La tiranía de las moscas - Elaine Vilar Madruga - E-Book

La tiranía de las moscas E-Book

Elaine Vilar Madruga

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Ojalá hubiera caído en mis manos, siendo chavala, un libro como este, en el que se invita a los hijos a rebelarse contra sus padres, y no en un sentido metafórico (...) En 'La tiranía de las moscas' ni la mamá mima ni el papá posa con los hermanitos y un solecito en lo alto. En 'La tiranía de las moscas' la hermana mayor es una shakesperiana heroína llamada Casandra cuya epopeya consiste en la autodeterminación de su sexualidad contra el reaccionarismo tiránico por parte de su padre y patologizante por parte de su madre. (...) el tirano padre de Casandra, Calia y Caleb, tartamudo por la gracia de la Revolución y por ello conversor, como un Rey Midas asqueroso, de todo lo que toca en mierda (el tartajeo le hace llamar a sus hijos Cacasandra, Cacalia y Cacaleb); ese tirano es el mismo y es la misma que sale dando la chapa en el Congreso de los Diputados y habla de la cacalidad de nuestra democracracracia, de nuestros derechochos, de nuestra papatria y hasta de fefeminismo.

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LATIRANÍADE LASMOSCAS

Elaine Vilar Madruga

Elaine Vilar Madruga (La Habana, 1989) es considerada una de las voces jóvenes más importantes de la Cuba literaria actual.

Narradora, poeta y dramaturga, se licenció en Arte Teatral, especialidad Dramaturgia, por el Instituto Superior de Arte (ISA), y es profesora de escritura creativa. Ha ganado diversos premios nacionales e internacionales y su obra ha sido editada en antologías a lo largo del mundo. Además, ha publicado más de treinta libros en editoriales de Estados Unidos, Canadá, Cuba, República Dominicana, España, Chile, Francia, Italia y México.

Elaine, que se mostró entusiasmada de que Cristina Morales —como editora invitada— la eligiese para publicar en Barrett, cultiva los géneros de novela, cuento, poesía, literatura fantástica y de ciencia ficción, periodismo, crítica, teatro, literatura para niños y jóvenes…

Una mujer, un árbol y una enredadera de picualas. Las moscas le hablan de noche y le dictan poemas.

Cristina MoralesEditora por un libro

Después de que Patricio Pron nos ayudase a publicar Madrid es una mierda del escritor y cineasta argentino Martín Rejtman, de que Sara Mesa nos recomendase la novela Treinta y seis metros del desconocido, pero no menos genial, Santiago Ambao y de que Sabina Urraca lanzase a la fama a Andrea Abreu y su Panza de burro, vuelve nuestra colección «Editor/a por un libro», y esta vez ejerce como editora una de las mejores escritoras y que más admiramos del panorama literario actual.

Cristina Morales (Granada, 1985) es licenciada en Derecho y Ciencias Políticas, especialista en Relaciones Internacionales y autora de las novelas Lectura fácil (Anagrama, Premio Herralde de Novela 2018 y Nacional de Narrativa 2019), Últimas tardes con Teresa de Jesús (Anagrama 2020, Lumen 2015), Los combatientes (Anagrama 2020, Caballo de Troya 2012) y Terroristas modernos (Candaya 2017). Ese mismo año le fue concedida la Beca de Escritura Montserrat Roig, en 2015 la de la Fundación Hans Nefkens y en 2007 la de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores. Actualmente es becaria de la Real Academia de España en Roma, bailarina y coreógrafa en el colectivo de danza contemporánea Iniciativa Sexual Femenina y productora ejecutiva de la banda de punk At-Asko.

Ahora, a todos esos logros, tiene que añadir el habernos descubierto a la cubana Elaine Vilar Madruga y su novela La tiranía de las moscas que, estamos seguros, dará mucho que hablar.

 

Manuel Marsol

Manuel Marsol (Madrid, 1984) se ha convertido en pocos años en un referente internacional del álbum ilustrado. Traducido a ocho idiomas, ha obtenido el prestigioso Premio Internacional de Ilustración Bologna Children’s Book Fair, el Premio del Catálogo Iberoamericano, el Amadora BD en Portugal o los Pépite Livre Illustré y Prix Sorcières en Francia.

En España la mayoría de su trabajo ha sido publicado por Fulgencio Pimentel, con títulos como El tiempo del gigante (2016), Yôkai (2017), Duelo al sol (2018) o Mvsevm (2019). También ha ilustrado novelas como La metamorfosis de Kafka (Astro Rey 2015) o La Venus de las pieles de Sacher-Masoch (Sexto Piso 2016); cubiertas para Anagrama, Babelia (El País) o Libros del K.O., y portadas de discos para Jonston y El Palacio de Linares.

Además ha realizado charlas, workshops o exposiciones en lugares como el CaixaForum (Madrid), Taipei Book Fair, BD à Bastia (Francia), FIL (Guadalajara, México), Fundação José Saramago (Lisboa), el Almería Western Film Festival o el Festival de Narrativas Cuéntalo (Logroño).

 

Título original: La tiranía de las moscas

Primera edición: abril de 2021

 

 

© del texto: Elaine Vilar Madruga

© del prólogo y la edición del texto: Cristina Morales

© de las ilustraciones: Manuel Marsol

© de la foto de la biografía de Elaine Vilar: Mauro Cantillo

© de la foto de la biografía de Cristina Morales: colectivo @bachini.bachini como parte del archivo #mugrelindas

© de la fotografía de la biografía de Manuel Marsol: Mathias Hannes

© de la edición: Editorial Barrett | www.editorialbarrett.org

Comunicación y prensa: Belén García | [email protected]

Publicación digital: @Booqlab

ISBN: 978-84-186900-4-4

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Somos buenas personas, así que, si necesitas algo, escríbenos. No nos va a sacar de pobres prohibirte hacer unas cuantas fotocopias.

Las cosas que no se tocan

por Cristina Morales

Tengo treinta y cinco años. A veces me asalta la sensación de adultez y a veces me asalta la convicción de mi propia adultez. Son fenómenos distintos, ojo: una cosa es sentir y otra cosa es saber. En este prólogo a La tiranía de las moscas, de Elaine Vilar Madruga (La Habana, 1989), vamos a citar mucho al filósofo Agustín García Calvo (Zamora, 1926-2012), porque Vilar Madruga ha escrito una novela que, quizás casualmente, lleva a la ficción (y amplifica, por tanto) la conferencia Cómo se mata a un niño para hacer un hombre (o una mujer), pronunciada por primera vez por García Calvo el 13 de diciembre de 1988*. De ese texto tomamos la diferencia entre sentir y saber, diferencia que ni podemos ni debemos precisar mucho pues definir es matar. García Calvo llegaba a las cosas tanteando.

… parece que las cosas que no están muertas, pues sienten, pueden sentir. Pueden sentir. Sienten. No puedo explicar mucho más el verbo, porque me arriesgo, si trato de introducir definiciones, a estropear la cosa. Es un verbo aceptable, por su propia indefinición. Sienten, sienten: parece que es propio de las cosas vivas sentir, decía Calvo aquel 13 de diciembre. Y continuaba: Los sentimientos no se saben: si algo podemos decir de un sentimiento, es que no se sabe, que un sentimiento es precisamente eso que antes decía respecto al propio verbo ‘sentir’, que no lo podemos tocar con la definición, que la gracia que tiene es que no podemos encerrarlo en definición. Cuando el sentimiento se sabe, ese sentimiento está metido en una cárcel; pero estar metido en una cárcel una cosa que consistía precisamente en no tener definición, quiere decir matarlo, aniquilarlo, hacerlo desaparecer (1989, p. 7).

Sentir es lo propio de los vivos. Saber es lo propio de los muertos. Sentir es lo propio de lo niño (no es una errata, es García Calvo). Saber es lo propio de lo adulto. Lo niño (que cunde más entre los niños) está vivo. Las adultas están, estamos, muertas todas. ¿Qué me está pasando a mí, pues, cuando, tras leer a Vilar Madruga, a García Calvo y a Alexanthropos Alexgaias (nuestra siguiente aliada), siento la adultez o sé de mi adultez? No es sino la muerte, máxima expresión del Estado y el Capital, o del estado patriarcal, o del «marco autoritario, adultocentrista y mercantil» (Alexgaias, 2013, p. 24) acechándome, echándoseme encima y finalmente devorándome. Soy, además, la presa perfecta: estoy en el tramo de edad en que, siguiendo a Alexgaias, se maximizan mis privilegios. Sentir la muerte no es verdaderamente sentir, del mismo modo que el niño que se aprende de memoria el soniquete de que quiere lo mismo a mamá que a papá, ni quiere ni nada, como bien nos recuerda Calvo en su ponencia. Sentirse muerta, como saberse muerta, son estados de asimilación del Orden (mayúscula garciacalviana), o lo que El manifiesto antiadultista, escrito por Alexanthropos Alexgaias (17 años)* (la autora firma así, poniendo su edad entre paréntesis después de su nombre) denomina integración en el sistema adultocéntrico que nos gobierna.

Vilar Madruga nos pone delante una fábula oscura y lúbrica (como oscuros y lúbricos son los dramas, como oscuros y lúbricos son los coños) que ilustra todas estas inquietudes, inquietudes que una muy probable lectora adultista tacharía de piterpanescas, de snobs, de, incluso, fascistoneoliberal reivindicación de la juventud y desprecio de los viejos. Para denostarla, una muy probable crítica literaria adultocéntrica podrá tildar La tiranía de las moscas de novela juvenil y pedagógica, siendo como sin duda es adultocéntrica la división editorial entre literatura infantil, juvenil (dentro de esta existe, además, el nicho de mercado «para adultos jóvenes») y luego ya viene lo que el canon llama La Literatura, que, por ser la referencia a todas las demás, no tiene necesidad de atributo edatario (aunque sí muchos otros, siendo el que más lo peta ahora mismo el de literatura a/ante/bajo/cabe/con/contra/de/desde/durante/en/entre/hacia/hasta/mediante/para/por/según/sin/sobre/tras mujeres).

¡Pero qué pedagogía la de Vilar Madruga, amigas! ¡Y qué tradición fabulística en la que se incardina La tiranía de las moscas! ¡Ojalá hubiera caído en mis manos, siendo chavala, un libro como este, en el que se invita a los hijos a rebelarse contra sus padres, y no en un sentido metafórico: que Vilar nos da buenas razones no para hacerlos entrar en razón, no para politizarlos en el bien común: para matarlos, carajo, como una George Orwell de Rebelión en la granja! Inscrita en la antiadultista tradición de El guardián entre el centeno de Salinger, de El Principito de Saint-Exupéry, de Memorias de una vaca de Bernardo Atxaga, de Los niños tontos de Ana María Matute, de El tigre de Mary Plexiglàs (primer libro que me leí en catalán y que para mi sorpresa era un cancionero punk de lectura obligatoria en los institutos) de Miquel Obiols; engarzada, como digo, en ese collar de perlas, está La tiranía de las moscas cometiendo sus pecados. El de «la imaginación desbordada de las mujeres», como la llama Calvo en su Cómo matar un niño…, el primero. La dominación de la imaginación de las mujeres es (…) una de las funciones esenciales en los procesos educativos de una sociedad patriarcal (…) Efectivamente se reconoce que una imaginación descontrolada o desbordada por parte de las mujeres sería un peligro de los más radicales que se le podían ofrecer al orden patriarcal, por eso pone mucho cuidado en controlar la imaginación femenina (1989, p. 20).

Recordemos la primera frase que nuestros carceleros de la educación reglada nos hicieron leer en la pizarra: Mi mamá me mima. No olvidemos, por favor, el primer dibujo que a todas nos mandaron hacer entre los muros del presidio escolar: el retrato de nuestra familia. En La tiranía de las moscas ni la mamá mima ni el papá posa con los hermanitos y un solecito en lo alto. En La tiranía de las moscas la hermana mayor es una shakesperiana heroína llamada Casandra cuya epopeya consiste en la autodeterminación de su sexualidad contra el reaccionarismo tiránico por parte de su padre y patologizante por parte de su madre.

Shakespeare —cuenta Casandra en la página 96— conocía todos estos asuntos mejor que yo. Mejor que nadie en el mundo, a decir verdad, porque cuando Julieta se asomó al balcón, no contemplaba a Romeo, sino que presionaba su cuerpo contra el ya mencionado objeto de piedra caliza, presionaba su cuerpo para recibir todo el amor y el deseo, un amor de cal veronesa, más eterno que cualquier otra forma de cariño que un Romeo cualquiera pudiera haber brindado. Solo hay que leer entre líneas la dramaturgia isabelina, ¿okey? Solo hay que leer entre líneas a Shakespeare para entender la pasión de Julieta por los objetos de su amor. No lo digo yo, que me llamo Casandra y que vivo en el calor de este verano sin fin, lo dijo Shakespeare, que escribía mejor y más bonito.

Nuestra protagonista y narradora principal ha hecho la mejor exégesis posible de Romeo y Julieta, y se la aplica. Shakesperiana pero lejos de todo romanticismo (o sea, entendiendo bien que Shakespeare es un coño, o sea, un drama: oscuro y lúbrico a un tiempo, como ya he dicho), su imaginación desbocada no es sino lucidez acerca de qué es la vida y qué es la muerte, qué es el sentir verdadero y qué el saber aprendido (el amor romántico, entre otras cosas): ella ama de manera verdadera los objetos, siendo su amada predilecta un puente, el cual, con todo derecho, considera femenino (no sé qué le disgusta más a papá: que desee a un puente o que el objeto de mi amor sea una esencia femenina):

—Es una generalización que nos permitirá a ambas conducir este diálogo hacia tu interés erótico por los objetos… Responde esta pregunta: ¿no te atraen los seres humanos?

—No.

—¿Por qué?

—De nuevo, un blablá idiota.

—¿Por qué?

—Los seres humanos no tienen olor a óxido.

—Es un buen punto. ¿Hablas de tu… aproximación…?

—La palabra es «relación».

—Una relación indica un vínculo entre dos personas, Casandra. Algo inanimado no puede ofrecerte ningún tipo de vínculo.

—Eso dices tú. ¿Qué vas a saber? Yo no he visto nada más inanimado que papá. Igual te acostaste con él, ¿no?...

La tiranía de las moscas habla de la familia y del Estado como estructuras inherentemente violentas, como las dos grandes aliadas en el sostenimiento de la opresión. La relación dialéctica entre padres e hijos es necesaria para que se dé la relación dialéctica entre pueblo y Estado, y viceversa. Alguna ombligoccidental lectora habrá que piense que el contexto cubano en que se desarrolla la novela limita su crítica al régimen comunista, no dando por aludida a su propia capitalista democracia. Despierta, lectorcilla con derechillo al voto: el tirano padre de Casandra, Calia y Caleb, tartamudo por la gracia de la Revolución y por ello conversor, como un Rey Midas asqueroso, de todo lo que toca en mierda (el tartajeo le hace llamar a sus hijos Cacasandra, Cacalia y Cacaleb); ese tirano es el mismo y es la misma que sale dando la chapa en el Congreso de los Diputados y habla de la cacalidad de nuestra democracracracia, de nuestros derechochos, de nuestra papatria y hasta de fefeminismo.

Que la astucia es el arma de los esclavos Elaine Vilar, como García Calvo, lo sabe, lo siente y lo practica en su obra. Los rabiosos cuentos de La hembra alfa (Guantanamera Editorial, Sevilla, 2017) tienen personajes cuyo ardor no hay humillación que pueda reprimir, y que ya anticipaban las mimbres de esta novela. Encerrada en un cuarto oscuro, paralizada en una silla de ruedas y con solo una mano hábil para masturbarse, la protagonista del relato El tercer círculo sigue dándose gusto al cuerpo aun después de que su madre le ciegue con tablones las ventanas para no ver al vecino cuya polla fláccida, meona, le pone. Tiene su imaginación y tiene uñas que horadan la madera durante meses hasta conseguirse una rendija de voluptuosidad. Y cómo se corre la tía, y qué envidia nos da a los que no tenemos madre que nos tiranice. O el relato que da nombre a la colección, en el que una mujer adquiere los hábitos y la fuerza de una leona y sale a rugir a cuatro patas sobre el asfalto un colosal dónde coño se habrán ido los machos (…) Este lugar no es la pradera. No lo es, no. No se huele el fango, ni la mierda seca de los antílopes y mucho menos la libertad. Pero igual corro, corro, corro entre el sonido de los cláxones (2017, p. 86).

Que lo que más les gusta a las disfrutonas son las cosas que no se tocan con la letal mano de la definición lo sabe, lo siente y lo practican Elaine Vilar, García Calvo y las poetas místicas. Sirva, por favor, de colofón y bienvenida a La tiranía de las moscas este fiestón de canción, que bien podría haber sido escrita por Santa Teresa de Jesús para laúd y tamboril, pero que ha sido escrita para batería, guitarra y bajo eléctricos por la banda argentina Intoxicados (2005, Las cosas que no se tocan en Otro día en el planeta Tierra [CD], Buenos Aires, Tocka Discos).

Las cosas que no se tocan

Me gustan las chicas, me gustan las drogas

Me gusta mi guitarra, James Brown y Madonna

Me gustan los perros, me gusta mi estéreo

Me gusta la calle y algunas otras cosas

Pero lo que más me gusta

Son las cosas que no se tocan

Me gusta el dinero para comprarme lo que quiero

Me gustan las visitas para matar el tiempo

Me gusta esa luz, me gusta esa sombra

Me gustan los grupos que no están de moda

Me gustan los autos, los trenes, los barcos

Me gusta que al que espero no tarde más de un rato

Me gusta el arroz, me gusta el puchero

Me gusta el amarillo, el rojo, el verde y el negro

Pero lo que más me gusta

Son las cosas que no se tocan

Por eso me gusta el rock

Porque yo el rock no lo toco

Yo el rock lo escucho

Lo trago

Lo digiero

Lo vuelvo a tragar

(…)

Pero mejor no lo digo

No quiero

No quiero

Porque eso no es rock

Eso no es rock

Eso no es rock

No es rock

No es rock

No es rock

Eso no es rock

Eso no es rock

(…)

Roma, 15 de febrero de 2021

_____________

* Disponible gratuitamente en http://www.editoriallucina.es/recursos. Para este prólogo manejamos, sin embargo, la versión pronunciada el 26 de septiembre de 1989, en cuyo documento se puede navegar más fácilmente: http://bauldetrompetillas.es/agustin-garcia-calvo/conferencias.

* Disponible gratuitamente en http://comunizar.com.ar/el-manifiesto-antiadultista.

 

 

 

Para Carlo, a las puertas de mi vida.

Y para tía Cuca, in memoriam, con café y dos gardenias.

 

 

 

ÁNGEL. Aquí nadie sabe nada. Esta casa anda manga por hombro. Tendré que empuñar el látigo de nuevo.

Aire frío, Virgilio Piñera.

CASANDRA

 

 

 

 

 

 

 

Las moscas nos hablan, ¿okey? Vivimos en un país de moscas. Vuelan a nuestro alrededor. Las moscas son la nación de las ideas, una nación que zumba, zumba, zumba encima de la cabeza de Calia. A ella, como siempre, no le importa, tan concentrada está en su dibujo del elefante. El dibujo, anatómicamente preciso, es más que la sumatoria del calor veraniego y del aburrimiento. Calia no levanta la mirada. Una de las moscas gordas se posa en su frente y deambula por aquella senda de poros, vellos y sudor, mueve las alas, se las limpia, qué buen lugar ha escogido la mosca para mirarlo todo, para contemplar el dibujo del elefante y hacer una apreciación artística, una valoración crítica. Por ejemplo, la mosca podría decir que el elefante del dibujo es más que el reflejo realista del paquidermo original, la mosca podría decir que el elefante del dibujo es perfecto, tanto que parece vivo, la mosca podría preguntarse si de un momento a otro no se correrá algún telón invisible sobre la página que Calia pinta, a ver si ese telón marca el punto final del milagro en el cual el elefante comienza a respirar y se transforma en materia sólida. La mosca sueña con posarse encima de la gran mole gris que es el elefante. Bonita mole. Olorosa a estiércol.

La mosca espera encima de la frente de Calia.

Es un ejercicio de paciencia.

¿Soñarán las moscas con los dibujos?

Nosotros sí.

Tiene solo tres años. No, no hablo de las moscas, que son infinitamente más jóvenes que mi hermana.

Nadie recuerda cuándo empezó a dibujar. A estas alturas, todos creemos que Calia nació con un pincel en la mano y que, con los rastros de la sangre, del líquido amniótico y del tapón mucoso, se hizo la primera acuarela. Supongo que algún dibujo anatómicamente perfecto habrá sacado de aquella experiencia por el canal de parto y desde entonces no ha parado, no: se ha reproducido como un nido de hormigas.

Su creación, como la de todo genio, podría estudiarse según sus obsesiones. Calia solo pinta animales. Ya lo he dicho (y también las moscas han mostrado su interés): aquí no se habla de un dibujo con trazos gordos y empantanados, lo que normalmente haría un niño de su edad; aquí se habla de la jodida perfección. Comenzó con los insectos. Las hormigas eran sus favoritas. Y las arañas. Aquella fue una etapa bastante oscura. Hormigas y arañas devoradoras, copiadas en el acto de desmembrar una pieza, una víctima que ya no era animal, sino el objeto de la cacería, y por tanto se hallaba en un limbo, en un lugar intermedio entre la mandíbula de la muerte y la posibilidad remota de la libertad. Después llegaron las aves. Sobre todo los gorriones. Se entiende perfectamente el porqué de su decisión pictórica. Los únicos pájaros que Calia ha visto en su vida son esos gorriones flacos que aún vuelan, cercados por el hambre y el calor de este país, gorriones que tienen el corazón del tamaño de la yema del dedo meñique, gorriones infartados que se desmayan en los jardines de las casas. Después, Calia eligió los monos. Monos de culos gordos. De culos venosos, rojos y morados. Qué explosión de color en las páginas hasta entonces tan sobrias de Calia gracias a esos culos.

Finalmente, hemos llegado a este sitio. A la etapa elefante. Por suerte, Calia aún no se ha preguntado cómo lucen los genitales de los elefantes en celo, sino que se concentra más en las pezuñas, en las escalas de grises de las estrías y cicatrices, en los minúsculos pelos de las trompas.

No tengo nada en contra del talento, que conste. Me parece maravilloso que Calia dibuje, pero la verdad es que podría hacerlo peor, digo yo. Eso nos ayudaría a todos, nos ayudaría a tener más paciencia con los culos de los monos y las patas de las arañas. Si al menos esos culos y esas patas no fueran perfectos, ¿eh?, si Calia pintara la típica casita con el sol y las montañas que los niños adoran —esos trazos irregulares fuera de las líneas que tan encantadores resultan porque demuestran que la pequeñita de la casa tiene inclinaciones para el dibujo— entonces sería ideal.

Qué memoria la mía. He olvidado recalcar lo más importante y no dejar margen a dudas.

Por si no te ha quedado claro: mi hermana tiene tres años y además no habla, ¿okey? Es decir, no quiere hablarnos. No le parece interesante. Mover la boca, sacar el aire y transformarlo en palabras no es de su interés y Calia no hace nada que le resulte aburrido. En algunas cosas de la vida, mi hermana es sencillamente admirable. No pierde el tiempo. Ni siquiera con su familia. Ni siquiera con las moscas que continúan posándose encima de ella. Calia es paciente y no las espanta. Calia es el país ideal para las moscas.

Hay otro punto que he omitido. Qué memoria la mía.

Ese punto es el miedo.

Mejor explicarlo de manera ordenada, ¿okey?

No se trata de que ella dibuje animales perfectos, animales que parecen tan vivos que uno se pregunta por qué no terminan de atravesar la página, por qué no adquieren altura, ancho y, sobre todo, profundidad, por qué los monos no acaban de aparearse, los gorriones de sufrir un infarto que quiebre sus corazones del tamaño de la yema de un meñique, las arañas de matar y los elefantes de comer yerba seca.

No se trata del silencio de mi hermana, de su negativa a considerarnos criaturas más importantes o avanzadas intelectualmente que las moscas: para Calia, todos somos insectos.

Supongo que ahí es donde el problema se hace más hondo.

El miedo tiene que ver con esa condición de seres invisibles que nos ha otorgado.

El miedo tiene que ver con sus ojos.

Calia es nuestra dueña. Cuando se digna a otorgarnos un poco de importancia, lo suficiente como para fijar en nosotros su mirada, es que algo sucede.

Algo muy malo.

Y entonces Calia no es feliz. Las señales externas aparecen de inmediato. Se rasca una ceja, parpadea, afloja los dientes y ya no suda. Las moscas dejan de posarse sobre ella. Mierda, las moscas saben que el país llamado Calia se ha convertido en un lugar peligroso. Huye cuando los animales lo hagan, ¿okey?, dicen por ahí y tienen razón. No hables cuando los insectos paren de zumbar. Mierda, mierda, y otra vez mierda. Las moscas son inteligentes y Calia mueve la boca, ay, papá dios si pronuncia nuestros nombres, ay, papá dios si empieza a dibujar mariposas, que no pinte una mariposa, papá dios, que siga con los elefantes, con los culos de los monos, qué bonitos son los culos inflamados de los monos, qué bonitos los culos hiperrealistas, pero por favor, papá dios, que no pinte una mariposa, todos sabemos que el aletear de una mariposa en una página en blanco es un asunto muy peligroso.

Si Calia dibuja una mariposa, entonces nos jodimos.

Leyenda urbana o leyenda familiar, ya no lo sé ni me preocupa demasiado. Lo cierto es que todos vemos en Calia a una bomba de tiempo.

Es probable que esta familia no merezca la salvación. Eso dice mamá con su mejor voz de libro de autoayuda y a lo mejor no se equivoca. Tan buenos no somos, ¿okey? Si fuéramos realmente buenos, las moscas se posarían en cualquier otro sitio excepto encima de nuestros cuerpos. Y todos —mamá, papá, Caleb, Calia y yo— estamos siempre cubiertos de moscas. Es culpa del calor del país, dice papá y así se consuela, aunque en realidad sabemos que se engaña: las moscas buscan el sudor para alimentarse, sudor dulce o carne muerta, no importa, la verdad tampoco importa.

Cada familia es diferente y rara a su manera, pero la nuestra se llevó la medalla de oro en la competencia olímpica de la disfuncionalidad.

Se nota enseguida porque las moscas enfermas van a posarse encima de Caleb. Van allí a morir. Luego caen al suelo, unas manchas de tinta con alas mustias. Caleb las recoge. Es lo que mejor sabe hacer. Los animales persiguen a mi hermano, se vuelven suicidas cuando están cerca de él. Caleb es como una tumba abierta. Y le gusta. Le encanta ser una tumba abierta. Caleb tiene un propósito en la vida.

Yo soy la primera semilla del mal. Es decir, la primogénita. No quiero confundir con mis palabras. Empezaré de nuevo. Es difícil hablar en primera persona y contar tu propia historia.

No siempre fui la hermana mayor.

Antes de que nacieran Caleb y Calia, yo era simplemente Casandra.

 

 

 

—¿Cuántos años tienes, Casandra?

—Siete años, mamá.

—En este espacio no soy tu mamá, ¿recuerdas?

—Sí, mamá.

—Soy tu terapeuta y te quiero ayudar. ¿Entiendes, Casandra?... Es como un juego, un juego interesantísimo. ¡Vamos! Finge que no me conoces.

—Sí, mamá.

—Me dices que tienes siete años. Pareces mayor. Eres muy alta. ¿Quieres contarme por qué estás triste?

—No estoy triste.

—¿Segura?

—Sí.

—Pues yo creo que te equivocas. Piénsalo bien. ¿Estás triste, Casandra?

—No sé.

—¿Y por qué lloras entonces?

—Porque se rompió.

—… pero eso no es todo. Hay algo más, a mí no me engañas. Déjame adivinar qué… ¿Acaso extrañas a papá? ¿Lloras porque papá no está siempre en casa? Tienes que entender. Ya eres una niña grande, Casandra. Siete años, ¿verdad? No eres pequeñita y sabes que papá es un hombre importante para este país.

—Bigotes me lo dijo.

—¿Quién es Bigotes, Casandra?

—El abuelo que me carga. El Abuelo Bigotes. Papá lo quiere mucho.

—No repitas eso nunca más, ¿entiendes, Casandra?

—¿Qué cosa?

—Lo que acabas de decir es algo malo, Casandra, ¡muy malo! ¡Y muy peligroso! Tu papá puede ser castigado si saben que le dices así a…

—¿Al Abuelo Bigotes?

—¡A Nuestro Líder!... Casandra, ¿lo estás haciendo a propósito?

—No, mamá.

—No soy tu mamá ahora mismo, soy tu terapeuta.

—¿Me puedes castigar aunque no seas mi mamá?

—Atiéndeme. Mírame a los ojos, Casandra. Esto es importante. Jura que no dirás Abuelo Bigotes nunca más.

—Okey.

—Si alguien llegara a saber cómo le dices, le quitarían a tu papá todas las medallas. Sabe dios qué desgracias nos vendrían encima. No te olvides que las paredes de esta casa tienen oídos.

—Las medallas de papá no me gustan. Las medallas pinchan.

—¿Quieres que tu papá no sea nunca más un hombre importante? ¿Quieres que tu papá llore?

—No sé.

—Piénsalo bien antes de contestar.

—Llorar es malo.

—¡Muy malo!, y es lo que le sucederá a papá por tu culpa.

—… pero el Abuelo Bigotes me quiere. Me lo dijo.

—¡Casandra!

—Abuelo Bigotes me compra muñecas por mi cumpleaños.

—Pues si quieres más muñecas, tendrás que llamarlo de otra manera.

—¿Cómo?

—Líder.

—¡Líder Bigotes!

—¡Eres una malcriada!

—Y tú no eres mi mamá.

—Claro que soy tu mamá… y tu terapeuta. ¿Y sabes qué les sucede a los niños malos como tú, Casandra? Se les regaña y se les castiga… En tiempos como estos, tu papá tiene que esforzarse más que nunca. Se ha ganado cada una de sus medallas, pero todos los días, Casandra, todos los días tiene que probar que es fiel a Nuestro Líder. O tú no tendrás más muñecas. ¿Has entendido?

—Okey.

—¿Y por qué lloras ahora?

—¡Porque la cámara de papá se rompió!

—… papá es un hombre importante y solo necesita que las personas que son más importantes que él lo recuerden. Es muy fácil. Papá es un héroe. Coge. Límpiate la cara.

—No quiero.

—Sécatela. ¿Quieres seguirme contando…?

—Cuando una cosa se rompe, ¿se muere?

—Supongo. Si está rota para siempre, sí.

—Papá dijo que su cámara de fotos ya no servía para más nada. ¿Es verdad que una persona se puede romper igual que una cámara de fotos?

—¿Quién te habló de eso?

—El Abuelo Bigotes.

—¡Casandra…! ¿Otra vez?

—Me dijo que en el trabajo de papá, las personas son como hormigas que van, entran y luego se rompen.

—Para ya, Casandra. Olvida eso. Nuestro Líder dice cosas así y es mejor olvidarlas luego, ¿entiendes? Es mejor no recordar asuntos incómodos y que no son de nuestra incumbencia. Cambiemos el tema… No puedo ayudarte si no eres honesta conmigo. Hablemos de tus problemas y no de los de tu papá. Hablemos un poco de Caleb. ¿Quieres a tu hermano?

—Por su culpa se murió el conejo.

—El conejo estaba enfermo. Tenía cáncer.

—Se fue a morir con Caleb. Levantó las orejas y ya, no saltó más.

—¿Por qué no quieres a tu hermano?

—Y la jicotea, también la jicotea se murió.

—Caleb no tiene la culpa.

—La tocó y ya… La jicotea no sacó más la cabeza.

—La jicotea era vieja, Casandra.

—No quiero estar cerca de él. Todo lo que se va a morir está cerca de Caleb.

—Eres una niña con mucha imaginación y eso no es malo. Al contrario, Casandra. Puede ser incluso útil para la vida. Pero a veces, si la imaginación es excesiva… ¿Entiendes? Todo el exceso es negativo. ¿Quieres hacer un dibujo?

—No sé.

—Pinta a tu familia, ¿no te parece interesante?

—¿Puedo también dibujar la cámara rota de papá?

—Si deseas, Casandra. ¿Por qué quieres que la cámara esté en el dibujo?

—Es mi mejor amiga.

—¿En serio? ¿La cámara es tu amigo imaginario?

—No, pero cuando sea grande nos vamos a casar.

—¿Tú y la cámara?

—Sí, pero ya no porque está muerta.

 

 

 

En aquellos tiempos aún se podía salir a la calle sin vigilancia, sin que los ojos de papá preguntaran cuántos pasos se habían recorrido desde la puerta hasta el quicio de la acera. En un cálculo matemático, papá contabilizaba las potenciales veces que había escapado de la muerte, que si el tiro en la espalda, la mina enterrada bajo la grava húmeda del jardín o el veneno en la pizza. Enemigos. Culpables. Paranoia. La paranoia típica de un hombre importante.

En aquellos tiempos que ya comenzaban a difuminarse en la memoria de Caleb y Casandra, papá los llevaba cada domingo al zoológico. Calia no había nacido, por supuesto, y eso era aún mejor porque los animales del zoo tenían formas que no eran anatómicamente perfectas, sino que se veían como manchas en la distancia, como borrones con trompas y patas, como bigotes tejidos, como un juego de une los puntos y descubrirás la figura. Los animales eran tachaduras divertidas y las mariposas eran solo mariposas, no un presagio de muerte, no un augurio sobre la página en blanco, bien se sabe que quizás algún día en el futuro, la hermana artista dibuje mariposas y tenga entonces la idea recurrente de que ha llegado el tiempo de la condenación.

Caleb recordaba los viajes al zoológico. Recordaba cómo se sentía querer a papá, que entonces lucía menos viejo y siempre llevaba sus medallas prendidas al uniforme militar, incluso los domingos, porque las medallas abrían todas las puertas, incluso las más duras, incluso las rejas del zoológico que estaban colocadas ahí, precisamente, para señalar un límite entre los animales superiores que habían ganado la batalla de la evolución y los derrotados. Las medallas de papá no eran bonitas, pero resultaban útiles y ya Caleb lo había descubierto.

A Casandra no parecía importarle otra cosa que no fuera la proximidad del lente de la cámara Kodak que papá le había permitido llevar ese día. Ella suspiraba y apretaba el lente, y a Caleb le parecía que, en cualquier momento, su hermana lo hundiría contra el vestido, que el lente le abriría un agujero en la barriga, un agujero con forma redonda, y que entonces Casandra tiraría fotos cuyo revelado automático ocurriría por la boca. La niña acariciaba el lente con los dedos, lo empañaba con un sudor baboso, de verano sin fin. Casandra era tonta, ay, si papá la veía le iba a quitar la cámara para siempre porque ya le había advertido lo delicado que era el mecanismo, lo limpio que debía estar el lente para que la foto fuera óptima, y solo tras la súplica y las promesas de Casandra era que papá había decidido que la niña podía llevar la cámara solo por un rato.

En realidad, papá había olvidado sus consejos y no vigilaba a la hija. Para qué. Ahora era más importante disfrutar el viaje al zoo con las medallas y los niños. Los niños lucían felices y las medallas eran la más visible muestra de que su vida tenía sentido, era un hombre tan importante como un país, o casi, y poquísimos otros llegarían al lugar donde él estaba.

—¿Quiequiequieres ver los monos, Caleb? —inquirió papá con una sonrisa.

Era un buen día. Un día magnífico. Alrededor de papá, la gente se apartaba con temor, alguien señalaba hacia el pecho con medallas, alguien seguía a papá de cerca, un trabajador del zoológico dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de agradar al hombre importante y a su familia.