Desaparecido - Maximiliano García - E-Book

Desaparecido E-Book

Maximiliano García

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Beschreibung

Bahía Blanca, 1998. La alegría de un viaje de fin de curso a Bariloche se convierte en tragedia cuando Claudio, un estudiante introvertido y amante de la música, desaparece. No hay rastros, pistas ni indicios de lo que pudo haber pasado. La desaparición de Claudio cambia la vida de su hermana Vera, quien, más de veinte años después, se debate entre la depresión y la esperanza de encontrarlo. Y también de Marcelo, su mejor amigo, actualmente convertido en un exitoso empresario. La estabilidad de ambos se interrumpe con la llegada desde Bariloche de la inspectora Leonora Fernández, quien tiene novedades importantes del caso. ¿Dónde está Claudio? ¿Es posible saber la verdad luego de tantos años? En una vertiginosa trama desarrollada entre los años 1998 y 2021, Vera, Marcelo y Leonora luchan entre mentiras y verdades para lograr sus propios objetivos. Descubrir qué fue lo que pasó con Claudio tal vez no sea el final de la historia, sino solo el principio. Porque saber la verdad quizá sea más terrible que ignorarla.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Arte de tapa: Gonzalo Angueira.

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Fotografía de solapa: Gonzalo Angueira.

Correción de interior: Eleonora Barchiesi.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

García, Maximiliano Manuel

Desaparecido: el misterio de la promoción 98 / Maximiliano Manuel García. - 1a ed - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

264 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-817-953-7

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas de Misterio. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. García, Maximiliano Manuel

© 2023. Tinta Libre Ediciones

Dedicado a tres personas muy especiales: el Colo, Mauro y Javier. por tantas historias compartidas.

Deep into that darkness peering, long I stood there wondering,fearing,

Doubting, dreaming dreams no mortal ever dared to dream before;

But the silence was unbroken, and the stillness gave no token,

And the only word there spoken was the whispered word, “Leonore!”

This I whispered, and an echo murmured back the word, “Leonore!”.

Merely this and nothing more.

The Raven, Edgar Allan Poe.

Si bien la mayoría de los lugares mencionados en la novela son reales, tanto los hechos descriptos como los personajes son producto de la imaginación del autor. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.

Prólogo

El 31 de agosto de 1998 a las 3:30 a. m., un grupo de adolescentes, en las puertas del Colegio Nacional, lleno de entusiasmo y alegría, partía rumbo a Bariloche para cumplir con su tan ansiado viaje de fin de curso. La calle Sarmiento estaba prácticamente cortada debido a la cantidad de padres que habían ido a despedir a sus hijos, aunque a esas horas de la madrugada el tránsito vehicular era casi nulo en el centro de Bahía Blanca. Una mixtura de casi treinta alumnos de entre diecisiete y dieciocho años subía excitada al colectivo. Se empujaban unos a otros y nadie cedía el paso, algunos incluso quedaban atascados en la puerta por los bolsos que llevaban consigo. La exaltación y el jolgorio grupal eran tales que lejos estarían de saber que, en ese preciso instante, se estaba gestando la mayor tragedia estudiantil de la historia del colegio.

Claudio subió los escalones del colectivo y salió corriendo hacia los asientos del fondo. Su idea era elegir alguno junto a la ventanilla, como era su costumbre cada vez que viajaba, incluso dentro de la misma ciudad. Por otro lado, su grupo de amigos lo acompañaría. Así que llegó y se tiró sobre la fila de asientos, dando por entendido que a partir de ese momento pasaban a estar reservados para Marcelo, Alejandro y Marcos. El frío que hacía dentro y fuera era tal que casi no los reconoció cuando llegaron al colegio abrigados con gorros, bufandas y orejeras.

Claudio se asomó a la gran ventanilla de atrás para divisar a sus padres, pero le fue imposible entre la multitud. Todos iban abrigados con camperas o gamutones de colores similares, oscuros como el invierno bahiense, pero al menos sobrevivían a las intensas heladas de agosto. Habían decidido ir a saludarlo junto a los padres de Alejandro, así se ahorraban cruzarse media ciudad en auto a la madrugada. Si bien el Ford Sierra modelo 89 era grande, viajaron bastante incómodos, casi uno arriba del otro, ya que, sobre la hora, Vera, la hermana mayor de Claudio, decidió que también quería ir a despedirlo a la puerta del colegio.

Claudio reconoció a su mamá y su papá a lo lejos, junto a los padres de Alejandro. Les hizo señas con la mano pensando: «Ya estoy adentro, no jodan». Vio cómo su padre prendía un cigarrillo y lo saludaba con este en su mano bien en alto, sin haberse dado cuenta de que Claudio le había robado dos atados de Derby suave de la caja de diez. El humo volaba a lo alto y se mezclaba con la humedad del ambiente convirtiéndose en cenizas mojadas.

Claudio mantenía una relación tirante con sus padres, en especial con su madre. En los últimos meses se había alejado un poco, le costaba compartir momentos con ellos, aunque siempre en un aire de total respeto. Estaba cansado de la rutina de su casa y necesitaba irse a estudiar a otra ciudad para poder vivir solo, aunque, dadas las condiciones económicas de su familia en ese momento, le iba a ser difícil. Muchos de sus compañeros de curso emigrarían a La Plata y Buenos Aires, pero también varios seguirían en Bahía Blanca, estudiando en la Universidad Nacional del Sur. Claudio sabía bien a qué se quería dedicar: a la música. La música lo era todo para él.

Los alumnos de quinto año del Colegio Nacional subieron uno a uno al colectivo. Los amigos chocaron los cinco y se acomodaron en el fondo, revoleando bolsos y alguna campera. La puerta finalmente se cerró emitiendo ese ruido característico del aire al entrar y salir de la bomba neumática. Algunos de los chicos se apelotonaban uno arriba de otro saludando por las ventanas, otros ya habían decidido taparse con una manta, cerrar los ojos y dormir un rato. Algunos, enloquecidos, cantaban una canción de los Redondos improvisando un pogo, mientras que el profesor Ramiro Lombardi, uno de los docentes a cargo del viaje, empezaba a retarlos pidiéndoles que se quedaran en silencio en sus asientos.

Tanto Ramiro Lombardi como la profesora Zulema Ledesma eran los docentes asignados para acompañar a los alumnos en el viaje de fin de curso del año 1998. Ambos eran novatos en ese aspecto y por eso se los veía un tanto nerviosos.

Finalmente, el colectivo arrancó y Claudio alzó su mano saludando a sus progenitores. Al doblar la esquina, vio que, parada y sola, con su espalda apoyada contra el semáforo de calle Zelarrayán, estaba su hermana Vera. En los pocos segundos que duró el momento, ella lo saludó de la manera en que solían hacerlo: extendiendo los dedos pulgar y meñique, mientras giraba la muñeca de un lado a otro. Claudio repitió el gesto, añadiendo un beso con la otra mano.

En ese momento, Claudio se despedía de Vera como cualquier día normal, sin saber que sería la última vez que la vería en su vida. Días después, Claudio iba a desaparecer.

Bariloche, 10 de septiembre de 1998.

17:28 h.

El teléfono suena cuatro veces hasta que atendés. Hoy es un día tan aburrido como tantos otros. Ves por la ventana el ida y vuelta de la gente abrigada a más no poder. Estás sentado en tu oficina, con el cenicero repleto de colillas consumidas, la taza de café con una borra helada y el resto en la máquina largando olor a recalentado. Olor horrible si lo hay.

El quinto tono de llamada no llega a escucharse, ya que levantás ofuscado el tubo. Reconocés de inmediato la voz del otro lado. No lográs decir nada, una catarata de palabras y frases sin puntos ni comas, casi como si de un exorcismo literario se tratase, aparece del otro lado. No sabés cuánto dura el relato, diez, veinte, quizá unos treinta segundos. No podés calcular. Pero sentís que tu corazón se detiene. Un instante de pausa y luego otra vez su ritmo habitual, pero más rápido, mucho más rápido. Casi como si fuera un galope de potros huyendo despavoridos de un grupo de serpientes. Eran extrasístoles ventriculares, te había dicho tu cardiólogo.

Luego de esos segundos incalculables, se hace el silencio. Nadie habla. Solo se escucha la respiración jadeante del otro lado de la línea. Respirás hondo, tomás aire y tratás de retenerlo por el máximo tiempo posible, pero no resulta. Su jadeo ahora empieza a ser también el tuyo.

No hay mucho para preguntar, el mensaje ha sido claro. Mirás tu reloj, falta un minuto para las cinco y media de la tarde. Le decís que se quede donde está, que no hable con nadie y que ya vas para allá.

Tiempo después, cuando todo haya pasado y lo peor haya quedado en el olvido, tratarás de recordar esa conversación. Sin embargo, no habrá caso, no recordarás casi nada de lo hablado. Como si tu subconsciente lo hubiese bloqueado. Solo quedará en vos una sensación desesperante. Eso ahora no lo sabés, faltan muchos años para que pase. Ahora solo sabés que tenés que irte. Tenés que irte ya. Cerrás la puerta y salís a la calle. Solo una palabra retumba en ese momento en tu cabeza, la misma que retumbará por siempre.

Esa palabra es “Claudio”.

Primera parte

2021

Capítulo 1

Vera

Te llamás Vera Pedroza y sos hermana de una persona desaparecida. Tu hermano se llamaba Claudio y, al día de hoy, nunca dejaste de tener esa leve esperanza de encontrarlo con vida. Pasaron más de veinte años y esa ilusión se te fue desvaneciendo hasta casi desaparecer, aunque, muy para tus adentros, esa mínima llama de creencia la seguís teniendo. Naciste en Sierra de la Ventana hace cuarenta y cinco años, pero desde chica viviste y creciste en Bahía Blanca. A pesar de tanto dolor, nunca quisiste mudarte para buscar una nueva vida. Decidiste quedarte por tus padres. Aunque hoy te replanteás tu futuro y te cuestionás una y otra vez si hiciste bien o mal. Tu papá murió ya hace muchos años, se le fue la vida en el intento frustrado y desgastante de encontrar a Claudio. Tu mamá también, falleció el año pasado de un infarto, así, de un día para el otro, sin previo aviso; se fue y vos dejaste de verla, al igual que te pasó con Claudio.

Claudio lo era todo para vos: un hermano, un amigo, un cómplice, una persona en quien confiar. El lazo que te unió a él siempre fue muy distinto al de tus otros hermanos. Sos la hermana mayor de un grupo de cuatro. Hasta hace poco, si te preguntaban, decías que tenías dos hermanos vivos y uno desaparecido.

Recordás como si fuera hoy la fatídica madrugada frente al Colegio Nacional en que se subieron al colectivo para irse a Bariloche. Fuiste con tus padres a despedirlo. Hacía frío y no dejabas de pedirle que te trajese chocolates de regalo. Estaba excitado, como la mayoría de sus compañeros. Saltaban, se pegaban ente sí, pero todo en un clima de completa alegría y jolgorio. Lo saludaste con un beso y lo abrazaste no bien se bajaron del Ford Sierra del papá de su compañero. Te le quedaste pegada más tiempo del habitual y, sin que nadie lo notara, le pusiste unos paquetes de cigarrillos en el bolsillo junto con un rollito de plata. Ahí estaban sus amigos, aquellos a los que solo volviste a ver en alguna marcha; hoy ni recordás sus nombres. Preferirías olvidarlos porque en un momento determinado se borraron y desaparecieron. Todos. Extraña amistad la de ellos: cuando Claudio desapareció, ellos también lo hicieron.

Ahora estás parada en la entrada de tu casa, abriéndole la puerta a esa mujer que ayer te llamó por teléfono desde Bariloche para darte la noticia. Ahora está ahí con vos. Cuando sonó el timbre te levantaste de un salto del sillón, casi pisás a tu gato, que acostumbra a ronronear entre tus pies.

Estás sola en tu casa, tu hijo está en la escuela. Estás casada con Juan Cruz, pero tu matrimonio está estancado en la nada desde hace años. Las parejas evidentemente no son lo tuyo. Probaste con varios hombres distintos y con el último fue con quien más congeniaste; de hecho, tuvieron a Nahuel, que hoy tiene diez años. Pero el amor duró poco. Sabés que algo de tu pasado debe haber influido en la relación. Esa incertidumbre que te da no saber qué fue lo que pasó con tu hermano no pudiste resolverla nunca. Hiciste terapia, tomaste medicaciones antidepresivas, ansiolíticos, probaste con yoga, manualidades, pero nada de eso logró quitarte ese sentimiento. La impotencia de no poder hacer nada es algo que arrastrás desde aquel fatídico día en que les avisaron a tus padres que Claudio estaba desaparecido.

Todos los recuerdos lograste taparlos por momentos, aunque nunca se fue por completo el dolor de no saber cuál fue el destino de Claudio. Por eso, ahora que le abrís la puerta a esta mujer, todo aquello pasa como una ráfaga por tu mente y te da la sensación de que fue ayer, de que no pasaron veintitrés años.

La mujer se presenta como la inspectora Leonora Fernández de la Policía Científica de Río Negro. La saludás e invitás a pasar. Ella ingresa a tu casa sin evitar que el gato se escabulla por la puerta antes de cerrarse. No importa, está acostumbrado a salir y volver solo. Paradoja del destino; desde que Claudio desapareció, te hiciste muy amiga de esos animales, quizá buscando en ellos lo que no tuvo él. Tu psicóloga te dijo que era posible, aunque más que una certeza lo creyó una coincidencia. Pero vos sabés para tus adentros que no fue casualidad.

Entran. Se sientan. No hablan. La mirás detenidamente, parece tener más o menos tu edad. No te animás a preguntarle nada. ¿Tendrá también un hermano desaparecido? El porte de la inspectora es impecable. Te saca más de una cabeza de altura. Rubia, no muy rubia como gringa; rubia, pero con un matiz más oscuro. Se te pasa por la cabeza si será natural o teñida. O con algún retoque de peluquería. Estás más a favor de un color de nacimiento. Sobre uno de sus lados, el pelo está enlazado con varias trenzas, como las que se usan en la playa.

Su cara no dice mucho, normal. O nada peculiar. Es linda. Linda mujer. Seguro pasa levemente los cuarenta. Aros pequeños, brillantes. Manos elegantes, uñas pintadas de color salmón. No lleva anillo. Se te ocurre que debe ser soltera, con esa profesión no la debe aguantar nadie. Abrigo pesado, bufanda de lana a cuadros, muy fea para tu gusto. Jean ajustado que deja suponer unas piernas torneadas, trabajadas en gimnasio. Se nota que ese cuerpo tiene un cuidado especial, lo que vos quisieras tener y no podés o no sabés cómo hacer, de dónde sacar tiempo entre tu trabajo y tu hijo. Si bien mantienen una distancia superior al metro, podés oler el aroma a perfume frutal. Muy buen gusto. Debe ser uno de esos importados que se pagan a precio dólar, muy lejano a los que vos podés alcanzar con tu sueldo de docente.

Interrumpís tus pensamientos porque la inspectora te agradece haberla recibido, ya que precisaba viajar desde Bariloche para hablar con vos. Vino para decirte que hay novedades de tu hermano.

Capítulo 2

Leonora

Te llamabas Lucía Fernández, pero hoy todo el mundo te conoce como Leonora. Te pasaste toda la vida, en realidad desde tu adolescencia, presentándote al mundo como Leonora. Tu nombre verdadero solo lo exponías ante algún trámite donde estabas obligada a mostrar tu documento, hasta que hace un par de años directamente fuiste al Registro Nacional de las Personas y lo cambiaste. Ese día oficialmente empezaste a llamarte Leonora Fernández.

Leonora lo tomaste de uno de los cuentos de tu escritor preferido, Edgar Allan Poe. Leonora no solo te remonta a su literatura, sino que también te gusta el nombre. Al cumplir los doce años, un tío lejano, uno con el cual no tenías tanto trato, apareció en tu casa y se hospedó por unos días. Venía del norte y paró en Bariloche a dejar unos paquetes y a recibir otros. Un trámite que debería haberle llevado unas horas se convirtió en un problema que abarcó una semana, ya que el proveedor local tuvo inconvenientes en completar la entrega.

Ese tío lejano en realidad resultó ser un amigo de la infancia de tu papá, el comisario José María Fernández, un peso pesado de la Policía de Bariloche. El tío, como lo conocías vos, en realidad se llamaba Antonio y era un veterano solterón que iba y venía constantemente en su camión por las rutas argentinas. No tenía esposa ni hijos, solo amigos, dentro de ellos, tu papá. Por eso, cuando Antonio se encontró con la negativa del proveedor de darle lo que venía a buscar, decidió pasar a saludarlo y tu papá, de inmediato, le ofreció hospedarse en tu casa las noches que hicieran falta hasta que se resolviera el conflicto, y el tío aceptó.

Recordás que siempre el tío llegaba de algún viaje y te traía regalos, todos muy originales y genuinos, y a cada uno le agregaba una historia que venía detrás, verdadera o falsa, pero increíble. Esas historias dotaban de un plus especial a cada regalo, hoy sonreís recordando eso, que era lo que disfrutabas del regalo en sí. Ese día llegó y no te trajo nada, era lógico, no venía de visita, sino que supuestamente estaba de paso. Ese día al saludarte no te dio nada y él se dio cuenta de que vos te quedaste parada, mirándolo con los ojos un tanto llenos de melancolía o bien de decepción. Viéndote así, te pidió que lo acompañaras hasta su camión, que había dejado estacionado en la vereda. Era un Mercedes Benz de los trompudos, en esa época eran los que más circulaban por las rutas.

Al llegar, te pidió que esperaras abajo, ya que para acceder a la puerta había que subir una escalerita. El tío Antonio subió del lado del acompañante. Abrió la gaveta, revolvió un momento y, entre unos papeles y franelas, sacó un libro y, así como estaba, te lo dio. Te dijo que lo perdonaras porque no lo había podido envolver, pero que te lo regalaba. Era un libro que él había comprado en Misiones, cuando fue a buscar un cargamento de bananas, pero había tenido tanta mala suerte que, al cargarlas en el acoplado, le había picado en una mano la famosa araña de los bananeros, de la cual vos nunca habías escuchado nada. La cuestión fue que la araña le generó una tremenda infección por la que lo tuvieron que internar por unos días y ahí, mientras pasaba sus horas acostado con el suero y remedios para neutralizar el veneno, su única compañía había sido ese libro. Así que lo leyó y releyó hasta que finalmente le dieron el alta y pudo continuar con su viaje. Entonces agarraste el libro y lo miraste, ya era tuyo. Cuentos completos de Edgar Allan Poe.

Capítulo 3

Vera

Claudio te llamó por teléfono esa mañana de septiembre de 1998 y al otro día ya no estaba más. Muchas veces la policía se había comunicado con vos y el resto de tu familia y le habías contado una y otra vez lo mismo. Era tan repetitivo que ya tenías miedo de equivocarte. Claudio había llamado para saludar a tus papás, pero justo no estaban, entonces atendiste vos. Hablaron no más de dos o tres minutos. Te contó que la estaban pasando bomba, que les quedaban unos días más y que estaba muy cansado porque casi no dormían. Se acostaban a cualquier hora luego de los boliches y se tenían que levantar muy temprano para ir a las excursiones. La mayoría eran aburridas para él, a quien no lo motivaba mucho ir a esquiar o a hacer juegos en la nieve.

Te preguntó por mamá y papá, vos le dijiste que estaban bien, trabajando. Con ganas de verlo. Él te dijo que también. Te dijo que estaba enloquecido con las chicas que veía, de colegios de todo el país. Te decía con verborragia que había rubias, morochas, que no sabía cuál elegir, que había mucha joda, que todo era fácil, que nada que ver con Bahía. Le preguntaste si se estaba cuidando, te dijo que sí, que obvio, si ya lo conocías y sabías que él no andaba en cualquiera, que le tenía mucho respeto a contagiarse enfermedades o a un embarazo. Le dijiste que tuviera cuidado con el alcohol y que nada de andar probando drogas. Te dijo que la cortaras, que parecías la mamá y no la hermana. Le dijiste que se lo recordabas porque lo querías, él te dijo que también. Cortaron. Fue la última vez que hablaste con él.

Luego, un día después, llegó la llamada de uno de los encargados del grupo que había viajado a Bariloche. Hablaron en ese momento con tu papá, le dijeron que Claudio estaba desaparecido. La noche del sábado tenían una fiesta en un boliche, pero había faltado. A la mañana siguiente, tenía una excursión en el Cerro Catedral, y tampoco había ido. A nadie le llamo la atención, ya que los alumnos a veces faltaban a las fiestas o a las excursiones; no eran obligatorias y muchas veces preferían quedarse a dormir porque no se recuperaban de la borrachera.

El tema fue que, a la tarde, al volver todos al hotel, sus compañeros de pieza no lo encontraron y eso les llamó la atención. En ese momento no había celulares o había de esos armatostes, pero muy pocos tenían y ese no era el caso de Claudio. No había forma de ubicarlo. En el hotel nadie lo había visto. Hoy todos los hoteles tienen cámaras de seguridad, en esa época era muy raro. Si bien el hotel era lindo y espacioso, la tecnología no había llegado aún. La cuestión fue que los compañeros de Claudio se preocuparon y llamaron al coordinador, un muchacho no mucho más grande que el grupo de egresados a quien luego conocerías a través de las notas que le hicieron en los noticieros.

Recordás el momento. Llegaste a la casa de tus viejos, todavía vivías con ellos y tus hermanos a pesar de que ya estabas cursando la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad Nacional del Sur. Era mediodía y tu mamá iba y venía por el comedor de la casa agarrándose la cabeza y llorando. Tu papá la miraba atónito sin decir palabra. Tu hermano menor jugaba con la Sega conectada al televisor como si no pasase nada. No entendías qué estaba sucediendo. “Claudio desapareció”, te dijo tu mamá sin mucha más introducción. “¿Qué?, si yo hablé con él ayer”, respondiste, como si eso negase lo anterior.

Mucho más no pudieron conversar, ya que enseguida apareció un patrullero y dos agentes entraron y se pusieron a hablar con tus papás. Aparentemente, sus compañeros de habitación lo habían visto el día anterior por la tarde y luego ya no más. No le prestaron atención a la situación hasta que hoy a la mañana al levantarse notaron que Claudio no estaba en su habitación. No había vuelto a dormir. Su cama estaba hecha desde la noche anterior y enseguida notaron que faltaban sus cosas. Entonces avisaron al coordinador, quien tampoco lo había visto y este, su vez, dio parte a los gerentes del hotel y, ante la negativa y la desesperación de sus compañeros, terminó llamando a la policía. Ellos, por su parte, se apersonaron en el hotel y empezaron a ver qué había pasado.

Al no haber novedades y dado que no se conocían versiones de que Claudio hubiera querido irse a alguna excursión no pautada por el colegio, empezaron a buscar en la nieve de los cerros ante la posibilidad de que hubiera sufrido algún accidente. La Policía de Bariloche, junto al equipo de rescatistas, sabía perfectamente que los accidentes solían darse en personas sin experiencia en la nieve, como es el caso de los viajes de egresados. O bien ante inclemencias climáticas no previstas en el medio de una excursión, pero no parecía ser el caso. También los rescatistas tenían en claro que una persona perdida o accidentada en la nieve, sin comida y sin un lugar de reparo, era muy posible que muriese de hipotermia en las primeras veinticuatro horas, por eso la urgencia en la búsqueda.

El código rojo de persona desaparecida se accionó inmediatamente e hizo su aparición en la escena el jefe de la Seccional 4 de Investigación de Personas Desaparecidas, el comisario José María Fernández. Algo de eso comentó uno de los policías que se había anunciado en tu casa, pero creés que una parte quizá se hubiese desdibujado por el paso del tiempo. Hoy muchos recuerdos ya no son creíbles para vos. El tiempo fue pasando y ahora estás llena de momentos olvidados o ligeramente distorsionados.

Capítulo 4

Leonora

Leonora es el nombre de uno de los personajes de tu obra preferida de Edgar Allan Poe: “El cuervo”. Aunque te cuesta elegir uno entre todos sus títulos, ese cuento tiene algo especial. Hay algo en su personaje que te llegó. Esa historia de amor y tragedia, de romanticismo sin límites, de locura absoluta. Te llamabas Lucía Fernández, pero te gustaba tanto que te llamasen Leonora, como el personaje del cuento de Poe, que cuando se habilitó legalmente el cambio de nombre, no dudaste en hacerlo. Lucía siempre te resultó un nombre vulgar, común, sin ningún tipo de incentivo. Sin embargo, Leonora, desde el día en que lo conociste, te pareció diferente. Un nombre con mucho peso. Con personalidad. Y, en tu caso, cargado de una historia literaria imperdible.

Él te había aclarado que eran cuentos raros, que tenían un poco de terror y que, en ciertos casos, era difícil saber cuánto era verdad y cuánto era imaginación del autor. Te dijo que antes daban miedo porque habían sido escritos hacía más de ciento cincuenta años, que hoy ya no asustaban a nadie. Pero al menos te lo había aclarado. Años más tarde, él te diría que te regaló ese libro porque nunca le había gustado llegar con las manos vacías a tu casa, pero que luego se arrepintió, ya que lo consideraba un libro muy oscuro para una niña que estaba entrando en la adolescencia. Vos recién habías cumplido los doce años y estabas, como muchos de tu edad, sin un rumbo definido.

La literatura de Poe llegó a vos en el momento justo. Cuando abriste el libro, el primer cuento se titulaba “El cuervo”. En realidad, no era precisamente un cuento, sino un poema. De un lado de la hoja estaba la versión original en inglés y en la otra, la traducción al castellano. Te encantó el nombre Leonora. No recordabas haberlo escuchado antes. Te sonaba a princesa. Creíste que no tenía mucho sentido hacer un poema de terror y que de título figurara el nombre de un animal. Esa misma noche lo leíste y te volvió loca. Lo volviste a leer a pesar de la insistencia de tu mamá desde la pieza de al lado para que apagases la luz, que mañana no te ibas a poder levantar para ir a la escuela.

Ese fue el primero en tu larga experiencia con Poe. Luego vendrían cuentos memorables, como “La caída de la casa Usher”, “El corazón delator”, “Ligeia” y tantos otros. Muchos de ellos estaban incluidos en el volumen que te había regalado tu tío, pero otros no. Con el correr de tiempo, fuiste comprando más libros con compilados de cuentos, muchos de ellos repetidos, pero no te importaba. “El cuervo” te parecía que tenía algo muy distinto al resto de lo que habías leído. Algo especial que hasta el día de hoy no sabés qué es. Quizá sea la personalidad del protagonista o bien el vínculo patológico que logra el narrador con el cuervo, en pleno recuerdo delirante de su amada y desaparecida Leonora.

A partir de ese día, la literatura para vos se empezó a llamar Edgar Allan Poe. Un día viste un dibujo de un cuervo hecho por un artista local, un cuervo con una mirada triste, apoyado, casi fusionado con una casa de dos pisos. Te pareció increíble, como si dos historias de Poe se hubiesen unido, lo que te dio la idea de hacerte un tatuaje.

Cuando cumpliste los diecisiete años, finalmente te lo hiciste, no sin antes darle algunas explicaciones a tu papá. Igualmente, el día que él lo vio por primera vez te dijo que estaba bueno, pero que no lo entendía. Te reíste un rato largo, no recordás bien qué explicación le diste en ese momento, pero lo mandaste sutilmente a leer a Poe. Se quedó satisfecho y no te dijo nada. Si hubieras sabido que iba a tomárselo así, te lo habrías hecho unos años antes.

Necesitabas un buen diseño, una casa derrumbándose fusionada con un cuervo. Buscaste por todo Bariloche hasta que encontraste un tatuador que se animaba a diseñarlo tal cual lo querías. Ahorraste mucha plata y te hiciste el tatuaje. El tipo lo dibujó de una manera increíble y elegiste tu abdomen para hacerlo, el flanco izquierdo. Incluso parte del tatuaje pasaba por el hueso de la cadera y se escabullía por debajo de la bombacha. Vestida, el tatuaje no se veía. Esa era tu idea, que lo conociera solo aquella gente que te viera con poca ropa, entiéndase novios o amantes. La parte superior del tatuaje es visible solo si te levantás un poco la remera y la parte inferior, si te bajás el elástico del pantalón e incluso de la bombacha.

Tuviste un novio una vez que estaba obsesionado con ese tatuaje, que en pleno acto sexual pedía que te movieras para un lado u otro para que él pudiese mirarlo. Te dio gracia la situación y quizá no lo entendías en ese momento, pero luego supiste que el tatuaje te dotaba de un aura especial, misteriosa quizá. Ninguno de los hombres con los cuales intimaste pasó por alto el tatuaje, todos lo miraban pensativos y muchos preguntaban, querían saber qué historia había detrás. A los curiosos intelectuales les contabas toda la historia relacionada al libro de tu tío Antonio. A la chusma, nada; les decías que te había gustado el dibujo y listo.

Parte de Poe te acompaña desde hace más de veinte años. Leíste y releíste su obra en castellano. Luego intentaste hacer lo mismo con su prosa en su idioma original, un inglés antiguo que resultó extremadamente complejo para el nivel académico que tenías en ese momento. Esos libros viejos en inglés que habías sacado de la biblioteca tuvieron otra oportunidad años más tarde, cuando ya te habías convertido en toda una experta en el idioma. De hecho, a través del instituto de inglés de Bariloche, lograste hacer un intercambio estudiantil e irte varias semanas a New Orleans. Tu experiencia fue increíble y aparte te hiciste una escapada a Boston y conociste lo que fue la casa de Poe, hoy convertida en museo. Recuerdos que hoy parecen tan lejanos, pero que vuelven una y otra vez a tu memoria cada vez que te mirás al espejo sin ropa y ves cómo el cuervo se fusiona con esa vieja y terrorífica casona al borde del derrumbe.

Capítulo 5

Vera

Tardás en reconocer que la inspectora que se presentó como Leonora Fernández tiene el mismo apellido que aquel comisario que actuó en su momento en la desaparición de tu hermano. Te llama poderosamente la atención no tanto por el apellido en sí, ya que Fernández es muy frecuente. Pero al ver los aros de la inspectora, notás que tiene los mismos lóbulos de la oreja que el inspector. Unos lóbulos extremadamente chicos, como si el pabellón auricular se continuase directamente ahí. Como si esos aros estuviesen insertos directamente en la piel del pabellón. Esos mismos lóbulos los recordás sin ninguna duda: son los mismos que los del comisario Fernández de Bariloche. Debe ser la hija. No hay dudas. También un aire en su mirada te recuerda a él. No sabés bien qué es exactamente, quizá la dureza o quizá la seguridad que irradian esos ojos. No tenés duda de que es la hija. Se lo preguntás, te dice que sí con una sonrisa. Estás nerviosa. Cuando le abriste la puerta, su silueta te hizo recordar el momento en que aquellos dos policías aparecieron en la casa de tus viejos en 1998.

Luego de esa visita inesperada, te quedaste al cuidado de tus hermanos mientras tus papás se iban a la comisaría. Resultó que necesitaban datos de Claudio. Al parecer, el procedimiento de investigación constaba de una etapa inicial de interrogatorio hacia la familia de la víctima, buscando datos que otras personas, como amigos o compañeros de trabajo, quizá no supiesen. Si bien no habías estado en el lugar del interrogatorio, sabés de qué se habló porque tu mamá te lo contó al volver.

Primero necesitaron datos personales de Claudio. Luego llegaron las preguntas extrañas, pero se consideraban habituales y no eran motivo para que se asustasen, les había dicho un policía. Si Claudio había tenido algún problema con la familia: no. Si tenía problemas de conducta en la escuela: no. Si sabía sobre algún conflicto con amigos o compañeros: no. Si consumía drogas: no. Si tomaba alcohol: lo normal para la edad, había respondido tu mamá al borde del llanto. Si Claudio tenía experiencia en travesías en la nieve o en alta montaña: no, solo una vez se había ido a Sierra de la Ventana en verano en carpa y no había tenido problemas. Si sabía esquiar, ante lo cual tu papá, al borde del enojo, había respondido que no sabía y que no entendía por qué importaba ese dato, que había ido con la escuela, que en teoría ellos lo iban a cuidar.

Luego le pidieron a tu mamá alguna ropa que tuviera para darles, ante lo cual ella preguntó si sospechaban que estaba muerto. La respuesta fue que no, pero necesitaban la ropa para poder usarla porque los perros de montaña se guiaban por el olor y eran necesarios en estos casos. Aquellos solían detectar olores durante no más de dos o tres días, por eso era importante apurar los trámites.