El cielo de la selva - Elaine Vilar Madruga - E-Book

El cielo de la selva E-Book

Elaine Vilar Madruga

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Beschreibung

La selva es un dios hambriento. Uno que permite vivir a salvo en sus dominios pero exige el más alto de los precios a cambio. Su voracidad no termina nunca y aquellos que viven bajo su control deben entregarle a sus hijos como parte de un cíclico tributo caníbal. En este cuento de terror caribeño, las madres son obligadas a criar a sus propios hijos como futuro alimento, en un sacrificio hecho de sangre y locura. Si se desea sobrevivir aquí, ninguna mujer puede decidir no ser madre. Y ninguna madre puede no convertirse en una mera productora de carne humana para que el sistema de ofrendas y retribuciones siga funcionando. En un mundo despiadado de guerrilleros y narcos, la selva garantiza la seguridad a sus habitantes, quienes renuncian a cualquier tipo de derecho y esperanza en esta fábula terrible sobre la maternidad y el cuerpo de la mujer.

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Elaine Vilar Madruga (La Habana, 1989) es ya una de las últimas y más poderosas voces a tener en cuenta en el nuevo boom de la literatura latinoamericana. A lo largo de más de treinta obras, esta prolífica autora ha desarrollado su muy particular universo como novelista, poeta y dramaturga en libros publicados en Cuba, Estados Unidos, Canadá, España, Chile, Francia, República Dominicana, Italia y México.

Profesora de escritura creativa y periodista, sus libros han sido galardonados con numerosos reconocimientos internacionales por su personal cruce entre lo realista y lo fantástico, ahondando en los límites de los géneros para traspasarlos y encontrar de forma febril los puntos de unión entre el terror y la lírica en una reflexión constante sobre los sistemas de poder, los límites del cuerpo y la sexualidad o las nuevas formas de entender y defender el feminismo.

Elaine Vilar Madruga

El cielo de la selva

Primera edición: febrero 2023

© Elaine Vilar Madruga, 2022

© LAVA, 2023

Adrià Roselldirección editorial & edición

THIS is UMAMIdiseño de la colección

Maider Mendaza & Marina Muñozdiseño editorial

Maider Mendazailustración de la cubierta

Maider Mendazailustración de la autora

Marina Muñozilustración pictogramas

Impreso en Agpograf

Papel certificado por Forest Stewardship Council®

eISBN:978-84-125820-4-8

Depósito Legal:B 4057-2023

Este es un libro sobre maternidades. En plural. Como todas y cada una de las distintas madres que hay, ha habido y habrá en el mundo. Todas unidas y, al mismo tiempo, separadas por el acontecimiento fundamental de la vida, uno que solo puede ocurrir en su cuerpo. Y es que también es un libro de cuerpos, de miedos y de hambre.

Para mis bisabuelas, que parieron demasiado.Y para mis tías, que decidieron no parir.

… más quisiera yo embrazar tres veces el escudo que parir una sola.

Medea, Eurípides.

Contenido

Los niños

Santa

La perra

Ifigenia

La vieja

Santa

Romina

Los niños

Lázaro

La perra

La vieja

Ifigenia

Romina

Lázaro

La vieja

Santa

La perra

Ifigenia

Los niños

Romina

Santa

Los niños

Vendrá la noche y junto a ella el latido de los grillos. La hacienda se convertirá en un montoncito de nada que la oscuridad se tragará con su boca de monstruo. La abuela es la única que se atreve a caminar por los pasillos cuando el sol se ha escondido. No tiene miedo. Vendrá pronto en busca de los grillos porque los odia, odia ese cricricri que parece el llanto de un niño enfermo. Pero en esta hacienda no hay niños enfermos. En esta hacienda nos ocupamos de ser fieles y dormir temprano con un padrenuestro, no más cae la tarde dormimos, igual a las gallinas tristes de los corrales que viven cacareando al sol, que sin el sol no son gallinas sino carne muerta con plumas.

Hacen bien los grillos en huir cuando sienten los pasos de la abuela, que es rápida aunque le duelan los huesos. El dolor se le ha incrustado en su mano izquierda, la mano del corazón. Son los huesos los traidores de la edad, carajo, dice siempre. El año pasado, en estas mismas fechas, soñó una noche que la selva había vuelto a ser roja. Despertó angustiada en la soledad de los pasillos de la hacienda, asqueada del mundo que había sido, asqueada de sus recuerdos y de sí misma, y por un momento tuvo ganas de que le fallara la mente o el corazón, que le doliera el pecho y le crujiera hasta que el esternón se le rajara. Se levantó de la cama dando voces. Llamó a Santa y a Lázaro, y desorientada caminó por la oscuridad sin ropa.

Esa noche escuchamos sus pasos por los corredores, de vuelta al cuarto, algo más consciente ya de que había soñado con la selva hambrienta y de que su miedo no era solo pesadilla. Cabrona selva, puto mundo, me cago en todo, carajo, maldijo la abuela. Luego regresó al corredor y más tarde a los pasillos exteriores de la hacienda. Ifigenia trepó hasta la ventana y dijo que la había visto en pelotas. La abuela está encuera, susurró Ifigenia que a pesar de su ojo bizco tenía una predisposición natural de fiera para mirar dentro de las tinieblas, la abuela tiene la chocha pelona. Nos reímos bajito, masticando almohadas para que la risa no saliera por la puerta o se la encontrara Santa regada por los pasillos, que bien capaz era de eso y de más, de entrar al cuarto de repente y sorprendernos a cintazos, a cuerazos, a nalgadas hasta que escupiéramos la risa y la maldad a puro golpe. Tiene la chocha pelona y no para de mirar la selva, dijo Ifigenia en un temblor.

Ahí se nos acabó la risa. Ya no había motivo. Sobre su cama, Juanquito se puso pálido y empezó a sudar porque a lo mejor le había llegado la hora. Ifigenia se asomó por un resquicio de la ventana y todos preguntamos por el verdadero color de la selva. Es roja, es roja, es roja, queríamos saber, pero Ifigenia se encogió de hombros como si eso no le importara. No se ve nada raro, dijo al rato. Cómo no te diste cuenta antes, le peleamos, cómo que el rojo no se ve en la oscuridad, si vas a ser chismosa no puedes ser ciega. Ifigenia se encogió de hombros otra vez, resignada a que le escupiéramos su error. Volvimos a escuchar los pasos que se aproximaban al cuarto y retornamos a las camas, nos cubrimos las bocas: en la noche latía el corazón de todos a la vez, el de Juanquito más rápido que el de ninguno, el de Juanquito podía incluso escucharse en el silencio.

Ifigenia volvió a asomarse en la ventana.

Bájate de ahí, le gritamos, la abuela te va a ver. Obedeció casi enseguida. Saltó sobre el colchón lleno de chinches y anunció: no hay rojo en la selva, la abuela está más loca que nunca. En la hacienda nunca decimos la palabra loca. Es una mala palabra. De esas que no deberían existir. Da mala suerte. Y esa vez no fue la excepción porque en el mismo instante en que Ifigenia dijo loca, la abuela dio un grito y cayó al piso: se estrelló contra la madera y se escuchó un crepitar que daba miedo. Aun así, nadie se levantó de la cama, era mejor que la abuela se las arreglara sola antes de que supiera que habíamos estado espiándola y que Ifigenia incluso la había visto encuera, con la chocha pelona en el aire frío de la noche. Eso sí, rezamos por ella. Un padrenuestro. O dos. O tres. Nadie fue a ayudarla excepto Santa, que nunca duerme y que con excepción de la abuela es la única que soporta caminar por la oscuridad. Al abrirse, la puerta de su cuarto rechinó óxido. Un poco después la escuchamos hablar en susurros.

Santa, no hay una sola luz en esta hacienda de mierda, mija, le dijo la abuela, una luego se cae y se rompe la crisma así como si nada. Usted prohibió la luz, mamá, recuerde, fue la respuesta. Antes de contestar, la abuela suspiró. Carajo, Santa, ni que yo fuera una vieja loca.

De nuevo la palabra maldita. Vaya con la abuela que se le ocurrió escupirla como si fuera un grillo. Nos persignamos en la cama. Incluso Ifigenia se persignó del susto: ella, que nunca dice un padrenuestro porque se aburre, se hizo la señal de la cruz en la cabeza y luego se tapó el ojo malo para no ver el horror del mundo a través de él.

Allá afuera continuaban las voces.

Bueno, mamá, no hay velas, qué se va a hacer ahora. Levantarme, mija, eso se va a hacer. Entre quejidos, Santa la ayudó a ponerse en pie aunque la carne de la abuela era resbaladiza en sudor y grasa. Mamá, usted está gorda, está pesada. La abuela se masticó la boca antes de responder. Estoy vieja. Gorda no, pero vieja sí. Los huesos mientras más viejos, más duros se hacen y eso es lo que pesa. Luego volvió a quejarse del dolor en la mano izquierda. Un dolor crujiente que se le colaba por la espalda y el pecho, y que incluso le llegaba al coño y se lo atravesaba en dos. Era más difícil alzarla estando así, desnuda, sin nada de ropa que agarrar, pero Santa era fuerte. Logró que la abuela volviera a estar de pie y no se escurriera de nuevo al piso.

Un día se me va a reventar el corazón, ya verás, a golpe de pesadillas se me va a reventar. Santa no le preguntó a la abuela de qué pesadillas hablaba. Ya, mamá, no le dé más vueltas al tema y ahora regrese a la cama que se le hace de día aquí.

La abuela le lanzó un escupitajo a la oscuridad.

Sueños de mierda, dijo.

Mamá, no se ponga belicosa, que se van a despertar las crías, protestó Santa.

Seguro están despiertos todos, mija, esos chamacos son muy cabrones.

Desde las camas intentamos contener la respiración para que la abuela no fuera capaz de notar que tenía razón, que los cabrones estábamos despiertos y escuchando, que incluso Ifigenia había mirado por la ventana y la había visto desnuda, que habíamos reído porque la abuela no tenía pelos allá abajo.

Contemplamos a Ifigenia al unísono y ella escondió el ojo malo detrás de las sábanas y no dijo nada más. Se quedó espiándonos con el otro, tan oscuro como era. Le sonrió a Juanquito, que aún temblaba.

Ifigenia no era como nosotros, aunque durmiéramos en la misma cama a veces y aunque le dijera también abuela a nuestra abuela. Y eso lo sabíamos desde siempre.

A dormir, gallinas, a dormir se ha dicho, carajo, fue el grito que se escuchó desde el pasillo.

En vez de obedecer, Juanquito se paró sobre el colchón lleno de chinches y se asomó a la hendija de la ventana. Tenía que estar seguro, por sus propios ojos, de que la selva permanecía tranquila.

En el fondo entendíamos a Juanquito. Su miedo era de alguna manera el que nos tocaría experimentar también en algún momento. Afuera, la abuela volvió a quejarse de dolor en la mano izquierda.

Un infarto, preguntó Santa.

Un infarto será cuando yo diga, fue la respuesta.

Un grillo se atrevió a cantar en ese instante y la abuela lo aplastó sin misericordia.

Juanquito volvió a la cama. De momento, estaba a salvo. De momento, no iban a comérselo.

Santa

De momento, no iban a comérselo. No a Lázaro. Santa apartó el sueño y se revolvió en la cama. Aún no estaba despierta del todo, pero ya el sudor se le había colado dentro de la ropa. La cama era un sudario de calores. A veces tenía pesadillas así. Pesadillas donde su Lázaro no era nada más que un trozo de carne con nombre al que de seguro llevarían a la selva. Cómo luciría la mandíbula de la selva al masticar a alguien. En las pesadillas de Santa, las mandíbulas eran siempre cavidades con peste a vejez y hambre, un olor a boca en espera, un olor a boca en pausa. Aquellos sueños olían, precisamente, a boca en pausa.

Se sacudió la pesadilla del cuerpo y se sentó en el borde de la cama.

El amanecer era caluroso. Una niebla de espuma y sudor se coló dentro de los ojos de Santa. Muy temprano aún para alimentar a las crías, pero la migraña no esperaba. El dolor le taladraba un hemisferio del cráneo y el borde del ojo, pico y pala en el borde del ojo, pico y pala en el hemisferio derecho. El dolor de siempre que estaba con ella desde que dejó de sangrar, desde que ya no paría, desde que Lázaro decidió quedarse en la terraza y no en la cama a su lado, quizás porque ya no era joven y no sangraba, quizás porque la ausencia de sangre desenmascaraba un olor a vieja que Santa no podía identificar, pero Lázaro sí.

El olor a vieja lo conoce desde hace mucho. Es el olor de la madre y de la casa, el olor de la selva. Casi veinte años trayendo crías al mundo era un tiempo demasiado largo, para Santa o para cualquiera. Por eso en la hacienda se envejecía más pronto.

Eran tan chulas las crías que Santa se las hubiera comido allí mismo.

Mejor no pensar en nada más. Se lavó la cara solo con agua y caminó hasta la letrina. Su cabeza latía, pico y pala, como si los ovarios ancianos se hubieran mudado para su cráneo. Mejor sería que una bandada de mosquitos la cubriera de pies a cabeza y le chupara todo: la sangre y el sueño, el cansancio y las ansias de comerse a las crías.

Santa reconoce la pestilencia de la vejez prematura. Está en su piel, es el sudor que se queda posado sobre las sábanas cuando se levanta en la madrugada y camina por la oscuridad de los pasillos, sin saber dónde coloca un pie y dónde el otro, guiada solo por el instinto y la memoria que tiene de cada tabla de la casa. Tal vez la hacienda es como ella, no lo suficientemente joven pero no tan decrépita como para ser inhabilitada.

Ahora ya a nadie le preocupa que camine a solas por la oscuridad de los pasillos. Antes sí. Antes era peligroso que una mujer preñada saliera al encuentro de los primeros árboles de la selva, en busca de alivio a ese calor que cocina a las primerizas por dentro, sobre todo en los últimos meses de la espera. A nadie le preocupa ya. Si Santa tropieza con los tablones salidos en el piso de la terraza, esos que se han arreglado mil veces pero que siempre vuelven a levantarse como dientes careados no más llega un poco de humedad, si tropieza y cae nada importa porque el golpe solo será vacío: en la barriga de Santa no mora ni peligro ni existencia.

El olor a vieja prematura es también el olor de la libertad.

Hace más de dos años que no ha quedado preñada. Tres años antes, Santa comenzó a notar que casi no menstruaba. En los conteos periódicos, la madre se sentaba en el piso de la letrina frente a ella y anotaba fechas en sus tablones, las fechas que anunciaban el mejor momento del mes para dejarse preñar. Le pesaba las tetas en las manos como si fueran ubres para ver si los pezones estaban tersos o adoloridos, para ver si se le habían hinchado las manos, para notar si tenía granos en el contorno de la barbilla. Con regularidad milimétrica, la madre lo anotaba todo y Santa contestaba cada una de sus preguntas, incluso cuando la madre empezó a enojarse con ella porque la sangre ya no acudía regularmente a los treinta y un días del ciclo. Que sepas que me voy a dar cuenta si te tomas una yerba mala de esas que paran el útero, le amenazó la madre, no nos hagas eso, mija, sabes cuán importante eres para esta hacienda, el buen trabajo que has hecho todo este tiempo. Santa no supo qué decirle. De qué yerba mala hablaba. De qué útero en pausa si el suyo nunca se detenía.

La madre la siguió observando. Santa veía sus ojos dondequiera. Como si los ojos de la madre se hubieran sembrado a su paso, no fuera que Santa acelerara en secreto la llegada de la vejez con trucos de yerbas. Incluso Lázaro la velaba mientras le hacía el amor con ojos de perrito jardinero y olor a humo en la garganta, incluso su mirada le reclamaba algo, pero qué. Santa abrió más las piernas y se montó sobre Lázaro, e imaginó la danza de los óvulos bañados en sudor. Por un segundo fue en contra de sí misma y se quiso preñada de nuevo, se quiso gorda, se quiso hinchada, todo con tal de que Lázaro dejara de mirarla con aquellas preguntas que ella no podía entender. Por qué envejecen las mujeres. Por qué se muere la juventud así de repente, sin avisar y sin dar gritos. Por qué las mujeres deciden de repente tener migraña y ya no hijos.

Aquel mes, pico y pala, sangró dos veces. Tal vez era un aborto. Tal vez, pico y pala, las crías no se habían implantado lo suficientemente adentro como para continuar creciendo. Había sucedido antes, pero nunca a ella, sino a otras de las mujeres que había conocido a lo largo de todos aquellos años, a aquellas que abortaban hijos por accidente como si la sangre fuera un bien prescindible. Luego de aquel suceso estuvo cuatro meses sin menstruar. En los tablones de notas de la madre, las fechas hasta entonces puntuales de Santa se convirtieron en una maraña que ya no permitía reconocer cuál era el momento preciso para la monta. En realidad, se hacía casi imposible saber nada de ella, porque un día se levantaba con calores y sudores, y al otro día con náuseas, luego con migrañas y un genio de diabla, con el corazón desbocado y sin conteo, y a veces lloraba en la noche oscura de la selva, y después quería acostarse sobre Lázaro y romperle las entrañas a golpe de pico y pala.

Lázaro dejó de dormir con ella porque Santa sudaba mucho en las noches, y era el sudor denso de los ancianos con miedo de la vida, el sudor denso de las yeguas luego del parto, el sudor de la fiebre amarilla y el de los envenenamientos de la sangre.

Enferma, pico y palo, de vejez prematura.

Los ojos de la madre se tragaron su enojo ante el paso de la naturaleza y el tiempo por el cuerpo de la hija. Fingía mal, porque su rabia estaba ahí, escondida como los perros jíbaros de la selva, sin decir nada para que Santa no estallase. La naturaleza era también jíbara y solo creía en su propio paso y en sus leyes, con ella no se podía negociar, a ella no le importaba que el mejor vientre de la hacienda hubiera dicho basta.

El precio de la libertad hacía que una mujer sin sangre entre las piernas tuviera que levantarse entre los primeros mosquitos del amanecer y echarse agua en el rostro.

Como si el agua cambiara las cosas.

Como si el agua refrescara las ausencias.

Como si el agua pudiera apaciguar aquella migraña que se extendía, pico y pala, sobre su ojo izquierdo, su frente y ahora también sobre su mandíbula.

El precio de su libertad tenía la forma de la ausencia de Lázaro. Santa se había dado cuenta de que la miraba como si no tuviera ojos, como si Santa fuera un vacío hambriento de vacíos, como si por primera vez se diera cuenta de que en su pelo había canas y también en los vellos de su coño, como si le viera por primera vez las arrugas en la comisura de la boca y aquellas patas de gallina en el borde de los párpados.

A pesar de todo, Lázaro era un buen compañero. Jugaba con las crías. Incluso ayudaba a alimentarlas. Así las mantenía ágiles y sanas, casi felices, hasta que llegaba su hora de expiración. Para Lázaro y para la madre de Santa, que las crías vivieran felices significaba no solo que la carne iba a satisfacer por completo a la selva, sino también que en la hacienda aún se vivía bajo un molde parecido a la huella de la civilización.

Aquí no somos carniceros sino sobrevivientes, rezamos padrenuestros, aunque el resultado sea la misma mierda pa’ todos, pensaba Santa con ironía. En ocasiones, Lázaro aún tenía tiempo para ella, le colaba una tizana de yerbas amargas y la contemplaba mientras fumaba con los brazos acodados sobre la mesa. Hasta la tizana tenía esa peste terrible de la vejez.

Santa aún está en la letrina. Observa su ropa interior como hace cada mañana. Es mejor comprobar que no ha vuelto la sangre, porque cosas así podrían sucederle en los primeros años. Bien que recordaba ella cuando su madre dejó de sangrar. Bien que recordaba los ojos de la madre que la miraban como si en Santa estuviera todo el amor y la belleza. Ya no sangro nada, mija, ahora les va a tocar a ustedes dos, le había dicho un día, porque ya estoy vieja y no soy útil. A Santa aquello le había parecido atroz. Vieja la madre, se preguntaba, cómo que vieja, si tiene los ojos jóvenes, si está fuerte como la misma selva.

Pero en la hacienda la juventud se medía por la capacidad de traer crías al mundo.

Ahora también Santa, igual que la madre en su momento, se había convertido de un instante a otro en una anciana. Ya se sentía anciana. Ya miraba con ojos de vieja y tenía un hambre antiquísima. Se limpió el sudor de la frente y volvió a ponerse la ropa interior sin manchas.

Un día más en la cuenta de los días.

En la terraza, Lázaro todavía estaba dormido sobre una hamaca. La selva, inundada por la niebla, lucía en calma. Los amaneceres eran precisamente eso, una mezcla de niebla y de vapor. Un mosquito trasnochado bebía la sangre de Lázaro, posado sobre su frente se alimentaba, engordaba por segundos, parásito feliz que engullía el cáliz de la vida y de la juventud, porque los hombres envejecen más lento que las mujeres, porque los hombres no menstrúan, no paren ni crían, sino que la naturaleza es bondadosa con ellos. Santa no espantó al insecto. Le pareció que el mosquito se vengaba en su nombre, que aquella sangre que bebía era precisamente la sangre que Santa quería llevarse a la boca o tener entre las piernas. Recordó de momento que lo único que le gustaba de estar preñada era el hecho de que Lázaro nunca se marchaba de su lado. Nada más le apetecía de toda aquella circunstancia: ni que le pesaran los pies y el cuerpo todo el tiempo, ni aguantar el dolor de los pujos, ni que al final las mandíbulas de la selva se llevaran lo que por derecho era suyo, sangre de su sangre, carne de su carne, olor de su olor.

Comer la carne de las crías no le estaba permitido.

A nadie. Ni siquiera a Santa, que tantas crías había traído al mundo.

Aquella era la primera regla de la hacienda.

La regla que sembraba las fronteras entre civilización y voracidad, entre civilización y la locura del caos.

La regla que, como un padrenuestro, la madre imponía sobre todos.

Pico y pala en la frente. Pico y pala en la mandíbula de Santa. El dolor de la migraña se extendió hasta el cielo de la boca. No podía observar la luz ingente del sol en su tapiz sobre la niebla. Entrecerró los ojos. Lázaro abrió los suyos:

—Qué mala cara —dijo.

Santa iba a afirmar con un gesto de la cabeza, pero se contuvo en el último minuto, no fuera que la migraña aún se hiciera peor:

—Cara ‘e mierda.

Lázaro aplastó al mosquito sobre su frente.

—A esta hora es que los putos bichos se alimentan, vete a dormir pa’l cuarto —Santa se viró de espaldas para no fijar los ojos en un punto preciso del cuerpo del hombre—. La cama está sudada, pero al menos no te van a estar picando.

—Todavía es temprano para andar por ahí toda peleona —bostezó él.

Las viejas no duermen, pensó Santa y estuvo a punto de reírse en la cara de Lázaro, porque reír era todo lo que le iba quedando ahora que estaba, pico y pala, desnuda en la selva de la migraña. Al final, decidió quedarse callada. Los hombres no entendían las palabras. Estaban más allá de las palabras de una mujer.

Estaban más allá de las palabras de una vieja.

Santa sintió hambre igual que cada mañana. Pensó en la carne de las crías.

El sol comenzaba a nacer como una migraña ardiente.

La perra

El sol comenzaba a nacer como una migraña ardiente.

Los mosquitos se recogen hacia la selva. Lo más insistentes no se van. Se quedan aquí a picarte, a consolarte, a cantar sus canciones de mosquitos, a tocar la flauta dulce del olvido en tu oreja. Hay mosquitos casi tan fieles como los perros. O quizás no tan fieles porque los perros te marcan la vida, te muerden el corazón, te hacen madre, y si matan al perro no se acaba la rabia, sino que se siembra en lo más profundo de las tripas. En esas tripas latirá de noche y día. En esas tripas ladrará hasta que te toque el turno de morir o de tirar de una vez para la selva.

Hay perras locas. Como tú.

O no tan locas como tú, tal vez solo desesperadas, abrazadas al recuerdo que los mosquitos no se llevan de la sangre por más que te vacíen cada noche.

Una perra puede ser la madre de una desgracia.

Te suenan los huesos como suena el ánfora donde están los restos de Choclo. Un día abriste el ánfora para saber si a los huesos les había crecido carne y pelos, porque eso es lo que los huesos deberían hacer después de un tiempo de reposo. Si no para qué sirven. Como perra desesperada husmeaste el ánfora para ver si habían cumplido con su cometido, porque todos saben que el dios de los perros es misericordioso y que si existe un cielo para los hombres debería existir uno también para los jibaritos buenos: los hombres matan hombres pero los perros no matan perros y eso los hace mejores como especie, más dignos de un paraíso. En el ánfora, los huesos descansaban desnudos, iguales que siempre, pelados y astillados, redondos y angulosos. Fue una desilusión verlos así. Batiste la urna entre las manos y el sonido de unos contra otros parecían cascabeles. O ladridos, mejor ladridos, ladridos de huesos.

Ver lo que alguna vez fue Choclo no te da calma, aunque sí algo de seguridad porque es mejor saberlos dentro de la urna, a resguardo de todos los cabrones de la hacienda, que imaginarlos tirados entre los árboles, sin un sepulcro santo. Te levantas todos los días y, mientras las nubes de mosquitos se sientan sobre tus brazos, coges el ánfora y los observas, sacas alguno, un pedazo de Choclo, y besas ese pedazo que podría ser hueso del cráneo o de las patas, segura de que todo estará bien mientras lo muerto permanezca contigo.

La vieja intentó hacerlo una vez, lo intentó la muy penca, acojonada por las mordidas que lanzabas al aire. Se acercó con cariñitos, te decía mija, amor de mi vida, nubecita, loca te me has vuelto, y te llamaba por un nombre que ya no usarías nunca más. Trataba de que ese nombre te invocara algo, una proporción de deseo o el miedo a esta condición en la que ladras y muerdes. Quiso quedarse con Choclo, con la urna, llamó a los cabrones para que la ayudaran y ellos vinieron todos, vinieron porque les gusta el espectáculo de la desgracia, el chillido de la perra a la que le iban a quitar lo único que le quedaba del cachorro. Los cabrones eran duros y por dura que fueras ellos podían más. La vieja salió con el ánfora del cuarto, convencida de que ya no serías madre de perro difunto, sino la de antes, su hija, con nombre.

Ladrando la furia y la rabia del despojo, saltaste sobre el colchón meado y cagado hasta el asco, y te asomaste a la ventana acordonada por hierros que precisamente estaban allí para evitar que escaparas. Si querían perra mansa, no la iban a tener. Gritaste, escupiste y pujaste el horror del miedo cuando la vieja se fue al borde de la selva y abrió la urna.

Lo que la vieja no sabía ni tampoco sabían los cabrones es que eras una perra horrible de corazón prieto. Que aun desde el encierro podías ver los huesitos de Choclo abandonados en la selva. Que aun desde el encierro ladrabas el espanto de saber que algo de Choclo podía perderse para siempre y que aquella sí iba a ser una desgracia, una desgracia tan grande como la de su asesinato porque si acaso existía el paraíso de los perros, entonces segurito que el dios de los jíbaros buenos iba a necesitar de aquellos despojos para traer de vuelta a Choclo.

Durante siete días contemplaste los huesos mientras te cagabas sobre la cama. La mierda sobre la mierda entre tus piernas, el orine sobre el orine, los pelos estropajosos envueltos en olor a muerte. Negada a comer, negada a beber, había que golpearte duro a veces, torturar tus patas para apartarte de la ventana y de los ladridos, y obligarte luego a tomar algo de agua que escupías enseguida y papilla de humano que también escupías porque todo tenía el sabor a Choclo desde que los cabrones te lo habían dado a comer.

Hijita de mi corazón, que te me vas a morir de hambre, mija, decía la vieja y quería acariciarte los pelos llenos de mierda y el corazón emplastado en orine. Le lanzaste un mordisco tan grande que le habrías arrancado una mano si ella no la hubiera retirado a tiempo.

No se puede subestimar la resistencia de una jíbara huérfana de hijos.

Fue la vieja quien dio la orden de que te dejaran tranquila. Esa tarde se te permitió salir a la selva mientras los niños gritaban, una perra, una perra, una perra, al verte.

Recogiste los huesos de Choclo entre los árboles. Uno a uno. Los huesos iban pegados a ti como si estuvieran vivos, hasta que la vieja te dio un ánfora nueva, o tal vez la misma de siempre, solo que limpia, y dejó que los guardaras uno a uno, y que contaras tres veces por si acaso faltaba algún huesito pequeño. Incluso te acarició la cabeza llena de mierda y de pelos enredados y no le lanzaste mordisco, no le arrancaste la yugular, porque a diferencia del resto de los habitantes de la hacienda, no estás loca ni eres una hija de puta como ellos.

Quizás la vieja te vio en los ojos el ansia de selva. En su mirada se incrustó un lamento de miedo. Las jíbaras son así, imprevisibles, y un momento se dejan acariciar y al siguiente escapan selva adentro. De inmediato te ordenó volver a la hacienda ahora que ya tenías los huesos. Prometió que serían tuyos para siempre. De nadie más que tuyos, Ananda, pero vuelve tranquila al cuarto, mijita, y rompió a llorar a los pies de la selva, de ese dios que se alimenta de las lágrimas del mundo. Rota en sollozos estaba porque en ese momento vio que en tus ojos ya no quedaba ni rastro de Ananda, como tampoco había carne sobre los huesos de Choclo. Su única esperanza era amaestrar a la jíbara, lograr que aquella perra olvidara el miedo, tenerla limpia, tratarla como animal de su casa, pero ya no como una hija, porque la hija estaba muerta.

Algo latió dentro de ti cuando la vieja empezó a escupir a los cabrones que contemplaban el espectáculo. A todos les escupió la culpa y el asco, y les recordó quién mandaba allí, y que las cosas se hacían a su manera o no se hacían. Carajo, a mi manera o a ninguna, dijo, miren lo que le han hecho a Ananda, y quien tenga los ovarios de decirme que fue sin querer, le voy a rajar la boca a cintazos.

La amenaza surtió efecto porque todos guardaron silencio y por primera vez te miraron como si fueras un animal peligroso. La perra favorita de la vieja. Lo mismo que un día fuiste cuando eras humana: su hija favorita.

Aquel hubiera sido un buen momento para huir a esa selva que era un mundo más allá del mundo, y a la cual pertenecían todas las perras. No lo hiciste porque temías perder los huesos de Choclo, perder lo que quedaba de él en el camino, porque eras jíbara, pero en el fondo del corazón aquella selva daba escalofríos. Junto a la vieja te quedaste, más amaestrada de lo que te gustaría admitir, y cuando todos los cabrones bajaron la cabeza y la anciana se cansó de gritar su furia, esa furia sin remedio porque ya nada se podía hacer con ella salvo sacársela de adentro, empezaste a ladrar.

Y desde entonces lo haces todos los días, por ti y por Choclo, cuando te pican las garrapatas de la memoria y sientes incluso que, si quisieras, podrías tocar con un dedo aquello que Ananda fue una vez. No hace falta la memoria. Para qué necesita una perra tenerla salvo para recordar que se mea en un rincón y que se come con las patas delanteras. Para qué se necesita sino para saber lo que te hicieron.

Para saber y no olvidar.

Ellos se llevaron a Choclo.

Ellos se llevaron a Ananda.

Y te dejaron a ti, jibarita y ladradora, que esperas la llegada del amanecer porque la vieja viene y, si está de buen humor, alguna que otra vez te saca amarrada a respirar el aire libre. Bípeda o cuadrúpeda serás siempre para ella la hijita loca, la hijita rota y perdida.

Desde las rejas en tu ventana ladras a la selva, al perro enorme que hace mucho asoma el hocico entre los árboles para husmearte y a la niña que salta en el patio y que huele a muerte.

Ifigenia

Huele a muerte. Quizás el hedor provenga de la selva, donde se pudren cosas que nadie ha visto a la luz del sol. A lo mejor se trata de Santa, que corta cabezas de gallina con una pericia de matarife a sueldo. Ifigenia no le dice mamá. No le dice madre. Ya es demasiado tarde para llamar así a una mujer que sabe decapitar de ese modo y que se ha pasado toda su existencia esquivando su mirada.

Una cría sabe bien cuál es su lugar. Siempre.

Para Ifigenia todos los días son prestados desde hace mucho tiempo. Odia a los habitantes de la casa. A Lázaro cuando regresa de la selva con ojos asustados y se sienta a tirar humo por la boca. Odia a la perra con mirada de mujer que le ladra, desde el umbral de su locura, cada vez que Ifigenia sale a coger el sol. Odia a Santa y también a las crías que son como ella: seres atrapados en el umbral de la vida y de la muerte mientras rezan padrenuestros y esperan despierte el hambre de la selva.

Es hipocresía incluso que le hayan puesto un nombre. Diga lo que diga la abuela, haberla nombrado fue un acto de crueldad. Cuando nombras a una criatura, sea humana o gallina, puerca o yegua, le confieres una identidad, una dignidad, un espacio en el mundo: junto al nombre se regala un tiempo y un derecho a elegir sobre el propio cuerpo. Nadie mataría a una yegua llamada Ifigenia. Al menos no en esta hacienda. Pero sí matarían a una niña llamada así.

A ojos de los adultos, Ifigenia es menos que una yegua con nombre.

Ella lo sabe, y saber algo es liberador, dice la abuela, es mejor saber que desconocer, aunque en el fondo duela igual.

Con la abuela es distinto. A ella no la odia tanto. Ifigenia se ha preguntado por qué no lo hace, si es quien rige este lugar, si constantemente la vigila como la carnicera que es. Debería. Debería odiarla. Pero no puede. Quizás porque recuerda demasiado bien cómo la abuela la acunaba entre los brazos cuando era chica y le daba sillón en las noches, y cuando los mosquitos eran más salvajes se la llevaba entre los brazos con un gesto que nunca había sabido diferenciar si era crueldad o ternura, o ambas cosas a la vez.

En los ojos de la abuela, Ifigenia casi podía sentirse amada en ocasiones. Cada vez que intenta odiarla, los recuerdos la llevan precisamente a ese espacio de su memoria, cuando era chica y cabía entre los brazos de la anciana, y el sillón se movía hacia adelante y hacia atrás como el vaivén de las hojas más altas en la selva. Entonces la abuela le cantaba canciones en las orejas, bien suave para no espantar el sueño.

No ha aprendido a odiarla. No puede. Pero sabe, y saber es liberador, saber es la llave que abre todas las puertas del mundo, incluso aquellas que Ifigenia nunca podrá cruzar porque su tiempo se agota. Dentro de poco, Ifigenia no será Ifigenia, sino un trozo de carne que servirá como tributo allá en la garganta más profunda de la selva, adonde nadie va, salvo la abuela, en contadas ocasiones.

Aún no es la hora del desayuno. La niña prefiere caminar en estos instantes en que todavía no hay nadie despierto. O casi nadie. Santa está allá atrás, en el jardín, con sus gallinas, devolviendo la furia que se la come por dentro mientras machaca huesos y pescuezos, y llama a las gallinas infelices, tititi, con ojos de madre. Las gallinas tan estúpidas le creen y se acercan, se entregan, y ella hace entonces su trabajo. A veces Santa les pica las cabezas y las deja sufriendo, en una danza ciega donde las decapitadas caminan y corren aún varios pasos mientras sueltan por una hendidura negra un río de sangre que parece infinito. La niña observa entonces el rostro de Santa que ríe, porque el dolor de los otros amansa el suyo. Nadie se da cuenta de que tras esa risa hay una locura más honda y secreta que la de la perra.

¿Por qué las gallinas no huyen? ¿Por qué no tiran para la selva en vez de entregarse?

En la hacienda se escuchan las primeras voces. Ifigenia no les presta atención. Teme la idea de la muerte, pero la busca. Por eso camina todos los días hacia el patio trasero y se oculta a medias tras unas tablas picadas. Allí permanece muy quieta y observa a Santa, rabiosa, casi una anciana ya, que les hace a las gallinas lo que en realidad desearía hacerle a Lázaro.

Todos en la hacienda lo saben: Santa ya no pone huevos. El tiempo la ha desahuciado. Ifigenia se ríe porque la risa es parte de su venganza y está en todo el derecho de burlarse de los dolores ajenos, ella que es un dolor con forma de niña.

Un día le preguntó a Santa si Lázaro era su padre, si de Lázaro había partido el grano de maíz que armó su cuerpo, su boca, su ojo sano, su ojo bizco, ese que no la ayudaba a enfocar bien los paisajes y que Ifigenia prefería tapar a veces con una mano, y otras dejarlo libre y salvaje. Quería saber porque todos en la hacienda decían que sí, que Lázaro era su hacedor, que la combinación de Lázaro y Santa era muy efectiva, daba siempre crías sanas. Pero Santa también había quedado preñada de algunos extranjeros que habían llegado de la selva, ya que la abuela insistía en que no era prudente aquella repetición de enlaces genéticos siempre iguales. Por buena que fuera la mezcla, lo reiterado conducía siempre a la podredumbre.

Ifigenia quería conocer la verdad. Hija de Lázaro o hija de alguno de los forasteros que ya nadie recordaba. Hija de nadie, hija del aire o de la selva.

—¿Y cómo quieres que me acuerde, niña? —fue la respuesta de Santa—. De esas cosas tu abuela sabe más que yo.

Ifigenia la miró con roña, fijó su mirada negra en la mirada también negra de Santa, como si las dos oscuridades fueran a engullirse de un momento a otro. Santa se la sostuvo. A ella sí que no le importaba que aquella niña condenada a muerte tuviera necesidad de saber o guardara tanto odio adentro. El miedo era una palabra grande y sagrada para alguien que, como Ifigenia, vivía siempre en ese estado sostenido, en un terror que comenzaba a difuminarse en cierta forma de normalidad. Aquella fue una de las pocas ocasiones en que Ifigenia sintió verdadero pánico.

Pánico ante aquellos ojos y a la selva escondida en los ojos de la mujer.

Durante el tiempo que le aguantó la mirada, Ifigenia vio que la oscuridad no era más que el reflejo del fango aposentado dentro una mente. Se sobrecogió porque supo que, para Santa, ella no era más que una gallina que hablaba, una gallina inoportuna con la que algún día podría hacerse un buen caldo y una pechuga jugosa.

La palabra jugosa la estremeció de los pies a la cabeza.

Era la primera vez en su vida que se había sentido comida.

Nunca antes se había dado cuenta de que el hambre de la selva era una amenaza constante, sí, pero aún alejada en el tiempo, separada quizás por meses o años. Aquellos meses o años eran, pese a todo, una promesa de tiempo regalado. Pero allí, frente a Santa, no había tiempo y la inmediatez era terrible.

La inmediatez de su hambre, de su ansia de carne humana, era terrible.

Ifigenia retrocedió y casi abrió la boca para gritar en busca de ayuda.

Fue entonces que Santa abandonó aquella sonrisa y habló nuevamente:

—Alégrate de morirte joven y apetitosa, niña. Alégrate de que te vayan a comer por ahí. No es un destino tan malo.

Ifigenia dio otro paso atrás.

—No tengas pena de ti misma. La pena hace que la carne sea menos rica. Pregúntale a tu abuela. Tienes que morirte feliz, de otra manera tu carne va a saber a moho.

Hubiera querido correr, pero sentía las dos piernas demasiado pesadas.

—Alégrate. Yo me hubiera querido morir joven, pa’ que sepas. Es bonito morirse joven. Pero a mí no me marcaron y a ti sí, la vida es una mierda, Ifigenia. Así que te acostumbras o tiras pa’ la selva a ver qué hay allá adentro.

Hubiera querido correr.

—Las viejas no podemos escoger. ¿Escoger qué y pa’ qué? Cuando no era vieja me tendía en la cama y esperaba que fuera Lázaro el que viniera. Que cuando abriera los ojos, Lázaro estuviera allí, adentro mío. Pero no siempre era él. Y cuando era otro, dolía bastante. ¿A ti te duele la chocha, Ifigenia? A ti nunca te va a doler y eso es bueno, porque el dolor de la chocha es el dolor de una hembra que se rompe. A ti no te van a romper, alégrate. ¿Pa’ qué quieres saber quién es tu padre?

Dijo padre como quien hubiera podido decir mierda.

Ifigenia no contestó, pero dejó de retroceder y se quedó quieta.

—¿Por capricho quieres saber? Pues ya está —Santa chasqueó la lengua e Ifigenia se dio cuenta de que tenía los dientes sucios—. Tu padre fue la selva. Vino por la noche y me abrió las patas. Estaba frío y lleno de mosquitos. Yo no quería abrir los ojos, Ifigenia, pa’ no verle la boca. Sabía que la selva tenía boca. Le olí el aliento, eso sí: peste a yerba y a gente muerta. Y no debí abrir los ojos nunca, niña, no debí pero lo hice, porque la curiosidad mata y la curiosidad tira pa’ la selva. Tenía un ojo igual que tú. Eso lo heredaste de tu padre —se rio, un cacareo, y luego dijo—: Me contó que te iba a cobrar cuando tuvieras once, Ifigenia. ¿Qué edad tienes ahora, eh?

—Once —balbuceó la niña.

—Entonces te va a cobrar en cualquier momento, pa’ que sepas. Te va a cobrar y te va a masticar allá adentro, entre los bejucos y las flores. Te va a masticar hasta que seas trocitos de Ifigenia. Y cuando solo seas hueso y carne viva, cuando se te vean las entrañas, solo entonces es que la selva va a parar. Entonces podrás volver a casa. Podrás volver a la hacienda. Aquí te vamos a esperar con las bocas abiertas —su voz se hizo ronca de un momento a otro—: Si tu carne tiene buen sabor pa’ la selva, pa’ mí también seguro.

Ifigenia se obligó a liberar sus pies de las raíces que la mantenían sometida. El primer paso fue el más difícil. Pensó que no podría moverse, pero luego de levantar el pie fue capaz de correr, cada vez más ligera, mientras la sonrisa de Santa se quedaba atrás, junto a las gallinas.

Desde aquel encuentro con Santa, Ifigenia se mantiene a una distancia prudente de ella. Pero esa distancia no es, en el fondo, tan extraña ni tan exacta, porque en la niña moran unas ansias monstruosas de saber de las oscuridades, las locuras y los secretos ajenos, de todo ese dolor de los otros que es más fácil de contemplar que el propio. El dolor ajeno es su verdadero padre, el que de verdad puede un día cobrarla. Ifigenia lo rastrea. Por eso anda hasta la ventana que separa el mundo delirante de la perra del mundo delirante de la casa, va y se asoma, contempla a la perra revolcada en su sudor y sus recuerdos, con la urna del perrito muerto contra el pecho.

Verla así hace que Ifigenia tenga deseos de reír y de correr, incluso de vivir, qué linda es la vida cuando los otros sufren. Al rato se da cuenta de que el dolor perenne que siente en el bajo vientre comienza a difuminarse y que es sustituido por un humedal, un rocío entre las piernas que le da cosquillas y ganas de rascarse la ropa interior con un dedo.