Desafío ardiente - Carole Mortimer - E-Book

Desafío ardiente E-Book

Carole Mortimer

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Beschreibung

Drakon Lyonedes lo tenía todo: poder, riqueza, atractivo físico… ¡y cualquier mujer a la que deseara! Hasta que la hermosa Gemini Bartholomew entró en su vida, decidida a desafiarlo. Que la señorita Bartholomew cuestionara su plan de convertir el hogar familiar en un hotel le intrigaba. Debía doblegar la voluntad de aquella encantadora joven. Pero las palabras "largo plazo" no entraban en el vocabulario del arrogante magnate, y Gemini daba la sensación de querer algo más que una noche de pasión abrasadora…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Calore Mortimer

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Desafío ardiente, n.º 322 - agosto 2021

Título original: Defying Drakon

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-840-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

A los amigos ausentes.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

–¿Quién es? –preguntó Markos.

Drakon había llamado por teléfono a la oficina de su primo Markos hacía unos minutos y ahora estaba en una de las múltiples habitaciones del ático situado en el trigésimo piso del edificio Lyonedes, en el centro de Londres, donde se hospedaba cuando iba de visita desde Nueva York. Markos, naturalmente, prefería vivir lejos del edifico donde trabajaba todos los días.

Drakon tenía la atención puesta en uno de los diversos monitores de seguridad y contemplaba a la joven de la pantalla monocromática dar vueltas de un lado a otro de la habitación adonde lo había llevado Max Stanford, el jefe de seguridad, tras provocar ciertas alteraciones en la recepción, situada en la planta baja del edificio.

Era una joven alta y esbelta. La blusa oscura que llevaba se ceñía a sus pechos pequeños, mientras que los vaqueros ajustados de cintura baja dejaban ver parte de su vientre plano. Debía de tener casi treinta años; el pelo, liso, le llegaba hasta debajo de los hombros. Probablemente fuese rubia. Tenía una cara increíblemente hermosa dominada por unos ojos claros. ¡Maldita pantalla en blanco y negro! Tenía la nariz pequeña y recta y unos labios carnosos muy sensuales.

Miró a Markos cuando su primo se puso a su lado. El parecido familiar y su nacionalidad griega eran más que evidentes en sus rasgos esculpidos y bronceados. Ambos tenían el pelo oscuro y medían más de metro ochenta, aunque Markos tenía treinta y cuatro años, dos menos que él.

–No estoy seguro –contestó Drakon–. Max me ha llamado hace unos minutos y me ha preguntado qué quería que hiciera con ella –continuó–. Al parecer, mientras se la llevaba de la recepción, la chica se ha negado a decirle nada más que su apellido, Bartholomew, y que no tenía intención de abandonar el edificio hasta haber hablado contigo o conmigo, preferiblemente conmigo.

Markos abrió los ojos con interés.

–¿Podría ser pariente de Miles Bartholomew?

–Podría ser su hija –Drakon había visto a Miles Bartholomew varias veces antes de que muriera en un accidente de coche seis meses atrás, y había cierto parecido entre la joven de la pantalla y él. Aunque, a sus sesenta y dos años, Miles tenía el pelo gris y el cuerpo enjuto, no esbelto y grácil.

–¿Qué crees que quiere? –preguntó Markos.

Drakon entornó sus ojos oscuros y apretó los labios al mirar a la mujer.

–Ni idea. Pero tengo intención de averiguarlo.

Markos frunció el ceño.

–¿Piensas hablar tú con ella?

Drakon sonrió al ver la sorpresa de su primo.

–Le he pedido a Max que la traiga aquí en diez minutos. Espero que no haya dejado un surco en la alfombra para entonces.

Markos pareció pensativo.

–¿Estás seguro de que es buena idea, teniendo en cuenta nuestra actual relación con la hermosa viuda de Bartholomew?

Drakon le dio la espalda a la pantalla.

–La alternativa de Max era arrestarla por entrar sin autorización y por alteración del orden público. Eso le proporcionaría muy mala publicidad a Empresas Lyonedes –dijo–, y tendría un efecto negativo en nuestra relación con Angela Bartholomew.

–Cierto –admitió su primo–, pero ¿no sentaría una especie de precedente permitir este tipo de chantaje emocional?

Drakon arqueó las cejas.

–¿Crees que habrá en Londres ahora mismo más mujeres dispuestas a hacer una sentada en la recepción de Empresas Lyonedes si no se les permite hablar con el presidente de la compañía?

Markos negó con la cabeza.

–Solo llevas dos días en Inglaterra –dijo–. No es tiempo suficiente para que le hayas roto el corazón a ninguna mujer.

Drakon mantuvo una expresión impasible.

–Si, como dices, se han roto corazones en el pasado, no fue cosa mía. Siempre he dejado claro el hecho de que no me interesa casarme en este momento.

–¡Ni nunca! –exclamó su primo.

Drakon se encogió de hombros.

–Sin duda llegará un momento en que necesite un heredero.

–¿Todavía no?

–No.

–La señorita Bartholomew parece haber despertado tu interés…

Había solo dos personas en el mundo que se atrevían a hablarle en ese tono tan familiar: su primo y su madre.

Ambos primos habían crecido juntos en el hogar familiar, en Atenas. Markos había ido a vivir con sus tíos y con Drakon tras la muerte de sus padres en un accidente de avión cuando él tenía ocho años. Era aquella cercanía, y el hecho de que fuesen parientes de sangre, la que le permitía ciertas libertades en lo referente a Drakon. Si alguien que no fuera Markos se hubiera atrevido a hacer un comentario o cuestionar la vida privada de Drakon de esa forma, habría salido por la puerta en cuestión de segundos. Tras ser convenientemente reprendido, claro.

–Siento curiosidad sobre sus razones para estar aquí –dijo Drakon.

–Desde luego es guapa –contestó Markos mirando hacia la pantalla.

–Sí, lo es.

Markos lo miró de reojo.

–Quizá yo pueda estar presente en la reunión.

–No, Markos. Sea lo que sea lo que la señorita Bartholomew desee hablar conmigo, ha procedido de una manera muy poco ortodoxa. No creo que el hecho de que el vicepresidente de la empresa muestre interés en ella nos ayude a transmitir lo descontentos que estamos con su comportamiento.

–¿Por qué tienes que chafarme siempre la diversión? –preguntó Markos.

Drakon sonrió ante la reputación canallesca de su primo con las mujeres mientras miraba el reloj de oro que adornaba su muñeca.

–Thompson debería llegar dentro de poco para su cita de las diez. Me reuniré con vosotros dos en diez minutos en tu despacho.

–¿Estás seguro de que será tiempo suficiente con la encantadora señorita Bartholomew?

–Oh, sí.

Drakon miró una última vez a la joven de la pantalla antes de dirigirse hacia la sala de estar del apartamento y colocarse frente a uno de los enormes ventanales que daban a la ciudad de Londres. Oyó que su primo abandonaba el apartamento segundos más tarde y siguió pensando en la insolente señorita Bartholomew.

Drakon se había hecho cargo del negocio familiar tras la muerte de su padre diez años atrás. Ahora, a sus treinta y seis años, rara vez le sorprendía algo de lo que la gente hiciese o dijese, y jamás se dejaba intimidar por sus acciones. Era él quien, con su presencia, intimidaba a los demás; no al revés.

Fueran cuales fueran las razones de la señorita Bartholomew para aquel comportamiento tan inaceptable, pronto se daría cuenta de ese hecho…

 

 

Gemini dejó de dar vueltas y se volvió para mirar con el ceño fruncido al hombre de mediana edad que antes se había presentado como jefe de seguridad cuando por fin regresó a la habitación donde la había dejado encerrada hacía quince minutos.

Sin duda se había ido a recibir instrucciones de Markos Lyonedes con respecto a qué hacer con ella; o quizá no se hubiera molestado en hacer eso y simplemente hubiese ido a llamar a la policía para que la arrestasen. Dudaba que el esquivo Drakon Lyonedes, presidente de la compañía, de visita en la ciudad, estuviera al corriente de algo tan trivial como que una joven se negaba a abandonar el edificio hasta hablar con él.

Gemini tenía razones para saber lo esquivo que era. Había intentado en repetidas ocasiones concertar una cita para hablar con él desde que supiera de su llegada a Inglaterra dos días antes. Pero, dado que se había negado a revelar el motivo por el que quería hablar con él, la secretaria de Markos Lyonedes había rechazado educadamente su petición.

Eso sí, le habían dicho que podía enviar su currículum al jefe de personal, como si fuese a querer trabajar para un hombre como Drakon Lyonedes, pero le habían negado la posibilidad de hablar con él o con su primo, vicepresidente de la compañía a cargo de las oficinas de Londres. Al no quedarle otra alternativa, Gemini había decidido hacer una sentada en la recepción del edificio Lyonedes.

Y a los pocos minutos de su llegada la habían encerrado en una habitación.

–Vamos –el jefe de seguridad, vestido de negro y con la cabeza rapada, se echó a un lado para permitirle salir de la habitación. Seguramente era un exmilitar.

–¡Esperaba unas esposas! –exclamó ella al salir al pasillo de mármol.

El jefe de seguridad arqueó sus cejas grises.

–¿Qué tenía en mente exactamente?

¿Fue diversión lo que vio en aquellos ojos azules? No, desde luego que no.

–Nada parecido, se lo aseguro –respondió Gemini.

–Eso me parecía –dijo él antes de agarrarla con fuerza del brazo–. Y las esposas no quedarían bien delante de los demás visitantes.

El comentario habría resultado gracioso de no ser por la seriedad de su rostro al hacerlo.

–¿Adónde me lleva? –preguntó ella mientras el hombre la conducía a marchas forzadas hacia la parte de atrás del edificio. Antes Gemini había intentado zafarse de sus manos, pero lo único que había conseguido era magullarse el brazo–. He preguntado que…

–Ya la he oído –el jefe de seguridad se detuvo junto a un ascensor antes de introducir un código en el teclado iluminado.

La había oído, sí, pero evidentemente no tenía intención de satisfacer su curiosidad.

–Supongo que este edificio es demasiado moderno para tener una mazmorra –murmuró ella.

–Pero sí que tiene un sótano –le dirigió una mirada con los párpados entornados mientras se abrían las puertas del ascensor. La empujó dentro con él y pulsó uno de los botones.

Realizó el movimiento con tanta rapidez que Gemini no pudo ver qué botón había pulsado antes de que las puertas se cerraran tras ellos y el ascensor comenzara a moverse. ¿Hacia arriba o hacia abajo? Fuese hacia donde fuese, el ascensor se movía tan deprisa que el estómago le dio un vuelco. O quizá fuese por su estado de nervios. No le había hecho especial ilusión tener que ir al edificio Lyonedes aquella mañana y montar un escándalo, y el hombre de aspecto peligroso que iba con ella en el ascensor no inspiraba mucha confianza con respecto a su bienestar inminente.

Tal vez no hubiera sido tan buena idea forzar un encuentro con Markos o Drakon Lyonedes.

Al pensar en sus opciones aquella mañana, sentada en la cocina de su apartamento, le había parecido lo más lógico y directo. Pero ahora, de camino a Dios sabía dónde, con un hombre que parecía capaz de matar con sus propias manos, ya no le parecía tan lógico.

Todo era culpa de Drakon Lyonedes, claro. Si no hiciera que fuese tan difícil verlo y hablar con él, no habría razón para recurrir a medidas tan drásticas como las de aquella mañana. Sin embargo…

Levantó la barbilla en un gesto desafiante y se arriesgó a mirar al jefe de seguridad, que no había dicho ni una palabra más.

–Imagino que sabrá que el secuestro es algo muy grave.

–También lo es alterar el orden público –respondió él.

–¡El edificio Lyonedes no es precisamente un lugar público!

–Puede usted pensar lo que quiera, querida –de nuevo, a Gemini le pareció ver cierta nota humorística en su mirada, pero enseguida desapareció y solo quedó el acero de sus ojos.

–No puedo huir a ningún sitio encerrada en este ascensor, así que probablemente no pase nada porque me suelte el brazo –en ese momento el ascensor se detuvo suavemente y las puertas se abrieron ante ella.

No estaban en un sótano. Ni en una mazmorra. Estaban en la oficina más extraña que Gemini hubiera visto jamás.

Probablemente porque no era una oficina, pensó mientras el de seguridad la arrastraba hacia una elegante sala de estar. La alfombra que había bajo sus pies era de un bonito color crema, y frente a la chimenea de mármol había un sofá de cuero marrón en forma de ele con sillones a juego. Había varias mesas con jarrones de rosas color crema. También un piano a juego en un rincón y un mueble bar en el otro. En las paredes de color crema, Gemini reconoció obras de arte de artistas de renombre. Los ventanales que conformaban la pared que tenía delante ofrecían una impresionante vista de Londres.

Así que, definitivamente, no estaban en el sótano.

–Max, te llamaré cuando la señorita se vaya.

–Sí, señor.

Gemini apenas advirtió que el jefe de seguridad volvía a entrar en el ascensor y desaparecía. Se dio la vuelta para localizar al dueño de aquella voz profunda y autoritaria, y se quedó boquiabierta al ver la silueta del hombre situado frente a la segunda pared de ventanas. Supo de inmediato que se encontraba ante el mismísimo Drakon Lyonedes.

Era más que evidente que no estaba de buen humor. La expresión de su hermoso rostro era aún más sombría que la del jefe de seguridad.

Drakon Lyonedes medía más de metro ochenta, tenía los hombros anchos, un torso bien definido y unas piernas largas, todo ello realzado por un traje color carbón, una camisa blanca de seda y una corbata gris pálido. Llevaba el pelo muy corto y tenía unos ojos negros penetrantes, que dominaban un rostro como esculpido en granito. Las pocas fotos de Drakon Lyonedes que habían aparecido en los periódicos durante los años no lograban captar el aura de poder que lo rodeaba como si fuera una capa invisible.

No solo de poder, pensó Gemini al sentir un escalofrío que le recorría la espalda, sino también de peligro; como la de un depredador letal esperando la oportunidad de abalanzarse sobre su presa.

Un depredador poderoso y letal que la tenía en su punto de mira.

 

 

Drakon mantuvo una expresión impasible mientras contemplaba la versión en color de la decidida señorita Bartholomew. La melena lisa que había creído que podría ser de un rubio pálido era en realidad de un extraño color dorado casi blanco; el mismo color que las playas de arena que rodeaban la isla privada que poseía frente a la costa de Grecia. Su tez era de un marfil muy claro, telón de fondo perfecto para sus ojos, que resultaron ser de un aguamarina parecido al del mar Egeo. Sus labios carnosos y sensuales poseían un tono rosado natural.

De hecho no parecía ir maquillada en absoluto, lo cual dada su experiencia resultaba poco corriente.

–El señor Lyonedes, supongo –dijo ella, moviéndose con una elegancia natural mientras avanzaba hacia él.

–Señorita Bartholomew –Drakon no sonrió ante el evidente intento de la señorita Bartholomew por hacer una broma–. Max me ha dicho que se mostraba de lo más… insistente en su deseo de hablar conmigo.

–¿De verdad? –ella siguió mirándolo fijamente con aquellos ojos aguamarina.

–Sentarse frente a la recepción y negarse a moverse hasta hablar conmigo o con mi primo me parece un acto de determinación, sí –señaló él.

–Ah, sí. Eso –Gemini frunció el ceño e intentó recomponer sus pensamientos, que se encontraban dispersos a causa de la abrumadora presencia de aquel hombre–. Pero Max se ha encargado enseguida de mí –continuó mientras recordaba la facilidad con la que el jefe de seguridad le había puesto las manos bajo los codos y la había levantado del suelo para llevarla a la otra sala.

–¿Se refiere a mi jefe de seguridad por su nombre de pila? –preguntó él con las cejas arqueadas.

–De hecho es la única manera en la que puedo referirme a él, dado que no se me presentó antes. Sé su nombre porque usted lo acaba de decir –se encogió de hombros–. Y no me habría hecho falta ser tan decidida si usted se hubiera mostrado más accesible.

–¿Y por qué iba a querer hacer eso? –parecía verdaderamente desconcertado por aquella afirmación.

–Porque… oh, no importa –Gemini negó aceleradamente con la cabeza.

Drakon observó que, con aquel movimiento, su melena rubia captó los rayos del sol, y no pudo evitar preguntarse si el color sería natural o de bote. Acto seguido se reprendió por mostrar el mínimo interés personal en aquella reunión.

–Supongo que se da cuenta de que causar problemas en una propiedad privada es…

–Algo muy grave –concluyó por él–. Sí, su jefe de seguridad ya me ha dejado muy claro que usted tenía todo el derecho a llamar a la policía para que me arrestaran en vez de acceder a recibirme.

Drakon sonrió con ironía.

–Oh, créame, esa posibilidad aún no la he descartado.

–Ah –un brillo de inseguridad apareció en sus ojos mientras se estiraba. Debía de medir un metro setenta y cinco, con las botas de unos cinco centímetros de tacón. La camisa que se ajustaba a sus pechos y a su vientre era de color negro, mientras que los vaqueros que realzaban sus nalgas eran de un azul claro–. He hecho lo que he hecho porque necesitaba desesperadamente hablar con usted.

–¿Quiere un café?

–¿Qué?

–Café –Drakon señaló hacia el mueble bar, donde había una cafetera situada sobre la superficie de mármol negro.

–¿Es descafeinado?

Drakon arqueó las cejas.

–Creo que será brasileño, porque es mi favorito.

–Entonces no, gracias –contestó ella educadamente–. A no ser que sea descafeinado, el café suele producirme migrañas.

–¿Quiere que pida que me traigan descafeinado?

–No, de verdad. Estoy bien –sonrió.

Drakon no sabía por qué le había hecho esa oferta; cuanto antes hablaran y ella se marchara, mejor.

–¿No le importa si bebo? –no esperó su respuesta, se acercó al mueble bar y se sirvió una taza de café. Se llevó la taza a los labios, dio un sorbo y utilizó aquella pausa en la conversación para observarla por encima del borde de la taza.

Si, como pensaba, aquella mujer era la hija de Miles Bartholomew e hijastra de Angela Bartholomew, entonces no se comportaba en absoluto como uno esperaría de la hija única de un empresario multimillonario. Su ropa era tan informal como la de las docenas de chicas que había visto mientras conducía desde el aeropuerto dos días atrás. Llevaba el pelo cortado en capas sencillas y, como él ya había advertido, no iba maquillada. Tenía las uñas cortas y sin pintar, y unas manos largas y elegantes. En ese momento levantó una de ellas para apartarse un mechón de pelo de la cara.

La apariencia de la hija de Miles Bartholomew, si se trataba de ella, era de lo más inesperada. Y la familiaridad con la que se dirigía a él resultaba aún más inesperada.

Drakon colocó la taza de café sobre el mueble antes de atravesar de nuevo la estancia y detenerse a pocos centímetros de ella. Sus miradas estaban casi al mismo nivel.

–Creo que no nos hemos presentado adecuadamente. Como ya ha imaginado, soy Drakon Lyonedes. Y usted es…

–Gemini –respondió ella–. Gemini Bartholomew. Soy la hija de Miles Bartholomew –le ofreció una mano y sus mejillas cobraron el mismo color rosado que sus labios.

Gemini…

Drakon pensó en lo mucho que le pegaba ese nombre mientras le estrechaba la mano. El nombre era tan bonito y tan poco corriente como ella misma.

–¿Y qué cree que solo yo puedo hacer por usted, señorita Bartholomew?

Gemini sintió un escalofrío por la espalda al ver que Drakon Lyonedes no le soltaba la mano. Su piel era fría al tacto, pero al mismo tiempo el terciopelo de su voz recorrió sus sentidos con el calor de una caricia.

Sin duda debía de haberse imaginado el doble sentido de su pregunta.

Pero, solo con pensar que no lo hubiera imaginado, fue consciente de que no estaba preparada para enfrentarse al presidente de Empresas Lyonedes, y mucho menos para soportar la abrumadora sexualidad que emanaba.

Era una sexualidad feroz que Gemini habría preferido no advertir, y mucho menos responder a ella, porque tenía razones para sospechar que Drakon Lyonedes estaba manteniendo una aventura con la madrastra a la que ella tanto despreciaba…

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Solo pensar en su madrastra fue suficiente para que Gemini apartase la mano de la de Drakon; sin duda esa mano habría tocado a Angela de maneras que ella no quería ni imaginar.

Se estremeció y se colocó la mano detrás de la espalda antes de dar un paso hacia atrás.

–Solo hay una cosa que puede hacer por mí, señor Lyonedes –le aseguró con firmeza–. ¡Retirar la oferta que le ha hecho a la viuda de mi padre para comprar la casa Bartholomew!

Drakon se quedó observando a Gemini Bartholomew con los párpados entornados, se fijó en el rubor que había aparecido en sus mejillas, en el brillo de emoción visible en sus ojos aguamarina mientras lo miraba con desprecio.

–¿Y por qué cree que desearía yo hacer eso, cuando la venta se completará dentro de dos semanas, señorita Bartholomew?

–Porque no le corresponde a ella venderla, por supuesto. ¡Ni a usted ni a nadie!

–Creo que mis abogados ya han revisado los papeles necesarios y están satisfechos con los resultados –le aseguró Drakon.