Cumbres borrascosas - Emily Brontë - E-Book

Cumbres borrascosas E-Book

Emily Bronte

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Beschreibung

Publicada en 1847, "Cumbres borrascosas" es la obra más conocida de su autora, la escritora inglesa Emily Brontë y ha sido llevada al cine con gran éxito en varias ocasiones.
Es una novela arrebatadora y romántica, una venganza que se prolonga hasta el final y un amor que irá más lejos todavía. Es, en definitiva, una complicada tragedia que constituye una de las obras maestras de la literatura.

SINÓPSIS
"Cumbres borrascosas"  es la narración de una historia dramática y trágica. Comienza con la llegada del niño Heathcliff al hogar de los Earnshaw, el cual es traído por el padre de la familia desde Liverpool. Ignoramos de donde ha salido esta criatura que pronto trastornará por completo la tranquila vida de su familia adoptiva así como la de sus vecinos, los Linton.

Es una historia de amor y de venganza, de odio y locura, de vida y de muerte. Catherine Earnshaw y Heathcliff desarrollan una relación de dependencia mutua a lo largo de su vida, desde la infancia hasta más allá de la muerte.

La libertad que Heathcliff representa no es la más idónea para una mujer que pretende ser respetable, y Catherine acabará casándose con el hijo de los Linton, Edgar, magistrado de la región. Éste le dará un hogar, la Granja de los Tordos, y estabilidad.

A lo largo de dos generaciones, cuyos nexos comunes serán Heathcliff y la observadora y narradora de la historia, Nelly Dean, descubrimos el pasado y el presente de los personajes, en versiones distintas de sí mismos.

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Emily Brontë

Cumbres borrascosas

Tabla de contenidos

CUMBRES BORRASCOSAS

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

CAPÍTULO VIII

CAPÍTULO IX

CAPÍTULO X

CAPÍTULO XI

CAPÍTULO XII

CAPÍTULO XIII

CAPÍTULO XIV

CAPÍTULO XV

CAPÍTULO XVI

CAPÍTULO XVII

CAPÍTULO XVIII

CAPÍTULO XIX

CAPÍTULO XX

CAPÍTULO XXI

CAPÍTULO XXII

CAPÍTULO XXIII

CAPÍTULO XXIV

CAPÍTULO XXV

CAPÍTULO XXVI

CAPÍTULO XXVII

CAPÍTULO XXVIII

CAPÍTULO XXIX

CAPÍTULO XXX

CAPÍTULO XXXI

CAPÍTULO XXXII

CAPÍTULO XXXIII

CAPÍTULO XXXIV

CAPÍTULO XXXV - FIN

CUMBRES BORRASCOSAS

CAPÍTULO I

He vuelto hace unos instantes de visitar a mi casero y ya se me figura que ese solitario vecino va a inquietarme por más de una causa. En este bello país, que ningún misántropo hubiese podido encontrar más agradable en toda Inglaterra, el señor Heathcliff y yo habríamos hecho una pareja ideal de compañeros. Porque ese hombre me ha parecido extraordinario. Y eso que no mostró reparar en la espontánea simpatía que me inspiró. Por el contrario, metió los dedos más profundamente en los bolsillos de su chaleco y sus ojos desaparecieron entre sus párpados cuando me oyó pronunciar mi nombre y preguntarle:

—¿El señor Heathcliff?

Él asintió con la cabeza.

—Soy Lockwood, su nuevo inquilino. Le visito para decirle que supongo que mi insistencia en alquilar la «Granja de los Tordos» no le habrá causado molestia.

—Puesto que la casa es mía —respondió apartándose de mí— no hubiese consentido que nadie me molestase sobre ella, si así se me antojaba. Pase.

Rezongó aquel «pase» entre dientes, con aire tal como si quisiera mandarme al diablo. Ni tocó siquiera la puerta en confirmación de lo que decía. Esto bastó para que yo resolviese entrar, interesado por aquel sujeto, al parecer más reservado que yo mismo. Y como mi caballo empujase la barrera, él soltó la cadena de la puerta y me precedió, con torvo aspecto, hacia el patio, donde dijo a gritos:

—¡José! ¡Llévate el caballo de este señor y danos vino!

Puesto que ambas órdenes se dirigían a un solo criado, juzgué que toda la servidumbre se reducía a él. Por eso entre las baldosas del patio medraban hierbajos y los setos estaban sin recortar, sólo mordisqueadas sus hojas por el ganado.

José era hombre entrado en años, aunque sano y fuerte. Lanzó un contrariado «¡Dios nos valga!» y, mientras se llevaba el caballo, me miró con tanta malignidad que preferí suponer que impetraba el socorro divino para digerir bien la comida y no con motivo de mi presencia.

A la casa donde vivía el señor Heathcliff se la llamaba «Cumbres Borrascosas» en el dialecto local. El nombre traducía bien los rigores que allí desencadenaba el viento cuando había tempestad. Ventilación no faltaba sin duda. Se advertía lo mucho que azotaba el aire en la inclinación de unos pinos cercanos y en el hecho de que los matorrales se doblegaban en un solo sentido, como si se prosternasen ante el sol. El edificio era sólido, de espesos muros a juzgar por lo hondo de las ventanas, y protegidos por grandes guardacantones.

Parándome, miré los ornamentos de la fachada. Sobre la puerta, una inscripción decía «Hareton Earnshaw, 15OO». Aves carniceras de formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la inscripción. Aunque me hubiese gustado comentar todo aquello con el rudo dueño de la casa, no quise aumentar con esto la impaciencia que parecía evidenciar mientras me miraba desde la puerta como instándome a que entrase de una vez o me marchara.

Por un pasillo llegamos al salón que en la comarca llaman siempre «la casa», y al que no preceden otras piezas. Esa sala suele abarcar comedor y cocina, pero yo no vi cocina, o mejor dicho no vi signos de que en el enorme lar se guisase nada. Pero en un ángulo oscuro se percibía rumor de cacharros. De las paredes no pendían cazuelas ni utensilios de cocina. En un rincón se levantaba un aparador de roble con grandes pilas de platos, sin que faltasen jarras y tazas de plata. Encima del aparador había tortas de avena y perniles curados de vaca, cerdo y carnero. Colgaban sobre la chimenea escopetas viejas, de cañones herrumbrosos y unas pistolas de arzón. Se veían encima del mármol tres tarros de vivo colorido. El suelo era de piedra lisa y blanca. Había sillas de forma antigua, pintadas de verde, con altos respaldos.

En los rincones se acurrucaban perros. Una hembra con sus cachorros se escondía bajo el aparador.

Todo era muy propio de la morada de uno de los campesinos de la región, gente recia, tosca, con calzón corto y polainas. Esas salas y esos hombres sentados en ellas ante un jarro de cerveza espumeante abundan en el país, mas Heathcliff contrastaba mucho con el ambiente. Por lo moreno, parecía un gitano, pero tenía las maneras y la ropa de un hombre distinguido y, aunque algo descuidado en su indumentaria, su tipo era erguido y gallardo.

Dijeme que muchos le tendrían por soberbio y grosero y que, sin embargo, no debía ser ninguna de ambas cosas. Por instinto imagine su reserva, hija del deseo de ocultar sus sentimientos. Debía saber disimular sus odios y simpatías y juzgar impertinente a quien se permitiera manifestarle los suyos.

Es probable que yo me aventurase mucho al atribuir a mi casero mi propio carácter. Quizá él regateara su mano al amigo ocasional, por motivos muy diversos. Tal vez mi carácter sea único.

Mi madre solía decirme que yo nunca tendría un hogar feliz y lo que me ocurrió el verano último parece dar la razón a mi progenitora, porque, hallándome en una playa donde pasaba un mes, conocí a una mujer bellísima, realmente hechicera. Aunque nada le dije, si es cierto que los ojos hablan, los míos debían delatar mi locura por ella. La joven lo notó y me correspondió con una mirada dulcísima. ¿Y qué hice? Declaro avergonzado que rectifiqué, que me hundí en mí mismo como un caracol en su concha y que cada mirada de la joven me hacía alejarme más, hasta que ella, probablemente desconcertada por mi actitud y suponiendo haber sufrido un error, persuadió a su madre de que se fuesen.

Esas brusquedades y cambios me han valido fama de cruel, sin que nadie, no siendo yo mismo, sepa cuánto error hay en ello.

Heathcliff y yo nos sentamos silenciosos ante la chimenea. La perra, separándose de sus cachorros, se acercó a mí, fruncido el hocico y enseñando sus blancos dientes. Cuando quise acariciarla emitió un gruñido gutural.

—Déjela —dijo Heathcliff haciendo coro a la perra con otro gruñido y asestándole un puntapié—. No está hecha a caricias ni se la tiene para eso.

Incorporóse, fue hacia una puerta lateral y gritó:

—¡José!

José masculló algo en el fondo de la bodega, mas no apareció. Entonces su amo acudió en su busca. Quedé solo con la perra y con otros dos mastines que me miraban atentamente. No me moví, temeroso de sus colmillos, pero pensé que la mímica no les molestaría y les hice unas cuantas muecas. Fue una ocurrencia muy desgraciada, porque la señora perra, ofendida sin duda por alguno de mis gestos, se precipitó sobre mis pantalones. La repelí y me di prisa a refugiarme tras de la mesa, acto que puso en acción a todo el ejército canino. Hasta seis demonios en cuatro patas confluyeron desde todos los rincones en el centro de la sala. Mis talones y los faldones de mi levita fueron los más atacados. Quise defenderme con el hurgón de la lumbre, pero no bastó y tuve que pedir auxilio a voz en cuello.

Heathcliff y José subían con desesperada calma. La sala era un infierno de ladridos y gritos, pero ellos no se apresuraban nada en absoluto. Por suerte, una rolliza criada acudió más deprisa, arremangadas las faldas, rojas las mejillas por la cercanía del fogón, desnudos los brazos y en la mano una sartén, merced a cuyos golpes, acompañados por varios denuestos, se calmó en el acto la tempestad. Al entrar Heathcliff, ella, agitada como el océano tras un huracán, campeaba en medio de la habitación.

—¿Qué diablos ocurre? —preguntó mi casero con tono que juzgué intolerable tras tan inhospitalario acontecimiento.

—De diablos es la culpa —respondí—. Los cerdos endemoniados de los Evangelios no debían encerrar más espíritus malos que sus perros, señor Heathcliff. Dejar a un forastero entre ellos es igual que dejarle entre un rebaño de tigres.

—Nunca se meten con quien no les incomoda —dijo él—. La misión de los perros es vigilar. ¿Un vaso de vino?

—No, gracias.

—¿Le han mordido?

—En ese caso lo habría conocido usted por lo que yo habría hecho al que me mordiera.

—Vaya, vaya —repuso Heathcliff, con una mueca—. No se excite, señor Lockwood, y beba un poco de vino. En esta casa suele haber tan pocos visitantes que ni mis perros ni yo acertamos a recibirles como merecen. ¡Ea, a su salud!

Comprendiendo que sería absurdo formalizarme por la agresión de unos perros feroces, me calmé y correspondí al brindis. Además se me figuró que mi casero se mofaba de mí y no quise darle más razones de irrisión. En cuanto a él, debió juzgar necio el tratar tan mal a un buen inquilino, y, mostrándose algo menos conciso, empezó a charlar de las ventajas e inconvenientes de la casa que me había arrendado, lo que sin duda le parecía interesante para mí. Opiné que hablaba con buen criterio y resolví decirle que repetiría mi visita al día siguiente. Y, aun cuando él no mostrara ningún entusiasmo al oírlo, he decidido volver. Me parece mentira comprobar lo amigo del trato social que soy, por comparación al dueño de mi casa.

CAPÍTULO II

Ayer por la tarde hizo frío y niebla. Primero dudé entre quedarme en casa, junto al fuego, o dirigirme, a través de cenagales y yermos, a «Cumbres Borrascosas».

Pero después de comer (advirtiendo que como de una a dos, ya que el ama de llaves, a la que acepté al alquilar la casa como si fuese una de sus dependencias, no comprende, o no quiere comprender, que deseo comer a las cinco), al subir a mi cuarto, hallé en él a una criada arrodillada ante la chimenea y esforzándose en extinguir las llamas mediante masas de ceniza con las que levantaba una polvareda infernal. Semejante espectáculo me desanimó. Cogí el sombrero y tras una caminata de cuatro millas llegué a casa de Heathcliff en el preciso instante en que comenzaban a caer los primeros copos de una nevada semilíquida.

El suelo de aquellas solitarias alturas estaba cubierto de una capa de escarcha ennegrecida, y el viento estremecía de frío todos mis miembros.

Al ver que mis esfuerzos para levantar la cadena que cerraba la puerta de la verja eran vanos, saltó la valla, avancé por el camino bordeado de groselleros, y golpeé con los nudillos la puerta de la casa, hasta que me dolieron los dedos. Se oía ladrar a los canes.

«Vuestra imbécil inhospitalidad merecía ser castigada con el aislamiento perpetuo de vuestros semejantes, ¡bellacos! —murmuré mentalmente—. Lo menos que se puede hacer es tener abiertas las puertas durante el día. Pero no me importa. He de entrar.»

Tomada esta decisión, sacudí con fuerza la aldaba. La cara de vinagre de José apareció en una ventana del granero.

—¿Qué quiere usted? —preguntó—. El amo está en el corral. Dé la vuelta por el ángulo del establo.

—¿No hay quien abra la puerta?

—Nadie más que la señorita, y ella no le abriría aunque estuviese usted llamando hasta la noche. Sería inútil.

—¿Por qué? ¿No puede usted decirle que soy yo?

—¿Yo? ¡No! ¿Qué tengo yo que ver con eso? —replicó, mientras se retiraba.

Espesábase la nieve. Yo empuñaba ya el aldabón para volver a llamar, cuando un joven sin chaqueta y llevando al hombro una horca de labranza apareció y me dijo que le siguiera. Atravesamos un lavadero y un patio embaldosado en el que había un pozo con bomba y un palomar, y llegamos a la habitación donde el día anterior fui introducido. Un inmenso fuego de carbón y leña la caldeaba, y, al lado de la mesa, en la que estaba servida una abundante merienda, tuve la satisfacción de ver a «la señorita», persona de cuya existencia no había tenido antes noticia alguna. La saludé y permanecí en pie, esperando que me invitara a sentarme. Ella me miró y no se movió de su silla ni pronunció una sola palabra.

—¡Qué tiempo tan malo! —comenté—. Lamento, señora Heathcliff, que la puerta haya sufrido las consecuencias de la negligencia de sus criados. Me ha costado un trabajo tremendo hacerme oír.

Ella no movió los labios. La miré atentamente, y ella me correspondió con otra mirada tan fría, que resultaba molesta y desagradable.

—Siéntese —gruñó el joven—. Heathcliff vendrá enseguida.

Obedecí, carraspeé y llamé a Juno, la malvada perra, que esta vez se dignó mover la cola en señal de que me reconocía.

—¡Hermoso animal! —empecé—. ¿Piensa usted desprenderse de los cachorrillos, señora?

—No son míos —dijo la amable joven con un tono aún más antipático que el que hubiera empleado el propio Heathcliff.

—Entonces, ¿sus favoritos serán aquéllos? —continué, volviendo la mirada hacia lo que me pareció un cojín con gatitos.

—Serían unos favoritos bastante extravagantes —contestó la joven desdeñosamente.

Desgraciadamente, los supuestos gatitos eran, en realidad, un montón de conejos muertos. Volví a carraspear, me aproxime al fuego y repetí mis comentarios sobre lo desagradable de la tarde.

—No debía usted haber salido —dijo ella, mientras se incorporaba y trataba de alcanzar dos de los tarros pintados que había en la chimenea.

A la claridad de las llamas, pude distinguir por completo su figura. Era muy esbelta, y al parecer apenas había salido de la adolescencia. Estaba admirablemente formada y poseía la más linda carita que yo hubiese contemplado jamás. Tenía las facciones menudas, la tez muy blanca, dorados bucles que pendían sobre su delicada garganta, y unos ojos que hubieran sido irresistibles de haber ofrecido una expresión agradable. Por fortuna para mi sensible corazón, aquella mirada no manifestaba en aquel momento más que desdén y una especie de desesperación, que resultaba increíble en unos ojos tan hermosos.

Como los tarros estaban fuera de su alcance, fui a ayudarla, pero se volvió hacia mí con la airada expresión de un avaro a quien alguien pretendiera ayudarle a contar su oro.

—No necesito su ayuda —dijo—. Puedo cogerlos yo sola.

—Dispense —me apresuré a contestar.

—¿Está usted invitado a tomar el té? —me preguntó. Se puso un delantal sobre el vestido y se sentó. Sostenía en la mano una cucharada de hojas de té que había sacado del tarro.

—Tomaré una taza con mucho gusto —repuse.

—¿Está usted invitado? —repitió.

—No —dije, sonriendo—; pero nadie más indicado que usted para invitarme.

Echó el té, con cuchara y todo, en el bote, volvió a sentarse, frunció el entrecejo, e hizo un pucherito con los labios como un niño a punto de llorar.

El joven, durante esta charla, se había puesto un andrajoso gabán, y en aquel momento me miró como si hubiese entre nosotros un resentimiento mortal. Yo dudaba de si aquel personaje era un criado o no. Hablaba y vestía toscamente, sin ninguno de los detalles que Heathcliff presentaba de pertenecer a una clase superior. Su cabellera castaña estaba desgreñadísima, su bigote crecía descuidadamente y sus manos eran tan toscas como las de un labrador. Pero, con todo, ni sus ademanes ni el modo que tenía de tratar a la señora eran los de un criado. En la duda, preferí no conjeturar nada sobre él.

Cinco minutos después, la llegada de Heathcliff alivió un tanto la molesta situación en que me veía situado.

—Como ve, he cumplido mi promesa —dije con acento fingidamente jovial— y temo que el mal tiempo me haga permanecer aquí media hora, si quiere usted albergarme durante ese rato…

—¿Media hora? —repuso, mientras se sacudía los blancos copos que le cubrían la ropa—. ¡Me asombra que haya elegido usted el momento de una nevada para pasear! ¿No sabe que corre el peligro de perderse en los pantanos? Hasta quienes están familiarizados con ellos se extravían a veces. Y le aseguro que no es probable que el tiempo mejore.

—Acaso uno de sus criados pudiera servirme de guía. Se quedaría en la «Granja» hasta mañana. ¿Puede proporcionarme uno?

—No, no me es posible.

—Pues entonces habré de confiar en mis propios medios…

—¡Hum!

—¿Qué? ¿Haces el té o no? —preguntó el joven del abrigo haraposo, separando su mirada de mí, para dirigirla a la mujer.

—¿Le damos a ese señor? —preguntó ella a Heathcliff.

—Vamos, termina, ¿no?

Había hablado de una forma que delataba una naturaleza auténticamente perversa. No sentí desde aquel momento inclinación alguna a considerar a aquel hombre como un individuo extraordinario.

Cuando el té estuvo preparado, Heathcliff dijo:

—Acerque su silla, señor Lockwood.

Todos nos sentamos a la mesa, incluso el burdo joven. Un silencio absoluto reinó mientras comíamos.

Me pareció que, puesto que yo era el responsable de aquel nublado, debía ser también quien lo disipase. Aquella taciturnidad que mostraban no debía ser su modo habitual de comportarse. Por lo tanto, comenté:

—Es curioso el considerar qué ideas tan equivocadas solemos formar a veces sobre el prójimo. Mucha gente no podría imaginar que fuese feliz una persona que llevara una vida tan apartada del mundo como la suya, señor Heathcliff. Y, sin embargo, usted es dichoso, rodeado de su familia, con su amable esposa, que, como un ángel tutelar, reina en su casa y en su corazón…

—¿Mi amable esposa? —interrumpió con diabólica sonrisa—. ¿Y dónde está mi amable esposa, señor?

—Hablo de la señora de Heathcliff —contesté, molesto.

—¡Ah, ya! Quiere usted decir que su espíritu, después de desaparecido su cuerpo, se ha convertido en mi ángel de la guarda, y custodia «Cumbres Borrascosas». ¿No es eso?

Me di cuenta de la necedad que había dicho y quise rectificarla. Debía haberme dado cuenta de la mucha edad que llevaba a la mujer, antes de suponer como cosa segura que fuera su esposa. Él contaba alrededor de cuarenta años, y en esa edad en que el vigor mental se mantiene incólume, no se supone nunca que las muchachas se casen con nosotros por amor. Semejante ilusión está reservada a la ancianidad. En cuanto a la joven, no representaba arriba de diecisiete años.

De pronto, como un relámpago, surgió en mí esta idea: «El grosero personaje que se sienta a mi lado, bebiendo el té en un tazón y comiendo el pan con sus sucias manos, es tal vez su marido. Éstas son las consecuencias de vivir lejos del mundo: ella ha debido casarse con este patán creyendo que no hay otros que valgan más que él. Es lamentable. Y yo debo procurar que, por culpa mía, no vaya a arrepentirse de su elección.»

Una ocurrencia tal podrá parecer vanidosa, pero era sincera. Mi vecino de mesa presentaba un aspecto casi repulsivo, mientras que me constaba por experiencia que yo era pasablemente agradable.

—Esta joven es mi nuera —dijo Heathcliff, en confirmación de mis suposiciones. Y, al decirlo, la miro con expresión de odio.

—Entonces, el feliz dueño de la hermosa hada, es usted —comenté, volviéndome hacia mi vecino.

Con esto mis palabras acabaron de poner las cosas mal. El joven apretó los puños, con evidente intención de atacarme. Pero se contuvo, y desahogó su ira en una brutal maldición que me concernía, pero de la que tuve a bien no darme por aludido.

—Anda usted muy desacertado —dijo Heathcliff—. Ninguno de los dos tenemos la suerte de ser dueños de la buena hada a quien usted se refiere. Su esposo ha muerto. Y, puesto que he dicho que era mi nuera, debe ser que estaba casada con mi hijo.

—De modo que este joven, es…

—Mi hijo, desde luego, no.

Y Heathcliff sonrió, como si fuera un disparate atribuirle la paternidad de aquel oso.

—Mi nombre es Hareton Earnshaw —gruñó el otro y le aconsejo que lo pronuncie con el máximo respeto.

—Creo haberlo respetado —respondí, mientras me reía íntimamente de la dignidad con que había hecho su presentación aquel extraño sujeto.

Él me miró durante tanto tiempo y con tal fijeza, que me hizo experimentar deseos de abofetearle o de echarme a reír en sus propias narices. Comenzaba a sentirme a disgusto en aquel agradable círculo familiar. Tan ingrato ambiente neutralizaba el confortable calor que físicamente me rodeaba, y resolví no volver en mi vida.

Concluida la colación, y en vista de que nadie pronunciaba una palabra, me acerqué a la ventana para ver el tiempo que hacía. El espectáculo era muy desagradable: la noche caía prematuramente y torbellinos de viento y nieve barrían el paisaje.

—Creo que sin alguien que me guíe, no voy a poder volver a casa —exclamé, incapaz de contenerme—. Los caminos deben estar borrados por la nieve, y aunque no lo estuvieran, es imposible ver a un pie de distancia.

—Hareton —dijo Heathcliff—, lleva las ovejas a la entrada del granero, y pon un madero delante. Si pasan la noche en el corral, amanecerán cubiertas de nieve.

—¿Cómo me arreglaré? continué, sintiendo que mi irritación aumentaba.

Pero nadie contestó a esta pregunta. Paseé la mirada a mi alrededor y no vi más que a José, que traía comida para los perros, y a la señora Heathcliff que, inclinada sobre el fuego, se entretenía en quemar un paquete de fósforos que habían caído de la repisa de la chimenea al volver a poner el bote de té en su sitio. José, después de vaciar el recipiente en que traía la comida de los animales, gruñó:

—Me maravilla que se quede usted ahí como un pasmarote cuando los demás se han ido… Pero con usted no valen palabras. Nunca se corregirá de sus malas costumbres, y acabará yéndose al infierno de cabeza, como su madre.

Creí que aquel comentario iba dirigido a mí, y me adelanté hacia el viejo bribón con el firme propósito de darle de puntapiés y obligarle a que se callara. Pero la señora Heathcliff se me adelantó.

—¡Viejo hipócrita! ¿No temes que el diablo te lleve cuando pronuncias su nombre? Te advierto que se lo pediré al demonio como especial favor si no dejas de provocarme. ¡Y basta! Mira —agregó, sacando un libro de un estante—: Cada vez progreso más en la magia negra. Muy pronto seré maestra en la ciencia oculta. Y, para que te enteres, la vaca roja no murió por casualidad, y tu reumatismo no es una prueba de la bondad de la Providencia…

—¡Cállese, perversa! —clamó el viejo—. ¡Dios nos libre de todo mal!

—¡Estás condenado, réprobo! Sal de aquí si no quieres que te haga un mal de veras. Voy a modelar muñecos de barro o de cera que os reproduzcan a todos, y al primero que se extralimite… ya verás lo que le haré… Se acordará de mí… Vete… ¡Que te estoy mirando!

Y la linda bruja puso tal expresión de malignidad en sus ojos, que José salió precipitadamente, rezando y temblando, mientras murmuraba:

—¡Malvada, malvada!

Presumí que la joven había querido gastar al viejo una broma lúgubre y, en cuanto nos quedamos solos, quise interesarla en mi cuita.

—Señora Heathcliff —dije con seriedad—: perdone que la moleste. Una mujer con una cara como la de usted tiene necesariamente que ser buena. Indíqueme alguna señal, algún jalón de límite de propiedades que me sirvan para conocer el camino de mi casa. Tengo tanta idea de por donde se va a ella como la que usted pueda tener de por donde se va a Londres.

—Vuélvase por el mismo camino que vino —me contestó, sentándose en una silla, y poniendo ante sí el libro y una bujía—. El consejo es muy simple, pero no puedo darle otro mejor.

—En ese caso, si mañana le dicen que me han hallado muerto en una ciénaga o en un hoyo lleno de nieve, ¿no le remorderá la conciencia?

—¿Por qué había de remorderme? No puedo acompañarle. Ellos no me dejarían ni siquiera ir hasta la verja.

—¡Oh! Yo no le pediría por nada del mundo que saliese, para conveniencia mía, en una noche como ésta. No le pido que me enseñe el camino, sino que me lo indique de palabra o que convenza al señor Heathcliff de que me proporcione un guía.

—¿Un guía? En la casa no hay nadie más que él mismo, Hareton, Zillah, José y yo. ¿A quién elige usted?

—¿No hay mozos en la granja?

—No hay más gente que la que le digo.

—Entonces me veré obligado a quedarme hasta mañana.

—Eso es cosa de usted y de Heathcliff. Yo no tengo nada que ver con eso.

—Confío en que esto le sirva de lección para hacerle desistir de dar paseos —gritó la voz de Heathcliff desde la cocina—. Yo no tengo alcobas para los visitantes. Si se queda, tendrá que dormir con Hareton o con José en la misma cama.

—Puedo dormir en este cuarto en una silla —repuse.

—¡Oh, no! Un forastero, rico o pobre, es siempre un forastero. No permitiré que nadie haga guardia en la plaza cuando yo no estoy de servicio —dijo el miserable.

Mi paciencia llegó a su límite. Me precipité hacia el patio, lanzando un juramento, y al salir tropecé con Earnshaw. La oscuridad era tan profunda, que yo no atinaba con la salida, y mientras la buscaba, presencié una muestra del modo que tenían de tratarse entre sí los miembros de la familia. Parecía que el joven al principio se sentía inclinado a ayudarme, porque les dijo:

—Le acompañaré hasta el parque.

—Le acompañarás al diablo —exclamó su pariente, señor o lo que fuera—. ¿Quién va a cuidar entonces de los caballos?

—La vida de un hombre vale más que el cuidado de los caballos… —dijo la señora Heathcliff con más amabilidad de la que yo esperaba—. Es necesariamente preciso que vaya alguien…

—Pero no lo haré por orden tuya —se apresuró a responder Hareton—. Más valdrá que te calles.

—Bueno, pues entonces, ¡así el espíritu de ese hombre te persiga hasta tu muerte, y así el señor Heathcliff no encuentre otro inquilino para su «Granja» hasta que ésta se caiga a pedazos! —dijo ella con malignidad.

—¡Está echando maldiciones! —murmuró José, hacia quien yo me dirigía en aquel momento.

El viejo estaba sentado y ordeñaba las vacas a la luz de una linterna. Se la quité y diciéndole que se la devolvería al día siguiente, me precipité hacia una de las puertas.

—¡Señor, señor, me ha robado la linterna! —gritó el viejo corriendo detrás de mí—. ¡Gruñón, Lobo! ¡Duro con él!

Cuando yo abría la puertecilla a la que me había dirigido, dos peludos monstruos se arrojaron a mi garganta, haciéndome caer. La luz se apagó. Mi humillación y mi ira llegaron al paroxismo. Afortunadamente, los animales se contentaban con arañar el suelo, abrir las fauces y mover las colas. Pero no me permitían levantarme, y hube de permanecer en el suelo hasta que a sus villanos dueños se les antojó. Cuando estuve de pie, conminé a aquellos miserables a que me dejasen salir, haciéndoles responsables de lo que sucediera si no me atendían, y lanzándoles apóstrofes que en su desordenada violencia evocaban los del rey Lear.

En mi exaltación nerviosa, comencé a sangrar por la nariz. Heathcliff seguía riendo y yo gritando. No sé cómo hubiera terminado todo aquello, a no haber intervenido una persona más serena que yo y más bondadosa que Heathcliff. Zillah, la robusta ama de llaves, apareció para ver lo que sucedía. Y, suponiendo que alguien me había agredido, y no osando increpar a su amo, dirigió los tiros de su artillería verbal contra el mozo.

—No comprendo, señor Earnshaw —exclamó—, qué resentimientos tiene usted contra ese semejante suyo. ¿Va usted a asesinar a las gentes en la propia puerta de su casa? ¡Nunca podré estar a gusto aquí! ¡Pobre muchacho! Está a punto de ahogarse. ¡Chist, chist! No puede usted irse en ese estado. Venga, que voy a curarle. Quieto, quieto…

Mientras hablaba así, me vertió sobre la nuca un recipiente lleno de agua helada, y luego me hizo pasar a la cocina. El señor Heathcliff, vuelto a su habitual estado de mal humor después de su explosión de regocijo, nos seguía.

El desmayo que yo sentía como secuela de todo lo sucedido me obligó a aceptar alojamiento entre aquellos muros. Heathcliff mandó a Zillah que me diese un vaso de aguardiente, y entró en una habitación interior. La criada, después de traerme la bebida, que me entonó mucho, me condujo a un dormitorio.

CAPÍTULO III

Cuando la sirvienta me precedía por las escaleras, me aconsejó que tapase la bujía y procurase no hacer ruido, porque su amo tenía ideas extrañas acerca del cuarto donde ella iba a instalarme, y no le agradaba que nadie durmiese en él. Le pregunté los motivos, pero me contestó que sólo llevaba en la casa dos años, y que había visto tantas cosas raras, que ya no le quedaban ganas de curiosidades.

En lo que me concernía, la estupefacción no me dejaba lugar a la curiosidad. Cerré, pues, la puerta y busqué el lecho. Los muebles se reducían a una percha, una silla y una enorme caja de roble, con aberturas laterales a manera de ventanillas. Me aproximé a tan extraño mueble, y me cercioré de que se trataba de una especie de lecho antiguo, sin duda destinado a suplir la falta de una habitación separada para cada miembro de la familia. Formaba de por sí una pequeña habitación, y el alféizar de la ventana, contra cuya pared estaba arrimado el lecho, hacía las veces de mesilla.

Hice correr una de las tablas laterales, entré llevando la luz, cerré y sentí la impresión de que me hallaba a cubierto de la vigilancia de Heathcliff o de otro cualquiera de los habitantes de la casa.

Deposité la bujía en el alféizar de la ventana. Había allí, en un ángulo, varios libros polvorientos, y la pared estaba cubierta de escritos que habían sido trazados raspando la pintura. Aquellos escritos se reducían a un nombre: «Catalina Earnshaw», repetido una vez y otra en letras de toda clase de tamaños. Pero el apellido variaba a veces, y en vez de «Catalina Earnshaw», se leía en algunos sitios «Catalina Heathcliff» o «Catalina Linton».

Sintiéndome muy cansado, apoyé la cabeza contra la ventana y empecé a murmurar: «Catalina Earnshaw, Heathcliff, Linton …» Los ojos se me cerraron, y antes de cinco minutos creí ver alzarse en la oscuridad una multitud de letras blancas, como lívidos espectros. El aire parecía lleno de «Catalinas». Me incorporé, esperando alejar así aquel nombre que acudía a mi cerebro como un intruso, y entonces vi que el pabilo de la bujía había caído sobre uno de los viejos libros, cuya cubierta empezaba a chamuscarse saturando el ambiente de un fuerte olor a piel de becerro quemada. Me apresuré a apagarlo, y me senté. Sentía frío y un ligero mareo. Cogí el tomo chamuscado por la vela y lo hojeé. Era una vieja Biblia, que olía a apolillado, y sobre una de cuyas hojas, que estaba suelta, leí: «Este libro es de Catalina Earnshaw» y una fecha de veinticinco años atrás. Cerré el volumen, y cogí otro y luego varios más. La biblioteca de Catalina era escogida, y lo estropeados que estaban los tomos demostraba que habían sido muy usados, aunque no siempre para los fines propios de un libro. Los márgenes blancos de cada hoja estaban cubiertos de comentarios manuscritos, algunos de los cuales constituían sentencias aisladas. Otros eran, al parecer, retazos de un diario mal pergeñado por la torpe mano de un niño. Encabezando una página sin imprimir, descubrí, no sin regocijo, una magnífica caricatura de José, diseñada burdamente, pero con enérgicos trazos. Sentí un vivo interés hacia aquella desconocida Catalina, y traté de descifrar los jeroglíficos de su letra.

«¡Qué domingo tan malo! —decía uno de los párrafos—. ¡Cuánto daría porque papá estuviera aquí…! Hindley le sustituye muy mal y se porta atrozmente con Heathcliff. H. y yo vamos a tener que rebelarnos: esta tarde comenzamos a hacerlo…

»En todo el día no dejó de llover. No pudimos ir a la iglesia, y José nos reunió en el desván. Mientras Hindley y su mujer permanecían abajo sentados junto a la lumbre —estoy segura de que, aunque hiciesen algo más, no por ello dejarían de leer sus Biblias— a Heathcliff, a mí y al desdichado mozo de mulas nos ordenaron que cogiésemos los devocionarios y subiésemos. Nos hicieron sentar en un saco de trigo, y José inició su sermón, que yo esperaba que abreviase a causa del frío que se sentía allí. Pero mi esperanza resultó fallida. El sermón duró tres horas justas, y, sin embargo, mi hermano, al vernos bajar, aún tuvo la desfachatez de decir: “¿Cómo habéis terminado tan pronto?” Durante las tardes de los domingos nos dejan jugar pero cualquier pequeñez, una simple risa, es motivo para que nos pongan castigados en un rincón oscuro.

»“Os olvidáis de que aquí hay un jefe —suele decir el tirano—. Al que me saque de mis casillas, le aplasto. Quiero seriedad y silencio absoluto. ¡Chico! ¿Has sido tú? Querida Francisca: tírale de los pelos; le he oído castañetear los dedos”. Francisca le tiró del pelo con todas sus fuerzas. Luego se sentó en las rodillas de su esposo, y los dos empezaron a hacer niñerías, besándose y diciéndose estupideces. Entonces nosotros nos acomodamos, como Dios nos dio a entender, en el hueco que forma el aparador. Colgué nuestros delantales ante nosotros como si fueran una cortina, pero apenas lo había hecho, cuando llegó José, deshizo mi obra, y pegándome una bofetada, sermoneó:

»“El amo recién enterrado, domingo como es, y las palabras del Evangelio resonando todavía en vuestros oídos, ¡y ya os ponéis a jugar! ¿No os da vergüenza? Sentaos, niños malos, y leed libros piadosos, que os ayuden a pensar en la salvación de vuestras almas.”

»Mientras nos hablaba, nos tiró sobre las rodillas unos viejos libros y nos obligó a sentarnos de manera que un rayo de la claridad del hogar nos alumbrase en nuestra lectura. Yo no pude soportar tal ocupación que querían darnos. Cogí el libro y lo arrojé donde estaban los perros, diciendo que tenía odio a los libros piadosos. Heathcliff hizo lo mismo con el suyo, y entonces empezó el jaleo.

»“¡Señor Hindley, mire! —gritó José—. La señorita Catalina ha roto las tapas de La armadura de salvación y Heathcliff ha golpeado con el pie la primera parte de El camino de perdición. No es posible dejarles seguir siendo así. ¡Oh! El difunto señor les hubiera dado lo que se merecen. ¡Pero cómo nos falta!”

»Hindley se lanzó sobre nosotros, nos cogió a uno por el cuello y a otro por el brazo, y nos echó a la cocina. Allí José nos aseguró que el diablo vendría a buscarnos con toda certeza y nos obligó a sentarnos en distintos lugares, donde hubimos de permanecer, separados, esperando el advenimiento del prometido personaje. Yo cogí este libro y un tintero que había en un estante, y abrí un poco la puerta para tener luz y poder escribir, pero mi compañero, al cabo de veinte minutos, sintió tanta impaciencia, que me propuso apoderarnos del mantón de la criada y, tapándonos con él, ir a dar una vuelta por los pantanos. ¡Qué buena idea! Así, si viene ese malvado viejo, creerá que su amenaza del diablo se ha realizado, y entretanto nosotros estaremos fuera, y creo que no peor que aquí, a pesar del viento y de la lluvia.»

El plan de Catalina debió realizarse, porque el siguiente comentario variaba de tema, y adquiría tono de lamentación.

«¡Qué poco podía yo suponer que Hindley me hiciera llorar tanto! Me duele la cabeza hasta el punto de que no puedo ni ponerla sobre la almohada. ¡Pobre Heathcliff! Hindley le llama vagabundo, y ya no le deja comer con nosotros ni siquiera sentarse a nuestro lado. Dice que no volveremos a jugar juntos, y le amenaza con echarle de casa si le desobedece. Hasta ha censurado a papá por haber tratado a Heathcliff demasiado bien, y jura que volverá a ponerle en el lugar que le corresponde.»

Yo me sentía ya medio dormido, y mis ojos iban del manuscrito de Catalina al texto impreso. Percibí un título grabado en rojo con florituras, que decía: «Setenta veces siete y el primero de los Setenta y uno. Sermón predicado por el reverendo padre Jabes Branderham en la iglesia de Gimmerden Sough.» Y me dormí meditando maquinalmente en lo que diría el reverendo pastor sobre el tema.

Pero la mala calidad del té y la destemplanza que tenía me hicieron pasar una noche horrible. Soñé que era ya por la mañana y que regresaba a mi casa guiado por José. El camino estaba cubierto de nieve, y cada vez que yo daba un tropezón, mi acompañante me amonestaba por no haber tomado un báculo de peregrino, afirmándome que sin tal adminículo nunca conseguirla regresar a mi casa, y enseñándome a la vez jactanciosamente un grueso garrote que él consideraba, al parecer, como báculo. Al principio, me parecía absurdo suponer que me fuera necesaria para entrar en casa semejante cosa. De improviso una idea me iluminó el cerebro. No íbamos a casa, sino que nos dirigíamos a escuchar el sermón del padre Branderham sobre los «Setenta veces siete», en cuyo curso no sé si José, el predicador o yo, debíamos ser sacados a pública vergüenza y privados de la comunión de los fieles.

Llegamos a la iglesia, ante la que yo, en realidad, he pasado dos o tres veces. Está situada en una hondonada entre dos colinas, junto a un pantano, cuyo fango, según voz popular, tiene la propiedad de momificar los cadáveres. El tejado de la iglesia se ha conservado intacto hasta ahora, mas hay pocos clérigos que quieran encargarse de aquel curato, ya que el sueldo es sólo de veinte libras anuales, y la rectoral consiste únicamente en dos habitaciones, sin vislumbre alguno, por ende, de que los fieles contribuyan a las necesidades de su pastor con la adición de un solo penique. Mas en mi sueño una abundante concurrencia escuchaba a Jabes, quien predicaba un sermón dividido en cuatrocientas noventa partes, dedicada cada una a un pecado distinto. Lo que no puedo decir es de dónde había sacado tantos pecados el reverendo. Eran, por supuesto, de los géneros más extravagantes, y tales como yo no hubiera podido figurármelos jamás.

¡Oh, qué pesadilla! Yo me caía de sueño, bostezaba, daba cabezadas, y volvía a despejarme. Me pellizcaba, me frotaba los párpados, me levantaba y me volvía a sentar, y a veces tocaba a José para preguntarle cuándo iba a acabar aquel sermón. Pero tuve que escucharlo hasta el fin. Cuando llegó al «primero de los setenta y uno», acudió a mi cerebro una súbita idea: levantarme y acusar a Jabes Branderham como el cometedor del pecado imperdonable. «Padre —exclamé—: sentado entre estas cuatro paredes he aguantado y perdonado las cuatrocientas novena divisiones de su sermón. Setenta veces siete cogí el sombrero para marcharme, y setenta veces siete me ha obligado usted a volverme a sentar. Una vez más es excesiva. Hermanos de martirio: ¡duro con él! Arrastradle y despedazadle en partículas tan pequeñas, que no vuelvan a encontrarse ni indicios de su existencia!»

«Tú eres el réprobo —gritó Jabes, después de un silencio solemne—: Setenta veces siete te he visto hacer gestos y bostezar. Setenta veces siete consulté mi conciencia y encontré que todo ello merecía perdón. Pero el primer pecado de los setenta y uno ha sido cometido ahora, y esto es imperdonable. Hermanos: ejecutad en él lo que está escrito. ¡Honor a todos los santos!»

Emitida esta orden, los concurrentes enarbolaron sus báculos de peregrino y se arrojaron sobre mí. Al verme desarmado, entablé una lucha con José, que fue el primero en acometerme, para quitarle su garrote. Se cruzaron muchos palos, y algunos golpes destinados a mí cayeron sobre otras cabezas. Todos se apaleaban unos a otros y el templo retumbaba al son de los golpes. Branderham asestaba fuertes puñetazos en el borde del púlpito, y tan vehementes fueron, que acabaron por despertarme.

Comprobé que lo que me había sugerido tal tumulto era la rama de un abeto que batía contra los cristales de la ventana cada vez que la agitaba el viento.

Volví a dormirme, y soñé cosas todavía más odiosas.

Recordé que descansaba en una caja de madera y que el viento y las ramas de un árbol golpeaban la ventana. Tanto me molestaba el ruido, que, en sueños, me levanté y traté de abrir el postigo. No lo conseguí, porque la falleba estaba soldada, y entonces rompí el cristal de un puñetazo y saqué la mano para separar la molesta rama. Mas, en lugar de ella, sentí el contacto de una manecita helada. Me poseyó un intenso terror, y quise retirar el brazo, pero la manecita me aferraba mientras una voz insistía:

—¡Déjame entrar, déjame entrar!

—¿Quién eres? —pregunté pugnando por soltarme.

—Catalina Linton —contestó, temblorosa—. Me había perdido en los pantanos y vuelvo ahora a casa.

Sin saber por qué, me acordaba del apellido Linton, a pesar de que había leído veinte veces más el apellido Earnshaw. Miré, y divisé el rostro de una niña a través de la ventana. El horror me hizo obrar cruelmente, y al no lograr desasirme de la niña, apreté los puños contra el corte del cristal hasta que la sangre brotó y empapó las sábanas. Pero ella seguía gimiendo: «¡Déjame entrar!», y me oprimía la mano. Mi espanto llegaba al colmo.

—¿Cómo voy a dejarte entrar —dije, por fin— si no me sueltas la mano?

El fantasma aflojó su presión. Metí precipitadamente la mano por el hueco del vidrio roto, amontoné contra él una pila de libros, y me tapé los oídos para no escuchar la dolorosa súplica. Pasé así unos quince minutos, pero en cuanto volvía a atender, percibía idéntica súplica.

—¡Vete! —exclamé—. ¡No te abriré aunque me lo estés pidiendo veinte años seguidos!

—Veinte años han pasado —murmuró—. Veinte años han pasado desde que me perdí.

Y empujó levemente desde fuera. El montón de libros vacilaba. Intenté moverme, pero mis músculos estaban como paralizados, y, en el colmo del horror, lancé un grito.

Aquel grito no había sido soñado. Con gran turbación, sentí que unos pasos se acercaban a la puerta de la alcoba. Alguien la abrió, y por las aberturas del lecho percibí luz. Me senté en la cama, sudoroso, estremecido aún de miedo.

El que había entrado murmuró algunas palabras como si hablase solo, y luego dijo en el tono de quien no espera recibir contestación:

—¿Hay alguien ahí?

Reconocí la voz de Heathcliff, y comprendiendo que era necesario revelarle mi presencia, ya que, si no, buscaría y acabaría encontrándome, descorrí las tablas del lecho. Tardaré mucho en poder olvidar el efecto que mi acción produjo en él.

Heathcliff se paró en la puerta. Llevaba la ropa de dormir, sostenía una vela en la mano y su cara estaba blanca como la pared. El ruido de las tablas al descorrerse le causó el efecto de una corriente eléctrica. La vela se deslizó de entre sus dedos, y su excitación era tal, que le costó mucho trabajo recogerla.

—Soy Lockwood —dije, para evitar que continuase demostrándome su miedo—. He gritado sin darme cuenta mientras soñaba. Lamento haberle molestado.

—¡Dios le confunda, señor Lockwood! ¡Váyase al… —empezó él—. ¿Quién le ha traído a esta habitación? —continuó, hundiendo las uñas en las palmas de las manos y rechinando los dientes en su esfuerzo para dominar la excitación que le poseía—. ¿Quién le trajo aquí? Dígamelo para echarle de casa inmediatamente.

—Su criada Zillah —contesté abandonando la cama y recogiendo mis ropas—. Haga con ella lo que le parezca, porque lo tiene merecido. Se me figura que quiso probar a expensas mías si este sitio en efecto está embrujado. Y le aseguro que, en realidad, está bien poblado de trasgos y duendes. Hace usted bien en tenerlo cerrado. Nadie le agradecerá a usted el dormir en esta habitación.

—¿Qué quiere usted decir y qué está usted haciendo? —replicó Heathcliff—. Acuéstese y pase la noche; pero, en nombre de Dios, no repita el escándalo de antes. No tiene justificación posible, a no ser que le estuvieran desollando vivo.

—Si aquella endemoniada brujita llega a entrar, a buen seguro que me hubiese estrangulado —le respondí—. No me siento con ganas de soportar más persecuciones de sus hospitalarios antepasados. El reverendo Jabes Branderham, ¿no sería tal vez pariente suyo por parte de madre? Y en cuanto a la Catalina Earnshaw, o Linton, o como se llamara, ¡buena pieza debía estar hecha! Según me dijo, ha andado errando durante veinte años, lo que sin duda es justo castigo de sus maldades…

En aquel momento recordé que el apellido de Heathcliff estaba unido en el libro al de Catalina, lo que había olvidado hasta entonces. Me avergoncé de mi descortesía, pero, como si no me diese cuenta de haberla cometido, continué:

—El caso es que a primera hora de la noche estuve… —iba a decir «hojeando esos librotes», pero me corregí, y continué—: repitiendo el nombre que hay escrito en esa ventana, para ver si me dormía.

¿Cómo se atreve a hablarme de este modo estando en mi casa? —barbotó Heathcliff—. ¿Se habrá vuelto loco cuando me habla así?

Se golpeaba la frente con violencia. Yo no sabía si ofenderme o seguir explicándome, pero me pareció tan conmovido, que sentí compasión de él, y proseguí contándole mi sueño, y le aseguré que jamás había oído pronunciar hasta entonces el nombre de Catalina Linton, pero, que, a fuerza de verlo escrito allí, llegó a corporeizarse al dormirme.

Entretanto que me explicaba así, Heathcliff, poco a poco, había ido retirándose de mi lado, hasta que acabó escondiéndose detrás del lecho. A juzgar por lo sofocado de su respiración, luchaba para reprimir sus emociones. Fingí no darme cuenta, continué vistiéndome, y dije:

—No son todavía las tres. Yo creía que serían las seis lo menos. El tiempo aquí se hace interminable. Verdad es que sólo debían ser las ocho cuando nos acostamos.

—En invierno nos retiramos siempre a las nueve y nos levantamos a las cuatro —replico mi casero, reprimiendo un gemido y limpiándose una lágrima, según conjeturé por un ademán de su brazo—. Acuéstese —añadió—, ya que si baja tan temprano no hará más que estorbar. Por mi parte, sus gritos han enviado al diablo mi sueño.

—A mí me pasa lo mismo —contesté—. Bajaré al patio y estaré paseando por él hasta que amanezca, y después me iré. No tema una nueva intrusión de mi parte. La muestra de hoy me ha quitado las ganas de buscar amigos, ni en el campo ni en la ciudad. Un hombre sensato debe tener bastante compañía consigo mismo.

—¡Magnífica compañía! —murmuró Heathcliff—. Coja la vela y váyase adonde quiera. Me reuniré con usted enseguida. No salga al patio, porque los perros están sueltos. Ni al salón porque Juno está allí de vigilancia. De modo que tiene que limitarse a andar por los pasillos y las escaleras. No obstante, váyase. Yo me reuniré con usted dentro de dos minutos.

Obedecí, y me alejé de la habitación todo lo que pude, pero como no sabía adonde iban a parar los estrechos pasillos, me detuve, y entonces asistí a unas demostraciones supersticiosas que me extrañaron, tratándose de un hombre tan práctico al parecer como aquel personaje.

Había entrado en el lecho, y de un tirón abrió la ventana, mientras rompía a llorar.

—¡Oh, Catalina! —decía—, ¡ven! Te lo imploro una vez más. ¡Oh, amada de mi corazón, ven, ven al fin!

Pero el fantasma, con uno de los caprichos comunes a todos los espectros, no se dignó aparecer. En cambio, el viento y la nieve entraron por la ventana y extinguieron la luz.

Tan dolorosa congoja se traslucía en la crisis sufrida por aquel hombre, que me retiré, reprochándome el haberle escuchado, y el haberle relatado mi pesadilla, que le había afectado de tal manera, por razones a que no alcanzaba mi comprensión. Descendí al piso bajo y arribé a la cocina donde encendí la bujía en el rescoldo de la lumbre. No se veía allí ser viviente, excepto un gato que salió de entre las cenizas y me saludó con un quejumbroso maullido.

Dos bancos semicirculares estaban arrimados al fogón. Me tendí en uno de ellos y el gato se instaló en el otro. Ya empezábamos ambos a dormirnos cuando un intruso invadió nuestro retiro. Era José, que bajaba por una escalera de madera que debía conducir a su desván. Lanzó una tétrica mirada a la llama, que yo había encendido, expulsó al gato de su lugar, se apoderó de él y se dedico a cargar de tabaco una pipa que medía tres pulgadas de longitud. Debía considerar mi presencia en su santuario como una desvergüenza tal que no merecía ni comentarios siquiera.

En absoluto mutismo, se acercó la pipa a la boca, se cruzó de brazos y empezó a fumar. Yo no interrumpí su placer, y él, después de aspirar la última bocanada, se levanto, suspiro, y se fue tan gravemente como había llegado.

Sonaron cerca de mí otras pisadas más elásticas, y apenas yo abría la boca para saludar, la cerré de nuevo, al oír que Hareton Earnshaw se dedicaba a recitar en voz contenida una salmodia compuesta de tantas maldiciones como objetos iba tocando, mientras se afanaba en un rincón en busca de una azada para quitar la nieve. Me miró, dilató las aletas de la nariz, y tanto se le ocurrió saludarme a mí, como al gato que me hacía compañía. Comprendiendo por sus preparativos que estaba disponiéndose a salir, abandoné mi duro lecho y me apresté a seguirle. Él lo notó y con el mango de la azada me señaló una puerta que comunicaba con el salón. Las mujeres estaban en él ya. Zillah atizaba el fuego con un fuelle colosal, y la señora Heathcliff, arrodillada ante la lumbre, leía un libro al resplandor de las llamas. Tenía puesta la mano entre el fuego y sus ojos, y permanecía embebida en la lectura, que sólo interrumpía de vez en cuando para reprender a la cocinera si hacía salir chispas sobre ella, o para separar a alguno de los perros que a veces la rozaba con el hocico. Me sorprendió ver también allí a Heathcliff, en pie junto al fuego y, al parecer, concluyendo entonces de soltar una rociada sobre la pobre Zillah, la cual, de cuando en cuando, suspendía su tarea y suspiraba.

—En cuanto a ti, miserable… —y Heathcliff pronunció una palabra intranscribible dirigiéndose a su nuera— ya veo que continúas con tus odiosas mañas de siempre. Los demás trabajan para ganarse el pan que comen, y únicamente tú vives de mi caridad. ¡Fuera ese mamotreto, y haz algo útil! ¡Debías pagarme por la desgracia de estar viéndote siempre!… ¿Me oyes, maldita bruta?

—Dejaré mi mamotreto, porque me lo podría usted quitar, si no —respondió la joven cerrando el libro y tirándolo sobre una silla—. Pero aunque se le encienda a usted la boca injuriándome no haré nada, no siendo lo que me parezca bien.

Heathcliff alzó la mano, pero su interlocutora, probando que tenía costumbre de aquellas escenas, se puso de un salto fuera de su alcance. Contrariado por tal episodio, me aproximé a la lumbre fingiendo no haber reparado en la disputa, y ellos tuvieron el decoro de disimular. Heathcliff, para no caer en la tentación de golpear a su nuera, se metió las manos en los bolsillos. La mujer se retiró a un rincón, y mientras estuve allí permaneció callada como una estatua. Pero yo no me quedé mucho tiempo. Renuncié a la invitación que me hicieron de que les acompañase a desayunar, y en cuanto apuntó la primera claridad de, la aurora, salí al aire libre, que estaba frío y despejado como el hielo.

Heathcliff me llamó mientras yo cruzaba el jardín, y se brindó para acompañarme a través de los pantanos. Hizo bien, ya que la colina estaba convertida en un ondulante mar de nieve, que ocultaba todas las desigualdades del terreno. La impresión que yo guardaba de la contextura del suelo no respondía en nada a lo que ahora veíamos, porque los hoyos estaban llenos de nieve, y los montones de piedras —reliquias del trabajo de las canteras— que bordeaban el camino habían desaparecido bajo la bóveda. Yo había distinguido el día anterior una sucesión de piedras erguidas a lo largo del camino y blanqueadas con cal, para que sirviesen de referencia en la oscuridad, y también cuando las nevadas podían hacer confundir la tierra segura del camino con las movedizas charcas de sus márgenes. Pero a la sazón ni siquiera se percibían aquellos jalones. Mi acompañante tuvo que advertirme varias veces para impedir que yo saliese del camino sin notarlo.