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Una política de separación, una conmoción territorial designa al vecino como enemigo, construye un nosotros contra ellos. La caída de un imperio. La persecución de las minorías. El trazado de fronteras fabrica miedo, diseña el terror. Podría tratase de este siglo. Pero no; todavía. El Imperio Otomano, frente a un estado de derrumbe, traducía sus señoríos en espacios nacionales, despoblando. Las marcas sobre el territorio niegan el vientre femenino armenio, se apropian de aquello que sostiene los cimientos de la ciudad nueva. La palabra fiel, de raíz indoeuropea, hace referencia a la encina. Fiel: el resistente, el sólido que, con el paso por las lenguas germanas, lleva el término a las expediciones devastadoras, a la tropa. Fue más tarde que el sentido derivó en confianza, de manera tal de incorporar dicho vocablo al ámbito religioso, al credo. El libro Infieles de Ana Arzoumanian propone una escritura sobre un borramiento, sobre las estrategias de un régimen de seguridad interior estallando en los cuerpos.
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Seitenzahl: 139
Veröffentlichungsjahr: 2021
Ana Arzoumanian
Infieles
Arzoumanian, Ana
Infieles / Ana Arzoumanian. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires Libros del Zorzal, 2017.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-599-528-4
1. Narrativa Argentina. I. Título.
CDD A863
Diseño de tapa: Juan Pablo Cambariere
Foto de solapa: Silvina Báez
©Libros del Zorzal, 2017
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la Ley 11.723
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Lo irrespirable asesinadode tu cuerpo, la estática región.
Luis O. Tedesco, En la maleza
Un poema como cartografía. Un espacio textual donde cohabiten los que veneran. Infieles, cuando un imperio cae. Cuando se deshacen los modos imperiales y nace una república. Cuando para formar parte de un tiempo se limpian los cuerpos de las minorías. Infieles, en el momento anterior a desaparecer o a convertirse, conviviendo en un territorio mientras escuchan los llamados a la oración. Poema salmodiado, poema y cantilación. Las cursivas corresponden a citas del libro sagrado El Corán en la traducción al castellano de Juan Vernet, Barcelona, editorial Austral, 2010, y son reproducidas con el respeto que merece el libro de fe.
Cuando hablo de mi vida ya no cuento esta versión.
Carolyn Forché, El país entre nosotros
Está prohibido, a un pueblo que hemos destruido, el que sus habitantes regresen.
Compré unos cuchillos labrados en la feria de artesanías. Al llegar a la aduana el oficial me dice: en la valija usted tiene unas dagas. Me pide el pasaporte para marcarlo. Le hablo en turco y le contesto que son regalos. Me deja pasar.
Tiene una daga en la valija. Debemos marcar su pasaporte porque está prohibido, a un pueblo que hemos destruido, el que sus habitantes regresen. No me dice esto último. Esta frase es una oración con la que mi padre sueña.
Tengo unos cuchillos labrados que he adquirido en la feria de artesanías de Ereván.
Cuando mi padre estaba en el hospital, producto de la anestesia, deliraba. Al acercarme a visitarlo me decía: “Los enfermeros vienen con cuchillos, tienen ojos tatuados en sus frentes. Los enfermeros son turcos”.
Está prohibido, a un pueblo que hemos destruido, el que sus habitantes regresen.
Voy a Estambul. Hacia la Nueva Roma. Hacia los azulejos decorativos. Hacia la alfombra para el rezo, el servicio del café y los banquetes a la turca. Voy hacia la tradición de comer de las bandejas en el piso. Voy hacia el cristal en el protocolo otomano. Voy hacia una isla sin serpientes ni escorpiones venenosos.
Todo el mundo es una morada, pero Sultanahmet es una cárcel.
Entre la mezquita de Sultanahmet y la Ayasofya construida mil años antes. En una de las siete colinas, el palacio de justicia desaparecido por el fuego en el año 1933. Una prisión luego de la ocupación de Estambul por las fuerzas aliadas.
Voy hacia ese sonido de los pasos diciendo: Alá nos sabe, cada vez que se cerraban las puertas de las celdas por las noches.
Está prohibido, a un pueblo que hemos destruido, el que sus habitantes regresen.
Nunca fui su habitante.
Quiero decirte: lastimame. Me toco el cuerpo, no lo reconozco. Las manos. El dedo. El pulgar. Le pido el pulgar mientras se lo chupo. Luego la mano. El dedo. El pulgar. Mirame las manos, le digo. Está morada. Fijate. Las manos. Mirame las manos.
¿Se deformaron?
Está prohibido, a un pueblo que hemos destruido, el que sus habitantes regresen.
Tengo unos cuchillos en la valija. Unos cuchillos que no son dagas, que he adquirido en la feria de artesanías de Ereván.
Lastimame.
Su mirada fija. Su mirada que no ve. Sus ojos absortos que no ven. En el momento de perder, de acabar. De volcarse, tanto. De soltar. Cuanto más pierde más da. Me sube sobre su vientre. Desnuda sobre su vientre. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste así? Lento. Más lento. Comer. Atar. Golpear. Adorar. Absolutamente afuera. Yo todo afuera. No puedo amamantarte porque no sos mi hijo.
Mordeme hasta que la sangre se haga otra cosa. Lo primero que haré cuando me levante es ir a buscar una cucharita. Una de mango largo.
El banquete a la turca. Una cucharita, no un cuchillo, el filo deshecho de eso que no es una daga en mi valija.
Tengo que marcar su pasaporte.
Y yo hablo en turco.
Hablo en turco. No le digo al oficial de la aduana: escupime. No le digo, Alá nos sabe, cada vez que se cierran las puertas de las celdas por las noches.
Todo el mundo es una morada, pero Sultanahmet es una cárcel.
Escupime.
Y vos desnudo sobre mí, pasás tu lengua en salivas.
Escupime.
Entonces, me mirás, escupís. Yo disemino con las manos tú saliva por mis pechos, las piernas. Me miro las manos. ¿Deformadas? No te pregunto ¿están deformadas?
Cuando todo estuvo listo, me dijo: cuando quieras hablar, tan sólo tenés que mover los dedos. Y abrió el grifo. El agua fluía por todas partes, hacia la boca, la nariz, por toda mi cara. Pero durante un rato, todavía podía respirar.
Contraje la garganta.
Le miro el miembro. Y yo con los ojos de las aves a los costados veo distancias y no profundidades.
Alá nos sabe, cada vez que se cerraban las puertas de las celdas por las noches. Yasar Kemal, novelista, Nazim Hikmet, poeta, Sabahattin Ali, novelista, todos en la cárcel de Sultanahmet. En todo lo que no es mundo, no es morada.
Y acuérdate de Noé, acuérdate de David y Salomón, acuérdate de Job, de Ismael, acuérdate del dueño del Pez, de Zacarías y de aquella que conservó su virginidad.
Todos volverán a nosotros.
Pero está prohibido, a un pueblo al que hemos destruido, el que sus habitantes regresen.
Trato de resistir a la asfixia manteniendo el aire en mis pulmones todo el tiempo que puedo.
Los dedos de ambas manos me tambalean.
Va a hablar, dijo una voz.
Le hablé al oficial de aduana en turco. Y él: “Merhaba,1 bienvenida a Turquía”.
No desposéis a los asociadores hasta que crean. Una sierva creyente es mejor que una asociadora, aunque esta os guste. No desposéis nuestras hijas con los asociadores, hasta que crean. Un esclavo creyente es mejor que una asociadora, aunque este os guste.
Pone su sobretodo debajo de mis rodillas, me dice: ahora sí. Sostiene mi cabeza con las manos para que en el movimiento no me golpee con la pared. Ahora sí.
Proclamación del Único.
Dios uno sin compañero.
No desposéis hasta que crean.
Una sierva es mejor.
Aunque le guste.
El serrallo. El manto que se cruza por delante sin abrocharse.
Todo hombre lleva al nacer el germen del Islam. El ejército fiel a la persona del sultán integrado por extranjeros convertidos.
La leva de niños y adolescentes para formar parte del cuerpo de infantería. Bajo un entrenamiento riguroso, los servidores del Gran Señor.
La leva de niños y adolescentes fieles a la persona del sultán.
El manto que cruza sin abrocharse.
Todo hombre lleva al nacer el germen del Islam.
Rasgándose el pecho, con los brazos clavados de flechas para mostrar la sangre a sus amantes.
Gente de la casa de Osmán.
La cárcel de Sultanahmet es un hotel. Al entrar al cuarto, la pantalla del televisor anuncia: Welcome to Mrs. Arzoumanian.
Bienvenida.
Los servicios del hotel en todo aquello que no es morada, es cárcel.
Vine a Estambul para buscar al hijo de mi abuela.
El hijo de mi abuela no es mi tío.
¿O habrá sido una niña?
No desposéis a las asociadoras hasta que crean. Una sierva es mejor.
Alojada en el Sultanahmet, que no es una cárcel y es un hotel; lejos del Gálata y la ciudad de los infieles.
Está bajando el sol, camino por la plaza alrededor de las mezquitas, allí los giradores, nadadores que se arrastran por un río de éxtasis.
Los jenízaros, el ejército fiel a la persona del sultán, integrado por extranjeros convertidos. Servidores del gran Señor.
Vine a Estambul a buscar al hijo de mi abuela.
El hijo de mi abuela no es mi tío.
Todo hombre lleva al nacer el germen del Islam.
¿O es una hija rasgándose el pecho, con los brazos de flechas clavadas para mostrar la sangre a sus amantes?
No algo abandonado.
El robo.
¿Cómo podremos escapar? ¿Cómo escaparemos sin padre, sin madre, sin descendencia?
No algo abandonado.
Si quemás azufre, el azufre pesa más después de prendido fuego. El azufre se pega con las partículas de oxígeno como el fósforo; pesa más.
Me saca la mano.
Me saca la mano el dedo.
No puedo poner mi mano mi dedo entre sus nalgas mientras voy lamiendo.
Me duele, dice.
Me duele.
Yo descubro los huesos del cristo de Holbein. Lo miro extendido, así desnudo desde abajo. Los huesos. La caja torácica.
No desposéis nuestras hijas con los asociadores, hasta que crean. Un esclavo creyente es mejor.
El manto que se cruza por delante sin abrocharse. Mis caricias ahondando la caja, el tórax del cristo de Holbein.
Me saca las manos. Me duele, dice.
La cárcel de Sultanahmet es un hotel. En las valijas tengo unos cuchillos que compré en la feria de artesanías de Ereván. Unos cuchillos que no son dagas.
En el palacio de Topkapi se encuentra la sala de armamentos de los sultanes. El guía se acerca, me aclara: las armas de esta sala son sólo ornamentación; los sultanes no las usaban.
No las usaban, repiten los jenízaros, el ejército, el cuerpo de infantería bajo el entrenamiento de rigor, servidores del gran Señor.
Un esclavo creyente es mejor que un asociador.
Vine a buscar a un hijo.
Me sienta en el diván. Él se arrodilla. Abre las piernas. Me empuja hacia la pared. Su miembro a la altura de la boca. Me ahoga. Los músculos de mi cuerpo se esfuerzan para detener la asfixia. El cristo de Holbein abre el grifo. El agua fluye por todas partes: hacia la boca, la nariz, por toda mi cara.
Me abre la boca. Me pone su saliva adentro.
Naufragar.
El hundimiento. En otros tiempos se cortaban el cabello y se colgaban del cuello piezas de oro para despertar la piedad de quienes iban a dar sepultura a los hundidos.
Naufragar.
El Bósforo, un estrecho que separa la parte europea de la asiática. Anadolu.2 Una garganta que une el mar de Mármara con el mar Negro. El transporte, el pasaje. Se atravesaba en balsas de odres con cuero de buey. Partir de Anadolu y tener un sello en el pasaporte que diga: sin retorno posible.
Naufragar.
El amor a las mujeres, los hijos, caballos de raza, animales domésticos se ha hecho para los hombres. Eso es el goce de la vida mundanal, pero junto a Dios está la hermosura del retorno.
Sin retorno posible, dice el papelito encuadernado con la foto de mi abuela, con sus manos como remos navegando por el estrecho donde flotaban balsas de cuero de buey. ¿Alejarse, de cuál patria, para no poder volver?
El goce de la vida mundanal, pero junto a Dios está la hermosura del retorno.
Fui a Estambul para buscar al hijo de mi abuela.
El hijo de mi abuela no es mi tío.
¿O habrá sido una niña?
El oficial de la aduana me detiene: no puede pasar, usted necesita visado. Mira mi nombre, dice, los armenios deben tener visa expedida por su país para poder entrar a Turquía. Yo le respondo: soy argentina. Sella la hoja de entradas. Firma y sella.
Paso.
Un lugar al cual no poder regresar. No hay vuelta atrás. Lo miro le grito: ayudame. Él se queda quieto. Me mira fijo a los ojos, le pido que me mate de una vez, que estoy muriendo. Sentada sobre él. Sos mi putita, dice. Toda mi putita. ¿Sentís?, me pregunta. Vení. Vení.
Te estoy amando.
Amame.
Miro su pierna. Busco la sutura, la herida. No es la pierna del hijo de mi abuela, herido al borde de la balsa, el cuero de buey, el naufragio.
A media lengua, pronuncio el nombre de mi padre.
Fui a Estambul a buscar al hijo de mi abuela. Llevo en una libretita la dirección de la casa. En el callejón. La callejuela. Le pregunto al taxista, al soldador, la peluquera, al recolector de basura. Antes había una iglesia aquí, me dicen. Un barrio de griegos, de armenios. No me dicen: de infieles. Una casita de madera, medio destruida. Ahí la veo a ella, cerrando la puerta, dejando atrás a su hijo que no es mi tío. El niño llorando. El niño lastimándose. El niño rezando: pero junto a Dios está la hermosura del retorno.
Y por todos lados, el mar.
Naufragar. Porque navegar es preciso, no vivir. Aquellos que iban hacia Armenia, tachados de comunistas si volvían.
La luz en las pestañas. Yo arriba de él mirando el tamiz de luz que se distiende debajo de sus ojos que se hacen lágrimas. Él, un hombre paridor cogiendo con todo el mar de su cuerpo. Un rombo de vellos alrededor del pubis y otro más pequeño a la altura del ombligo. Mido la distancia de su ombligo hasta el cuello, el talle que se extiende desde el codo a mi mano. Lo acaricio.
Y los que se quedaron.
Porque algunos no tomaron la balsa. Algunos, los vecinos de la casita de madera en la callejuela, cerca de la iglesia destruida, en el barrio de griegos, de armenios; se quedaron. Somos ciudadanos de segunda, aclaran. Ni siquiera ciudadanos; somos considerados extranjeros. Acusados de ser extranjeros que podíamos colaborar con el enemigo, me dicen.
Pasa su lengua. La deja justo allí. Me besa el culo. Abrí las piernas para mí, me pide. Abrilas más.
Naufragar.
Un pedazo de madera.
Del arca.
Adentro.
Adentro una montaña al revés. Una cima hacia adentro. Hacia adentro, restos del diluvio. Restos, y nosotros sobreviviendo.
Cuando quieras hablar, tan sólo tenés que mover los dedos, dijo. Y abrió el grifo. El trapo se empapó rápidamente. Me lleva al África. Y África es vaciarse de palabras.
Pero junto a Dios está la hermosura del retorno.
Olor a mar, a algas, a frutos acuáticos.
Una pollera de Guatemala y el cuerpo desnudo. Tus tetas, susurra, y las besa. Yo le sostengo la cabeza con mis brazos. Chupa los pezones. Intento ver una gota de leche entre sus labios.
Mi lengua acariciando su lengua, pronunciando las letras de su saliva.
Una pollera de Guatemala. El mercado de Chichicastemango. El museo de piedras, la pequeña capilla, el calvario, el taller de máscaras por el camino arbolado que va cuesta arriba.
Eso es el goce de la vida mundanal, pero junto a Dios está la hermosura del retorno.
El sello en el pasaporte de mi abuela: sin retorno posible, y el hijo en la casita de madera del barrio rezando: ¿tendría un hijo cuando tiene lo que está en los cielos y en la tierra? Dios basta como garante.
La noche de año nuevo. En el balcón. Luces, fuegos artificiales, música armenia turca griega. Ella cuenta, me cuenta: a los quince años la vistieron de varón, le quitaron los aros, le ataron el cabello, le pusieron una gorra y la mandaron a Kaiseri. Ahí, escondida durante unos meses. Luego, hacia Estambul. Un día va a comprar un pavo para navidad. Una mujer pasa por la calle, le dice al vendedor ambulante: ¿qué vendés? si todo lo que tenés en el carro es nuestro. Son nuestros los pavos, nuestro el carro y nuestro el dinero que llevás en el bolsillo. Ella vuelve a su casa sin comprar nada. Piensa: tenemos que irnos de aquí.
Dios es un dios único. ¡Loado sea! ¿Tendría un hijo cuando tiene lo que está en los cielos y en la tierra? ¡Dios basta como garante!
Después de morirme, lo primero que vi fue tu cara.
Lo acaricio. Levanto la mirada; los ojos las manos los ojos. Junta saliva. Mira mi boca, desliza su saliva en mi boca. Otra vez. Trago su saliva. Le pido más.
¿Sos mía?, me pregunta. Dilata los ojos. Los abre.
Hay una niña en Aleppo, parada en la escalera. El fotógrafo, el efendi,3 toma la imagen. Yo, la niña huérfana. Yo, con los brazos cruzados a la cintura, la mirada perdida, los colchones abarrotados.
Él, quieto adentro, entre las piernas, adentro.
Mordeme, le pido, para no decirle: haceme un hijo.
Dios es un dios único. ¡Loado sea! ¿Tendría un hijo cuando tiene todo lo que está en los cielos y en la tierra? ¡Dios basta como garante!
Las marcas de los dientes en mi brazo.
Se os declaran ilícitos: la carne de animal que haya muerto, la sangre, la carne de cerdo, la carne de animales muertos asfixiados por golpes, despeñados o corneados.
La presión de la sangre en su miembro.
No flotar en el aire. Un vacío. Fuera de la órbita terrestre. Hacia abajo. Hacia arriba. Adentro, él. Yo, en Aleppo, la niña huérfana. Yo, en lengua otomana escrita. En lengua otomana hablada.
Los deberes de la hospitalidad.
Éramos los otomanos cristianos. Los cristianos turcopar-lantes de Anatolia.
El persa era la lengua culta, y el árabe se usaba para enseñar teología o la ley islámica.