Razzgo, Indo y Zaz - Jairo Aníbal Niño - E-Book

Razzgo, Indo y Zaz E-Book

Jairo Aníbal Niño

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Beschreibung

Razzgo, un cachorro de tigre abandonado por ser vegetariano, Zaz, un mico perezoso al que la naturaleza ha dotado con una extraordinaria velocidad, e Indo, un sapo que ha tenido la mala suerte de nacer bello, vivirán una interesante travesía entre la urbe y la selva superando la dificultad que les representa ser diferentes.

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Primera edición digital en Panamericana Editorial Ltda., abril de 2021

Segunda edición en Panamericana Editorial Ltda., agosto de 2020

Primera edición en Carlos Valencia Editores, 1991

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., febrero de 1997

Autor: Jairo Aníbal Niño

© Herederos de Jairo Aníbal Niño

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34 -30. Tel.: (57 1) 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

Miguel Ángel Nova

Ilustraciones

Paola Molano

Diagramación

Jairo Toro Rubio

ISBN 978-958-30-6127-1 (epub)

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Impreso en Colombia - Printed in Colombia

A Paula Niño Morales

y a su amor por la libertad

En un apartado lugar nació un tigre que fue considerado como uno de los más hermosos cachorros que habían visto la luz en los últimos tiempos. Tenía manchas de color violeta en forma de mariposa, bigotes dorados y enormes ojos oscuros.

Todos se deshicieron en elogios sobre el recién nacido. Una tigresa joven dijo que esas tempranas mariposas que tenía dibujadas en la piel le auguraban buena fortuna, y un tigre viejo y tuerto llamado Argg —de espléndido pelaje y con una larga cola de color rojo— afirmó que el cachorro sería en un futuro cercano un cazador temido y poderoso.

La tigresa madre —muy orgullosa— pasó su lengua sobre la cabeza de su hijo y la movió como una ola sobre la piel, con el ir y venir característicos de los besos de los galos.

El ocelote Milco, dirigiéndose al tigre padre, exclamó:

—Te felicito, Rugos. El cachorro es idéntico a ti. Se parecen como dos gotas de agua.

Al oír las palabras del ocelote, los bigotes de Rugos se entorcharon en forma de crisantemo, que es la manera como los felinos se dan aires.

—Sé que este tigrecito está llamado a grandes empresas —rugió Rugos.

Sus bigotes tomaron una forma estrellada, y añadió:

—En el instante de su nacimiento se hicieron muy visibles las manchas de tigre que el Sol tiene en su cuerpo.

—Y se oyó el rugido del astro que era como un canto —dijo Zirca, la tigresa madre.

—¿Y qué nombre le van a poner? —preguntó Milco melosamente.

—Razzgo. Así se llamaba mi bisabuelo —dijo Rugos.

Zirca contempló a su hijo y sus bigotes adquirieron la forma de brillantes y temblorosos alambres de rocío.

El tiempo de los gatos se mueve muy ágilmente y es así como muy pronto el cachorro creció hasta ser destetado y estar en condición de recibir de su madre las acostumbradas y rigurosas lecciones de cacería. La tigresa se alarmó al percatarse de que Razzgo no demostraba ningún interés hacia esta actividad, y su alarma se convirtió en desconcierto al comprobar que a su hijo no le gustaba la carne sino las hierbas, las frutas y las flores.

—¿Cuándo se ha visto un tigre herbívoro? —rugió Rugos.

—La verdad, jamás —aceptó Zirca.

—Es una desgracia inmensa para nuestra familia.

—Tal vez con el tiempo cambie y se corrija —musitó la tigresa.

—Lo dudo mucho.

Con un poderoso salto, Rugos trepó a una piedra que recordaba el lomo de un oso hormiguero, y agregó:

—¿En qué nos equivocamos? Le dimos todo. Atenciones, seguridad y una madriguera muy confortable. Le proporcionamos las comodidades a las que tiene derecho un tigre de buena familia. ¿Por qué ahora nos resulta con esas tendencias tan enfermizas?

—Bueno... Yo no creo que Razzgo esté afectado por ninguna enfermedad —balbuceó la tigresa.

—¿Ah, no? ¿Entonces qué es lo que le ocurre, si se puede saber? —rugió Rugos. —El tigre agitó su cola como si fuera un látigo y añadió—: Ser vegetariano es la mayor vergüenza que le puede pasar a un felino desde los tiempos de los grandes gatos dientes-de-sable.

—No es para tanto. Además, con esa rareza no le hace daño a nadie.

—¿Estás loca? Con esa rareza le hace un daño inmenso a la historia de los tigres.

—No lo creo.

—Un tigre herbívoro solo mueve a risa. Ya me imagino a una chigüira diciéndole a un chigüiro: “¿Sabes que acabo de conocer a un tigre que se alimenta de florecitas del monte?”

—Me tienen sin cuidado los comentarios de los chigüiros —afirmó despectiva Zirca.

—¿Pero no te das cuenta de que nos pone en ridículo a todos?

—No ha sido ese su propósito.

Una mariposa verde se posó en la nariz de Zirca. Ella sopló con suavidad y la mariposa se alejó como una hoja al viento.

—Razzgo me confesó que no tiene nada en contra de los habitantes de la selva que son carnívoros, pero que a él eso de matar y desgarrar a las presas no le llama la atención.

—No le llama la atención... ¿Habráse visto? ¡Qué insolencia! Y tú solo te dedicas a defenderlo.

—No lo estoy defendiendo. Simplemente te comunico lo que él me dijo.

—Estoy abrumado. No lo entiendo. ¿Por qué rechaza los sagrados hartazgos de la cacería?

—Él prefiere alimentarse con sandías, pomarrosas, guanábanas, chirimoyas, yuca y néctar de las flores.

—No sigas que me revuelves el estómago.

La tigresa, cabizbaja, se puso al socaire de la gran piedra y contempló la llanura que bordeaba esa parte de la selva. Al poco rato vieron a su hijo que corría tras dos venados.

Rugos percibió una mancha roja que brillaba en las fauces de Razzgo y casi se desmaya al descubrir que no era sangre como había pensado sino una enorme rosa de monte que llevaba entre los dientes. Emitió un horrísono rugido y dijo:

—Vámonos de aquí. No soporto ver algo tan espantoso. Debemos abandonar al instante este territorio.

—¿Hacia dónde nos marchamos?

—Río arriba, lo más lejos posible.

—¿Y nuestro hijo?

—Haremos de cuenta que jamás existió, que nació muerto.

El tigre abrió la marcha y Zirca lo siguió pesarosa. Antes de internarse en la espesura, ella miró a su hijo que corría entusiasmado en medio de una nube de mariposas. Los bigotes de la tigresa tomaron la forma de espinas negras y de sus ojos se desprendieron dos esferas de llanto que rodaron por su cara y que, al caer al suelo y quebrarse en astillitas de agua, dejaron escapar un sonido de flautas tan triste que al escucharlo todas las hojas de una ceiba se tornaron de color blanco.

Razzgo se acongojó mucho al comprobar que sus padres lo habían abandonado. Esa noche recorrió de arriba abajo, incesantemente, la madriguera, recogiendo con su olfato hasta la última brizna del aroma de Zirca y Rugos para guardarlo en la cueva de la memoria.

Al amanecer se dirigió a la ribera del río y su aflicción llegó hasta su boca al comprobar que los mangos de azúcar que tanto le gustaban eran capaces también de segregar los jugos más amargos.

Su vida se tornó muy difícil. Era rechazado violentamente por los otros tigres y no era aceptado por venados, chigüiros, monos, ni pavas de monte, que huían despavoridos ante su presencia pues se negaban a creer que existiera en el mundo un tigre inofensivo.

Su afición a los vegetales había convertido a Razzgo en el ser más solitario de la selva.

El sol parecía un pájaro gordo posado en lo alto de un árbol. Razzgo contempló el cielo que se filtraba a través de las copas de unos cedros y sintió el deseo de caminar en el aire.

De pronto percibió un tenue chasquido que lo puso en guardia. Su instinto le dijo que estaba frente a un gran peligro. Descubrió en fracciones de segundo una oscilante línea roja, un afilado punto de luz y un puño cerrado de manchas. Apenas tuvo tiempo de proteger sus espaldas contra un tronco y de esquivar el zarpazo del tigre tuerto.

—¿Por qué me agredes? —preguntó Razzgo.

—Cállate y pelea —vociferó Argg.

—No te he hecho nada.

—Un tigre herbívoro no merece vivir.

—¿Por qué?

—Por herbívoro.

—Esa no es ninguna razón.

—No he venido a discutir contigo sino a eliminarte.

Argg se le abalanzó con toda su fuerza. Razzgo lo eludió al mismo tiempo que lo golpeaba con el revés de su garra. El tigre tuerto cayó entre la hojarasca. Se incorporó con presteza y con su único e iracundo ojo observó al joven tigre.

—Eres hábil pero de nada te servirá —rugió.

—No quiero pelear con mis hermanos. Mi propósito es vivir en paz —dijo Razzgo.

—¿Hermanos? ¿A quién te refieres? Yo no soy tu hermano. Los otros tigres tampoco. No perteneces a nuestra familia.

—¿Por qué no?

—¿Y todavía lo preguntas?

—Soy un tigre —exclamó Razzgo.

—Has dejado de serlo.

—¿Por qué?

A modo de respuesta, Argg dio un gran salto y le causó a Razzgo una larga herida en el costado. La sangre empezó a manar a borbotones.

—Qué sorpresa —gritó Argg.

El ojo tuerto parecía reír.

—No creí que tuvieras sangre en el cuerpo sino savia de verdolaga.

—Déjame ir, Argg.

—¿Que te deje ir?

—No deseo hacerte daño.

—No seas iluso. No ha nacido quien se pueda enfrentar al viejo Argg, y menos una criatura comedora de hierba, como tú.

Argg disparó sus garras. Razzgo detuvo los golpes, lanzó su cuerpo contra su adversario y juntos rodaron a un profundo abismo que ocultaba la maleza. Se escucharon unos rugidos tan espantosos, unos gritos de tigre tan terribles, que un colibrí, presa del pánico, se cristalizó sobre una rama y se volvió cogollo, un riachuelo se secó cuando sus aguas huyeron espantadas, unas nubes negras cayeron como trapos sobre los árboles, y a un caracol se le volvió polvo la concha.

Luego se precipitó un silencio total. La selva se quedó muda y el aire sordo.

Momentos después, un moscardón que se había quedado paralizado en el cielo reemprendió el vuelo y la selva recuperó su voz.

En el fondo del abismo yacían Razzgo y Argg. El viejo tigre respiraba con dificultad.

Razzgo lo observó con atención y se dio cuenta de que Argg, al golpearse con una estaca, había perdido el ojo que le quedaba.

El sol se marchó y le dejó su lugar en lo alto de los árboles a una luna que iluminaba la floresta.

—Vamos, Argg. Sé cómo salir de aquí. Te voy a guiar hasta tu madriguera.

—Vete, no quiero favores.

—Estás ciego.

—Eso es problema mío. No te incumbe.

—Claro que me incumbe.

—Ahora soy yo el que pregunta por qué.

—En los momentos de desgracia tenemos que ayudarnos.

—Ni acepto ni necesito tu ayuda.

—Te equivocas.

—Vete. Lo único que siento es haberle fallado a los tigres que me contrataron para acabar contigo.