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Desafío al jeque La bella Raina Kahlil estaba contenta hasta que su ausente prometido, el jeque Dharr Halim, decidió llevársela a su reino para visitar a su familia y no para casarse. Debía resistirse a la atracción que su prometido le inspiraba, a pesar de que se había estado reservando para él. Dharr se había preparado para casarse algún día con Raina aunque no la amaba. Pero ella parecía empeñada en llegar hasta su fortificado corazón... Noche entre dunas El jeque Rayad Rostam había dedicado su vida al Ejército y a vengar la prematura muerte de su esposa. Por ello, la repentina atracción que sentía por Sunny McAdams, corresponsal en el extranjero de una cadena de televisión, le resultaba inesperada, inoportuna… e innegable. Aun así, cuando se vieron sorprendidos por una violenta tormenta, Rayad y Sunny se refugiaron apasionadamente el uno en brazos del otro. A Sunny le daba miedo un futuro con un hombre empeñado en vengarse, pero pronto la seducción del jeque convirtió la inocencia en pasión…
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Seitenzahl: 342
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 470 - mayo 2021
© 2004 Kristi Goldberg
Desafío al jeque
Título original: Daring the Dynamic Sheikh
© 2015 Kristi Goldberg
Noche entre dunas
Título original: One Hot Desert Night
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2005 y 2015
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-408-6
Portada
Créditos
Índice
Desafío al jeque
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Noche entre dunas
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Promoción
Durante su carrera universitaria, el jeque Dharr ibn Halim había aprendido todos los vericuetos de la economía, pero también había dominado el arte de la seducción. Sabía cómo llevar a una amante más allá del límite, cómo emplear el cobijo de la noche para revelar las pasiones secretas de una mujer y la luz del día para potenciar el placer. No obstante, durante el año anterior, había aprendido más de lo que le habría gustado acerca de la devastación que puede provocar el amor, una amarga lección que tendría presente el resto de su vida.
Dharr apenas era consciente de las actividades que se iniciaban en el exterior del apartamento que había compartido con dos compañeros durante sus años en Harvard. No estaba de humor para celebrar sus logros, ya que con la licenciatura se acababa su tiempo en los Estados Unidos y comenzaba la responsabilidad con su país. Al día siguiente dejaría todo atrás, incluidos sus amigos, el príncipe Marcel DeLoria, segundo hijo de un rey europeo, y Mitchell Warner, hijo de un senador de los Estados Unidos que conocía muy bien lo que era la carga de la notoriedad. El tiempo juntos había sido una oportunidad para revelaciones.
No pensaba divulgar nada durante la reunión de despedida. Elegía retener el secreto que anidaba en lo más profundo de su alma, para no revelárselo jamás a nadie. Eran esos secretos los que mantenían esa noche su mente ocupada, igual que en incontables noches del pasado reciente. Se había enamorado de una mujer que no lo amaba.
Sentado en su sillón favorito, centró su atención en sus amigos. Como siempre, Mitch se había acomodado en el suelo del apartamento compartido como si sintiera aversión por los muebles. Marc había reclamado el lugar habitual que ocupaba en el sofá.
Pasado un rato, Mitch recogió una botella de champán de la mesa y rellenó todas las copas.
–Ya hemos brindado por nuestro éxito –dijo–. Ahora propongo un brindis por una prolongada soltería.
Dharr adelantó el torso y levantó la copa en señal de acuerdo.
–Desde luego que brindaré por eso.
Con el champán en la mano, Marc hizo una pausa antes de ofrecer:
–Yo preferiría proponer una apuesta.
Los otros dos intercambiaron unas miradas suspicaces.
–¿Qué clase de apuesta, DeLoria? –inquirió Mitch.
–Bueno, como todos acordamos que no estamos preparados para el matrimonio en el futuro inmediato, sugiero que respetemos esos términos apostando que los tres estaremos solteros en nuestra décima reunión.
Dharr sabía que le esperaba una batalla para demostrarle a su padre la lógica, y la necesidad, de aguardar diez años para casarse. Se esforzaría en aguantar como mínimo ese tiempo, si es que alguna vez decidía casarse.
–¿Y si no es así?
–Nos veremos obligados a entregar nuestra posesión más preciada.
Mitch hizo una mueca.
–¿Dar mi caballo? Eso sería duro.
Dharr sólo consideraría una cosa, el cuadro que colgaba sobre la cabeza de Mitch en la pared. Esa valiosa pieza era su posesión más preciada… una vez que la otra lo había dejado.
–Supongo que la mía sería el Modigliani, y he de reconocer que entregar el desnudo me causaría un gran sufrimiento.
–Ésa es la cuestión, caballeros –indicó Marc–. La apuesta carecería de valor si las posesiones fueran insignificantes.
–Muy bien, DeLoria, ¿qué será para ti? –quiso saber Marc.
–El Corvette.
–¿Darías el coche del amor?
El tono de Mitch resonó con el asombro que experimentó Dharr al oír el ofrecimiento. Marc deseaba ese bendito coche tanto como deseaba a las mujeres.
–Claro que no –contradijo Marc–. No perderé.
–Ni yo –afirmó Dharr–. Diez años serán apropiados antes de que me vea obligado a tener un heredero –y esperaba que suficientes para sanar sus heridas, de modo que si tenía que casarse, lo hiciera con honor, aunque fuera sin amor.
–Para mí no hay problema –indicó Mitch–. Voy a evitar el matrimonio a toda costa.
Dharr volvió a alzar su copa.
–Entonces, ¿todos de acuerdo?
–De acuerdo –convino Mitch, brindando.
Marc los imitó.
–Que empiece la apuesta.
Aunque Dharr echaría mucho de menos la compañía de sus amigos, el destino dictaba que aceptara su legado y estuviera a la altura de sus responsabilidades. Si las circunstancias exigían que respetara el acuerdo matrimonial pactado años atrás, al menos tendría la pequeña satisfacción de saber que la joven que le habían elegido había nacido en su cultura. Comprendería su deber, su rango y lo que conllevaría ser la reina cuando llegara el momento de que asumiera el gobierno de su país, Azzril.
Si ése fuera el caso, y si no pudiera tener a la mujer que amaba, entonces se quedaría con Raina Khalil, simplemente porque era igual que él.
Diez años después
No se parecía en nada a lo que recordaba.
Cubriéndose los ojos para protegerlos del sol de la tarde de abril, Dharr Halim comprendió la extensión de la transformación de Raina Khalil de muchacha a mujer mientras la observaba con disimulo desde la terraza de su cabaña californiana en primera línea de playa. Habían pasado varios años desde aquellos tiempos en que había tenido unas extremidades larguiruchas y llevado el pelo trenzado. En ese momento era diferente, al menos desde un punto de vista físico.
Mientras caminaba por el borde de la playa, Raina se movía con una gracilidad y fluidez como las olas del océano, sus piernas largas y ágiles. El cabello castaño dorado caía como un manto sobre sus hombros hasta cubrirle toda la espalda.
Pero no le ocultaba del todo la piel dorada revelada por un biquini que dejaba poco a la imaginación.
Ella aún no había detectado su presencia, la mirada centrada en una caracola que examinaba mientras caminaba en su dirección. La distracción le brindaba a Dharr más tiempo para evaluar la inesperada transformación.
Lucía tres aros de plata en el lóbulo de cada oreja y un collar de abalorios de turquesa del color de su bañador. El atuendo limitado mostraba la elevación de sus pechos plenos y el torso desnudo, donde Dharr recorrió un sendero por su vientre hasta el ombligo, exhibía una media luna plateada. Por debajo, la curva de sus caderas y muslos potenciaba la percepción que tenía de los cambios drásticos experimentados por ella.
Pero la última vez que había estado con su proyectada prometida, ella apenas había sido una adolescente enfrascada en un combate cuerpo a cuerpo con un joven que se había atrevido a desafiarla.
Se preguntó si intentaría la misma táctica al descubrir que había ido a escoltarla de vuelta a Azzril.
Teniendo en cuenta la seguridad que irradiaba su porte, Dharr sospechó que esa actitud había cambiado poco. Cuando le dedicó una mirada que habría podido intimidar a un hombre inferior, comprendió que no se había equivocado. Había estado preparado para su renuencia, pero no para el modo en que el cuerpo reaccionó al considerar que su actitud fogosa podía trasladarse debajo de unas sábanas de satén. Era una fantasía que debía resistir.
Hacía poco había decidido que no tenía intención de respaldar el contrato de matrimonio, decisión cimentada en el conocimiento de que ella había rechazado su cultura. Por respeto a ella y a su padre, mantendría la distancia, a pesar de que admitía para sus adentros que podría sentirse fuertemente tentado a lo contrario.
Sin detener su avance, Raina subió los escalones que conducían a la terraza, evaluándolo tanto como él la evaluaba a ella, aunque no pareció contenta por la presencia inesperada. Algo sorprendida, sí, pero en absoluto complacida.
Se detuvo ante él y apoyó las manos en las caderas.
–Pero si es el apuesto Dharr Halim. ¿Has venido a atormentarme como solías hacerlo?
Su voz había perdido toda semblanza de acento árabe, reemplazado por un nítido acento estadounidense, con un sarcasmo que decidió soslayar. Pero lo que no pudo fue desterrar su proximidad o su cuerpo.
–Me alegro de volver a verte, Raina.
–Contesta a mi pregunta. ¿Por qué estás aquí?
–¿Necesito una causa para visitarte?
–De hecho, sí, la necesitas. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos? ¿Quince años?
–Doce, para ser exactos. Yo iba a Harvard entonces y fui a pasar el verano a casa antes de que tú te marcharas de Azzril con tu madre. Tu padre te llevó a palacio de visita. Te peleabas con el hijo del cocinero.
–Y tú interviniste, como de costumbre –insinuó una sonrisa que no tardó en desaparecer–. Eso fue hace mucho, por lo tanto, ¿no crees que tengo derecho a mostrarme un poco suspicaz por tu súbita aparición?
–Te prometo que mis intenciones son honorables –aunque sus pensamientos no lo fueran en ese momento. Un hombre tenía que ser ciego, o eunuco, para no reaccionar ante esa indumentaria y las suaves líneas de la figura de Raina, que ofrecerían un contacto exquisito a las palmas de sus manos.
Ella se frotó los brazos.
–Continuemos dentro. Empieza a hacer fresco aquí fuera.
Dharr no necesitó que le diera esa información cuando posó la vista en sus pechos. Por otro lado, él se sentía extremadamente caldeado.
Se apartó a un lado y con gesto caballeroso le indicó la entrada.
–Después de ti.
–Menos mal que no has dicho «las damas primero ». No te habría dejado pasar.
Tal como había sospechado, no había cambiado en lo referente a su espíritu independiente, pero al menos lo había dicho con una sonrisa.
–No cometería semejante error, Raina.
–Bien –miró en dirección a la entrada de vehículos, donde él había aparcado el sedán blanco–. ¿Sin limusina? ¿Ni guardias armados?
–Es un coche alquilado. Los guardias no son necesarios en este momento –sonrió–. A menos que tengas la intención de echarme.
–Eso depende del motivo de tu visita –pasó a su lado, dejando una estela de olor a mar, sol y cítricos. Una vez dentro, indicó un taburete alto ante una barra que separaba la pequeña cocina de la zona de estar–. Siéntate. No es mucho, pero es mi hogar.
Dharr retiró el taburete y se sentó, esperando que Raina ocupara el de al lado. Pero sólo dijo:
–Voy a cambiarme y, mientras tanto, puedes contarme por qué has venido.
Se dirigió hacia un cuarto de baño en diagonal con la barra y situado en su campo de visión; no obstante, dejó la puerta abierta, sin protección o intimidad ante ojos curiosos… los suyos, en ese caso.
Podía ver la parte frontal del torso de Raina en el espejo del tocador. Aunque pensó que lo mejor sería apartar los ojos, no dio la impresión de poder desviar la vista de ese cuerpo, fascinado porque pudiera mostrarse tan desinhibida.
Cuando alzó las manos hacia las tiras que se unían en su cuello, ocultas debajo del pelo, Dharr preguntó:
–¿No tienes un dormitorio? –su voz sonó con un deje claramente tenso, reflejando la sacudida sexual que había recibido al pensar que podría llegar a ver más de ella que lo que debería.
Una vez suelto el sujetador del biquini, lo ancló con el antebrazo sobre los pechos.
–Lo estás mirando.
Sí, así era, y le gustó lo que vio cuando ella bajó la parte superior… unos pechos en forma de lágrima coronados con unos pezones casi rojizos que encajarían perfectamente en sus manos y en su boca. Sin embargo, la casa no le interesaba nada. Deslizó el taburete debajo del mostrador para ocultar la reacción que le provocaba.
–Y ahora cuéntame a qué debo esta visita –pidió mientras se quitaba la parte inferior del biquini.
Dharr sólo pudo percibir leves detalles de los glúteos bien formados debido a que el tocador ocultaba el reflejo de cintura para arriba, mientras el pelo le cubría casi toda la espalda. Sin embargo, bastó para dejarle la mente en casi total bancarrota.
Carraspeó.
–Si hubieras leído mis cartas, entonces sabrías por qué he venido.
–¿Qué cartas?
Se pasó un top de color turquesa por la cabeza y Dharr observó la caída de la tela e imaginó que su propia mano hacía lo mismo sobre su cabello y su espalda. Pero él seguiría bajando…
–Dharr, ¿qué cartas? –repitió al separarse el cabello del top y ponerse unas braguitas de escueto encaje.
Negro, con tela apenas suficiente para ser considerada una prenda de vestir.
Volvió a moverse en el taburete.
–Hace poco te envié dos cartas. ¿No las recibiste?
Al final ella se puso unos pantalones holgados, dio media vuelta y regresó al cuarto.
–No recibí ninguna carta. ¿Las mandaste aquí?
–Hice que las enviara mi asistente. Quizá fueron a la dirección equivocada.
Se recogió el pelo y se lo aseguró en lo alto de la cabeza con una cinta elástica negra.
–Acabo de mudarme de la casa de mi madre. Quizá las tenga ella.
–Quizá.
Se apoyó en el mostrador y lo escrutó con unos ojos dorados tan claros como una joya fina.
–Podría llamarla para preguntárselo, pero ya que estás aquí, ¿por qué no me lo dices tú con tus propias palabras?
La noticia que tenía que transmitirle no sería agradable. Se levantó del taburete y cruzó la zona de estar para contemplar un óleo que reposaba sobre un caballete cerca del gran ventanal que daba a la entrada. El cuadro era de una joven de perfil, erguida en medio de un desierto que contemplaba un terreno montañoso. Parecía perdida y pequeña en esa extensión de arena.
Miró a Raina, en ese momento apoyada en la encimera.
–¿Lo has hecho tú?
–Sí. Es un recuerdo que tenía de Azzril de pequeña. Recuerdo sentirme muy insignificante en todo ese espacio abierto.
–Es muy bueno –regresó al mostrador y se quedó frente a ella–. ¿Te mantienes con tu arte?
Ella cruzó los brazos y los apoyó sobre la superficie de la encimera.
–No. Enseño en una pequeña universidad privada. Tengo un máster en Historia del Arte. Y aún no has contestado mi pregunta. ¿Qué decían tus cartas y qué haces aquí?
–Estoy aquí por petición de tu padre.
Ella entrecerró unos ojos súbitamente coléricos.
–Más vale que no tenga nada que ver con ese arcaico acuerdo matrimonial.
–Te aseguro que no. Por lo que a mí respecta, ya no existe.
Ella puso los ojos en blanco.
–Intenta decírselo a mi padre.
–Tendrás que exponérselo en persona cuando lo veas los próximos días.
Se puso rígida.
–¿Papá va a venir?
–No. Tu padre desea que vayas a Azzril de inmediato. Me ha enviado a escoltarte.
Ella suspiró.
–Dharr, soy una adulta, no una niña. No hago las maletas y me marcho cuando lo dice mi padre, así que no me importa lo que él desee.
–¿Y si se trata de su último deseo?
–No entiendo –sonó insegura y pareció casi tan desamparada como la niña del cuadro.
Dharr había odiado la idea de decir algo que no creía que fuera precisamente la verdad, pero Idris Khalil le había insistido en que presentara una situación severa para convencer a Raina de ir a Azzril. Era cierto que el anterior sultán tenía una enfermedad grave, pero sugerir que se hallaba a las puertas de la muerte era una exageración.
–Es muy posible que tu padre esté enfermo del corazón, Raina. Se le ha ordenado guardar reposo.
El rostro de ella mostró incredulidad.
–Vino a verme hace dos meses.
La revelación sorprendió a Dharr. Por lo que él sabía, el sultán no había estado en contacto con su hija, aparte de llamadas telefónicas.
–¿Ha estado aquí?
–Sí. Todos los años, a veces dos veces por año, desde que me marché de Azzril. La última vez que lo vi, parecía en perfecto estado.
–No es un hombre joven, Raina.
–Pero es fuerte. No puedo creer…
Creyó detectar lágrimas antes de que bajara los ojos. Le tomó la mano para consolarla, y le sorprendió que no se la apartara. Los dedos largos y delicados parecían frágiles en su palma y sintió el impulso de protegerla, tal como había hecho muchos años atrás.
–Eres su única hija, Raina. Su única familia. Te necesita a su lado durante la recuperación.
Lo miró, y el optimismo había reemplazado la angustia en el rostro hermoso.
–Entonces, ¿se va a recuperar?
«Desde luego», pensó. El sultán no era un hombre que dejara que la enfermedad lo frenara durante mucho tiempo.
–Los médicos no están seguros de la extensión de su dolencia en este momento, pero no se encuentra en peligro inminente. Se muestran cautelosos y lo vigilan. Ha estado en reposo desde su alta del hospital.
Raina se soltó y Dharr se sintió extrañamente despojado.
–¿No está en el hospital?
–Lo estuvo. Durante un día sufrió dolores en el pecho. Aunque no se lo aconsejaron, él insistió en que quería marcharse.
–Es tan condenadamente terco –musitó ella.
–Sí, y ayudaría mucho si pudieras convencerlo de descansar.
Ella rió sin alegría.
–Como no lo encadene a la cama, dudo de que pueda mantenerlo en ella si no quiere cooperar.
–Cuento con que logres convencerlo.
–La universidad no acaba hasta el mes próximo.
He de encontrar a alguien que se ocupe de mis clases.
–¿Es posible?
–Sí. Y tendré que hacer las maletas. Probablemente, tenga que llamar a mi madre, pero eso puedo hacerlo cuando llegue a Azzril. De lo contrario, podría tratar de convencerme de no ir.
–Entonces, ¿doy por hecho que has decidido venir conmigo?
Lo miró ceñuda.
–¿Qué elección tengo? Si mi padre me necesita, entonces he de estar con él.
Dharr se sintió complacido y sorprendido de que no hubiera presentado ninguna resistencia real.
–Podemos marcharnos por la mañana. Mi jet privado aguarda instrucciones para el regreso.
–Quiero salir esta noche.
Otra revelación inesperada.
–¿No sería mejor un buen descanso antes?
–Es un vuelo de veinticuatro horas. Puedo dormir en el avión.
–Si es lo que deseas.
–Lo es –se apartó del mostrador–. Me daré una ducha rápida y luego llamaré al director de la universidad. Si quieres algo para beber, lo encontrarás en la nevera.
Tuvo ganas de unirse a ella, pero lo descartó como otra mala idea. Ella fue al cuarto de baño y en esa ocasión, sí cerró la puerta, dejándolo solo. Después de arreglar que el avión despegara esa noche, tuvo la oportunidad de echar un vistazo mientras Raina se preparaba para el viaje. Había otros óleos expuestos aparte del de la niña, pero el cuadro del rincón sobre un caballete atrajo su atención. Aunque no estaba acabado, no le costó discernir que se trataba de una mujer parcialmente desnuda con pelo largo y claro mirando al mar, con un hombre de pie a su lado, el rostro girado hacia su sien, un brazo sobre su espalda con la mano reposando sobre los glúteos en una exhibición de posesión.
Aunque no albergaba planes para que Raina Khalil fuera su esposa, aún podía imaginar cómo sería tenerla en su cama.
Y esas fantasías deberían permanecer como tales… sólo fantasías. Sin embargo, iba a embarcar en un vuelo de veinticuatro horas con una mujer que innegablemente capturaba su interés. Una prueba real para su fortaleza. No sucumbiría a impulsos bajos, aunque una parte precisa de su anatomía pudiera decirle otra cosa.
Era enorme.
Raina había esperado un avión privado más pequeño, no una mole voladora de metal con un siete en su número de identificación. Pero no sabía por qué se sorprendía. Dharr Halim no se conformaría con nada intermedio en su modo de volar ni en cualquier otra cosa que eligiera.
No obstante, odiaba volar. De hecho, no había volado desde la noche que había dejado Azzril hacia América. De no haber sido por la enfermedad de su padre, no habría vuelto a subir a un avión. Pero lo hizo, y de inmediato la recibió un auxiliar de vuelo vestido de esmoquin.
–Bienvenidos, señorita Khalil y jeque Halim. Me tendrán a su disposición para ocuparme de sus necesidades.
Raina, que no estaba de humor para mostrarse excesivamente cortés, le dedicó una sonrisa.
–Gracias –dijo.
–Lo llamaremos cuando estemos listos para cenar –indicó Dharr detrás de ella.
Mientras ella avanzaba por el pasillo del avión, él la seguía a una distancia mínima, poniéndola más nerviosa con cada paso que daban. Siempre la había puesto nerviosa, incluso de niña… le provocaba la clase de incomodidad que surgía de estar en presencia de un hombre demasiado magnético, con un cuerpo que haría que una mujer cayera a sus pies y le besara los zapatos caros con los que caminaba. Y en parte porque desde niña había sabido que lo habían elegido para ella.
Pero no podía permitir ninguna distracción con él. Eran demasiado, demasiado diferentes. Los padres de ella jamás habían logrado superar esas diferencias y su separación casi la había destruido. Los quería a los dos en exceso, pero había crecido siendo un peón en la guerra de voluntades que libraban… Aunque ya no lo era. En ese momento era una mujer independiente y tomaría sus propias decisiones. En ellas no se incluía ceder a la insistencia de su padre de casarse con Dharr Halim, de acuerdo con la tradición. No tenía deseo alguno de hacer nada con Dharr Halim.
Sabía que eso no era exactamente cierto. En cuanto lo descubrió de pie en el porche, imponente y arrebatador como la última vez que lo había visto, se había imaginado haciendo algunas cosas con él entre las que no figuraba el matrimonio.
Pero sí la consumación.
Dos hombres con trajes oscuros se pusieron de pie cuando pasó por una zona que parecía un salón con ocho sillones blancos, formando dos grupos de cuatro a derecha e izquierda, con televisores suspendidos sobre cada grupo de asientos.
Los hombres, que ella supuso que serían guardaespaldas, le ofrecieron unas sonrisas educadas y le hicieron un gesto de asentimiento a Dharr cuando éste les dijo en árabe:
–Que no nos molesten.
Él se quitó el abrigo y lo arrojó sobre una hilera de asientos, pero se dejó puesto el kaffiyeh blanco, asegurado por la banda dorada y azul que denotaba su rango real… lo único que lo diferenciaba del resto de ocupantes del avión, separándolo de casi todos los hombres que Raina había conocido, aparte de su padre. Servía como símbolo de prestigio, riqueza y todas las cosas de las que ella había prescindido al irse de adolescente a los Estados Unidos. Prefería estar en compañía de gente corriente, no de coronas o kaffiyehs.
Tenía hambre. Después de todo, no había cenado.
Dharr la condujo más allá de unos sillones y por una escalera de caracol. Tuvo que sujetar la barandilla con fuerza mientras en secreto seguía observando su trasero. Al llegar a lo alto, él abrió una puerta y reveló… ¿una cama? Una cama enorme cubierta por un edredón de satén de color marfil, con armarios empotrados a ambos lados del cabecero.
Raina se detuvo y lo miró.
–Es un dormitorio –observó ella.
Él esbozó una sonrisa a medias que insinuó unos dientes perfectos y blancos.
–Sí, tiene una cama, pero también una zona que sirve como mi despacho. Aquí dispondremos de más intimidad.
Ése era el problema para Raina. No creía que debiera acercarse a una cama con Dharr en la habitación, y menos en un avión, donde la única salida era una puerta de emergencia.
Se dijo que no importaba. Que podía entrar en el dormitorio del avión de Dharr Halim y mantener la distancia.
Cuando ella no se movió, él preguntó:
–¿Vas a pasar?
Raina se pasó la bolsa de viaje amarilla de un hombro al otro, el mismo que Dharr había insistido en llevar pero que ella no le había permitido. En ese momento le parecía que en su interior había ladrillos, no las pocas cosas que había metido para el trayecto.
Animó a sus pies a moverse, a avanzar, y una vez dentro, se sintió aliviada al ver que a su izquierda había una mesa y más sillas, junto con un escritorio empotrado.
Después de dejar la bolsa en el suelo y empujarla con un pie bajo el borde de la cama, se sentó en el colchón y lo probó con las palmas de las manos.
–Es cómodo.
–Sí, lo es.
Alzó la vista y vio que los ojos de Dharr habían adquirido un tono negro azabache, lo que hizo que se levantara de la cama como si de una rampa de lanzamiento se tratara.
Él indicó los sillones paralelos que había frente a la cama.
–Tendremos que ocuparlos para el despegue. Después de que el piloto nos dé el visto bueno, tendrás libertad para hacer lo que quieras, sentarte… o echarte… lo que te apetezca.
Sentarse parecía lo más sensato.
Con eso en mente, ocupó el sillón más alejado de la ventanilla. Lo que más odiaba eran los despegues y los aterrizajes. Su padre había reconocido su miedo a volar, razón por la que había ido a California en vez de esperar que ella realizara el largo trayecto a Azzril. Pero esa noche, tendría que enfrentarse a sus temores con el fin de cerciorarse de que la enfermedad de él no era grave. A pesar de lo irritante e inflexible que era a veces, se moriría si le pasara algo.
Dharr ocupó el asiento a su lado sin dedicarle una segunda mirada. Olía de maravilla, como un bosque después de la lluvia, limpio, fresco y lleno de secretos.
Lo miró un momento, preguntándose si aún tendría el pelo tan tupido como años atrás.
–¿Es necesario que lleves el kaffiyeh?
Pareció ofendido.
–En los negocios, sí. Impone respeto.
–Pero ahora no estás de negocios.
–Cierto.
Se lo quitó y lo arrojó sobre la mesa cercana, confirmándole que todavía tenía un cabello magnífico. Luego le dedicó esa sonrisa mortífera.
–¿Deseas que me quite algo más?
Su cuerpo amenazó con derretirse con el placentero pensamiento de él desnudándose.
–Muy gracioso.
–Me alegro de haberte divertido.
No la divertía en absoluto. Pero sí hacía que transpirara con esa sonrisa letal y esos ojos negros de dormitorio.
Por la megafonía interior una voz anunció que habían recibido autorización para despegar, sobresaltándola.
Dharr la miró preocupado mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.
–¿Te da miedo volar, Raina?
No se atrevía a admitir que le daba miedo nada, aunque así fuera. Clavó la vista al frente para que él no viera ese miedo cuando el avión se alejara de la puerta.
–Los aviones no me entusiasman. Evidentemente…
–Raina…
–… fueron diseñados por hombres, si analizas su forma.
–Raina…
–Gigantescos símbolos fálicos con enormes motores.
–Raina.
Lo miró.
–¿Qué?
–Abróchate el cinturón de seguridad.
Estupendo. Lo único que la protegía de verse sacudida como una muñeca de trapo y se había olvidado ponérselo.
Después de asegurárselo, se apoyó en el asiento y aferró los reposabrazos. El avión se dirigió hacia la pista mientras ella se esforzaba en tener pensamientos positivos, pero sin éxito. Odiaba sentirse tan fuera de control.
–Creo que debería abrir un agujero en el suelo para ir a ayudar a que esta cosa despegue –musitó–. Es antinatural esperar que algo tan grande te transporte por el aire.
Dharr se inclinó y su aliento cálido le rozó la mejilla.
–Algunos dicen que el tamaño es importante cuando se trata de alcanzar nuevas cumbres.
Lo miró burlonamente seria.
–No has cambiado nada, Dharr Halim. Siempre el bromista. Pero, al parecer, has pasado de atormentarme por mis rodillas huesudas a soltar indirectas dudosas.
Le recorrió lentamente el cuerpo con la mirada.
–Y tú has pasado la fase huesuda. Si no recuerdo mal, fuiste tú quien comparó el avión con un símbolo fálico. Yo sólo seguía tus pautas.
Antes de que pudiera responderle, los motores cobraron vida. Cerró los ojos, preparándose para el momento en que ese tubo de acero los lanzara al aire, y rezaba para que llegaran sin incidentes.
Cuanto más alto bramaba el motor y más rápido iba el aparato, con más fuerza sujetaba Raina los reposabrazos.
–Vamos, vamos, vamos…
La boca de Dharr le cubrió la suya, cortando el cántico nervioso y sus pensamientos aleatorios de perdición. No recordaba que eso formara parte de las instrucciones de seguridad. No recordaba recibir esa clase de servicio. De hecho, no recordaba ni su propio nombre.
Introdujo la lengua lentamente, en una incursión suave entre sus labios entreabiertos. Raina sentía la cabeza en las nubes, sin aire, cuando le separó las manos de los reposabrazos y entrelazó los dedos con los suyos. Con cada incursión de esa devastadora lengua, perdía algo más de cordura. El corazón comenzó a subir más y más con el avión, pero eso ya no le preocupaba. No le preocupó nada a medida que continuaba el beso, más profundo e insistente con cada momento que pasaba. Sólo le importaba la boca de Dharr sobre la suya. El aroma, la fragancia, la habilidad.
Al final él se separó y le dedicó otra sonrisa demoledora.
–Creo que hemos completado con éxito el despegue.
Raina se inclinó para mirar por la ventanilla; sólo vio cielo, el sol que se ponía y vestigios de nubes. No tenía ni idea de cuánto había durado el beso ni por qué lo había permitido. Y la enfurecía que Dharr se hubiera aprovechado de su miedo.
–¿Por qué lo has hecho?
–Para sacar tu cuerpo y tu mente de este avión.
Debía reconocer que lo había logrado, y con eficacia.
–No has jugado limpio.
–No era un juego, Raina. Era algo serio.
–Supongo que debería darte las gracias –murmuró ella.
–De nada. Y si deseas que vuelva a distraer tu atención durante el vuelo, por favor, no tienes más que informármelo.
–Vaya, gracias por pedirme permiso esta vez.
–¿Esta vez? –enarcó una ceja.
Lo miró fijamente.
–La última vez. No vamos a hacerlo.
–Creo que ya lo hemos hecho –deslizó un dedo por su mejilla de forma lenta–. Cualquier otra cosa que necesites de mí, sólo tienes que pedirla.
Sólo necesitaba una cosa, su ausencia, para poder retener el control. Pero como eso iba a ser imposible en las siguientes veinticuatro horas, comprendía que debería ser fuerte. De lo contrario, podría terminar usando la cama cercana para algo más que dormir.
Raina Khalil sería una amante excelente. Eso había decidido Dharr nada más besarla espontáneamente. Un comienzo bastante bueno para su reencuentro… y peligroso.. Sin embargo, no había sido capaz de pensar en ningún otro medio para mitigar sus miedos, o al menos de eso había tratado de convencerse.
Mientras la veía consumir el sándwich vegetal sin alzar la vista, se dio cuenta de que Raina también ponía todo en el acto de comer. Era extraño que se quedara tan silenciosa una vez que habían despegado. No la recordaba como una persona propensa a reservarse lo que pensaba.
Apartó el plato vacío y se limpió los labios con la servilleta.
–Estaba delicioso.
–Lamento no haber podido preparar una comida caliente, pero apenas hemos dispuesto de tiempo.
–El sándwich estaba muy bueno.
Él recogió la botella de burdeos y le preguntó:
–¿Quieres un poco más de vino?
–Si tenemos en cuenta la altitud, lo más probable es que me emborrache si bebo otra.
Le rellenó la copa y dejó a un lado la botella.
–Quizá te relajes.
–Estoy relajada –la apartó y desequilibró la copa.
Él la atrapó antes de que pudiera volcarse. Sonrió.
–¿Estás segura?
–Sí. Sólo he sido torpe –juntó las manos sobre la mesa–. Dime, Dharr, ¿tienes el control total ahora?
–¿El control de qué? –desde luego, no de sus impulsos carnales en compañía de ella.
–¿Diriges el país?
Aceptaría una conversación general siempre que ella no hiciera demasiadas preguntas personales.
–Ahora mis padres están de viaje y yo me he hecho cargo de casi todas las obligaciones de mi padre, aunque él sigue siendo el rey.
–¿Ha cambiado mucho Azzril?
–Hemos ampliado la universidad y también el hospital de Tomar. Estamos desarrollando métodos agrícolas más modernos y ayudando a las ciudades más pobres en su crecimiento.
–¿Tienes alguna mujer? –en el acto se arrepintió de la pregunta–. Quiero decir si hay alguna mujer en un puesto de responsabilidad.
Dharr se reclinó con la copa de vino en la mano y disfrutó del ligero rubor en sus mejillas. Se preguntó cómo estaría con todo el cuerpo arrebolado.
–Sí, doctoras, abogadas, profesoras.
Ella tuvo que mirarlo.
–¿Y qué me dices de puestos en el gobierno?
–Ahora no, pero es sólo cuestión de tiempo. ¿Estás interesada?
–Diablos, no. Sólo sentía curiosidad. Mi madre siempre se quejó de que las mujeres tenían poco poder en Azzril.
En el pasado, había sido cierto; pero él había logrado que eso cambiara en los últimos diez años.
–Y tu madre, ¿se encuentra bien?
–Se siente sola. Nunca ha salido con nadie desde que dejó a papá.
–Tal como yo lo entiendo, sigue casada con tu padre.
Raina estrujó la servilleta.
–Técnicamente, sí. Ninguno de los dos ha pensado en el divorcio. Creo que eso es ridículo. Si no van a vivir juntos, ¿por qué no ponerle fin para poder continuar con sus respectivas vidas?
–Quizá ambos están llenos de orgullo. Y el divorcio todavía no está bien considerado en Azzril.
–Mi madre es de los Estados Unidos, donde es tan corriente como los coches en las autopistas de Los Ángeles.
–Y el compromiso se toma muy a la ligera –posó la mano sobre la de ella cuando dejó de jugar con la servilleta.
Ella la apartó y se encogió de hombros.
–Si no se puede vivir juntos de forma apacible, ¿por qué prolongar la agonía?
–Supongo que en algunos aspectos, tienes razón, pero yo veo el matrimonio como un acuerdo que puede ser mutuamente beneficioso si se mantiene la perspectiva apropiada.
–¿Qué beneficio podría haber?
Él bebió un trago de vino antes de mirarla a los ojos.
–Se me ocurren muchos modos en que un hombre y una mujer pueden beneficiarse el uno del otro. Para empezar, la procreación. Otro es el proceso de procreación.
Ella cruzó los brazos con expresión de desafío.
–Ni el mejor sexo ni todos los bebés del mundo pueden ayudar a una mala relación. La pasión se desvanece y si detrás de eso no queda nada, entonces sólo hay un trozo de papel y odio.
–Si no te entregas a las emociones, entonces el odio no entrará. Es más importante el respeto.
–¿Afirmas que el amor debería evitarse a toda costa?
–¿Afirmas que crees en algo tan frívolo como el amor?
–Jamás he estado enamorada de un hombre, pero el amor que siento por mis padres es muy real. ¿Tú no quieres a los tuyos?
–Sí, pero es diferente.
–¿En qué?
–Sé que el amor que me tienen mis padres es incondicional.
Ella esbozó una sonrisa débil.
–Oh, comprendo. Alguien te ha roto el corazón.
¿Cómo podía saberlo? ¿Acaso era demasiado transparente?
–Sencillamente, no considero que sea demasiado inteligente entregarse a emociones intangibles.
Raina se puso de pie y lo miró.
–Ser tan cínico debe de ser tedioso.
–¿Adónde vas? –preguntó al verla alejarse de la mesa.
–Al cuarto de la niñas pequeñas y luego voy a prepararme para irme a la cama, si eso te parece bien, jeque Halim.
–No tengo objeción. Para eso hay una cama.
Ella sonrió con escepticismo.
–Oh, apuesto que la pusiste ahí para dormir.
–¿Para qué, si no?
–No te hagas el tonto conmigo, Dharr. Sé que ya has traído mujeres a este avión. Un hombre como tú, no pasaría su vida adulta sin unas cuantas amantes.
No iba a negárselo, pero no había habido tantas, y ninguna había significado algo más que un medio de gratificación. Excepto una.
–¿Y tú, Raina?
Sacó la bolsa de debajo de la cama y se la pasó al hombro.
–¿Yo qué?
–¿Has tenido amantes?
–No es asunto tuyo –alzando el mentón, dio media vuelta y desapareció en el cuarto de baño.
Tenía que estar de acuerdo en que no era asunto suyo. Aunque prefería pensar que el gesto defensivo significaba que no había tenido ninguno. Tampoco podía explicar la causa. Ni la envidia que sentía al pensar que otro hombre la había podido tocar.
Unos minutos más tarde, salió con un camisón de satén azul y sin mangas que apenas le llegaba a la parte superior de los muslos. Dharr giró la silla fijada al suelo para mirarla cuando le dio la espalda. La observó inclinarse para volver a colocar la bolsa bajo la cama, revelando unas braguitas blancas y escuetas, no de encaje en esa ocasión, pero que, a pesar de ello, encendieron el deseo que sentía por ella. Raina apartó el edredón, ahuecó la almohada, se tumbó boca arriba y se cubrió hasta la cintura.
–¿Vas a venir pronto a la cama? –le preguntó, sin mirarlo.
–No sabía que estabas interesada en tenerme en tu cama.
Lo miró ceñuda.
–Para dormir, Dharr. Esta cama es bastante grande para los dos. Tú te quedas de tu lado y yo del mío. Así dormiremos de maravilla.
Dharr se reclinó y la estudió.
–Te aseguro que será muy difícil que permanezca de mi lado de la cama, a menos que levantes una pared entre ambos –la idea de estar tumbado junto a ella y, al rato, encima, hacía que pensara que era otra cosa la que se levantaba.
–Oh, ¿de modo que no eres lo bastante fuerte como para dormir con una mujer sin acostarte con ella?
–Posiblemente, podría hacerlo con algunas, pero no con una mujer como tú, y menos con la ropa tan escasa que llevas puesta.
Alzó el edredón y miró debajo, como si no tuviera recuerdo de lo que llevaba.
–Estoy adecuadamente cubierta –luego se puso de costado, acomodó la mejilla sobre un brazo y lo miró–. Si estuviera en casa, no llevaría nada encima. No me gusta ponerme ropa en la cama.
Dharr experimentó una decidida subida de temperatura y una elevación debajo del cinturón. Pero no se molestó en ocultar su estado de excitación cruzando las piernas. De hecho, las extendió para que ella supiera lo que le hacía y que le sirviera de advertencia.
–Desde luego, lo entiendo, Raina. A mí tampoco me gusta ponerme ropa para acostarme. Si eso te incomoda, me quedaré en este sillón.
Con la vista clavada en su regazo, repuso:
–Perfecto. Buenas noches.
No era eso lo que Dharr quería. Había esperado que ella fuera más persistente, que lo animara a reunirse con ella. Pero cerró los ojos y no tardó mucho hasta que su rostro se relajó con el sueño.
Sin embargo, él no lo estaba ni lo estaría, asediado por la fantasía de desnudarse y echarse junto a Raina, de despertarla con los besos más íntimos, con caricias que harían que su cuerpo suplicara que le dedicara la máxima atención.
Podía darle placer, pero debería de contentarse con dejarlo ahí. Y eso no sería aceptable. No a menos que la considerara como la mujer que permanecería a su lado como futura reina.
En Harvard, había pensado que había encontrado a la mujer que quería hacer su esposa, pero había terminado por descubrir que ella jamás aceptaría su legado o su cultura. Lo había conducido en una aventura sensual y luego cerrado la puerta sobre cualquier futuro que hubieran podido tener juntos, marchándose sin siquiera una despedida personal, sólo con una carta en la que le indicaba que no podrían estar juntos de forma permanente.
Cuando lo habría dado todo por ella. Todo.
Hasta su corazón. Nunca más.