Lucky Jim - Kingsley Amis - E-Book

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Kingsley Amis

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Jim Dixon se encuentra en una situación delicada. No sabe si va a poder conservar su puesto de profesor de Historia Medieval en la universidad, ya que para ello tendría que publicar un artículo que le granjeara la admiración de la academia. Y no solo eso: también ha de mantener una buena relación con el profesor Welch, el jefe de su departamento, un hombre pedante y despistado que probablemente no olvide con facilidad que Jim proviene de una familia de clase media baja y que las altas esferas académicas no son precisamente su fuerte. Y todo esto mientras intenta conquistar a Margaret, una de sus compañeras de trabajo, que se está recuperando de un intento de suicidio a causa de la ruptura con su exnovio. ¿Le acompañará a Jim la suerte para conseguir sus propósitos?

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Lucky Jim

Kingsley Amis

Traducción del inglés a cargo de

 

 

 

 

 

La nueva traducción de la mítica novela-debut de Kingsley Amis, plena de elegante ironía y refinado humor inglés, que le valió el prestigioso Premio Somerset Maugham.

 

 

 

 

 

"Estamos sin duda ante la novela más divertida de la segunda mitad del siglo XX."

The Atlantic

 

 

"Lucky Jim expone esa diferencia humana crucial entre un hombre que es joven y un hombre que es insignificante. Y no olvidemos que Dixon, al igual que su creador, no es precisamente un payaso, sino más bien un sentimental."

CHRISTOPHER HITCHENS

 

 

A Philip Larkin

Oh, lucky Jim,

How I envy him.

Oh, lucky Jim.

How I envy him.

Oh, Jim el afortunado,

Cuánto le envidio.

Oh, Jim el afortunado.

Cuánto le envidio.

(Vieja canción.)

1

—Ahora bien, cometieron un error tonto —dijo el catedrático de Historia, y su sonrisa, mientras Dixon le observaba, fue confundiéndose poco a poco con el resto de sus rasgos en el recuerdo—. Tras el entreacto tocamos una pequeña pieza de Dowland para flauta dulce y teclado. Yo toqué la flauta dulce, por supuesto, y el joven Johns… —El catedrático hizo una pausa y enderezó el torso mientras caminaba, como si un hombre distinto, un impostor incapaz de imitar su voz, le hubiera sustituido momentáneamente. Luego volvió a la carga—: El joven Johns tocó el piano. Es un muchacho de lo más versátil… Lo suyo, en realidad, es el oboe. En cualquier caso, el plumilla del Post se equivocó, o tal vez no estaba prestando atención, pero el caso es que lo publicó tal cual… A Dowland, en cambio, no le confundieron, ni tampoco a los señores Welch y Johns… Pero… ¡adivine qué puso!

Dixon meneó la cabeza.

—No tengo ni la más remota idea, profesor —respondió con total sinceridad. Ningún otro docente en toda Gran Bretaña, pensó Dixon, merecía más aquel apelativo que Welch.

—Flauta y piano.

—¿Perdón?

—Que escribió flauta y piano, en lugar de flauta dulce y piano. —Welch soltó una breve carcajada—. Pues, verá usted, el caso es que una flauta dulce, como bien sabrá, no es lo mismo que una flauta, pese a ser su más inmediata antecesora, desde luego. Para empezar, la flauta dulce se toca, como suele decirse, à bec, es decir, soplando por una boquilla de una forma similar a la del oboe o la del clarinete. Mientras que la flauta moderna se toca a traverso o, en otras palabras, soplando a través de un agujero en vez de…

Welch recobró la calma y ralentizó el paso, y Dixon, a su lado, pareció relajarse también. Le había sorprendido encontrarse al catedrático en la biblioteca, de pie frente al estante de «Adquisiciones recientes». Ahora atravesaban juntos, en diagonal, un pequeño jardín en dirección a la fachada del edificio principal de la universidad. Bien mirados, e incluso mal mirados, parecían sacados de un espectáculo de variedades. Welch, alto y enclenque, tenía el pelo cada vez más cano y lacio; Dixon, bajito, blancuzco y con la cara redonda, llamaba la atención por unas espaldas excepcionalmente anchas a las que jamás había acompañado fuerza ni habilidad física alguna. A pesar del contraste más que evidente entre el uno y el otro, Dixon era consciente de que sus andares, circunspectos y a todas luces meditabundos, debían de parecerles muy doctos a los alumnos con los que se iban cruzando. De hecho, todos ellos podrían haber supuesto que iban hablando de historia, como si ambos fueran miembros de cualquiera de los cenáculos de Oxford o de Cambridge. Es más, en momentos como aquel, Dixon casi llegaba a desear que así fuera, y se sumía en sus pensamientos hasta que el viejo se animaba y estallaba en un ataque de fervor, hablando a voz en grito, y culminando con el trémolo de alguna carcajada producida por algún comentario que solo le hacía gracia a él.

—Además, el desbarajuste llegó a su punto álgido en la pieza que tocaron justo antes del entreacto. El muchacho de la viola tuvo la mala fortuna de saltarse dos páginas de la partitura de golpe y la confusión resultante… Palabra que…

Hablando de palabras, a Dixon le vino una a la punta de la lengua que no tardó en repetir para sus adentros. Después, trató de esbozar una expresión que demostrase al profesor que su charla le estaba divirtiendo sobremanera. Pero el rictus que se le venía a la cabeza era bien distinto, y se prometió llevarlo a la práctica en cuanto se quedara a solas. Elevaría el labio inferior hasta situarlo bajo los dientes superiores y, poco a poco, retraería la barbilla lo máximo posible y abriría los ojos como platos dilatando al tiempo las fosas nasales. Si se dejaba llevar por sus emociones en aquel instante, un peligroso sonrojo acabaría inundando su rostro.

Welch retomó el tema del concierto. ¿Cómo había llegado a ocupar la Cátedra de Historia, incluso en un lugar como aquel? ¿Publicando artículos y libros? No. ¿Por sus excelentes clases magistrales? No, resáltese en cursiva. Entonces, ¿cómo? Una vez más, Dixon acabó descartando la pregunta y se repitió que lo importante era que aquel hombre ejercería un poder decisivo sobre su futuro, al menos durante las siguientes cuatro o cinco semanas. Hasta entonces tendría que ingeniárselas para caerle en gracia, y suponía que una manera de lograrlo era estar presente y demostrar que le interesaba toda aquella cháchara sobre conciertos. Pero, absorto en su charla, ¿se daba cuenta Welch de que alguien le escuchaba? Y si así era, ¿se acordaría después de quién era esa persona? Y si se acordaba, ¿afectaría eso de algún modo al juicio que ya se había formado sobre él? Entonces, abruptamente y sin previo aviso, a Dixon le asaltó la segunda de sus preocupaciones. Tratando de reprimir un bostezo de nerviosismo que le hizo estremecerse, preguntó, con su acento neutro del norte de Inglaterra:

—¿Qué tal le va a Margaret?

Los rasgos arcillosos del profesor dibujaron una expresión indefinible mientras su atención, como una escuadra de viejos y lentos buques de guerra, iniciaba un cambio de rumbo para enfrentarse a la nueva situación.

—Margaret… —dijo, pasado un momento.

—Sí… La verdad es que llevo sin verla una o dos semanas. —O tres, se dijo Dixon, con cierta inquietud.

—¡Oh! Pues juraría que se está recuperando bastante rápido, dadas las circunstancias. Por supuesto, se llevó un gran disgusto con el asunto de aquel tipo, el tal Catchpole, y todos los desafortunados sucesos que vinieron después. A mi modo de ver… Mire usted, yo creo que ahora sufre de la cabeza más que del cuerpo… De hecho, yo diría que, físicamente, está en plena forma. Es más, cuanto antes regrese al trabajo, tanto mejor, aunque por otro lado me temo que ya es demasiado tarde, claro, para que vuelva a impartir clase este curso. Sé que a ella le gustaría retomar sus tareas cuanto antes, y le confesaré que estoy de acuerdo. Le permitiría olvidarse antes de…, de…

Dixon, que estaba al tanto de todo, incluso de más de lo que Welch habría imaginado, se limitó a decir:

—Comprendo. Supongo que este tiempo viviendo en su casa, profesor, con usted y la señora Welch, la habrá ayudado a salir del túnel.

—Sí, creo que hay algo en el ambiente de nuestro hogar que contribuye a la cicatrización. Una vez, hace ya años, un amigo de Peter Warlock[1] que vino de visita en Navidad dijo más o menos lo mismo. Recuerdo que yo mismo, cuando volví de aquella conferencia de examinadores en Durham el verano pasado… Era un día abrasador y el tren estaba… En fin, estaba…

Tras este imprevisto volantazo, el vehículo destartalado al que tanto se asemejaban las conversaciones de Welch reemprendió su rumbo habitual. Dixon se dio por vencido y tensó las piernas para alcanzar, por fin, la escalinata del edificio principal. Se imaginó entonces que agarraba al catedrático por la cintura, que estrujaba su chaleco gris azulado de felpa hasta cortarle el aliento y que subía cargando afanosamente con él las escaleras. Luego arrastraría aquellos piececitos calzados con zapatos de vestir por el pasillo hasta la taza del váter y tiraría una o dos veces de la cadena, e incluso otra más, mientras le rellenaba a Welch la boca con papel higiénico.

Dixon siguió fantaseando. Solo se sonrió, con ojos soñadores, cuando, tras un meditabundo alto en el vestíbulo empedrado, el catedrático le dijo que tenía que subir a recoger su «bolsa» del despacho, que estaba en la segunda planta. Mientras aguardaba, se dedicó a buscar la mejor manera de recordarle, evitando que frunciera el ceño con un prolongado gesto de asombro, que le había invitado a tomar el té en su casa, a las afueras de la ciudad. Habían acordado salir para allá a las cuatro, en el coche de Welch, y ya eran y diez. Dixon sintió una punzada de terror en el estómago al caer en la cuenta de que vería a Margaret y de que esa sería la primera vez que saldrían de paseo desde la noche en que la joven perdió los estribos. Para apaciguar el temor que tal encuentro le inspiraba, centró su atención en los hábitos de conducción de Welch y taconeó estrepitosamente en el suelo con uno de sus zapatones marrones, sin dejar de silbar. Su maniobra surtió efecto durante unos cinco segundos, o tal vez alguno menos.

¿Cómo se comportaría Margaret cuando se quedaran a solas? ¿Se mostraría risueña y fingiría no recordar el tiempo transcurrido desde la última vez que se vieron para así ganar altura moral antes de lanzarse al ataque? ¿O permanecería callada y apática, distraída en apariencia, y a él no le quedaría más remedio que reemplazar a regañadientes su habitual retahíla de trivialidades por un rosario de promesas y excusas cobardes? El encuentro se desarrollaría del mismo modo en que comenzara: con una de esas preguntas que nadie es capaz de responder ni evitar, con alguna confesión espeluznante, con alguna afirmación de Margaret sobre sí misma que, ya fuera pronunciada por efectismo o no, surtiría efecto igualmente. Dixon se había visto arrastrado a esta historia por una combinación de virtudes que desconocía poseer: cortesía, interés amistoso, preocupación cotidiana, cierta disposición bondadosa a que le impusieran cosas y un deseo inequívoco de camaradería. En su momento, le pareció lo más natural del mundo que una profesora invitara a tomar café en su casa a un compañero que, pese a ser mayor que ella, se encontraba por debajo en el escalafón docente. Él aceptó la invitación por cortesía y, desde entonces, sin comerlo ni beberlo, se convirtió en el hombre que «salía» con Margaret y en el competidor oficial de un tal Catchpole, un tipo acechante con un prestigio que variaba según el día. Hubo un tiempo, unos meses antes, en el que llegó a creer que Catchpole le había venido de perlas, pues en cierto modo le había quitado un peso de encima, reduciéndole a la algo más llevadera condición de simple consultor y estratega. Incluso había disfrutado de la aceptación implícita de que era un experto en las técnicas del cortejo. Pero entonces Catchpole le lanzó a Margaret encima, directamente sobre el regazo. Y en esa posición no podía escapar a su sino como único destinatario de las preguntas y las confesiones castrantes de la joven.

Aquellas preguntas… Aunque no se permitía fumar hasta las cinco en punto, Dixon encendió otro cigarrillo al recordar el primer interrogatorio, hacía seis meses o más. Fue a comienzos de diciembre, siete u ocho semanas después de que él empezara a trabajar en la universidad. «¿Te gusta venir a verme?» Aquella era la primera pregunta que recordaba, y le resultó muy fácil responder afirmativamente sin necesidad de mentir. Pero entonces vinieron otras del tipo: «¿Crees que nos entendemos bien?», «¿Soy la única chica a la que conoces en este lugar?», etcétera. Y, en cierta ocasión, después de invitarla a salir tres tardes seguidas: «¿Vamos a seguir viéndonos tanto?». Fue entonces cuando surgieron los primeros reparos de Dixon. Antes de aquello —y también después, durante algún tiempo—, siempre había querido creer que la sinceridad y la franqueza hacían mucho más fácil la engorrosa faena de lidiar con las mujeres. Las confesiones de Margaret —«Disfruto estando contigo», «No suelo entenderme con los hombres», «No te rías de mí, pero creo que el Consejo estuvo más acertado de lo que sus miembros creen cuando te nombraron para el puesto»— le parecieron buena prueba de ello. Dixon no quiso reírse entonces y tampoco quería reírse ahora. ¿Cómo iría vestida aquella tarde? Se sentía capaz de elogiar casi cualquier prenda que llevara, salvo aquel vestido verde de cachemir que solía combinar con unos zapatos de tacón bajo de falso terciopelo.

¿Dónde estaría Welch? El viejo era célebre por sus incorregibles escaqueos. Dixon subió las escaleras al vuelo, dejó atrás las placas conmemorativas y avanzó por los pasillos desiertos, pero cuando llegó al despacho de techos bajos del catedrático, que tan bien conocía, se encontró con que este estaba vacío. Bajó luego trotando las escaleras traseras, una escapatoria que él mismo utilizaba a menudo, y entró en el baño de los profesores. Allí, encorvado con mucho misterio sobre el lavabo, encontró a Welch.

—¡Ah, por fin…! —dijo Dixon con cierta camaradería—. Pensaba que se había marchado sin mí. Profesor… —añadió, quizá demasiado tarde.

Welch elevó su rostro estrecho, distorsionado por la sorpresa.

—¿Marchado? —preguntó—. Usted…

—Me había invitado a tomar el té a su casa —le recordó Dixon—. Quedamos en eso el lunes, a la hora del café, en la sala de profesores. —Al ver su propio rostro reflejado en el espejo del baño, a Dixon le asombró reconocer en él una expresión de entusiasta amistad.

Welch, que se estaba sacudiendo las manos para secárselas, paró de repente. Parecía un salvaje africano contemplando con cara de pasmo un sencillo truco de magia.

—¿A la hora del café? —preguntó.

—Sí, el lunes —repitió Dixon, y acto seguido se metió las manos en los bolsillos y cerró los puños.

—¡Ah! —dijo Welch, levantando al fin la vista hacia él—. Ah… ¿Era esta tarde? —. Se dio la vuelta, alcanzó una toalla cubierta de lamparones y empezó a secarse las manos muy despacio, observando a Dixon sin bajar la guardia.

—Así es, profesor. Espero que aún le resulte conveniente.

—¡Oh, más que conveniente…! —respondió Welch tan tranquilo, aunque en un tono que sonó muy poco natural.

—¡Estupendo! Porque estoy deseando ir —dijo Dixon, descolgando su viejo abrigo de un gancho de la pared.

Aunque se recuperó enseguida de la sorpresa, el comportamiento de Welch seguía ocultando algún misterio. Aun así, recogió enseguida su «bolsa» y se caló su gorro beige de pescador en la cabeza.

—Iremos en mi coche. —Se ofreció.

—Estupendo.

Una vez fuera del edificio, caminaron por una senda de grava hasta el vehículo, que estaba aparcado entre otros cuantos. Dixon echó un vistazo a su alrededor mientras Welch se afanaba en buscar las llaves. Frente a ellos se extendía un jardín descuidado, delimitado por una hilera de verjas amputadas tras las que se hallaban la carretera de la universidad y el cementerio municipal, una conjunción que suscitaba alguna que otra guasa muy popular en la zona. Es más, los propios profesores acostumbraban a alabar ante sus discípulos la sumisión que mostraba, en comparación con ellos, «la clase de enfrente». Tampoco a los alumnos —a nadie, en realidad— se les escapaba el parecido entre los sepultureros y los miembros del cuerpo docente.

Dixon continuaba examinando los alrededores cuando un autobús ascendió lentamente la colina bajo el sol pálido de mayo. Se dirigía al pueblito en el que vivían los Welch. «Llegará antes que nosotros», se apostó consigo mismo. En aquel instante, una voz estruendosa que le pareció —y quizá lo fuera— la de Barclay, el catedrático de Música, comenzó a cantar tras una de las ventanas que se encontraban sobre sus cabezas.

Un minuto más tarde, sentado en el coche mientras Welch trataba de arrancarlo, Dixon oyó un rumor semejante al de un timbre gastado. El ruido acabó mutando en un triple zumbido que pareció transmitirse por todos y cada uno de los componentes del automóvil. Welch volvió a intentarlo, pero esta vez sonó como si alguien estuviera manipulando una caja llena de botellas de cerveza. Antes de que pudiera cerrar los ojos, Dixon se vio proyectado contra el respaldo de su asiento, y el cigarrillo, que aún llevaba encendido en la mano, aterrizó en algún recoveco del suelo. Justo en ese instante el coche derrapó en la grava y salió disparado en dirección al bordillo del jardín, sobre el que Welch transitó despacio unos segundos antes de conseguir detenerlo. Acto seguido, se incorporaron a la carretera a paso de tortuga acunados por el tremendo runrún del motor. Un grupo de alumnos rezagados, envueltos en las bufandas amarillas y verdes de la universidad, se quedaron mirándolos desde el pequeño pórtico de la conserjería, donde colgaban los resultados deportivos.

Ascendieron por el carril central de la carretera. Pronto un camión se les pegó a los talones y empezó a tocar el claxon infructuosamente, y Dixon lanzó una mirada furtiva a Welch, cuyo rostro —le apasionó comprobarlo— mantenía la calma y la fe en sí mismo propias de un intendente de guerra en un día de perros. Dixon volvió a cerrar los ojos. Esperaba que cuando Welch lograra culminar con torpeza los dos cambios de marcha que le quedaban pendientes, la conversación adquiriera un tono menos académico, aunque eso supusiera oírle perorar interminablemente sobre música o sobre las andanzas de sus hijos: Michel, el escritor afeminado, y Bertrand, el pintor barbudo y pacifista del que Margaret ya le había hablado. Pero, fuera cual fuera el tema de conversación, Dixon sabía que antes de que terminara el trayecto su rostro se arrugaría y se deformaría como un saco viejo por la pesada carga de verse obligado a sonreír, a mostrar interés y a pronunciar las tres palabras que le estaban permitidas, además de por los esfuerzos de evitar fatigarse o tensarse con anárquica furia.

—Oh… Uh… Dixon.

Dixon abrió los ojos e hizo lo posible por mirar hacia otro lado. Cualquier recurso era bueno con tal de desahogarse por adelantado.

—¿Sí, profesor?

—Me preguntaba si ese artículo suyo…

—¡Ah, sí! No…

—¿Aún no sabe nada de Partington?

—Sí… En realidad, se lo envié a él antes que a nadie, no sé si lo recordará, pero me dijo que estaban hasta arriba de trabajo…

—¿Cómo?

Dixon habló más bajo de lo que exigía el ruido del coche —básicamente hablar a gritos— para ocultarle por un lado a Welch su propia desmemoria y también, en cierto modo, para protegerse a sí mismo. Cuando volvió a abrir la boca se sorprendió desgañitándose.

—Ya le conté que les resultaba del todo imposible hacerme un hueco.

—Ah, ¿imposible? ¿Imposible? Naturalmente, reciben una cantidad… tremenda de artículos. Aun así, supongo que si algo les llamara verdaderamente la atención… Entonces…, ¿no se lo ha enviado a nadie más?

—Sí, a ese tal Caton que se anunció en el TLS hace un par de semanas. Creo que pretende sacar una revista de historia tratada desde una perspectiva global o algo por el estilo. Y la verdad es que pensaba que me lo publicarían de inmediato. Al fin y al cabo, una revista nueva no puede estar saturada de colaboraciones con tanta antelación, porque todas en las que he…

—Sí, quizá merezca la pena intentarlo con una de esas publicaciones nuevas. Creo recordar que una de ellas se anunció hace algún tiempo en el Times Literary Supplement. El director se llamaba Paton o algo parecido. Quizá le convenga probar suerte con él, ahora que al parecer las publicaciones con más solera han rechazado el resultado de su… esfuerzo. Veamos… ¿Cómo ha titulado ese artículo exactamente?

Dixon contemplaba por la ventanilla los campos que iban dejando atrás, de un verde brillante tras las lluvias de abril. Se había quedado pasmado, y no por el último medio minuto de conversación, puesto que estas anécdotas constituían la esencia misma de los coloquios de Welch, sino por la perspectiva de tener que enunciar en voz alta el título de su artículo. Aunque lo cierto es que se trataba de un título perfecto, pues había logrado condensar en pocas palabras su engorrosa necedad, el desfile fúnebre de afirmaciones en que consistía y que causaban bostezos, y la falsa luz que arrojaba sobre problemas imaginarios. Dixon había leído, o había empezado a leer, docenas de artículos como el suyo, pero este era aún peor, debido a los aires de utilidad y trascendencia que se daba. «Al considerar este asunto extrañamente menospreciado…» Así comenzaba. ¿Menospreciado? ¿Extrañamente? ¿Qué asunto extrañamente menospreciado? Cuando pensó en ello, se sintió un perfecto hipócrita, además de un imbécil, por no haber profanado y prendido fuego aún a su máquina de escribir.

—Veamos… —rememoró frente a Welch, haciendo un esfuerzo un tanto teatral—. ¡Ah, sí! «Los efectos económicos del desarrollo de las técnicas de construcción naval entre 1450 y 1485.» Al fin y al cabo, así es como…

Dixon, incapaz de terminar la frase, dirigió de nuevo la mirada a su izquierda para darse de bruces con el rostro de un hombre que escrutaba el suyo a unos veinte centímetros de distancia. La cara, dominada por un gesto de alarma, pertenecía al conductor de una furgoneta a la que Welch había decidido adelantar en mitad de una curva cerrada flanqueada por dos muros de piedra. De repente, un autobús enorme apareció en lontananza frente a ellos. Welch redujo la marcha un poco, lo bastante para seguir al lado de la furgoneta justo cuando el autobús se les viniera encima, y dijo con determinación:

—Buen título, creo yo.

Antes de que Dixon pudiera acurrucarse hecho una bola, o al menos quitarse las gafas, la furgoneta frenó y desapareció, y el conductor del autobús, vociferando con la boca abierta, logró esquivar el muro. El coche de Welch, con un traqueteo de fondo, se apresuró a regresar a su carril. Dixon, pese al júbilo que sentía de haberse librado del choque, pensó que la muerte del catedrático habría resultado de lo más oportuna para rematar la conversación. En realidad, lamentó su suerte cuando el conductor reanudó la charla.

—Si yo estuviera en su lugar, Dixon, procuraría por todos los medios que el artículo fuera aceptado el mes que viene. Yo carezco de los conocimientos necesarios para emitir un juicio de valor sobre él… —Su voz se aceleró—. Me refiero a juzgar sus méritos, ¿no lo cree? Sería inútil que alguien viniera a mí y me preguntara: «¿Qué le parece el trabajo del joven Dixon?», puesto que no podría brindarle una opinión experta sobre el tema. Sin embargo, si lo publicara una revista de prestigio… Eso… En fin, ni siquiera usted sabe de verdad cuál es su valor, ¿no es así?

Dixon pensó que, al contrario, era más que capaz de juzgar la valía de su artículo. Y desde varios puntos de vista, además. Desde uno de ellos se había ganado a pulso un improperio compuesto por seis palabras. Desde otro, el reconocimiento del impetuoso empeño que había puesto en recabar datos (y del aburrimiento monumental en el que le había sumido la búsqueda). Y, desde un tercer punto de vista, merecía lograr su propósito inicial: enmendar la «mala impresión» que su autor había causado en la universidad y en el Departamento de Historia en concreto. Pero se limitó a decir:

—No, claro que no, profesor.

—Debe comprender, Faulkner, que es de suma importancia para usted que el artículo valga la pena. No sé si me sigue.

Aunque se había equivocado de nombre (el tal Faulkner era el tipo que le había precedido en el puesto), Dixon sabía muy bien de qué hablaba Welch. ¿Cómo narices se había llegado a forjar tan mala fama? Puede que fuera por la herida superficial que le había hecho al catedrático de Inglés durante su primera semana en la universidad. El hombre, un tipo relativamente joven que había estudiado en Cambridge, estaba en la escalinata principal cuando Dixon dobló una esquina —regresaba de la biblioteca— con tan mala suerte que dio un violento puntapié a un canto rodado que se encontró en la acera de macadán. Antes de alcanzar el punto cumbre de su trayectoria, la piedra, lanzada desde una distancia de casi quince metros, golpeó al susodicho bajo la rótula. Aunque Dixon trató de disimular apartando la mirada, para su terrible asombro, el catedrático se había percatado de todo. Salir corriendo habría resultado del todo inútil, puesto que el refugio más cercano se encontraba demasiado lejos. En el momento del impacto, se dio media vuelta y echó a andar hacia la carretera, aunque todos allí sabían quién era el único ser vivo con capacidad para propulsar una piedra que se hallaba allí en el momento del fatídico accidente. Solo una vez echó la vista atrás y vio a la víctima a la pata coja, sin quitarle ojo de encima. Quiso entonces disculparse, pero, ante ese tipo de lances, siempre le vencía el miedo. Le había sucedido algo parecido dos días antes, cuando se tropezó y derribó la silla del secretario en la primera reunión del claustro en el preciso momento en que el buen hombre estaba a punto de sentarse. Solo el grito de advertencia de su asistente evitó el desastre, pero Dixon aún recordaba aquella mirada y aquel rostro agarrotado en forma de ese. Por no mencionar la famosa disertación que redactó para la clase de Welch un estudiante del cuadro de honor. El texto arremetía de modo inmisericorde contra un libro sobre las leyes de cercamiento[2] que había escrito un viejo alumno del catedrático.

—Mire usted, Dixon, cuando le pregunté quién le había metido esos pájaros en la cabeza, él me dijo que todo salía de sus clases. En fin, repliqué con todo el tacto que fui capaz de reunir…

Más tarde, Dixon se enteró de que el libro de marras había sido escrito a instancias de Welch y, en parte, bajo su supervisión. Cualquiera podría haberlo comprobado leyendo los agradecimientos, pero Dixon, cuya máxima era leer lo menos posible, jamás se tomó esa molestia. Fue Margaret quien le puso al tanto. Ocurrió, si no recordaba mal, la mañana anterior a la noche en que intentó suicidarse con una sobredosis de somníferos.

—¡Ah, por cierto, Dixon…! —dijo Welch con un grito apagado que sonó lejano.

Dixon le miró con avidez.

—¿Sí, profesor? —Cuánto mejor seguir escuchando las vivencias de Welch que pensar en las de Margaret (muy pronto tendría ocasión de comprobar de primera mano el material del que estarían hechas esta vez)…

—Me preguntaba si no le importaría venir a casa el próximo fin de semana para… El fin de semana. Creo que será muy divertido. Vendrá a visitarnos gente de Londres, amigos de la familia y de mi hijo Bertrand. También él intentará pasarse, por supuesto, pero aún no sabe si podrá escapar de sus obligaciones. Habrá algún espectáculo, un poco de música, cosas así. Probablemente le pediremos que venga a echarnos una mano.

El coche avanzó entre zumbidos por la carretera desierta.

—Muchas gracias. Encantado de asistir —respondió Dixon, pensando que le encomendaría a Margaret averiguar qué clase de mano era esa que tendría que echarles. Welch parecía bastante animado por la inmediata aceptación de Dixon.

—Estupendo —dijo, apacible—. Y ahora me gustaría discutir con usted un asunto académico. He hablado con el rector sobre la jornada de puertas abiertas que celebraremos antes de fin de curso. Quiere que el Departamento de Historia sea el encargado de lanzar el anzuelo, ¿me sigue?, y yo he pensado en usted.

—¿De veras? —Sin duda había candidatos mucho mejor capacitados para lanzar ese anzuelo.

—Sí. He pensado que quizá quiera encargarse de la clase nocturna que el departamento pretende impartir… Si se ve usted capaz.

—Claro, me encantaría hacerme cargo de la clase de puertas abiertas, si usted me cree capacitado —alcanzó a decir Dixon.

—He pensado que a la lección le iría bien el título de OhAlegre Inglaterra.[3] No es demasiado académico, ni tampoco demasiado…, demasiado… ¿Cree que podría prepararse algo sobre el tema?

[1]. Compositor y crítico musical inglés (1894 – 1930). (Todas las notas son del traductor.)

[2]. Se refiere a las Enclosure Acts, las leyes que regularon el cercamiento de las tierras comunales.

[3]. Merry England en inglés. Idealización bucólica de la Inglaterra anterior a la Revolución Industrial.

2

—Y entonces, justo antes de perder el conocimiento, dejé de preocuparme. Fue repentino. Me agarré al frasco vacío como a un clavo ardiendo, lo recuerdo muy bien, como si estuviera aferrándome a la vida. Pero poco después no me importó nada partir… Me sentía agotada… Aun así, si alguien me hubiera zarandeado diciéndome: «Venga, tú no te vas… ¡Vuelve!», creo que habría tratado de hacer el esfuerzo, que habría intentado regresar. Pero nadie dijo nada, así que pensé: «En fin, es lo que hay, qué más da». Curiosa sensación. —Margaret Peel, pequeña, delgada, con gafas y maquillaje brillante, miró a Dixon esbozando una media sonrisa. A su alrededor resonaban otras seis conversaciones.

—Es buena señal que seas capaz de hablarlo de esta manera —dijo Dixon. Como ella no respondió, él continuó—: ¿Recuerdas lo que pasó después? Pero no me lo cuentes si prefieres no hacerlo… ¡Faltaría más!

—No, no me importa, mientras a ti no te aburra… —Su sonrisa se ensanchó un poco—. ¿Pero no te contó Wilson cómo me encontró?

—¿Wilson? Ah, el tipo de la habitación de abajo… Sí, dijo que tenías la radio tan alta que subió a quejarse. ¿Por qué la dejaste encendida? —Ya casi habían desaparecido los sentimientos que la primera parte del relato de Margaret había despertado en él, y volvía a ser capaz de pensar con lucidez. Ella apartó la vista, dirigiéndola hacia la barra medio vacía.

—En realidad no lo sé, James —dijo—. Algo dentro de mí deseaba que hubiera algún ruido de fondo mientras… partía. El silencio de aquella habitación era espantoso. —Se estremeció un poco, pero después añadió—: Aquí hace un poquito de frío, ¿no te parece?

—Podemos cambiarnos de sitio si lo prefieres.

—No, aquí estamos bien… Ha sido la pequeña corriente que se ha producido cuando ese hombre ha entrado… Ah, sí, después… Creo que enseguida comprendí lo que ocurría, dónde estaba y todo eso. Y lo que estaban haciéndome. Pensé: «Oh, Dios, llevo horas y horas sintiéndome enferma, hecha un trapo, ¿podré soportarlo?». Me desmayaba y volvía a recuperar la conciencia a cada rato, una y otra vez… Mejor así, al fin y al cabo. Cuando recuperé el conocimiento, lo peor ya había pasado. Me refiero a sentirme miserable. Físicamente me encontraba muy débil, ¿te acuerdas? Todo el mundo fue encantador conmigo. Y yo no dejaba de pensar que bastante tendrían con lidiar con los enfermos que lo son en contra de su voluntad. Recuerdo que me daba pavor que llamaran a la policía y me encerraran en un «hospital policial». ¿Existen esos sitios, James? Pero lo cierto es que fueron angelicales conmigo. En realidad, no podrían haberse comportado mejor. Y entonces viniste tú a verme y todo aquel horror empezó a parecerme irreal. Tenías una pinta lamentable… —Se reclinó de lado en su taburete y se carcajeó, con las manos entrelazadas sobre la rodilla y los zapatos de falso terciopelo dejando a la vista sus talones—. Daba la impresión de que acababas de asistir a algún tipo de operación truculenta y horripilante. Estabas pálido como una oveja…, con los ojos hundidos… —Sacudió la cabeza, riéndose aún, aunque en silencio, y se colocó su chaqueta de punto sobre el vestido verde de cachemir.

—¿De verdad? —le preguntó Dixon. En cierto modo, le alivió saber que su aspecto aquella mañana era tan calamitoso como el cuerpo que se le quedó al recibir la noticia. Pero volvió a sentirse mal cuando trató de reunir las fuerzas necesarias para hacerle la última pregunta de rigor. Durante un minuto, se prestó a escuchar a medias el relato de lo estupenda que había sido la señora Welch: la había llevado y traído del hospital todos los días, la había alojado en su casa durante la convalecencia… La mujer del catedrático fue encantadora con Margaret pese a que, cuando discrepaba públicamente de su marido, era la única persona en el mundo capaz de hacerle sentir a Dixon lástima por ese hombre. ¡Cuánto le fastidió tener que oír todas aquellas maravillas acerca de la mujer del catedrático! Era como si Margaret se empeñara en contrarrestar la ojeriza que le tenía a aquella mujer. Al final, dio un gran sorbo a su vaso y preguntó en voz baja:

—No hace falta que me lo digas si no te apetece, pero… ya le has dado carpetazo a todo este asunto, ¿verdad? No se te pasará por la cabeza volver a intentarlo, ¿no?

Margaret levantó la vista rápidamente, como si hubiera estado esperando la pregunta, pero Dixon no consiguió desentrañar si la recibió con alegría o con pesar. De pronto, ella bajó la cabeza y él reparó en lo delicado de la carne que recubría su mandíbula.

—No, no se me ocurrirá volver a hacerlo —afirmó—. Él ya me da igual… No siento nada por él, nada en absoluto. Tanto es así que ahora hasta me parece estúpido haberlo intentado. —La respuesta convenció a Dixon de que su miedo al reencuentro entre aquellos dos era infundado.

—¡Cuánto me alegro! —respondió él con efusión—. ¿Ha tratado de ponerse en contacto contigo de alguna forma?

—No, no lo ha hecho. Ni siquiera se ha dignado a hacer una llamadita de teléfono. Ha desaparecido sin dejar rastro. Es como si lo nuestro nunca hubiera existido. Me figuro que está demasiado ocupado con su idilio. Ya me lo advirtió en su momento.

—¿Te lo advirtió? ¿De verdad?

—Ya lo creo que sí. El señor Catchpole no es de esos que se andan por las ramas. Me lo dijo tal cual: «Me la llevo al Norte de Gales un par de semanas. Pensaba que debía contártelo antes de irnos». Fue encantadoramente sincero, James… Y encantador en todos los sentidos.

Margaret desvió la mirada y esta vez se le marcaron los tendones del cuello y las cervicales. Dixon sintió una punzada de alarma que se intensificó al descubrir que no se le ocurría nada que decir. Examinó el rostro de Margaret como si estuviera interpretando un texto y reparó en los mechones de pelo castaño que ocultaban las patillas de sus gafas, en la arruga que le surcaba una mejilla y que se acercaba, algo que antes no ocurría, a la órbita del ojo (¿no serían imaginaciones suyas?) así como en la leve —e inequívoca, desde su ángulo de visión— curva descendente que dibujaba su boca. No había manera de alimentar aquella conversación, así que se concentró en buscar sus cigarrillos, pero, antes de que pudiera ofrecerle uno y romper el silencio, ella se volvió hacia él con una tenue sonrisa en la que Dixon atisbó, con disgusto, un gesto premeditado de entereza.

Margaret vació su vaso con un gesto rápido y alegre.

—Cerveza —dijo—. ¡Invítame a una cerveza! La noche es joven.

Mientras trataba de captar la atención de la camarera, Dixon se preguntó cuántas rondas más esperaba Margaret que apoquinara y por qué ella, que había conservado su sueldo íntegro durante la baja, jamás se ofrecía a invitarle a un trago a él. Luego recordó con desagrado la mañana anterior a la sobredosis de somníferos. Él no tenía nada que hacer en la universidad aquel día hasta el comienzo de un seminario vespertino de dos horas, y ella estaba libre tras una tutoría. Tomaron un café de siete peniques en un restaurante que acababa de abrir pero que ya por entonces estaba bastante de moda, y después fueron juntos a una farmacia donde Margaret compró un par de cosas, entre ellas el frasco de somníferos. Dixon recordaba a la perfección el gesto con el que había guardado el frasco, envuelto en papel blanco, en el bolso, y había levantado la vista para decir: «Serviré un té esta noche a eso de las diez. Si no tienes nada mejor que hacer, ¿te apetecería pasarte por casa a esa hora?». Dixon respondió que sí, que allí estaría, pero en el momento de la verdad, cuando dieron las diez, se dio cuenta de que no había preparado la clase del día siguiente, además de que la idea de asistir a otra conferencia sobre el tal Catchpole se le antojaba muy poco apetecible. Aquella misma tarde, a primera hora, Catchpole había llamado a Margaret para decirle que habían terminado y, a eso de las diez, la joven ingirió el frasco entero de somníferos. Si hubiera estado allí, pensó Dixon por enésima vez, habría podido evitarlo, o quizá al menos la habría llevado al hospital una hora y media antes de que Wilson lo hiciera. Una vez más, expulsó de su cabeza la imagen de lo que habría ocurrido si aquel vecino no se hubiera molestado en subir al apartamento de Margaret. Lo sucedido fue en realidad mucho más desagradable que el peor de los augurios que se le hubiera podido pasar por la cabeza aquella mañana. La volvió a ver una semana después, en el hospital.

Tras guardarse en el bolsillo el cambio de ocho peniques a sus dos chelines, Dixon empujó una de las copas de cristal tallado hacia Margaret. Estaban sentados en el pub del Oak Lounge, un gran hotel situado a pie de carretera, no demasiado lejos de la casa de los Welch. Dixon, desde su taburete, pensó que compensaría el precio desorbitado de las cervezas engullendo sin control el pretencioso aperitivo consistente en patatas fritas, pepinos y cebollas confitadas —de color rojo, verde y ámbar—. Se abalanzó por el pepino más grande de todos sin dejar de pensar en la inmensa suerte de haber despachado de soslayo la carga emocional de la tarde. Margaret no mencionó las ausencias recientes de Dixon en casa de los Welch, ni dejó caer preguntas ni confesiones venenosas.

—Por cierto, James —dijo, agarrando la copa por el tallo—, me gustaría decirte que estoy muy agradecida por el tacto que has demostrado estas últimas semanas. Has estado estupendo.

Dixon notó como todas sus facultades se ponían en alerta. Estas salidas retóricas de apariencia inofensiva y agradable solían presagiar un ataque inminente, como el jinete misterioso que avanza al galope hacia la diligencia cargada de lingotes de oro.

—No he sido consciente de haber demostrado tanto tacto como dices… —respondió Dixon sin mostrar la menor emoción.

—Has sabido mantenerte en un segundo plano. Eres el único que se ha tomado la molestia de comprender que tal vez prefería que no me hubieran bombardeado a preguntas del estilo de: «¿Y qué tal te encuentras, cariño, después de una experiencia tan desagradable?», etcétera. ¿Sabías que la señora Welch invitó a su casa a gente del pueblo de la que jamás había oído hablar? No dejaban de preguntarme que cómo estaba. Fue increíble. Eran de lo más simpáticos, James, pero, aun así, te confieso que me muero de ganas de salir de ese lugar.

Parecía sincera. A veces Margaret interpretaba los actos u omisiones más inconscientes o hirientes de Dixon de esa manera, aunque nunca tan a menudo, desde luego, como solía confundir los gestos de apoyo con expresiones inconscientes o hirientes. Quizá había llegado el momento de que él guiara la conversación por otros derroteros.

—Neddy me ha dicho que vuelves a sentirte en plena forma para retomar el trabajo —dijo—. Aunque los exámenes están a la vuelta de la esquina. ¿Volverás a la universidad antes de que empiecen?

—Creo que antes me pasaré a ver a mis alumnos para responder cualquier pregunta que quieran hacerme. Siempre que ese esfuerzo no desintegre sus pequeños cerebros de chorlito, claro. Eso es todo lo que haré este curso, además de corregir los exámenes. Aunque lo que en realidad me devolverá a la normalidad será perder de vista a todos los Neddys de este mundo, por ingrato que suene. —Margaret cruzó las piernas de una forma un tanto compulsiva.

—¿Cuánto tiempo tienes pensado quedarte con ellos?

—Oh, espero que no más de dos semanas… En todo caso, pretendo largarme antes de que empiecen las vacaciones de verano. Todo dependerá de lo que tarde en encontrar un lugar donde vivir.

—Eso está bien —repuso Dixon, contento de pronto ante el tono más sincero que parecía estar introduciéndose en la conversación—. Entonces…, seguirás allí el fin de semana que viene.

—¿Dónde…? Ah, ¿para el encuentro bohemio de Neddy? Sí, por supuesto. ¿Por qué? ¡No me digas que tú también irás!

—Pues justo eso te iba a decir… Ha sacado el tema en el coche, cuando veníamos hacia aquí. ¿Por qué te asombra tanto? ¿Se puede saber qué es lo que te parece tan gracioso?

Margaret se estaba riendo de un modo que Dixon bautizó provisionalmente como «el tintineo de las campanillas de plata». A veces pensaba que el comportamiento de la joven era el resultado de intentar llevar a la práctica ese tipo de expresiones, pero, antes de que le diera tiempo a irritarse consigo mismo o con ella, Margaret dijo:

—Sabes dónde te estás metiendo, ¿verdad?

—Sí, bueno… En alguna velada repleta de finolis, supongo. Pero me siento capaz de perorar durante horas con el más inteligente de ellos. ¿Qué es lo que han organizado exactamente?

Margaret enumeró el programa con los dedos:

—Canciones corales. La lectura de una obra de teatro. Una demostración de danza de espadas. Recitales de poesía. Un concierto de cámara. Y algo más, aunque se me ha olvidado. Pero seguro que en un minuto me vendrá a la cabeza. —Y siguió riéndose.

—No te molestes, con eso basta. ¡Dios mío, así que la cosa va en serio! Neddy ha debido de perder la cabeza definitivamente. ¡Es fantástico! No va a ir nadie…

—Me temo que te equivocas de medio a medio. Un tipo de Radio 3 ha prometido venir. Y un cámara del Picture Post. También asistirán algunos de los músicos locales más distinguidos, incluido tu amiguito Johns, que vendrá con…

Dixon ahogó un grito:

—¡No puede ser! —dijo, atragantándose al apurar su bebida—. Ya basta de fantasías, por favor. ¡Cómo van a meter a ese rufián en su casa…! ¿O es que tienen pensado dormir en el jardín? ¿Y si…?

—La mayoría solo se quedará el domingo, a pasar el día, según cuenta la señora Neddy. Pero, aparte de ti, habrá algunos más que hagan noche. Eso sí, Johns llegará el viernes, y probablemente en el mismo coche que tú.

—¡Prefiero estrangular a ese cabrón antes que montarme en el mismo…!

—Sí, sí, faltaría más… Pero no grites. También vendrá uno de los hijos, con su novia. Debe de ser una mujer muy interesante… Tengo entendido que estudia ballet.

—¿Es estudiante de ballet? No sabía que existieran las estudiantes de ballet.

—Pues, al parecer, existen. Y esta en concreto se llama Sonia Loosmore.

—¿De verdad? ¿Cómo te has enterado de todo eso?

—Los Neddy no hablan de otra cosa desde hace una semana.

—Ya me lo imagino. —Dixon miró a la camarera—. Entonces quizá tú sepas por qué quieren que vaya yo.

—Creo que al principio no lo tenían muy claro. Pero te lo habrán pedido para que hagas bulto, me figuro. Aunque seguro que hay un montón de cosas que puedes hacer. No me cabe duda.

—Mira, Margaret, sabes tan bien como yo que no sé cantar ni actuar, que me cuesta leer en voz alta y que, gracias a Dios, tampoco tengo la menor idea de cómo interpretar una partitura. No, ya sé por qué lo han hecho… Y es buena señal, en cierto modo. Quieren ver cómo me manejo entre los capitostes de la cultura, comprobar que estoy capacitado para dar clases en la universidad. Al parecer, alguien que no sabe distinguir una flauta de una flauta dulce no merece que le escuchen hablar sobre el precio de las vacas en tiempos de Eduardo III. —Dixon se llevó a la boca siete u ocho cebollas a la vez y comenzó a masticarlas.

—Pero te habrá invitado a saraos de este tipo antes.

—A ninguno con tanta gente… Dios mío, ¿a qué demonios está jugando? ¿Por qué hace esto? No es posible que sea tan solo por mi bien…

—Creo que anda dándole vueltas a la idea de escribir un artículo o de organizar una tertulia radiofónica sobre la cultura en la región. Ya sabes, esas ocurrencias con las que vino cargado de Manchester por Pascua.

—Pero no creerá que nadie le va a tomar en serio, ¿verdad?

—Y ¿quién sabe lo que piensa en realidad? No, tal vez eso sea solo una excusa para organizarlo. Ya sabes que le encantan estas cosas.

—Peor me lo pones —respondió Dixon, intentando de nuevo captar la atención de la camarera—. Vas a tener que averiguar lo que me tiene preparado. Así podré empezar a pensar en alguna excusa para zafarme.

Margaret posó sus manos sobre las de Dixon.

—Puedes contar conmigo —dijo en un tono de voz suave.

—Pero ¿cómo ha conseguido contactar con el periodista de la BBC y con los del Picture Post? —preguntó Dixon de inmediato—. Habrá invitado a algún pez gordo…

—Me imagino que serán contactos de Bertrand, o quizá de su novia. Pero cambiemos de tema… ¿Podemos hablar de nosotros? Tenemos tanto que decirnos…, ¿no te parece?

—Sí, por supuesto —respondió Dixon, procurando imprimir a su voz un tono de camaradería. Sacó luego el paquete de tabaco y, mientras encendía dos cigarrillos y pedía más bebidas, meditó sobre la extraordinaria capacidad de Margaret para salir siempre por peteneras como quien no quiere la cosa. El cuerpo le pedía lanzar un grito inarticulado, largarse del pub como una exhalación y montarse en el primer autobús urbano que pasara. Margaret, aún en silencio por la proximidad de la camarera —para fortuna de Dixon—, encontró la manera de mantener la tensión por medio de miradas íntimas y rozando la rodilla de él con la suya. Dixon transformó el susto del contacto en un vistazo al reloj que se encontraba encima del mostrador. El giro constante del segundero rojo alrededor de la esfera transmitía la ilusión de que el tiempo avanzaba a toda pastilla. Las otras dos manecillas marcaban las nueve y cinco.

Mientras esperaba a que le devolvieran el cambio, Dixon escrutó a la camarera, una mujer grandota, muy morena y bizca, con el labio superior algo estrecho. Pensó en lo mucho que le gustaba y en la cantidad de cosas que tenían en común, y en lo mucho que le gustaría él a ella si se conocieran. Con la máxima parsimonia de la que fue capaz, se metió las vueltas en el bolsillo del pantalón y después rescató y agitó un paquete de tabaco que alguien se había olvidado en la barra. Estaba vacío. Margaret suspiró a su lado: un preludio inequívoco de que se acercaba el temido momento de las confesiones. Esperó a que Dixon la mirara y entonces dijo:

—¡Qué compenetrados estamos esta noche, James! —Un hombre gordo que estaba a su lado se giró para mirarla—. Por fin hemos superado todos los obstáculos, ¿no te parece? —preguntó.

Dixon, que encontró la pregunta incontestable, la miró asintiendo lentamente con la cabeza, casi esperando una salva de aplausos provenientes de algún auditorio invisible. Qué no habría dado por haber sido capaz de estallar en un arrebato de cólera o de desprecio, un método verdaderamente eficaz de zafarse de cualquier responsabilidad.

Margaret acabó entornando los ojos, como escudriñando la cerveza en busca de algún elemento extraño.

—Parecía demasiado bueno para ser cierto —dijo. Tras otro silencio, continuó en un tono más animado—. ¿Por qué no nos sentamos en otro lugar más… alejado de miradas indiscretas?

Dixon respondió que le parecía una buena idea, y se desplazaron a una esquina vacía de la misma sala, que empezaba a llenarse poco a poco de gente. Antes de sentarse, él se disculpó y fue al servicio.

Una vez allí pensó que habría sido fantástico que hubiese podido despojarse de la doble máscara de conciliador que se había puesto y largarse de inmediato. Le bastarían cinco minutos para llamar a Welch por teléfono, zanjar el asunto entre vituperios y después darle cuenta a Margaret de lo sucedido. Acto seguido, metería en la maleta un par de mudas y embarcaría en el tren de las once menos veinte con destino a Londres. A Dixon, de pie en aquel urinario mal iluminado, le asaltó de nuevo —con un verismo insoportable— la imagen que le iba persiguiendo desde que aceptara el trabajo en la universidad. Era como si estuviera en una habitación oscura, mirando hacia un callejón desierto en el que, bajo el cielo mortecino de la tarde, se desplegaba una sucesión de tubos de chimenea de hojalata. De derecha a izquierda se movía lentamente una pequeña nube doble. No era solo una impresión visual, pues en su imaginación Dixon tenía la sensación de estar oyendo un rumor suave e inidentificable, y creía con la infundada convicción de un soñador que alguien estaba a punto de irrumpir en la habitación. Alguien a quien reconocía en la ensoñación, pero no en la realidad. Estaba seguro de que la imagen era de Londres, aunque no se correspondía con ningún lugar que conociera. En realidad, no había estado en la capital más de una docena de tardes en toda su vida. Por eso se preguntó de dónde le venía el terco deseo de abandonarlo todo y mudarse a Londres, que se había intensificado y concretado a cuenta de su recurrente fantasía.

Dixon, meditabundo, salió de los servicios sin molestarse en cerrar la puerta, que estaba dotada de un mecanismo de aire comprimido que retrasaba el cierre. Pero algún gamberro había aflojado el cilindro y el portazo fue tal que a punto estuvo de golpearle en el talón. En aquel pasillo corto y angosto, el estruendo sonó como la descarga de una pieza de artillería. Incluso creyó oír un grito ronco en el interior del pub. Era, más que nunca, el momento de salir a la calle disparado como una flecha para no volver jamás. Pero la penuria material y la compasión formaban para él una combinación poderosa e invencible, rematada además por una intensa sensación de miedo. De modo que Dixon atravesó de nuevo la puerta barnizada y regresó al Oak Lounge como si nada.

3

Dixon puso cara de haber recibido un disparo en plena espalda y después se detuvo y se dio media vuelta. Salía de la universidad tras una clase y tenía prisa.

—¿Sí, señor Michie?

Michie era un alumno bigotudo que había comandado un batallón de tanques en Anzio cuando Dixon no era más que un triste cabo de la RAF mientras servía en el oeste de Escocia. Cuando le abordó cerca de la portería, su comportamiento, como siempre, parecía esconder algo, aunque Dixon nunca había logrado descubrir qué. Michie aguardó un momento antes de preguntar:

—¿Tiene ya listo el plan de estudios, señor? —Dixon nunca había oído a ningún otro alumno llamar «señor» a un profesor. Además, reservaba el título exclusivamente para él.

—¡Ah, sí, el plan de estudios! —repuso Dixon, intentando ganar tiempo. Aún no lo tenía listo.

Michie fingió entender que debía ser más preciso.

—Ya sabe, señor… Me refiero al temario de la asignatura optativa que impartirá el curso que viene. Dijo que entregaría una copia a los alumnos del cuadro de honor. No sé si lo recuerda.

—Sí, curiosamente recuerdo haberlo dicho —respondió Dixon con ironía, y después se recompuso, pues sabía que no le convenía hacer enfadar a Michie—. Tengo el temario en casa, pero aún no se lo he entregado a los mecanógrafos. Intentaré pasárselo a comienzos de la semana que viene, si le parece bien.

—Sería fabuloso, señor —dijo Michie con empalago, y torció un poco el bigote mientras se sonreía. Luego, se dirigió a la salida sin dejar de mirar a Dixon, como forzándole a seguir sus pasos y abandonar juntos la facultad. Sostenía, oscilante, un maletín a punto de reventar por las lecturas del fin de semana—. ¿Podría pasarme por su despacho a recogerlo?

Dixon renunció a oponer resistencia y aceptó caminar junto a Michie hasta la carretera.

—Faltaría más —dijo. La rabia le quemaba por dentro como las ascuas chamuscan la rebanada de pan olvidada en el tostador. La elaboración de un plan de estudios había sido, por supuesto, idea de Welch. Con dicho plan en la mano, los candidatos al cuadro de honor de Historia podrían saber con antelación si estaban interesados en cursar la nueva optativa de Dixon en lugar de las que impartían los demás profesores del departamento. La asignatura en cuestión era una de las ocho entre las que debían optar para examinarse y posteriormente licenciarse. Y, cuantos más se interesaran por la suya, mejor para él. Ahora bien, había que tener en cuenta que un número excesivo de interesados haría caer la cifra de matriculados en la optativa de Welch por debajo de unos niveles que sin duda disgustarían al catedrático. Con un cuadro de honor de diecinueve estudiantes y un departamento de seis profesores, Dixon decidió que tres alumnos constituían una cifra segura para no buscarse problemas. Por lo pronto, los esfuerzos que había dedicado a su materia —sin contar los pensamientos sobre lo mucho que la detestaba— se habían limitado a tratar de reclutar a las tres mujeres más guapas del curso, unas de las cuales era la novia de Michie, y de paso a excluir al propio Michie. La necesidad de guardar las distancias con él, sumada a la aversión de Dixon a pensar en el trabajo, explicaba buena parte de su incomodidad.

—Si no le importa que le pregunte, ¿tiene alguna idea en mente, señor? —curioseó Michie mientras caminaban cuesta abajo hacia la carretera de la universidad.

A Dixon sí le importó, pero no le quedaba otra que responder:

—Creo, en fin, que el énfasis principal redundará en lo social —dijo, procurando hacer un esfuerzo para evitar el nombre oficial de la asignatura: «Vida y Cultura en la Edad Media»—. Quizá comience con un debate sobre la universidad y su función social, por ejemplo —añadió. En cierto modo, le consoló ser consciente de que su respuesta no significaba nada en absoluto.

—¿Puedo deducir de sus palabras que no tratará la escolástica?

Esta pregunta le hizo recordar a Dixon por qué debía guardar las distancias y mantener a ese individuo lejos de su asignatura. Michie sabía demasiado, o al menos parecía saberlo, lo mismo daba. Una de las cosas que sabía, o parecía saber, era el significado de la palabra «escolástica». El propio Dixon leía, oía y utilizaba el palabro una docena de veces al día sin tener ni idea de lo que quería decir en realidad, aunque también él daba la impresión de saberlo. Lo que tenía muy claro era que no podría seguir fingiendo comprender esta y un centenar de palabras parecidas en presencia de Michie, que sin duda preguntaría y discutiría y argumentaría sobre todas ellas, y podría dejarle en ridículo en cualquier momento sin previo aviso. Y aunque no le resultaría difícil enzarzarse en alguna discusión técnica —una disertación no entregada, por ejemplo—, Dixon era reacio a intentarlo por un temor supersticioso a que Michie se empecinara en cursar Vida y Cultura en la Edad Media por puro rencor y desprecio. Debía mantenerlo cuanto más lejos mejor, pero mediante sonrisitas y lamentaciones, en lugar de propinándole los golpes y las patadas que en realidad merecía.

—No. Me temo que en cuanto a ese tema, no hay mucho que rascar —replicó Dixon—. No estoy capacitado para aleccionar a nadie sobre los sabios Escoto o Tomás de Aquino. —¿O tendría que haber dicho Agustín?

—Pues yo creo que resultaría fascinante estudiar el efecto en la vida de los hombres de los muchos despropósitos y vulgarizaciones a los que se han visto sometidas las doctrinas de los escolásticos.

—¡Oh, estoy de acuerdo con usted, muy de acuerdo! —dijo Dixon, y sus labios empezaron a temblar—. Pero ¿no le parece un asunto más propio de una tesis doctoral que de una clase más bien introductoria?

Michie se explayó en sus argumentos a favor y en contra, aunque por fortuna no hizo ninguna pregunta. En cuanto acabó su disertación, Dixon le expresó su pesar por verse obligado a zanjar una conversación tan interesante, y ambos se separaron al comienzo de la carretera: Michie se dirigió al colegio mayor donde se alojaba y Dixon emprendió la marcha hacia su pensión.

Mientras recorría a toda prisa las callejuelas, aún desiertas antes del cierre de las tiendas y las oficinas, Dixon iba pensando en Welch. ¿Le habría propuesto preparar el temario de una nueva asignatura si no tuviera pensado contar con sus servicios el curso siguiente? Si sustituyéramos el nombre de Welch por el de cualquier otro ser humano, la respuesta sería un no rotundo. Pero el caso es que se trataba de Welch y, con él, no había certezas posibles. Hacía apenas una semana, un mes después de que le hubiera mencionado por primera vez la asignatura en cuestión, Dixon le oyó hablar con el catedrático de Pedagogía sobre la «clase de hombre» que andaba buscando. Un inmenso malestar le invadió durante cinco minutos. Luego Welch se le acercó y le indicó, con bastante aplomo, lo que esperaba que hiciera con los aprobados raspados el curso siguiente. Al recordarlo, Dixon puso los ojos en blanco como si de dos canicas se trataran y se succionó las mejillas hasta adoptar la apariencia de un tísico o un pordiosero. Después, protestando en voz alta, cruzó la calle soleada y se dirigió a la pensión.