me he creído en ningún momento que hayan recableado ni un puñetero metro. Además, van a cortar la línea en una o dos semanas, y nunca fue muy importante, así que en realidad no hay por qué preocuparse. Bueno, ¿y qué hay de los gallardos polacos? —Hablaba con un fuerte acento de Glamorganshire adornado de vez en cuando con alguna vocal italiana.

—Siguen conectados —dijo Reg, el instalador de líneas, señalando el teletipo en pruebas—. ¿Quieres verlos?

—Sí, por favor. Ya casi es la hora de pasarlos a la sala de teletipos. Lo haremos antes de que me vaya.

Reg se inclinó sobre el teclado de la máquina y escribió:

qué tal por ahí me leéis bien kkkk

Hubo una pausa mientras Reg se rascaba la axila y decía: «Se habrá ido a mear, supongo… Ah, aquí está». De un modo típico pero eternamente misterioso el teletipo cobró vida, hizo un retorno de carro, desplazó hacia arriba el brillante papel blanco un par de líneas, y escribió:

x dios deja de molestarme todavía no son las 2000 h kkk

Dalessio, sonriendo para sus adentros, apartó de un empujón a Reg y escribió:

aquí jefe de oficiales señales ejercito de liberación británico atención a tu lenguaje amigo kkkk

El remoto operador escribió:

que te den jack perdón quiero decir señor

Al leerlo, Dalessio estalló en carcajadas, hurgándose el ojo con el nudillo y echando hacia atrás su cabeza grande y morena. Era exactamente el tipo de broma que más le gustaba. Se giró un poco en el estrecho pasillo, entre los paneles de equipos y de pruebas, todavía riéndose, mientras Reg lo miraba con una leve sonrisa. Finalmente, Dalessio se calmó y se abrió paso a codazos hasta el teléfono, en el otro extremo del vehículo.

—¿Puede pasarme con la sala de teletipos, por favor? ¿Qué? ¿Quién? Vale, hablaré con él… Equipo terminal, aquí Dalessio. Sí. ¿Ah, sí? ¿No ha llegado? —Su voz cambió por completo, se transformó en la de un tío ligeramente desequilibrado que se compadece de un niño decepcionado—. Pero ¡qué mala noticia! Eso sí que es mala suerte. Justo cuando estabais todos emocionados, ¿eh? —Por encima de su hombro le chilló a Reg, parodiando con voz de soprano el tono instruido de Thurston—: El capitán Thurston está muy apenado porque todavía no tiene su conexión con los polacos. Teme que hayamos ideado un malvado plan para privarlo de ella… Vale, Thurston, ya voy. Sí, ahora.

Reg volvió a sonreír y se puso un cigarrillo en la boca mientras encendía la cerilla, como era su costumbre desde hacía tiempo, en el cartel metálico de no fumar que estaba clavado encima del ventilador.

—Dame uno de esos, Reg: quiero calmarme un poco antes de ir al salón de belleza del otro lado de la calle. Gracias. Ahora, escúchame: conecta a los polacos a la sala de teletipos exactamente cuando falte un minuto para las ocho, para que la comunicación funcione a las ocho, pero no antes. A Thurston le vendrá bien morderse las uñas unos cuantos minutos más. Conéctalo al número… —Su mirada y su dedo índice se ocuparon momentáneamente en una red de prueba que había al otro lado del pasillo— seis. Acaba de ser recableado. Llama a Teletipos y díselo, ¿vale? Te veo antes de irme.

Fuera estaba oscuro y frío, y Dalessio tiritaba de camino a la oficina de Señales. Se tropezó con el cable que había colocado a la altura de la espinilla entre una fila de postes azules y blancos a la entrada, y le dedicó una expresión impura al edecán, que se había asegurado de proporcionar este servicio en un intento de dignificar el área de trabajo. Dentro de la atestada y profusamente iluminada oficina, se sentía medio asfixiado por el humo de la estufa y medio sordo por el ruido de los golpes de los sellos con fecha, el sonido de los teléfonos, los gritos enfurecidos de un sargento y el canturreo fuerte y tembloroso de otro. Un hombre pelirrojo iba corriendo de acá para allá vociferando: «¡Operación de emergencia para el cuerpo 17!» con acento del condado de Cork. Nadie se percató de su presencia: todos habían lidiado con demasiadas operaciones de emergencia en los últimos ocho meses. Thurston estaba en su oficina, una pequeña habitación que se había construido a partir de la principal. La unidad ocupaba lo que una vez había sido una escuela militar belga y después un centro de entrenamiento de las ss. Ese edificio obviamente había formado parte de la zona original de barracones, y Thurston con frecuencia se preguntaba por qué capricho del edecán se habían colocado las oficinas y las tiendas ahí y los dormitorios de los hombres en las antiguas tiendas y oficinas. El cubículo en el que Thurston pasaba la mayor parte de su tiempo había sido sin duda la residencia del cadete, y después la Unteroffizier, que estaba a cargo de los dormitorios de las tropas. Le gustaba imaginarse a los fornidos valones y a los prusianos de altos pómulos que habían dormido allí y habían insistido en conservar como documento histórico el Wir kommen zurück escrito con tiza en la pared de tablas. Como sus predecesores, imaginaba, se sentía apartado de toda la vida que se desarrollaba fuera del cubículo, en cierto modo aislado. «Solo, sin ningún compañero», solía recordar esa cita para sus adentros. Entonces se reía, a veces, y se iba a pensar al único lavabo que había en el extremo más alejado del edificio, donde la persona que defecaba se veía obligada a plantar los pies sobre dos placas metálicas, agarrarse a dos asas y arquear su cuerpo sobre una especie de abrevadero.

Ahora no se estaba riendo. Su conversación telefónica con Dalessio lo había convencido, incluso más plenamente de lo que generalmente lo hacían las conversaciones con Dalessio, de que el otro lo despreciaba por su falta de conocimiento técnico y aprovechaba cualquier excusa para irritarlo y humillarlo. Trató de volver a leer la carta de una de las dos mujeres casadas de Inglaterra con las que, además de su mujer, mantenía correspondencia, pero la idea de ver a Dalessio seguía perturbándolo.

De hecho, ver a Dalessio lo perturbó todavía más. No era la primera vez que se le ocurría que el pelo largo y apelmazado de Dalessio, las perneras cilíndricas y manchadas de grasa de sus pantalones y la chaqueta del uniforme que no le quedaba bien habían sido diseñados como una parodia ofensiva de su propio aspecto elegante pero irremediablemente civil. Además, estaba fumando, y el mismo Thurston era puntilloso al respetar en su oficina la norma que prohibía fumar estando de servicio hasta las diez de la noche, pero no tenía ningún sentido pedirle que apagara su cigarrillo. Le daba la impresión de que Dalessio nunca obedecía órdenes, a menos que le conviniera.

—Hola, Thurston —saludó amigablemente—. Sin noticias de los polacos, supongo.

—Antes tampoco las tenía, ¿o sí? Solo quería asegurarme de en qué punto estamos.

—Ah, querías asegurarte de eso, claro. Pues vale. Es muy simple. Físicamente, el circuito sigue igual, por supuesto. Pero, como sabes, tenemos formas de proporcionar circuitos extra mediante equipo eléctrico, concretamente utilizando las propiedades emisoras de electrones de la válvula termoiónica, o el tubo de vacío. Si se aplica una señal a la rejilla…

El teléfono de Thurston sonó y él respondió agradecido.

—¿Capitán? —dijo la voz del brigadier lord Fawcett, el mayor grano en el culo de toda la unidad de Señales—. Quiero que un mensajero especial vaya a Bruselas en mi nombre. ¿Puede enviarlo en diez minutos a mi oficina para que le dé instrucciones?

Thurston lo sopesó. Aparte de estar a más de ciento cincuenta kilómetros de Bruselas, sospechaba que la historia que le habían contado otros mensajeros especiales que habían recibido este encargo antes probablemente era cierta: el propósito del viaje era llevar la ropa sucia del brigadier y traerla limpia, además de recoger vino, licores y puros que el agente del brigadier en Bruselas, el coronel del cuerpo de servicio del Real Ejército Británico destinado en los cuarteles generales del cuerpo del ejército de reserva, le había preparado. Pero no podía pedirle a lord Fawcett que se lo confirmara. ¿Por qué parecía su carrera militar contaminada por esas cosas?

—El mensajero regular sale a las… cinco horas, señor —contestó en tono conciliador—. ¿Le sirve?

—No, eso no me sirve en absoluto. Asumo que tiene a alguien disponible, ¿no es así?

—Sí, por supuesto, señor. —Eso era cierto. También era cierto que la salida de este hombre con la ropa sucia requeriría que otro, que tal vez había estado conduciendo todo el día y al que habría que sacar del barracón militar donde estaba condenado, en el mejor de los casos, a pasar la noche en el suelo de la oficina de Señales, con toda probabilidad tuviera que salir a recorrerse media Bélgica de madrugada con un mensaje real de algún tipo—. Sí, tenemos un hombre.

—Bueno, en ese caso me temo que no veo qué problema puede haber. Que venga a verme inmediatamente, ¿de acuerdo?

—Muy bien, señor. —Nunca había nada que uno pudiera hacer.

—¿Quién era? —preguntó Dalessio cuando Thurston colgó.

—El brigadier Fawcett —dijo Thurston sin pensar. Aunque Dally seguramente no conocía el rumor de la ropa sucia. No tenía mucho que ver con las secciones de los mensajeros.

—Ah, el amigo de la lavandera. Algo me ha contado de eso Beech. No habrá vuelto a las andadas, ¿verdad? Me ha sonado a que necesitaba un mensajero especial.

—Sí, así es. —Thurston levantó la voz—: ¡Prosser!

—Señor —se oyó desde el otro lado del muro de separación.

—Dígale al sargento Baker que venga a verme, por favor.

—Sí, señor.

El rostro largo y pálido de Dalessio se oscureció. Se tiró del bigote. Finalmente, dijo:

—Vas a dejar que se salga con la suya, ¿verdad?

Si le hubieran preguntado su opinión sobre Thurston, lo habría descrito como a un cabrón convincente. Su sumisión en este tipo de asuntos, habría añadido Dalessio, era condenadamente típica.

—No puedo hacer nada más.

—Yo lo haría. No cuesta nada. Consíguete al edecán de Dios al aparato y quéjate. Es un desgraciado ignorante, todos lo sabemos, pero me apuesto lo que sea a que toma cartas en el asunto.

Thurston ya lo había intentado, solo para ser informado en detalle de que el trabajo de los Señales era prestar servicio al personal. Antes de poder decírselo a Dalessio, Baker, el sargento de los mensajeros, llegó para ser informado de los deseos de lord Fawcett. Thurston creyó detectar una mirada de protesta y conmiseración entre los otros dos hombres. Cuando Baker se marchó, se volvió hacia Dally casi con violencia y le dijo:

—Mira, Dally, dejando a un lado las propiedades de la maldita válvula termoiónica, ¿serías tan amable de explicarme cómo va el teletipo para los polacos? ¿Funciona o no? Tenemos bastantes cosas para ellos y las he estado retrasando con la esperanza de que la línea funcionara a la hora programada.

—Tener esperanza no hace daño a nadie —dijo Dalessio—. Yo tengo la esperanza de que todo funcione. —Tiró la colilla de su cigarrillo al suelo limpio y la aplastó con el pie.

—¿Funciona o no? —preguntó Thurston en voz muy alta. Sus ojos vagaron arriba y abajo por el cuerpo gordo del otro, y recordó su aspecto con pantalones cortos, haciendo gimnasia en la unidad de entrenamiento de oficiales. Había demostrado no ser capaz de realizar las tareas más simples que se le encomendaban: se desplomaba sin fuerzas al hacer volteretas, colgaba como un saco crucificado de las espalderas, trepaba despacio y sin garbo sobre el potro. Puede que a su dueño sencillamente no le apeteciera ejercitar ese cuerpo. Eso habría sido condenadamente típico.

Mientras Dalessio le sonreía, llamaron a la puerta de contrachapado que Thurston había ordenado hacer para su cubículo. En respuesta al rugido de este último, el hombre pelirrojo entró.

—Señor, aquí el sargento Fleming para informarle —dijo— de que justo acabamos de conectar con los polacos. Supongo que querrá que empiece a enviarles los mensajes que tenemos para ellos, ¿no, señor?

Tanto Thurston como Dalessio levantaron la vista hacia el reloj que había sobre un estante alto en una esquina. Marcaba las ocho en punto.

iii

—Eso es todo, caballeros —dijo el coronel—. Excepto por una última cosa. Ahora que nuestras dificultades desde el punto de vista de la comunicación se han resuelto, y todo marcha bastante bien, hay otros aspectos de nuestro trabajo que requieren atención. Esta unidad tiene ciertas tradiciones que quiero que se mantengan. Una de ellas, por supuesto, es un grado de eficiencia del cien por cien en todos los asuntos relativos a la eliminación de las transmisiones de los Señales, desde el momento en que el funcionario de entradas acusa recibo de un mensaje del personal hasta el momento en que recibimos…

«Se refiere al funcionario de salidas», pensó Thurston. La pequeña sala en la que los oficiales, los suboficiales especialistas y los suboficiales veteranos de la unidad celebraban sus conferencias no tenía calefacción, y el coronel llevaba puesto su abrigo de piel de oveja largo hasta la rodilla, otro artículo proporcionado por las oficinas de mercancías de Jack Rowney a cambio, tal vez, de unos cuantos galones de gasolina o un par de cientos de cigarrillos; cigarrillos para los hombres, probablemente. El abrigo, sumado al pelo y al bigote rubios platino del oficial al mando, aumentaba su parecido con un oso polar. Thurston estaba de buen humor, puesto que acababa de recibir la carta que por fin especificaba el acuerdo para su próximo permiso: cuatro días con Denise en Oxford, y después un pequeño y agradable paseo en coche hasta la ciudad para pasar cinco días con Margot. Justo lo que necesitaba. Empezó a redactar una nota de índole natural acerca del oso polar: «Este animal, aunque de poca inteligencia, posee una astucia considerable a otro nivel. Demuestra una extrema ferocidad cuando se siente amenazado de cualquier modo. Exhibe una paciencia increíble al perseguir a su presa, y un ansia de venganza que…».

El coronel hablaba ahora de otra tradición de su unidad, su cualidad marcial casi incomparable, su demostración de la verdad de que una formación de Señales de cualquier tipo no era un puñado de malditos genios de las matemáticas imbéciles y de pelo largo. Thurston pensó que no en vano el edecán a menudo se había descrito a sí mismo como la mano derecha del coronel. Sí, ahí estaba, el zorro ártico o, si existía, el chacal ártico, sonriendo, a su modo particular, ante la oratoria de su jefe. ¡Menuda banda! Gran parte de los de mayor rango habían sido oficiales de baja graduación en el Ejército Territorial en los años treinta: el coronel, por ejemplo, capitán; el edecán, alférez. La guerra les había dado responsabilidad y una promoción rápida, y el disfrute continuo de dichos privilegios no dependía de sus capacidades, sino de las de aquellos que habían llegado a la unidad por otras vías: ingenieros postales convocados con una orden de trabajo, antiguos soldados regulares promocionados desde filas, oficiales que habían sido los reclutas de 1940 y 1941. Sí, menuda banda. Thurston recordaba las palabras de despedida de un antiguo sargento suyo que había sido enviado a casa unos pocos meses antes: «Ahora que me voy, supongo que puedo decir lo que no debería decir. Nadie en este grupo tendrá jamás la oportunidad de conseguir nada a menos que haya estado en el comando de North Midland con el edecán y el oficial al mando. Y en esa cantina vuestra todos sabemos que esa es la cruda realidad. Si has estado en el Ejército Territorial como ellos eres uno de los favoritos; si no, estás acabado desde el principio. Está bien, señor, todo el mundo lo sabe. No hace falta negarlo».

La excepción a la regla era, presuntamente, Cleaver, que ahora se dedicaba a hacer lo que indudablemente era una transcripción taquigrafiada de la arenga del coronel. Thurston lo odiaba porque era el favorito del edecán y también por su pelo liso y sedoso, su aspecto de miembro de las juventudes hitlerianas y su estruendosa risa. Desvió la mirada hacia Bentham, que a su vez estaba ocupado escribiendo. Bentham también encajaba en el cuadro, tanto como se lo permitía el edecán, lo cual era extraño si se comparaba su actitud con la de otros soldados regulares en la cantina. Pero Bentham tenía menos personalidad que ellos.

—Así que lo que propongo —dijo el coronel— es esto. A partir de la semana que viene, el edecán y yo haremos una serie de inspecciones sorpresa en los dormitorios de la sección. No espero que esté todo impecable, por supuesto. Lo único que quiero son la limpieza y el orden militar normales.

«En otras palabras, que todo esté impecable», pensó Thurston, redactando una nota para su sargento en su bloc justo debajo de la historia del oso polar. Levantó la vista y vio a Dalessio humedeciendo con la lengua la solapa de un sobre. Retornaba su costumbre de escribir cartas durante los discursos del coronel, ahora que el grave asunto de las comunicaciones se había solucionado. ¿Había oído lo que acababan de decir? Era poco probable.

La conferencia terminó poco después y, en la antesala de la cantina, donde unos cuantos oficiales se habían reunido para tomar una copa antes de la cena, Thurston se topó de cara con un exuberante edecán que enseguida lo invitó a una copa.

—Bueno, Tom —dijo—, imagino que esto lo deja todo atado y bien atado.

—No te sigo, Bill.

—Ha sido el paso número uno para cocinar al ganso de tu amigo Dally. El paso número dos será el lunes, a las nueve treinta, cuando lleve al coronel al barracón del mantenimiento de la línea. Sabes lo que vamos a encontrar allí, ¿verdad?

Thurston se quedó mirando sin comprender al edecán, cuyos ojos brillaban como los de un niño al que le han prometido un dulce.

—Sigo sin seguirte, Bill.

—Usa el coco, Tommy. El cuarto de los amigos de Dally, ¿te imaginas cómo estará? Habrá suficiente mugre para cultivar patatas, colillas y orinales tirados por todas partes. El coronel se comerá a Dally cuando vea todo eso.

—Pero Dally tiene tres días para limpiarlo todo.

—Los tendría si prestara atención a lo que le dice su oficial al mando. Pero sé de sobra que estaba escribiendo una carta cuando se hizo la advertencia. Le está bien empleado a ese cabrón, ¿ves? Estará de camino al misterioso Este antes de que te des la vuelta.

—¿Cuánto sabe de esto el coronel?

—Lo que le he contado.

—No creerás en serio que va a funcionar, ¿verdad?

—Conozco al viejo. Tú no, si me permites que te lo diga.

—Es un truco asqueroso y lo sabes, Bill —dijo Thurston con violencia—. Creo que es realmente malvado.

—En absoluto. Un oficial que es lo suficientemente rebelde como para ignorar la orden de su oficial al mando se merece todo lo que le pase —sentenció el edecán—. ¿Vas a entrar?

Todavía enfurecido, Thurston se dejó guiar hasta el comedor. La enorme estufa de azulejos verdes funcionaba bien y la habitación estaba caliente y animada. La casa había pertenecido al comandante de la escuela militar belga. El sólido mobiliario y los cuadros de paisajes tenebrosos habían sobrevivido a la ocupación alemana, aunque había una gran quemadura en la alfombra que se había imputado, quizá con razón, a las festividades del Schutz Staffel. Jack Rowney, al importar fotografías de artistas populares, de mujeres jóvenes medio desnudas y del comandante en jefe, había hecho todo lo posible por que la cantina de los oficiales también fuera su hogar, como decía el coronel. El edecán, de un humor excelente, con la mano sobre el hombro de Thurston, envió al cabo Gordon corriendo a por una botella de Burdeos. Entonces, antes de sentarse, observó con detenimiento a Thurston.

—Ah, y por cierto, amigo —dijo, mientras una nota de amenaza intensificaba el graznido de su voz—, ¿no pensarás avisar a tu amigo Dally de la sorpresita que le tenemos preparada, verdad? Si lo haces, me encargaré de que tú también recibas lo tuyo. —Riendo enérgicamente, golpeó a Thurston en las costillas con el codo y añadió—: Tu permiso es a fin de mes, ¿verdad? Cuidado, no te vayas a volver indispensable aquí. Puede que no dejemos que te vayas, ¿sabes?

iv

El lunes por la mañana temprano, Thurston caminaba desde la oficina de los Señales hacia el área en la que se encontraban los barracones. Iba a buscar a su asistente para que lo llevara en coche a la sección de la división del procurador general que se encargaba de los divorcios, a unos treinta kilómetros. El divorcio en cuestión no era el suyo, que tendría que esperar hasta que acabara la guerra, sino el del cocinero de su sección, cuya mujer había desarrollado un cariño desmesurado por el personal de las fuerzas aéreas británicas y estadounidenses.

Thurston pensaba menos en la mujer del cocinero que en la funesta inspección, programada para tener lugar en cualquier momento. Se dio cuenta de que había planeado mal las cosas, pero su viaje no se había decidido hasta ese momento y esperaba largarse de allí antes de que el coronel y el edecán acabaran su labor. Estaba ansioso por que así fuera, ya que el espectáculo de un edecán triunfante era más de lo que podía soportar, especialmente porque no tenía la conciencia tranquila con todo el asunto. Había muchísimas razones por las que debería haber avisado a Dalessio de la inspección. Lo peor de todo era que, tal y como había descubierto la noche anterior cuando estaba en la cama, cuando ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto, su irritación con Dalessio por el asunto del teletipo polaco había sido crucial para que mantuviera la boca cerrada. De hecho, recordó haber pensado más de una vez que un buen susto no le vendría mal a Dalessio, y que quizá el hijo del italiano propietario de un café en Cascade, Glamorganshire, no era el más adecuado para el rol de oficial de regimiento británico. Torció el gesto cuando pensó en esto y empezó a preguntarse por qué perseguía el edecán a Dalessio. Puede que la ofensa original de este último hubiera sido su costumbre de trinar como un pájaro mientras el edecán y Rowney escuchaban las retransmisiones del Concierto de Varsovia, el intermezzo de Cavalleria Rusticana, y otros temas semiclásicos que los apasionaban. Mientras piaba, trinaba y gorjeaba, o incluso hacía gárgaras como una gaviota, a Dalessio le habían ordenado que se callara o que se fuera y él no había hecho ninguna de las dos cosas.

El camino que Thurston siguió lo llevó a pasar por delante de la puerta del infame barracón militar del mantenimiento de la línea. No parecía que hubiera nadie allí. Entonces lo sobresaltó la repentina aparición de dos soldados que cargaban con una escoba y un cubo. Uno de ellos había estado en su sección una vez y a principios de ese año había sido trasladado a una de las secciones de Telegramas, había olvidado a cuál.

—Buenos días, Maclean —dijo.

El hombre al que se había dirigido se puso, más o menos, firme.

—Buenos días, señor.

—¿Va todo bien en la compañía número 1?

—Sí, gracias, señor. Me gusta mucho.

—Bien. ¿Y qué están haciendo tan de buena mañana?

Los soldados se miraron el uno al otro y el hombre que Thurston no conocía dijo:

—Limpiando, señor. Destacamento de fajina.

—Ya veo. Bien, continúen.

Thurston encontró enseguida a su asistente, que accedió a regañadientes a hacer el viaje y dijo que iba a comprobar si podía tener el jeep listo en diez minutos en la oficina de los Señales. El jeep era la manzana de la discordia entre Thurston y su asistente, y el asistente siempre ganaba, en el sentido de que nunca jamás había permitido que el oficial condujera el jeep en su ausencia. Estaba en su derecho, pero Thurston a menudo deseaba, como ahora, que alguna vez le dieran el gusto. Lo deseó todavía más cuando un jeep sin tubo de escape y con siete hombres llegó traqueteando por el camino desde el área de barracones de la compañía número 1. Reían, y dos de ellos fingían pelearse. El conductor era un cabo.

De repente, las risas y las peleas cesaron, y los hombres asumieron una sobriedad forzada. El motivo se aclaró inmediatamente al aparecer el coronel y el edecán, que caminaban enfrente de Thurston.

Lo vieron de inmediato. Él los saludó apresuradamente, y el edecán, como de costumbre, le devolvió el saludo. Cuando la mirada del edecán se encontró con la mirada gacha de Thurston, aquel frunció los labios y el ceño tanto como pudo.

Thurston esperó a que desaparecieran de su vista y corrió hacia la puerta del barracón del mantenimiento de la línea. El lugar estaba desierto. Excepto por ilustraciones de manuales del ejército y cosas parecidas, nunca había visto un orden y una limpieza tan perfectos. Era, obviamente, el resultado de horas de un trabajo hecho a conciencia.

Se apoyó contra la jamba de la puerta y empezó a reírse.

v

—Deduzco que el complot contra nuestro amigo Dally de algún modo fracasó —dijo Bentham en el comedor más tarde ese mismo día.

Thurston levantó la vista bastante cansado. Su jeep se había averiado en el trayecto de vuelta, tras la visita al experto en divorcios, y había llegado con varias horas de retraso. Había hecho un trecho del viaje en la parte de atrás de una motocicleta. Además, acababa de leer una orden de la unidad que le exigía que pusiera el jeep a disposición de la Administración a la mañana siguiente. Todavía no había llegado su oportunidad. El edecán había vuelto a ganar.

—¿Sabes? Estoy bastante contento —continuó Bentham, encendiendo un cigarrillo y acercándose a la estufa junto a la que se encontraba Thurston.

—Ah, yo también.

—¿En serio? Vaya, eso sí que es interesante. Incluso sorprendente. Yo pensaba que estarías desconsolado.

Algo en su tono hizo que Thurston bajara la orden de la unidad y lo mirara con aspereza. Bentham estaba de pie con los pies separados y en actitud resuelta.

—¿Y por qué pensabas eso, Ben?

—Te lo diré. Me alegra tener la oportunidad de hacerlo. Lo primero de todo, te explicaré por qué fracasó, si es que todavía no lo sabes. Porque yo avisé a Dally. Incluso le presté a algunos de mis hombres para que lo dejaran todo como los chorros del oro.

Thurston asintió, pensando en los dos hombres que había visto fuera del barracón aquella mañana.

—Ya veo.

—¿Sí, en serio? Bien. Ahora te diré por qué lo hice. Primero, porque el ejército no es el lugar adecuado para esta clase de complots e intrigas. El trabajo es demasiado importante. Segundo, lo hice porque no me gusta ver cómo un hombre competente cae por culpa de un puñado de malditos advenedizos ignorantes que se hacen llamar caballeros del Ejército Territorial. Como sabes, soy un soldado del ejército regular, y me desagrada profundamente cualquier cosa que sea un puñetero desastre. Esta cualidad ha llegado a formar parte de mí, y no me importa. Pero un solo vistazo a la cara del edecán cuando me estaba explicando el protocolo para esta mañana y he sabido cuál era mi deber. Y espero saberlo siempre. Por regla general hago todo lo posible para seguirle el juego, con tal de que haya paz y tranquilidad. Pero este asunto era completamente distinto. ¿O no?

Thurston había bajado la mirada.

—Sí, Ben.

—Me sorprendió un poco, ¿sabes?, descubrir que Dalessio necesitaba que lo avisaran.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que esperaba que alguien más se lo hubiera contado antes. Me enteré de todo esto anoche. Era el único que andaba por aquí tarde y supongo que el edecán quería contárselo a alguien. Pensaba que a esas alturas alguien más le habría dado el chivatazo a Dally. Tú, por ejemplo. Tú estabas metido en esto desde el principio, ¿no?

Thurston no dijo nada.

—No tengo ninguna duda de que tienes tus excusas para no soltar prenda. A pesar del hecho de que siempre he pensado que eras uno de los que debería de tener más motivos para menospreciar al edecán, a Rowney, a Cleaver y a todos los de su calaña. Sí, a la hora de hablar no te cortabas, pero cuando ha llegado el momento de actuar, de hablar cuando hacía falta, te has quedado callado. Y eso que, si mal no recuerdo, solías dar la cara por Dally cuando los otros se metían con él a sus espaldas. ¿Sabes lo que pienso? Creo que en realidad no te importa nada ni nadie. Hablas, pero nada más. Creo que te has vendido al grupo del edecán, da igual lo que digas de ellos. Dale unas vueltas a eso. Y dale vueltas a esto también: creo que eres un cabrón, como todos ellos. Cuéntale eso a tu amigo el edecán, maldito capitán Thurston.

Thurston se quedó allí de pie un buen rato después de que Bentham se hubiera ido, rompió la orden de la unidad y tiró los pedazos de papel a la estufa.

Comisión de investigación

i

—¿Tienes un rato libre esta tarde, Jock? —me preguntó el comandante Raleigh en el vestíbulo de la cantina un mediodía de 1944.

—Creo que sí, comandante —dije—. Siempre y cuando pueda escaparme sobre las tres y media. Tengo que hacer unas pruebas a esa hora. En cualquier caso, ¿qué quiere de mí?

—Espera, deja que te rellene eso, muchacho. —Raleigh agarró por el codo a un alférez que pasaba por allí—. Ken, corre y dile a mi ordenanza que traiga una de mis botellas de whisky escocés, ¿quieres? Ah, y a propósito, ¿qué ha sido de ese juego de herramientas de tu vehículo que no habías devuelto? Se suponía que tenía que estar sobre mi escritorio a las diez en punto de la mañana de hoy. ¿Alguna explicación?

Mientras duró esto y lo que siguió, me felicité brevemente a mí mismo por depender directamente del oficial al mando (el oficial más desinteresado de toda la unidad) en lugar de estar a las órdenes de Raleigh. Después me pregunté qué me esperaría tras el almuerzo. Puede que una visita a otro almacén de prismáticos o cámaras que el comandante hubiera descubierto. Mi supuesta competencia técnica me había convertido en alguien muy solicitado en ese tipo de expediciones. Finalmente, miré a mi alrededor. La cantina se había establecido en un hotel de provincias belga, y este era su vestíbulo, una habitación cuadrada flanqueada por bancos acolchados de piel resquebrajada. Los oficiales estaban sentados en ellos leyendo revistas. Lo único que impedía confundir el lugar con la sala de espera de un barbero era que dos o tres de ellos también estaban bebiendo. Fuera llovía un poco.

El comandante regresó sonriendo con desprecio; parecía más que nunca un niño de coro con bigote que lucía un uniforme militar.

—Siento todo eso —dijo—, pero hay que mantenerlos a raya. En cuanto a lo de esta tarde… El joven Archer ha vuelto a hacer de las suyas.

—¿Qué ha sido este vez?

—Ha perdido un cargador de motor. Lo olvidó en el último traslado y, naturalmente, cuando envió una partida de vuelta para recogerlo los lugareños se lo habían llevado. O eso dicen. Me imagino que ese sargento suyo, Parnell, ¿no?, celebró una subasta al borde del camino y lo cambió por una caja de brandy. En cualquier caso, lo hemos perdido.

—Espere un momento, comandante: ¿no sería uno de esos pequeños trastos de 1260 vatios que tardan como quince días en cargar media docena de baterías? ¿Esos que nadie usa?

—Yo no me atrevería a aventurar tanto, muchacho. —El comandante raramente se aventuraba mucho a cualquier cosa. A menudo no se aventuraba nada en absoluto.

—¿No están obsoletos? —insistí—. Además, si no me equivoco, tenemos excedente.

—No se trata de eso. Este estaba al cargo del joven Archer. El intendente tiene su firma. ¡Ah, aquí está! Dame tu vaso, Jock.

—Gracias… Bueno, ¿y cuál es mi papel en todo esto? ¿Sostengo a Archer mientras le da unos azotes, o qué?

El comandante volvió a sonreír, y continuó con una inalterable sonrisa:

—Buena idea. Pero, en serio, ya he tenido suficiente del joven Archer. Quiero que prestes servicio en la comisión de investigación conmigo y con Jack Rowney, si te parece bien. En mi oficina. Lo llevaré allí después del almuerzo.

El modus operandi del comandante en su compañía a menudo era tan innovador que alcanzaba el romanticismo. Pero, incluso para él, esta era una creación descabellada.

—¿Comisión de investigación? Pero ¿no podríamos simplemente darlo por perdido? Definitivamente no hay necesidad de…

—Se lo pediría a otra persona si pudiera, pero todos están ocupados, excepto tú. —Me miró directamente a los ojos, y puesto que lo conocía bien, vi claramente que estaba considerando si debía añadir algo como: «Debe de ser muy agradable ser un genio de las matemáticas y vivir de las rentas». En su lugar, hizo una seña con la mano a alguien que se encontraba detrás de mí y dijo en voz alta—: Hola, Bill, viejo granuja. —Y fue a saludar al edecán, recién llegado, supuestamente, de una misión de buena voluntad desde el cuartel general de la unidad. Había muchas cosas que quería preguntarle a Raleigh, pero por ahora tendría que esperar.

ii

El almuerzo lo sirvieron en el comedor repleto de paneles tres camareras belgas que llevaban vestidos grises y delantales almidonados. Su fealdad era demasiado extrema para ser consecuencia del azar. Puede que hubieran sido seleccionadas por un comité como protección contra lo más libertino de la soldadesca. Tales esfuerzos habrían sido en vano. La libido se consumía poco a poco en los dominios de Raleigh.

El menú consistía en estofado con verduras en daditos, seguido de budín relleno de uvas. Mientras comía, el edecán, resplandeciente con su nuevo uniforme militar canadiense, bromeaba con Raleigh con ese graznido que a Archer se le daba tan bien imitar. Pensé en Archer y en una o dos de sus meteduras de pata.

La metedura de pata del remolque había sido un buen ejemplo de la mala suerte que parecía perseguirlo. El remolque había sufrido un pinchazo en un largo convoy de carretera que él lideraba y, puesto que los remolques no llevaban rueda de repuesto, claramente había sido imposible avanzar. Pero si el general Coles, que comandaba el grupo de los cuerpos del ejército 11 y 17, tenía que comunicarse con sus formaciones subordinadas esa noche, obviamente era esencial que el convoy consiguiera avanzar, y pronto. Con una agudeza bastante rara en él, Archer había ordenado que descargaran el remolque y que le quitaran las dos ruedas después de levantarlo con el gato, concluyendo que sería muy difícil que lo robaran en ese estado. Pero alguien lo hizo.

Lo siguiente en la lista de despropósitos fue la metedura de pata del teléfono-del-vehículo-de-reemplazo. Archer se había marchado sin él en otro convoy, de manera que se pasó todo el viaje incomunicado, una acción que igualmente había amenazado con ocasionar un grave perjuicio al general Coles. Por suerte, uno de mis sargentos, al observar por casualidad el remolque de Archer avanzando pesadamente, fue a sacar de la cama al conductor del vehículo de reemplazo, amenazándole con hacer uso de la violencia si sus ruedas no estaban de vuelta en diez minutos. Un mensaje llevado por un motociclista al líder del convoy, recomendando una breve parada, había hecho el resto, retrasando aún más al general. Al reprender a Archer por esto más tarde, conseguí sonsacarle que el culpable había sido el dipsomaníaco sargento Parnell. Se le había ordenado que avisara a todos los conductores para que estuvieran alertas durante la noche, pero media botella de Calvados, unida a la idea de que la otra mitad lo esperaba en la tienda, había disminuido su eficiencia.

—¿Por qué no despides a ese horrible borrachín tuyo? —le pregunté a Archer con exasperación—. Esas cosas seguirán pasando mientras ande por aquí. Raleigh lo destinaría a otro sitio sin pensárselo ni un segundo.

—No puedo hacer eso —se había lamentado Archer, acentuando su habitual mirada perdida—. No sería capaz de llevar la sección sin él.

—Al diablo, hombre. Es mejor no tener ningún sargento que tenerlo a él. Lo único que hace es hablar de la India y joderlo todo.

—No estoy capacitado, Jock. Él sabe cómo manejar a los chicos.