David Copperfield - Charles Dickens - E-Book

David Copperfield E-Book

Charles Dickens.

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Beschreibung

Huérfano de padre, la vida de David Copperfield no es fácil. Su madre se casa con el despreciable señor Murdstone, quién lo maltrata y, tras la muerte de su madre, lo obliga a trabajar con apenas diez años en un almacén de Londres. Harto de su vida, David decide escapar e ir en busca de su tía Betsy, gracias a lo cual su vida tomará un nuevo rumbo.
Narrada desde la distancia del adulto, la vida de David Copperfield encierra sátira y humor irónico, luto y angustia, pero también mucha alegría y ruido de personas.

David Copperfield siempre fue considerada por su autor, Charles Dickens (1812-1870), una de sus obras más importantes y quizá la más cercana a su propia identidad, pues en parte las desdichas y venturas del joven Copperfield son un reflejo de las vivencias del propio Dickens.

Publicada en entregas en 1849 y 1850, se convirtió desde el principio en una obra tremendamente popular, esperada con ansiedad por sus lectores y alabada por la crítica.
En esta edición se presenta una cuidada edición ilustrada, adaptada al público más joven, y para los adultos que quieran revisitar las vicisitudes de David Copperfield en esa sociedad victoriana llena de luces y sombras, que tan bien retrató Dickens, de una manera rápida y amena.

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DAVID

COPPERFIELD

*

CHARLES DICKENS

EDICIÓN JUVENIL ILUSTRADA

Traducción y adaptación: Javier Laborda López

Ilustraciones: Rosa María Zamora

David Copperfield

Título Original: David Copperfield or The personal history, adventures, experience and observation of David Copperfield the younger of Blunderstone Rookery (Which he never meant to publish in any account)

Charles Dickens, 1850

© De la presente traducción y adaptación Javier Laborda López 2019

© Ilustraciones: Rosa María Zamora 1979

Primera Edición: Julio 2019

ÍNDICE

Capítulo I

MI NACIMIENTO

 

Capítulo II

EN DESGRACIA

 

Capítulo III

LEJOS DE MI HOGAR

 

Capítulo IV

UN CUMPLEAÑOS INOLVIDABLE

 

Capítulo V

MI GRAN DECISIÓN

 

Capítulo VI

DOS PODERES FRENTE A FRENTE

 

Capítulo VII

CAMBIOS EN MI CONDICIÓN

 

Capítulo VIII

STEERFORTH

 

Capítulo IX

UNA CARTA DE EMILINA

 

Capítulo X

LA HISTORIA DE EMILINA

 

Capítulo XI

DORA ME DICE ADIÓS

 

Capítulo XII

DIEZ AÑOS DESPUÉS

 

Sobre el Autor

 

Capítulo I

MI NACIMIENTO

Nací en Blunderstone, en el condado de Suffolk, sin que conociera a mi padre, que falleció seis meses antes de que yo viniera al mundo.

El personaje más importante de nuestra familia era una tía de mi padre, la señorita Trotwood, o la señorita Bessy, como la llamaba mi pobre madre. Había casado con un hombre más joven que ella, acaso excelente en algún aspecto, aunque no en el referente al trato conyugal, pues algunos aseguraban que llegó a maltratarla de obra.

Como no se entendían, la señorita Bessy se vio precisada a entregarle cierta cantidad de dinero para que viviera por su cuenta, separándose el matrimonio amistosamente. El hombre se fue a la India, y cuando se recibieron noticias de su muerte, mi tía tomó de nuevo su apellido de soltera, adquirió una casita en un pueblo y vivió allí con una criada.

Supe que se disgustó con mi padre, que era su sobrino preferido, cuando casó con mi madre, a quien llamaba "la muñeca de porcelana" antes de conocerla. El genio de la tía Bessy le impulsó a no ver a su sobrino en el resto de su vida.

Tal era la situación familiar el día de mi llegada al mundo.

Mi madre estaba delicada de salud, y una ventosa tarde de marzo en que se hallaba sentada ante el fuego suspirando por su sino y por el del infeliz infante que pronto traería al mundo, levantó la cabeza para enjugar el llanto y vio a una dama muy tiesa que se acercaba por el jardín. Al punto, mi madre presintió que se trataba de la señorita Bessy.

Por si alguna duda le quedó, sus sospechas se confirmaron al observar su comportamiento. En vez de tirar de la campanilla, como hubiera hecho un cristiano, se acercó a la ventana y aplastó su nariz contra el cristal, realizando al mismo tiempo tal mueca que asustó a mi madre. Mi padre siempre dijo que la tía jamás hacía lo que todo el mundo. Seguidamente, ordenó con un gesto a mi madre que le abriera la puerta.

—Supongo que estoy ante la señora de Copperfield —dijo la señorita Bessy secamente, observando a mi madre de arriba abajo—. Soy la señorita Trotwood. Creo que habéis oído hablar de mí.

Mi madre manifestó que así era, y las dos pasaron al comedor; en cuanto se sentaron, mi madre rompió a llorar. La señorita Bessy intervino en seguida solícita:

—¡Bueno! ¡Bueno! Basta de llanto. Quitaos la toca, pequeña, y dejadme que os vea bien.

Mi madre la obedeció, quitóse la cofia y sus abundantes y sedosos cabellos cayeron como en cascada sobre su rostro.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó la señorita Bessy—. ¡Si no sois más que una criatura!

Como si aquello constituyera un pecado, mi madre bajó la cabeza y reanudó el llanto. Pero la señorita Bessy tenía poca paciencia y la cortó bruscamente.

—Cuando nazca esa niña...

—Quizá sea niño —osó indicar mi madre.

—No me llevéis la contraria; algo me dice que será niña. Cuando nazca, yo me convertiré en su mejor amiga, seré su madrina y deseo que la llaméis Bessy Trotwood Copperfield. Velaré por ella para que el mundo no la haga sufrir...

Cuando se presentó con el servicio, Pegoty, la sirvienta, advirtió que su señora no se encontraba bien, conduciéndola inmediatamente a su habitación y enviando a un sobrino, que se hallaba circunstancial mente en la casa para el menester, en busca del médico y de una enfermera.

Al llegar a la morada estos representantes de la ciencia quedaron sorprendidos al descubrir junto al fuego una dama de formidable apariencia que se cubría fuertemente los oídos con algodón en rama, circunstancia que añadía solemnidad y misterio a su presencia en la casa.

Cuando el señor Chillip, el médico, acabó su tarea, bajó y se detuvo ante la señorita Bessy, no sin cierto temor.

—Os felicito, señora —le dijo—. Todo ha concluido felizmente.

Durante cinco minutos, mi tía quedó mirando fijamente al médico, hasta que por fin preguntó:

—¿Cómo se encuentra?

—La podréis ver dentro de unos minutos, y espero que vuestra presencia la anime.

—¿Y... la "niña"? —insistió agresivamente la tía.

—Perdonad, señora; supuse que ya lo sabíais... Ha sido "niño".

Mi tía, sin pronunciar una palabra más, cogió su sombrero, se lo colocó con violencia y abandonó la casa, a la que jamás volvió.

* * *

Dos de las cosas que más destacan entre mis viejos recuerdos son mi madre, con su semblante infantil y sus hermosos cabellos, y Pegoty, que lucía unos gruesos y coloradotes brazos.

Las veladas las pasábamos en el comedor los tres, mi madre, Pegoty y yo. Los días de verano me dedicaba a cazar mariposas, mientras mi madre recogía fruta en el jardín; siempre que podía, yo le robaba de la cestita donde la guardaba.

Tanto ella como yo le profesábamos gran respeto a Pegoty, y sus indicaciones eran para nosotros, generalmente, órdenes. Una noche nos hallábamos la sirvienta y yo leyendo un libro sobre cocodrilos, pues mi madre había ido a casa de una amiga y yo no quería acostarme antes de que regresara. De pronto, sonó la campanilla de la verja. Acudimos los dos y vimos a mi madre, más hermosa que nunca, acompañada de un caballero en quien reconocí al que nos acompañó el domingo anterior al salir de la iglesia. El hombre intentó besarme y tomarme en sus brazos, diciendo que yo era un ser privilegiado, pero me apresuré a cobijarme junto a mi madre. El caballero no me gustó en absoluto.

—Vamos, seamos amigos desde ahora —agregó—. Dadme la mano en prueba de amistad.

No quise soltar la mano derecha de la falda de mi madre, así que le tendí la izquierda.

—Esa no es la mano buena, David —dijo el desconocido, sonriendo. Aunque mi madre me soltó, yo había decidido no darle la derecha, y él tuvo que estrecharme la izquierda, exponiendo que era un muchacho valiente.

Cuando se marchó el caballero, nos dirigimos al comedor, después de cerrar Pegoty la puerta, y no tardé en comenzar a adormilarme; aunque no tanto que dejara de apreciar las palabras que allí se pronunciaron.

—Estoy segura de que uno como él no le habría agradado al señor Copperfield —exclamó Pegoty, después de una discusión familiar.

—¿Por qué me atormentas así? —gritó mi madre—. ¿Cómo no tienes compasión de una pobre mujer que no tiene ningún amigo en el mundo? ¿Puedo permitir que se me acuse de no querer a este hijo mío?

Y, al decirlo, mi madre me abrazó y acarició.

A partir de aquel día, me acostumbré a ver al caballero de las patillas (así le llamaba, por tenerlas grandes y negras) junto a mi madre, sin que por eso simpatizara más con él. Al cabo de dos meses, durante los que sucedieron cosas que escaparon a mi comprensión, Pegoty me hizo la siguiente proposición:

—David, ¿te gustaría acompañarme a Yarmouth, a la casa de mi hermano y vivir allí quince días?

—¿Es bueno tu hermano? —le pregunté.

—¡No lo sabes bien! Y verás el mar, barcos y pescadores y a una chiquilla encantadora llamada Emilina.

La idea me pareció estupenda, aunque la alegría no me ofuscó hasta el punto de preguntar a Pegoty si mi madre estaba de acuerdo.

—Seguro que nos animará a ir —me dijo ella.

—¿Y con quién se quedará cuando nos vayamos?

—Piensa pasar quince días en casa de la señora de Grayper.

A su regreso, mi madre no mostró la menor sorpresa cuando le expuse nuestra intención, dando al punto su conformidad.

El día de la partida llegó mucho antes de lo que yo esperaba, a pesar de toda la ilusión que había depositado en aquel viaje.

Recuerdo que mi madre rogó al conductor del carromato, cuando éste echó a andar, que se detuviera para darme un beso más. Hubo nueva despedida, nuevos lloros y partimos. Mi madre quedó sola en la acera, mientras nos alejábamos, pero no tardó en aparecer el señor Murdstone, que así se llamaba el caballero de las patillas, y colocarse a su lado, haciéndole, al parecer, algunas observaciones acerca de su excesiva sensiblería.

Me volví a Pegoty para inquirir por qué se metía aquel hombre en nuestros asuntos, pero la sirvienta reflejó en su rostro lo disgustada que estaba.

El trayecto hasta Yarmouth lo pasamos durmiendo y comiendo de las abundantes provisiones que llevó Pegoty. En la posada nos aguardaba Ham, el sobrino de mi compañera de viaje, que me saludó con inesperada efusión, a pesar de que no había vuelto a verme desde la noche de mi nacimiento. Hizo que me sentara sobre sus hombros, puso la maleta bajo un brazo y salimos de la posada, atravesando callejas y playas llenas de botes. Al llegar ante un llano, dijo Ham:

—Aquélla es nuestra casa, señorito David.

Miré, pero no vi más que arena, el mar y el río; sólo conseguí distinguir, a lo lejos, algo que me pareció un viejo barco con la quilla al sol.

—¿Acaso es aquello que semeja un barco dado vuelta? —me atreví a preguntar.

—¡Exactamente! —exclamó Ham.

Me pareció el lugar más maravilloso para vivir. ¡Ahí era nada, un auténtico barco destinado a flotar en el mar y que ahora era una morada terrestre! Su interior era aseado y sumamente agradable. Me destinaron un camarote en la proa, con una pequeña camita.

Lo más notable de aquella deliciosa mansión era su acusado olor a marisco. Nos recibió amablemente una mujer y en seguida vi a una niña encantadora, que huyó cuando quise darle un beso. En cuanto sirvieron la comida, consistente en pescado, manteca y patatas, y una chuleta para mí, apareció un hombre barbudo y campechanote, que presentí era el hermano de Pegoty.

—¡Es un verdadero placer saludaros, señorito! —exclamó con su vozarrón, mirándome—. No somos gente delicada, pero podéis contar con nosotros para todo.

Le aseguré que me encontraba muy contento en su hogar.

Cenamos, tomamos el té y cuando Pegoty y yo nos retiramos le pregunté qué extraño parentesco unía a los miembros de aquel grupo humano, ella me contestó:

—Ham y Emilina, que son primos entre sí, son también sobrinos míos a quienes mi hermano adoptó al quedar huérfanos. La señora Gumidge es viuda de un socio suyo que murió muy pobre. Mi hermano también es pobre, pero jamás encontrarás hombre tan bueno.

Al siguiente día Emilina y yo recorrimos la playa. Mientras cogíamos conchas y pulidas piedrecitas, me confesó que el mar le causaba terror.

—Una vez le vi destrozar un bote tan grande como nuestra casa —me dijo.

También me explicó que su padre murió ahogado y que perdió a su madre antes de esa tragedia.

Por supuesto, me enamoré de Emilina. La idealicé de tal modo que no me habría asombrado nada verla extender un par de alas y remontarse en el aire ante mí.

Sufrí lo indecible el día de la despedida de Emilina. Casi no había pensado en mi casa durante aquellos días, pero al encontrarme en el viaje medité que mi verdadero hogar no era el de los Pegoty, por a gusto que me hallara en él, sino la casa donde vivía mi madre, mi mejor amiga.

Llegamos, se abrió la puerta y busqué a mi madre, viendo solamente a una criada desconocida.

—¿No ha regresado todavía mi madre? —pregunté.

—Sí, ha venido —habló Pegoty—. Ven, que debo decirte algo.

—¿Qué sucede, Pegoty? —indagué alarmado.

Como me viera llorar y estar a punto de perder las fuerzas, la mujer me sostuvo y me dijo acongojada:

—Mi querido David, creo que no debí haber tardado tanto en decírtelo... Se trata de que tienes un papá.

Comencé a temblar de pies a cabeza y algo inexplicable relacionado con la tumba de mi padre y la resurrección de los muertos me azotó el rostro como un viento helado, mientras Pegoty me acompañaba hasta la puerta del salón. A un lado de la chimenea se hallaba sentada mi madre, y al otro, el señor Murdstone. Al verme, mi madre dejó su labor y se levantó rápidamente.

—¡Reprímete, querida Clara! —dijo Murdstone—. Recuerda que debes dominarte —y agregó volviéndose a mí—: ¿Cómo te encuentras, David?

Dejé que estrechara mi mano y luego corrí hacia mi madre y la besé. La pobre había vuelto a sentarse después de la indicación de Murdstone. Me abrazó con cierta ceremonia, me besó a su vez y volvió a su labor. Quedé desconcertado, pues notaba la dura mirada de Murdstone clavada en nosotros.

En cuanto pude escaparme del salón subí al piso y entré en mi cuarto, descubriendo que los muebles y todo lo que me pertenecía había sido trasladado a otra habitación alejada. Bajé de nuevo y observé atentamente a mi alrededor, viendo que se habían realizado tantas transformaciones que aquella casa no parecía la mía.

Capítulo II

EN DESGRACIA

 

 

Me escondí en la nueva habitación que me habían destinado. Era una pieza fría y desmantelada, carente de todo lo necesario que me hacía falta en ese momento de desaliento. Estaba asustado. Me tendí en el lecho, me envolví en un extremo de la colcha y me dormí pensando las cosas más descabelladas.

Me despertó una voz que pronunció: “¡Aquí está!”, y abrí los ojos y vi a mi madre y a Pegoty. La primera se me acercó y tocó mi ardorosa frente.

—¿Cómo estás, mi querido hijo? —me preguntó.

Lo que más podía afectarme era oír a mi madre llamarme hijo. Sequé mis lágrimas y la aparté.

—¿Lo ves, Pegoty? Tú tienes la culpa de que ya no me quiera. Le has inculcado el odio contra mí y contra otra persona que me es muy querida. ¿Qué pretendes con ello?

—Que Dios os perdone, señora —musitó Pegoty.

—¡No seas tan cruel conmigo, David! —prosiguió mi madre—. ¡Esto me sucede cuando confiaba en que todo se transformaría en dicha!

En ese momento sentí el contacto de una mano que no era la de mi madre ni la de Pegoty: Murdstone acababa de entrar. Bajé prontamente del lecho y quedé arrodillado.

—No debes olvidar, Clara, que has de ser firme.

—He tratado de serlo, Eduardo, te lo aseguro; pero no he podido remediarlo.

—¿Es cierto, Clara querida? Lamento oír tal cosa tan pronto.

Murdstone tomó a mi madre en sus brazos y la besó. Al ver su cabeza apoyada en el hombro de aquel ser abominable comprendí que haría de ella lo que quisiera, como había sucedido ya.

—Baja al salón, amor mío —dijo Murdstone—. David y yo lo haremos en seguida.

En cuanto quedamos solos, cerró la puerta, se sentó en una silla y sosteniéndome entre sus rodillas, me miró fijamente. Yo, a mi vez, le miraba, impulsado por el propio miedo que me causaban sus ojos. Aquel hombre apretó los labios hasta formar una línea delgada y dijo:

—¿Qué supones que hago, David, cuando he de domar un caballo o un perro rebelde?

—No lo sé.

—Le azoto. No me importa matarle a golpes, pero al fin consigo que se doblegue. ¿Qué tienes en la cara?

—Estará algo sucia.