Darshan - Alexis Racionero Ragué - E-Book

Darshan E-Book

Alexis Racionero Ragué

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Beschreibung

Asia es un manantial de sabiduría del que todos podemos beber. Aunque milenarias, sus fuentes filosóficas y espirituales permanecen vivas en el día a día de países como la India, Myanmar, Thailandia, Laos, el Tíbet o Japón. Este libro propone un viaje físico, intelectual y emocional a las raíces de las distintas filosofías orientales y a sus formas de espiritualidad, para extraer enseñanzas capaces de mejorar nuestra vida cotidiana: cómo aprender a vivir con menos, a fluir, a entender la naturaleza transitoria de las cosas, a perder el miedo a la muerte, a vivir en el presente o danzar a la vida… A mitad de camino entre el libro de viajes y el ensayo, Darshan propone un viaje de crecimiento personal, en el que intervienen paisajes, gentes, costumbres e ideas, combinando la experiencia con fragmentos de textos clásicos como el Tao Te King, los Yoga Sutras de Patanjali, El secreto de la flor de oro, la Bhagavad-gita o el Bushido. En esencia, este libro es una invitación al viaje interior y al conocimiento de algunas de las culturas más importantes de la humanidad.

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Seitenzahl: 303

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Alexis Racionero Ragué

Darshan

Sabiduría oriental para la vida cotidiana

Viajes por Asia

© 2017 by Alexis Racionero Ragué

© 2017 by Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

Composición: Pablo Barrio

Revisión: Alicia Conde Abelló

Diseño cubierta: Katrien Van Steen

Imagen cubierta: Saravut Whanset

Primera edición en papel: Septiembre 2017

Primera edición en digital: Febrero 2021

ISBN papel: 978-84-9988-569-8

ISBN epub: 978-84-9988-890-3

ISBN kindle: 978-84-9988-891-0

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

«Los meses y los días son viajeros de la eternidad.

El año que se va y el que viene también son viajeros.

Para aquellos que dejan flotar sus vidas a bordo

de los barcos o envejecen conduciendo caballos,

todos los días son viaje y su casa misma es viaje.»

BASHO. Sendas de Oku

A todos mis compañeros de viaje y a mi padre por iniciarme en la senda de Oriente.

Sumario

Introducción1. Shanti, shanti2. Todo está en permanente cambio3. La muerte como tránsito y parte de la vida4. Be, Here, Now5. Menos es más6. El poder de la sonrisa7. Naturaleza, armonía y zen8. Calmar las olas de la mente9. Banzai10. La danza de ShivaEpílogoLibros recomendados

Introducción

Este libro parte de la voluntad de compartir las lecciones de vida aprendidas a lo largo de mis viajes por Asia. Ha pasado más de un siglo desde que se empezaron a tender puentes entre Oriente y Occidente, cuando la expansión de los imperios coloniales llevó a los primeros aventureros, cartógrafos e intelectuales occidentales a beber de las fuentes de la milenaria cultura oriental.

Entre ellos, destacan Max Müller, Alexandra David Néel, Richard F. Burton, Francis Younghusband, William Moorcroft o Heinrich Harrer, aunque la nómina es muy extensa. Desde Asia, sabios como Swami Vivekananda, Jiddu Krishnamurti o D.T. Suzuki importaron las filosofías orientales a Occidente, calando especialmente en la generación hippie, de la que mis padres formaron parte, para más tarde incorporarse a aquello que se llamó la New Age y evolucionar hasta nuestros días.

Hoy, el mundo capitalista occidental parece sumido en un colapso no solo financiero sino mental, inmerso en una neurosis global de la que muchos tratamos de escapar mediante terapias, prácticas, cursos o sanaciones que derivan de la antigua sabiduría oriental. Yoga, taichí, reiki, vipassana están a la orden del día para compensar y equilibrar las necesidades latentes no satisfechas de muchas de las personas que vivimos en el supuesto Primer Mundo, avanzado, rico, capitalista, democrático y del bienestar.

No querría hacer una larga lista del hundimiento moral, intelectual y psicológico de la sociedad ultracapitalista occidental tan triunfante en sus estrategias globales y mercantilistas. La neurosis en la que vive el mundo occidental parece bastante incuestionable, así como la necesidad de ayuda psicológica, corporal y espiritual que padecen muchas personas. Me considero una de ellas. Hace una década empecé a practicar yoga, porque necesitaba liberar mi mente de la carga de impartir clases año tras año a grupos de cien alumnos, y para paliar la ansiedad que tenía debido a pérdidas y cargas familiares. Hoy el yoga forma parte de mi vida, ya que es una práctica que me recuerda que somos mente, cuerpo y espíritu, personas con un sistema cognitivo, corporal y emotivo, tal como enseña la psicología Gestalt, en la que me he formado. Además, imparto clases de Kundalini yoga para transmitir aquello que me ha ido tan bien para encontrar el equilibrio personal.

Una de las enseñanzas de toda formación espiritual es que hay que compartir y dar incondicionalmente desde el corazón. Sat Chit Ananda. Sat es la palabra sánscrita para designar la verdad, la verdadera identidad. Chit es la conciencia. Ananda es el gozo, la felicidad. Nuestra verdadera identidad y conciencia son el estado de gozo y felicidad, un estado de ánimo que se produce cuando actuamos desde el corazón, con la pureza primigenia con la que nacimos.

Los habitantes del Primer Mundo industrializado, tecnológico y avanzado podemos tener coches, casas, segundas residencias, familias, trabajos, tabletas y todo tipo de bienes materiales, pero estamos perdidos en cuanto a nuestras formas de vida.

Tendemos a sentir un vacío existencial o vivimos la ceguera de la sumisión no pensante, que inocula dosis de falsa felicidad y realización.

Un buen día, sentimos que algo no encaja y entramos en el desconcierto, la depresión o cualquier adicción, supuestamente paliativa. Ese día, la máscara que hemos construido se resquebraja y nuestra esencia verdadera reclama atención. La llama de nuestro corazón se manifiesta pidiendo atención.

La vida te lleva hasta ahí, porque sientes que te hace falta algo más, o, a través de situaciones trágicas y pérdidas que son las pruebas que necesitamos para despertar y salir del letargo.

A todos los que están en este proceso es a quienes dedico este libro, a quienes son viajeros de la conciencia y toman las riendas de su vida, para construir un mundo mejor. Nuestra sociedad occidental tiene muchas cosas buenas, pero nos ahoga en su opulencia.

Mi intención no es ir contra las cosas, sino en busca de puentes, ideas, prácticas y soluciones que puedan complementar y enriquecer lo que somos.

En este punto, surgen la sabiduría de Asia y las filosofías orientales como recurso idóneo, como fuente de la que beber y obtener herramientas, métodos y leyes para aplicar en nuestra vida cotidiana.

Idealmente, este debería ser un camino de ida y vuelta, en el que, al igual que utilizamos las lecciones aprendidas en Asia, sería justo plantear qué podemos aportar nosotros a las sociedades asiáticas.

En las páginas siguientes me limitaré a proponer lo que podemos extraer de la sabiduría oriental, pero animo a todo viajero a tomar conciencia del compromiso de devolver lo aprendido de alguna forma. El compartir es una de las grandes lecciones a tener en cuenta.

No querría ocultar mi fascinación por Oriente y todo lo que me ha enseñado, y asumo que el lector podría obtener otras lecciones igualmente válidas de otras sociedades no occidentales, como la africana o aquellos lugares de la Tierra donde todavía no se vive bajo el pensamiento único capitalista y su american way of life.

Probablemente, cualquier sociedad primitiva y rural representa una oportunidad de aprendizaje, pues ellas han sabido mantener aquello que nosotros perdimos, como el vivir con los ciclos de la naturaleza y conservar el sentido de comunidad.

Mi experiencia tiene que ver con Asia y de ahí el enfoque de este libro.

Desde la infancia, mis héroes cinematográficos fueron personajes como Yoda y Obi-Wan Kenobi de La guerra de las galaxias. Ellos plantaron la primera semilla de la sabiduría oriental con el concepto de la fuerza, eso que en Asia llaman chi o prana, presentando un mundo, en el que todo está interconectado mediante sincronicidades.

El héroe Luke debía combatir al reverso tenebroso, renunciando a la ambición, al apego y a toda forma de poder, en una moderna parábola cinematográfica de la historia del Buda. Así, de niño, comprendí que los jedis con sus espadas láser eran encarnaciones de los antiguos samuráis, por lo que no tardé demasiado en llegar al maestro Kurosawa y sus lecciones inolvidables, aprendidas en los Siete Samuráis o en el sabio taoísta Dersu Uzala.

Bonitos tiempos aquellos de juventud en los que Asia se dibujaba como un paraíso bastante idealizado, al tiempo que iba descubriendo los desperfectos de mi supuesto feliz mundo occidental.

Ya de adolescente, las lecturas me siguieron transportando a Asia y sus enseñanzas. Descubrí que mi padre había escrito sobre textos taoístas y sobre Oriente y Occidente. De ahí pasé a Siddharta de Hesse, los libros de Huxley, Alan Watts y Krishnamurti, sin olvidar que Suzuki no era solo una marca de moto. No comprendía todo lo que leía, pero me empapé de unas ideas y conceptos que fueron filtrando, dejando un poso. Aquellas lecturas suponían viajes desde mi estudio, tumbado en el sofá, imaginando gestas de samuráis, lecciones zen, reencarnaciones y karmas de vidas pasadas que, poco a poco, iban abriendo las puertas de mi percepción.

Pasaron los años y llegaron los primeros reveses importantes de mi vida. Murió el abuelo que me había criado, mi padre vendió la casa en la que habíamos echado raíces y a mi pareja le diagnosticaron una enfermedad. Me tocó cuidar de mi abuela con alzhéimer, apoyar a mi pareja y sostener un entorno familiar inmerso en un juego de tronos. Llegaron más muertes y mi vida entró en un agujero negro, mientras mi red de seguridad se desvanecía.

Mi mente racional, que todo lo quería controlar, estalló en un ataque de ansiedad y paranoia, cuando viajaba rodando un documental por el valle de Parvati.

Apenas fueron tres días de enloquecimiento y distorsión, pero me bastaron para comprender que algo tenía que hacer con mi vida. Desde entonces, sentí la necesidad de viajar para tomar distancia y aprender otras alternativas a aquello que me habían vendido como el paraíso occidental.

No se trataba de huir o de escapar como Gauguin a una isla remota de Indonesia, pero sí de conocer otras culturas y tomar distancia para asimilar los acontecimientos de mi vida.

Después de haber trabajado muchos años como profesor, impartiendo clases sobre mitos y arquetipos en la historia del cine, conocí El viaje del héroe de Joseph Campbell. Aunque yo no era héroe, me era fácil reconocer mi situación, como uno más de los que observan desperfectos en su mundo cotidiano y parten a lo desconocido para confrontarse a sí mismos y conocer a su sombra. Hasta que, finalmente, hallan alguna forma de revelación que les ofrece nuevas pautas en la vida. Lo que los hinduistas llaman dharma y que consiste en conectar con tu propósito vital, con aquello que has venido a cumplir en esta vida.

Dudo que haya tenido esa iluminación que marca mi dharma, pero gracias a múltiples viajes por Asia, siento que la senda de mi vida tiene otra dirección, unos recursos, prácticas y puntos de vista que me ayudan a transitar por la cotidianeidad.

Todo lo aprendido es lo que quiero compartir en este libro.

A partir de mi primer viaje a la India en el año 2004, en la última década he recorrido Myanmar, Nepal, Tíbet, Japón, el norte de China y todo el sudeste asiático, acotando mis viajes a países y territorios vinculados principalmente al hinduismo y el budismo.

El talante religioso de los lugares visitados ha sido un aspecto importante en mi selección, porque de un modo casi inconsciente me vi atraído por sus formas de espiritualidad. Pese a estar bautizado y a que en mi infancia iba a misa los domingos con mis abuelos, rápidamente mutilé toda forma de religiosidad en mi vida. Al llegar a la India y visitar otros países asiáticos, me reencontré con una espiritualidad más profana, cotidiana y próxima que, a su vez, resultaba exótica y casi mítica.

Desde entonces, me ha fascinado el ritual cotidiano de las gentes que se aproximan al templo a ofrecer flores, comida y sus oraciones de una forma tan natural como quien sale a tomar un café. Lo he visto en pueblos tan distintos como el japonés, el hindú y el tailandés, tanto en niños como en adultos, en trabajadores que van de paso o enamorados que pasan tardes enteras entre besos.

Todos lo viven como un gesto cotidiano y natural, no como un credo u obligación. Sus dioses pueden ser Budas o Ganeshas sonrientes, Shivas danzantes o también feroces monstruos como la terrible Kali.

La arquitectura y sus coloristas interiores llenos de tallas de madera o bellas ruinas en piedra han contribuido a fomentar mi interés por los múltiples templos asiáticos que he visitado como fotógrafo, observador y devoto novel, que trata de seguir los rituales establecidos. Como tantos otros viajeros, he acabado con un punto de henna roja en el entrecejo o una bola de arroz pegajoso en la boca, o metido en las profundidades de una cueva.

Además de los templos y las formas religiosas, los paisajes naturales de Asia han sido otro referente de mis viajes, con especial atención a la inmensidad del sistema de los Himalayas y la fuerza de grandes ríos como el Ganges y el Mekong. El reino de las nubes y los cielos me resulta tan fascinante como el mundo de las aguas, con su verdor sobre los campos de arroz.

Asia te transporta a imágenes no conocidas o de otros tiempos, como la infinita meseta tibetana, la inmensidad de los Himalayas o los campos de arroz sembrados por bueyes.

Viajar por Asia es entrar en el bullicio, en ciudades que son como un perenne mercado ambulante. Delhi, Bangkok, Tokio o Yangon son también espacios de contrastes capaces de albergar modernidad y tradición, miseria y pobreza, vida y muerte...

Sin duda, la energía es uno de los conceptos clave del continente asiático.

Allí, la tierra parece palpitar con las muchedumbres que hoy la recorren, y también con el recuerdo de quienes la pisaron a lo largo de su historia ancestral. Recuerdo caminar en soledad, sintiendo los pasos de quienes estuvieron allí antes, como si pudiera ver su huella invisible sobre la tierra.

En Japón, me he sentido como una hormiga en la famosa encrucijada de calles de Shibuya, y en Myanmar, como un mono subiendo al templo sagrado arriba del monte Popa.

La energía está presente en la tierra, en las gentes y animales que te rodean, en las lluvias constantes, en los huracanes que se avecinan o en el bramido de las aguas del río que bajan torrenciales.

Asia posee lugares muy contaminados, sucios e insalubres, pero te acabas acostumbrando al exceso de humanidad, sensaciones y energía que te rodean. Tañen las campanas, resuenan los mantras, se escuchan las plegarias y los niños gritan en la calle, mientras los coches llenan de ruido las ciudades.

No hay viaje sin gente, ni tampoco aprendizaje alguno. Ahí está la vida, la más rica contemplación y la mejor forma de comunicación. Hay algo común en los asiáticos, que tiene que ver con una elegancia y un temple, que está por encima de su deseo de venderte algo. Miradas penetrantes, voces latentes, a veces calladas, en ocasiones estridentes, pero siempre presentes. Flexibilidad en el cuerpo, posturas reclinadas que no precisan de una silla para descansar. Cuerpos escuálidos, fibrosos y curtidos por el sol. Sonrisas de niños, expresiones de vitalidad y trascendencia espiritual, conviviendo en una armonía que puede resultar insoportable o maravillosa para el turista occidental.

Con Asia, a muchos nos pasa como con el picante: primero lo pruebas y lo rechazas. Luego pides un poco más y, al final, quieres ese fuego en tu boca permanentemente. Te enganchas a su intensidad y, como un adicto, ya no la dejas. Curris, pimientas, cilantros, jengibres y chiles sobre un universo de especias asiáticas, que también hablan de su historia milenaria. Te sientes desbordado, pero no pasa nada, se trata de integrar, masticando poco a poco.

Tal vez por eso he vuelto repetidas veces, para visitar cada país asiático, en una segunda o tercera ocasión. Viajar es descubrir y aprender, masticando despacio, así, poco a poco, trasciendes el acto turista de ver cosas y capturarlas. De esta forma, el viaje sirve para ampliar tu conciencia, para conocer al otro y, finalmente, para conocerte mejor a ti mismo.

Si se está en un momento vital difícil o de estancamiento, no hay nada como viajar para tomar perspectiva, encontrarse con uno mismo, mirar hacia adentro y, desde ahí, poder abrazar las situaciones y la vida, sintiendo que estás alineándote con tu dharma o propósito vital, con tu verdadera esencia y naturaleza.

Por eso, invito a los lectores a contemplar su vida desde la darshan o mirada de Oriente, que va al interior para conectar con lo sagrado, trascendente y espiritual. No como algo mágico, místico y reservado a unos pocos iluminados, sino como algo accesible para todos nosotros, porque está en nuestra naturaleza.

El término darshan, que procede del hinduismo, se refiere a visión, en el sentido de aparición, no tanto como revelación o milagro, sino como el acto de ver lo divino dentro de sí mismo. Darshan es estar en presencia de lo divino, conectar con el Todo, con el Uno del que formamos parte, una mirada que te conecta con tu esencia y con tu ser verdadero. En la darshan conectas con el corazón y el poder curativo del cuarto chakra, con el deseo de compartir y dar a los demás.

En las siguientes páginas vamos a viajar a las ideas, formas y costumbres de una cultura milenaria, que puede ofrecer las herramientas que uno busca para alcanzar su giro personal, para salir de esa ya famosa zona de confort en la que todos estamos metidos. Este libro es una invitación a vivir la vida cotidiana desde otra perspectiva, más próxima a la persona que uno es, simplemente introduciendo ciertas prácticas, ideas y nociones que hacen de los asiáticos una de las civilizaciones más avanzadas no solo en lo económico, sino sobre todo en lo humano.

Cuando uno conecta con la persona que es, todo es más sencillo, más fácil. Las cosas aparecen cuando se necesitan, las decisiones fluyen sin dificultad y las barreras desaparecen. No se trata de un descubrimiento inmediato e instantáneo. Esto no es la píldora de la felicidad, sino un proceso en el que día a día uno va aprendiendo a comportarse de otra forma.

Aquellos que buscan lo inmediato, que se olviden de obtener la recompensa, porque se necesita toda una vida para conocerse y es un trabajo diario.

Aquí y ahora: simplemente lo que propongo es elegir otra mirada, basada en lo que he aprendido viajando por el continente asiático. Despertar del estancamiento de nuestras vidas cotidianas, en las que adoptamos un rol de víctima, con máscaras que apenas reconocemos o que ni siquiera somos conscientes de llevar.

Darshan es la mirada para llevarte al interior de la persona que tú eres, la que abre tu vida a otros caminos, más allá del orden cotidiano, en el que te has mantenido hasta ahora. Mi propósito es compartir lo que viví viajando, destilando en diez sutras cotidianos la sabiduría de Oriente y parte de la riqueza del continente asiático.

Obviamente, la riqueza de esa cultura milenaria no puede encapsularse en tan solo diez conceptos, por lo que el lector debe tomarlo como un punto de partida, casi como una invitación a adentrarse, por sí mismo y de forma vivencial, en las fuentes de Asia, aprovechando que hoy el mundo va rompiendo sus fronteras y acercando sus límites.

No es preciso ser un robinsoniano escapista que huye a la Polinesia, sino simplemente encontrar pautas y prácticas que puedan dar equilibrio a nuestra vida cotidiana, tan neurotizada por el poder de la mente y con una identidad basada en el ser laboral.

Las páginas que siguen a continuación son tan solo un punto de partida para desprenderse de ciertos hábitos y tendencias. Es decir, para alinearse mejor con la persona integral que llevamos dentro. La recompensa no es un tesoro material, no tiene nada que ver con ganar más dinero o tener más proyección social, sino con una mayor sensación de bienestar o equilibrio. Algo difícil de medir y tan inaprensible que a veces tan solo se mide por la calidez de una mirada, la relajación de un rostro o por el candor de una llama que brota en el corazón.

Como me dijo un maestro hindú en Rishikesh, lo aprendido no es de nadie, es de todos. «Todo es para ti, pero no tuyo.»

La sabiduría de Asia es un manantial, un gran mar del que todos podemos beber. Somos gotas de agua encapsuladas en nuestra pequeña botella, y si rompemos la barrera del cristal, podremos ser parte de ese gran océano del que todos procedemos.

Toma las siguientes páginas como una visión personal surgida de una experiencia y anímate a dar forma a la tuya.

1.Shanti, shanti

Sutra: Desacelerar lo cambia todo

Shanti, shanti fueron las dos palabras que más escuché en mi primer viaje a la India.

Cada vez que me precipitaba a hacer algo, comportándome como un típico urbanita procedente del mundo capitalista industrializado, un hindú me respondía con esta expresión. Tardé un tiempo en comprenderla, pero una vez que lo hice, ya no la olvidé.

Aunque puede entenderse como paz en un sentido espiritual, dentro de la cotidianeidad y las calles de la India, shanti, shanti es lo que los americanos expresarían como «Take it easy» o nosotros los españoles como «Para el carro» o «Tómatelo con calma».

¿Cuántas veces escuché a mi sabia abuela decir aquello de «Ve despacio que tengo prisa»? Por desgracia, no le hice caso, y cuando pisé Asia por vez primera, era un acelerado occidental hiperactivo.

Una de las claves para ser feliz es darse cuenta de lo que sucede. Sentir e integrar las vivencias resulta fundamental, pero en nuestras aceleradas vidas, solemos perdernos en la inacabable agenda pendiente que arrastramos.

Nos dejamos llevar por la hiperactividad, porque nos hace sentir importantes y tapa todo tipo de problemas o emociones que no queremos reconocer.

El «Ahora no tengo tiempo» o el «Es que no paro» son algunas de nuestras frases favoritas. Unos van como una moto, otros reconocen el estrés o lo utilizan de pretexto...

No niego que en ocasiones la vida nos somete a situaciones que requieren cierta urgencia, pero no está de más valorar aquello que verdaderamente es importante.

Hay que aprender a dar sentido al tiempo, midiendo la hiperactividad desbordante y no hay que caer en el engaño de creer que el estar muy ocupados nos hace más felices.

El ser humano necesita integrar, antes de meterse en otra cosa, ya sea en el terreno emocional, sensorial o intelectual. El mundo moderno nos ha hecho insaciables y, cuando tenemos algo, ya queremos algo más. De modo que al final vivimos en la insatisfacción de no tenerlo todo o no alcanzar lo inabarcable. En el patrón de respiración de muchos occidentales, la pauta es inhalar de forma compulsiva, acorde con la hiperactividad, no tener conciencia de la retención de aire y exhalar de forma brusca, ineficiente y escasa. Solo pensamos en acumular aire, no en soltar, ni en dar tiempo para oxigenar las células.

En las primeras sesiones de yoga, el alumno aprende a respirar, alargando los tiempos de inhalación, retención y exhalación. De pronto, descubre que una simple relajación o pausa en la respiración puede cambiar sus pautas de conducta y su estado mental.

La respiración es uno de los recursos principales, no solo para calmar la mente, sino para hacer circular la energía de la luz universal que está en todas partes y también en nosotros. Se trata de respirar de forma muy sutil, suave y pausada. De esto habla también el T’Ai I Chin Hua Tsung Chih, conocido como El secreto de la flor de oro, un texto que, en el prólogo de la traducción de Richard Wilhem, Carl Jung considera un tratado de alquimia, además de texto taoísta de yoga chino. Personalmente, lo considero una de esas joyas que Oriente nos ofrece y que releo a menudo, comprobando cómo evolucionan sus contenidos con el curso de mi propia vida. Es uno de esos libros que inicialmente fue transmitido de forma oral y que cristalizó dentro de un círculo esotérico de China. Su primera edición data del siglo VIII, pero no llegó a Occidente hasta 1929 con la traducción alemana de Richard Wilhem, de la que se hizo una versión americana dos años más tarde. Luego fue reeditado en varias ocasiones durante la contracultura americana de los años sesenta.

«Cuando te sientas a meditar, debes mantener el corazón tranquilo y la energía concentrada. ¿Cómo podemos acallar y calmar el corazón?

Mediante la respiración.

El corazón simplemente ha de ser consciente del flujo de la inhalación y la exhalación; no se debe escuchar mediante los oídos. Si no es escuchada, entonces la respiración es la luz; Si es luz, entonces es pura.»1

La flor dorada es un símbolo, una metáfora que nos habla de la luz y de cómo hacerla circular por nuestro cuerpo. Detrás de esta luz, se esconde la esencia de la energía verdadera, del ser trascendente, el Uno.

En el contexto de la filosofía taoísta a la que se vincula el texto, lo trascendente sería la naturaleza, pero si lo extendemos a cualquier otra forma de pensamiento o religión, el concepto sería igualmente válido.

Hemos de aprender a conectar lo interno con lo externo, sabiendo mover la energía llamada chi o prana dentro de nosotros.

La luz de la flor de oro no es solo nuestro cuerpo, ni lo que está fuera de él como los ríos y las montañas, sino también el sol y la luna. Todo el universo conforma esta idea de luz o energía universal con la que podemos conectar. Una de las claves para conseguirlo es la respiración, la quietud mental y la apertura de corazón.

En un conocido sutra budista llamado Suramgama Sutra se dice:

«Concentrando los pensamientos uno puede volar; concentrando los deseos, uno se pierde. Solo mediante la contemplación y la quietud surge la verdadera intuición».

En palabras de Buda: «Cuando fijas tu corazón en un punto, entonces nada es imposible para ti». El problema es que normalmente el corazón quiere acción y distracción para poder huir, por eso evitamos sentir desde el corazón.

Una de las mejores técnicas para enfocar y sentir nuestro corazón es la respiración silenciosa, pero para ello hay que desacelerar y rendirse a la inacción.

«El secreto de la magia en la vida consiste en usar la acción para alcanzar la inacción.»

Así lo postula El secreto de la flor de oro, siguiendo una de las premisas clave del pensamiento taoísta, que veremos en este capítulo.

Si logramos aplicar este principio de desacelerar en nuestra vida cotidiana, aparece un espacio vacío que permite observar, sentir, emocionarse, tomar decisiones y muchas otras cuestiones que en la precipitación o prisa no existen.

La cuestión reside en cómo introducir esta nueva premisa de desacelerar en tu vida cotidiana, dentro de un contexto ya creado que te incita a vivir al límite y estresado. Resulta muy difícil cambiar una conducta adquirida.

Allí es donde puede entrar la potencialidad del arte de viajar. El viaje te saca de contexto, creando una burbuja en forma de nuevo entorno, que se potencia si el territorio desconocido se rige por otras pautas de conducta. No se trata tanto de miles de kilómetros, sino de formas y cadencias. Nueva York es más de lo mismo y en mayor aceleración. Hay que aprender de otras formas culturales. A mí, me ha servido el continente asiático, pero a otros les servirá África o Sudamérica. No importa, la cuestión es poder levar amarras y desplazarse a un lugar sin las referencias de la cotidianeidad. Esta es la razón por la que París o Londres tampoco sirven como destino donde cambiar nuestras formas de relacionarnos con el tiempo y la actividad.

Con respecto a esto, mi primer aprendizaje fue en la atmósfera caribeña cubana, donde la impaciencia, la frustración o el enfado por la pérdida de tiempo fruto de un pinchazo se convirtió en el regalo de una noche en mitad de la nada, escuchando los grillos bajo las estrellas.

En la India, comprendí el concepto de desacelerar, pero allí hay tanta energía que no pude llevarlo a la práctica. Diría que empezó a calar en mí visitando países budistas, y probablemente fue Laos el que mejor me transmitió la práctica de ir por la vida a un ritmo más pausado.

La contemplación del discurrir del agua de un gran río como el Mekong apacigua el ánimo y te lleva a un estado de meditación. Si lo prolongas durante un buen rato, tarde o temprano, llegas a comprender qué significa fluir, otra enseñanza oriental que veremos en el capítulo siguiente.

La prisa y la aceleración no son más que el producto de un plan, de una previsión, de una meta, de haber calculado llegar en un tiempo. Sin embargo, ¿qué sucede si no hay cálculo, sino hay plan? De pronto, la tensión desaparece, porque ya no hay objetivo, ni meta, ni timing.

Ciertamente, resulta desconcertante, porque no sabes a qué aferrarte, pero si le das espacio, vas comprendiendo que puedes desenvolverte en la vida dejándote fluir como el agua que se adapta a los cambios, sorteando obstáculos, avanzando sin prisa, pero sin pausa.

La experiencia de desacelerar la podemos aprender en entornos rurales, aldeas, en el campo, contemplando montañas o ríos, pero difícilmente se va a dar en un entorno urbano, ni occidental, ni asiático.

Mi consejo es perderse en algún lugar recóndito, muy lejos del aeropuerto que nos ancla a nuestro mundo conocido de prisas y rutinas. Aprender a desacelerar es una de las grandes conquistas para una vida mejor.

Mi paraíso del tiempo pausado, que no perdido, fue Laos, un país en el que incluso en su capital Vientiane, la gente vive fluyendo pausadamente como el río que les da la vida.

País/territorio: Laos

Laos es un pequeño país que ronda los seis millones de habitantes y que formó parte del protectorado francés, dentro de la antigua Indochina. Su trazado se extiende a lo largo del río Mekong, que es su principal vía de comunicación y de recursos.

Situado entre China, Myanmar, Vietnam, Camboya y Thailandia, ocupa una posición central y estratégica en el sudeste asiático. Sin embargo, su angosta geografía, especialmente en el montañoso y selvático norte, lo han convertido en un territorio poco explorado por el turismo y sin demasiados vínculos con sus países vecinos.

Laos fue impunemente bombardeado por Estados Unidos durante la guerra de Vietnam, algo que ha sembrado el territorio de minas y explosivos hasta nuestros días.

Pese a los intentos americanos por detener el comunismo, este sistema rige en esta república democrática popular desde 1975. En su capital, Vientiane, sigue ondeando la bandera de la hoz y el martillo a lo largo de su paseo principal junto al río Mekong.

Recomiendo encarecidamente visitar el Museo de Historia Nacional, una joya histórica por el contenido de una colección que rebosa comunismo y antiamericanismo con fuentes gráficas de todo tipo. Pese a ello, no hay que creer que el país es un lugar hostil y peligroso para un occidental. En Laos no anida el resentimiento lógico que uno puede encontrar en Vietnam. Parece que el budismo les ha enseñado a perdonar o a desprenderse de las tragedias de su historia reciente, algo que puede compartir con Camboya.

Laos es un tranquilo y remoto lugar que alberga uno de los tesoros más importantes del sudeste asiático: Luang Prabang, una villa reconocida por la Unesco y visitada por los turistas. El acceso no es sencillo, pese a encontrarse a pocos kilómetros de Vientiane o de Hanói, la capital del norte de Vietnam. El lugar parece el corazón de las tinieblas descrito por Joseph Conrad, cuando despierta con las brumas de la mañana. Sin embargo, en cuanto el sol alcanza las cúpulas doradas de su centenar de pagodas, este pequeño pueblo resplandece como un oasis en mitad de las montañas selváticas.

En él se encuentran diversos afluentes, del gran Mekong, bajo una colina que alberga un templo primitivo: That Phu Si, que ofrece sobrecogedoras vistas al atardecer.

Pese al turismo incipiente que ha instalado un nightmarket con artesanía local, la atmósfera del pueblo sigue anclada entre la vida monacal de los miles de monjes que la habitan y el aroma colonial que dejaron los franceses con bellas villas y cafés. Este es uno de esos lugares donde se encuentran el Oriente y el Occidente más refinados. Luang Prabang es un lugar para quedarse a ver pasar las horas, un espacio de esos que el turismo considera que se visitan en dos días. Sin embargo, si uno se queda por más tiempo, se contagia del espíritu de una tierra que invita a desacelerar, a escuchar el ritmo de la vida y a percibir desde otro lugar, más allá de la mente. La potencia del río Mekong es tal que, aunque no se esté ante él, se presiente, de un modo parecido a los mantras y plegarias de los monjes que acontecen sigilosamente dentro de los monasterios. Si uno quiere, puede participar de ellas, escuchando y meditando, pero aún sin hacerlo, hay algo en Luang Prabang que te alcanza y te invita a bajar de revoluciones, a sentir la vida pausadamente.

El calor tropical ayuda, al igual que el manto de estrellas en la noche, pero no hay un porqué concreto, es algo inherente a la magia ancestral del lugar.

Vivencias

Aterricé en Laos en un avión de hélices, procedente de Hanói, la capital del norte de Vietnam. Mi puerto de entrada fue Luang Prabang, porque quise ir directamente al lugar del que tanto me habían hablado. El norte resultaba un lugar remoto en el que durante la antigüedad los pueblos solo podían ser alcanzados por vía fluvial o mediante penosas expediciones por la selva tropical, salpicada de montes.

El viajero y escritor Norman Lewis, en su libro de viajes por Indochina titulado A Dragon Apparent (1951), fue de los primeros en hablar de la belleza de sus pagodas.

Llegué casi al anochecer, entre el rumor de las aguas que envuelven a esta aldea que parece una isla rodeada por cuatro ríos. Los mantras de la tarde se habían callado, pero todavía podía olerse el incienso y palparse el calor del final del verano. Los niños jugaban en la calle y el mercado de noche se preparaba para recibir a los turistas de paso, que se movían con la cadencia apresurada del viajero occidental que considera que un lugar tan pequeño no necesita más de dos días de visita. Yo había venido para quedarme, al menos durante una semana.

Así pude observar, permanecer y entrar en la forma de vida de este pequeño paraíso, que se levanta poco antes del amanecer, cuando los monjes salen a la calle a pedir limosna, y se acuesta con el sol, entre rezos y plegarias.

En Luang Prabang encontré el culto budista integrado en la cotidianeidad y oficiado en el marco de unos templos históricos y monumentales que seguían vivos, no convertidos en reliquias o en museos aptos para la visita turística, como en otros puntos de Asia. Los monjes permitían compartir ceremonias y ser observados en pleno culto, siempre que hubiera un respetuoso silencio y se siguieran normas básicas como descalzarse al entrar en los templos y mantener una actitud considerada.

La primera pista que detecté en relación con la desaceleración fue la cadencia de los movimientos de los monjes, pues sus cuerpos parecían estar detenidos en la meditación y se movían como lo hacen las palmeras cuando el viento las mece.

Me recordaban la cadencia del tao, el ritmo que establece la naturaleza, tal como la entiende esta antigua forma de sabiduría china. Siguiendo el tao o el modo de ser de la naturaleza, alcanzas un estado de ánimo semejante a lo natural.

Este concepto de naturalidad que yo veía en los monjes de Luang Prabang se conoceen China como wu wei, que podría traducirse como «no hacer nada», algo que asociamos comúnmente con la meditación. Craso error, porque el wu wei es un equilibrio dinámico, un reposo para comprender con atención, un vacío de la mente para percibir completamente, una comprensión del todo desde la no acción. Un lugar en el que la sombra del pensamiento, que media entre el estímulo y la acción, desaparece. Esta es una de las claves para meditar que los monjes practican diariamente hasta alcanzar la perfección.

Desde el exterior, allí donde casi siempre estamos los modernos hombres civilizados, parece no suceder nada, pero internamente, están captando todo aquello que a nosotros se nos escapa. Pueden ser las armonías sutiles de la naturaleza como plantea el taoísmo o la mirada íntima hacia tu dios interior del budismo.

Chuang Tsé, el gran filósofo chino taoísta que vivió en el siglo IV a.C., cuando habla del wu wei nos dice:

«La mente del sabio por estar en reposo deviene espejo del universo, espectáculo de toda la creación.

Reposo, tranquilidad, quietud y naturalidad son los niveles del universo, la perfección última del Tao.»

Vuelvo a los monjes y escucho sus mantras, prestando atención a la sonoridad de unas palabras que no comprendo, pero cuya lenta cadencia apacigua mi estado de ánimo. Nada parece romper la armonía de un entorno que transcurre a un ritmo parecido al de las aguas del río Mekong. Suave, constante y fuerte.

Una tarde subí a la colina principal de Luang Prabang para visitar su templo y contemplar las vistas panorámicas de toda la región que desde ahí se divisan.