De playboy a rey - Kristi Gold - E-Book

De playboy a rey E-Book

Kristi Gold

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Beschreibung

No era sólo la corona lo que estaba en juego... también lo estaba su corazón La doctora Kate Milner no podía dejar de mirar al rey de Doriana y pensar en la química que había habido entre ellos en la universidad. Años después, estaba trabajando en su clínica y deseaba con todas sus fuerzas poder despojarlo de su atuendo real y descubrir al hombre que había conocido en otro tiempo. El recién nombrado monarca se enfrentaba a un gran dilema: ¿debía dejarse llevar por lo que sentía por Kate... y convertirse en presa de los periódicos sensacionalistas, o comportarse como un hombre de estado?

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Seitenzahl: 191

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Kristi Goldberg. Todos los derechos reservados.

DE PLAYBOY A REY, Nº 1412 - abril 2012

Título original: Persuading the Playboy King

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0041-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

El príncipe Marcelo Federico DeLoria era aficionado a los coches rápidos y a la libertad que sentía al correr por las carreteras con curvas muy cerradas. No obstante, su mayor placer procedía de curvas más peligrosas, que sólo podía hallar en una mujer. Apreciaba todos los matices del sexo opuesto: el aspecto, el olor, la inteligencia innata y, no podía negarlo, el reto que podía suponer darle caza.

Pero tanto como le encantaban las mujeres, odiaba las despedidas y, por algún motivo, evitaba los enredos emocionales. Aun así, aquella noche, un adiós inevitable pendía sobre él como una guillotina, colocada para cortar lazos tejidos durante cuatro años.

Marc había conseguido su diploma en Harvard unas horas antes y estaba listo para independizarse. Sin embargo, no estaba demasiado impaciente por despedirse del jeque DharrHalim, sucesor al trono de su país, ni de Mitchell Edward Warner III, hijo de un senador de Estados Unidos y miembro de la realeza estadounidense por derecho propio. Tres hombres unidos por la posición social y el legado que conllevaba; unidos para siempre por una amistad surgida y afianzada durante el tiempo que habían pasado juntos.

El ruido del jolgorio se filtraba por la puerta; una celebración que marcaba el final de una era; el final de su juventud, por decirlo de algún modo. El trío había preferido olvidarse de la fiesta y encerrarse en el piso donde había pasado los cuatro últimos años hablando de cultura, de política internacional y de sus aventuras esquivando a los paparazzis. Y, sobre todo, hablando de su tema favorito: las mujeres.

Pero aquella noche prevalecía un silencio inusitado, como si los temas habituales fueran intrascendentes a la luz de lo que les esperaba: un futuro que ninguno podía pronosticar más allá de las expectativas familiares.

Marc estaba reclinado en el sillón, con los pies en la mesita; Dharr, sentado regiamente en la tumbona de cuero, enfrente de Marc, ya sin el clásico pañuelo árabe en la cabeza, pero sin perder un ápice de su aspecto de líder nato; y Mitch, sentado en el suelo y apoyado contra la pared como de costumbre, con sus clásicos vaqueros y sus botas de cuero desgastadas.

Aunque eran muy distintos, y Marc lo reconocía, compartían el sino de la notoriedad, y sus frecuentes reuniones eran una forma de sobrellevar la presión de la fama.

Mitch dejó a un lado la revista que había estado leyendo desde que habían llegado y tomó la botella de champán francés, cortesía del hermano de Marc, el rey.

–Ya hemos brindado por nuestro éxito –dijo, rellenando las copas–. Ahora propongo que brindemos por una larga soltería.

Dharr levantó la suya.

–Brindo por eso.

Con el champán en la mano, Marc se detuvo a pensar una despedida apropiada, que despertara el interés de sus amigos.

–Prefiero proponer una apuesta.

Dharr y Mitch se miraron de reojo.

–¿Qué clase de apuesta, DeLoria? –preguntó Mitch.

–Bueno, ya que hemos acordado que no nos casaremos en un futuro inmediato, sugiero que nos obliguemos a cumplir ese acuerdo y sigamos solteros para nuestra décima reunión.

–¿Y si no lo estamos? –quiso saber Dharr.

Marc sólo veía una forma de asegurar el éxito de la apuesta.

–Estaremos obligados a renunciar a nuestro bien más preciado.

–¿Renunciar a mi purasangre? –replicó Mitch, con una mueca de dolor–. Eso sería muy duro.

Dharr miró el cuadro abstracto que colgaba de la pared.

–Tengo que reconocer no me gustaría perder mi Modigliani.

–De eso se trata, señores –dijo Marc–. Si las posesiones no significaran nada, la apuesta no tendría sentido.

Mitch lo miró con recelo.

–De acuerdo, DeLoria. ¿Y tú qué apostarías?

Marc casi no dudó antes de contestar.

–El Corvette.

–¿Renunciarías al coche del amor? –preguntó Mitch, con incredulidad.

–Por supuesto que no. No voy a perder.

Lo decía en serio, porque Marc DeLoria odiaba perder algo de valor.

–Ni yo –aseguró Dharr–. Pueden pasar diez años antes de que me obliguen a aceptar un matrimonio concertado para tener un heredero.

–Por mí no hay problema –dijo Mitch–. Voy a evitar casarme a toda costa.

Dharr volvió a alzar su copa.

–¿Estamos todos de acuerdo?

Mitch chocó la copa con las de sus amigos.

–Conforme.

Marc levantó su copa y selló el moderno pacto entre caballeros.

–Que empiece la apuesta.

Marc no tenía reparos sobre la apuesta. Sin duda, podía resistirse a la tentación de cualquier mujer que se sintiera inclinada a atarlo a una existencia aburrida. No le interesaba casarse ni estaba obligado a hacerlo. Lo único que le resultaba menos atractivo que el matrimonio era gobernar su país. Pero gracias a su puesto en la línea de sucesión, el príncipe Marcelo Federico DeLoria tendría que sufrir nunca el destino de convertirse en rey.

Capítulo Uno

Nueve años después

Marcelo Federico DeLoria había subido al trono.

Kate Milner sólo lo había conocido como Marc, un hombre extremadamente atractivo y, como él mismo reconocía, un pésimo estudiante de biología al que ella había dado clases durante su primer año en Harvard. Y el tal Marc se había convertido en el gobernante de Doriana, un pequeño país europeo.

Era increíble.

Y, desde luego, también era increíble que ella estuviera en un castillo de cuento de hadas a miles de kilómetros de casa, preparándose para volver a verlo después de casi un decenio.

Kate sonrió al pensarlo, pero su sonrisa desapareció inmediatamente cuando lo vio aparecer al final del vestíbulo del palacio, acompañado por un pulcro y almidonado hombre de mediana edad. A medida que Marc se acercaba, las paredes espejadas parecían retroceder. Seguía teniendo el mismo pelo castaño claro y revuelto de siempre, aunque algo más largo. Aunque medía poco más de un metro ochenta, parecía más imponente que antes, con un pecho y unos hombros anchos, cubiertos por un jersey que realzaba la musculatura de los brazos. También llevaba unos vaqueros descoloridos, y unas gafas de sol en la mano. A Kate la sorprendió verlo con el mismo tipo de ropa que usaba en la universidad, porque, a fin de cuentas, era un rey.

No esperaba que llevara un cetro, una corona y una capa roja de terciopelo, pero sí que por lo menos se hubiera puesto un traje caro, no un atuendo tan normal.

Marc se detuvo a pocos pasos de distancia, y Kate se sintió tan abrumada por su presencia que se le aceleró el corazón. Hizo un esfuerzo para mantener la compostura cuando se vio ante aquellos penetrantes ojos azul cobalto; ya no tenían la alegría que tantas veces había visto durante el tiempo que habían compartido. Vio en ellos algo que no alcanzaba a definir; un cambio definitivo que iba mucho más allá del aspecto físico.

Lo que sí tenía claro era que Marc no parecía haberla reconocido. Aunque no tenía por qué. Ella también había cambiado y, con suerte, para mejor.

El inglés dio un brusco paso adelante e hizo una ligera reverencia.

–Doctora Milner, soy Bernard Nicholas, el ayuda de cámara de su majestad.

Kate tuvo la ilógica necesidad de saludar o hacer una reverencia, pero optó por sonreír.

–Encantada.

Nicholas volvió su atención al estoico y silencioso rey.

–Majestad, le presento a la doctora Katherine Milner, nuestra última candidata para el puesto del hospital.

Marc avanzó y tendió la mano, que Kate tomó después de un momento de vacilación.

–Bienvenida a Doriana, doctora. Le ruego que disculpe mi aspecto. No sabía que fuera a venir.

Su voz sonaba como Kate la recordaba, elegante y seductora, aunque un poco más grave. Aun así, no parecía complacido, y en su expresión no había el menor atisbo de sonrisa. De hecho, su amabilidad parecía casi forzada. La hora y la barba sin afeitar hacían que Kate no pudiese evitar preguntarse si llegaba de pasar la noche con una mujer.

Aunque la vida privada de Marc no era de su incumbencia, el contacto de aquellos dedos largos y masculinos le generó una particular tensión; la clase de tensión que sentía cuando se encontraba con un hombre al que había querido mucho. Pero Marc DeLoria no era un hombre cualquiera; nunca lo había sido. Y, obviamente, no se acordaba del tiempo que habían pasado juntos.

Kate decidió que sólo necesitaba que se lo recordaran.

–Es muy grato volver a verlo, majestad.

Él le soltó la mano y frunció el ceño.

–¿Nos conocemos?

–En realidad, la última vez que estuvimos juntos diseccionamos a una rana.

Tras el gesto confundido de Marc, Kate alcanzó a ver fugazmente a la persona encantadora y despreocupada que había conocido antaño.

–¿Katie? ¿La profesora particular?

Ella titubeó y durante un momento volvió a ser la chica circunspecta de la universidad. Sin embargo, se recompuso y se obligó a mirarlo a los ojos.

–Así es. Soy Katie, la profesora particular. Aunque ahora prefiero que me llame Kate, o doctora Milner, si es más apropiado para su condición actual.

–¿Mi condición actual?

–Es el rey, ¿recuerda?

–Ah, sí. Esa condición.

Marc se quedó mirándola un rato, como si no se pudiera creer que estuviera allí. A decir verdad, Kate tampoco se lo podía creer y, tras un silencio incómodo, retomó la charla.

–Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad?

–Sí, mucho –contestó él, aún sin sonreír, pero con menos perplejidad–. ¿Podemos tener la entrevista en la biblioteca, doctora?

Obviamente, Marc no tenía intención de rememorar el pasado, y ella accedió a su petición.

Al entrar en la biblioteca, sintió el perfume de su viejo compañero de estudios y se estremeció. Marc la dejaba sin aliento. Siempre había sido así.

Kate se recompuso y echó un vistazo al lugar.

–Menuda colección de libros –comentó.

–Son los favoritos de mi madre.

Se sentaron en unos elegantes sillones cerca de la ventana. Cuando Nicholas se apostó junto a la puerta, Marc le dijo:

–Puede retirarse.

–Disculpe, pero creo que sería mejor que me quedara, teniendo en cuenta que nuestra invitada es una dama.

–No estamos en el siglo XVIII, Nicholas. Puede retirarse.

–La reina madre…

–Entendería la necesidad de intimidad.

–Pero…

–Le aseguro que la virtud de la doctora Milner no corre peligro –replicó Marc, volviendo su atención a Kate–. ¿La molesta estar a solas conmigo?

Ella se encogió de hombros.

–En absoluto. Además, no sería la primera vez.

Y esperaba que tampoco fuera la última.

Marc le dirigió otra mirada de advertencia a su edecán.

–Dígale a la señora Torreau que le traiga algo de merendar a la doctora.

–Como quiera, su alteza serenísima –dijo Nicholas, antes de irse.

Kate miró a Marc, que parecía cualquier cosa menos contento.

–¿Su alteza serenísima?

–No le haga caso. Nicholas lleva siglos con la familia y tiene una particular inclinación por los títulos pomposos. Aunque debería sentirse halagada: sólo se comporta así cuando siente que el invitado podría apreciar su humor británico, por decirlo de algún modo.

–Ah. Es una especie de juego.

–Un juego al que preferiría no jugar.

Kate podía imaginar los juegos que le gustaban a Marc, juegos sensuales, y no le habría importado jugarlos con él. Pero había ido a conseguir un trabajo, no a jugar.

Marc se arrellanó en su sillón y la miró detenidamente.

–¿Cómo se enteró de que estábamos buscando médicos en Doriana? –preguntó.

Ella se sintió incómoda ante el escrutinio. Había tenido un largo viaje, tenía el traje arrugado, se le había estropeado el peinado y, cuando él le miró la boca, supuso que tendría los dientes manchados de lápiz de labios, pero se resistió a la necesidad de pasarse un dedo para limpiárselos.

–Leí el reportaje en el periódico de antiguos alumnos, justo después de la coronación. Decía que su primera medida sería reclutar médicos, así que me puse en contacto con el hospital. Por cierto, siento mucho lo del accidente de su hermano.

Kate vio la tristeza en los ojos de Marc.

–¿Estudió medicina en Harvard?

Ante el repentino cambio de tema, Kate supo que no debía volver a mencionar la muerte del hermano.

–En realidad, volví a Tennesse y me doctoré en Vanderblit. Necesitaba estar cerca de mi familia.

–¿Alguien estaba enfermo? –preguntó él, con sincera preocupación.

–No, pero me echaban mucho de menos.

Su familia siempre había sido muy sobreprotectora, y era uno de los motivos por los que Kate había decidido solicitar el puesto en Doriana. El otro motivo estaba sentado delante de ella. Estaba cansada de ser la hija perfecta y responsable, la persona de la que sus padres dependían para todo. Aunque los quería mucho, le habría gustado tener hermanos para compartir la carga.

–Si necesitaba estar cerca de su familia, ¿por qué ha viajado miles de kilómetros para trabajar en nuestro hospital?

–Necesito un cambio.

–¿Cuál es su especialidad? –preguntó él, confirmando que sólo le interesaba la entrevista laboral.

–Soy médico de familia, pero lo que más me gusta es trabajar con niños.

–Hemos hecho progresos en la atención pediátrica, pero no tantos como querría.

–Me encantaría el desafío, Marc. Quiero decir, majestad. Perdón.

–No tiene que disculparse, doctora.

–Preferiría un trato más informal. Soy una persona sencilla.

–Pero también eres médico. No es algo que pueda decir cualquiera.

Ella se sonrojó. No estaba acostumbrada a los halagos.

–Hablando de médicos –dijo–, ¿cuándo decidirás a quién contratar?

–Cuando encontremos al candidato ideal. Ahora cuéntame qué experiencia tienes.

–¿A qué experiencia te refieres exactamente?

Kate deseó que se la tragara la tierra. No entendía cómo podía haber hecho una pregunta tan estúpida. Sin duda, Marc la tenía atontada.

–A la experiencia en medicina, desde luego. A menos que creas que me podría interesar otra.

Ella tragó saliva.

–En lo que a medicina se refiere, acabo de terminar la residencia en el hospital y nunca he tenido una consulta privada.

–Supongo que has tenido una buena formación.

–En uno de los mejores hospitales del país –declaró con orgullo.

–Entonces se supone que puedes ocuparte de nuestra clínica.

–Seguro que sí. ¿Y cuánto cobraría?

–Si llegamos a un acuerdo, estoy dispuesto a equiparar el salario que tenías en Estados Unidos.

–Créeme, mi salario apenas me permitía llegar a fin de mes. Muchas horas y poca paga.

–Yo podría pagarte el doble. O más, si es necesario.

–¿Y por qué ibas a hacer eso?

–Porque necesitamos buenos médicos. Y, a fin de cuentas, somos viejos amigos.

–Viejos compañeros de laboratorio –lo corrigió ella–. Nunca pensé que fuéramos amigos.

Marc se echó hacia atrás, pero le sostuvo la mirada.

–¿Y eso por qué, Kate?

–Creo que es obvio. Tú eres rey y yo sólo soy yo.

–Pero en aquella época no era rey.

–No, eras príncipe. Eso hacía que no acabara de sentirme cómoda contigo.

–¿Te sigo incomodando? –preguntó él, con un tono que tenía tanto de desafío como de tentación.

–La verdad es que no –mintió Kate–. He tenido muchas entrevistas de trabajo. Considero esta oportunidad como una aventura.

–¿Estás buscando una aventura?

–Y un trabajo.

–Lo del trabajo lo tenemos cubierto. Pero ¿qué tipo de aventura buscas, al margen de lo laboral?

La pregunta quedó en el aire unos segundos.

–No estoy segura –contestó ella–. ¿Tienes alguna sugerencia?

La mirada que le dirigió Marc decía que sin duda tenía muchas.

–Por desgracia, en julio, Doriana es un sitio muy tranquilo. Pero en invierno podría llevarte a las estaciones de esquí. Tenemos unas pistas fantásticas, si no te da miedo probar algo que podría ser peligroso.

Por algún motivo, aquello sonaba como una invitación al pecado.

–No he esquiado en mi vida, pero suena divertido.

–No me molestaría enseñarte cómo pago por lo que me enseñaste a mí. De no haber sido por ti, dudo que hubiera aprobado biología.

Ella estaba dispuesta a aprender cualquier cosa que Marc quisiera enseñarle.

–¿Eres buen esquiador?

–Sí –afirmó él, mirándola con intensidad.

–Imagino que debes de ser bueno en todo lo que haces. Exceptuando la biología, claro.

–Yo diría lo mismo de ti, Kate, teniendo en cuenta el dominio que tenías conmigo ese año.

Ella se pasó una mano temblorosa por el pelo.

–Es gracioso. No recuerdo haberte dominado en absoluto.

Él adoptó una pose casi insolente y la recorrió con la mirada.

–Bueno, si me hubieras dominado literalmente, te aseguro que no lo habría olvidado.

Marc no imaginaba cuántas veces había fantaseado Kate con dominarlo, cuántas veces había soñado con volver a verlo, ni los instintos básicos que despertaba en ella.

Tras un silencio tenso, la realidad volvió a golpear la mente de Kate. No podía repetir el error de enamorarse perdidamente de él, a sabiendas de que nunca la correspondería. Había madurado y ya no tenía fantasías románticas con hombres inalcanzables. Lo único que sentía por Marc DeLoria era cariño.

Tal vez aquélla no fuera la definición más exacta. En realidad, lo que sentía era un deseo irrefrenable de lanzarse sobre sus aristocráticos huesos. Pero no lo iba a hacer.

Marc DeLoria era un rey dinámico, un hombre con un enorme magnetismo. Y, por lo que decía la prensa, uno de los solteros más codiciados del mundo.

Kate trató de mostrarse despreocupada mientras la mirada atenta de Marc hacía que le subiera la temperatura.

–¿Necesitas saber algo más de mí? –preguntó.

–Si no estás muy cansada por el viaje, hay una cosa que me gustaría hacer contigo.

A ella se le aceleró el corazón.

–¿De qué se trata?

–Enseñarte el hospital, en cuanto me ponga un atuendo más apropiado.

Kate volvió a respirar. Por un momento había esperado que le propusiera algo más excitante.

–Me encantaría ver las instalaciones.

–Si quieres, el puesto es tuyo. Ella frunció el ceño.

–¿Así, sin más?

–La verdad es que ya venías muy bien recomendada por el director del hospital en el que trabajabas. Nuestra reunión ha sido una mera formalidad.

–Voy a considerar seriamente la oferta. Pero antes me gustaría echar un vistazo para asegurarme de que me interesa.

–Por cierto, ¿tienes alojamiento?

–Tengo una habitación en el Saint Simone Inn.

–Deberías hospedarte en palacio. Aquí estarías mucho más cómoda.

Pero Kate sabía que aunque hubiera cien habitaciones, y sospechaba que las había, no podría estar cómoda con él allí.

–Te agradezco la hospitalidad, pero prefiero quedarme en el hotel.

–Avísame si cambias de idea.

–Muy bien.

En aquel momento llamaron a la puerta, y una mujer corpulenta y canosa entró en la habitación con una bandeja con té y bollos. Marc no quiso té, pero cuando se fue la mujer, tomó una pasta y se la ofreció a Kate en la boca.

–Prueba los mazapanes. Son uno de mis dos placeres favoritos.

Ella no estaba segura de poder tragar.

–¿En serio? ¿Y cuál es el otro? Por fin, Marc sonrió.

–Cualquier persona debería tener derecho a guardarse algún secreto, Kate. Hasta un rey.

Dada la manifiesta sensualidad de Marc, ella sospechaba que tenía un montón de secretos. Y también sospechaba que su otro placer favorito no tenía menos que ver con la comida que con sus deseos como hombre. Un hombre demasiado tentador para su salud.

Desde que había salido de Harvard, Marcelo había pasado casi ocho años viajando y viendo las maravillas del mundo. En los últimos nueve meses había visto el insoportable escrutinio al que estaba sometido un rey. Aunque en todas sus vivencias jamás había visto nada tan sorprendente como la mujer que estaba sentada con él en el asiento trasero del Rolls-Royce.

Cuando la había conocido años atrás era una estudiante tímida e inteligente que se escondía detrás de unas gafas gruesas y ropa demasiado holgada, pero se había convertido en una mujer con estilo y segura de sí misma. Marc admiraba tanto su confianza como sus cambios físicos.

Mientras avanzaban por Saint Simone hacia el hospital, se volvió a mirar las pintorescas tiendas de las calles adoquinadas. Aunque casi no había tráfico, las calles estaban atestadas de turistas y de residentes que se habían detenido a mirar pasar la comitiva. Marc tenía la impresión de que nunca se acostumbraría a semejante espectáculo.

A veces salía a caminar entre los vecinos como un hombre cualquiera y entraba a la confitería a comprar palos de nata, su segunda pasión favorita en lo relativo a la comida. Otras veces se ponía una vieja sudadera y unos vaqueros e iba a jugar al rugby con el equipo local. Otras, deseaba no haber nacido en la nobleza.

–Esta ciudad es increíble.

La suave cadencia de la voz de Kate le hizo volver su atención a ella. Recordó que en la universidad estaba enamorado de su encantador acento. Sin embargo, nunca la había visto más que como a una amiga y, en cierta medida, como una salvación. De no haber sido por ella jamás habría terminado aquel extenuante primer curso en Harvard.

–¿Qué es ese edificio de allí? –preguntó Kate, señalando una construcción.

–Es la catedral de Saint Simone. Mis padres se casaron ahí.

Ella lo miró con sus increíbles ojos verdes.

–Es una preciosidad. Todas esas vidrieras…

Para Marc, Kate también era una preciosidad. Suponía que para muchos sólo sería bonita, con su nariz respingona, sus pecas y sus facciones angulosas. Pero sus enormes ojos, de un color parecido al de los bosques de los Pirineos, y su melena castaña, eran atributos más que apetecibles.

Por mucho que lo intentara, Marc no podía quitarle los ojos de encima. El traje color lavanda se ajustaba a la perfección, revelando unas piernas elegantes que llamarían la atención de cualquier hombre. Aunque era de constitución mediana, tenía curvas muy generosas. Pero él siempre había pensado que algunas de las mejores cosas de la vida venían en envase pequeño e imaginaba que Kate no era la excepción.

Aunque no debía, la veía como una mujer atractiva a la que deseaba conocer mejor. No en los fríos confines de un laboratorio de universidad, sino entre sábanas de seda. Sin embargo, era imposible.

Por mucho que el hombre que había en Marc deseara a Kate Milner, el rey en que se había convertido le impedía actuar en pos de su deseo. Tenía que mantenerse firme para conseguir convertirse en un líder respetado.

Aun así, se imaginó recorriendo el delicado cuello de Kate con la boca entreabierta, subiendo hasta sus labios y devorándola con un beso. Ella le respondía ardientemente, incitándolo a seguir mientras él le deslizaba una mano por debajo de la falda y la subía hasta rozar el centro de su ser. La tentaba con los dedos, con la boca, y la hacía gemir, ansiosa por sentirlo dentro. Él le hacía el amor sin preocuparse de quién era ni de dónde estaba, sin considerar las consecuencias.

El vehículo se detuvo de repente, arrancando las imágenes de su mente, pero no la tensión que la fantasía le había provocado. Estaba excitado y no podía hacer nada para ocultar la erección. Sólo esperaba que Kate no lo notara antes de que tuviera oportunidad de recomponerse, y que la chaqueta lo cubriera cuando salieran del coche.