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La receta perfecta... para desatar la pasión Kumi Walker nunca habría sospechado que el amor fuera parte del menú que Verónica le prepararía a cambio de arreglarle una rueda a su coche. El guapísimo ex marine no tardó en darse cuenta de que aquella rica viuda era su verdadero amor. Ahora solo tendría que convencerla de que la edad no era nada más que un número sin importancia. A pesar de haber rechazado a los solteros más codiciados de Atlanta, Verónica Hamlin no podía resistirse a los encantos de aquel Adonis que hacía que se le acelerara el corazón cada vez que se miraban a los ojos. Kumi conseguía despertar todas sus emociones... y sus más escondidos secretos, pero ¿cómo podría ella no tener en cuenta el escándalo que había ocasionado su romance y dejarlo todo por amor?
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Seitenzahl: 197
Veröffentlichungsjahr: 2014
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Rochelle Alers
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Demasiado joven para mí, n.º 1213 - julio 2014
Título original: A Younger Man
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4676-0
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
–¿Necesita ayuda?
Verónica Johnson-Hamlin miró a un hombre alto y grande que montaba una motocicleta y que se quitó un casco negro y brillante para ponérselo debajo del brazo.
–No, gracias. Ya he llamado al servicio de ayuda en carretera –levantó la mano y le mostró el teléfono móvil.
–¿Lleva mucho tiempo esperando?
–No mucho.
–¿Cuánto es no mucho?
Ella miró el reloj.
–Unos veinte minutos.
Él notó que los instintos protectores le surgían sin avisar. Estaba sola en una carretera poco transitada con un coche muy caro.
Se bajó de la moto y la empujó hasta dejarla apoyada en un árbol.
Colgó el casco del manillar, rodeó el coche hasta la zona de carga del Lexus SUV, miró dentro y volvió junto a la ventanilla de la conductora.
–¿Tiene un gato y una rueda de repuesto?
Verónica frunció el ceño.
–Le he dicho que ya he llamado al servicio de ayuda en carretera.
Kumi se acercó más y la miró directamente a los ojos por primera vez. No se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta casi ahogarse. La mujer que lo miraba tenía los rasgos más delicados y femeninos que había visto en su vida. Un óvalo fino y unos pómulos altos le daban un aspecto exótico. Los ojos achinados eran de un color marrón caramelo con reflejos dorados y de una transparencia tal que permitía que él se viera reflejado en lo más profundo de ellos; eran el contraste perfecto para la inmaculada piel de color tierra mojada. La nariz era pequeña, tenía el puente recto y temblaba ligeramente mientras ella apretaba los carnosos labios. No pudo adivinar el color y la textura del pelo que se ocultaba bajo un pañuelo azul marino. Desvió la mirada a la camisa blanca de hombre que estaba metida en los vaqueros.
–¿Lleva algún producto perecedero detrás? –preguntó él mientras señalaba con el pulgar.
Verónica cerró los párpados. Estaba claro que algunas de las cosas congeladas habían empezado a descongelarse. Esbozó una sonrisa forzada.
–Deberían aguantar hasta que manden a alguien.
Kumi apoyó las manos en la puerta.
–Señorita, solo intento ayudarla. No puede moverse y va en una camioneta muy cara. No me gustaría enterarme por los periódicos de que se la han robado. Tendría suerte si se conformaran con la camioneta.
Verónica asimiló la advertencia mientras le observaba el rostro. El pelo negro era muy corto y supuso que le acababa de salir después de haber llevado completamente afeitada la cabeza. El hombre tenía un rostro firme con pómulos prominentes, una nariz intrépida y una boca exuberante. No podía ver los ojos tras las gafas de espejo, pero podía notar el intenso calor que dejaban escapar. Era alto, casi dos metros, y tenía un cuerpo de atleta profesional. Calculó que tendría treinta y tantos años. Le miró los impresionantes brazos. El izquierdo tenía un pequeño tatuaje, pero no pudo distinguir el dibujo.
–¿Qué decide, señorita? ¿Va a quedarse aquí o quiere que le arregle el pinchazo?
Verónica volvió a mirar el reloj. Había pasado media hora desde que había llamado a su club automovilístico. Sacó la llave del contacto.
–Tengo un gato y una rueda de repuesto en la zona de carga.
Kumi tomó la llave, rodeó la camioneta, abrió la portezuela trasera y comprobó que ella había salido y estaba junto a su Harley Davidson.
La miró y se deleitó en silencio al comprobar que los vaqueros se le ceñían perfectamente a las caderas y los muslos. No era alta, pero tampoco podía decirse que fuera baja. Su cuerpo tenía una exuberancia madura que resaltaba su feminidad. Captó el perfume y notó que se le tensaba la mandíbula. Era una fragancia muy apropiada para ella. Le recordaba a melocotones muy maduros con un dulzor espeso.
Apartó unas bolsas y encontró el gato y la rueda de repuesto. Comprobó que la rueda estuviera inflada.
Diestra y rápidamente, cambió la rueda pinchada por la nueva. Los bíceps se marcaban bajo la piel bronceada mientras apretaba las tuercas. Había tardado menos de quince minutos en cambiar la rueda y en guardar las herramientas.
–Le sugiero que arregle esta lo antes posible porque no es muy prudente ir sin rueda de repuesto.
Verónica asintió con la cabeza mientras se metía una mano en un bolsillo del pantalón. Sacó un billete de veinte dólares.
–Gracias por la ayuda.
Kumi miró el dinero como si fuera un reptil venenoso.
–No lo quiero.
–Es lo mínimo que puedo hacer –replicó ella.
Kumi se dio la vuelta, fue hasta la motocicleta y se montó en ella.
–No la he ayudado para que me pagara.
Ella se sonrojó.
–Si no va a aceptar el dinero, ¿cómo puedo compensarlo?
Él la miró de arriba abajo tras las gafas de sol. Sonrió y mostró unos dientes grandes, rectos y relucientes.
–¿Le parece bien una buena comida casera?
Verónica se quedó boquiabierta y entrecerró los ojos.
–¿Qué?
La sonrisa de él se hizo más amplia.
–He pasado diez años en el extranjero y lo que más añoro es la comida casera del sur.
Ella arqueó las oscuras cejas.
–¿Qué me diría si no supiera cocinar?
Esa vez fue él quien arqueó las cejas.
–¿Ha comprado toda esa comida y no sabe cocinar?
Verónica sonrió y los ojos se le arrugaron de forma muy atractiva. No sabía qué era, pero el joven que estaba montado en la Harley tenía algo encantador. Se había desviado para ayudarla y si no lo hubiera hecho, ella seguiría esperando.
–¿Qué me dice? –preguntó Kumi con la cabeza ladeada.
–¿De qué? –las dos palabras tenían cierto tono de molestia.
–¿Va a hacer esa comida?
Verónica quería montarse en la camioneta y largarse mientras él se quedaba mirando cómo se alejaba.
–¿Qué quiere tomar?
Kumi miró la matrícula de Georgia.
–Sorpréndame, Miss Melocotón de Georgia.
–¿Puedo citarlo en un restaurante?
Kumi movió un dedo de un lado a otro.
–No vale. Quiero comida casera.
Verónica notó que la ira se adueñaba de ella repentinamente.
–Si cree que voy a invitar a un desconocido a mi casa, está muy confundido.
Kumi cruzó los imponentes brazos sobre el pecho y la miró airadamente.
–¿Qué cree que voy a hacerle? Si quisiera agredirla, ya lo habría hecho.
A Verónica le ardían las mejillas.
–¡No ponga en mi boca cosas que no he dicho! No he dicho que vaya a violarme.
–Hablando de bocas... Sigo queriendo una comida casera.
Ella se puso en jarras y lo miró con irritación.
–¿Va por ahí en su motocicleta a la busca de mujeres desvalidas a cambio de comida?
Kumi soltó una carcajada que le salió de lo más profundo del pecho.
–Me gusta la idea.
–Mire, señor...
–Walker –la informó él–. Me llamo Kumi Walker.
–Señor Walker.
–Dígame, señorita...
–Johnson –le dio el nombre de soltera–. De acuerdo.
¿Qué podía pasar por hacerle una comida? Él tenía razón sobre la agresión. Podía haberlo hecho fácilmente y robarle la camioneta.
Kumi sonrió con aire victorioso.
–¿Le parece bien el domingo a las cuatro?
–El domingo a las cuatro –repitió ella mientras alargaba la mano–. Necesito la llave.
Él sacó la llave del bolsillo trasero del vaquero y la sujetó delante de ella.
–¿Dónde vive? –Verónica intentó hacerse con la llave, pero él la apartó–. Su dirección, señorita Johnson...
Verónica contó hasta tres mientras se tragaba todos los juramentos que había estado a punto de expulsar.
–¿Conoce Trace Road? –Kumi asintió con la cabeza–. Vivo en la cima de la colina –extendió la mano con la palma hacia arriba–. Deme la maldita llave.
Kumi dejó caer la llave, se puso el casco y disfrutó con la visión de las ondulantes caderas que se dirigían hacia la camioneta. Ella se montó y cerró con un portazo. Kumi miró el reloj antes de poner el motor en marcha y salir a toda velocidad. Tendría que darse mucha prisa para llegar a su casa de campo y poder ducharse y cambiarse de ropa.
Al cabo de veinte minutos, estaba bajo el chorro de agua recordando el encuentro con la señorita Johnson. No sabía por qué se había sentido atraído por ella, pero intentaba comprenderlo.
Hasta esa noche, cuando estaba acostado, no cayó en la cuenta de que podía haber un señor Johnson. Aunque ella no llevaba anillo, Kumi sabía instintivamente que no lo habría mencionado.
Cerró los ojos e intentó recordar aquel cuerpo y rostro maravilloso, pero, para su decepción, no pudo.
Verónica se levantó de la cama y atravesó descalza la habitación hasta llegar a unas puertas de cristal. El amanecer había empezado a dar brochazos de tonos rosa, azul, violeta y malva sobre el cielo de la noche. Los rayos del sol naciente se abrían paso a través del lienzo azul marino y los jirones de luz que sombreaban las montañas daban un tono verdoso al valle. Verónica, con ojos expertos, presenciaba el estremecedor espectáculo.
Abrió las puertas, salió a la terraza del segundo piso y se apoyó en la barandilla de madera. Cerró los ojos y sintió un leve escalofrío cuando al aire fresco de la mañana le acarició la piel. El insinuante camisón era más apropiado para las noches de la sofocante Atlanta que para las montañas del oeste de Carolina del Norte. A pesar de que la leve brisa le ceñía la delicada seda a su cuerpo, notaba los balsámicos dedos invisibles que le relajaban la tensión de las sienes, le deshacían el nudo que tenía en el corazón y le masajeaban los crispados músculos del cuello y los hombros.
Tomó una bocanada de aire y observó cómo se elevaba el sol sobre los profundos desfiladeros. La vista era más relajante y curativa que cualquier tranquilizante.
¿Por qué había tardado tanto en volver a su retiro de las montañas? ¿Por qué no había vuelto cuando enterró a su marido, el doctor Bramell Hamlin? ¿Por qué se había quedado en Atlanta durante un año después de defender su derecho a reclamar los bienes de su esposo?
Sabía la respuesta incluso antes de formular las preguntas en la cabeza. No había querido abandonar Atlanta; abandonar una forma de vida que se había convertido en algo tan importante para ella como respirar. Había nacido allí y allí había crecido y había puesto una galería de arte muy prestigiosa; también allí se había casado y se había quedado viuda.
No le había importado que su marido hubiese sido lo suficientemente mayor como para ser su padre. En realidad, era poco mayor que su padre, pero se había enamorado de él... no como figura paterna, sino como hombre. Se había casado cuando tenía treinta y cuatro años, enviudó a los cuarenta y, en ese momento, a los cuarenta y dos, tenía que decidir si realmente quería abandonar la sofisticación de Atlanta para quedarse en el retiro de las montañas de Carolina del Norte.
Volvió al dormitorio y cerró las puertas. Era domingo y tenía que decidir qué preparar de almuerzo. Era la primera vez en dos años que iba a cocinar para un hombre. Cocinar para Kumi Walker sería una experiencia muy especial. Después de que el arrogante joven hubiera tomado la comida casera que había pedido, lo pondría de patitas en la calle. Sería una tarea muy fácil de llevar a cabo, porque al haberse convertido en una viuda rica se había acostumbrado a rechazar hombres.
Se soltó los tirantes del camisón y dejó que cayera al suelo. Se agachó para recogerlo, volvió a erguirse y se dirigió al cuarto de baño.
El sol se había ocultado por detrás de la casa y la cocina estaba más fresca. La iluminación del techo daba un tono cálido a los armarios blancos y a los electrodomésticos de color negro. Verónica había encendido el aire acondicionado para contrarrestar el calor del horno. Había tardado cuatro horas en preparar el pollo al horno, el repollo con pavo ahumado, las patatas caramelizadas, el arroz de acompañamiento y una sabrosa salsa de menudillos. El postre era una tarta casera de fresas.
Miró el reloj del microondas. Kumi llegaría dentro de cuarenta y cinco minutos. Solo le quedaba preparar la mesa en el recibidor de la cocina, darse otra ducha y elegir algo apropiado para ponerse.
Kumi colgó la chaqueta en el gancho que había detrás del asiento y dejó un ramo de flores y una botella de champaña en el asiento del pasajero. Se sentó delante del volante del coche de su cuñado, lo puso en marcha y se dirigió hacia Trace Road.
La calidez del aire que entraba por las ventanillas abiertas le acariciaba la cara recién afeitada. Quería disfrutar con el aroma de su Estado natal. No se había dado cuenta de cuánto echaba de menos Ashville y Carolina del Norte hasta que había recorrido con su moto los pueblos y las ciudades que recordaba de la infancia. Los recuerdos, buenos y malos, lo habían abrumado.
Se fue de Estados Unidos cuando tenía veinte años y había vuelto diez años después.
Llevaba allí ocho días y todavía no había visto a sus dos hermanos mayores ni a sus padres. Su hermana Deborah le había contado que sus padres estaban de vacaciones en el extranjero y que no volverían hasta el último fin de semana de mayo. Eso significaba que tardaría diez días en encontrarse cara a cara con su padre, el doctor Walker, un hombre tan tiránico como inolvidable. Un hombre que le colgaba el teléfono cada vez que llamaba. Un hombre que había enterrado simbólicamente al menor de sus hijos, Kumi, porque no había seguido su dictado. Al cabo de un tiempo, Kumi había dejado de llamar.
Se concentró en la carretera y la dejó para entrar en un camino que iba hacia Trace Road. Llegó a lo alto de la colina, redujo la velocidad y buscó la casa de la señorita Johnson. Vio una casa tras otra.
Se tragó una maldición. No le había preguntado el número. Se iba enfureciendo cada vez más a medida que avanzaba lentamente y miraba las construcciones que se elevaban a un centenar de metros del sinuoso camino. Había seis en los ochocientos metros de Trace Road. Avanzó un buen trecho más antes de entrar en una zona boscosa para dar la vuelta. En cuanto volvió a ver las casas, divisó el Lexus de ella.
Kumi aparcó detrás del coche, se puso la chaqueta y recuperó las flores y el champán.
Ella estaba de pie ante la puerta abierta, vestida de un blanco resplandeciente. Quedó cegado por el contorno de ese cuerpo cubierto por una camisa de organdí y unos pantalones de lino. A través de la delicada tela de la camisa de adivinada una fina camiseta de encaje salpicada de perlas diminutas. Calzaba unos mocasines cubiertos de una tela clara que imitaba el lino.
Kumi hizo un esfuerzo por caminar en línea recta hacía ella, aunque no pudo cerrar la boca. Tenía el pelo tupido, alisado artificialmente y se curvaba delicadamente debajo de la mandíbula. Pero lo que le llamó la atención no fue el peinado sino el color. Era completamente gris. De un plateado reluciente que se mezclaba a la perfección con el rostro marrón dorado.
Cuando él no fue capaz de mirarla a los ojos, Verónica supo que había impresionado al arrogante joven. Había acudido con la idea de que solo era unos años mayor que él, pero el pelo gris había conseguido que aquel Adonis fanfarrón se quedara boquiabierto.
–Buenas tardes, Kumi.
El sonido de su voz la sacó del ensimismamiento.
–Buenas tardes, señorita Johnson –contestó él con una sonrisa.
Verónica le devolvió la sonrisa y atrapó la mirada del hombre con sus ojos ambarinos. Los ojos del joven eran grandes, despiertos, profundos y de un color negro y misterioso.
–Puedes llamarme Verónica.
Ella se apartó para que pasara.
Kumi entró en la sala sin poder apartar la mirada de los altísimos techos y de la escalera de hierro que ascendía en espiral hacia una habitación abierta.
La luz entraba a raudales por unos ventanales que llegaban hasta el techo e iluminaba el lustroso suelo de madera de pino, con bordes en los que había incrustados trozos de palisandro.
Se dio la vuelta y se encontró con Verónica, que lo miraba. Se encontró rodeado por una fragancia a especias orientales que lo hizo preso de tanta belleza y feminidad.
Verónica sonrió y arrugó los ojos.
–Creo que será mejor que me des las flores antes de que se echen a perder.
Kumi miró el ramo que aferraba con la mano derecha. Algunos pétalos de las rosas y los lirios se habían caído sobre el celofán.
–Per... perdona... esto es para ti –le dio el ramo de flores y el champán y se maldijo por balbucir como un adolescente anonadado.
No quería reconocer que volver a ver a Verónica lo había impresionado más de lo que habría deseado.
–Gracias. Las flores son preciosas –ella miró las flores y luego a él–. ¿Te pasa algo? –preguntó con voz delicada y confortante.
–No... quiero decir: sí –decidió ser sincero con los dos–. Me has sorprendido.
Ella arqueó una ceja.
–¿Cómo?
–Tu pelo. Me ha impresionado el color. No lo esperaba gris.
–Dicho de otra forma: no me esperabas tan vieja –aclaró ella con el gesto impasible.
El joven apretó los labios.
–Me refería al color del pelo, no a tu edad.
–Es gris porque tengo edad suficiente como para tener el pelo gris.
Verónica sabía que no tenía por qué darle ninguna explicación, pero decidió darle una lección. La próxima vez que conociera a una mujer no coquetearía con ella tan rápidamente.
–Empecé a tener canas a los veintiocho años –continuó–, y a los treinta y ocho tenía todo el pelo gris.
–No hace falta que te dirijas a mí como si fuera un niño –replicó él con tono cortante.
–No he dicho que fueras un niño, pero si tú te sientes un niño, yo no puedo evitarlo.
Kumi cerró los ojos brevemente para dominar la ira. Todo había empezado mal. No había ido a casa de Verónica Johnson para discutir sobre la diferencia de edad. Había ido porque lo había atraído algo. Ella era mayor, pero a él no le importaba tanto como parecía molestarla a ella.
–Hay que poner las flores en agua, hay que enfriar el champán y yo quiero comer. En todo el día, solo he tomado una rebanada de pan y una taza de café. Y parece como si te hubieras molestado por ser mayor que yo.
Esa vez fue Verónica la que se quedó boquiabierta. Kumi era algo más que arrogante.
–No estoy molesta.
Él le sonrió sensualmente y la desarmó. Ella le devolvió la sonrisa.
–¿Podemos hablar de la edad cuando hayamos comido?
–No –contestó Verónica inmediatamente–. No hay nada que hablar, solo voy a decir que cumpliré cuarenta y tres años el veintinueve de septiembre.
Ante su sorpresa, él no reaccionó.
–Yo cumpliré treinta y tres el próximo enero, lo que quiere decir que solo hay diez años de diferencia –replicó Kumi con un tono más grave y adusto.
«Lo que hace que seas demasiado joven para ser mi madre», añadió él para sí mismo.
«¡Solo diez años!», quiso gritar Verónica.
Diez años eran una década. En una década pasaban muchas cosas y la gente y los sitios cambiaban una barbaridad.
Verónica mostró su sonrisa más encantadora y educada. Una sonrisa que algunos habitantes de Atlanta habían conocido cuando ella y su marido, un cirujano plástico afroamericano, los recibían en su lujosa residencia.
–Todo está preparado. Te enseñaré dónde está el cuarto de baño para que te asees antes de almorzar.
Kumi se dio cuenta de que ella había dicho «almorzar» en vez de «comer». Le gustó. La siguió y admiró sus caderas mientras atravesaban el espacio abierto donde estaban la sala y el comedor hasta pasar a una habitación rodeada de mamparas en un rincón de la enorme cocina. Había una mesa para seis personas con un delicado candelabro de estaño encendido. Había dos sitios puestos con platos de porcelana, cubiertos de plata, copas de cristal finísimo y servilletas de damasco.
–Has puesto una mesa preciosa –admiró él.
Ella hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza.
–Gracias. El cuarto de baño está ahí –agradeció ella mientras señalaba a una puerta que estaba a unos metros.
Kumi entró en el aseo. Había una ventana alta y estrecha con tiestos debajo. Un verde exuberante hacía juego con las diminutas hojas de parra estampadas en el papel rosa de la pared. La habitación era encantadora y femenina. Se lavó las manos y se secó.
Cuando volvió, se quedó apoyado en el respaldo de la silla mirando con descaro la espalda de Verónica, que se había inclinado para mirar dentro de un armario bajo.
–¿Puedo ayudarte?
–No. Todo está preparado. Siéntate, por favor.
Obedeció y ella sacó una cubitera de debajo de la encimera. La llenó de hielo y metió dentro la botella de champán. Se movía con elegancia. Luego, arregló las flores en un jarrón con agua.
Kumi se levantó rápidamente, agarró el cubo y el jarrón y los dejó sobre la mesa. Sin hacer caso de la mirada de advertencia de la mujer, llevó unas fuentes y unos platos tapados de la encimera a la mesa. Ella dejó la salsera y él dio la vuelta a la mesa para retirar la silla de la anfitriona. Se sentó y él permaneció un rato detrás para aspirar el aroma que desprendía. Reprimió el deseo de besarle el pelo y también se sentó.
Kumi se fijó en la fragilidad de las manos femeninas y en lo bien formadas que estaban, como el resto de su cuerpo.
Cuando Verónica empezó a destapar algunos platos, se detuvo repentinamente al darse cuenta de que la estaban observando.
Sabía que intrigaba a Kumi. Había algo en aquella mirada que expresaba que la edad no era un obstáculo. Ella encogió un hombro y pensó que a él quizá le gustaran las mujeres mayores. Bajó la mirada otra vez y se concentró en la bandeja de pollo.
–Eres increíble –la alabó Kumi al ver el repollo, el esponjoso arroz y las patatas dulces.
–Voilà. Una comida casera –Verónica le pasó los cubiertos para servir–. Por favor, sírvete.
Él tomó el plato de ella.
–¿Qué quieres?
Verónica esbozó una sonrisa vacilante. La había sorprendido que él se ofreciera a servirle.
–Un poco de todo, gracias.
Kumi le sirvió un muslo de pollo y un poco de arroz, repollo y patatas.
Verónica se puso la servilleta en el regazo y señaló la botella de vino blanco.
–¿Qué prefieres? ¿Vino blanco o champán?
–¿Hay alguna alternativa?
Lo miró directamente a los ojos.
–Limonada casera.
Kumi la observó detenidamente. Se detuvo en la tentadora curva del labio inferior antes de volver a deleitarse con las esferas ambarinas. Se maravilló con los ojos, con la seductora boca y con el perfecto cutis.