Cuentos inquietantes - Edith Wharton - E-Book

Cuentos inquietantes E-Book

Edith Wharton

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Beschreibung

Los Cuentos inquietantes aquí reunidos, buena parte de los cuales han permanecido inéditos en castellano hasta hoy, lo son cada uno a su manera. Algunos se escoran levemente hacia lo sobrenatural, en la línea de los geniales relatos de fantasmas de Henry James, historias en las que el elemento ultraterreno sobrevuela la cotidianidad de modo casi imperceptible: sutilmente invasivo, tan evanescente en ocasiones que la duda atenaza al lector hasta el final provocándole una deliciosa inquietud. Y en otros (más desasosegantes si cabe, por cuanto prescinden de lo asombroso) el misterio se oculta en la propia mente, en las ambiguas actitudes de personajes que se nos antojan perturbadores gracias a la pericia de la autora para manejarse en los meandros de su psicología. Una auténtica obra maestra de lo oscuro que se esconde tras lo cotidiano.

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Cuentos inquietantes

Prefacio

La retórica del miedo

por Lale González-Cotta

Edith Wharton (Nueva York, 1862-Saint-Brice-sous-Forêt, Francia, 1937), no se le ha reconocido lo suficiente su deslumbrante maestría en la técnica del relato de suspense o de terror. En las acotadas y rigurosas leyes del género halló la autora de La edad de la inocencia el habitáculo idóneo para alojar sus historias mínimas pero impactantes, para recoger los elementos más humildes de la cotidianidad y hacer prender en ellos la llama de la desazón, torciendo prodigiosamente el destino de unos sucesos que se trascienden a sí mismos justo cuando iban camino de fundirse en el caudal de lo prosaico.

Los cuentos inquietantes aquí reunidos lo son (parafraseando las muy célebres desgracias tolstoianas) cada uno a su manera. En un primer bloque integraríamos aquellos que se escoran hacia lo sobrenatural, en la línea de los relatos de fantasmas de Henry James, de quien la norteamericana fue gran admiradora y mejor amiga. En estos cuentos el elemento ultraterreno sobrevuela las páginas de manera casi imperceptible, rehuyendo siempre el efecto visceral, al más puro estilo de esta narradora portentosa: sutilmente escalofriante, tan evanescente en ocasiones que la duda atenaza al lector hasta el final provocándole la gozosa inquietud que ha querido subrayar el título de la presente antología. La ambigüedad de algunos de ellos incluso posibilita dos lecturas de un mismo relato. Conviene recordar que Wharton había sufrido terrores nocturnos en su primera juventud, con lo cual sabía bien a qué atenerse con el miedo: lo que a ella la asustaba entonces, esas incorpóreas presencias que acechan en la oscuridad, nos asustará también a nosotros. Dentro de este grupo se encuentran: «Una botella de Perrier», «La duquesa orante», «El veredicto», «La plenitud de la vida», «Después» o «Un viaje».

«Una botella de Perrier» es una historia de crimen y suspense ambientada en el desierto africano. No tardará en prender en el lector una sensación de oscura acechanza que irá en aumento a medida que el protagonista se vea privado del consumo de agua mineral embotellada. Este relato fue muy elogiado por los contemporáneos literarios de Wharton; Graham Greene, de hecho, la calificó como «una soberbia historia de terror». No es poco lo que el lector debe poner de su parte en esta historia y, por fortuna, no habrá confirmación explícita que corrobore sus espeluznadas sospechas. La elipsis es (bien lo supo Wharton) la persiana que impide que un exceso de luz ilumine indeseablemente los rincones de la fantasía.

Sin embargo, dentro de este primer grupo, tal vez sea «La duquesa orante» el relato que más precise de la interpretación del lector para desentrañar algunas situaciones perspicazmente dejadas en penumbra, tales como los privados códigos horticultores que la duquesa parece compartir con el ayudante del jardinero, o el incidente que habría tenido lugar en los albores del matrimonio protagonista y que habría sido el desencadenante del maquiavélico comportamiento del duque hacia su esposa. En un baile de hábiles circunloquios de salón, la ducal pareja perpetrará una venganza de guante blanco, buscando imponerse el uno al otro sin abandonar el ring de la más refinada cortesía.

El cuento titulado «La plenitud de la vida» supone un acercamiento de la autora al tema del más allá. Lo interesante de esta historia es que las visiones descritas en ella podrían ser el correlato de una experiencia personal de Wharton durante un viaje a Florencia en el cual, extasiada ante la belleza de la iglesia de San Miguel y según sus propias palabras, «experimentó una visión maravillosa y se sintió arrastrada por una poderosa corriente que la empujaba hacia delante».

El argumento de «El veredicto» gira en torno a un retrato inquietante y, pese a que la similitud no va mucho más allá, no dejará de repicar en la memoria de los lectores el recuerdo del retrato más siniestro de la literatura universal: el de Dorian Grey. Solo que la diatriba sobre moralidad con delirio faustiano al fondo que interesó a Wilde deviene en Wharton en diatriba sobre la honestidad y la impostura en el arte. La autora de La casa de la alegría fue una reconocida erudita artística que marcó tendencia en su entorno social e intelectual. En este relato desahoga sus suspicacias respecto al papanatismo que impera en el arte, sembrando de ironías una cuestión que no ha perdido vigencia en nuestro tiempo: salvo díscolas excepciones, ¿el artista es o lo hacen?

En «Un viaje», Wharton recrea los espeluznantes problemas prácticos derivados de la intrusión de la enfermedad y de la muerte en el estable discurrir de nuestras vidas. La autora subraya la paradoja sobre lo desentendida que suele estar la gente de la única circunstancia segura, ineludible e impredecible para cualquiera que esté vivo: la muerte. Contrasta la angustia de la protagonista que viaja en tren junto a su marido enfermo con la insensibilidad (incluso con la desalmada curiosidad) del resto de pasajeros. Es uno de los relatos, quizá junto a «Una botella de Perrier», que más se escora hacia lo macabro.

«Después» es el único relato de toda la antología que no es inédito en español, pero nos decidimos a incluirlo porque tradicionalmente ha sido considerado el más espeluznante de los cuentos de la autora (personalmente, me desasosiega más «Una botella de Perrier»). Otro motivo para haberlo integrado en esta colección ha sido el deseo de compensar en lo posible las deficientes versiones accesibles desde Internet, las cuales contienen en su mayoría notables errores, no solo de traducción sino de apreciación lectora. Se trata del clásico relato de casa encantada, paradigma del estilo whartoniano a la hora de abordar el terror: lo verdaderamente temible es lo que se infiltra casi de incógnito en lo cotidiano bordeando la más exquisita ambigüedad.

En el segundo bloque de cuentos el gran enigma es el que se oculta en la psique, en las equívocas actitudes de ciertos personajes que se nos antojan perturbadores gracias a la pericia de la autora para manejarse en los meandros de lo que se ha popularizado como lenguaje corporal. El elemento desazonador surge en estos casos como una astilla punzante clavada en el seno de la plácida existencia de los desavisados protagonistas, la cual vendrá a disolver su paz mental de una manera tan rotunda como sutil. El mensaje subyacente en este grupo de relatos que prescinden de lo sobrenatural sin dejar de ser inquietantes no deja lugar a dudas: lo verdaderamente esotérico reside agazapado en la mente de cada cual. Incluso cuando nos enfrentamos a rasos conflictos domésticos nuestras reacciones pueden llegar a ser imprevisibles y contradictorias. Hasta para (o sobre todo para) nosotros mismos. Y es que, aparte del hábil empleo de la elipsis como técnica narrativa, Wharton alcanzó una asombrosa sabiduría en la manipulación de ese otro tipo de elipsis adherida a la psicología de los personajes que los convierte en insospechados huéspedes de sí mismos, eventualmente irreconocibles en el espejo de su predictibilidad. En esta línea estarían «Los otros dos», «La misión de Jane», «El mejor hombre» y «Un cobarde».

En este grupo de cuentos encontramos además la grata presencia del humor, una copiosa ironía que parecería extraída del acervo de Oscar Wilde, Groucho Marx o Woody Allen:

«Querida, no soy un hombre rico, pero si puedo evitarlo no uso la misma frase dos veces» («La misión de Jane»).

«No obstante, el señor Carstyle parecía lo bastante familiarizado con la literatura moderna para no tomarla demasiado en serio» («Un cobarde»).

Y es que, aunque en líneas generales cabe afirmar que el humor es el mejor disolvente del escalofrío, Wharton consigue en estos relatos la doble pirueta al haber sabido sujetar sus historias en el escurridizo punto medio de lo tragicómico. Tal vez sea «La misión de Jane» el cuento más logrado en este sentido. Se trata de un relato magistral, tan hilarante como cruel, que contrapone los sentimientos más básicos del homo familiar exponiendo las relaciones domésticas como una finísima tela de araña que atrapa a las personas de una forma imprevisible. Lo cómicas que llegan a ser la situación y la mordacidad de ciertas reflexiones atenúan pero no deshacen el pellizco que ha provocado en el lector la atrabiliaria personalidad de Jane y los tácitos temores que dicha personalidad genera en sus padres adoptivos. Llama la atención en esta historia la formidable exhibición de sobreentendidos, muy a la inglesa, que pone de manifiesto hasta qué punto resulta prescindible la comunicación entre una pareja victoriana que se rige por idénticos códigos. El señor Lethbury es un portentoso espécimen de cinismo británico del que se vale Wharton para ironizar sobre la supuesta bendición que han de suponer los hijos para coronar la felicidad matrimonial. No es la primera vez que la cáustica Wharton apunta en esta dirección. El tema fue ampliamente abordado en La solterona, deliciosa nouvelle editada también por Impedimenta, y en sus muchos relatos reaparecen diseminadas gotas de este mismo escepticismo.

Pero es que incluso en relatos tan rotundamente espeluznantes como «Después», «El veredicto» o «Una botella de Perrier» consigue Wharton entreverar la ironía más hilarante sin detrimento de la deseable piel de gallina.

En «Los otros dos» la norteamericana eleva la casualidad a la categoría de grotesca para así introducir en el flácido porvenir de Waythorn, el personaje principal, la turbina de la suspicacia. De qué manera el persistente azar puede abocarnos a situaciones embarazosas que rozan lo siniestro o malhadado es la lectura subliminal de este relato. No hace falta apelar a lo esotérico como recurso enervante (parece querer decírsenos una vez más) porque la vida puede serlo sin ayuda. Así, contra todo pronóstico, Waythorn, feliz recién casado que se dispone a solazarse en las mieles nupciales, se verá abocado a toparse una y otra vez con el pasado que rehúye, esto es, con los anteriores maridos de su flamante esposa, dos dispares fantasmas de carne y hueso con los que no tendrá más remedio que contemporizar en aras de la concordia. Este relato de turbadora comicidad da pie a la escritora para insistir en la imposibilidad de sustraerse a las consecuencias de un divorcio en la Nueva York de finales del xix, una contrariedad que Wharton había sufrido en carne propia al divorciarse de su marido en 1913 con penosas secuelas físicas y emocionales.

«El mejor hombre» es un cuento de argumento político que, aunque no tan inquietante como el resto, incide en que a veces el enemigo más desestabilizador que puede irrumpir en una existencia plácida es el que se instala en el recinto de la conciencia. Subraya Wharton mediante esta historia cómo la corruptela (o la sospecha de ella) puede corroer la paz de un hombre íntegro. Tras su victoria electoral, el senador Mornway debe enfrentarse a una decepción personal que entraña funestas consecuencias en su carrera. El personaje de Rufus Gregg, pese a su efímero paso por la trama, se nos antoja especialmente inquietante, quizá por lo repetido del modelo a lo largo de siglos de corrupción política, contrapuesta en este caso a la probidad que encarna el senador.

En «Un cobarde» el espectro a combatir no será otro que la culpa, mortificante y ubicuo huésped que tarde o temprano se instala en las conciencias honorables. Un suceso acaecido en la juventud del señor Carstyle determinará su posterior personalidad, estancada en una especie de autoexilio de sí mismo que le aboca a una mansedumbre falaz, a una vida subsidiaria, desentendida de cualquier emoción que no sea la de estar al acecho de alguna contingencia heroica que le redima de su pasada cobardía. El entorno, compuesto por la insustancial señora Carstyle y por Irene, la bella pero anodina hija del matrimonio, por las que el patriarca siente una mal disimulada indiferencia, tampoco constituirá un estímulo suficiente para que el penitente deponga su crónica desidia. Pero sucede que en ocasiones entreabrimos la recia puerta de nuestra reserva a la persona más insospechada, al recién llegado con el que no contábamos, generándose entre los interlocutores un recíproco interés. Estamos aquí ante un caso de relato dentro del relato, en el cual la historia principal caería dentro de la mordaz intriga psicológica mientras que la segunda estaría más en la línea del primer grupo de esta selección. La conjunción entre ambos resulta perfecta, soberbio equilibrio entre humor, intriga y eventual escalofrío.

Un denominador común a la mayoría de estos relatos es el tratamiento de las casas o mansiones como personajes, una constante en casi todas las obras de Wharton, que no en vano fue una prestigiosa paisajista y decoradora de interiores. Los espacios donde habita la gente la condicionan (o a la inversa), convirtiéndose en testigos mudos de lo que se exhibe o se esconde, en nexo entre quienes los habitan y quienes les precedieron. En «La duquesa orante», «Una botella de Perrier» y sobre todo en «Después», las mansiones alcanzan envergadura de seres animados.

En líneas generales y cada una a su estilo, estas atmósferas inquietantes son breves irrupciones de lo raro o inesperado en la blanda cotidianidad, suficientes como para hacer realidad la profecía de Borges: «Cualquier instante puede ser el cráter del infierno».

Cuentos inquietantes

La plenitud de la vida

1

Había estado recostada durante horas, sumida en un plácido sopor no muy diferente de la dulce molicie que nos embarga en la quietud de un mediodía estival, cuando el calor parece haber acallado incluso a los pájaros y a los insectos. Mullidamente tumbada sobre flecos de hierba, dirige la mirada hacia lo alto, por encima de la uniforme techumbre que conforman las hojas de los arces, hacia el vasto cielo, despejado e impávido.

De cuando en cuando, a intervalos progresivamente crecientes, la atravesaba una punzada de dolor, como un fucilazo surcando ese mismo cielo de verano. Resultaba, sin embargo, demasiado fugaz para conseguir sacarla de su estupor, ese estupor delicioso y abisal en el que iba cayendo cada vez más profundamente sin oponer el menor conato de resistencia, el más mínimo esfuerzo por aferrarse a los recesivos bordes de la consciencia.

La resistencia y el esfuerzo tuvieron sus momentos de plenitud, pero ahora habían cesado por completo. Su mente, hostigada desde hacía tiempo por imágenes grotescas, por fragmentarias visiones de la vida que llevaba últimamente, por aflictivos versos, por recurrentes representaciones de cuadros contemplados alguna vez, por las difusas impresiones que en ella habían dejado ríos, torres y cúpulas en el transcurso de viajes casi olvidados… Su mente apenas reaccionaba ya a unas escasas y primarias sensaciones de incoloro bienestar, de vaga satisfacción al recordar que le había dado el trago definitivo a aquella medicina fatal… y que no volvería a escuchar el chasquido de las botas de su marido (aquellas horrendas botas), que nadie la molestaría más con cuestiones relativas a la cena del día siguiente o a los encargos pendientes en la tienda de ultramarinos.

Al final, incluso aquellas débiles sensaciones acabaron engullidas por la espesa tiniebla que la iba cercando, por el crepúsculo cuajado de pálidas rosas geométricas, desplegadas ante ella en suaves e incesantes círculos que, a su vez, se ensombrecían poco a poco hasta adoptar una negrura uniforme y azulada similar a la de una noche de verano sin estrellas. Y en dicha oscuridad se iba adentrando paulatinamente, con la reconfortante sensación de seguridad de quien se sabe sostenido desde abajo. Una tibia marea que se deslizaba cada vez más arriba la iba rodeando, envolviendo su cuerpo relajado y exhausto en un aterciopelado abrazo, sumergiéndole primero pecho y hombros, y desplazándose gradualmente sobre su cuello con inexorable delicadeza hasta alcanzar su barbilla, sus orejas, su boca. ¡Ah!, ahora avanzaba demasiado, volvía el impulso de presentar batalla… Tenía la boca llena…, se ahogaba… ¡Socorro!

—Todo ha concluido —anunció la enfermera cerrándole los párpados con profesional aplomo.

El reloj dio las tres. Todos lo recordarían más adelante. Alguien abrió la ventana para permitir la entrada de una de esas corrientes de aire extraño y neutral que recorre la tierra entre la noche y el alba. Alguien (distinto) condujo al marido hasta otra habitación. Él salió con paso indolente, como un ciego, calzado con sus restallantes botas.

2

Le pareció estar de pie bajo una especie de umbral, pese a que no veía ante sí ninguna puerta tangible. Tan solo un inabarcable panorama de luz, suave pero penetrante como el fulgor simultáneo de millares de estrellas, se iba extendiendo gradualmente ante sus ojos ofreciendo un beatífico contraste con la cavernosa oscuridad de la que acababa de emerger.

Avanzó unos pasos, sin miedo pero con cierta vacilación, y a medida que su vista se fue habituando a las fundentes densidades de luz que la rodeaban, acertó a distinguir los contornos de un paisaje que a primera vista se le antojó inmerso en la opalina ambigüedad típica de las vaporosas creaciones de Shelley, pero que poco después fue adquiriendo relieves más definidos. Así, se le fueron desvelando una descomunal y soleada planicie, la aérea silueta de unas montañas y, seguidamente, el plateado serpenteo de un río sobre un valle, así como el estarcido azul de los árboles alineados en sus meandros… Todo ello recordaba en cierto modo, en su tonalidad indescriptible, a los cerúleos azules de Leonardo: extraños, subyugadores, misteriosos… Azules que encauzaban la vista y la imaginación hacia regiones de goces indecibles. Extasiada en tal contemplación, el corazón le latía con un asombro placentero y acuciante; tan jubilosa le parecía la promesa que creía adivinar en la incitación de aquella distancia hialina…

—Así que, después de todo, la muerte no es el fin. —Se escuchó decir a sí misma en voz alta con alborozo—. Siempre pensé que eso era imposible. Creí a Darwin, por supuesto. Todavía creo en él. Pero el propio Darwin dijo (eso pienso, al menos) que no las tenía todas consigo respecto al tema del alma, y Wallace fue un espiritualista, y también estaba George Mivart… 1 —La mirada se le extravió en la etérea lejanía de las montañas—. ¡Qué belleza! ¡Qué bien se está aquí! —murmuró—. Tal vez ha llegado el momento de averiguar lo que es vivir.

Mientras hablaba sintió una repentina aceleración de su ritmo cardiaco y al mirar hacia arriba advirtió que ante ella estaba el Espíritu de la Vida.

—¿De verdad que nunca has sabido lo que es la vida? —le preguntó el Espíritu de la Vida.

—Jamás he conocido la plenitud de la vida que todos nos sentimos llamados a conocer, pese a que no han faltado en la mía dispersos atisbos de ella, como el olor a tierra que a veces se percibe en alta mar.

—¿Y a qué llamas tú «Plenitud de la Vida»? —preguntó nuevamente el Espíritu.

—¡Oh, si tú no lo sabes, cómo voy a explicártelo yo! —dijo ella con un punto de reproche—. Se supone que hay muchas palabras para definirlo, entre las cuales las más usadas son «amor» y «afecto», pero no estoy muy segura de que sean las idóneas. Además, hay tan poca gente que sepa lo que significan…

—Estuviste casada —dijo el Espíritu— y, aun así, ¿no conociste la plenitud de la vida en tu matrimonio?

—¡Oh, no, válgame Dios! —replicó ella con indulgente desdén—. Mi matrimonio fue un asunto bastante precario.

—Y, pese a ello, ¿apreciabas a tu marido?

—Has dado con la palabra exacta. Le apreciaba, sí, pero lo mismo que apreciaba a mi abuela, la casa en que nací o a mi antigua niñera. ¡Oh, sí, le apreciaba!, y se nos consideraba una pareja muy feliz. Pero a veces pienso que la naturaleza de la mujer es como una casa con muchas habitaciones: está el recibidor de entrada por el que pasa todo el mundo para salir o entrar, el salón en el que una recibe a las visitas formales, la sala de estar donde los miembros de la familia vienen y van a su antojo… Pero más apartadas, mucho más apartadas, hay otras habitaciones cuyos picaportes nunca se hicieron girar para abrir sus puertas. Nadie conoce el camino para acceder a ellas, nadie sabe a dónde conducen. Y en la habitación más recóndita de todas, en el santuario de santuarios, el alma se sienta sola, aguardando el sonido de unos pasos que nunca llegan.

—Y tu marido —preguntó el Espíritu al cabo de una pausa— ¿nunca fue más allá de la salita familiar?

—¡Nunca! —respondió exasperada—. Y lo peor de todo es que estaba muy conforme con no pasar de ahí. Consideraba la salita un lugar precioso y, en ocasiones, cuando admiraba el vulgar mobiliario, impersonal como las sillas y mesas de un recibidor de hotel, me entraban ganas de gritarle: «Estúpido, ¿es que nunca vas a adivinar que, justo aquí al lado, hay estancias llenas de tesoros y portentos como no ha visto jamás el ojo humano, estancias a las que jamás ha accedido nadie pero en las que tú podrías quedarte de por vida si fueses capaz de dar con el picaporte?».

—Entonces —prosiguió el Espíritu— esos momentos de los que hablabas antes, esos que parecían sobrevenirte como esporádicos atisbos de la plenitud de la vida, ¿no los compartías con tu marido?

—Oh, no… Nunca. Él era diferente. Sus botas chasqueaban continuamente y cada vez que salía de una habitación lo hacía dando un portazo. Jamás leía nada que no fuesen novelas baratas o las noticias de deportes de la prensa y…, y… En resumidas cuentas, que no nos entendimos en absoluto el uno al otro.

—En ese caso, ¿a qué otras influencias atribuías las exquisitas sensaciones que mencionas?

—Pues no sabría decirlo. Unas veces al perfume de una flor, otras a un verso de Dante o de Shakespeare o incluso a un cuadro o a una puesta de sol, o a uno de esos días de calma en alta mar cuando a una le parece estar recostada en la cuenca de una perla azul. En ocasiones (aunque de manera muy ocasional) a algo dicho por alguien que obró el milagro de poner en palabras, en el momento adecuado, lo mismo que yo había sentido y no había sido capaz de expresar.

—¿Alguien a quien amabas? —inquirió el Espíritu.

—¡Yo nunca he amado de esa forma! —repuso ella con pesadumbre—. Como tampoco pensaba en nadie en particular al hablar, tal vez en dos o tres personas que, al pulsar eventualmente alguna tecla de mi ser, lograron hacer sonar una nota aislada de la extraña melodía que parecía dormir dentro de mi alma. Sin embargo, han sido pocas las veces en las que he podido atribuir tales sensaciones a las personas. Y, desde luego, nadie suscitó nunca en mí una sensación de felicidad como la que tuve el privilegio de experimentar una noche en la capilla de San Miguel, en Florencia.

—Háblame de ello —dijo el Espíritu.

—Fue casi al anochecer, tras una tarde lluviosa de primavera en la semana de Pascua. Las nubes se habían dispersado, barridas por un viento repentino y, cuando entramos en la iglesia, las fulgentes vidrieras de las ventanas brillaban en lo alto como lámparas en la penumbra. Había un sacerdote en el altar mayor y su blanca vestidura contrastaba como una mancha lívida contra la oscuridad saturada de incienso. La luz de las velas danzaba arriba y abajo como luciérnagas en torno a su cabeza. Un grupo de personas estaban arrodilladas a su alrededor. Nosotros pasamos con cuidado por detrás y nos sentamos en un banco cercano al tabernáculo de Orcagna.

»Por raro que parezca, aunque Florencia no era nueva para mí, no había estado antes en esa iglesia, y bajo aquella luz mágica vi por vez primera los escalones taraceados, las estriadas columnas, las esculturas en bajo relieve y el baldaquín del fastuoso sagrario. El mármol, desgastado y pulido por la sutil mano del tiempo, había adquirido un indescriptible tono rosáceo que recordaba remotamente al color miel de las columnas del Partenón, siendo este otro más místico, más intrincado, un color no nacido del pertinaz beso del sol, sino surgido de aquella semioscuridad de cripta, de las llamas de las velas sobre las tumbas de los mártires, de los haces de luz crepuscular filtrados a través de las simbólicas vidrieras de crisoprasa y rubí. Una luz como la que ilumina los misales de la biblioteca de Siena, o como la que irradia cual fuego invisible la Madonna de Juan Bellini en la iglesia del Redentor de Venecia… La luz de la Edad Media, más rica, más solemne, más significativa que el diáfano sol de Grecia.

»En la iglesia reinaba el silencio, tan solo interrumpido por las letanías del sacerdote y por el arrastre ocasional de alguna silla por el suelo. Mientras me encontraba allí, bañada por aquella luz, cautivada por la contemplación del milagro de mármol que se erigía ante mis ojos (hábilmente diseñado como un cofre de marfil, embellecido con incrustaciones de joyería y oscurecidas vetas de oro), sentí cómo era arrastrada por una poderosa corriente cuyo nacimiento parecía remontarse al principio mismo de las cosas y en cuyas torrenciales aguas iban convergiendo todos los afluentes de las pasiones y los afanes humanos. La vida, en sus distintas manifestaciones de belleza y singularidad, parecía danzar rítmicamente en torno a mí mientras me impulsaba hacia delante, y tuve la certeza de que cualquier camino que hubiese transitado alguna vez el espíritu del hombre resultaría ser plenamente familiar para mis pies.

»Extasiada en dicha visión, los pinjantes medievales del tabernáculo de Orcagna parecieron fundirse y recobrar sus formas primitivas, de tal manera que el lánguido loto del Nilo y el acanto griego aparecían entrelazados con los nudos rúnicos y los monstruos de cola de pez del Norte. Cualquier forma plástica de terror o belleza creada por la mano del hombre desde el Ganges hasta el Báltico oscilaba y se entremezclaba en la apoteosis de la María de Orcagna. Y el río no cesaba de empujarme hacia delante. Tras de mí quedaban los irreconocibles rostros de las civilizaciones antiguas y los célebres portentos de Grecia, pero yo continuaba braceando sobre la arrolladora marea de la Edad Media con sus impetuosos torbellinos de pasión y sus remansos de poesía y arte capaces de reflejar el cielo. Podía escuchar los acompasados golpes de los martillos de los artesanos tanto en las herrerías como contra los muros de las iglesias, las consignas de facciones armadas en las angostas callejas, el diapasón de los versos de Dante, el crepitar de los leños en torno a Arnaldo de Brescia, 2 el trino de las golondrinas a las que predicaba san Francisco, la risa de las damas escuchando las salidas de tono del Decamerón al pie de las laderas mientras la Florencia devastada por las plagas clamaba de desesperación a escasa distancia… Pude oír eso y mucho más, todo mezclado en un extraño unísono con voces de un pasado aún más remoto, violentas, apasionadas o apacibles, pero, en cualquier caso, sometidas a una armonía tan increíble que me hizo pensar en el cántico que conjuntamente entonaban las estrellas matutinas, y tuve la sensación de que estuviese sonando justo en mis oídos. El corazón me latía hasta provocarme sofoco, las lágrimas me escocían bajo los párpados… Y es que la dicha, lo misterioso que resultaba todo aquello, llegaba a resultar intolerable, imposible de soportar. Ni siquiera entonces alcancé a comprender la letra de aquel cántico, pero sabía que de haber habido alguien escuchándola a mi lado tal vez entre los dos hubiésemos logrado descifrarla.

»Me volví hacia mi marido, que, sentado junto a mí en actitud de resignado abatimiento, escudriñaba el fondo de su sombrero. Pero justo en ese instante se puso en pie y, estirando sus entumecidas piernas, sugirió amablemente: “Mejor nos vamos, ¿no? No parece que haya demasiado que ver por aquí, y la cena de la table d'hôte 3 se sirve a las seis y media en punto”.

Concluida su exposición, se produjo un intervalo de silencio al cabo del cual el Espíritu de la Vida dijo:

—Siempre aguarda una compensación para las necesidades de las que hablas.

—¡Oh! Entonces, tú sí que me comprendes, ¿no es verdad? ¡Dime qué clase de compensación, venga!

—Se ha dispuesto que cualquier alma que en la tierra haya buscado en vano un alma gemela ante la cual poder desnudar lo más íntimo de su ser la encuentre aquí y se una a ella por toda la eternidad.

Un grito de júbilo escapó de sus labios:

—¡Ah!, ¿voy a encontrarle por fin? —gritó exultante.

—Aquí está —dijo el Espíritu de la Vida.

Ella alzó los ojos y vio ante sí a un hombre cuya alma (bajo aquella luz desmesurada le parecía ver su alma con mayor claridad que su rostro) la atraía hasta él con una fuerza invencible.

—¿Eres tú realmente él?

—Soy él —respondió el otro.

Ella le tendió la mano y le condujo hasta el alféizar bajo el cual se extendía todo el valle.

—¿Bajaremos juntos a ese lugar maravilloso? —le preguntó ella—. ¿Lo veremos juntos como si tuviésemos los mismos ojos y nos diremos con las mismas palabras todo lo que pensemos y sintamos?

—Eso mismo he estado esperando y soñando yo hasta hoy —repuso.

—¿Cómo? —inquirió ella con creciente alegría—. Entonces, ¿tú también me has estado buscando?

—Toda mi vida.

—¡Qué maravilla! ¿Y nunca encontraste a nadie en el otro mundo que te comprendiera?

—No del todo… No como nos entendemos tú y yo.

—¿Así que tú también lo sientes así? ¡Oh, qué feliz soy! —suspiró ella.

Permanecieron con las manos entrelazadas, mirando por encima del alféizar hacia el radiante paisaje que se exponía ante sus pies en medio del espacio zafirino. El Espíritu de la Vida, que continuaba observando bajo el umbral, podía oír de vez en cuando algún volátil retazo de su charla que regresaba demorado hasta él, como la golondrina extraviada que en ocasiones el viento aísla de su tribu migratoria.

—¿No has sentido nunca en el atardecer…?

—¡Oh, claro que sí! Pero nunca se lo escuché decir a nadie más. ¿Y tú?

—¿Recuerdas ese tercer verso del canto tercero del Infierno de Dante?

—Ah, ese verso, siempre fue mi favorito… ¿Es posible que…?

—¿Sabes cuál es la Victoria inclinada del friso de Atenea Niké?

—¿Te refieres a la que se ata la sandalia? ¿Entonces también tú te has dado cuenta de que todos los Botticelli y Mantegna están latentes entre los vaporosos pliegues de sus ropajes? 4

—¿Has visto alguna vez tras una tormenta de otoño…?

—¡Sí, sí! Es curioso cómo ciertas flores evocan a ciertos pintores, el perfume del clavel a Leonardo, el de la rosa a Tiziano, el del nardo a Crivelli…

—Jamás imaginé que otra persona pudiese haberlo notado.

—¿No has pensado nunca…?

—¡Oh, sí! Más veces de las que crees, pero ni en sueños se me ocurrió que otro pudiese haber pensado lo mismo.

—Pero sin duda debes de haber sentido que…

—Oh, sí, sí… Y tú también…

—¡Qué hermoso! ¡Qué extraño…!

Sus voces subían y bajaban como el sonido de dos fuentes respondiéndose la una a la otra a través de un jardín sembrado de flores. Al cabo de un tiempo, en tono de dulce apremio, él se volvió hacia ella y le dijo:

—Amor, ¿por qué demorarnos aquí? Tenemos toda la eternidad por delante. Bajemos juntos hasta esos hermosos campos y levantemos una casa en alguna de esas colinas azules que se que alzan sobre el reluciente río.

Mientras el hombre hablaba, ella retiró instintivamente la mano que minutos antes había dejado abandonada en la suya, y él pudo advertir que una nube atravesaba el resplandor de su alma.

—¿Una casa? —repitió ella en voz queda—. ¿Una casa en la que vivir los dos juntos durante toda la eternidad?

—¿Por qué no, amor? ¿Acaso no soy el alma que la tuya ha estado buscando?

—Sssí…, sí, lo sé… Pero, ya sabes, una casa no me parecería mi casa a no ser que…

—¿A no ser que…? —repitió él con un deje de asombro.

Ella se abstuvo de responder, pero mentalmente, en un arrebato de arbitraria sinrazón, concluyó para sí misma: «A no ser que cerrases la puerta de un portazo y llevases botas que chasqueasen al andar».

Pero él la había tomado nuevamente de la mano y, avanzando de modo apenas perceptible, la iba conduciendo hacia la refulgente escalinata que descendía hasta el valle.

—Vamos, ¡ay, alma de mi alma! —le imploraba él apasionadamente—. ¿Para qué perder un solo instante? Seguro que, al igual que yo, sientes que incluso la eternidad resulta corta para esta dicha nuestra. Ya me parece ver nuestro hogar. ¿Y acaso no lo he visto siempre en mis sueños? Es todo blanco, ¿no es verdad, amor?, con columnas suaves al tacto y una cornisa con relieves recortándose contra el azul del cielo. Rodean la casa arboledas de laurel y adelfas, así como macizos de rosas, pero desde la terraza por la que solemos pasear al caer la tarde la vista también alcanza a divisar bosques y frescos prados a través de los cuales, casi sepultado bajo primitivas frondas, un arroyo sigue su delicado curso en busca del río. Dentro de casa nuestros cuadros favoritos cuelgan de las paredes y los libros se alinean en los estantes de las habitaciones. Fíjate, querida, por fin tendremos tiempo de leerlos todos. ¿Por cuál empezaremos? Vamos, ayúdame a elegir. ¿Será Fausto, La vida nueva, La tempestad, Los caprichos de Mariana oel trigésimo primer canto del Paraíso,o tal vez el Epipsychidion o el Lycidas?Dime, querida, ¿cuál?

No había terminado de hablar cuando advirtió la sonrisa de ella vibrando ilusionada en sus labios. Sin embargo, se le borró al instante, justo antes del silencio que se produjo a continuación. Permaneció inmóvil, remisa a la invitación de la mano que él le tendía.

—¿Qué ocurre? —preguntó él en tono de súplica.

—Aguarda un instante —dijo ella con una extraña vacilación en la voz—. Antes necesito saber, ¿estás completamente seguro de ti mismo? ¿No hay nadie en el mundo a quien recuerdes algunas veces?

—No desde el momento en que te vi —repuso él. Porque, para ser un hombre, era verdad que se había olvidado por completo.

Con todo, ella seguía sin moverse, y él vio oscurecerse la sombra que se abatía sobre su alma.

—Seguramente, amor —le reprochó él—, no es eso lo que de verdad te inquieta. Por lo que a mí respecta, ya he surcado el Lete. 5 El pasado se ha desvanecido como una nube sobre la luna. No fue vida lo que tuve hasta encontrarte.

Ella no respondió a sus ruegos, pero, al cabo de unos minutos, incorporándose con visible esfuerzo, se apartó de él y se acercó al Espíritu de la Vida, que todavía aguardaba junto al umbral.

—Quiero hacerte una pregunta —dijo ella, preocupada.

—Pregunta —respondió el Espíritu.

—Hace un rato —empezó a decir lentamente— me dijiste que cualquier alma que no hubiese encontrado su alma gemela en la tierra está llamada a hallar una aquí.

—¿Y no has encontrado ninguna? —preguntó el Espíritu.

—Sí, pero ¿le ocurrirá lo mismo al alma de mi esposo?

—No —contestó el Espíritu de la Vida—, porque tu esposo creyó haber encontrado en ti su alma gemela en la tierra. Y la eternidad carece de remedios para tales alucinaciones.

A ella se le escapó un pequeño grito. ¿De decepción o de triunfo?

—Entonces… ¿qué le pasará a él cuando llegue aquí?

—No sabría decírtelo. No cabe duda de que hallará cierto campo de acción y de felicidad, en justa proporción a su capacidad para ser activo y feliz.

Ella le interrumpió espetándole casi al borde de la cólera:

—Nunca será feliz sin mí.

—No estés tan segura de eso —contestó el Espíritu.

Como ella pareció hacer caso omiso, el Espíritu añadió:

—Tu marido no va a comprenderte aquí arriba mejor de lo que lo hizo en la tierra.

—No importa —dijo ella—. Yo seguiré siendo la única damnificada, puesto que él siempre pensó que me comprendía.

—Sus botas chasquearán igual que antes…

—Eso no me importa.

—Y dará portazos al salir…

—Seguramente.

—Y seguirá leyendo populares novelas de tren.

Ella le atajó con vehemencia:

—Bueno, muchos hombres hacen cosas peores.

—Pero acabas de decir —insistió el Espíritu— que no le amabas.

—Cierto —repuso ella sin vacilación. Pero ¿no te das cuenta de que no podría sentirme en casa sin él? Todo esto está muy bien para una o dos semanas… ¡pero para la eternidad! Al fin y al cabo los chasquidos de sus botas no me molestaban tanto, salvo cuando tenía jaquecas, y supongo que aquí no las tendré. Y además él se arrepentía enormemente cada vez que daba un portazo… Solo que era incapaz de acordarse de no hacerlo. Por otra parte, ninguna otra persona sabría cuidar de él como yo… Es un ser tan desvalido… Nadie rellenaría nunca su tintero, se quedaría sin sellos de repente y sin tarjetas de visita. Nunca se acordaría de reforzar el paraguas o de preguntar el precio de algo antes de comprarlo. Vamos, ni siquiera sabría qué novelas leer. Siempre era yo quien tenía que escoger las que le gustaban, esas con crímenes, falsificaciones y algún detective infalible.

Se volvió abruptamente hacia su alma gemela, que permanecía escuchando con cara de estupor y consternación.

—¿No entiendes que de ninguna manera me puedo ir contigo?

—Pero ¿qué piensas hacer? —preguntó el Espíritu de la Vida.

—¿Que qué es lo que pienso hacer? —repitió ella indignada—. Pues obviamente me dispongo a esperar a mi marido. Si él hubiese llegado primero, me habría esperado durante años, y le partiría el corazón no encontrarme aquí cuando llegase. —Señaló con desdén la mágica visión de la colina y el valle en las estribaciones de las translúcidas montañas—: Le importaría un rábano todo eso —añadió— si no me encontrase a mí aquí.

—Pero ten en cuenta —le advirtió el Espíritu— que ahora estás eligiendo para la eternidad. Es un momento solemne.

—¡Eligiendo! —dijo ella con una media sonrisa triste—. ¿Aquí arriba todavía sigue vigente esa vieja falacia sobre la elección? Pensaba que precisamente tú sabrías a qué atenerte al respecto. ¿Qué puedo hacer? Él esperará encontrarme aquí cuando venga y jamás te creería si le dijeses que me he marchado con otra persona… Nunca, jamás.

—Sea pues —dijo el Espíritu—. Aquí, como en la tierra, uno tiene que elegir por sí mismo.

Ella se volvió hacia su alma gemela y le miró con afecto, casi con añoranza.

—Lo siento —dijo—. Me habría gustado volver a hablar contigo, pero sé que lo entenderás, y me atrevo a asegurar que encontrarás a alguien mucho más inteligente…

Y sin demorarse para escuchar su respuesta le dedicó un apresurado gesto de despedida y se volvió hacia el umbral.

—¿Llegará pronto mi marido? —le preguntó al Espíritu de la Vida.

—Eso no estás llamada a saberlo —replicó el Espíritu.

—No importa —dijo ella alegremente—. Tengo toda la eternidad para esperar.

Y sola, sentada en el umbral, aún espera escuchar, de un momento a otro, el chasquido de sus botas.

Notas

1. George Jackson Mivart (1827-1900). Biólogo británico que rebatió algunos puntos de la teoría evolutiva darwiniana y trató de conciliarlos con las creencias del catolicismo. (Todas las notas son de la traductora.)

2. Sacerdote y reformador religioso italiano condenado a muerte en Roma en 1155 por Inocencio II. Sus restos fueron posteriormente quemados en la hoguera y sus cenizas arrojadas al Tíber para impedir que sus adeptos hiciesen de su tumba un lugar de peregrinación.

3. En francés en el original. La table d'hôte designa la cena que se sirve en una chambre d'hôte, equivalente al Bed and Breakfast británico.

4. Kallimakos destaca en la historia del arte por sus relieves para el templo de Atenea Niké de la Acrópolis ateniense. Entre ellos está la Atenea a la que se refiere Wharton, sorprendida en el gesto espontáneo de atarse una sandalia, una escena de gran sutileza, movimiento y sensualidad, gracias al empleo de la técnica de «los paños mojados», que permite adivinar la anatomía femenina. Es probable que la autora se refiera al uso de dicha técnica y a su repercusión en artistas como Botticelli y Mantegna.

5. Se creía que antes de ser reencarnadas se obligaba a las almas a beber de las aguas del Lete («olvido» en griego), que provocaban el olvido, para que no recordasen sus vidas pasadas.

Un viaje

Acostada en su litera, con la mirada prendida en las sombras que se cernían sobre su cabeza, el apremiante ritmo de las ruedas persistía en su cerebro sumiéndola en círculos cada vez más profundos de desvelada lucidez. El coche cama había sucumbido al silencio nocturno. A través de los húmedos cristales de las ventanas contemplaba las luces fugaces, los largos jirones de presurosa oscuridad. De vez en cuando giraba la cabeza y miraba entre las rendijas de las cortinas de su marido, al otro lado del pasillo…

Se preguntó inquieta si necesitaría algo, si podría oírle si él la llamaba. Su voz se había debilitado mucho a lo largo de los últimos meses y le irritaba que ella no le oyese. Aquella irritabilidad, aquella creciente petulancia infantil, parecía ser la forma de expresión que había adoptado el sutil distanciamiento entre ambos. Seguían estando cerca, como dos rostros que se contemplasen mutuamente a través del panel de un cristal y casi pudieran tocarse. Y, sin embargo, eran incapaces de escuchar o sentir la presencia del otro: se había roto la conductividad entre ambos. Al menos ella era consciente de tal separación y, en ocasiones, también le parecía verla reflejada en la mirada con la que él compensaba sus menguantes palabras. Indudablemente la culpa era de ella. Su salud era demasiado infranqueable como para que hiciesen mella en su persona las irrelevancias de la enfermedad. La ternura culpable que ella le dispensaba no le impedía percibir la irracionalidad del otro. Tenía la vaga sensación de que había algún propósito en sus irreprimibles tiranías. Lo brusco del cambio la había cogido completamente desprevenida. Hacía apenas un año el pulso de ambos había latido a un vigoroso unísono. Los dos habían sentido una confianza pródiga en un futuro que se les antojaba inagotable. En cambio, ahora, sus respectivas energías no marchaban al mismo ritmo: la suya continuaba incitándola hacia el porvenir, vislumbrando territorios de esperanza y de actividad que aún estarían aguardándola, mientras que la de él había quedado rezagada, luchando en vano por alcanzarla.

Cuando contrajeron matrimonio, ella tenía muchas cosas sin vivir de las que quería resarcirse. Sus días habían estado tan vacíos como el aula de paredes encaladas en la que se esforzaba por inculcarles datos de escaso provecho a niños remisos a aprender. La llegada de él había interrumpido el marasmo de sus circunstancias, ensanchando el presente hasta convertirlo en recipiente de las más remotas posibilidades. Pero dicho horizonte se había angostado de modo imperceptible. La vida le guardaba rencor; nunca le sería permitido extender las alas.

Al principio, los médicos habían dicho que seis semanas de aire cálido bastarían para que él se recuperase del todo, pero, a su regreso, la certidumbre inicial fue matizada por la circunstancia de que también existieran inviernos en los climas secos. Así pues, ambos renunciaron a su bonita casa, almacenaron los regalos de boda y el mobiliario nuevo y se marcharon a Colorado. Ella odió aquel lugar nada más verlo. Nadie la conocía y a nadie le importaba lo más mínimo; no había nadie que se maravillase del buen matrimonio que había hecho, nadie que envidiase sus vestidos nuevos ni las tarjetas de visita que ni ella misma había dejado de admirar aún. Y cada día iba a peor. Se sentía asediada por dificultades demasiado difusas para afrontarlas con su habitual temperamento directo. Todavía quería a su marido, por supuesto, pero gradualmente y de un modo impreciso este había empezado a dejar de ser él. El hombre con el que se había casado era fuerte, activo, delicadamente dominante… El típico varón cuyo mayor placer consiste en despejar el camino de los obstáculos prácticos de la vida. En cambio ahora a ella le había tocado el papel de protectora, era a él a quien había que evitarle cualquier molestia, a él a quien había que prepararle gotas o caldo de ternera aunque se les estuviese cayendo el mundo encima. La rutina de la habitación del enfermo la desconcertaba y aquella puntual administración de medicamentos se le antojaba tan fútil como un incomprensible rito religioso.

Pese a todo, no faltaban momentos en los que unos cálidos borbotones de lástima conseguían suprimir el instintivo resentimiento que le inspiraba el estado de su marido, en los que, al acariciarse ambos en medio de la densa atmósfera de la postración del enfermo, todavía hallaba ella en sus ojos a la persona que había sido. Pero tales momentos se habían vuelto cada vez más infrecuentes. En ocasiones su rostro demacrado e inexpresivo como el de un extraño, su voz apagada y ronca, su sonrisa de delgados labios, una mera contracción muscular llegaban incluso a darle miedo. Su mano evitaba el contacto con aquella piel húmeda y suave que había perdido la robustez de la salud y se sorprendía a sí misma observándole furtivamente como podría haber observado a un animal exótico. La estremecía advertir que aquel era el hombre al que amaba. A ratos tenía la sensación de que contarle a su marido sus propias tribulaciones habría sido la única vía de escape a sus temores.

Sin embargo, por lo general se juzgaba a sí misma con mayor indulgencia, diciéndose que tal vez había pasado demasiado tiempo sola con él, que se sentiría de otro modo una vez estuviesen de regreso en casa, rodeada de su fuerte y optimista familia. ¡Qué contenta se había puesto cuando los médicos dieron por fin su consentimiento para que él volviese a casa! Naturalmente, sabía lo que significaba aquella decisión. Ambos lo sabían. Significaba que él iba a morir, pero disfrazaron la verdad con esperanzados eufemismos y en ocasiones, en el alborozo de los preparativos, ella llegaba a olvidar el propósito de aquel viaje e incurría en espontáneas alusiones a cualquier plan concebido para el año siguiente.

Por fin llegó el día de la partida. La asaltó un miedo terrible a que nunca consiguieran marcharse, a que de algún modo él le fallase en el último momento, a que los médicos sacaran a relucir alguna de las muchas insidias a las que les tenían acostumbrados. Pero no sucedió nada. Llegaron en coche hasta la estación, instalaron al enfermo en su asiento con una manta sobre las rodillas y ella se apostó junto a la ventana dedicando gestos de despedida sin atisbo de nostalgia a aquellas amistades que nunca llegaron a gustarle.

Las primeras veinticuatro horas habían transcurrido bien. Él se había animado un poco e incluso le distrajo contemplar por la ventanilla la humareda que desprendía el vagón. Al segundo día empezó a aburrirse y a mostrar su fastidio ante la pertinaz mirada de indiferencia de la pecosa niña del chicle. Ella se vio en la obligación de explicarle a la madre de la niña que su marido estaba muy enfermo y que había que intentar molestarle lo menos posible, declaración esta que fue recibida por la dama con un resentimiento ostensiblemente compartido por el instinto maternal del vagón entero…

Aquella noche el enfermo durmió mal y a la mañana siguiente la fiebre le había subido tanto que no le cupo duda de que se estaba poniendo peor. El día prosiguió con lentitud, marcado por las pequeñas molestias del viaje. Detectaba en las contracciones del extenuado rostro de su marido cada una de las sacudidas y los traqueteos del tren, hasta tal punto que también el cuerpo de ella experimentó agitaciones de empática fatiga. Se daba cuenta de cómo miraban los otros al enfermo, por lo que no dejó de prodigarle atenciones para interponerse entre él y aquellos ojos inquisitivos. La niña pecosa le rondaba como una mosca. Los caramelos y los libros de fotografías que llegó a ofrecerle no consiguieron ahuyentarla: cruzó una pierna sobre la otra y siguió observando imperturbable a su marido. El mozo del tren se detuvo un momento a su paso y profirió vagas propuestas de ayuda, hostigado seguramente por más de un pasajero filantrópico henchido de aquella sensación de «deberíamos hacer algo». A un nervioso individuo con bonete incluso se le escuchó expresar de forma audible su preocupación sobre el posible efecto que todo aquello podría tener sobre la salud de su esposa.

Las horas transcurrían con una cansina falta de actividad. Al atardecer, ella se sentó junto a su marido y él puso su mano sobre las suyas. El roce la sobresaltó. Parecía como si él la estuviese llamando desde muy lejos. Ella le miró impotente, y la sonrisa de él la traspasó como un espasmo físico.

—¿Estás muy cansado? —le preguntó.

—No, no demasiado…

—Pronto estaremos en casa.

—Sí, muy pronto.

—A esta ahora mañana…