Cuentos para leer bajo la luna - Álvaro Bautista Cabrera - E-Book

Cuentos para leer bajo la luna E-Book

Álvaro Bautista Cabrera

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Beschreibung

Cuentos para leer bajo la luna se compone de siete cuentos dirigidos a los niños y, también, al niño que sobrevive en los adultos. Narran experiencias infantiles singulares, y fabulosas. El primero, La pelota azul, cuenta una especie de partido de fútbol con el viento; El bosque de los chapules le pone a un niño, Pacho, una serie de pruebas para poder realizar una tarea de biología. El tercer cuento, Lisa y sus muñecas, presenta el teatro imaginario que se da en el juego de una niña con sus muñecas; El sabroso viaje de tres frutas cuenta cómo unas frutas encuentran . sus inevitables destinos; Angie y el gato negro expone los temores de una niña cuyo padre vive en una país lejano. El don de los huérfanos le entrega a dos hermanos un prodigio mágico con el que podrán pelear contra las injusticias de 'los compañeros abusivos y los profesores tiránicos e ineptos. Finalmente, Camila., la niña que aprendió a silbar -un homenaje. al cuentista uruguayo Horacio Quiroga- relata cómo una niña descubre la rudeza de su naturaleza.

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Bautista Cabrera, Álvaro

    Cuentos para leer bajo la luna / Álvaro Bautista Cabrera. -- Cali: Programa Editorial Universidad del Valle, 2018.

    90 páginas; 22 cm. -- (Colección Artes y Humanidades)

    Incluye índice de contenido

    1. Cuentos colombianos 2. Bosques - Cuentos 3. Gatos - Cuentos 4. Sueños - Cuentos I. Tít. II. Serie

Co863.6 cd 21 ed.

A1608872

    CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Universidad del Valle

Programa Editorial

Título:        Cuentos para leer bajo la luna

Autor:         Álvaro Bautista Cabrera

ISBN:           978-958-765-882-8

ISBN-pdf:    978-958-765-883-5

ISBN-epub:  978-958-5168-21-3

Colección: Artes y humanidades

Primera edición

Rector de la Universidad del Valle: Edgar Varela Barrios

Vicerrector de Investigaciones: Jaime R. Cantera Kintz

Director del Programa Editorial: Omar J. Díaz Saldaña

© Universidad del Valle

© Álvaro Bautista Cabrera

Carátula, Ilustraciones y diagramación: Sara Isabel Solarte Espinosa

Corrección de estilo: María Camila Cuenca Ortíz

Este libro, salvo las excepciones previstas por la Ley, no puede ser reproducido por ningún medio sin previa autorización escrita por la Universidad del Valle.

El contenido de esta obra corresponde al derecho de expresión de los autores y no compromete el pensamiento institucional de la Universidad del Valle, ni genera responsabilidad frente a terceros. Los autores son responsables del respeto a los derechos de autor del material contenido en la publicación (textos, fotografías, ilustraciones, tablas, etc.), razón por la cual la Universidad no puede asumir ninguna responsabilidad en caso de omisiones o errores.

Cali, Colombia, diciembre de 2020.

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

A Javier e Irene Alejandra

CONTENIDO

La pelota azul

El bosque de los chapules

Lisa y sus muñecas Cuento para dormir en casa de las amigas

El sabroso viaje de tres frutas

Angie y el gato negro

El don de los huérfanos

Camila, la niña que aprendió a silbar

Cuando el tío le regaló la pelota, Tomás sintió pesar. Él quería un balón de verdad.

La pelota era grande, templada y azul. Liviana como un globo. Era bonita y tenía dibujado un barco de colores vistosos que parecía navegar.

Tomás la cogió y sintió la docilidad del caucho. Se preparó a patearla, cuando le dijeron que allí en la sala no lo hiciera, que fuera al patio o al antejardín.

Tomás fue al patio y la pateó. La pelota salió disparada. Pegó en la pared izquierda y luego en la del fondo y se vino con furia hacia la puerta, entró y fue a parar a la cocina.

—Ten cuidado, Tomás. No me vayas a quebrar la losa —dijo la mamá.

Tomás fue por ella y se puso jugar treintaiuna. Cuando iba por veintinueve, la pelota se elevó y fue a parar al techo.

Tomás no vio problema. Se trepó por la tapia. Vio el reguero de cosas del vecino, y caminó por el techo hacia la pelota. Al intentar cogerla, esta se corrió un poco hacia la canal. Caminó hacia ella, y el viento la arrastró al tejado del vecino.

Tomás sabía la rabia que le daba a don Ton que le pisaran el techo. Era un hombre nacido en otro país, cascarrabias, y que siempre decía: “En qué maldito país, venido heme a vivir”.

El chico pisó suave en el techo vecino y quiso de nuevo alcanzar la pelota. El viento la hizo correr aún más, pasando a la otra casa, la de tres viejitas odiosas que no dejaban de cantaletear a todo el mundo. Las viejitas tenían un enorme perro negro que era como ellas: malo.

Dejó atrás la casa de las tres viejas. El perro empezó a ladrar con furia. Tomás logró coger la pelota y se dispuso a regresar. Resbaló. Su caída sonó de tal manera que una de las viejas salió al patio, señaló al techo y maldijo mientras el perro latía como un demonio.

Tomás se acostó en el tejado y trató de aguantar hasta que pasara el barullo. Menos mal no se rompió la teja, pensó. Se quedó quietico durante un rato largo, mientras la vieja se cansaba y entraba de nuevo a la casa. El perro continuaba ladrando, con intermedios de silencio. Tomás se sentó y la pelota se le soltó y cogió hacia el patio. “Si se cae, el perro la despedaza”, dijo para sí.

Imaginó a su madre conversando sobre la abuela con su tío. Ni siquiera sospecharía por dónde andaba él.

Un ventarrón de esos impetuosos y largos se llevó la pelota dos casas más allá.

Era increíble el modo de rodar la pelota como si el techo fuera una cancha.

Calculó que pararía en la casa de doña Marina, la señora de las tetas gigantes. Tomás caminó con sumo cuidado. Pasó una casa, quizá la de don Hilario, y llegó a la de la señora tetona. Si sus muchachos estuvieran por ahí, Felipe y Lucho, algo podría hacer, para pedirles que lo dejaran bajar por ahí y volver por la casa de doña Marina. Nadie.

En el patio un mundo de ropa ondeaba. Una sábana se desprendió y fue a parar, una parte al techo y la otra descolgada. Tomás fue por la pelota. Y la señora tetona salió y gritó a sus hijos que alguien se estaba robando las sábanas. Tomás cogió la pelota y huyó. Con tan mala suerte que lo hizo en dirección contraria a su casa.

“Púchica”, se dijo, “ahora estoy más lejos”. Y a lo lejos le pareció oír que su mamá lo llamaba. Ya no se salvaba de una reprimenda.

Estaba al borde del lote emparedado. Pensó en bajar y salir por ahí. El lote estaba tan enmontado que sintió miedo. Con la pelota bajo el brazo, fue al muro que separaba el lote con la casa de atrás. Y lo pasó. En medio del equilibrio le asombró el montón de llantas que había en el patio de esa casa. Por un momento flaqueó, y estuvo a punto de dejar caer la pelota. No la soltó. Siguió y, sin saber cómo, cayó sobre las llantas.

Se levantó con la pelota en la mano y empezó a brincar en las llantas. La puerta de esa casa que daba al patio estaba cerrada, y también las ventanas. Saltó entre las llantas un ratito. Se detuvo. Dudó en regresar. Sintió miedo de volver a pasar por donde las viejas del perro negro.

Brincó, brincó y pensó que era un buen lugar para venir con los muchachos a jugar.

Calculó que era mejor seguir adelante, terminar la cuadra y volver por la calle a la casa.

Brincando llegó a la esquina del patio de las llantas para pasar a la casa siguiente. El otro patio estaba vacío. Solo había botellas en los rincones. Calculó que podía llegar a casa de doña Carmen, llamar a Poncho o al Carajillo, y bajar por allí.

Sintió deseo de llevar la pelota con los pies. La puso en el tejado y la pateó suavemente. La bola, obediente, avanzó. Tomás sintió que jugaba un partido de verdad. La volvió a patear y la bola se fue lejos hacia otra casa. Vio que esta no tenía canal y que iría a parar al patio.

Al llegar al borde observó con terror que ese patio olía a podrido. El viento pateó la pelota y esta fue a parar en medio de un montón de moscas que revoloteaban en medio de la hediondez. “El carnicero”, se dijo. “La maldita casa del carnicero”.

Debió bajar cuanto antes. “Si don Carlos está, de seguro que afila su cuchillo con mis piernas”. Como pudo bajó, cogió la pelota e iba a subir, cuando esta se le salió de las manos. El viento la arrastró por un montón de huesos y pieles de vacas. Sin embargo, Tomás la cogió y trepó. Don Carlos le increpó:

—Es que no estudias, condenado muchacho.

Tomás vio que el carnicero fue por la escoba para darle con el palo en las piernas.

Como un rayo fue al techo y siguió, mientras don Carlos maldecía lo desocupados que eran los muchachos de ahora. Tomás no pudo evitar sentir un malaire y vomitar. Desfalleció y la pelota le olió a mortecina. Sacó fuerzas y no la soltó.

Quiso beber agua. Valoró que estaba cerca del final de la cuadra. Vio todos los techos y cómo el sol ya se iba. Le faltaban pocas casas. Llegó donde doña Carmen y en el patio estaba el Carajillo.

—¿Me dejas bajar por aquí?

—¿Y qué me das? —dijo el Carajillo.

—Más tarde podemos jugar con esta pelota.

—No —dijo el Carajillo—. Bajas por aquí y me prestas la pelota hasta mañana.

—No puedo, me la acaban de regalar.

—Entonces sigue por el techo.

Y el Carajillo empezó a tirarle piedras y guijarros. Tomás corrió.

—Nos vemos, güevón.

—Nos vemos, marica —contestó el Carajillo lleno de risa.

Y llegó a la casa final.

Tomás vio que el muro por donde acostumbraban a bajar lo habían llenado de picos de botellas y vidrios.