Cuentos de insomnio - Lorena Rodríguez Kittsteiner - E-Book

Cuentos de insomnio E-Book

Lorena Rodríguez Kittsteiner

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Beschreibung

"Cuentos de insomnio" es una colección de auténticas historias orales de terror, tan siniestras como didácticas, de la zona central de Chile. Los once relatos que lo componen presentan una muestra renovada de personajes y escenarios clásicos de la tradición popular chilena del terror: la llegada del diablo al pueblo, la noche de San Juan, la maldición del regalo desafortunado, la fortuna enterrada, y otros más. Además, los cuentos están narrados en doble formato, mezclando la narrativa de Lorena Rodríguez, con los cómics de Matías Jaque.

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ISBN: 978-956-12-3669-1

ISBN Digital: 978-956-12-3687-5

1ª edición: julio de 2022

© 2022 por Lorena Rodríguez Kittsteiner.

Inscripción Nº 2022-A-4817. Santiago de Chile.

© 2022 de las ilustraciones por Matías Jaque Hidalgo.

© 2022 del prólogo por Jesús Diamantino Valdés.

© 2022 de la presente edición por Empresa Editora Zig-Zag S.A.

Derechos exclusivos para todos los países.

Editado por Empresa Editora Zig-Zag S.A.

Los Conquistadores 1700, piso 10, Providencia.

Santiago de Chile.

Teléfono (56-2) 2810 7400

[email protected] / www.zigzag.cl.

El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.

Diagramación digital: ebooks [email protected]

Índice

Prólogo

Introducción

Avenida Echaurren 540

A cinco centímetros

El espejo

El pacto

La cabaña

La sonrisa de madera

Todo queda en familia

Paula

Noche de tormenta

El regalo indeseado

Prólogo

El terror y sus evocaciones

por Jesús Diamantino*

¿Cómo podríamos definir el terror? Para unos, es un género que despierta en nosotros un profundo temor; para otros, una forma de ficción que busca entretenernos. En efecto, el terror es eso, pero también mucho más. Es una manera de poner en cuestionamiento quiénes somos y nuestro lugar en el mundo; es una suspensión de la realidad que revela nuestras contradicciones.

Podríamos bosquejar una definición para las obras literarias, en la línea de que estas escenifican un mundo real que de un momento a otro es trastocado por una amenaza extraña. No obstante, esta amenaza no siempre es inexplicable o sobrenatural; otras veces (y no pocas), el terror emerge de cosas reconocibles. El afamado Sigmund Freud nos advertía en su ensayo “Lo ominoso”, que lo siniestro surge desde lo cotidiano, a partir de cosas familiares (objetos e incluso personas) que se tornan, de repente, terroríficas.

Por otra parte, no debemos olvidar que los relatos de terror tienden a montar puentes de identificación con los lectores, es decir, recrean artificiosamente un escenario real, confortable, el cual será trastocado por un elemento extraño, violentando de esta manera la tranquilidad de los personajes y también la de los lectores, quienes, a modo de catarsis, se verán reflejados en el horror ficcional. Así, el género del terror funciona como un espejo, el cual proyecta nuestras frustraciones, traumas y deseos. También nos enfrenta a nuestras carencias y contradicciones, accionando aquellos puntos fóbicos que menciona el querido Stephen King.

Cuentos de insomnio, de Lorena Rodríguez, ahonda en las temáticas clásicas de las historias de miedo; aquí se congregan fantasmas, crímenes, maldiciones, monstruos; todos invocados con una voz fluida y amena, a través de historias profundas, con personajes simples, pero significativamente humanos. Rodríguez no solo nos hace rememorar el pasado ardiente de las supersticiones o las leyendas folclóricas de antaño, sino que las reintegra en un nuevo ecosistema fantástico en donde convergen el modo gótico y un criollismo nostálgico repleto de palpitaciones emocionales. Además, las adaptaciones a la narrativa gráfica que se imbrican en cada texto no hacen menos que enriquecer la experiencia de los lectores, ya que trasmiten lo grotesco, la angustia y el acecho inminente de las diversas amenazas. Las ilustraciones en blanco y en negro nos recuerdan el cine clásico de miedo, como son las grandes películas de la Universal y el Expresionismo Alemán. Un verdadero deleite visual.

Es por ello que me atrevo a decir que Cuentos de insomnio no solo alimentará las pesadillas de aquellos que se atrevan a visitarlo, sino que quedará incrustado como un ejemplo notable de cómo desde el horror también surge el goce artístico.

Julio de 2022

* Doctor en Literatura; académico e investigador de la Universidad Adolfo Ibáñez; antologador de El legado del monstruo y autor de Los que susurran bajo la tierra.

Introducción

De niña pasé mucho tiempo con mis abuelos maternos. Los visitaba casi todos los fines de semana en su departamento de muebles grandes y adornos incomprensibles. Desde mi punto de vista eran simplemente feos, pero nunca me habría animado a decirle a mi abuela lo que pensaba de su jarrón con dragones.

Cada noche hacía lo mismo cuando me quedaba a dormir. Terminábamos de comer, el Tata se instalaba en el living a escuchar la radio y yo seguía a mi Nonna a la cocina. La miraba lavar los platos sentada sobre un banquito de metal que ella usaba para alcanzar las repisas más altas.

Es cosa de verme para saber que provengo de una estirpe de mujeres que no llegan al metro sesenta. Cuando tuve mi propia cocina y comprendí que yo también necesitaba un banquito, deseé haberlo pedido para mí cuando mi abuela murió. Y es que hay veces en las que uno quisiera haber hecho las cosas de manera diferente.

Desde mi trono seguía su figura menuda, sus movimientos hábiles y su andar diligente. Nunca la vi quebrar un plato. Ese rato en la cocina se convertía en un viaje, ya no existían las ollas ni los vasos, la voz de mi Nonna me llevaba lejos y me presentaba personas que, decía, habían sido conocidos suyos. Todos ellos se habían asomado hacia el terreno de lo improbable, encontrándose con algún muerto de regreso entre los vivos o, peor aún, con el mal personificado en busca de su perdición.

Cada historia me dejaba sin dormir, con sus detalles siniestros, su cotidianeidad que la hacían posible incluso hoy. A quién no le ha pasado que escucha una historia de miedo y se dice “esto pudo pasarme a mí”. Me aterraba y a la vez necesitaba saber más. La entretenía con preguntas para atrasarla en el secado y guardado, porque no quería que terminara ese momento que tenía sabor a recuerdo. ¿Quiénes eran esas personas de las que me hablaba? “Lo conocí hace mucho”, me decía. ¿Yo podría conocerlo? “He perdido el contacto, aunque tal vez podría ver si aparece en la guía de teléfonos”, agregaba.

Cuando por fin el trámite de los platos se terminaba, no había ruego que la hiciera cambiar de idea. Se sacaba el delantal, dejaba el paño de cocina extendido sobre la mesa y apagaba la luz. “Es hora de dormir”, me decía. “Hasta mañana”.

Desde mi cama miraba el techo blanco en el que la sombra del árbol de la calle hacía figuras. Si la luna estaba clara, las hojas proyectadas se convertían en los seres de las historias de mi abuela. En el silencio de la noche el tic tac del reloj cucú del comedor se amplificaba y el miedo se instalaba conmigo, ahí, debajo de las sábanas. Sentía ruidos que no sabía explicarme, me parecía que alguien susurraba con voz de niño, un mueble se arrastraba en algún sitio de la casa. Intentaba dormir, pero mi cuerpo comenzaba a jugarme malas pasadas. Ganas de ir al baño. ¿Cuántas veces te has sentido así? No era capaz de poner un pie en el suelo. ¿Y si había algo debajo de la cama? ¿Y si la garra de algún muerto me tomaba del tobillo? A veces conseguía dormir. Otras, no me quedaba más remedio que bajarme de la cama y correr por el pasillo con el corazón transformado en un tambor. Entraba al baño con los ojos fijos en mis pies descalzos. Mirar el espejo era una tentación que me asustaba más incluso que bajar de mi cama. ¿Qué vería en el reflejo? Sabía, mi abuela me lo había dicho, que en las noches el espejo tiene el poder de mostrarnos lo que vendrá luego de la muerte. Quería mirar, pero tenía miedo de ver algo diferente a la pared con el mueble cargado de remedios.

Cuando por fin despertaba a la mañana siguiente, los miedos parecían lejanos e infantiles. ¿Cómo podía haberme asustado por ir al baño que, a la luz del día, era alegre y claro?¿Qué peligro podía esconderse en mi dormitorio de paredes blancas y cubrecama colorido?

Y volvía a esperar ansiosa la llegada de la noche, para volver a participar de la ceremonia del lavado de platos y escuchar las historias de mi Nonna, sentada sobre el banquito de la cocina que jamás debí dejar ir.

Para saber lo que me contó, para conocer las historias de esos hombres y mujeres que se enfrentaron a lo que habita en otro sitio, solo hace falta dar vuelta la página. Esta vez seré yo y no mi abuela la que hable de todos ellos.

Avenida Echaurren 54O

José caminaba pensativo por la vereda. El sereno que iba delante suyo encendía las lámparas a gas y el resplandor de la llama se confundía con los últimos rayos de sol. Al llegar al final de la cuadra se detuvo a mirar la antigua casona abandonada que se erguía imponente en la esquina. El letrero que indicaba el nombre de la calle, Echaurren, también ostentaba cierta elegancia con su marco de fierro y sus ornamentos algo recargados. Era un edificio de fines del siglo XIX. Con detalles barrocos, el estilo francés de su arquitectura llamaba la atención en medio de una ciudad pequeña de construcciones sencillas.

Hacía varios años que el número 540 estaba deshabitado, eran pocas las familias que podían permitirse el lujo de mantener semejante caserón, y las últimas que se habían instalado allí no habían durado más que un par de meses. A causa de esto la casa había cobrado fama de edificio embrujado. Eran muchos los cuentos que se oían acerca de ella: que en sus pasillos se sentían pisadas, que se abrían y cerraban las puertas solas, que por las noches alguien se sentaba a los pies de la cama y luego las sábanas huían hacia el suelo sin explicación.

La hora del crepúsculo convertía a la gran mole de cemento en una amenaza. Fría, oscura. Las llamas de las lámparas recién encendidas en la vereda bailaban en el reflejo de los vidrios de la casa y parecían jugar con José que creía ver, de tanto en tanto, un bulto que se deslizaba dentro de las habitaciones negras. Miraba desde la seguridad de la calle y recordaba la forma en que había quedado deshabitada definitivamente: la última familia que había vivido allí había salido de noche y prácticamente con lo puesto. Esa huida intempestiva era la que había consagrado su mala fama. En el interior habían quedado muebles, ropa, y se decía que incluso la comida guardada en la despensa. La familia y su servidumbre habían salido sin ocuparse de nada más que de poner distancia entre sus elegantes pies y la puerta de entrada.

Esta historia la había oído de boca del sereno, quien había visto al cochero azuzar a los caballos para sacar de allí a sus patrones en medio de una madrugada de invierno.

–Salieron en pijama –dijo–, la señora se echó encima un tapado y envolvieron a los niños con una frazada. Se subieron al coche y desaparecieron para no volver.

José sabía de primera mano que todo lo que se contaba era verdad. Antes de la salida apresurada de la familia, él había estado encontrándose en secreto con una de las criadas, una jovencita de ojos almendrados y sonrisa fácil que le había hablado de sus temores a la hora de irse a dormir.

–Cuando estoy en mi pieza, siento como si alguien estuviera parado justo detrás de mí y se me pone la piel de gallina –dijo, y se acercó un poco más a José, que la cubrió con su brazo protector en un gesto galante.

Un domingo en que aprovechaban el día libre de la joven y el tibio sol de otoño, le habló del enorme agujero que estaban cavando en el patio central de la casa.

–El patrón dice que ahí va a meter la plata –comentó–, que no hay mejor lugar para una fortuna que bajo tierra.

–Ah, ¿sí? Supongo que ahí quedará seguro.

José escuchaba sin mayor asombro, no era raro que las personas acaudaladas buscaran la forma de proteger lo suyo.

–Muy seguro, porque ña’ Josefa dijo que va a poner magia para cuidarlo.

–Ella es la cocinera, ¿no? –José recordó a la mujerona a la que consultaba su propia madre cuando no se sentía bien de salud.

La muchacha siguió la conversación sin pensar en el alcance de lo que revelaba.