Dalia y Zazir - Jairo Aníbal Niño - E-Book

Dalia y Zazir E-Book

Jairo Aníbal Niño

0,0

Beschreibung

Narra la historia de Zazir el caballito pequeño y luminoso, y de su amiga la ranita Dalia. Las páginas de este relato están llenas de ternura, de optimismo, de fe en la belleza de la humanidad y de confianza en el porvenir del mundo. Dalia y Zazir fue mención de honor en el concurso Enka, 1983, y es título recomendado por Fundalectura.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 67

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Dalia y Zazir

Segunda edición, julio de 2020

Primera edición, Carlos Valencia Editores, 1983

Primera ediciónen Panamericana Editorial, febrero de 1997

© Herederos de Jairo Aníbal Niño

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30. Tel.: (57 1) 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Ilustraciones

Wilmar Leguizamo

Diagramación

CJV Publicidad y Edición de libros

ISBN Impreso: 978-958-30-6102-8ISBN Digital:

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.

Calle 65 No. 95-28. Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355

Fax: (57 1) 2763008

Bogotá D. C., Colombia

Quien solo actúa como impresor.

Impreso en Colombia - Printed in Colombia

A la niña Irene

La noche era muy oscura. La luna tenía la cara pálida y un viento de uñas de hielo pellizcaba la piel del caballito blanco.

Un búho, que estaba en lo alto de un árbol de lechemiel, abrió sus párpados y fue como si abriera de repente las ventanas de la iluminada casa de su cuerpo. El pájaro contempló el vacilante paso del caballo nocturno y quedó muy sorprendido cuando se dio cuenta de que tenía una piel iluminada. Era tan refulgente que parecía una antorcha de leche brillante, y era tan pequeño que su tamaño no sobrepasaba el de un gato.

El caballito vislumbró entre las ramas los ojos del búho. Las pupilas del pájaro parecían una pareja de frutas de candela. El caballo estaba tan embelesado observando la mirada del ave, que sin darse cuenta pisó un terreno cubierto por el fango, resbaló y fue a caer a un pozo de aguas yertas. Tuvo que nadar desesperadamente para ponerse a salvo.

“Luce bien para mi cena”, pensó el búho.

El ave preparó sus garras, revisó el filo de su pico, sintió que en su estómago ya no quedaban recuerdos de la comida de la noche anterior y extendió sus alas. De repente, quedó inmóvil.

—Los búhos no comen caballos —musitó. Y cerrando otra vez las alas, agregó—: ¿O será que ya estoy tan viejo que no me acuerdo de los caballos que me he comido en la vida?

Para salir de dudas arrancó con su pico una pluma de un color rojo brillante que todos los búhos llevan oculta entre la pelusa que cubre su corazón y en la que está escrita la historia de los búhos. Allí los caballos no aparecían como alimento.

La pluma se apagó y el búho la vio descender con movimientos de nube de los olvidos.

—Fuera de aquí, váyase de mis dominios —gritó el búho.

—¿Quién?, ¿yo? —preguntó el caballito.

—Sí, usted. Fuera, fuera de aquí.

El caballo iba a seguir su camino, cuando escuchó una voz que le decía: “No le haga caso. El tío búho está ya muy viejo, y su única diversión consiste en regañar a todo el mundo”.

El caballito descubrió que la voz pertenecía a una rana de lomo verde y vientre amarillo, que tenía su casa en la orilla del charco.

—¿De dónde viene? —preguntó la rana.

—De las praderas —contestó el caballito.

—Yo tengo entendido que los caballos andan en manadas.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué está solo?

—Es una historia larga.

—Cuéntela.

—Ahora no tengo ganas de recordar nada.

—Yo no le he dicho que recuerde sino que cuente.

—Es que todo cuento está hecho de recuerdos.

—¿Y los cuentos que hablan del mañana?

—Creo que están hechos con la memoria del pasado mañana.

—No le entiendo —exclamó la rana rascándose la cabeza. Y agregó—: Usted es muy raro.

—¿Raro? —preguntó el caballo.

—Sí. Es muy pequeñito. Además, brilla como si fuera un cocuyo.

El búho saltó a una rama baja del lechemiel y gritó:

—Hagan el favor de callarse. Dejen de meter tanta bulla que no dejan trabajar a la gente decente.

—No estamos metiendo bulla —gritó la rana.

—No quiero discutir con pequeños seres. Váyanse y déjenme tranquilo —graznó el pájaro.

—¿Pequeños seres? Pues sepa que yo soy una de las ranas más grandes del charco.

La rana saltó sobre un jacinto de agua y añadió:

—Además, usted no es muy grande que digamos.

El viejo búho se esponjó y, con voz tronadora, dijo:

—Yo soy enorme. Mi estatura hay que medirla desde el lugar donde me poso hasta la parte más alta de mi vuelo. Ese es mi verdadero cuerpo.

—Según eso, usted sería uno de los animales más corpulentos del mundo —dijo el caballo.

—Así es —contestó el búho con la voz aceitosa a causa del orgullo.

—Pues aunque eso fuera cierto, una cosa es ser alto y otra cosa es ser grande —dijo la rana.

—¿Qué quiere decir? —chilló el búho.

—Grande es el sapo Sirak, que nos salvó de la sequía el año pasado. Todos decían que tenía un gran corazón.

—Usted no sabe nada de nada —gritó el búho.

—Pues sí sé —replicó la rana.

—No. Y no me levante la voz, porque soy capaz de devorarla.

—Lo que es con la rana es conmigo —le dijo el caballito.

—Atrévase a tocarme y ya verá lo que le pasa —exclamó la rana.

—Dé gracias a que soy amigo de Lirena. Si no, usted ya se habría convertido en mi comida de esta noche.

—¿Quién es Lirena? —le preguntó el caballo luminoso a la rana de lomo verde y vientre amarillo.

—La rana Lirena es mi mamá. El búho y ella fundaron este charco y, desde entonces, hicieron un pacto de paz.

El búho estiró una de sus alas y exclamó:

—Ya que no pueden terminar su cháchara, me voy. Definitivamente no se puede vivir con unos vecinos tan ordinarios.

El búho abrió sus alas y se alejó en medio de la noche.

—Allí, hacia el sur, hay un bosque de sándalos. En ese lugar puede encontrar un refugio —dijo la rana.

—Gracias —contestó el caballo.

El caballito se metió entre las sombras. Su cuerpo brillaba con tal intensidad que la rana pensó: “Se ve como una chispa de cuatro patas”.

De pronto, el caballito oyó la voz lejana de la rana:

—¿Lo veré mañana?

—Quién sabe —contestó.

Como un agujero en el negro sombrero de la noche, el caballo blanco se hundió en el bosque de sándalos.

Todos los gallos de este lado del mundo cantaron. Nunca se sabe si es el canto el que trae el sol o es el sol el que trae el canto. Lo cierto es que el paisaje fue llenándose de claridad.

La rana, en lo alto de una piedra alfombrada con líquenes, miraba hacia el rumbo de los sándalos.

Un insecto dorado se posó en un bosquecillo de dientes de león.

Un sapo lanzó el chambuque de su lengua, atrapándolo, y fue como si se hubiera tragado una viruta del sol.

Las montañas lejanas asomaron sus cabezas cubiertas de nubes blancas y rosadas.

Un pájaro nocturno avanzaba a pata por un sendero empedrado. Era el pájaro nexi. Es un excelente volador, pero a veces lo coge el día y pierde el rumbo de su nido subterráneo. Como no lo puede localizar desde el aire, recoge sus afiladas alas y emprende a pie el camino.

De pronto, como si el verde corazón de los sándalos dejara escurrir una gota de sudor blanco, apareció en el sinfín la silueta del caballo.

—Ahí viene mi amigo —musitó la rana.

Saltó a un tronco cubierto de hongos rojos y esperó.

Cuando lo tuvo a golpe de voz, dijo:

—Buenos días, caballo.

—Buenos días, rana.

—Venga a desayunar conmigo. Conozco un lugar donde crece la alfalfa.

—Gracias —respondió el caballito.

En ese momento, un grupo de ranas empezó a navegar sobre las aguas apacibles.

—¿Cómo se llama? —preguntó la rana.

—Zazir, pero mis amigos me llaman Diente de Leche.

—¿Diente de Leche?

—Sí, por mi color y por mi tamaño.

—Yo me llamo Dalia.

Los dos amigos atravesaron una mancha de amapolas de monte, y luego descendieron hasta un lugar cubierto por la alfalfa.

Eran tan pequeños, que se movían entre el interior de los perfumados socavones creados por la leguminosa. Zazir comía con gran apetito, y a veces daba la impresión de que devoraba el cielo verde que los cubría.

De repente el aire se llenó de aromas y se escuchó un ruido intenso que atravesaba la hierba.

Zazir se estremeció.

—Calma —dijo Dalia.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó el caballo.

—Es Romelia.

—¿Romelia?

—Sí. Es una de nuestras grandes amigas.