Culto de acoplamiento - Elaine Vilar Madruga - E-Book

Culto de acoplamiento E-Book

Elaine Vilar Madruga

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Beschreibung

En Culto de acoplamiento el lector de ciencia ficción disfrutará de once ingeniosos cuentos. En esta obra su joven y talentosa autora se mueve en varios registros y demuestra dominio absoluto de la técnica narrativa que atrapará, de seguro, hasta a los no seguidores de este controvertido género. Se recomienda su lectura no solo por la creatividad a la hora de abordar el mundo onírico como pretexto para sumergirse en las más inextricables historias del ser humano, sino también por la singular pericia con que lo hace.

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Edición y corrección: Ana María Díaz Canals

Edición y corrección para e-book: Jorge Fernández Era

Diseño y composición: Roberto Armando Moroño Vena

Fotografía de cubierta: Caperucita, de Leila Amat Ortega

EDICIÓN IMPRESA, 2015

© Elaine Vilar Madruga, 2015

© Editorial José Martí, 2015

ISBN  9789590907210

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO

Editorial JOSÉ MARTÍ

Publicaciones en Lenguas Extranjeras

Calzada no. 259 e/ J e I, Vedado,

La Habana, Cuba

Email: [email protected]

http://www.cubaliteraria.cu/editorial/editora_marti/index.php 

A mamá y los abuelos: mi isla,

mi casa, el retorno infinito.

A Elena. Por todo lo dicho… y lo que aún no.

A Cindy, la espiral del tiempo.

A Espacio Abierto.

Especialmente a Carlos Duarte,

Raúl Aguiar y Jeffrey López Dueñas.

Y a Abel, mi eterno.

A las páginas de Al final de la senda

y Sol Negro, mis dos primeros compañeros

de descubrimiento.

Porque son los culpables —y también

cómplices— de este viaje.

Al séptimo día

Estabas solo. Perdido.

Habías dejado de hacerte preguntas después del último milenio de saltos entre dimensiones infinitas, buscando un rastro de vida que no existía en ninguna de ellas.

Te volviste loco al verte varado en aquella dimensión vacía como una cáscara. Y como a una cáscara la odiaste, porque no tenía nada para ofrecerte. Eras solo un traidor, un exiliado de la casta del dios Orom. Eras el tabú de tu especie, y como tal estabas condenado a ser un solitario.

Resignado, apagaste los motores y desgarraste el vínculo del hipersalto. Con pasos lentos entraste a las vitrinas de criocongelación, pensando en una inmortalidad indolora y alejada del recuerdo. Imaginaste que terminaba el tabú mientras te abrazabas a la última vitrina funcionable y contemplabas a aquel universo de polvo y muerte, que estaba condenado —como tú— a la inercia eterna.

Cuando el frío llegó a tus huesos, soñaste.

Cuando el frío llegó a tu mente ya habías extendido sobre el sueño un mapa azul; y sobre él hiciste a la tierra, al mar y a cada cosa viviente para que te adorara.

Todo en solo seis ciclos.

Entonces decidiste que aquel sería el principio de muchos principios.

Dormido aún sonreías, como suelen hacerlo los dioses en el descanso del séptimo día.

Génesis

A Daína Chaviano

Los rayos de Zomber, la primera estrella de Uildeir Murg, tocaron la figura de la anciana. Welkiar despertó, atormentada por el regreso de la pesadilla. De repente, como otras tantas veces, no supo qué hacer, ni siquiera si se encontraba en el mundo de la realidad o del sueño. El miedo la mordió y Welkiar volvió a cerrar los ojos. Se preguntó en silencio por qué acudía aún a postrarse ante sus plantas la sombra irreducible de Eivia: el vestigio de aquellos actos y voluntades acechaba su prudencia.

Welkiar tembló un instante, y supo que era imposible escapar del temor; eternamente estaría allí, hasta que ella misma no fuera más que polvo sobre los pies de Isweal, la diosa.

Sin embargo, con la llegada ruidosa de un grupo de niñas —frutos de las bondades de Isweal— Welkiar abandonó sus cavilaciones y aquellos recuerdos que amenazaban con asaltarla. Todas tomaron asiento a los pies de la anciana y le tendieron los dedos en un gesto de respeto.

—Señora, deme el discernimiento para educar a su simiente —masculló a media voz la cuidadora, acogiendo a las pequeñas con los brazos abiertos.

Welkiar observó, desde su sitial de matrona, a la nueva cosecha que se forjaba en el seno de la comunidad. Aquel era su deber con la diosa: educar a las niñas, enseñarles las doctrinas y tablas de ley de Isweal, suplir el papel de sus madres desde la más tierna infancia. Ayudarlas a integrarse al mundo como una célula más. Pero Welkiar no se había atrevido a amar de nuevo a ninguna de aquellas chicas que venían a ella como pájaros con alas rotas y salían, años después, volando a cuenta y riesgo.

No otra vez.

Muchas de las pequeñas asumirían un puesto activo dentro de la comunidad e, incluso, dentro del círculo de sacerdotisas cuando llegara el próximo asdelar, ciclo de la reproducción femenina de obligatorio cumplimiento. Otras tendrían que continuar educándose durante soles, hasta llegar a los límites de la comprensión que se le exigía a cada mujer. En aquel juego tan serio, Welkiar era la pieza más importante, de la cual dependían los frutos de la diosa. Sin ella, el mundo volvería al caos que Eivia había dejado con su destierro, pensó de nuevo, pero esta vez intentó sonreír.

De muchas maneras, era feliz. Feliz como solo pueden serlo las cuidadoras. Isweal le había entregado el mejor de los tesoros.

—Madre, dime cómo seguir apartándolas de mi miedo, cómo alejar el aliento de Eivia de nosotras —rezó, apenas moviendo los labios.

Welkiar sintió que el pavor se aferraba a sus túnicas. La proximidad del asdelar no hacía más que recordarle su único error en la crianza de un retoño. Cada vez que las pequeñas abandonaban su resguardo, la cuidadora percibía más cerca que nunca el peligro de Eivia, de que se abrieran las puertas del desastre.

Asdelar, el rito de la concepción, del que ninguna mujer fértil podía escapar. Allí, los hombres de Uildeir Murg salían de su eterno vagar sobre las sombras de la inconsciencia, para servir a Isweal. Sembraban su simiente en el vientre de las elegidas, y luego retornaban a su sueño. Bajo la luz de las ocho lunas de Uildeir, la sociedad se reunía para ofrecer a sus hijas y convertirlas en la nueva generación de procreadoras.

Aquella era la fecha más importante para aquel pueblo donde las mujeres reinaban bajo el sol y la luz de las estrellas, con el cetro y poder de Isweal. En la ciudad, los años corrían, iguales a todos los anteriores: caza, pesca, recolección, enseñanzas. Solo el asdelar permitía un momento de distensión, donde la fiesta y la mascarada se convertían en los epicentros de la vida… donde todo —o casi todo— estaba permitido: incluso pecar junto a los hombres.

Nadie se había opuesto nunca al mandato de la tradición.

Las ciudades fluían desde Aiseld, los puertos del oeste, hasta Destyop, los solares de hibernación, sitio al que los varones eran conducidos desde la niñez. La caída del hombre resultaba un hecho ya consumado: unos pocos ejemplares vivían inermes y drogados en inmensos salones de germinación, donde despertaban exclusivamente para recibir un latigazo de placer o ser llevados a los campos de trabajo. Aquellos idiotas sementales solo se escondían tras los barrotes y esperaban.

«Hasta que Eivia alzó las manos al cielo e invocó un nombre. Hasta que Eivia se atrevió», pensó la anciana y cerró los puños.

En su interior, estaba llorando.

El renacer del ciclo se aproximaba, poderoso como las aguas, y ninguna de las súplicas de Welkiar podía detenerlo. Entregar a las niñas resultaba el sacrificio más cruento para una cuidadora, mujer estéril cuya única misión dentro del entramado de la comunidad consistía en la formación de las generaciones. Welkiar sabía que esa era, probablemente, la última camada que acogería en su protección. Después se dejaría volver en paz al pecho de la Señora, con la felicidad del deber cumplido, y dormiría para siempre.

En su juventud, al saber que no podía dar hijos y ser separada del resto de sus hermanas y conducida a una celda de instrucción, Welkiar vio su alma dividida por el desencanto de no saberse útil… al menos, no de la manera que había planificado toda su vida. Estaba preparada desde la cuna para convertirse en una productora y bailar junto a las otras muchachas las danzas rituales del asdelar… Pero su útero estaba seco como árbol con las raíces cortadas. Nadie regaría dentro de ella el misterio de la vida. El máximo privilegio de una mujer le estaba negado.

Al principio fue difícil aceptar la verdad; luego, tras años de espera, décadas de llevar en sus pechos a tantas criaturas, el oficio de cuidadora le pareció una bendición menor que llegaba para aliviarla. Desde la posición ventajosa de la educación, se esforzaba por cumplir con los mandatos y alejar la tristeza o la apatía de sus niñas. Algunas muchachas se entregaban a ella con las manos abiertas, extrañando el calor del abrazo de la madre, o ansiosas por perfeccionar el arte de la feminidad. Otras tardaban en apartarse de la vida que dejaban tras los muros de Durtyer, la capital formativa. Pero todas las mujeres habían de pasar bajo sus muros, para integrarse a Isweal y comprender los propósitos y las leyes de la diosa.

—Señora, que tus palabras escapen de mi boca —dijo, esta vez en voz alta y clara—. Ayúdame a mostrarles el laberinto de tus ideas. No puedo llevarlas al mundo sin que conozcan el peligro que ha dejado Eivia dentro de él.

Durante generaciones, había ocultado el único secreto de la ciudad, intentando confinarlo a unas tinieblas indiferentes. Welkiar no podía ignorarlo, a pesar de que otras muchas cuidadoras, más sabias y venerables, pretendían mentir y borrar la presencia de Eivia.

Pero había llegado la hora de hablar. Lentamente, bajó la mirada hacia las niñas inquietas, que aguardaban envueltas en mutismo el inicio de la lección matutina, para tejer el paso de la historia.

Fue simple rememorar para ellas la llegada de Eivia a los jardines infinitos de Durtyer, camuflada entre el resto de la camada. Una niña como cualquier otra, pálida y llorosa; llevaba aún entre los dedos las flores de los jardines del mundo exterior. Aún no era un peligro, ni siquiera un estorbo dentro de la capital. Eivia buscaba sin descanso una mano a la que aferrarse como a la tabla salvadora en un mar embravecido, y fue Welkiar la primera en extendérsela. Desde entonces, una se ligó a la otra. Para Welkiar, Eivia era la hija que nunca había llegado por los inmensos vados del destino, y como tal, la amaba.

Miles de ideas, reflejos de su memoria, cruzaron la boca de la cuidadora. Dijo, quedamente, sin desviar la mirada de las pequeñas amontonadas a sus pies:

—Años atrás, la capital cometió un único error en su formación, un error que estremeció los peldaños de la magia de la diosa. Urbes enteras cayeron asoladas por las pisadas de los hombres. Isweal perdonó, pero no es prudente olvidar. Todo comenzó tras estos muros, y hoy son pocos los que recuerdan la verdad, salvo aquellos que permanecimos tras sus paredes, mientras observábamos el devenir de los acontecimientos. Todo comenzó con Eivia, una muchacha encomendada a mi sabiduría.

Silencio.

—Quiero creer que ella ni siquiera imaginaba el alcance de sus actos, quiero creer —la vieja tomó agua de un cántaro cercano y se refrescó la garganta—. Si fue así, es solo tan culpable como yo misma.

Era la noche de la diosa, la noche del asdelar. La tercera luna descendía suavemente, como un milagro cotidiano. Poco a poco, las plazas de Durtyer fueron llenándose. Las jóvenes iban a ser entregadas al mundo en aquel ciclo, llenas de la gracia de la diosa. Las ileas, sagradas novias, bailaban con desenfreno; sus túnicas sumergidas en agua las convertían en estatuas majestuosas. Danzaban sobre las piedras. Las cuidadoras llegaron en silencio; todas vestían de negro y llevaban en los rostros las máscaras.

Welkiar también estaba allí. Saboreaba su triunfo, se sentía plena ante los bailes de Eivia, la más hermosa de todas las ileas. Su pequeña, a la cual debería renunciar cuando el sol despuntara en el horizonte, porque ninguna mujer que ha sido tocada por la diosa puede volver a ver los muros de Durtyer, ni a ninguno de sus moradores.

La ceremonia del asdelar culminó. Las sacerdotisas guerreras, con sus rostros marcados por las cicatrices de viejas reyertas, trajeron sobre sus hombros la imagen de Isweal. Alta y serena, la estatua de roca y ojos vivos alumbró un instante la Plaza. Las ileas se inclinaron ante ella, y observaron que el cuerpo de la diosa estaba hecho de luz, fuego y agua, resumidos en una extraña mezcla. Las sacerdotisas guerreras colocaron a los pies de las ileas sus espadas desenvainadas, y los guanteletes de plata de sus manos como símbolo.

Mientras, las muchachas, aún temblorosas ante la presencia de la imagen, se despojaron de sus vestidos y quedaron desnudas, aguardando.

La llegada de los hombres fue celebrada por la multitud con gritos de victoria. Estaban despiertos y ellos también esperaban el primer paso. Las ileas permanecían absortas en la contemplación de aquellas criaturas tan distintas y, a su vez, tan parecidas a su propio reflejo. Al principio, la timidez las venció a todas: nadie quería aproximarse. Welkiar, desde su asiento, sonrió cautelosa. Había visto aquello una y otra vez y conocía, al igual que cada una de las ileas, que la procreación era la mejor y única manera de continuar la tradición.

Una mujer se movió hacia el otro extremo de la plaza, donde los varones aguardaban. Fue la primera, y luego, una a una, se acercaron y escogieron su pareja.

Ahora Welkiar apenas podía ver a través de la máscara. La luz de la plaza era casi nula.

Los movimientos sinuosos de las ileas parecían irreales, orlados cual espuma, sembrados de sensualidad. Welkiar cerró los ojos, porque sabía bien qué pasaría a continuación. Solo un momento se detuvo para mirar a Eivia. Ella se mecía sobre el cuerpo ajeno que la recibía, dispuesto a otorgarse en el holocausto del deseo. Welkiar vio los ojos de la ilea, ya convertida en mujer para siempre; y observó un calor desconocido que emanaba de ellos y se detenía sobre las pupilas del sometido.

Era una de esas miradas que las hijas de la diosa nunca se permiten.

Mostraban debilidad.

La cuidadora se cubrió los ojos con la máscara.

La voz de Shuerteal, la traductora de ideas de la diosa, Señora del Poniente, dio fin al ritual:

—Isweal —exclamó—, bendícenos con el nacimiento de niñas.

La plegaria corrió de labio a labio, brillante cual promesa. El sacrificio de decenas de varones recién nacidos —tributo que alimentaba la tierra y los suelos— era la mejor forma de mantener a los hombres a raya, en los límites del agotamiento y la extinción. Reducidos como bestias. Los sobrevivientes se criaban en las cámaras de Destyop, y agradecían el privilegio de respirar mientras las sacerdotisas guerreras rezaban letanías a media voz, mezclaban polvos y líquidos que después los harían dormir durante mucho tiempo. Y así permanecían, en estado de hibernación, hasta la siguiente renovación del ciclo de Isweal.

Las ileas se tendieron, desnudas. Suspiraban de agotamiento y luego rechazaban a los antiguos amantes; ahora paralizados por la cercanía de las guerreras y sus espadas de hojas anchas y filosas. La plaza fue quedando a solas. La diosa se había marchado sobre el hombro de sus hijas mágicas.

Mientras, Eivia sentía sed y soledad. Y ansias de volver a abrazar el cuerpo de su amante.

Apenas alcanzaba a vislumbrar sus rodillas cuando se levantó y se encaminó, por última vez, a la capital.

En su niñez, Eivia solía buscar refugio en la compasión de Welkiar. La cuidadora la recibía sin hacer concesiones ni preguntas, interesada en los ojos que la medían, con un llamado de ayuda mudo. Cuando las canciones de consuelo se acababan para Eivia, cuando todo parecía perderse en tinieblas, quedaba la compañía mutua. Ahora que el desasosiego pretendía sumirla en aquel vórtice de violencia y mal, la ilea añoró la proximidad tan amada.

La capital formativa la recibió envuelta en mutismo. La muchacha avanzó, con una aprensión hasta entonces desconocida, y penetró en las cámaras de las cuidadoras.

Welkiar aún llevaba la máscara en el rostro.

—He vuelto —pronunció la joven débilmente, inclinándose ante ella—. ¿Vas a recibirme? ¿Podemos hablar aún?

—Lo haré si me lo pides —contestó la otra, sin despojarse del antifaz—, pero creo que tu madre estará ansiosa por verte de nuevo. Ha aguardado demasiado por ti.

—Sí —afirmó—. También yo.

—Entonces ¿qué más puede ofrecerte tu antiguo hogar? —inquirió la anciana, haciendo chasquear sus nudillos.

—Tengo preguntas, Welkiar. Dudas y temor. No sé hasta cuando callar y cuando decir las verdades sin comprometer a los que me rodean —hizo una pausa—. ¿Mi deber con Isweal ha culminado?

—El deber con la diosa no termina, Eivia. Se renueva, se despliega. De no ser así, nada de lo que conoces tendría sentido. El pilar sobre el que descansa nuestra prosperidad ha sido construido con imperturbabilidad, humildad y entrega. Gracias a esas virtudes, nosotras caminamos sobre terreno seguro.

—No entiendo. Quizás tampoco quiera hacerlo —dijo Eivia y la voz se le quebró un momento—. Si me marcho, jamás volveré a verte, porque mi suerte ya está escrita en las estrellas y en los códices de la tradición. ¿No es esa tu enseñanza?

—Exactamente —respondió la anciana, imperturbable—. Ahora te irás y no volverás a pensar en mí, ni te harás más preguntas.

—Dime que me amas, Welkiar. Necesito fuerzas para reconocerme. Enséñame, por última vez, tu rostro —pidió la muchacha, la lluvia se apropiaba de sus ojos—. Ven junto a mí.

La máscara de la cuidadora permaneció en su lugar: una burlona mueca de benevolencia. Los colores del antifaz dieron vuelta frente a los ojos de Eivia para diluirse en un río de mentiras y soledad. Las leyes impedían que volvieran a tocarse. Procreadoras, cuidadoras… nada más que tierra, furia y adiós.

La distancia no sería salvada nunca.

Welkiar lo supo.

Y Eivia también.

—Vete ahora —le espetó Welkiar, señalando la salida—. Será mejor así.

El amanecer consumió la silueta de la ilea. Eivia derramaba lágrimas amargas por la madre que abandonaba por seguir con el deber. Welkiar la observó mientras la muchacha dejaba la ciudad. Cuando la anciana quiso, por un instante, retener la imagen, descubrió que ya era imposible. La capital formativa cerró las puertas tras sus pasos y ningún vestigio quedó grabado en las piedras de Isweal.

Habían pasado cortos ciclos sobre la piel de Eivia. Aún no concebía. Por eso se encaminaba con paso dudoso hacia las puertas de los salones de hibernación para que la diosa le sonriera con su gracia. Aquella venia solo se le permitía a unas pocas mujeres, algunas veces al año, cuando los nacimientos de niñas comenzaban a escasear en la comunidad.

Eivia dudó un momento en continuar internándose en el amplio condominio de Destyop. Quiso huir de sí misma, retornar a su origen, cuando la mayor de sus inquietudes era correr a refugiarse junto a Welkiar. Sin embargo, según los códigos, era una adulta, sol de los atardeceres de Uildeir, con todos los derechos y responsabilidades dentro de su pueblo. Por eso, tenía que dar a luz una hija que continuara su linaje.

Y pronto.

Las puertas de Destyop se abrieron y una guerrera la recibió en silencio, con las manos sobre la empuñadura de la espada. La condujo a través de los laberintos sin decir palabra, con los dedos extendidos hacia delante. Eivia observó que de ellos emanaba la luz que impedía que ambas se perdieran en el dédalo; y supo que todavía existían en su pueblo seres con el don de Isweal de crear y también destruir.

—¿Algo en especial para hoy? —indagó la guía, alumbrando a los sementales que dormían.

Eivia distinguió las brumas que domaban a aquellos cuerpos empotrados a la pared, escogidos para satisfacer los gustos de las más exigentes. Se sentía ciega y perdida. Ni siquiera estaba segura de poder reconocerlo entre tantos. Entonces, la claridad de los dedos de la guerrera iluminó un rostro al azar y Eivia se detuvo sobrecogida.

—Este —musitó y dio las gracias quedamente, como lo haría una traidora.

—Ten cuidado —dijo la guía antes de dejarla—. Ese es de los más intranquilos. Cuídate —y le arrojó el arma.

Una puerta apareció a sus espaldas, una puerta que jamás había estado allí. La guerrera la atravesó y luego la abertura se fundió de nuevo con el granito. Eivia sintió la dentellada venenosa del pánico. Había venido hasta allí solo por volverlo a ver, por desterrar de su cabeza aquella noche única. Tal vez estaba equivocada, y todas sus dudas fueran humo. Tal vez los hombres sí merecían permanecer en aquel sitio horrible, mientras el tiempo corría sin ellos.

Se acercó a él. Rozó su pelo y contempló la faz dormida. «Isweal, no me dejes aproximarme más», pensó, pero ya era tarde. La respiración del muchacho se hizo más constante, menos dominada por los hechizos. Eivia intentó volverse atrás y se protegió tras la hoja de la espada.