Cumbres Borrascosas - Emily Brontë - E-Book

Cumbres Borrascosas E-Book

Emily Bronte

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Beschreibung

En los sombríos páramos de Yorkshire, donde el viento silba entre los brezos y las emociones son tan intensas como el clima implacable, se desarrolla una historia de amor y venganza que desafía el tiempo. "Cumbres Borrascosas" nos sumerge en la trágica saga de los Earnshaw y los Linton, dos familias ligadas por el destino en una mansión embrujada por pasiones oscuras. La narrativa comienza con el misterioso regreso de Heathcliff, un joven enigmático y atormentado, a la finca de los Earnshaw, Wuthering Heights. Su presencia despierta la curiosidad y la inquietud, ya que su pasado está envuelto en sombras y su corazón alberga un amor obsesivo por Catherine Earnshaw, la mujer que le fue arrebatada. A través de los ojos del señor Lockwood, un inquilino recién llegado, exploramos los secretos enterrados en los rincones de la mansión y las relaciones destructivas que la rodean. El relato se va desentrañando a través de los testimonios de quienes conocieron a Heathcliff y Catherine, revelando la pasión desbordante, la traición y los oscuros secretos que han marcado a estas almas atormentadas. La trama se enreda con amores prohibidos, rivalidades ardientes y decisiones que trascienden la moral convencional. Heathcliff y Catherine son personajes complejos, atrapados en un torbellino de emociones que los lleva a la cima de la desesperación. Pero, ¿es posible redimirse cuando el odio y la venganza te consumen? A medida que las generaciones avanzan, la tragedia de "Cumbres Borrascosas" perdura, dejando cicatrices en los corazones de aquellos que se atreven a amar demasiado. La novela de Emily Brontë se revela como un viaje oscuro y fascinante a través de las pasiones humanas, una historia inmortal que sigue resonando en los corazones de los lectores actuales que buscan la verdad cruda y la complejidad emocional en sus lecturas.

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Emily Brontë

Cumbres Borrascosas

 

Saga

Cumbres BorrascosasOriginal titleWuthering HeightsCover image: Shutterstock Copyright © 1847, 2020 Emily Brontë and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726457971

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

CAPÍTU LOPRIM ERO

Regreso en este momento de visitar al dueño de mi casa. Sospecho que ese solitario vecino me dará más de un motivo de preocupación. La comarca en que he venido a residir es un verdadero paraíso, tal como un misántropo no hubiera logrado hallarlo igual en toda Inglaterra. El señor Heathcliff y yo podríamos haber sido una pareja ideal de camaradas en este bello país. Mi casero me pareció un individuo extraordinario. No dio muestra alguna de notar la espontánea simpatía que experimenté hacia él al verle. Antes bien, sus negros ojos se escondieron bajo sus párpados, y sus dedos se hundieron más profundamente en los bolsillos de su chaleco, al anunciarle yo mi nombre.

¿El señor Heathcliff? -le había preguntado.

Se limitó a inclinar la cabeza afirmativamente.

-Soy Lockwood, su nuevo inquilino. Me he apresurado a tener el gusto de visitarle para decirle que confío en que mi insistencia en alquilar la Granja de los Tordos no le habrá molestado.

-La Granja de los Tordos es mía -contestó, separándose un poco de mí, y ya comprenderá que a nadie le hubiera permitido que me molestase acerca de ella, si yo creyese que me incomodaba. Pase usted.

Masculló aquel «pase usted» entre dientes, y más bien como si quisiera darme a entender que me fuese al diablo. Ni siquiera tocó la puerta para corroborar sus palabras. Pero ello mismo me inclinó a aceptar la invitación, porque parecía interesante aquel hombre, más reservado, al parecer, que yo mismo.

Al ver que mi caballo empujaba la barrera de la valla, sacó la mano del chaleco, quitó la cadena de la puerta y me precedió de mala gana. Cuando llegamos al patio gritó: -¡José! Llévate el caballo del señor Lockwood y tráenos de beber.

La doble orden dada a un mismo criado me hizo pensar que toda la servidumbre se reducía a él, lo que explicaba que entre las losas del suelo creciera la hierba y que los setos mostrasen señales de no ser cortados sino por el ganado que mordisqueaba sus hojas.

José era un hombre maduro, o, mejor dicho, un viejo. Pero, a pesar de su avanzada edad, se conservaba sano y fuerte. « ¡Válgame el Señor! », Murmuró con tono de contrariedad, mientras se hacía cargo del caballo, a la vez que me miraba con tal acritud, que me fue precisa una gran dosis de benevolencia para suponer que impetraba el auxilio divino, a fin de poder digerir bien la comida y no con motivo de mi inesperada llegada.

La casa en que habitaba el señor Heathcliff se llamaba Cumbres Borrascosas en el dialecto de la región. Y por cierto que tal nombre expresaba muy bien los rigores atmosféricos a que la propiedad se veía sometida cuando la tempestad soplaba sobre ella. Sin duda se disfrutaba allí de buena ventilación. El aire debía de soplar con mucha violencia, a juzgar por lo inclinados que estaban algunos pinos situados junto a la casa, y algunos arbustos cuyas hojas, como si implorasen al sol, se dirigían todas en un mismo sentido. Pero el edificio era de sólida construcción, con gruesos muros, según podía apreciarse por lo profundo de las ventanas, y con recios guardacantones protegiendo sus ángulos.

Me detuve un momento en la puerta para contemplar las carátulas que ornaban la fachada. En la entrada principal leí una inscripción, que decía: «Hareton Earnshaw» Aves de presa de formas extravagantes y figuras representando muchachitos en posturas lascivas, rodeaban la inscripción. Me hubiese complacido hacer algunos comentarios respecto a aquello y hasta pedir una breve historia del lugar a su rudo propietario; pero él permanecía ante la puerta de un modo que me indicaba su deseo de que yo entrase de una vez o me fuese, y no quise aumentar su impaciencia parándome a examinar los detalles del acceso al edificio.

Un pasillo nos condujo directamente a un salón, que en la región llaman la casa por antonomasia, y que no está precedido de vestíbulo ni antecámaras. Generalmente, esta pieza comprende, a la vez, comedor y cocina; pero en Cumbres Borrascosas la cocina no estaba allí. Al menos, no percibí indicio alguno de que en el inmenso lugar se cocinase nada, pese a que en las profundidades de la casa me parecía sentir ruido de utensilios culinarios. En las paredes no había cacerolas ni cacharros de cocina. En cambio, se veía en un rincón de la estancia un aparador de roble cubierto de platos apilados hasta el techo, y entre los que se veían jarros y tazones de plata. Había sobre él tortas de avena, piernas de buey y carneros curados, y jamones. Pendían sobre la chimenea varias viejas escopetas con los cañones enmohecidos y un par de pistolas de arzón. En la repisa de la chimenea había tres tarros pintados de vivos colores. El pavimento era de piedras lisas y blancas. Las sillas, antiguas, de alto respaldo, estaban pintadas de verde. Bajo el aparador vi una perra rodeada de sus cachorros, y distinguí otros perros por los rincones.

Todo ello hubiera parecido natural en la casa de uno de los campesinos del país; musculosos, de obtusa apariencia y vestidos con calzón corto y polainas. Salas así, y en ellas labriegos de tal contextura sentados a la mesa ante un jarro de espumosa cerveza, podéis ver en la comarca cuanta queráis. Mas el señor Heathcliff contrastaba con el ambiente de un modo chocante. Era moreno, y por el color de su tez parecía un gitano, si bien en sus ropas en sus modales parecía ser un caballero. Aunque ataviado con algún descuido, y pese a su ruda apariencia, su figura era erguida y arrogante.

Yo pensaba que muchos le calificarían de soberbio y hasta de grosero, pero sentía en el fondo que no debía de haber nada de ello. Me parecía, instintivamente, que su reserva debía proceder de que era enemigo de dejar traslucir sus emociones. Debía de odiar y amar disimulándolo, y seguramente hubiera considerado como un impertinente a quien le amase o le odiase, a su vez.

Probablemente yo me precipitaba demasiado al suponer en mi huésped la manera de ser que me es peculiar a mí mismo. Quizá el señor Heathcliff rehusaba su mano al amigo que le deparaba la ocasión por motivos muy diferentes a los míos. Quizá mi carácter fuera único. Mi madre solía decirme que yo nunca sabría crearme un agradable hogar, y el verano pasado obré de un modo que acreditaba que la autora de mis días tenía razón.

Con ocasión de estar pasando un mes a la orilla del mar conocí a una verdadera beldad. Me pareció hechicera. No le dije jamás de palabra que la quería; pero si es verdad que los ojos hablan, por la expresión de los míos hubiera podido deducirse que yo estaba loco por ella. Cuando al fin lo notó, me dirigió la mirada más dulce que hubiera podido esperarse. ¿Qué hice yo entonces? Con vergüenza declaro que retrocedí, que me reconcentré en mí mismo como un caracol en su concha, que a cada mirada de la joven me alejaba más, hasta que ella, sin duda confusa ante tales demostraciones, y pensando haberse equivocado respecto a mis sentimientos, persuadió a su madre de que se debían marchar.

Esos cambios bruscos me han granjeado fama de cruel. Sólo yo sé lo erróneo que es semejante juicio.

Mi casero y yo nos sentamos frente a frente junto a la chimenea. Ambos callábamos. La perra había abandonado a sus crías, y se arrastraba entre mis piernas frunciendo el hocico y enseñando sus blancos dientes. Traté de acariciarla y emitió un largo gruñido gutural.

-Es mejor que deje usted a la perra -gruñó el señor Heathcliff, haciendo dúo al animal, a la vez que reprimía sus demostraciones feroces con un puntapié. -No está acostumbrada a caricias ni la tenemos para eso.

Se puso en pie, se acercó a una puerta lateral y gritó: -¡José!

Percibimos a José murmurar algo en las profundidades de la bodega, pero sin dar señal alguna de acudir. En vista de ello, su amo fue a buscarle, dejándome solo con la perra y con otros dos perros mastines, que vigilaban atentamente cada uno de mis movimientos. No sintiendo deseo alguno de trabar conocimiento con sus colmillos, permanecí quieto; pero creyendo que las injurias mudas no les ofenderían, comencé a hacerles guiños y muecas. La ocurrencia fue infortunada. Alguno de mis gestos debió molestar sin duda a la señora perra, y bruscamente se lanzó sobre mis pantorrillas. La rechacé y me apresuré a interponer la mesa entre los dos. Mi acción revolucionó todo el ejército perruno. Media docena de diablos de cuatro patas, de todos los tamaños y edades, salieron de los rincones y se precipitaron en el centro de la habitación. Mis talones y los faldones de mi casaca constituyeron desde luego el principal objetivo de sus arremetidas. Empuñé el atizador de la lumbre para hacer frente a los más voluminosos de mis asaltantes, pero, aún así, tuve que pedir socorro a gritos.

El señor Heathcliff y su criado subieron con exasperante lentitud las escaleras de la bodega. A pesar de que la sala era un infierno de gritos y ladridos, me pareció que los dos hombres no aceleraban su paso en lo más mínimo.

Por fortuna, una rozagante fregona acudió con más diligencia. Llegó con las faldas recogidas, la faz arrebatada por la proximidad de la lumbre y con los brazos desnudos. Enarboló una sartén, y sus golpes, en combinación con sus ásperas palabras, disiparon la tempestad como por arte de magia. Y cuando Heathcliff entró, en medio de la estancia sólo estaba ya conmigo la habitante de la cocina, como el mar después de una tormenta.

-¿Qué diablos pasa? -preguntó él con un acento tal, que me pareció intolerable para proferirlo después de tan inhospitalaria acogida.

-Verdaderamente, se trata de diablos –repuse. ¡Creo que los cerdos endemoniados de que hablan los Evangelios no debían albergar más espíritus malignos que estos animales de usted, señor! ¡Dejar entre ellos a un extraño es como dejarle en compañía de una manada de tigres!

-No suelen meterse con quienes están quietos -advirtió Heathcliff. Los perros hacen bien en vigilar. ¿Quiere usted un vaso de vino?

-No; gracias.

-¿Le han mordido?

-Si me hubiesen mordido habría visto usted en el culpable las señales de mi réplica.

Heathcliff hizo una mueca.

-Bueno, bueno... -dijo- Está usted algo excitado, señor Lockwood. Beba un poco de vino. Se reciben tan pocos invitados en esta casa que, lo confieso, ni mis perros ni yo sabemos casi cómo recibirles. ¡A su salud!

Correspondí al brindis y me tranquilicé considerando que resultaría estúpido enfurecerme por la agresión de unos perros cerriles. Por lo demás, antojábaseme que aquel sujeto empezaba a burlarse de mí, y no me pareció bien concederle otro motivo de mofa. Él, por su parte -pensando probablemente que constituiría una locura ofender a un buen inquilino-, suavizó un tanto el laconismo de su conversación, y comenzó a tratar de las ventajas y desventajas de mi nuevo domicilio, tema que sin duda supuso que sería interesante para mí. Me pareció entendido en las cosas de que hablaba, y me sentí animado a anunciarle una segunda visita para el día siguiente. Era evidente, no obstante, que él no tenía en ello interés alguno. Sin embargo, pienso volver. Resulta asombroso lo muy sociable que soy comparado con mi casero.

Capítulo segundo

La tarde de ayer fue fría y brumosa. Al principio dudé entre pasarla en casa, junto al fuego, o dirigirme a través de los páramos y sobre los barrizales a Cumbres Borrascosas.

Pero después de comer (advirtiendo que como de una a dos, ya que el ama de llaves que adopté al alquilar la casa como si se tratara de una de sus dependencias, no comprende, o no quiere comprender, que deseo comer a las cinco), subiendo a mi cuarto, hallé en él a una criada arrodillada ante la chimenea y luchando para apagar las llamas con nubes de ceniza con las que levantaba una polvareda infernal. Semejante espectáculo me desanimó. Cogí el sombrero y, tras una caminata de seis kilómetros, llegué a casa de Heathcliff en el preciso instante en que comenzaban a caer los diminutos copos de un chubasco de aguanieve.

El suelo de aquellas solitarias alturas estaba cubierto de una capa de escarcha ennegrecida, y el viento estremecía de frío todos mis miembros. Al ver que mis esfuerzos para levantar la cadena que cerraba la puerta de la verja eran vanos salté por encima, avancé por el camino que bordeaban matas de grosellas y golpeé la puerta de la casa con los nudillos hasta que me dolieron. Se oía ladrar a los muy perros.

«Tan necia inhospitalidad merecía ser castigada con el aislamiento perpetuo de vuestros semejantes, ¡bellacos! -murmuré mentalmente. Lo menos que se puede hacer es tener abiertas las puertas durante el día. Pero no me importa. ¡Entraré!» Con esta decisión sacudí el aldabón. El rostro avinagrado de José apareció en una ventana del granero.

-¿Qué quiere usted? -me interpeló. El amo está en el corral. Dé la vuelta por la esquina del establo si quiere hablarle.

-¿No hay nadie que abra la puerta? -respondí.

-Nadie más que la señorita, y ella no le abriría aunque estuviese usted llamando insistentemente hasta la noche. Sería inútil.

-¿Por qué no? ¿No puede usted decirle que soy yo? -¿Yo? ¡No! ¿Qué tengo yo que ver con eso? -replicó mientras se retiraba.

Comenzaba a caer una espesa nevada. Yo empuñaba ya el aldabón para volver a llamar, cuando un joven sin chaqueta y llevando al hombro una horca de labranza apareció y me dijo que le siguiera. Atravesamos un lavadero y un patio enlosado, en el que había un pozo con bomba y un palomar, y llegamos a la habitación donde el día anterior fui introducido. Un inmenso fuego de carbón y leña la caldeaba, y, al lado de la mesa, en la que estaba servida una abundante merienda, tuve la satisfacción de ver a la señorita, persona de cuya existencia no había tenido antes noticia alguna. La saludé y permanecí en pie, esperando que me invitara a sentarme. Ella me miró y no se movió de su silla ni pronunció una sola palabra.

-¡Qué tiempo tan malo! -comenté. Lamento, señora Heathcliff, que la puerta haya sufrido las consecuencias de la negligencia de sus criados. Me ha costado un trabajo tremendo hacerme oír.

Ella no despegó los labios. La miré atentamente, y ella me correspondió con una mirada tan fría, que resultaba molesta y desagradable.

-Siéntese -gruñó la joven. Heathcliff vendrá enseguida. Obedecí, tosí y llamé a June,la perversa perra, que esta vez se dignó mover la cola en señal de que me reconocía.

-¡Hermoso animal! -empecé. ¿Piensa usted desprenderse de los cachorrillos, señora?

-No son míos -dijo la amable anfitriona con un tono aún más repelente que el que hubiera empleado el propio Heathcliff.

-Entonces, ¿sus favoritos serán aquellos? -continué, volviendo la mirada hacia lo que me pareció un cojín con gatos.

-Serían unos favoritos bastante extravagantes -contestó la joven desdeñosamente.

Desgraciadamente, los supuestos gatillos eran, en realidad, un montón de conejos muertos. Volví a toser, me aproximé al fuego y repetí mis comentarios sobre lo desagradable de la tarde.

-No debía usted haber salido -dijo ella, mientras se incorporaba y trataba de alcanzar dos de los tarros pintados que decoraban la chimenea.

Ahora, a la claridad de las llamas, yo podía distinguir por completo su figura. Era muy esbelta, y al parecer apenas había salido de la adolescencia. Estaba admirablemente formada y poseía la más linda carita que yo hubiese contemplado jamás. Tenía las facciones menudas, la tez muy blanca, dorados bucles que pendían sobre su delicada garganta, y unos ojos que hubieran sido irresistibles de haber ofrecido una expresión agradable. Por fortuna, para mi sensible corazón, aquella mirada no manifestaba en aquel momento más que desdén y algo como una especie de desesperación, que resultaba increíble en unos ojos tan bellos.

Como los tarros estaban fuera de su alcance, intenté auxiliarla; pero se volvió hacia mí con la airada expresión del avaro a quien alguien quiere ayudarle a contar su oro.

-No hace falta que se moleste -dijo-. Puedo cogerlos yo sola.

-Perdone -me apresuré a contestar.

-¿Está usted invitado a tomar el té? -me preguntó, poniéndose un delantal sobre el vestido y sentándose mientras sostenía en la mano una cucharada de hojas de té que había sacado del bote.

-Tomaré una taza con mucho gusto -respondí.

-¿Está usted invitado? -insistió.

-No -dije, sonriendo-; pero nadie más indicado que usted para invitarme.

Volvió a echar en el bote el té, con cuchara y todo, y de nuevo se sentó frunciendo el entrecejo, e hizo un pucherito con los labios como un niño que está a punto de llorar.

El joven, entretanto, se había puesto un andrajoso gabán, y en aquel momento me miró como si entre nosotros existiese un resentimiento mortal. Yo dudaba de si aquel personaje era un criado o no. Hablaba y vestía toscamente, sin ninguno de los detalles que Heathcliff presentaba de pertenecer a una clase superior. Su cabellera castaña estaba desgreñadísima, su bigote crecía descuidadamente y sus manos eran tan burdas como las de un labrador. Pero, con todo, ni sus ademanes ni el modo que tenía de tratar a la señora eran los de un criado. En la duda, preferí no aventurar juicio sobre él. Cinco minutos después, la llegada de Heathcliff alivió un tanto la molesta situación en que me encontraba.

-Como ve, he cumplido mi promesa -dije con acento falsamente jovial- y temo que el mal tiempo me haga permanecer aquí media hora, si quiere usted albergarme durante ese rato...

-¿Media hora? -repuso, mientras se sacudía los blancos copos que le cubrían la ropa. ¡Me asombra que haya elegido usted estar nevando para pasear! ¿No sabe que corre el peligro de perderse en los pantanos? Hasta quienes están familiarizados con ellos se extravían a veces. Y le aseguro que no hay probabilidad alguna de que el tiempo mejore.

-Quizá uno de sus criados pudiera servirme de guía. Se quedaría en la granja hasta mañana. ¿Puede proporcionarme uno?

-No; no me es posible.

-Bueno... pues entonces habré de confiar en mis propios medios...

-¡Hum...

-¡Qué! ¿Haces el té o no? -preguntó el joven del abrigo andrajoso, separando su mirada de mí para dirigirla a la mujer.

-¿Le sirvo también a ese señor? -preguntó ella.

-Vamos, termina, ¿no? -repuso él con tal brusquedad que me hizo sobresaltarme. Había hablado de una forma que delataba una naturaleza auténticamente perversa. No sentí desde aquel momento inclinación alguna a considerar a aquel hombre como un individuo extraordinario.

Cuando el té estuvo preparado y servido en la mesa, Heathcliff dijo:

-Acerque su silla, señor.

Todos nos sentamos a la mesa, incluso el tosco joven.

Un silencio absoluto reinó mientras tomábamos el té.

Pensé que, puesto que yo era el responsable de aquel nublado, debía ser también quien lo disipase. Aquella taciturnidad que mostraba no debía de ser su modo habitual de comportarse. Así pues, lo intenté:

-Es curioso el considerar qué ideas tan equivocadas solemos formar a veces sobre el prójimo. Mucha gente no podría imaginar que fuese feliz una persona que llevaba una vida tan apartada del mundo como la suya, señor Heathcliff. Y, sin embargo, usted es dichoso rodeado de su familia, con su amable esposa, que, como un ángel tutelar, reina en su casa y en su corazón...

-¿Mi amable esposa? -interrumpió con diabólica sonrisa. ¿Y dónde está mi amable esposa, si se puede saber?

-Me refiero a la señora Heathcliff.

-¡Ah, ya! Quiere usted decir que su espíritu, después de desaparecido su cuerpo, se ha convertido en mi ángel de la guarda y custodia Cumbres Borrascosas. ¿No es eso?

Comprendí que había dicho una tontería y traté de rectificarla. Debía haberme dado cuenta de la mucha edad que llevaba a la mujer, antes de suponer como cosa segura que fuera su esposa. Él contaba alrededor de cuarenta años, y en esa edad en que el vigor mental se mantiene plenamente no se supone que las muchachas se casen con nosotros por amor. Semejante ilusión está reservada a la ancianidad. En cuanto a ella, no representaba arriba de diecisiete años.

Entonces, como un relámpago, surgió en mí esta idea: «El grosero personaje que se sienta a mi lado, bebiendo el té en un tazón y comiendo el pan con sus sucias manos, es tal vez su marido. Estas son las consecuencias del vivir lejos del mundo: ella ha debido casarse con este patán creyendo que no hay otros que valgan más que él. Es lamentable. Y yo debo procurar que, por culpa mía, no vaya a arrepentirse de su elección». Semejante reflexión podrá parecer vanidosa, pero era sincera. Mi vecino de mesa presentaba un aspecto repulsivo, mientras que me constaba por experiencia que yo era pasablemente agradable.

-La señora es mi nuera -dijo Heathcliff, en confirmación de mis suposiciones; y, al decirlo, la miró con expresión de odio.

-Entonces, el feliz dueño de la hermosa hada es usted -comenté, volviéndome hacía mi vecino.

Con esto acabé de poner las cosas mal. El joven apretó los puños, con evidente intención de atacarme. Pero se contuvo y desahogó su ira en una brutal maldición que me concernía, y de la que no me di por aludido.

-Está usted muy desacertado -dijo Heathcliff. Ninguno de los dos tenemos la suerte de ser dueños de la buena hada a quien usted se refiere. Su esposo ha muerto. Y, puesto que he dicho que era mi nuera, debe ser que estaba casada con mi hijo.

-Entonces, este joven es...

-Mi hijo, desde luego, no.

Y Heathcliff sonrió, como si fuera una extravagancia atribuirle la paternidad de aquel oso.

-Mi nombre es Hareton Earnshaw -gruñó el otro- y le aconsejo que lo pronuncie con el máximo respeto.

-Creo haberlo respetado -respondí mientras me reía para mis adentros de la dignidad con que había hecho su presentación aquel individuo.

Él me miró durante tanto tiempo y con fijeza tal, que me hizo experimentar deseos de abofetearle o de echarme a reír en sus propias barbas. Comenzaba a sentirme disgustado en aquel agradable círculo familiar. Aquel ingrato ambiente neutralizaba el confortable calor que físicamente me rodeaba, y resolví no volver por tercera vez.

Concluida la colación, y en vista de que nadie pronunciaba una palabra, me acerqué a la ventana para ver el tiempo que hacía. El espectáculo era muy desagradable; la noche caía prematuramente y la ventisca barría las colinas.

-Creo que sin alguien que me guíe, no voy a poder volver a casa -exclamé, sin poder contenerme. Los caminos deben de estar borrados por la nieve, y aunque no lo estuvieran, es imposible ver a un pie de distancia. -Hareton -dijo Heathcliff- lleva las ovejas a la entrada del granero y pon un madero delante. Si pasan la noche en el corral amanecerán cubiertas de nieve.

-¿Cómo me arreglaré? -continué, sintiendo que mi irritación aumentaba.

Nadie contestó a esta pregunta. Paseé la mirada a mi alrededor y no vi más que a José, que traía comida para los perros, y a la señora Heathcliff, que, inclinada sobre el fuego, se entretenía en quemar un paquete de fósforos que habían caído de la repisa de la chimenea al volver a poner el bote de té en su sitio. José, después de vaciar el recipiente en que traía la comida de los animales, rezongó:

-Me asombra que se quede usted ahí como un pasmarote cuando los demás se han ido... Pero con usted no valen palabras. Nunca se corregirá de sus malas costumbres, y acabará yéndose al diablo en derechura, como le ocurrió a su madre.

Creí que aquel sermón iba dirigido a mí, y me adelanté hacia el viejo bribón con el firme propósito de darle un puntapié y obligarle a que se callara. Pero la señora Heathcliff se me anticipó.

-¡Viejo hipócrita! ¿No temes que el diablo te lleve cuando pronuncias su nombre? Te advierto que se lo pediré al demonio como especial favor, si no dejas de provocarme. ¡Y basta! Mira -agregó, sacando un libro de un estante-: cada vez progreso más en la magia negra. Muy pronto seré maestra en la ciencia oculta. Y para que te enteres, la vaca roja no murió por casualidad, y tu reumatismo no es una prueba de la bondad de la Providencia...

-¡Cállese, malvada! -gritó el viejo. ¡Dios nos libre de todo mal!

-¡Estás condenado, reprobó! Sal de aquí si no quieres que te ocurra algo verdaderamente malo. Voy a modelar muñecos de barro o de cera que os reproduzcan a todos, y al primero que se extralimite, ya verás lo que le haré... Se acordará de mí... Vete... ¡Qué te estoy mirando!

Y la pequeña bruja puso tal expresión de malignidad en sus ojos, que José salió precipitadamente, rezando y temblando, mientras murmuraba:

-¡Malvada, malvada!

Supuse que la joven había querido gastar al viejo una broma lúgubre, y en cuanto nos quedamos solos, quise interesarla en mi problema.

-Señora Heathcliff -dije con seriedad- perdone que la moleste. Una mujer con una cara como la suya tiene necesariamente que ser buena. Indíqueme alguna señal, algún lindero que me oriente para conocer mi camino. Tengo la misma idea de por dónde se va a mi casa que la que usted pueda tener para ir a Londres.

-Vaya usted por el mismo camino que vino -me contestó, sentándose en una silla, y poniendo ante sí el libro y una bujía. El consejo es muy simple, pero no puedo darle otro.

-En este caso, si mañana le dicen que me han hallado muerto en una ciénaga o en una zanja llena de nieve, ¿no le remorderá la conciencia?

-¿Por qué habría de remorderme? No puedo acompañarle. Ellos no me dejarían ni siquiera ir hasta la verja.

-¡Oh! Yo no le pediría por nada del mundo que saliese, para ayudarme, en una noche como ésta. No le pido que me enseñe el camino, sino que me le indique de palabra o que convenza al señor Heathcliff de que me proporcione un guía.

-¿Qué guía? En la casa no estamos más que él, Hareton Zillah, José y yo. ¿A quién elige usted?

-¿No hay mozos en la finca?

-No hay más gente que la que digo.

-Entonces, me veré obligado a quedarme.

-Eso es cosa de usted y su huésped, yo no tengo nada que ver con eso.

-Confío en que esto le sirva de lección para hacerle desistir de dar paseos -gritó la voz de Heathcliff desde la cocina. Yo no tengo alcobas para los visitantes. Si se queda, tendrá que dormir con Hareton o con José en la misma cama.

-Puedo dormir en una de las butacas de este cuarto -repuse.

-¡Oh, no! Un forastero, rico o pobre, es siempre un forastero. No permitiré que nadie haga guardia en la plaza cuando yo no estoy de servicio -dijo el miserable.

Mi paciencia había llegado al colmo. Me precipité hacia el patio, lanzando un juramento, y al salir tropecé con Earnshaw. La oscuridad era tan profunda, que yo no atinaba con la salida, y mientras la buscaba, asistí a una muestra del modo que tenían de tratarse entre sí los miembros de la familia. Parecía que el joven al principio, se sentía inclinado a ayudarme, porque les dijo:

-Le acompañaré hasta el parque.

-Le acompañarás al infierno -exclamó su pariente, señor o lo que fuera. ¿Quién va a cuidar entonces de los caballos?

-La vida de un hombre vale más que el cuidado de los caballos... -dijo la señora Heathcliff con más amabilidad de la que yo esperaba. Es preciso que vaya alguien...

-Pero no por orden tuya -se apresuró a responder Hareton. Mejor es que te calles.

-Bueno; pues, entonces, ¡así el espíritu de ese hombre te persiga hasta tu muerte, y así el señor Heathcliff no encuentre otro inquilino para su granja hasta que ésta se derrumbe! -dijo ella con acritud.

-¡Está maldiciendo! -murmuró José, hacia quien yo me dirigía en aquel momento.

El viejo, sentado, ordeñaba las vacas a la luz de una linterna. Se la quité, y, diciéndole que se la devolvería al día siguiente, me precipité hacia una de las puertas.

- ¡Señor, señor, me ha robado la linterna! -gritó el viejo, corriendo detrás de mí. ¡Gruñón, Lobo!¡Duro con él!

En el instante en que se abría la puertecilla a la que me dirigía, dos peludos monstruos se arrojaron a mi garganta, derribándome. La luz se apagó. Heathcliff y Hareton prorrumpieron en carcajadas. Mi humillación y mi ira llegaron al paroxismo. Afortunadamente, los animales se contentaban con arañar el suelo, abrir las fauces y mover furiosamente el rabo. Pero no me permitían levantarme, y hube de permanecer en el suelo hasta que a sus villanos dueños se les antojó. Cuando estuve en pie, conminé a aquellos miserables a que me dejasen salir, haciéndoles responsables de lo que sucediera si no me atendían, y lanzándoles apóstrofes que en su incoherente violencia hacían recordar los del rey Lear.

Mi excitación me produjo una fuerte hemorragia nasal. Heathcliff seguía riendo y yo gritando. No acierto a imaginarme en qué hubiera terminado todo aquello a no haber intervenido una persona más serena que yo y más bondadosa que Heathcliff. Zillah, la robusta ama de llaves, apareció para ver lo que sucedía. Y, suponiendo que alguien me había agredido, y no osando increpar a su amo, dirigió los tiros de artillería contra el más joven:

-No comprendo, señor Earnshaw -exclamó- qué resentimientos tiene usted contra este semejante. ¿Va usted a asesinar a las gentes en la propia puerta de su casa?

¡Nunca podré estar a gusto aquí! ¡Pobre muchacho! Está a punto de ahogarse. ¡Chis, chis! No puede usted irse en ese estado. Venga, que voy a curarle. Estése quieto.

Y, hablando así, me vertió sobre la nuca un recipiente lleno de agua helada, y luego me hizo pasar a la cocina. El señor Heathcliff, vuelto a su habitual estado de mal humor después de su explosión de regocijo, nos seguía.

El desmayo que yo sentía como secuela de todo lo sucedido me obligó a aceptar alojamiento entre aquellos muros. Heathcliff mandó a Zillah que me diese un vaso de brandy,y se retiró a una habitación interior. Ella vino con lo ordenado, que me reanimó bastante, y luego me acompañó hasta una alcoba.

Capítulo tercero

Mientras subía las escaleras delante de mí, la mujer me aconsejó que ocultase la bujía y procurase no hacer ruido, porque su amo tenía ideas extrañas acerca del aposento donde ella iba a instalarme, y no le agradaba que nadie durmiese allí. Le pregunté los motivos, pero me contestó que sólo llevaba en la casa dos años, y que había visto tantas cosas raras, que no sentía deseo alguno de curiosear más.

Por mi parte, la estupefacción no me dejaba lugar a averiguaciones. Cerré, pues, la puerta, y busqué el lecho. Los muebles se reducían a una percha, una silla y una enorme caja de roble, con aperturas laterales. Me aproximé a tan extraño mueble, y me cercioré de que se trataba de una especie de lecho antiguo, sin duda destinado a suplir la falta de una habitación separada para cada miembro de la familia. El tálamo formaba de por sí una pequeña habitación, y el alféizar de la ventana, contra cuya pared estaba arrimado, servía de mesa.

Hice correr una de las tablas laterales, entré llevando la luz, cerré y sentí la impresión de que me hallaba a cubierto de la vigilancia de Heathcliff o de cualquier otro de los habitantes de la casa.

Puse la bujía en el alféizar de la ventana. Había allí, en un ángulo, varios libros polvorientos, y la pared estaba cubierta de escritos que habían sido trazados raspando la pintura. Aquellos escritos se reducían a un nombre: «Catalina Earnshaw», repetido una y otra vez en letras de toda clase de tamaños. Pero el apellido variaba a veces, y en vez de «Catalina Earnshaw», se leía en algunos sitios «Catalina Heathcliff» o «Catalina Linton».

Estaba fatigado. Apoyé la cabeza contra la ventana, y empecé a murmurar: «Catalina Earnshaw, Heathcliff, Linton...». Los ojos se me cerraron, y antes que transcurrieran cinco minutos, creí ver alzarse en la oscuridad una multitud de letras blancas, como lívidos espectros. El ámbito parecía lleno de «Catalinas». Me incorporé, esperando alejar así aquel nombre que acudía a mi cerebro como un intruso, y entonces vi que el pabilo de la bujía había caído sobre uno de los viejos libros, cuya cubierta empezaba a chamuscarse, saturando el ambiente de un fuerte olor a pergamino quemado. Remedié el mal, y me senté. Sentía frío y un ligero mareo. Cogí el tomo chamuscado por la vela y lo hojeé. Era una vieja Biblia, que hedía a apolillado, y sobre una de cuyas hojas, que estaba suelta, leí: «Este libro es de Catalina Earnshaw» y una fecha de veinticinco años atrás. Cerré aquel volumen, y cogí otro, y luego varios más. La biblioteca de Catalina era escogida, y lo estropeados que estaban los tomos demostraban que habían sido muy usados, aunque no siempre para los fines propios de un libro. Los márgenes de cada página estaban cubiertos de comentarios manuscritos, algunos de los cuales constituían sentencias aisladas. Otros eran, al parecer, retazos de un diario garrapateado por una inexperta mano infantil. Encabezando una página en blanco, descubrí, no sin regocijo, una magnífica caricatura de José, diseñada burdamente, pero con enérgicos trazos. Sentí un vivo interés hacia aquella desconocida Catalina, y traté de descifrar los jeroglíficos de su escritura.

«¡Qué ingrato domingo! -decía uno de los párrafos. ¡Cuánto daría porque papá estuviera aquí...! Hindley le sustituye muy mal, y se porta atrozmente con Heathcliff. H. y yo vamos a tener que rebelarnos, esta tarde comenzaremos.

»Todo el día estuvo lloviendo. No pudimos ir a la iglesia, y José nos reunió en el desván. Mientras Hindley y su mujer permanecían abajo, sentados junto al fuego -estoy segura de que, aunque hiciesen algo más, no por ello dejarían de leer sus Biblias- a Heathcliff, y a mí y al desdichado mozo de mulas nos ordenaron coger los devocionarios y que subiésemos. Nos hicieron sentar en un saco de trigo, y José inició su sermón, que yo esperaba que abreviase a causa del frío que se sentía allí. Pero mi esperanza resultó fallida. El sermón duró tres horas justas, y, sin embargo, mi hermano, al vernos bajar, aún tuvo la desfachatez de decir: «¿Cómo habéis terminado tan pronto?» Durante las tardes de los domingos, nos dejan jugar; pero cualquier pequeñez, una simple risa, basta para que nos manden a un rincón.

»-Os olvidáis de que aquí hay un jefe -suele decir el tirano. Al que me exaspere, le hundo. Exijo seriedad y silencio absoluto. ¡Chico! ¿Has sido tú? Querida Francisca, dale un tirón de pelo; le he oído chasquear los dedos.

»Francisca le tiró del pelo con todas sus fuerzas. Luego se sentó en las rodillas de su esposo, y los dos empezaron a hacer niñadas, besándose y diciéndose estupideces. Entonces nosotros nos acomodamos, como a la buena de Dios, en el hueco que forma el aparador. Colgué ante nosotros nuestros delantales, como si fueran una cortina; pero enseguida, cuando llegó José, deshaciendo mi obra, me dio una bofetada y rezongó:

»-Con el amo recién enterrado, domingo como es, y las palabras del Evangelio resonando todavía en vuestros oídos, ¡y ya os ponéis a jugar! ¿No os da vergüenza? Sentaos, niños malos, y leed libros piadosos que os ayuden a pensar en la salvación de vuestras almas.

»Y a la vez que nos hablaba, nos tiró sobre las rodillas unos viejos libros y nos obligó a sentarnos de manera que el resplandor del hogar nos alumbrase en nuestra lectura. Yo no pude soportar aquella ocupación que nos quería dar. Cogí el libro y lo arrojé al rincón de los perros, diciendo que tenía odio a los libros piadosos. Heathcliff hizo lo mismo con el suyo, y entonces empezó el jaleo.

»- ¡Señor Hindley, venga! -gritó José- La señorita Catalina ha roto las tapas de La armadura desalvación y Heathcliff ha golpeado con el pie la primera parte de Elcam ino de perdición. No es posible dejarles seguir siendo así. El difunto señor les hubiera dado lo que se merecen. Pero ¡ya se fue!

»Hindley, abandonando su paraíso, se precipitó sobre nosotros, nos cogió, a uno por el cuello y a otro por el brazo, y nos mandó a la cocina. Allí José nos aseguró que el coco vendría a buscarnos tan fijo como la luz, y nos obligó a sentarnos en distintos lugares, donde hubimos de permanecer, separados, esperando el advenimiento del prometido personaje. Yo cogí este libro y un tintero que había en un estante y abrí un poco la puerta para tener luz y poder escribir; pero mi compañero, al cabo de veinte minutos, sintió tanta impaciencia, que me propuso apoderarnos del mantón de la criada y, tapándonos con él, ir a dar una vuelta por los pantanos. ¡Qué buena idea! Así, si viene ese malvado viejo, creerá que su amenaza del coco se ha realizado, y entre tanto, nosotros estaremos fuera, y creo que no peor que aquí, a pesar de la lluvia y del viento. »Catalina debió de realizar aquel plan sin duda. En todo caso, el siguiente comentario variaba el tema y adquiría tono de lamentación.

«¡Qué poco podía yo suponer que Hindley me hiciera llorar tanto! Me duele la cabeza hasta el punto de que no puedo ni siquiera reclinarla en la almohada. ¡Pobre Heathcliff! Hindley le llama vagabundo, y ya no le permite comer con nosotros ni tampoco sentarse a nuestro lado. Dice que no volveremos a jugar juntos, y le amenaza con echarle de casa si le desobedece. Hasta se ha atrevido a criticar a papá por haber tratado a Heathcliff demasiado bien, y jura que volverá a ponerle en el lugar que le corresponde.

»Yo estaba ya medio dormido, y mis ojos iban del manuscrito de Catalina al texto impreso. Percibí un título grabado en rojo con muchas florituras, que decía: «Setenta veces siete y el primero de los setenta y uno. Sermón predicado por el reverendo padre Jabes Branderham en la iglesia de Gimmerden Sough» Y me dormí meditando maquinalmente en lo que diría el reverendo padre sobre aquel asunto.

Pero la mala calidad del té y la destemplanza que tenía me hicieron pasar una noche horrible. Soñé que era ya por la mañana y que regresaba a mi casa llevando a José como guía. El camino estaba cubierto de nieve, y cada vez que yo daba un tropezón, mí acompañante me amonestaba por no haber tomado un báculo de peregrino, afirmándome que sin tal adminículo nunca conseguiría regresar a mi casa, y enseñándome a la vez jactanciosamente un grueso garrote que él consideraba, al parecer, como báculo. Al principio, me parecía absurdo suponer que me fuera necesario para entrar en casa semejante cosa. Y de repente una idea me iluminó el cerebro. No íbamos a casa, sino que nos dirigíamos a escuchar el sermón del padre Branderham sobre las setenta veces siete, en cuyo curso no sé si José, el predicador o yo, debíamos ser públicamente acusados y excomulgados.

Llegamos a la iglesia, ante la que yo, en realidad, he pasado dos o tres veces. Está situada en una hondonada, entre dos colinas, junto a un pantano, cuyo fango, según voz popular, tiene la propiedad de momificar los cadáveres. El tejado de la iglesia se ha conservado intacto hasta ahora; mas hay pocos clérigos que quieran encargarse de aquel curato, ya que el sueldo es sólo de veinte libras anuales, y la rectoral consiste únicamente en dos habitaciones, sin posibilidad alguna, además, de que los fieles contribuyan a las necesidades de su pastor ni con el suplemento de un penique. Pero, en mi sueño, un numeroso auditorio escuchaba a Jabes, quien predicaba un sermón dividido en cuatrocientas noventa partes, dedicada cada una a un distinto pecado. Lo que no puedo decir es por dónde había sacado tantos pecados el reverendo. Eran, por supuesto, de los géneros más extravagantes, y tales como yo no hubiera sido capaz de imaginármelos nunca.

¡Qué odiosa pesadilla! Yo me caía de sueño, bostezaba, daba cabezadas y volvía a despejarme. Me pellizcaba, me frotaba los párpados, me levantaba y me volvía a sentar, y a veces tocaba a José para preguntarle cuándo iba a acabar aquel sermón. Pero tuve que escucharlo hasta el fin. Cuando llegó al primero de los setenta y uno, acudió a mi cerebro una súbita idea: levantarme y acusar a Jabes Branderham como el cometedor del pecado imperdonable. «Padre -exclamé-, sentado entre estas cuatro paredes he aguantado y perdonado las cuatrocientas noventa divisiones de su sermón. Setenta veces siete cogí el sombrero para marcharme y setenta veces siete me ha obligado a volverme a sentar. Una vez más es excesivo. Hermanos de martirio, ¡duro con él! Arrastradle y despedazadle en partículas tan pequeñas, que no vuelvan a encontrarse ni sus rastros»

«Tú eres el Hombre -gritó Jabes, después de un silencio solemne. Setenta veces siete te he visto hacer gestos y bostezar. Setenta veces siete consulté mi conciencia y encontré que todo ello merecía perdón. Pero el primer pecado de los setenta y uno ha sido cometido ahora, y esto es imperdonable. Hermanos, ejecutad con él lo que está escrito. ¡Honor a todos los santos!» Tras esta conclusión, los concurrentes enarbolaron sus báculos de peregrino y se arrojaron sobre mí. Al verme desarmado, entablé una lucha con José, que fue el primero en acometerme, para quitarle su garrote. Se cruzaron muchos palos, y algunos golpes destinados a mí cayeron sobre otras cabezas. Todos se apaleaban entre sí, y la iglesia retumbaba al son de los golpes. Branderham, por su parte, descargaba violentos manotazos en las tablas del púlpito, y tan vehementes fueron, que acabaron por despertarme.

Comprobé que lo que me había sugerido tal tumulto era la rama de un abeto que batía contra los cristales de la ventana agitada por el viento. Volví a dormirme y soñé cosas más desagradables aún.

Ahora recordaba que descansaba en una caja de madera y que el cierzo y las ramas de un árbol golpeaban la ventana. Tanto me molestaba el ruido, que, en sueños, me levanté y traté de abrir el postigo. No lo conseguí, porque la falleba estaba agarrotada, y entonces rompí el cristal de un puñetazo y saqué el brazo para separar la molesta rama. Mas en lugar de ella sentí el contacto de una manecilla helada. Me poseyó un intenso terror y quise retirar el brazo; pero la manecilla me sujetaba y una voz repetía:

-¡Déjame entrar, déjame entrar!

-¿Quién eres? -pregunté, pugnando para poder soltarme.

-Catalina Linton -contestó, temblorosa. Me había perdido en los pantanos y vuelvo ahora a casa.

No sé por qué me acordaba del apellido Linton, ya que había leído veinte veces más el apellido Earnshaw. Miré y divisé el rostro de una niña a través de la ventana. El horror me hizo obrar cruelmente, y al no lograr desasirme de la niña, apreté sus puños contra el corte del cristal hasta que la sangre brotó y empapó las sábanas. Pero ella seguía gimiendo:

-¡Déjame entrar!

Y me oprimía la mano, haciendo llegar mi terror al paroxismo.

-¿Cómo voy a dejarte entrar -dije, por fin-, si no me sueltas la mano?

El fantasma aflojó su presión. Metí precipitadamente la mano por el hueco del vidrio roto, amontoné contra él una pila de libros y me tapé los oídos para no escuchar la dolorosa súplica. Estuve así alrededor de un cuarto de hora; pero en cuanto volvía a escuchar, oía el mismo ruego lastimero.

-¡Márchate! -grité. ¡No te abriré aunque me lo estés pidiendo veinte años seguidos!

-Veinte años han pasado -musitó. Veinte años han pasado desde que me perdí.

Empezó a empujar levemente desde fuera. El montón de libros vacilaba. Intenté moverme, pero mis músculos estaban como paralizados, y, en el colmo del horror, grité.

El grito no había sido soñado. Con gran turbación sentí que unos pasos se acercaban a la puerta de la alcoba. Alguien la abrió, y por aperturas del lecho percibí luz. Me senté en la cama, sudoroso, estremecido aún de miedo. El que había entrado murmuró algunas palabras como si hablase solo, y luego dijo, en el tono de quien no espera recibir respuesta alguna:

-¿Hay alguien ahí?

Reconocí la voz de Heathcliff, y comprendiendo que era necesario revelarle mi presencia, ya que si no buscaría y acabaría encontrándome, descorrí las tablas del lecho. Tardaré en olvidar el efecto que le produjo.

Heathcliff se paró en la puerta. Vestía un camisón, sosteniendo una vela en la mano, y su faz estaba lívida.El ruido de las tablas al descorrerse le causó el efecto de una corriente eléctrica. La vela se deslizó de entre sus dedos, y su excitación era tal, que le costó mucho trabajo recuperarla.

-Soy su huésped, señor -dije, para evitar que continuase demostrándome su miedo. He gritado sin darme cuenta mientras soñaba. Lamento haberle molestado.

-¡Dios le confunda, señor Lockwood! ¡Váyase al...!! -replicó mi casero. ¿Quién le ha traído a esta habitación? -continuó, hundiendo las uñas en las palmas de las manos y rechinando los dientes en su esfuerzo para dominar la excitación que le poseía. ¿Quién le trajo? Dígamelo para echarle de casa inmediatamente.

-Su criada Zillah -repuse, saltando del lecho y recogiendo mis ropas. Haga con ella lo que le parezca, porque se lo ha merecido. Probablemente quiso probar a expensas de mí si este sitio está verdaderamente embrujado. Y le aseguro que, en realidad, está bien poblado de trasgos y duendes. Hace usted bien en tenerlo cerrado. Nadie le agradecerá a usted el dormir aquí.

-¿Qué quiere usted decir y qué está haciendo? -replicó Heathcliff. Acuéstese y pase la noche; pero, en nombre de Dios, no repita el escándalo de antes. No tiene otra justificación, a no ser que le estuvieran decapitando.

-Si aquella endemoniada brujita llega a entrar, a buen seguro que me hubiese estrangulado -le respondí. No me siento con ganas de soportar más persecuciones de sus hospitalarios antepasados. El reverendo Jabes Branderham, ¿no sería tal vez pariente suyo por parte de madre? Y en cuanto a Catalina Earnshaw, o Linton, o como se llamara, ¡menuda debía de ser! Según me dijo, ha andado errando durante veinte años, lo que sin duda es justo castigo a sus pecados.

En aquel momento recordé que el apellido de Heathcliff estaba unido en el libro al de Catalina, lo que había olvidado hasta entonces. Me avergoncé de mi descortesía; pero, como si no me diese cuenta, me apresuré a añadir:

-El caso es que a primera hora de la noche estuve... -iba a decir «hojeando esos librotes», pero me corregí y continué - repitiendo el nombre que hay escrito en esa ventana, como ejercicio para atraer el sueño...

-¿Cómo se atreve a hablarme de este modo estando en mi casa? -rugía entre tanto Heathcliff. Hace falta estar loco para hablarme así.

Se golpeaba la frente con violencia. Yo no sabía si ofenderme o seguir explicándome; pero me pareció tan conmovido, que sentí compasión de él, y continué refiriéndole mi sueño y afirmando que nunca había oído pronunciar hasta entonces el nombre de Catalina Linton; pero que, a fuerza de verlo escrito allí, llegó a plasmar en una forma concreta al dormirme.

Mientras hablaba, Heathcliff, poco a poco, había ido retirándose de mi lado, hasta que acabó escondiéndose detrás del lecho. A juzgar por su respiración anhelante, luchaba consigo mismo para reprimir sus emociones. Fingí no darme cuenta, continué vistiéndome y comenté:

-No son todavía las tres. Yo creía que serían las seis lo menos. El tiempo aquí se hace interminable. Verdad es que sólo debían de ser las ocho cuando nos acostamos.

-En invierno nos retiramos siempre a las nueve y nos levantamos a las cuatro -replicó mi casero, reprimiendo un gemido y limpiándose una lágrima, según conjeturé por un ademán de su brazo. Acuéstese -añadió-, ya que si baja tan temprano no hará más que estorbar. Por mi parte, sus gritos me han desvelado.

-También a mí -repuse. Bajaré al patio y estaré paseando por él hasta que amanezca y después me iré. No tema una nueva intrusión. Lo sucedido, para siempre me ha quitado las ganas de buscar amigos, ni en el campo ni en la ciudad. Un hombre sensato debe tener bastante compañía consigo mismo.

-¡Magnifica compañía! -murmuró Heathcliff. Coja la vela y váyase a donde quiera. Me reuniré con usted enseguida. No salga al patio, porque los perros están sueltos. Ni al salón, porque June está allí de vigilancia. De modo que tiene que limitarse a andar por los pasillos y las escaleras.

No obstante, váyase. Yo seré con usted dentro de dos minutos.

Obedecí y me alejé de la habitación cuanto pude, pero como no sabía adónde iban a parar los estrechos pasillos, me detuve, y entonces asistí a unas demostraciones supersticiosas que me extrañaron, tratándose de un hombre tan práctico, al parecer, como mi casero.

Había entrado en el lecho, y de un tirón abrió la ventana, mientras estallaba en sollozos.

-¡Ven, Catalina -decía-, ven! Te lo suplico una vez más. ¡Oh amada de mi corazón, ven, ven al fin!

Pero el fantasma, con uno de los caprichos de todos los espectros, no se dignó aparecer. En cambio, el viento y la nieve entraron por la ventana y me apagaron la luz.

Tanto dolor y tanta angustia se transparentaban en la crisis sufrida por aquel hombre, que me retiré, reprochándome el haberle escuchado y el haberle relatado mi pesadilla, que le había afectado de tal manera por razones a que no alcanzaba mi comprensión. Descendí al piso bajo y llegué a la cocina, donde pude encender la bujía en el rescoldo de la lumbre. No se veía allí ser viviente, excepto un gato que salió de entre las cenizas y me saludó con un lastimero maullido.

Dos bancos semicirculares estaban arrimados al hogar. Me tendí en uno de ellos y el gato se instaló en el otro. Ya empezábamos ambos a dormirnos, cuando un intruso invadió nuestro retiro. Era José, que bajaba por una escalera de madera que debía de conducir a su camaranchón. Dirigió una tétrica mirada a la llama que yo había encendido, expulsó al gato, ocupando su sitio, y se dedicó a cargar de tabaco una pipa que medía ocho centímetros de longitud. Debía considerar mi presencia en su santuario como una irreverencia tal que no merecía ni comentarios siquiera.

Siempre silenciosamente se llevó la pipa a la boca, se cruzó de brazos y empezó a fumar. Yo no interrumpí su placer, y él, después de aspirar la última bocanada, se levantó exhalando un hondo suspiro, y se fue tan gravemente como vino.

Sonaron cerca de mí otras pisadas más elásticas, y apenas yo abrí la boca para saludar, la cerré de nuevo al oír que Hareton Earnshaw se dedicaba a recitar en voz contenida una salmodia compuesta de tantas maldiciones como objetos iba tocando, mientras revolvía en un rincón en busca de una pala o de un azadón con que quitar la nieve. Me miró, dilató las aletas de la nariz, y tanto se le ocurrió saludarme a mí como al gato que me hacía compañía. Comprendiendo por sus preparativos que se disponía a salir, abandoné mi duro lecho y me dispuse a seguirle. Él lo observó, y con el mango de la azada me señaló una puerta.

Tal puerta comunicaba con el salón, en donde estaban ya las mujeres. Zillah avivaba el fuego con un fuelle colosal, y la señora Heathcliff, reclinada ante la lumbre, leía un libro al resplandor de las llamas. Mantenía suspendida la mano entre el fuego y sus ojos, y permanecía embebecida en la lectura, que sólo interrumpía de cuando en cuando para reprender a la cocinera si hacía saltar chispas sobre ella o para separar a alguno de los perros que a veces la rozaban con el hocico. Me sorprendió ver también allí a Heathcliff, en pie junto al hogar, de espaldas a mí, y, al parecer, concluyendo entonces de reprender a la pobre Zillah, la cual, de cuando en cuando, suspendía su tarea, se recogía una punta del delantal y suspiraba.

-En cuanto a ti, miserable... -y Heathcliff profirió una palabra que no puede transcribirse, dirigiéndose a su nuera-, ya veo que continúas con tus odiosas mañanas de siempre. Los demás trabajan para ganarse el pan que comen, y únicamente tú vives de mi caridad. ¡Fuera ese mamotreto y haz algo útil! ¡Deberías pagarme por la desgracia de estar viéndote siempre! ¿Me oyes, bestia?

-Dejaré mi libraco, porque si no me lo podría usted quitar -respondió la joven, dejándolo sobre una silla. Pero aunque se le abrase a usted la boca injuriándome no haré más que lo que se me antoje.

Heathcliff alzó la mano, pero su interlocutora, probando que tenía costumbre de aquellas escenas, se puso de un salto fuera de su alcance. Como tal contienda, a estilo de perro y gato, no era agradable de presenciar, me aproximé a la lumbre fingiendo no haber reparado en la disputa, y ellos tuvieron el decoro de disimular. Heathcliff, para no caer en la tentación de golpear a su nuera, se metió las manos en los bolsillos. La mujer se retiró a un rincón, y mientras estuve allí, permaneció callada como una estatua. Pero yo no me retrasé más tiempo. Decliné la invitación que me hicieron para que les acompañase a desayunar, y en cuanto apuntó la primera claridad de la aurora, salí al aire libre, que estaba frío como el hielo.

Mi casero me llamó mientras yo cruzaba el jardín, brindándose para acompañarme a través de los pantanos. Hizo bien, ya que la colina estaba convertida en un ondulante mar de nieve que ocultaba todas las desigualdades del terreno. La impresión que yo guardaba de la topografía del terreno no respondía en nada a lo que ahora veíamos, porque los hoyos estaban llenos de nieve, y los montones de piedras -reliquias del trabajo de las canteras- que bordeaban el camino, habían desaparecido bajo la bóveda. Yo había distinguido el día anterior una sucesión de hitos erguidos a lo largo del camino y blanqueados con cal, para que sirviesen de referencia en la oscuridad y también cuando las nevadas podían hacer confundir la tierra segura del camino con las movedizas charcas de sus márgenes. Pero ahora ni siquiera se percibían aquellos jalones. Mi acompañante tuvo que advertirme varias veces para impedir que yo me saliera del sendero.

Hablamos muy poco. A la entrada del parque de la granja, Heathcliff se detuvo, me dijo que suponía que ya no me extraviaría, y con una simple indicación de la cabeza nos despedimos. En la portería no había nadie, y recorrer las dos millas que distaban hasta la granja me costó dos horas, dadas las muchas veces que equivoqué el camino, extraviándome en la arboleda y hundiéndome, en ocasiones, en nieve hasta la nuca. El reloj daba las doce cuando llegué a mi casa. Había caminado a razón de un kilómetro y medio por hora desde que salí de Cumbres Borrascosas.

Mi ama de llaves y sus satélites acudieron tumultuosamente a recibirme, y me aseguraron que me daban por muerto y que pensaban en ir a buscar mi cadáver entre la nieve. Les aconsejé que se calmaran, puesto que al fin había regresado. Subí dificultosamente las escaleras y entré en mi habitación. Estaba entumecido hasta los huesos. Me cambié de ropas y paseé por la estancia treinta o cuarenta minutos para entrar en calor y luego me instalé en el despacho, tal vez demasiado lejos del alegre fuego y el humeante café que el ama de llaves había preparado con objeto de hacerme reaccionar.

Capítulo cuarto

Verdaderamente somos veleidosos los seres humanos. Yo que había resuelto mantenerme al margen de toda sociedad humana y que agradecía a mi buena estrella el haber venido a parar a un sitio donde mis propósitos podían realizarse plenamente; yo, desdichado de mí, me vi obligado a arriar bandera, después de aburrirme mortalmente durante toda la tarde, y, pretextando interés por conocer detalles relativos a mi alojamiento, pedí a la señora Dean, cuando me trajo la cena, que se sentase un momento con el propósito de tirarle de la lengua y mantener una conversación que o me levantase un poco el ánimo o me fastidiase definitivamente.

-Usted vive aquí hace mucho tiempo -empecé. Me dijo que dieciséis años, ¿no?

-Dieciocho señor. Vine al servicio de la señora cuando se casó. Al faltar la señora, el señor me conservó como ama de llaves.

-Ya...

Hubo una pausa. Pensé que no era amiga de chismorrear o que acaso lo sería sólo para sus propios asuntos. Y estos no me interesaban.

Pero, al cabo de algunos momentos, exclamó, poniendo las manos sobre las rodillas, mientras una expresión meditativa se pintaba en su rostro:

-Los tiempos han cambiado mucho desde entonces.

-Sí -comenté. Habrá asistido usted a muchas modificaciones...

-Y a muchos disgustos también.

«Haré que la conversación recaiga sobre la familia de mi casero -pensé. ¡Debe de ser un tema entretenido! Me gustaría saber la historia de aquella bonita viuda, averiguar si es del país o no, lo cual me parece lo más probable, ya que aquel grosero indígena no la reconoce como de su casta...» Y con esta intención pregunté a la señora Dean si conocía los motivos por los cuales Heathcliff alquilaba la Granja de los Tordos, reservándose una residencia mucho peor.

-¿Acaso no es bastante rico? -interrogué.

-¡Bastante rico! Nadie sabe cuánto capital posee, y, además, lo aumenta de año en año. Es lo suficientemente rico para vivir en una casa aún mejor que esa que usted habita, pero es... muy agarrado... En cuanto ha oído hablar de un buen inquilino para la granja no ha querido desaprovechar la ocasión. No comprendo que sea tan codicioso cuando se está solo en el mundo.

_¿No tuvo un hijo?

-Sí; pero murió.

-Y la señora Heathcliff, aquella tan guapa, ¿es su viuda?

-Sí.

-¿De dónde es?

-Pero, ¡señor, si es la hija de mi difunto amo...! De soltera se llamaba Catalina Linton. Yo la crié. Me hubiera gustado que el señor Heathcliff viniera a vivir aquí para estar juntas otra vez.

-¿Catalina Linton? -exclamé, asombrado. Luego, al reflexionar, comprendí que no podía ser la Catalina Linton de la habitación en que dormí. ¿Así que el antiguo habitante de esta casa se llamaba Linton?

-Sí, señor.

_¿Y quién es aquel Hareton Earnshaw que vive con Heathcliff? ¿Son parientes?

-No. Es el sobrino de la difunta señora Linton.

-Primo de la joven, ¿entonces?

-Sí. El marido de ella era también primo suyo. Uno, por parte de madre, otro, por parte de padre. Heathcliff se casó con la hermana del señor Linton.

-En la puerta principal de Cumbres Borrascosas he visto una inscripción que dice: «Earnshaw». Así que supongo que se trata de una familia antigua...