Cuentos y cosas - Pedro Muñoz Seca - E-Book

Cuentos y cosas E-Book

Pedro Muñoz Seca

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Beschreibung

Cuentos y cosas es una recopilación de relatos cortos del dramaturgo Pedro Muñoz Seca, quien en esta ocasión se aleja de su género favorito, el teatro, para ofrecernos una selección de cuentos con un fino sentido del humor, una afilada mirada satírica a la situación política y social de su época y unas profundas reflexiones con un tono un tanto amargo disfrazadas de hilaridad.

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Seitenzahl: 219

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Pedro Muñoz Seca

Cuentos y cosas

 

Saga

Cuentos y cosas Pedro Muñoz SecaCover image: Shutterstock Copyright © 1919, 2020 SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726508710

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 3.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

ES PROPIEDAD

Derechos reservados para todos los paises.

Copyrigth by, Pedro Muñoz Seca, 1919.

 

Imprenta Helénica. Pasaje de la Alhambra, núm. 3. Madrid.

A su querido amigo

Tirso García Escudero.

El Autor.

Mosquito, Purgatorio y Compañía 1

Trabajaba un domingo en su fragua Joselito Purgatorio, el gitano más sandunguero de toda la gitanería andaluza, cuando se detuvo ante la única puerta de su cuchitril otro gitano, compadre suyo, a quien malas lenguas llamaban el Mosquito, porque era más borracho que toda una plaga de estos filarmónicos insectos.

—¡Compare, güenos días!

—¡Güenos dias, comparito! ¿Ande se va por ahí?

—Pos acá vengo a sacarlo asté de sus casiyas.

—No lo intente usté siquiera, compare; lo que toca hoy no me saca usté de aquí ni con los mansos. M’ha caío esta chapusilla y...

—Pero compare de mi arma, ¿se vasté a queá sin i a los toros del Puerto?

—¿Hay toros en el Puerto?—preguntó Purgatorio tirando el martillo de que se servía y abriendo de par en par su bocaza de rape.

—Es usté el único jerezano que lo irnoraba, compare.

—¡Por vía e los mengues! ¡Mardita sea mi sino perro!... ¿Cogerme a mí pegaíto a la paré y sin un mal napoleón? ¿Qué ha jecho usté, compare?

—No s’apure usté, que usté va a los toros del Puerto esta tarde, como yo me yamo Juan Montoya.

—¡Compare!

—Y vasté conmigo.

—¿Ha heredao usté, compare?

—No, señó; pero tengo yo una fantesia mu grande, y he discurrió un negosio que vasté a quearse bisco en cuantito que yo suerte prenda.

—Hable usté, por su salú, que de curiosiá me están bailando tos mis interiores.

—Vamos a ve, compare, ¿qué dinero tiene usté?

—Dos pesetas.

—Yo, dos pesetas y una perrita gorda. ¿Tiene usté un barrí de media arroba?

—Sí, señó.

—¿Y un vaso?

—También.

—¡Ea, pos chóquela usté!

Y estrechando efusivamente la tiznada mano que Purgatorio le tendía, añadió con cierto énfasis:

—Desde este momento queda fundá la sociedá Mosquito, Purgatorio y Compañía.

—¿Con cuatro pesetas y una perra gorda, compare? ¿Qué negosio vamos a emprendé? ¿Arguna fábrica de purmonías?

—Abróchese usté, compare, que vasté a oí sonio de oro. Ahora mismito nos vamos los dos a casa de Paquito er de Curra; compramos por cuatro pesetas media arroba e vino, tomamos la carretera, nos plantamos en el Puerto e Santa Maria, y como ayí los días e toros acúe esa muchedumbre e gente, y se yenan las tabernas, y hay quien quié bebé y no encuentra aonde, principiamos nosotros a vendé cañas e vino a perrita gorda y convertimos las cuatro pesetas en cuatro duros.

—¡Compare!

—Totá, que toros pagaos, comida pagá, y pué que jasta nos sobre pa gorvé en el ferrocarrí, si es que asté no le marea er traqueteo.

—Déjeme usté que lo bese, comparito de mi arma, que tiene usté más talento que un procuraó. ¡Josú!

—¿Le gusta asté la sociedá? Y que er titulito se las trae: Mosquito, Purgatorio y Compañia, ¿eh?

—¿Quién es la compañia, compare?

—Er barrí; ¿le parece a usté poco?

—Tiene usté rasón. Ea, pos tome usté mis dos pesetas y er vaso; cargue usté con la compañía y aspéreme usté en casa de Paquito er de Curra mientras que yo sierro el establesimiento y me pongo las botitas nuevas.

—Güeno, ayí lo espero asté.

—¡Ah! Una arvertensia, compare, porque como da la causalidá que a usté le gusta muchísimo er vino, y a mí también me gusta una mijita, es nesesario que hagamos un trato.

—Venga d’ahí.

—Er negosio es er negosio; de manera que quié desi, que nosotros, en lo tocante ar vino que se compre, ni olerlo.

—M’ha leío usté er pensamiento, compare. Vaso que sarga der barrí, perra que ha de entrá en er borsiyo. ¿No es esto lo que usté ha querío desirme?

—Eso mismito.

—Pos trato hecho: estos son mis sinco.

—Y estos son los míos.

Y tras un nuevo apretón de manos, Juanito Montoya, el fundador de la sociedad regular colectiva Mosquito, Purgatorio y Compañía, echó a andar calle abajo, haciendo saltar alegremente dentro del vaso las cuatro relucientes plumas que constituían el capital social.

Una hora más tarde, bajo un sol que achicharraba, caminaban los dos socios por la carretera del Puerto, sudando a chorros y transportando cada uno un ratito el pesadísimo barril.

—¡Lo que pesa er vino, compare! ¡Unas ganitas me están dando de aligerarle a usté la carga!...

—Pos no piense usté en eso—repuso Purgatorio cambiando al barril de colocación—. Er trato es trato, y de aquí no sale una gota sin que venga er dinero por delante.

—¡Ea! Pos haga usté er favó de pararse una mijita y despácheme usté un vasito e vino, que pa eso tengo yo con qué pagarlo.

Y diciendo esto, alargó a Purgatorio los diez céntimos.

—¿Pué hacerse eso, compare?

—Señó, mientras que usté cobre lo que yo beba, y cobre yo lo que beba usté, no creo que haiga perjuicio pa naide.

—Tiene usté más rasón que un santo, compare; tome usté y que de salusita le sirva.

Y Purgatorio, después de guardar la moneda que le alargó el Mosquito, sirvió a éste un vaso, lleno hasta los bordes, de aquel endemoniado pirriaque.

—Ea, vamos p’alante—dijo el Mosquito chasqueando la lengua contra el paladar.

—Poquito a poco, compare, que ahora va usté a despacharme a mí, porque también tengo monises para enjugarme la boca.

Y ceremoniosamente depositó sobre la abierta mano del Mosquito la misma moneda que éste le había entregado minutos antes.

—Estasté en su derecho, compare; eso es lo tratao; er dinero por delante.

Y Purgatorio bebió con avidez y casi con los ojos en blanco, de gusto.

—¿En marcha, compare?—añadió relamiéndose.

—No señó; cojo no voy yo ni a la gloria. Venga otro vasito.

Y de nuevo pasó la moneda de la faltriquera del Mosquito a la de Purgatorio.

—Lo mismo digo, compare.

Y volvió a circular la moneda como antes.

Y toma y daca, y despácheme usté, y vuélvame usté a despachar, se bebieron los dos compadres la media arroba de vino, pescando, como es lógico, la consiguiente pítima.

—¡Compare, compare!...—dijo Purgatorio tambaleándose y escurriendo el barril—. ¿Sabe usté una cosa? Pos que esta sociedá liquida; y no es eso lo peó, sino que yo he vendío muchos vasos e vino, y no tengo en er borsillo ni un metá. ¿Tiene usté er dinero e la venta?

—Yo lo que tengo son unas fatiguitas mu grandes, compare.

—Pos er negosio es er negosio, y yo no paro hasta que no jaga usté arqueo.

Y el Mosquito, que estaba apoyado contra un árbol, con el cuerpo encorvado y padeciendo terribles arcadas, le contestó con voz doliente:

—Comparito e mis ojos, ¿más arqueo que er que estoy hasiendo?

EL DEBER

(capricho tragicómico irrepresentable)

CUADRO I

(Redondel de una plaza de toros. En el centro, y echados sobre la limpia arena, varios cabestros que rumian y unos toros que duermen. Algo separados del grupo, Campanario, buey de luengos años y no pocas libras conversa amistosamente con Perdigón, toro negro, de finas agujas y hermosa lámina. Entre barreras, unos vaqueros fuman y hablan. Es de noche, una noche de Agosto estrellada y diáfana. La acción, en cualquier parte. Epoca actual.)

 

Campanario. — (Cabeceando pausadamente.)Te digo que morirás mañana.

Perdigón.—(Como quien oye llover y rascándose con el izquierdo.)¡Bah!

Campanario.—Te llevarán con engaños a un obscuro chiquero, donde unos recios portalones te impedirán salir.

Perdigón. (Bufando.)¡Los haré añicos!

Campanario.—Pasarás allí encerrado unas horas muy largas y muy negras, y cuando de nuevo salgas al lugar en que estamos, unos hombres, ligeros como el aire y vestidos con raros trajes que brillan como las estrellas de la noche, se burlarán de ti, y herirán tu piel y harán correr tu sangre generosa.

Perdigón.—(Lleno de ira.)¡Mataré a esos hombres!

Campanario.—No podrás; mira, ¿ves esa gradería para nosotros inaccesible? Pues estará llena de cobardes que gritarán como enloquecidos animando a tus verdugos.

Perdigón.—(Cadavez más furioso.)¡Calla!

Campanario.—Y una lúgubre música, que sonará para ti como un mugido de dolor, anunciará tu muerte.

Perdigón.—¡Calla te digo, buey de los demonios! (Campanario baja la cabeza avergonzado. Esto de buey es grave ofensa hasta para los mismos bueyes, por aquello de que la verdad es siempre amarga.)¡Morir! ¿Acaso no hay más que morir? ¡Como si yo no supiera matar para defender mi vida!

Campanario.—(Mirándole con lástima)¡Juventud! ¡Juventud!...

Perdigón.—¿Quién podrá vencerme?

Campanario.—Los que se aprovechan para ese fin de la misma bravura que te ciega. No, no lo dudes. Perdigón; morirás mañana como murieron tantos otros, como hubiera muerto yo si aquella deliciosa estratagema no me hubiera salvado la vida.

Perdigón.—¿Tú? A ver. ¿Qué hiciste? ¿Quieres contármelo?

Campanario.—Sí; eres nieto de Petenera, aquella vaca que fué el amor de mi vida, y deseo tu bien. ¡Qué hermosa eral... (Enardecido por sus recuerdos de toro, levanta el hocico y resopla; al movimiento, suena su cencerro de buey, y un frío de muerte le hace volver a la tristisima realidad. Tras una breve pausa.)Escucha: yo he tenido tu edad y tus brios y tu fuerza. El nombre de Campanario hacia temblar a toros y a hombres; las vacas mugian por mi, y los erales me miraban como a un ídolo. Una tarde me separaron de la piara, y entre varios hermanos que llevaban cencerros como el que ahora es baldón de mi cuello, me transportaron al lugar de la muerte. (Suspirando dolorosamente.)¡Ay de mi! Yo no sabía entonces lo que estos cencerros significaban...

Perdigón.—(Compadeciéndole y sin ánimos de ofenderle.) ¡Pobre bestia!

Campanario.—Un viejo cabestro que me debía favores me informó de cuanto había de sucederme, me contó lo que yo acabo de contarte, y yo, que no quería morir, porque deseaba volver al prado verde donde pastaba el amor de mis amores, adopté una resolución.

Perdigón.—¡Matar!

Campanario.—No; eso hubiera sido mi ruina. Los hombres pueden más que nosotros.

Perdigón.—Entonces...

Campanario.—Verás: Cuando abrieron la puerta de mi encierro, y un torrente de luz trocó en día la noche interminable de aquel chiquero lóbrego, salí al redondel paso a paso, y me detuve en su centro. Los hombres de trajes de oro me llamaron, ofreciéndome sus cuerpos; pero yo, dominando mis ímpetus, permanecí como clavado en la arena. Uno de ellos, no te exagero, tanto se acercó a mí, que hubiera podido engancharle con sólo adelantar la cabeza; pero me acordé de los consejos del cabestro amigo y le volví el rabo.

Perdigón.—(Para su pellejo.)¡Valiente sinvergüenza!

Campanario.—Entonces los cobardes de la gradería comenzaron a gritar como locos. Un pobre caballo, enfermo de la vista, a juzgar por la venda que cubría sus ojos, adelantó varias veces a mi encuentro; pero yo huí siempre de él.

Perdigón.—Pues sí que hacías un papelito...

Campanario.—A cada huida mía arreciaban los gritos, y los denuestos, y los silbidos; pero de repente cesó todo aquel griterío como por ensalmo, y en su lugar, ¡qué susto pasé!, oí que la corneta aciaga, precursora de muerte, atronaba los aires. Me juzgué perdido; creí que a pesar de mis esfuerzos iba a sucumbir víctima de la perfidia de los bípedos, y mugiendo de rabia, loco de miedo, hice un supremo esfuerzo y, ¡paf!, salté la barrera.

Perdigón.—(Sin poderse contener y con marcada ironía.)¡Muy bonito!

Campanario.—Pues a ese salto debí la vida; cuando, merced a no sé qué diabólicas artes, me encontré de nuevo en la plaza, vi en ella al viejo cabestro que me aconsejó, y mientras los cobardes de la gradería me apostrofaban rudamente, me decía él casi con lágrimas en los ojos: «¡Campanario!» ¡Amigo mío! ¡Alégrate! ¡Has salvado la vida...!» Y, en efecto, aquí me tienes; salvé la vida.

Perdigón.—Pero ¿a qué precio? (Campanario se sonroja.)Volviste a tus campos, pero volviste para roturar sus tierras, para arrastrar el arado infamante. ¡Pobre Campanario! ¡Cuántas veces se habrán mofado de ti aquellos erales que te idolatraban, viéndote como un paria dar vueltas y vueltas a la noria!

Campanario.—(Dolorido.) ¡Perdigón!

Perdigón.—¡Y cuántas veces habrá crujido a tus ancas la carreta cargada de gavillas, mientras mi anciana abuela, la vaca de tus amores, coquetearía con otro toro más decente que tú!

Campanario.—(Sollozando.) No sigas; por mi dios Apis te lo pido.

Perdigón.—(Levantándose bufando.)¡Cobarde! Bien cuelga en tu cuello el cencerro de la indignidad; eres un miserable.

Campanario.—Sí, un miserable; pero mi conducta tiene justificación; ¡es tan hermosa la vida!

Perdigón.—(Alejándose con arrogancia.)Calla, cabestro, ¿qué entiendes tú de vida ni de hermosuras?

Campanario.—¡Perdigón, si no haces lo que yo hice, morirás mañana!

Perdigón.—¡Pues moriré!

Campanario.—Piensa que...

Perdigón.—¡Calla, buey, te desprecio. (Se aleja orgulloso.)

Campanario.—(Tras una pequeña rumia y filosofando como un verdadero astado.)¡Sí, buey… buey... pero vivo!

CUADRO II

(La misma decoración a toda luz. Es la hora de la corrida Han desfilado las cuadrillas a los acordes de una música alegre y entre los aplausos del público que llena la plaza. En el cielo de un intenso azul, brilla un sol que achicharra y enardece. A una señal de la presidencia, suena el clarín, abren la puerta del chiquero, y Perdigón, el toro negro de las finas agujas, pisa la arena Aplausos al ganadero, que ocupa una barrera Un peón desde lejos, levanta su capote, y el toro acude a él impetuosamente, haciéndole saltar al callean más que de prisa. Perdigón, enfurecido por la repentina desaparición del que estimó como victima, arremete contra la barrera, y los rojos tablones saltan hechos astillas. El público aplaude de nuevo. Uno de los matadores abre su capa pretendiendo lancear a la fiera pero ésta le arrolla y le derriba. Varios toreros acuden al quite, y tienen que tomar el olivo, sembrado el suelo de capotes. Cunde el pánico entre la gente de a pie. Un piquero da frente a Perdigón; acude éste y picador y caballo ruedan por la arena. Un hilo de sangre tiñe el nervudo morrillo de Perdigón, y ciego por la ira no espera ya que los caballos se le aproximen; los busca, los destroza a cornadas, los pisotea, los muerde... Los aplausos se truecan en ovación estruendosa, mientras Perdigón bufa, sintiendo que la sangre brota ya a raudales de su cuello. Sobre la arena hay siete pencos muertos; pero los espectadores sedientos de vidas, quieren más aún, y gritan: «¡Caballos...! ¡¡Caballos...!!» Y más caballos salen y más caballos mueren. Entonces, la masa, la multitud, la de las grandes locuras y las grandes justicias, electrizada, delirante, loca, pide a la presidencia, como un solo hombre, la vida de Perdigón. Elpresidente accede a este deseo de la multitud y Perdigón es perdonado. Se agita un pañuelo; el siniestro clarin, precursor de muerte en otras ocasiones, vibra ahora en los aires como una risotada de alegría, y Perdigón, el toro noble, el toro valiente, el buen toro, con los ojos llenos de lágrimas y el cuerpo cubierto de sangre hace mutis por el callejón que da acceso a la corraleta, en medio de la ovación más entusiasta que oyeran los nacidos.)

CUADRO III

(La corraleta. Es un patio grande y terrizo; hay en él un pozo de alto brocal, una pila de escaso fondo y varios burladeros de madera. Campanario y dos bueyes más contemplan a Perdigón, sintiendo correr por sus lomos el frio de las grandes emociones y por sus frentes el calor de las grandes vergüenzas. Perdigón, con la cara ensangrentada y el morrillo lleno de negros coágulos, resopla fatigosamente. En los burladeros, el dueño de la ganaderia se recrea en el toro con verdadero orgullo, y el conocedor, un viejo vaquero de sombrero ancho, marsellés con coderas y zahones obscuros, pálido aún de la emoción sufrida, seca de sus ojos unas lágrimas.)

 

El ganadero.—Agua a ese toro, Frasquito; lavarlo bien, refrescarle los remos; que se me salve, Por lo que tú más quieras en el mundo.

El conocedor.—Se salvará, nostramo.

El ganadero. — (Entusiasmado.)¿Has visto, Frasquito? ¿Has visto?

Frasquito.—¡El mejor toro de España! (Perdigón agita nerviosamente la cabeza.)

El ganadero.—En cuanto sane, al cortijo; quiero que sea el padre de mi ganadería. (A Perdigón se le hace la boca agua, y hasta sufre un ligero vahído de satisfacción. Campanario, al tragar salivita amarga, mueve la cabeza, y su cencerro de cobre lanza una nota triste.)

Perdigón.—(Advirtiendo la presencia de Campanario.) ¡Campanario! Mírame ¡vivo!

Campanario. (Por decir algo.)Te han herido.

Perdigón.—Sí, pero no importa; sanaré y volveré a mis campos y seré feliz, porque he ganado con mi valor y con mi sangre la felicidad que me espera. Yo viviré la verdadera vida; para mí tendrá hierbas el prado y linfa el arroyo y caricias la hembra; para mí habrá noche y día y luna y sol.

Campanario. — (Avergonzado, confundido y llorando como un becerro.)¿Qué hiciste para conseguir tanto?

Perdigón.—(Con arrogancia.)¡Estúpido! Lo que no hiciste tú: cumplir con mi deber.

La suerte de Currillo.

(cuento)

 

Camino adelante y por la no bien cuidada carretera que conduce desde el Puerto de Santa Maria a Jerez de la Frontera, marchaban tras un borriquillo, tan falto de carnes como sobrado de carga, el señor Frasquito el hortelano y su hijo Currillo, un rapazuelo como de diez años, más alegre que un rayo de sol y más hablador que una docena de cotorras.

El señor Frasquito conducía a Jerez, donde el mercado ofrecía más pingües ganancias, lo más granado de su huerto, y por primera vez se hacía acompañar de Currillo con el doble objeto de que se fuera habituando a las largas caminatas, y se enterara de las chalanerías y demás trámites de la venta.

Marchaban padre e hijo conversando animadamente, cuando de pronto, y sin venir a qué, exclamó Currillo, parándose en seco.

—Padre... ¡si yo m’encontrara un duro!

—¿Un duro, niño?¿Crees tú que los duros se encuentran, ahí, en mitá e la carretera? ¡Chavó! Pa ganá diez y ocho reales venimos a Jeré er burro, yo y tú, con que haste cuenta de lo que vale un duro.

—Po yo he oído mentá que más e cuatro s’han encontrao de pronto una porrá e dinero.

—Ríete tú de eso.

—A mi m’ha contao Paquito er yegüero, que su amo don José Arjona diendo de casería fué y tiró y mató ar perro, y que pa enterrarlo fué y abrió un bujero, y que al escarbá, fué y s’encontró una mina de plata.

—Suerte que tuvo el hombre.

—Y mamá dise que iñá Micaela la de la posá, remendando una pared de su casa, trompesó con una orsa e manteca toita llena e tumbagas, y de sarsiyos, y de monedas de oro. ¿Es verdá eso?

—Verdá es: siempre fué la iñá Micaela una mujé de muchísima suerte.

—¿Y no pueo yo tené la suerte de encontrarme un duro?

—Pero ¿qué te crees tú que es la suerte, niño?

—¡Vayasté a sabé!

—Po la suerte no es más sino que Dios oye a las personas, y va y les da lo que las personas le piden, o lo que desean en su interió, aunque no se lo haigan pedio; porque a Padre Dió, que to lo ve, y to lo sabe, lo mesmo da pedirle las cosas con la boca que con la cabeza.

—¿Cómo se pide con la cabeza, padre?

—Hombre, con er sentimiento interno: hablando sin hablá, vamos ar desí.

—Po más de una ve, y sin desírselo a naide, he deseao yo encontrarme un duro.

—¿Y que ibas tú a hasé con un duro, me quiés desí?

—Verá usté: lo primero comprarme dos jonsas de chocolate; lo segundo darme una jartá de pan con queso e bola, que es lo que más me gusta, y lo tercero mercá una jaulita d’alambre pa el jilguerillo que cogí antié, que er probeciyo lleva dos días que no gana pa sustos.

—¿Aonde lo has enserrao, chiquillo?

—¿No se vasté a enfandá si se lo digo?

—No.

—Po lo he enserrao en la guitarra.

—¿En la guitarra?

—Si señó; aflojé una mijita las cuerdas, lo metí por er bujero, gorví a apretá las clavijas y allí está er probe. ¡Camará! ¡Se lleva ca susto! Porque él hase por juí ¿sabe usté? y va y s’asoma, y como se encuentra con las cuerdas, pos va y les da con er pico y arrempuja. Güeno y cuando trompieza con la prima y suena, no s’chara mucho; pero cuando trompieza cor er bordón y retumba, prinsipia a darse ca chocaso, que hay que verlo.

Charlando y riendo, pues el señor Frasquito iba de bonísimo humor, llegaban ya casi a las puertas de Jerez, cuando Currillo, arrojándose al suelo de un salto, gritó como loco.

—¡Un duro!... ¡Padre!... ¡¡Un duro!!... Y mostró a los asombrados ojos de Frasquito una pulida y reluciente moneda de veinte reales.

—¿Un duro?

—¡Sí seño, misté!...

—¡Mardita sea!...—exclamó el hortelano tirando de la vara y sacudiendo a Currillo dos varazos, en mitad de las costillas.

—¡Toma, condenao!... ¡Mar nasio!...

—Pero ¡padre! ¿por qué me pega usté?

—¡Condenao niño!... Una vez que Dios te ha escuchao, ¿t’has conformao con pedirle na más que sinco pesetas?

La yegua del «rippert».

(capricho trágico irrepresentable)

 

(Llanura limitada al fondo por una silueta de montaña. A la izquierda, multitud de carruajes y automóviles, por entre los cuales se ven, en último término, las graderías y gallardetes de un hipódromo. Campo con arbolado a la derecha. En el centro de la escena, un rippert pintado de rojo, y enganchados a él dos mulos anémicos y una yegua tísica. Son las seis de una tarde calurosisima de Agosto. La acción en un pueblo de Andalucia. Epoca actual.)

ESCENA ÚNICA

Bastián, conductor del rippert, duerme y ronca en el pescante del mismo. Los mulos miran lánguidamente a uno y a otro lado. Peregrina, la yegua tisica dormita cabizbaja. Un grupo de cocheros y lacayos rie y charla. Hasta la escena traen las ráfagas asfixiantes en sus alas de fuego, ecos vagos, inarmónicos, rientes, del alegre gentio que llena el amplio stand del hipódromo.

 

Mulo 1.°—(Sacudiendo perezosamente la cabeza.)¡Veinte viajes hoy! ¡Esto es inaudito! No troté tanto jamás ni aun en mis tiempos de mozo. Estoy aniquilado, rendido.

Mulo 2.°—(Sin ánimos de ofender a su compañero, todo lo contrario.)Y eso que tú eres muchísimo más mulo que yo.

Mulo 1.°—Es verdad, te compadezco; debes estar muerto de cansancio.

Mulo 2.°—Además, esta mañana he sido tan hombre (Para los mulos la palabra hombre significa lo que para los hombres la palabra mulo.), que no quise comer los cuatro granos que me dieron para almorzar. ¡Tengo tan incapaz la dentadura!

Mulo 1.º—(Filosóficamente.)¡Qué vida ésta!

Mulo 2.°—(A la yegua.)¿Duermes, compañera?

Peregrina.—(Suspirando dolorosamente.)Pienso. (Los dos mulos, al escuchar esta palabra, alargan sus orejas.)Sí, compañeros, pienso y lloro. Una pena inmensa me anonada, me consume. Hace unas horas he visto a mi hijo, a mi hijo, que corre esta tarde en ese hipódromo.

Mulo 1.°—Querida, ¿no es la debilidad la que te hace delirar?

Peregrina.—No; por mi dios Caligula te lo juro.

Mulo 2.°—(Aparte.)Me permito dudarlo. Siempre ha sido un tanto neurasténica esta pobre anciana.

Peregrina.—(Animándose.)Es tordo como yo, como su padre Omar, a quien el buen Calígula habrá hecho cónsul en nuestro paraíso. Llevaba cincha roja y freno blanco con cucardas de oro. Sí, era él; era mi Tordillo... (Llora.)

Mulo 1.º—(Cabeceando conmovido.)Estas yeguas, ya que no otra cosa, han tenido siempre la propiedad de conmoverse.

Mulo 2.°—¿Y te ha reconocido tu hijo?

Peregrina.—No. ¡Estoy tan cambiada...! Además, no pude hablarle; cuando pasó por nuestro lado, hacíamos el último viaje, y el cansancio me ahogaba.

Mulo 1.°—(Aparte.)¡Pobre Peregrina! (Peregrina suspira románticamente, con todo el romanticismo que puede caber en un alma de yegua. En el hipódromo suena una campana.)

Mulo 2.°—Otra vez van a correr esos desgraciados. ¡Correr! ¡Si llevaran un rippert a la cola...!

Peregrina.—¿Correrá mi Tordillo?

Mulo 1.º—Si adelantásemos unos pasos, quizá veríamos la pista por entre esos dos automóviles.

Mulo 2.°—Tienes razón; avancemos. (Lo hacen.)

Bastián.—(Despertando sobresaltado y empuñando las riendas.)¡Soooo!

Antonio.—(Cochero de casa grande, que ha presenciado el sobresalto de Bastián.)Oye, tú, que se van a desbocar esos arenques. (Rien.)

Mulo 1.°—(Aparte.)Nos han llamado arenques.

Mulo 2.°—(A Peregrina.)¿Ves ahora?

Peregrina.—Sí. (Vuelve a sonar la campana del hipódromo.)

Bastián.—(AAntonio.)¿Esta es la última carrera?

Antonio.—La última y la mejor. Ahora corren los dos caballos de más fama: Relámpago y el Tordillo.

Bastián.—Apuesto la cabeza a que gana el Tordillo.

Antonio.—¿Conoces tú a ese caballo?

Bastián.—A él no; pero conocí a su madre, la Peregrina, la yegua más ligera del mundo. ¡Qué yegua aquella! (Peregrina levanta orqullosamente la cabeza y relincha.)

Antonio.—¡Anda! Tu yegua es una vieja verde, ha olido caballo.

Bastián.—(Dando un latigazo en el huesudo lomo de Peregrina.)¡Yegua!

Mulo 1.°—(Indignado.)¡Qué hombre! (Léase ¡qué mulo!)

Peregrina.—(Mássatisfecha que dolorida.)¡Aun me recuerdan!

Antonio. Mira, ya están corriendo. (Mulos y hombres dirigen su vista hacia el hipódromo.)

Bastián.—Bien va Relámpago.

Antonio.—En la curva lo adelanta Tordillo; es su especialidad. (En el hipódromo arrecian las exclamaciones y los gritos. Peregrina reza a Calígula una oración.)

Bastián