Desaparición forzada - Rafael López Jiménez - E-Book

Desaparición forzada E-Book

Rafael López Jimenéz

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Beschreibung

Esta novela testimonial da fe de las torturas sufridas por el autor cuando es privado de la libertad por agentes del gobierno: "un arresto sin orden de aprehensión". Mientras el protagonista es torturado, su mente regresa a las raíces, a la comunidad rural regida por los usos y costumbres indígenas, a su incorporación a la multitud estudiantil inconforme con la realidad nacional e internacional, y con las reglas vigentes no escritas aplicadas en la democracia monopartidista, en México 1968.

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Primera edición, Daga Editores, México, 2001.

Segunda edición,© 2012, Trópico de Escorpio

© Rafael López Jiménez Reimpresión: 2017 CDMX

www.tropicodeescorpio.com Distribución: Editorial Trópico de Escorpio Fb: Editorial Trópico de Escorpio

Diseño: Carolina Herrera Z.

Edición: Gilda Salinas

Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente, por ningún medio impreso, mecánico o electrónico sin el consentimiento del autor.

ISBN: 978-607-95821-8-0

Convertido a eBook por:

Information Consulting Group de México, S. A de C. V.

AHimbert López Jiménez yNoel Fuentes Baños

Diez de la mañana

Entre amenazas, repetidas ofensas verbales y un empujón innecesario, yo había entrado a un baño ubicado a corta distancia de mi celda. Me ordenaron desvestirme: totalmente y sin zapatos, precisaron; mientras lo hacía, el policía chofer mojaba una jerga que exprimió y volvió a mojar bajo la llave abierta de un lavabo; aquello parecía una ceremonia por la lentitud y las miradas acuciosas hacia la regadera, después la dobló en dos y la colocó extendida junto a una pared cubierta con mosaicos de color azul. Cerró la llave del agua. Me vendaron los ojos y me ordenaron pararme sobre el trapo mojado. Yo temblaba de frío, ellos dijeron que de miedo.

Había que atender la instrucción expresa de “guardar la posición de Cristo”.

—¡Los pies juntos de talón a dedos, la espalda contra la pared, los brazos abiertos en cruz y abiertas las manos, pisando el trapo mojado!

La venda me impedía ver si cumplía la orden recibida.

Oí un sonido igual al de una rasuradora eléctrica cuando la encienden. Recibí la primera descarga en la punta del chile.

—¡No te muevas, jijo de la chingada, pinche cobarde! —rugió una voz.

Pronto se deleitaron viéndome reparar con los toques en el ombligo y en las tetillas. Pasaron por el estómago, los costados, los codos, los dedos de manos y pies, los muslos, las rodillas, el cuello, los talones, los hombros, volviendo con frecuencia a los genitales. Lo que quedaba de mí se aterró cuando me ordenaron abrir la boca y sacar la lengua…

No sé si por cada pregunta o por cada palabra me asestaban una descarga eléctrica.

—¡No te muevas, jijo de la chingada!

¿Resistirían ellos un trato igual, sin moverse ante la chicharra eléctrica conectada en las partes más sensibles de su cuerpo? Yo he visto cómo toros sementales de una tonelada reparan al tiempo que mugen cuando les asientan una descarga con bastones eléctricos. Donde toque, pega como un millón de piquetes empujados por una fuerza espantosa que hiere en su recorrido por todos los nervios para convertir en goma al más templado, como un muñeco al cual con moverle algo se le repercute por todas sus partes, sin que haya hueso o voluntad capaz de poner orden en el todo estimulado; el individuo se sacude miembro por miembro, todos en un instante y cada uno queriendo gritar su dolor. Sin embargo, los ayes no alcanzan a expresarlo.

Las descargas eléctricas se sucedieron por una eternidad; ni siquiera dejaban que el cuerpo se acomodara de acuerdo a los choques recibidos.

Perdí el control. Hacían volver el brazo, la pierna o el abdomen al lugar que querían con toques en el lado contrario.

Mi historia, mi información, mis amigos, nada tenían que ver con su asunto; eso los irritaba y se manifestaban con más saña contra mí.

El comandante me acercó a la cara el índice derecho y no lo movió mientras hablaba:

—¿No vas a cantar? A mejores hemos ablandado. Te crees muy macho, ¿eh? Eres un miserable descorazonado. Andas muy metido en eso y sabes cuántas formas hay para hacerlos hablar, así que a lo mejor hasta esperas lo demás; pues vamos a traer a tus padres para hacerles lo mismo que a ti. ¿Te gustaría ver a tu madre así, nomás por hacerle al mártir? ¿Quién crees que te agradecerá si te callas en vez de hablar? Todos han ido cantando. Ya tenemos sus declaraciones y no tardan en venir a identificarte.

Hablé lo que pude. Ni lo recuerdo. Pero sí recuerdo que con las descargas eléctricas sentí mis partes dispersas rebotando entre las paredes del baño, repitiendo mi grito de dolor, volando despavoridas y volviendo a mí temerosas en busca de protección para recibir otra descarga igual o peor. ¡Los testículos! Mi madre, qué susto. Me los estrellaron. Me los cocieron. Me los rompieron. Me los cortaron. Me inhabilitaron. ¿A dónde irían a parar, dejándome desvalido? Me mataron por donde más duele. Otro toque y la misma sensación irresistible, duplicándose, qué digo, multiplicándose. Tres o siete instantes después mis cuates, mis bien amados pasaban a segundo término, el bastón eléctrico seguía martirizando en lo que alcanzara del cuerpo convertido en materia temblorosa.

Cansados, los torturadores ordenaron que me vistiera. Lo hice sentado, porque cuando lo intenté de pie sentí perder el equilibrio.

Para regresar a la celda caminé arrastrando los pies, temblando sin cesar y sin querer porque así me había dejado la calentada que me aplicaron.

Once meses antes

Todo cambia. En la soledad carcelaria apareció el recuerdo de mi maestro don Jesús, sus enseñanzas ilustradas con ejemplos de la vida, sus convicciones, sus gritos de guerra que solía repetir en actos públicos o en algunos de nuestros encuentros, para que no los olvidara: lo humano es el problema esencial; amo a mi familia más que a mí mismo, a mi patria más que a mi familia y a la humanidad tanto como a mi patria; ser vasallo de la verdad, porque sólo con la verdad se sirve de verdad al pueblo; aprovechar el poder para el enriquecimiento personal y no para el bien público es robar al pueblo, es robar a la patria que es nuestra madre; la independencia política es sólo una ficción si no descansa en la independencia económica; la historia avanza, el que se detenga será arrollado y la historia seguirá avanzando; la historia es una hazaña de la inconformidad…

Él decía que todo cambia.

También recordaba a otros amigos, y a mis parientes. En ese momento me intrigó que nadie hubiera hecho nada por mí. Ni un saludo, ni un recado. Extraño. El mismo comandante de mis secuestradores dijo que ya habían hablado para que me soltaran; el viernes me gritó irritado porque supuestamente con la llamada del administrador de mi oficina a mi jefe me andaban buscando. ¿Sería cierto eso? Tal vez el policía quería que chocaran dentro de mí el optimismo con el pesimismo para generar una crisis. Me sentí abandonado, sobre todo por quienes pudieran interceder para liberarme. Sin embargo recapacité en que ni mis padres ni mi maestro debían saber del caso para evitarles una preocupación.

Recordé mi tierra cálida y sísmica; en algún momento me asaltó el temor a los terremotos, aunque fuera uno solo, no de los que se acompañan con una o varias réplicas: preso, sin posibilidades de correr porque las rejas reforzadas por cerrojos y candados lo impiden, con un edificio encima que si no me aplastaba al desmoronarse me dejaría encapsulado entre los escombros para martirizarme con una horrible agonía. Ya desaparecido, el final puede ser así; o arrojado en una fosa común con otros moribundos, tirado en cualquier barranca lo suficientemente agujereado para facilitarle a los zopilotes el inicio de su comilona, o lanzado desde un helicóptero para que los tiburones borren las evidencias auxiliados de las rémoras por si algo se les escapa.

Las víctimas de las desapariciones forzadas debían esperar lo peor.

Ayer en la mañana todavía recibí el trato afectuoso, fraterno, de los compañeros trabajadores; también recibí saludos respetuosos de los productores de tabaco. Ayer, jefe, ¿ahora qué?

¿Y qué tal once meses antes, en el Centro Asturiano de la ciudad de México? ¡En la mesa de honor, con el presidente de la República!

El Colegio Nacional de Economistas homenajeaba al maestro Silva Herzog con motivo de sus ochenta años de vida. En la mesa de honor acompañé al maestro, con Carlos Bermúdez Limón, presidente del Colegio Nacional de Economistas; José Luis Ceceña Gámez, representante de Pablo González Casanova, Rector de la Universidad Nacional Autónoma de México; Joaquín Ramírez Cabañas, el más viejo de los discípulos del festejado. También compartieron la mesa el presidente Luis Echeverría, Víctor Bravo Ahuja, Secretario de Educación Pública; Emilio Portes Gil, ex presidente de México; Jaime Torres Bodet y Miguel Angel Asturias, escritores. El maestro dirigió un mensaje a la concurrencia y a nombre del presidente de la República dio la respuesta el Secretario del Trabajo y Previsión Social, Porfirio Muñoz Ledo.

Días antes, por su cumpleaños ochenta, mi maestro me había invitado a su casa para departir con él y otros de sus amigos: Rosa Kunsminski, Celina Verduzco, Rosa Elena de Rey, Ricardo Torres Gaytán, Manuel Sánchez Sarto, Emilio Mújica Montoya, Joaquín Ramírez Cabañas, Mario Monteforte Toledo, Manuel Aguilera Gómez, Benito Rey Romay, Carlos Abedrop Dávila, Gustavo Martínez Cabañas, José Luís Ceceña, Wilfrido Lozano, Fernando Carmona, Alonso Aguilar y Arnaldo Orfila Reynal. Asistió Miguel Ángel Asturias, el guatemalteco galardonado en 1965 con el premio Lenin de la Paz, instituido por la Unión Soviética, y con el premio Nobel de Literatura dos años después, por haber escrito entre otros libros El señor presidente, retrato de un dictador latinoamericano.

Saludé al escritor y poeta, precursor del realismo mágico, le referí alguna nota periodística sobre la opinión de un escritor ya famoso que manifestó desacuerdo con un punto de vista suyo; al respecto, comentó haberse referido a que muchos temas literarios actuales han sido abordados en el pasado por otros escritores, nada más. Él, según dijo mi maestro, lo había felicitado por teléfono y al hacerlo fue convidado a la reunión; ahí supe que el señor presidente lo invitó a la comida organizada por el Colegio Nacional de Economistas para homenajear pocos días después al “ochentañero”, en compañía de los miembros de su gabinete, así como escritores, maestros, directores de periódicos y revistas, relevantes personalidades de la vida pública, dos mil quinientas personas.

La mesa tenía forma circular. Sentado frente a Luis Echeverría, a la izquierda del ex gobernador de Oaxaca, Bravo Ahuja, hice un comentario sobre los riesgos que afrontaba el Plan Chontalpa; como no cuadró con lo que argumentaba el señor presidente, mereció una expresión suya.

—Luego hablamos de eso.

Sí, pensé, luego hablamos; como si el ciudadano común pudiera hablar con el señor presidente para sacarlo del error en que lo tienen atrapado sus colaboradores inmediatos.

Bravo Ahuja bajó la mano izquierda y me dio dos apretones en la pierna derecha. No supe qué significaba eso, y a pesar de que me recomendó ir a verlo a su despacho nunca volvimos a encontrarnos.

Me hubieran visto entre aquella multitud. No dejé de sudar por la emoción, por tanto honor. Dos días después visité a mi maestro.

—¿Qué le pareció mi discurso improvisado, amigo?

—Excelente, maestro. Me conmovió su autocrítica, a los ochenta años. Le oímos decir que no pudo hacer todo lo que hubiera querido hacer porque le faltaron alas en el pensamiento para explorar dilatados horizontes, capacidad creadora…

—E intuición excepcional. Eso dije.

—Sin embargo, creo que a muchos de los presentes no les gustó la referencia al comentario de que ya no hay estadistas, sólo gerentes de plutocracias como el caso de la potencia imperial.

—Ni modo. Pero hay que decir las cosas que deben decirse, siempre y cuando sea la ocasión propicia. No hablar sólo por hablar, amigo. El que mucho habla mucho yerra y si no, se chotea.

—A lo mejor no les extraña escucharle las claridades porque ya lo conocen.

—Me conocen y aún así me buscan. En una ocasión, un secretario de Estado me hizo saber que tenía mucho interés en conversar conmigo sobre algún asunto, me lo dijo un amigo común. A nuestro amigo le dije que tendría mucho gusto en convidar al señor secretario a desayunar o a merendar en mi casa, cuando él lo dispusiera. No volví a saber de tal interés porque no pregunté; ahora supongo que tal vez ese funcionario esperaba que yo lo buscara como normalmente hacen los demás, con trámites ante sus ayudantes mediante las antesalas de rigor, pues suponen que sus investiduras les dan un lugar especial entre los ciudadanos. Lo peor es que desde ahí ven distorsionada la realidad y suponen que tal situación ha de durar más de seis años.

Mi maestro era respetado por los presidentes de la República. Para entonces, yo había leído sus memorias, Mis Trabajos y los Años, editadas en 1971; conocía la carta que con motivo de sus cincuenta años de labor docente le hizo llegar a un acto de homenaje público el presidente Gustavo Díaz Ordaz, por conducto de Norberto Aguirre Palancares, y conocía su respuesta:

“José Martí escribió: 'El hombre que no dice lo que piensa o que no se atreve a decir lo que piensa, no es un hombre honrado. Y yo voy a decir lo que pienso: agradezco la carta del ciudadano presidente de la República, en la cual demuestra su estimación a los maestros. Ojalá que llevado por esta estimación hiciera lo necesario para libertar a los maestros universitarios y politécnicos de igual manera que a los estudiantes encarcelados; todos ellos tienen el derecho indiscutible y sagrado a respirar aires de libertad. Es mejor ser amado que temido; y sobre el principio de autoridad triunfan siempre tres diosas infalibles: la diosa de la razón, la diosa de la verdad y la diosa de la justicia”.

El mensaje caló muy hondo al abogar por los presos relacionados con el Movimiento Estudiantil de 1968.

Una y media de la tarde

Acurrucado en una esquina de la mazmorra, me sentía rebotar entre el piso y el techo por los estremecimientos incontrolables de la tempestad eléctrica que me recorría y alucinaba.

Las horas parecían interminables.

Necesitaba tranquilizarme, abandonarme al descanso para recuperar el control.

Los pensamientos aparecían en chispazos de palabras o ideas, o quebrados y dispersos como los rayos y centellas de las tempestades eléctricas. Los recuerdos se atropellaban, disparatados traslapaban tiempo y espacio.

Los nervios, estimulados, movían a los músculos y éstos a los huesos. Los temblores incontrolables se sucedían en diferentes partes del cuerpo.

Concentrado en el esfuerzo de ordenar pensamientos, el movimiento involuntario de un ojo, un bíceps, o un músculo cualquiera me desquiciaba… entonces aparecían los asaltos a la imaginación. Era para estallar. La sucesión de estas sensaciones era vertiginosa, como si la energía acumulada buscara un escape imposible.

Una idea intermitente me llegaba como relámpago:

Están en un error, deben rectificar. Están en un error, deben rectificar…

Sonaron las cerraduras de la puerta que da acceso al área de celdas. Sobresaltado escuché voces y pasos que se acercaban a mí. Sin preámbulos, una voz de mujer se dejó escuchar.

—Deme su plato.

—¿Cuál plato?

—El que está ahí, nomás enjuáguelo.

Sí había un plato de barro, con forma de molcajete; contenía trozos de fideo seco y enmohecido además de duro que supuse no podría quitar sólo con el agua de la llave y la presión de mis dedos.

La comida consistió en sopa aguada de moñitos, con tortillas de maíz amarillo. Volví a enjuagar el plato, después de servirme agua de la llave para tomar lo puse en la cama de arriba, y seguí tratando de controlar los nervios.

Están en un error, deben rectificar. Están en un error, deben rectificar.

1961 – 1963

La sierra madre del sur impedía la comunicación terrestre moderna así como la recepción de las hondas hertzinas con regularidad. Por las noches había que mover las perillas de los radios hasta captar algo durante lapsos imprevistos, en español. Los aparatos de onda corta funcionaban mejor. En oleadas que medíamos con el ritmo de la respiración iban y venían palabras y notas musicales diversas, procedentes de centro y sud América, y sobre todo de Cuba: Radio Habana, cuyos programas musicales disfrutaba mucho.

La carretera que comunicaría a la capital del estado con la costa estaba en construcción, en los vehículos de los camineros hice los primeros viajes de Ixcapa a Pinotepa Nacional cuando ingresé a la escuela secundaria, recién fundada, la única en la región. Se oía que la carretera Acapulco – Pinotepa pronto sería una realidad.

Treinta kilómetros de carretera fueron suficientes para cambiar mi vida. Abandoné los quehaceres cotidianos, la milpa, las siembras de ajonjolí, tabaco, chile y frijol, la tradición oral y la indiferencia frente al tiempo y las distancias.

Los luceros que caminan, vistos con arrobo en el cielo desde 1957, fueron llamados cohetes primero, sputniks después, cuando conocimos su condición de obra humana realizada por los soviéticos, los rusos según el decir popular. Pronto serían el símbolo de una competencia por la conquista del espacio. Supimos de la perra Laika y su viaje por el cosmos; después, Yuri Gagarin nos impresionó, era el primer astronauta que le daba una vuelta al globo terráqueo.

Pero en ese año, 1961, desde territorio estadounidense salió un grupo que invadió Cuba, por Playa Girón. Fue motivo de una gran manifestación de solidaridad con el pueblo cubano realizada en el zócalo capitalino, encabezada por el ex presidente Lázaro Cárdenas.

El soviético Germán Titov dio diecisiete vueltas a la Tierra.

Los estadounidenses, que no habían dado una sola vuelta de circunvalación, empezaron a temer que su desventaja en la conquista del espacio fuera el mayor riesgo cuando los soviéticos decidieran atacarlos desde la estratósfera.

Lyndon B. Jhonson había expresado, para justificar los presupuestos de los programas Gemini y Apolo, en 1959:

“Yo, al menos, no quiero acostarme bajo la luz de una luna comunista”.

Cuando el estadounidense John Gleen le dio tres vueltas a la tierra el presidente Kennedy lo celebró.

—Estamos en camino hacia la luna —dijo.

Yo cursaba el segundo año de secundaria. Recuerdo haber estado a punto de romper la fila para tenderle la mano al presidente de la república, Adolfo López Mateos, cuando arribó, sudando, al parque de Pinotepa Nacional. Los tres grupos de la secundaria estábamos en primera fila.

Un orador había animado el ambiente en el parque municipal, antes de la llegada del presidente y su comitiva integrada por personas contentas, llenas de vida, secándose las caras con sus pañuelos.

—¡Que a una sola voz hagamos sentir al señor presidente nuestro apoyo a la política exterior de México, nuestra solidaridad por su decisión de no romper relaciones con la hermana república de Cuba como lo hicieron otros países del continente! ¡Enarbolemos nuestra bandera a favor de la autodeterminación de los pueblos y la no intervención!

Todos los oradores hablaron de la autodeterminación de los pueblos y la no intervención. Defender a Cuba es defender a México —dijo uno—, como imperativo de congruencia histórica y seguridad nacional. López Mateos no dijo algo diferente, pero sonreía cuando alguien lo ensalzaba por hacer realidad tales preceptos.

—Te vi muy formal, chiquillo, ¿cómo te sentiste? —Me preguntó don Tobías García cuando nos vimos en su casa, donde viví durante ese año lectivo.

—Estaba emocionado por ver al presidente de carne y hueso, sudando como nosotros.

Sabía de los cubanos asilados que habían preparado su aventura revolucionaria exitosa con Fidel Castro a la cabeza; de Tuxpan, Veracruz, salieron en el yate Granma. Después supe que con ellos iba el Che Guevara.

Cuando los Estados Unidos dejaron de venderle petróleo a Cuba y dejaron de comprarle azúcar, la Unión Soviética compensó esa situación. Para entonces, hasta la competencia por la conquista del espacio había despertado simpatías hacia los soviéticos.

La radio hablaba de las amenazas que pendían sobre la soberanía de Cuba. También lo decían las publicaciones periódicas que podía leer cuando el señor Tobías las abandonaba, como la revista Siempre!, otra de las publicaciones que podía consultar de manera igual era LIFE en español.

Radio Habana emitía una canción de Carlos Puebla con un estribillo y ritmo pegajosos:

Con OEA o sin OEAganaremos la pelea

La Organización de las Naciones Unidas había emitido en 1960 su “Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales” y creó el Comité Especial de Descolonización. Más de ochenta países conseguirían su independencia.

A temprana edad comprendí que algunos acontecimientos registrados en tierras lejanas podían afectarnos de modo directo. El presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, John F. Kennedy, anunció que había llegado a un acuerdo con los soviéticos para proscribir las pruebas nucleares; me gustó la noticia. Pero asesinaron al presidente Kennedy —murió por un balazo, como muchos costeños, pensé— y por los tres días de duelo nacional decretados para todo el país se cambió la fecha de nuestro baile de graduación.

Al concluir los estudios en la escuela secundaria me sentía sin rumbo, sin la guía que algunos compañeros decían tener: un hermano estudiando agricultura en Chapingo, un hermano cursando la carrera de ingeniero en el Instituto Politécnico Nacional, el hermano estudiante de leyes o medicina en la UNAM; quien de veras presumió fue un compañero de apellido Díaz Laredo, nos mostró la memoria del Colegio Militar donde aparecía la fotografía de su hermano, el cadete Pedro.

Seis y media de la tarde

Oí los cerrojos de la puerta y me sentí enchufado de nuevo.

El sonido de los pasos me causó estremecimiento.

Con voz seca, agresiva, el comandante me gritó.

—¡Chico Pancho, ya viene en camino tu madre!

Si no hubiera sido por su facultad de torturar se la miento, por embustero. Me daban ganas de preguntarle ¿por cuál de los caminos vienen?, ¿por el menos malo?, es tanta la distancia que ni siquiera han empezado a recorrerlo si cuando me lanzaron la amenaza de traerla para hacerle lo mismo que a mí alguien fue por ella desde la población más importante.

En cuanto estuvo frente a la celda oí un estruendo como borbotones de agua retumbando en una caverna profunda, envolvente; supuse otro procedimiento de tortura, de los tantos que se hablaba, ¿el pocito, el pozole