Del deber al deseo - Charlene Sands - E-Book
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Del deber al deseo E-Book

Charlene Sands

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Beschreibung

¿Solo un asunto de negocios? Tony Carlino mantuvo la promesa de casarse con la viuda de su mejor amigo, Rena Montgomery. Rena y él habían vivido un tórrido romance hacía mucho tiempo y Tony la había abandonado… Pero ni un matrimonio obligado podía disminuir el deseo que Tony todavía sentía por ella. Rena no había perdonado a Tony por separarse de ella y se casó con él solo por la seguridad que su apellido y su dinero le podían dar a ella, a su bodega y al hijo que llevaba en su vientre. No se podía permitir el lujo de confesar que deseaba a su nuevo marido.

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Charlene Swink. Todos los derechos reservados.

DEL DEBER AL DESEO, N.º 1890 - Enero 2013

Título original: Million-Dollar Marriage Merger

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2600-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

Tony Carlino estaba encaprichado con los coches, la velocidad y el peligro desde la infancia. Las colinas de Napa, origen de muchos merlot y pinot excelentes, ya se habían convertido en su campo de juegos cuando solo tenía seis años. Se subía a su monopatín, se lanzaba por los terraplenes a toda velocidad y, frecuentemente, terminaba de cabeza en la hierba.

Pero Tony no se rendía nunca cuando quería algo. No se dio por satisfecho hasta que dominó las pendientes con el monopatín, con la bicicleta y, por último, con la moto. Más tarde, se graduó en las carreras de coches de la NASCAR y se convirtió en un campeón.

Con el tiempo, dejó temporalmente las carreras y se encaprichó de otras cosas. Ya no estaba fascinado con los coches y la velocidad, sino con una clase de peligro muy diferente, que no tenía nada que ver con eso.

Rena Fairfield Montgomery.

Miró a la viuda de ojos azules desde el otro lado de la tumba donde se habían congregado varias docenas de personas. El viento del valle jugueteaba con su vestido solemnemente negro, le apartaba el pelo de la cara y mostraba su expresión de tristeza.

Rena le odiaba.

Por buenos motivos.

Además, Tony sabía que, cuando terminara la ceremonia, se vería obligado a internarse en un campo minado de emociones. Y no había nada que fuera más peligroso para él. Especialmente, cuando se trataba de Rena y de todo lo que representaba.

Giró la cabeza y observó las tierras y las viñas de los Carlino; las tierras y las viñas que habían alimentado a su familia durante generaciones, las que él había repudiado en cierta ocasión, las que habían pasado a ser responsabilidad suya y de sus hermanos desde el fallecimiento de su padre.

Volvió a mirar a Rena, que ya se había quedado sin lágrimas. Estaba junto al ataúd, de color bronce, mirándolo como si no pudiera creer lo sucedido; como si no pudiera creer que David, su amado esposo, hubiera muerto.

Tony se estremeció y tuvo que hacer un esfuerzo para contener sus propias lágrimas. David había sido su mejor amigo desde que jugaban juntos al monopatín. Habían sido uña y carne. Habían mantenido su amistad en todas las circunstancias y a pesar de la rivalidad que existía entre sus dos familias.

Incluso a pesar de Rena se había enamorado antes de Tony.

En ese momento, Rena extendió un brazo hacia el ramo de flores que estaba sobre el ataúd. Retiró la mano justo cuando las yemas de sus dedos acariciaban un pétalo. Y entonces, miró a Tony.

Al hombre que conocía su secreto. Al hombre que no lo revelaría nunca.

Él le devolvió la mirada y, durante unos segundos, la complicidad y el dolor por la pérdida de David los unió.

Rena parpadeó y se alejó del ataúd con piernas temblorosas, mientras todos miraban a la preciosa viuda que acababa de dar el último adiós a su esposo.

–Era un buen tipo –dijo Nick.

Tony miró a Nick y a Joe, sus hermanos pequeños, que se acababan de acercar a él.

–Sí, lo era –replicó, sin apartar la vista de Rena.

–Rena se ha quedado sola –comentó Joe–. Tendrá que trabajar mucho para mantener Purple Fields a flote.

Tony respiró hondo y pensó en su próximo movimiento. Rena y él habían sido rivales durante años, pero la bodega de la viuda se estaba hundiendo poco a poco y se encontraba al borde de la quiebra.

–No tendrá que hacerlo.

Joe se puso tenso.

–¿Es que tienes intención de comprarle el negocio? No lo venderá, hermanito. Es una mujer obstinada. Le han hecho muchas ofertas y las ha rechazado.

–Pero ninguna de esas ofertas será como la mía.

Joe miró a su hermano a los ojos.

–¿Le vas a ofrecer algo que no pueda rechazar?

–Algo así. Le voy a pedir que se case conmigo.

Rena se marchó sola en su coche, rechazando los ofrecimientos de amigos y de vecinos bienintencionados que la querían llevar a casa, sentarse a su lado y rememorar la vida de David Montgomery.

Ella nunca había entendido que la gente se reuniera después de un entierro y se dedicara a comer, a beber e incluso a reír, olvidando a veces el motivo del acto. Pero fuera como fuera, no le podía hacer eso a David, un buen hombre y un marido cariñoso que había muerto a una edad demasiado temprana. No podía celebrar una vida que se había interrumpido en plena juventud, con tantos años por delante.

Así que, cuando llegó el momento de dirigirse a las personas que se habían congregado en el cementerio, se limitó a decir unas palabras antes de subirse al coche y marcharse: «Espero que disculpéis. Necesito estar sola».

Circuló por las carreteras y estrechas calles de Napa, que conocía palmo a palmo porque había crecido y se había casado allí. Y lloró en silencio, derramando lágrimas que ya creía agotadas y que corrieron por sus mejillas.

Al llegar a la propiedad de los Carlino, una extensión de hectáreas y hectáreas de vibrantes viñedos, redujo la velocidad y detuvo el vehículo.

Sabía por qué estaba allí. Sabía por qué se había detenido precisamente ante la puerta de entrada. Rena culpaba a Tony Carlino por la muerte de David y deseaba gritarlo a los cuatro vientos.

Un deportivo de color plateado apareció momentos después y paró detrás de su coche. Al mirar por el retrovisor, Rena supo que había cometido un error grave. Tony bajó del deportivo y caminó hacia su ventanilla.

–Oh, no.

Rena apoyó la frente en el volante, que aferró con fuerza. Se mordió el labio y se tragó el deseo de gritar. No tenía fuerzas suficientes.

–¿Rena?

El rico y profundo tono de la voz de Tony atravesó la ventanilla. Tony había sido su amigo una vez; había sido lo más importante del mundo para ella. Pero las cosas habían cambiado tanto que ahora solo veía a un desconocido que no debería haber vuelto al valle.

–Estoy bien, Tony –dijo, levantando la cabeza del volante.

–No es cierto.

–Acabo de enterrar a mi esposo.

Tony abrió la portezuela.

–Habla conmigo.

Ella sacudió la cabeza.

–No. No puedo.

–Pero has venido aquí por una razón.

Rena cerró los ojos, intentando refrenar sus sentimientos, pero su mente no dejó de pensar en la muerte de David.

Salió del coche, presa de una ira renovada, y empezó a caminar por la estrecha carretera, flanqueada de árboles. A los pies de la colina, el valle se extendía entre vides y casas grandes y pequeñas, donde muchas familias trabajaban juntas, codo con codo, por conseguir una buena cosecha.

Le había prometido a David que sacaría adelante Purple Fields. Una promesa extraña para haberla formulado en su lecho de muerte; pero una promesa que, en todo caso, debía cumplir. Rena amaba Purple Fields; había sido el legado de sus padres y ahora era su hogar, su refugio y su vida.

Caminaba tan deprisa que Tony tardó en alcanzarla.

–Maldita sea, Rena... David era mi amigo. Yo también lo quería.

Rena se detuvo y se giró hacia él.

–¿Que tú lo querías? ¿Cómo te atreves a decir eso? ¡Ha muerto por culpa tuya! –estalló al fin–. No deberías haber vuelto. David era feliz hasta que tú apareciste.

Tony apretó los labios.

–Yo no soy responsable de su muerte, Rena.

–David no se habría sentado al volante de ese coche de carreras si no hubieras vuelto a casa. Desde que volviste, no hacía otra cosa que hablar de ti. ¿Es que no lo entiendes? Tú representabas todo lo que David quería. Te fuiste de los viñedos. Te hiciste piloto. Ganabas carreras. Te convertiste en un campeón.

Tony sacudió la cabeza.

–Fue un accidente, Rena; solo un accidente.

–Un accidente que no se habría producido si te hubieras mantenido lejos –insistió.

–Sabes perfectamente que no podía. Mi padre falleció hace dos meses. Volví a casa para dirigir la empresa.

Rena clavó la mirada en sus ojos, con frialdad.

–Ah, claro, tu padre.

Santo Carlino, el padre de Tony, había sido un hombre capaz de hacer cualquier cosa por su imperio vinícola. Había intentado comprar todas las bodegas pequeñas del valle; y cuando sus dueños se negaban a vender, él encontraba la forma de arruinarlos. Purple Fields había sido la excepción, una espina clavada en el corazón de los Carlino. Los padres de Rena se habían resistido con uñas y dientes y se habían salido con la suya.

–No quiero hablar mal de los muertos –continuó ella–, pero...

–Ya sé que lo despreciabas –la interrumpió.

Rena se mordió la lengua.

–Márchate, Tony. Déjame en paz.

Tony sonrió.

–Lamento decirte que estoy en mis tierras.

Rena respiró hondo y se maldijo en silencio por haber ido a su propiedad. Como David habría dicho, había sido una decisión propia de una descerebrada.

Ya se dirigía de vuelta al coche cuando Tony la agarró del brazo.

–Deja que te ayude.

A ella se le hizo un nudo en la garganta. Al parecer, Tony no sabía lo que le estaba pidiendo; no sabía que jamás aceptaría su ayuda.

Lo miró una vez más y se llevó una sorpresa. Eran los mismos ojos oscuros de siempre, pero su mirada había cambiado. Ahora tenía un fondo de paciencia que jamás habría creído posible en Tony Carlino. Al fin y al cabo, no había ganado un campeonato nacional por su habilidad para esperar.

–No me toques, por favor.

Él miró el brazo de Rena y lo acarició con dulzura, subiendo y bajando la mano por su piel.

–Lo digo en serio, Rena. Me necesitas.

Rena se apartó de Tony y se alejó un poco.

–No, yo no te he necesitado nunca. Además, solo me ofreces tu ayuda porque te sientes culpable –dijo.

Tony le dedicó una mirada helada.

Ella se alegró.

No necesitaba ni su ayuda ni su lástima. Se las había arreglado doce años sin Tony Carlino y no necesitaba nada que le pudiera ofrecer.

Solo quería acurrucarse en su cama y soñar con el día en el que, por fin, tuviera a su hijo entre los brazos.

Tony cerró los libros de contabilidad de los Carlino, estiró las piernas y se frotó el hombro, que le dolía. Sus viejas lesiones de piloto de carreras tenían la extraña habilidad de hacer acto de presencia cada vez que se sentaba en el despacho de su difunto padre. Quizás fuera porque Santo se había opuesto a que se marchara de Napa. Pero puestos a elegir entre el negocio familiar y las carreras, eligió lo segundo.

Tony quería algo más que uvas, viñas y una preocupación constante por la vendimia y por el tiempo que iba a hacer. Santo se lo tomó tan mal que incluso se negó a hablar con él cuando se marchó. No en vano, era el mayor de sus tres hijos; el que algún día se haría cargo del negocio. Y al final resultó que ninguno de los tres se quedó en casa.

Pero desde entonces, habían pasado doce años.

Y muerto Santo, Tony no había tenido más remedio que volver.

El testamento de su padre estipulaba que, si los tres hermanos querían recibir la herencia que les correspondía, tenían que volver a las tierras de los Carlino, dirigir la empresa y ponerse de acuerdo para que uno de ellos asumiera el cargo de presidente en un plazo no superior a seis meses.

Tony sabía que el testamento de Santo no era más que un truco para manipularlos. Pero él no estaba allí por el dinero de la herencia. Él tenía dinero de sobra. Había vuelto para asistir al entierro de su padre y para recuperarse de las heridas que había sufrido meses atrás, al sufrir un accidente en la carrera de Bristol.

Como hermano mayor, le había correspondido la tarea de llamar a sus hermanos y pedirles que volvieran a casa. Joe, el cerebro de la familia, estaba viviendo en Nueva York, donde trabajaba en su última invención para la industria informática. En cuanto a Nick, el menor de los tres, se estaba ganando toda una reputación como seductor y como jugador en Europa.

Tony sonrió al pensar en Nick. Tenía una vitalidad desbordante, frente a la que habría palidecido el propio Santo Carlino en sus días de juventud. Pero, a pesar de su carácter, Tony no podía negar que Santo también había sido un marido leal y afectuoso. Muchos pensaban que Josephina le había soportado porque era una especie de santa. No podían estar más equivocados. En realidad, Santo habría hecho cualquier cosa por ella.

–Bueno, ¿cuándo es la boda?

Tony se giró hacia Joe, que acababa de entrar en el despacho.

–¿Cómo?

–¿No dijiste que te ibas a casar?

Tony apartó los libros de contabilidad y se recostó en el sillón.

–Para casarse, se necesita una novia.

–Sí, eso tengo entendido –dijo con humor–. Pero dime, ¿por qué has elegido a Rena? ¿Es por Purple Fields? ¿O por otra cosa?

Su hermano mayor suspiró.

–Quizás sea porque lo quiero todo.

–¿Lo quieres? ¿O lo deseas? –preguntó con malicia.

Tony entrecerró los ojos.

–No sigas por ese camino, Joe –le advirtió.

Joe se encogió de hombros.

–Es la primera vez que hablas de matrimonio. Y lo último que esperaba oír tras el entierro de David es que tienes intención de casarte con su viuda... Aunque se trate de Rena. Además, todos sabemos que no es precisamente tu mayor seguidora.

Tony soltó un bufido.

–No me digas –se burló.

–Aún no has contestado a mi pregunta. ¿Por qué te quieres casar con ella? –insistió–. ¿Estás enamorado?

Tony frunció el ceño a pesar de sus esfuerzos por mantenerse impasible. Había estado enamorado de Rena en su juventud, pero las carreras le gustaban aún más que ella y, al final, le había partido el corazón.

Ahora se le había presentado la oportunidad de pagar la deuda que había contraído con Rena y de honrar la promesa que le había hecho a David cuando su amigo se encontraba al borde de la muerte. David le imploró que cuidara de su esposa y del hijo que, según sospechaba, llevaba en su vientre.

Tony no tuvo más remedio que aceptar. No sabía si estaba preparado para casarse con ella y para cuidar de un niño que ni siquiera era suyo, pero lo haría de todas formas.

–No, no estoy enamorado... –Se levantó y miró a su hermano a los ojos, bajando la voz–. Es por otro motivo.

–¿Otro motivo?

–Le prometí a David que cuidaría de su bodega, de Rena y... del hijo que está esperando –le informó.

Joe se llevó una mano a las gafas y se las ajustó un poco mientras miraba a su hermano. Después, asintió y dijo:

–Comprendo. Y supongo que Rena no lo sabe.

–No.

–¿La ves con frecuencia?

–Me temo que no –contestó–. La he llamado varias veces desde el entierro, pero se niega a hablar conmigo.

–No me extraña.

–¿Cómo que no te extraña?

–Oh, vamos, Tony... ¿creías que estaría encantada de retomar vuestra relación donde la dejaste hace doce años? Le rompiste el corazón. La dejaste completamente destrozada –le recordó Joe–. Todos se alegraron mucho cuando se enamoró de David y salió del agujero. Discúlpame por lo que voy a decir, pero tu nombre quedó bastante maltrecho durante una temporada.

–Lo sé.

–Luego, empezaste a ganar carreras y la gente olvidó el dolor que le habías causado a Rena. Pero Rena no lo olvidó. Y ahora, por si eso fuera poco, su esposo ha fallecido. No es extraño que no quiera saber nada de ti. Lo ha pasado muy mal.

–En cualquier caso, tengo que mantener la promesa que le hice a David.

Joe sonrió.

–Respeto tu fuerza de voluntad, Tony. Aunque no imagino qué puedes hacer para seducir a una mujer que te...

–¿Que me odia?

–En efecto.

–Bueno, tengo un plan.

Joe sacudió la cabeza.

–Tú siempre tienes uno.

–Y ha llegado la hora de ponerlo en marcha.

Capítulo Dos

Rena miró el interior del armario entre las lágrimas que le cegaban los ojos. Habían pasado tres meses desde el entierro de David y la ropa de su esposo seguía estando al lado de la suya, en el mismo lugar.

Extendió un brazo y acarició su camisa preferida, de color azul pálido. Se recordó sentada junto al fuego, con la cabeza apoyada en el pecho de David, sobre esa misma camisa, mientras él le pasaba un brazo por encima de los hombros.

–¿Qué voy a hacer ahora, David? –se preguntó en voz alta.

Se había quedado viuda a los treinta y un años. Jamás habría imaginado algo así. Sobre todo cuando, unas semanas antes, había estado planeando el momento de decirle a su marido que se había quedado embarazada. Lo tenía todo pensado. Incluso había comprado tres camisetas para celebrar el acontecimiento: la primera, la de David, decía: «soy el padre»; la segunda, la suya, «soy la madre» y la tercera, la del niño, «soy el jefe».

Estaba tan contenta que ni siquiera había ido al médico después de hacerse la prueba de embarazo. Quería que David fuera el primero en saberlo.

Pero las cosas habían cambiado tanto que ahora estaba sola y en una situación extremadamente precaria. La única luz de su vida era el niño que llevaba en su vientre; un niño al que adoraba y al que había jurado proteger a toda costa.

Al cabo de unos minutos, cerró el armario. No se sentía con fuerzas para retirar la ropa de su difunto marido.

–No estoy preparada –susurró.

Poco después, la voz de su vieja amiga Solena Meléndez la sacó de sus pensamientos.

–¿Quieres que te ayude con las cosas de David?

Rena sonrió con tristeza. Desde el fallecimiento de David, Solena había adquirido la costumbre de pasar por la casa todas las mañanas, para asegurarse de que se encontraba bien.

–No, pero te lo agradezco.

Solena y Raymond Meléndez trabajaban en Purple Fields. Solena era la catadora oficial y Raymond se encargaba de supervisar los viñedos. Habían sido empleados leales de la empresa desde que Rena y David la heredaron, tras la muerte de sus padres.

–Todo lleva su tiempo, Rena.

Rena asintió.

–Lo sé.

–Y cuando llegue el momento, te ayudaré.

Rena volvió a sonreír y se secó las lágrimas.

–Gracias, Solena.

Se acercó a Solena y la abrazó. Su relación con Raymond y con ella había cambiado con el transcurso de los años; ya no los consideraba empleados, sino amigos.

Amigos cuyos salarios no podría pagar si no conseguía un crédito del banco.

–Hoy hemos recibido varios pedidos –le informó–. Me aseguraré de que lleguen a tiempo.

Rena asintió. Por suerte, Solena le recordaba todos los días que tenía un negocio que dirigir. Purple Fields era una bodega pequeña pero de gran reputación que se había mantenido por sí misma hasta que la crisis económica y la presión de las bodegas más grandes empezaron a hacer mella.

–Hoy tengo una reunión en el banco.