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Yo soy el enemigo. Soy la discordia, el distanciamiento, la hostilidad. El encarnizado, el declarado; el que lo es con propósito fijo de ellos de oponerse a mí y destrozarme. Yo, para ellos: el enemigo. Por eso te convierten en camella, te soplan con una caña una piedrita para que, en su larga travesía interna, la piedra te produzca un temblor y no quedes preñada. Un enemigo con hijos es la duplicación del enemigo. Si no pueden secarme, guardan piedras adentro para hacer de este lugar un desierto. Así la pregunta ya no sería cuánto valen las tierras, sino, cómo se mide la arena. Partículas fosilizadas moviéndose por el aire, éxodos. Pongo mi cabeza sobre tu vientre, escucho. En la guerra hay que tener buen oído. Decime cuánto me querés, me decías. Y yo escuchando la piedra que aniquilaba el fuego me convierto en volcán. Un volcán que busca a la hembra del camello. La empujo con mi mano de cráter, con materia ígnea, placas, aguas termales, nubes ardientes que al enfriarse pueden sepultar ciudades enteras. La arena, el éxodo, el volcán, un cráter que ciñe el cinturón en los bordes de tu cuerpo borrando todo temblor, te destruyen. Entonces se borra. Se borra la frase que pregunta cuánto valen nuestras tierras.
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Seitenzahl: 192
Veröffentlichungsjahr: 2021
Ana Arzoumanian
Del vodka hecho con moras
ColecciónEl Auradirigida por Eduardo Álvarez Tuñón y Mario Sampaolesi
Arzoumanian, Ana
Del vodka hecho con moras. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2015. - (El aura; 0)
E-Book.
ISBN 978-987-599-438-6
1. Narrativa Argentina. I. Título
CDD A863
Imagen de tapa: intervención sobre foto gentileza de Rubén Mangasaryan. Serie: “Por el camino hacia la independencia”.
Foto de solapa: Silvina Báez
©Libros del Zorzal, 2015
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la Ley 11.723
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para aquel que acampa en la montaña profunda, quien no intercambia, sino que marca mi cuerpo que es de tierra
“para él, me dijo, la patria era
-que yo beba el café de mi madre y que vuelva por la noche”
Mahmud Darwish.
Un soldado que sueña con lirios blancos
“que los dedos de la recolección se manchan”Sandro Barrella
No se podía matar a alguien que dormía. Antes había que despertarlo.
Ese que ven allí soy yo. Ese con el pantalón meado. Ese en la frontera. Tirado en la frontera, una bala y el pantalón meado. Yo.
¿Estoy en Europa o en Asia? En una casi isla formada en épocas remotas. Una extensión continua de tierra. Una barrera coralina que apareció a medida que el volcán fue hundiéndose. Aquel sitio que los árabes han dado en llamar la montaña de las lenguas. Estoy en Lachin, en Kelbajar, en Kubatly; laderas que alguna vez pertenecieron al Kurdistán rojo.
Iosif Jugashvili, el georgiano más ruso, el hierro más georgiano dibujó el mapa donde ahora estoy tirado; puso nuevos nombres. Los escribió con el esfuerzo congelado de Siberia.
Cómo te explico dónde estoy con una frase que equivalga exactamente en significado a la palabra que designa. Una palabra ya como tenga que ser, y no sujeta a cambios. La redacción definitiva de un documento. Una constatación.
Aquí todo habla. Los caminos, el puente, los monumentos, las alfombras, los cinturones y las mantas adornadas por las mujeres. Decisivo, firme, irreversible el pagaré de gemido que el vendedor me ha entregado. La perpetua dependencia, el derecho de seguimiento sobre la tierra y las personas.
Lachin, Kelbajar, Kubatly (antes del Kurdistán rojo) como el pago constante de hombre a mujer, de mujer a hombre, a cambio de sexo.
Definitivo.
Mi cuerpo.
Punto de una cosa tras la cual ya no hay más.
Final.
Mi cuerpo, definitivamente; aquí.
Te veo llegando. Hiciste escala en el aeropuerto de Praga. Te hablaban en checo. En checo el anuncio de las puertas de abordaje, el nombre del hotel de pasajeros en luces de neón en el mismo pasillo de la terminal con un nombre en checo que no entendías, pero que indicaba que podías descansar o lamer a algún checo antes de llegar. Iosif Jugashvili hacía rato había muerto, pero todo el lugar mantenía el gusto soviético del hombre de hierro georgiano.
Te sacaste los zapatos, te revisaron el bolso. Subiste al avión. Destino: Ereván.
Destino. Ereván.
¿Estás en Europa o en Asia?
Viste las señas de amistad de los pueblos estalinistas apenas cruzaste los puestos de control de la aduana. Carteles en armenio y, de pronto, el alfabeto cirílico en forma de palabras, huellas medievales de los eslavos del este.
Una cosa en lugar de otra. Luego de la muerte de Stalin las estatuas que lo recordaban en Tbilisi y en Ereván fueron reemplazadas por la Madre Georgia y la Madre Armenia.
El cuerpo de la Nación. Las marcas de la patria en tu cara. Cuando avanzabas por las calles en tu camino hacia el hotel, comenzaste a mirar los rostros. Observar si tus ojos o tus labios o el ancho de tu frente. Comprobar las marcas de la nación. Pero no. Tus rasgos, como una alfombra que se golpea para quitarle el polvo, habrían sido sacudidos por Oriente. Estos rostros pertenecían a otro lugar. Transcaucasia. Cáucaso Sur.
¿Estamos en Europa o en Asia?
La militarización. Los refugiados. Los cuatro años de guerra y el débil cese de fuego. Las minas antipersonales y un punto de contacto de quinientos metros. Extendido, yo soy la primera región disidente.
Para responder a la pregunta quién. ¿Quién estuvo aquí primero? Toda la Unión Soviética cayó en bloque. Camino al hotel, la luz de la ciudad, esa misma luz caliente que le había hecho decir al poeta que el arquitecto de Ereván había visto una ciudad soleada, brilló en tus ojos como una caída.
Una violación acerca de los límites.
Siempre es acerca de los límites.
El sistema cae. Huelgas. El voto público que no apoyaba a Moscú y el traslado de Stepanakert a la Armenia Soviética. El Politburó se niega.
Un desfile de soberanías.
Fue ese día que me despertaron los revolucionarios. Porque antes de matarme había que salir del sueño. Y yo salí con la historia de unos héroes que ahora tenían mi cara.
Sumgait.
Febrero, 1988. Ataques. Linchamientos multitudinarios. Devastación.
¿Quién empezó primero en el jardín negro de las montañas?
Cuatro años de guerra y un territorio completamente rodeado por tierras extranjeras. Enclavado dentro de otro como fragmento. Suelto.
¿Has visto alguna vez un jardín en cuyo interior reine la oscuridad?
Si extiendo mi brazo muerto tocaría con mi mano la lengua de otra nación.
Tu hotel estaba en la calle Abovian. Te sorprendió que la ciudad fuera cruzada por esta avenida que, justamente, llevaba el nombre de un escritor. Pensaste que una ciudad que tuviera a un escritor en su avenida principal tendría que ver con vos. Y ahora que yo estoy aquí tirado, no puedo contarte que quizás tanta semejanza no estuviera en la literatura, ni en el idioma. Que vos y él se reconocerían por haber desaparecido.
Una mañana, el escritor de la primera novela moderna armenia, sale a dar un paseo. No regresa.
Arrestado o quemado. Por los persas o por los turcos. Enviado a los campos de trabajo por los rusos. O en barricadas de la primavera de los pueblos, la ola revolucionaria europea.
No volvió aquel que ayudó a realizar la primera expedición en llegar al Monte Ararat. No regresó ése que había obtenido apoyo de Nicolás I y se había unido al profesor de filosofía natural de Estonia. El profesor y Abovian bajaron del monte. Pero la guerra necesita de la sorpresa. Hay algo que debés hacer antes. Tenés que hacerlo antes de que ellos lo imaginen.
No regresó.
Entraste a un supermercado en la esquina del hotel para cambiar dinero. Dólares por trams. En una especie de garita, un muchacho hablaba en ruso con otro, contaba los billetes. En las góndolas del fondo, una pared llena de botellas de vodka y la cajera que te miraba mientras tarareaba la canción rusa que pasaban en la radio.
Yo aprendí de a poco la mímica de los rebeldes. La forma de sentarse. Las palmadas en la espalda. El ballet bien meditado de la revolución. Así, las mujeres con unos pañuelos en la cabeza los días de misa y los hombres con sus ropas ajustadas marcando la delgadez de los hombros. Aprendimos a no ser más parte de un imperio. Nos achicamos. Cuando nos hicimos pequeños, se despertó en nosotros a un gigante dormido.
Pero acá vivimos como asiáticos. Asiáticos en un país pequeño que quería volver a dibujar sus mapas. Como un amputado que aún sueña con su miembro perdido, nosotros todavía sentíamos la extensión. ¿Cómo habituarse a retroceder la línea de frontera? Cómo olvidarse que cuando salíamos, antes, antes, antes, éramos los ciudadanos del imperio más temido.
Pensamos, una manera de vencer esta pequeñez, podría ser la destrucción de edificios. Utilizar los edificios como armas, construir una ciudad con calles para que pasen los tanques.
Fuimos la primera república de la era soviética, de cuando éramos grandes, en elegir un gobierno no comunista.
Los criminales suelen ser patriotas ilustres. Y la guerra es un buen lugar para criminales. Tanques. Artillería. Aviones. Khojali. ¿Fuimos víctimas aún ahí?
Entraste al hotel. Pediste una habitación que ya habías reservado. Subiste con la valija, la habitación te pareció pequeña. Pediste cambiarla por una más grande; ofreciste pagar por la diferencia. No es cuestión de dinero, te dijeron los hijos de la reconstrucción, de la apertura, la transparencia. Los hijos de la perestroika ya no usan uniformes, o eso creen. Los que habían escuchado las historias de los padres de Yeltsin en el gulag, te dijeron no. No es cuestión de dinero. Te dijeron que ese cuarto para vos sola; que ese cuadrado con una ventana y un baño, para vos sola, alcanzaba.
¿Cuánta tierra se necesita para poder nombrarse? Sólo las tumbas ya no piden, y llevan un nombre. Una habitación chica como este país chico por el que yo levanté las armas.
Te vi.
Yo daba unas conferencias en ese hotel acerca del uso militar de las traducciones. Analizaba años de historia de literatura armenia, desde el primer esbozo con la creación del alfabeto y la traducción de la biblia; de cómo la lengua construyó el ejército.
Te vi.
Escuché la manera en que pronunciabas las letras tensadas en tu garganta.
Quise acariciarte la línea que va de la nariz hacia la frente como lo hubiera hecho con los hijos que no tuve. Y no sé qué impulso me llevó a querer que tragaras una a una las letras de mi semen.
Un pez nocturno flotando sobre los corales. Oleaje reluciente de peces voladores saltando encima del agua. La irradiación que dejan. Aquí. Durante. Su vacío vertical. Blanda, la Unión Soviética se desintegró, descendiendo. Un deslizadero de carne.
Se necesitó coraje, olvidarnos de nosotros mismos en ese despeñadero para construir una nueva residencia. Eso que nos excedía colmarlo con nuevos gestos; volver a excitar el asco. Puse las manos. Veinte dedos en círculo. Trepar por la montaña en un asidero de estrella de mar. Las manos apretaban la roca; el sexo, paralelo a las laderas. Yo, un útero elástico no vivía sino como resto de separaciones. Veinte dedos. Denso, dilatado, absorbía antílopes ahí donde las manos recordaban.
Un resto de todas las separaciones captaba en masa a ex combatientes. Las águilas y los buitres, esas bestias que nos habitaban recibían el mensaje de Moscú: obedeced. Joziain, el señor de la casa, el jefe, distribuía el tráfico de recuerdos. Cascos, bayonetas, fusiles. El estremecimiento de la cacería. Eso era el coraje, ante la desintegración, el encanto del crecimiento, un narcótico que multiplicaba nuestras posiciones a voluntad.
Una parte de mí realizaba la acción, y otra la miraba.
Un cuántos azeríes has matado se repetía entre las edificaciones, las instalaciones militares, las tierras labradas. Bastante para garantizar que ellos no nos mataran: la respuesta en un balancín, una cuna, un caballo o una mecedora. Una respuesta en giros. Una respuesta agazapada vuelve virgen a la niña nacida en Judea. Una respuesta mimosa del saludo de la hijastra de Herodes. Una respuesta de velos a fundición desnudando lo que ocurrió y lo que pareció ocurrir.
Una isla dentro de una isla.
Veinte dedos en círculo, un asidero de estrella de mar apretando la roca. Y las aguas fosforescentes. Y los peces luminosos.
¿Has visto alguna vez un parto de hombre? Yo, pariendo en la montaña ahí donde mujeres embarazadas frotaban sus vientres para asegurarse un parto fácil. Una isla dentro de una isla flotando sobre corales. Parir. Tiendas apiladas en mi piel y desde allí el mayor éxodo de refugiados que viera Europa después de la Segunda Guerra Mundial.
Luego de registrarte en el lobby del hotel, te detuviste unos minutos antes de subir a tu cuarto frente a un cuadro de Surenyants. Salomé. Un nombre que es un saludo que, si en hebreo es paz, en armenio era: sólo nosotros estamos vivos aquí.
Yo revisaba los apuntes de mi conferencia sobre traducción, y te vi. Te vi bailando con tus ojos los colores de Salomé. Pedime lo que quieras, te hubiera dicho. Y vos: las autoridades consideran la baja de natalidad como una amenaza a la seguridad nacional. Vos, regalándome esa risa, el júbilo sobre una bandeja, la cabeza que indicaba que él está muerto. Y yo no.
El uso eficaz del acero frío.
La confederación de los pueblos de la montaña.
Izados sobre ruedas gozábamos de la suspensión de los pájaros. Íbamos ligeros de huesos con nuestro deseo de luchar y morir. La guerra tátara-armenia en Bakú nos había quebrado. El desgaste, como una práctica musical o naval, nos servía de amuleto para ahuyentar el miedo. Cuando nos reclutaron nos hacían apuntar mecánicamente a un maniquí como apuntando una y otra vez a un cuerpo vivo. Así se escapa de la gravedad, obedeciéndola. Un cabeceo, el balanceo del cuerpo en ese torrente de montaña. En el eje del trompo, un vertedor. Ahora es en el hueco de la palma donde se siente el tensor del fusil y un voy a alcanzarte, voy a alcanzarte. Y la mirada en los ojos de los aldeanos cuando disparábamos. Mi amuleto para ahuyentar el temor en el momento del ya, del hacer algo ya.
Las armas nos llegaban de Moscú. La base militar en Gyumrí cumplía con las reglas del vasallaje.
Nosotros estábamos lejos de América, no habíamos estudiado en nuestros libros la travesía transatlántica, la aventura sin idioma en búsqueda de especias. Y, sin embargo, era ese mismo grito que nos anudaba a un barco que se hundía. Un: tierra, tierra. Una ruta de la Seda al revés, una ruta vacía de gusanos, una ruta sin mercadeo. Una ruta hacia la tierra por el océano de aquellos que nos habían desposeído. Una tierra perforada de angosturas, de canales, de redes. No teníamos para comer. Sólo nos daban una especie de sopa preparada de pasto en agua hervida. Un entrenamiento por el hambre. Un hambre que gritara tierra, tierra, por ti muero, moriría. Porque sólo cuando aceptás tu propia muerte podés convertirte en un matador.
En mayo de 1994 terminó la guerra.
No hubo paz.
A la mañana siguiente de tu llegada abriste las ventanas de tu cuarto. Un bloque de cemento daba forma a una especie de condominio con un patio interno. El sol era brillante. Fuiste a caminar hasta la plaza de la República. Te sentaste en la terraza de una cafetería frente a las aguas danzantes. Desayunabas café, sandía y queso. El estilo soviético reavivaba el espíritu de caballería, un deseo que asumían las piedras, un deseo de restaurar el orgullo al pueblo y a la ciudad. Mirabas a la gente en un día de trabajo entre edificios de gobierno. Todavía casi inmersa en las sábanas entre el café intenso y el rojo jugoso de la sandía. Más tarde me contaste tu sueño. Esa primera noche en Ereván soñabas que amamantabas a un niño. Que un niño buscaba tu pezón, lo mordía. Que los labios del niño era la punta carnosa de un miembro.
La salpicadura de la boca del fusil.
Un partido. Un sindicato. Una sociedad civil. Espías y policías al servicio del gulag. Habitábamos el mismo imperio de las fortalezas de madera moscovita, las ciudades de barbas espesas y gorros de piel donde todavía sobrevolaban las águilas bicéfalas del zar. La Krasnoia se volvió roja en esa postal que había dibujado Iván el Terrible, con cúpulas multicolores que se imponían en la iglesia de San Basilio para celebrar la victoria sobre los tártaros. Un aire inabarcable de acecho, de conspiración, vaciaba el estómago. Y cuanto más vacío el estómago, más zumbaba. Ésa es la cuna del pensamiento único. Se pensaba sólo en comer. A la gran guerra patriótica la había vencido el hambre. Teníamos hambre. Tenía hambre mi padre cuya particular obsesión era comer. Así derrotó al invasor nazi en 1945. Mi padre que reclutaba guerreros en cada casa, en cada pedazo de ruina, cada sótano, incendiando pueblos, destruyendo lo que había a su paso. Una gran guerra patriótica llevó al ejército Rojo a Berlín. Una victoria con veinticinco millones de vecinos muertos. No mi padre. Mi padre no murió para que su hambre no cesara. Extraía metales preciosos día y noche en la punta septentrional de Siberia. Luego de cumplir cinco años de condena, le dieron diez años más por propaganda antisoviética.
En casa ya no teníamos tanta hambre. Pero poco a poco comenzamos a sufrir un síndrome parecido a los hombres del bosque. Porque era como cortar árboles, aunque el árbol es más duro. La sangre hace que el hachazo se sienta blando cuando uno corta en pedazos.
Las tropas a Grozni enviadas por la Rusia sustraída querían hacer de Chechenia la Kuwait del Cáucaso. Pero los milicianos les recordaron que el hambre no para con nada.
La nomenklatura militarizaba los negocios y yo sentí el olor a pólvora en el mismo patio de mi casa. Yo, que no había matado ni una mosca, pensé: puedo matar. Un muro de alambrada separaba aguas, piedras, hierbas que son por un lado armenias, del otro lado turcas. Como los monasterios que se aferran a las montañas para no despeñarse yo me aferré a la idea de que sería fácil. Sólo sería cuestión de saber cómo llegar hasta el final. Una vez allí, nadie nos diría, dónde llegaste. No tendríamos ya más límites, nuestras serían más y más tierras hasta rearmar el mapa de los sueños de la décima provincia de Armen. Artsaj, la Albania Caucásica sería nuestra, nuestra.
Yo fui hasta el final y cuando me pregunté dónde había llegado, te estaba acompañando a visitar la casa de Paradjanov. Una casa que no había sido su casa, sino una muestra de su casa de Tbilisi de manteles bordados, de porcelanas y pinturas que vibraban en tus ojos. En el jardín de entrada una mesa y unas banquetas improvisadas debajo de la parra te hicieron recordar los domingos debajo del nogal en la casa de tu abuela. No en la casa, en las historias entre corderos asados y leche cuajada, en mujeres que se disfrazaban de hombres musulmanes para conseguir comida, en los cuerpos chamuscados al fuego, escaldados al modo que se pudiera desprender la piel como se hace con los cerdos.
Aquí también era domingo, salimos a dar un paseo por el Vernissage.
Mientras deambulábamos por la feria de artesanías, sentí tu olor como de hierbas levemente enfriadas, de montañas que aún están frescas, de desfiladeros por donde se perciben las sacudidas subterráneas de volcanes apagados. En los puestos querían venderte cruces, anillos, pulseras de ónix, de ágata, de cuarzo rojo. Aros de coralina de un rosa lácteo ligeramente matizado de aguamarina. La toba de Artik, una losa seca de un violeta dorado en objetos que te recordaran que también nosotros vencimos a Hitler. Que te recordaran que luego de la Revolución de Octubre nos sentimos dueños. Te recordaran la niebla azulina con aliento a cobre y un color parecido al de los óxidos del lago Sangriento de Najicheván con sus peleas en verano por el agua.
Vos besabas los jachkar tallados sobre piedra o sobre madera. En cada beso los campesinos te izaban la bandera de la insurrección. Cada beso, a su paso, destruía todo, te recordaba que antes de vencer a Hitler los campesinos hablaron el lenguaje de la revolución y fuimos iguales iguales iguales.
Por décadas creímos en esto, amor. Pero cuando nos conocimos ya nos habían expuesto a la desigualdad. Y sin embargo, aún había una cosa que nos congregaba, que nos hacía semejantes: la guerra.
Yo tenía el componente sigiloso de los guerreros, cadera estrecha, un espacio entre los muslos, una prominencia en la curvatura interna de las pantorrillas, y el vello púbico avanzando hacia el ombligo. Pronto adquirí el celo y la prisa eléctrica de las panteras. Veía los dientes relucientes contra mi punto de mira y apretaba el gatillo. Entre disparo y disparo, acariciaba el arma en la única comba que tenía, ese pedazo de hierro gastado. Para no enloquecer había aprendido a despreciar. Los niños eran enemigos potenciales, y las mujeres se las sometía como rehenes. Sólo sentía una cierta emoción cuando las violaba.
Esto es algo que no debo contarte.
Pero las palabras se me escapan, se me escurren como la meada en el pantalón, como los ojos dando vueltas en las órbitas y no encontrando objeto, como la mano que no siente, no siente.
Llamaron al Hospital Republicano de la ciudad. Dos jóvenes azeríes de Stepanakert habían sido violadas en el Instituto Pedagógico.
Dije que no había sido yo.
El diario Literaturnaya Gazeta mencionaba las armas de origen checo que teníamos escondidas. Pero los rebeldes de Sumgait no necesitaban envíos de países vecinos, usaban las cañerías de las fábricas como fusiles improvisados.
Aquí y allá. Estelas funerarias de piedra caliza. Piedras torcidas, hundidas por el paso del tiempo, indicaban el camino intrincado de una isla con su historia de elevaciones y hundimientos. Con sus formaciones y destrucciones de arrecifes; sus venenos naturales. Troncos altos y sin ramificaciones que concentraban sus energías al subir. Pura exuberancia vegetal.
Un sonido ancestral, sedante, hipnótico. La camaradería con la tierra.
Dije que no había sido yo.
Un fulgurante mar de metal fundido. Y la mirada en esas mujeres que me recordaba el hábito de algunos reptiles.
El arrastrarse de ciertos reptiles. No las mujeres. Yo.
Una isla con estelas funerarias de piedra caliza cuando es sorprendida por la lluvia. Las semillas de avellanas secas flotan y viajan como si estuvieran en el mar. No las avellanas secas. Yo. Floto como bolsas de piedra arrojada por erupciones volcánicas. Atravieso cornisas montañosas; vertientes. Bosques, matorrales. Me convierto en una roca por evaporación del agua. Una roca sobre la cual han escrito “que abandonen nuestras tierras”. Y la roca, la inscripción flotando como semilla de avellana, flota. Flota y se traslada como un adán hombre, nacido hombre entre las piernas de las azeríes. Un adán que anuncia en la radio Svoboda: que abandonen nuestras tierras.
Remueven la gran estatua de Lenin que dominaba la plaza. Remueven la estatua de Stepanakert mientras trasladan a las dos jóvenes del Instituto Pedagógico al Hospital Republicano. Yo me repito: sólo me fío de alguien que haya matado ya. Como en los antiguos koljós, las granjas colectivas cuando mi padre se negó a poner en común al ganado y lo mató, lo mató.
Seguimos la senda de hojas de nogales; un laberinto de grutas, de puertas colgantes de madera. Entramos a una especie de parador excavado en la montaña de un amigo soldado que atendía las mesas con su uniforme de guerra. Un corte vertical en el gris de la piedra. En el interior, alfombras sobre unos troncos que servían de sillas, un vino rojo de la región y el pan recién horneado con queso blanco de oveja. Mi amigo tocaba el laúd y vos bailabas con los dedos. No con los pies; los dedos. Los estirabas, los elevabas, los abrías. Mirabas hacia los costados. A tus dedos. A la palma alzada que giraba en el aire, flotaba con el meñique. Vos bailabas y yo pensaba, el arma no es el arsenal de defensa. Miraba tu cintura, tu pelo desordenándose sobre los hombros, pensaba en los expedientes, en los informes secretos. Cerca, el monasterio de Tatev que se usaba como cuartel general desde donde tiraban por el precipicio a los prisioneros bolcheviques. Y vos, bailando. Vos, moviendo montañas. Y yo que era la roca donde estaba escrito: que abandonen nuestras tierras, me transformé en una roca con ojos. Una roca que veía la desposesión. Vos desprendiéndote. Vos el monasterio, Tatev y los bolcheviques que caían. Vos arrebatándote, quitándote a vos misma. Entonces pensé que el arma no es el arsenal de defensa. Que la mujer. Que la madre. Que la curandera. Son para la lucha.
Vos.
La paz es para los vencedores.